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Ovidio y Pedro Sánchez de Viana: Tiresias

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TIRESIAS
Metamorfosis, Libro III, 316-338


Mientra éstas y otras cosas se hicieron,
Y al niño Baco, des veces nacido,
Principios más seguros sucedieron,
Acaso Jove, habiendo bien bebido,
Se burlaba con Juno estando ociosa,
De los cuidados graves desasido.
Y dicen que entre una y otra cosa,
«Las hembras (dijo) recibir más gusto
En la lucha de Venus amorosa.»
A Juno la parece que es injusto
No lo negar, y entrambos de concierto
Lo preguntan a un hombre sabio y justo.
Tiresias [1] era, el cual estaba experto
Cuál tiene más razón, que la experiencia
De una y otra Venus le hace cierto.
Porque en una floresta, en su presencia
Estaban dos serpientes engendrando,
Y no pudo llevarlo con paciencia,
Con un bastón al uno y otro dando
Los apartó, y al punto (¡extraña cosa!)
Irse vio de hombre en hembra trasformando.
Vivió siete años vida tan penosa,
Y al cabo de los ocho caminaba
Por la floresta misma deleitosa.
Y ya que aquel lugar mismo llegaba,
Tornó a encontrar las sierpes como de ante;
Hiriolas con el palo que llevaba,
Y hablolas de esta suerte en el instante:
«Si a quien os hiere dais contrario sexo,
Quiéroos herir, por ver si aqueste dexo.»

Apenas los dragones ha herido,
Cuando le sobrevino la primera
Figura, el gesto de hombre despedido.
Así que fue juez de esta manera,
Y pronunció sentencia, confirmando
La de Jove por cierta y verdadera.
Sintiolo Juno, no como burlando,
Que grandemente de ello se contrista,
Según están las gentes publicando.
Privó al juez de la corpórea vista,
Mas Jove (porque no le es permitido
A un dios, que al hecho de otro dios resista),
Recompensando el daño recibido,
Al mismo concedió que adivinase,
En trueque de la vista que ha perdido.




Dumque ea per terras fatali lege geruntur
tutaque bis geniti sunt incunabula Bacchi,
forte Iouem memorant diffusum nectare curas
seposuisse graues uacuaque agitasse remissos
cum Iunone iocos et : « maior uestra profecto est,
quam quae contingit maribus » dixisse « uoluptas ».
Illa negat. Placuit quae sit sententia docti
quaerere Tiresiae : Venus huic erat utraque nota.
Nam duo magnorum uiridi coeuntia silua
corpora serpentum baculi uiolauerat ictu 
deque uiro factus (mirabile) femina septem
egerat autumnos ; octauo rursus eosdem
uidit, et : « Est uestrae si tanta potentia plagae »
dixit, « ut auctoris sortem in contraria mutet,
nunc quoque uos feriam. » Percussis anguibus isdem
forma prior rediit, genetiuaque uenit imago.
Arbiter hic igitur sumptus de lite iocosa
dicta Iouis firmat : grauius Saturnia iusto
nec pro materia fertur doluisse suique
iudicis aeterna damnauit lumina nocte ;
at pater omnipotens (neque enim licet inrita cuiquam
facta dei fecisse deo) pro lumine adempto
scire futura dedit poenamque leuauit honore.



NOTA 1 [en la edición de 1887]: Fue Tiresias, el adivino más célebre de los tiempos heroicos, el único que conservó el espíritu profético después de su muerte, y el hombre que vivió más tiempo, sin exceptuar a Néstor. Muchos mitólogos refieren que fue metamorfoseado por haber muerto una serpiente en el monte Cylleno o en el Citherón. Quedó ciego por haber visto a Minerva desnuda, según dice Calímaco, y según Luciano, por haber dicho que los planetas eran de ambos sexos.


Píndaro e Ignacio Montes de Oca: Primera oda olímpica

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PRIMERA ODA OLÍMPICA

A GERÓN , REY DE SIRACUSA ,
VENCEDOR EN LAS CARRERAS DE CABALLOS.

Nada hay mejor que el agua: brilla el oro
Como luciente llama en noche oscura
Entre las joyas de real tesoro.

¿No ves ¡oh Musa! en la celeste altura
Que en medio al solitario firmamento
Ninguna estrella como el sol fulgura?

Si celebrar victorias es tu intento,
A la Olímpica lid lleva tu lira;
Que otra no habrá más digna de tu acento.

Ella a los vates el cantar inspira
Del Tonante en honor; con que resuena
La augusta casa do Gerón respira;

Rey que a Sicilia (de ganados llena)
Mientras la flor de las virtudes liba,
Con cetro bienhechor rige y ordena.

La música dulcísima cultiva,
Y, brillante cantor, el arpa hiere
Con que el poeta en el festín cautiva.—

Descuelga ya del clavo que la adhiere
A la pared, la cítara de Doria
¡Oh Musa! si cantar tu numen quiere

Del Alfeo y Ferénico la gloria.
¡Noble bridón! corrió sin acicate
Y a los brazos llevó de la victoria

A su dueño, de Pisa en el combate.
¡Ah! Con razón del Rey siracusano.
Sus corceles al ver, el pecho late.

Su fama admira el pueblo fuerte y sana
Que Pélope de Lidia condujera;
A quien amó Neptuno soberano,

Después que en la purísima caldera
Volvió á formar su cuerpo Cloto santa
Y el hombro de marfil le dio hechicera.

Mil maravillas hay; y al hombre encanta
Fábula que de bella se gloría,
Más que verdad cuya crudeza espanta.

Tal hermosura da la Poesía
Y tanta autoridad, que hace creíble
Lo que antes imposible parecía.

Mas la posteridad es infalible
Juez. Hable de los Númenes el sabio
Sin proferir jamás calumnia horrible.

¡Hijo insigne de Tántalo! el agravio
De repetir antiguas falsedades,
No te hará, no, mi reverente labio.

Cuando, correspondiendo a sus bondades
En Sípilo a banquete sin mancilla
Convidó tu buen padre a las Deidades,

El dios, cuyo tridente al ponto humilla,
Sobre sus yeguas de oro, enamorado,
Te trasportó de Olimpo a la alta silla,

Do el tierno Ganimedes fue llevado
Por el águila, el néctar delicioso
A propinar a Jove destinado.

Buscábante con rostro congojoso
Tu madre y sus amigos por doquiera;
Mas todo en vano. Entonces envidioso

Vecino, murmuró que en la caldera
Hecho pedazos mil, en agua hirviente
Tu cuerpo sumergió venganza fiera,

Y tus miembros, en mesa irreverente
Colocaron los Dioses, su apetito
E n ti cebando con horrible diente.

Yo blasfemias tamañas no repito.
¿Cómo acusar a un dios de intemperancia?
Es el murmurador siempre maldito.

Si algún mortal se vio desde la infancia
Colmado de riquezas y de honores,
Por los que habitan la celeste estancia,

Ese Tántalo fue; mas de favores
Gozar no supo su soberbia loca,
A sus débiles fuerzas superiores;

Y sobre su cabeza enorme roca
Suspende Jove: aterrador castigo
Que a una inquietud eterna lo provoca .

Y esta vida sin techo y sin abrigo,
De la sed y del hambre los tormentos,
Y de insomnio sin fin, lleva consigo.

El néctar y ambrosía tuvo alientos.
De robar a los Dioses inmortales,
Y dar como vulgares alimentos

En eterno festín, a sus iguales,
Los que inmortal lo hicieron. ¡Loca empresa!
¿Qué se oculta a los ojos celestiales?

Por crimen tal lo arrojan de su mesa
Sus divos padres; y sobre él de muerte
La sentencia común, de nuevo pesa.—

Su juvenil mejilla apenas vierte
La flor del primer bozo, cuando ansía
A gloriosa doncella unir su suerte;

Mas antes de pedir a Hipodamía
Al Príncipe de Pisa, a la ribera
Del mar, va solitario en noche umbría;

Y al que en el ponto bramador impera
Con el áureo Tridente, el joven llama;
Y el Numen de las aguas salta fuera.

«¡Neptuno (dice), si de Venus ama
Tu ardiente pecho los preciosos dones,
Hoy tus favores sobre mí derrama!

»Ya de Enomao, trece corazones
La lanza atravesó; de su hija el lecho
Negando a los espléndidos varones.

»Su férrea punta aparta de mi pecho;
Y a Elis volando en rápida cuadriga,
A la victoria llévame derecho.

«Aborrece el peligro y la fatiga
Imbele corazón; mas el valiente
Que de morir la certidumbre abriga,

»¿Cómo será posible que indolente,
Sin gloria y sin honor, vejez oscura
En paz inútil a aguardar se siente?

»De la victoria pende mi ventura,
Y emprenderé la lid: a mis afanes
El anhelado triunfo tú asegura. »

Dijo: y no fueron súplicas inanes.
Neptuno lo agració con carro de oro
Y alados incansables alazanes.

Ganó a Enomao el virginal tesoro,
Que seis héroes le dio, de las fulgentes
Virtudes, gratos al celeste coro.

Y hoy día, a funerales esplendentes
Cabe su altar y túmulo, a la orilla
Concurren del Alfeo extrañas gentes.

De Pélope la prez de lejos brilla
En la Olímpica lid, de ligereza
Y de atléticas fuerzas maravilla.

¡Dichoso aquel que ciñe su cabeza
Con el lauro del triunfo! De dulzura
Vida eterna, y de paz, para él empieza.

Place al mortal felicidad que dura
Más que otro galardón. Al caballero
Cuyo bridón cual vencedor figura,

Con eólicos himnos tejer quiero
Corona triunfal. De altos loores
Otro más digno señalar no espero.

¿Quién de los más esplendidos señores
Los corceles como él doma robusto,
O conoce del arte los primores?

Tu numen protector, ¡Gerón augusto!
Con tal afán sobre tu gloria vela,
Que ordena los sucesos a tu gusto.

Que presto entonaré, tu ardor revela,
Himno más dulce a tu veloz cuadriga,
Si no te deja su eficaz tutela.

De Cronio la región, que el sol abriga,
Palabras me dará: flecha volante
Me guarda en su carcaj la musa amiga.

Es de mil modos el mortal brillante:
La regia dignidad es la suprema;
No aspires a pasar más adelante.

Conserva hasta la muerte la diadema:
Cual la presente, espléndidas victorias
A mis cánticos den sublime tema,


Y admire Grecia por doquier mis glorias.

Ovidio y Pedro Sánchez de Viana: Eco y Narciso

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ECO Y NARCISO

Metamorfosis, Libro III, 339-510


Ninguno había en Aonia que no honrase
El nuevo adivinar, ni preguntado
En cosa alguna vano le hallase.
La primera de todas ha tentado
Liriope [1] hasta cuánto se extendía
La gracia que en aquello Dios le ha dado.
La cual, del río Cefiso vista un día,
Y en sus aguas clarísimas forzada
(Que no pudiera hacerse de otra vía),
De sola aquella vez quedó preñada,
Y parió un niño tal en hermosura,
Que pudo desde luego ser amada.
Narciso le llamó, de quien procura
Saber de aquel fatídico adivino
Si había de llegar a edad madura.
«Si no se viere, así lo determino»,
Responde, y la respuesta fue tenida
Por vana mucho tiempo y sin camino.
Mas el suceso y muerte nunca oída,
La novedad extraña de locura,
Contra opinión la hicieron ser creída.
Porque de veintiún años su figura
Parece de muchacho y de mancebo,
Mas fue su condición de piedra dura.
Mil mozos y doncellas que de nuevo
Vieron su perfección y gallardía
Deseaban gozar tan dulce cebo.
Mas él con tal desdén los despedía,
Que aunque eran muy hermosas y hermosos,
Tocarse de ninguno permitía.
Los ciervos ojeaba temerosos:
Viole la ninfa Eco [2] en el instante
Con ojos y semblantes amorosos.
La cual, como responde semejante
Acento, sin faltar, hablando alguno,
Así no sabe hablar jamás delante.
Cuerpo tenía entonces, mas ninguno
La vio más replicar de lo postrero
De la razón que oía a cada uno.
Juno la dio el castigo lastimero,
Porque como pudiese a su marido
Coger en adulterio verdadero,
En medio del camino la ha tenido
Más de una vez con su parlar extraño,
Y en tanto se han las Ninfas acogido.
Mas como vio Saturnia aqueste engaño,
La dice: «Con la lengua me has burlado,
Pero de hoy más harame poco daño.»
Con obra confirmó lo amenazado,
Que no puede hablar sino doblando
El fin de las razones que ha escuchado.
Pues como vio a Narciso andar cazando,
Toda inflamada en fuego de quien ama,
Por sus pisadas iba caminando.
Y cuanto más le sigue más se inflama
Con la vecina lumbre, como suele
De las brasas sacar azufre llama.
Cuantas veces rogar que la consuele
Quisiera, con palabras amorosas,
De su naturaleza en fin se duele,
Que la estorbó el principio de estas cosas,
Y a lo que la concede aparejada,
Por descubrir sus ansias congojosas,
Espera alguna voz que replicada
Descubra su amorosa desventura
Y voluntad sincera enamorada.
El hermoso mancebo, por ventura
De los demás galanes apartado,
Dio voces en el campo y espesura.
«¿Quién está aquí?» «Está aquí», ha replicado
Eco; mas él, en torno remirando,
No viendo quién responde está pasmado.
En alta voz que venga replicando,
Sin ver ninguno oye estando atento
Que como llama él le están llamando.
Y no viniendo nadie en el momento,
«¿Por qué huyes de mí?» (la dice), y siente
Que en sus orejas suena el mismo acento
De aquella voz, que en nada es diferente
De la que forma él tan engañado,
Deseando saber si había allí gente.
«Juntémonos», replica, tan de grado
A ninguna otra voz le respondiera,
«Juntémonos», responde y no ha tardado
En salir de la selva, porque espera
A su cuello hermosísimo abrazada
Gozar de su belleza en gran manera.
Vista la Ninfa, no la tiene en nada:
Huye, y huyendo escapa de sus manos
Que ya tenían la presa deseada.
«Permítanme los dioses soberanos
Morir, y no que en algo satisfaga
(La dice) a tus deseos tan insanos.
La misma muerte antes me deshaga,
Que tú goces de mí.» No le responde,
Aunque con tal desdén la trata y paga,
Mas que goces de mí, y desde donde
Se vio menospreciada, vergonzosa
Se fue a las cuevas, donde está y se esconde.
Fatígala el amor, pero la cosa
Que la consume, mata y desfallece
Fue aquella despedida desdeñosa.
Su cuerpo con cuidados se enflaquece,
El húmedo se gasta, de manera
Que sólo voz y huesos permanece.
Y aun dicen que los huesos (la primera
Figura despedida) se han mudado
En piedra, y es la voz cual antes era.
Escóndese en las selvas de su grado,
Nadie la ve, de todos es oída,
Que sólo la voz viva le ha restado.





Ille per Aonias fama celeberrimus urbes
inreprehensa dabat populo responsa petenti.
Prima fide uocisque ratae temptamina sumpsit
caerula Liriope, quam quondam flumine curuo
inplicuit clausaeque suis Cephisos in undis
uim tulit : enixa est utero pulcherrima pleno
infantem nymphe, iam tunc qui posset amari,
Narcissumque uocat. De quo consultus, an esset
tempora maturae uisurus longa senectae,
fatidicus uates : « Si se non nouerit » inquit.
Vana diu uisa est uox auguris : exitus illam
resque probat letique genus nouitasque furoris.
Namque ter ad quinos unum Cephisius annum
addiderat poteratque puer iuuenisque uideri :
multi illum iuuenes, multae cupiere puellae ;
sed fuit in tenera tam dura superbia forma,
nulli illum iuuenes, nullae tetigere puellae.
Adspicit hunc trepidos agitantem in retia ceruos
uocalis nymphe, quae nec reticere loquenti
nec prior ipsa loqui didicit, resonabilis Echo.
Corpus adhuc Echo, non uox erat et tamen usum
garrula non alium, quam nunc habet, oris habebat,
reddere de multis ut uerba nouissima posset.
Fecerat hoc Iuno, quia, cum deprendere posset
sub Ioue saepe suo nymphas in monte iacentis,
illa deam longo prudens sermone tenebat,
dum fugerent nymphae. Postquam hoc Saturnia sensit :
« Huius » ait « linguae, qua sum delusa, potestas
parua tibi dabitur uocisque breuissimus usus »,
reque minas firmat. Tamen haec in fine loquendi
ingeminat uoces auditaque uerba reportat.
Ergo ubi Narcissum per deuia rura uagantem
uidit et incaluit, sequitur uestigia furtim,
quoque magis sequitur, flamma propiore calescit,
non aliter quam cum summis circumlita taedis
admotas rapiunt uiuacia sulphura flammas.
O quotiens uoluit blandis accedere dictis
et mollis adhibere preces ! Natura repugnat
nec sinit, incipiat, sed, quod sinit, illa parata est
exspectare sonos, ad quos sua uerba remittat.
Forte puer comitum seductus ab agmine fido
dixerat : « Ecquis adest ? » et « adest » responderat Echo.
Hic stupet, utque aciem partes dimittit in omnis,
uoce « Veni » magna clamat : uocat illa uocantem.
Respicit et rursus nullo ueniente : « Quid » inquit
«Me fugis ? » et totidem, quot dixit, uerba recepit.
Perstat et alternae deceptus imagine uocis :
« Huc coeamus » ait, nullique libentius umquam
responsura sono « coeamus » rettulit Echo ;
et uerbis fauet ipsa suis egressaque silua
ibat, ut iniceret sperato bracchia collo ;
ille fugit fugiensque : « manus conplexibus aufer !  
Ante » ait « emoriar, quam sit tibi copia nostri » ;
rettulit illa nihil nisi « sit tibi copia nostri ! »
Spreta latet siluis pudibundaque frondibus ora
protegit et solis ex illo uiuit in antris ;
sed tamen haeret amor crescitque dolore repulsae ;
et tenuant uigiles corpus miserabile curae
adducitque cutem macies et in aera sucus
corporis omnis abit ; uox tantum atque ossa supersunt :
uox manet, ossa ferunt lapidis traxisse figuram.
Inde latet siluis nulloque in monte uidetur,
omnibus auditur : sonus est, qui uiuit in illa.

NOTAS de la edición de 1887.
NOTA 1: La ninfa Liriope dio a luz un hijo que llamó Narciso. A la versión que de esta fábula da Ovidio, añade Pausanias otra muy distinta, cual es que Narciso tenía una hermana a él muy parecida y a quien tiernamente amaba. El único consuelo que tuvo, cuando la perdió, fue el de contemplar en el agua de una fuente el reflejo de su rostro.
NOTA 2: Eco o Echo fue hija de Ether y Tellus, y sufrió dos metamorfosis: la de su voz por la venganza de Juno, y la de su cuerpo por el desprecio de Narciso.



Rubén Darío: Léon Bloy y Lautréamont

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LEON BLOY

Je suis escorté de quelqu’un qui me chuchote sans cesse que la vie bien entendue doit être une continuelle persécution, tout vaillant homme un persécuteur, et que c’est la seule manière d’être vraiment poète. Persécuteur de soi-même, persécuteur du genre humain, persécuteur de Dieu. Celui qui n’est pas cela, soit en acte, soit en puissance, est indigne de respirer.
León Bloy. (Prefacio de «Propos d’un entrepreneur de démolitions».)

CUANDO William Ritter llama a León Bloy «el verdugo de la literatura contemporánea», tiene razón.
Monsieur de Paris vive sombrío, aislado, como en un ambiente de espanto y de siniestra extrañeza. Hay quienes le tienen miedo; hay muchos que le odian; todos evitan su contacto, cual si fuese un lazarino, un apestado; la familiaridad con la muerte ha puesto en su ser algo de espectral y de macabro; en esa vida lívida no florece una sola rosa. ¿Cuál es su crimen? Ser el brazo de la justicia. Es el hombre que decapita por mandato de la ley. León Bloy es el voluntario verdugo moral de esta generación, el Monsieur de París de la literatura, el formidable e inflexible ejecutor de los más crueles suplicios; él azota, quema, raja, empala y decapita; tiene el knut y el cuchillo, el aceite hirviente y el hacha: más que todo, es un monje de la Santa Inquisición, o un profeta iracundo que castiga con el hierro y el fuego y ofrece a Dios el chirrido de las carnes quemadas, las disciplinas sangrientas, los huesos quebrantados, como un homenaje, como un holocausto. «¡Hijo mío predilecto!» le diría Torquemada.

Jamás veréis que se le cite en los diarios; la prensa parisiense, herida por él, se ha pasado la palabra de aviso: «silencio.»

Lo mejor es no ocuparse de ese loco furioso; no escribir su nombre, relegar a ese vociferador al manicomio del olvido... Pero resulta que el loco clama con una voz tan tremenda y tan sonora, que se hace oír como un clarín de la Biblia. Sus libros se solicitan casi misteriosamente; entre ciertas gentes su nombre es una mala palabra; los señalados editores que publican sus obras, se lavan las manos; Tresse, al dar a luz Propos d’un entrepreneur de démolitions, se apresura a declarar que León Bloy es un rebelde, y que si se hace cargo de su obra, «no acepta de ninguna manera la solidaridad de esos juicios o de esas apreciaciones, encerrándose en su estricto deber de editor y de «marchand de curiosités litteraires

León Bloy sigue adelante, cargado con su montaña de odios, sin inclinar su frente una sola línea. Por su propia voluntad se ha consagrado a un cruel sacerdocio. Clama sobre París como Isaías sobre Jerusalén: «¡Príncipes de Sodoma, oíd la palabra de Jehová; escuchad la ley de nuestro Dios, pueblo de Gomorra!» Es ingenuo como un primitivo, áspero como la verdad, robusto como un sano roble. Y ese hombre que desgarra las entrañas de sus víctimas, ese salvaje, ese poseído de un deseo llameante y colérico, tiene un inmenso fondo de dulzura, lleva en su alma fuego de amor de la celeste hoguera de los serafines. No es de estos tiempos. Si fuese cierto que las almas transmigran, diríase que uno de aquellos fervorosos combatientes de las Cruzadas, o más bien, uno de los predicadores antiguos que arengaban a los reyes y a los pueblos corrompidos, se ha reencarnado en León Bloy, para venir a luchar por la ley de Dios y por el ideal, en esta época en que se ha cometido el asesinato del Entusiasmo y el envenenamiento del alma popular. El desafía, desenmascara, injuria. Desnudo de deshonras y de vicios, en el inmenso circo, armado de su fe, provoca, escupe, desjarreta, estrangula las más temibles fieras: es el gladiador de Dios. Mas sus enemigos, los «espadachines del Silencio», pueden decirle, gracias a la incomparable vida actual:

«los muertos que vos matáis,
gozan de buena salud.»

¡Ah, desgraciadamente es la verdad! León Bloy ha rugido en el vacío. Unas cuantas almas han respondido a sus clamores; pero mucho es que sus propósitos de demoledor, de perseguidor, no le hayan conducido a un verdadero martirio, bajo el poder de los Dioclecianos de la canalla contemporánea. Decir la verdad es siempre peligroso, y gritarla de modo tremendo como este inaudito campeón es condenarse al sacrificio voluntario. Él lo ha hecho; y tanto, que sus manos capaces de desquijadar leones, se han ocupado en apretar el pescuezo de más de un perrillo de cortesana. He dicho que la gran venganza ha sido el silencio. Se ha querido aplastar con esa plancha de plomo al sublevado, al raro, al que viene a turbar las alegrías carnavalescas con sus imprecaciones y clarinadas. Por eso la crítica oficial ha dejado en la sombra sus libros y sus folletos. De ellos quiero dar siquiera sea una ligera idea.

¡Este Isaías, o mejor, este Ezequiel, apareció en el Chat Noir!

«Llego de tan lejos como de la luna, de un país absolutamente impermeable a toda civilización como a toda literatura. He sido nutrido en medio de bestias feroces, mejores que el hombre, y a ellas debo la poca benignidad que se nota en mí. He vivido completamente desnudo hasta estos últimos tiempos, y no he vestido decentemente sino hasta que entré al Chat Noir.» fue Rodolfo Salis, «le gentil homme cabaretier», quien le ayudó a salir a flote en el revuelto mar parisiense.

Escribió en el periódico del «cabaret» famoso, y desde sus primeros artículos se destacaron su potente originalidad y su asombrosa bravura. Entre las canciones de los cancioneros y los dibujos de Villete, crepitaban los carbones encendidos de sus atroces censuras; esa crítica no tenía precedentes; esos libelos resplandecían; ese bárbaro abofeteaba con manopla de un hierro antiguo; jinete inaudito, en el caballo de Saulo, dejaba un reguero de chispas sobre los guijarros de la polémica. Sorprendió y asustó. Lo mejor, para algunos, fue tomarlo a risa. ¡Escribía en el Chat Noir! Pero llegó un día en que su talento se demostró en el libro; el articulista «cabaretier» publicó Le Revelateur du Globe, y ese volumen tuvo un prólogo nada menos que de Barbey d’Aurevilly.

Sí, el condestable presentó al verdugo. El conde Roselly de Lorgues había publicado su Historia de Cristóbal Colón como un homenaje; y al mismo tiempo como una protesta por la indiferencia universal para con el descubridor de América. Su obra no obtuvo el triunfo que merecía en el público ebrio y sediento de libros de escándalo; en cambio, Pío IX la tomó en cuenta y nombró a su autor postulante de la Causa de Beatificación de Cristóbal Colón, cerca de la Sagrada Congregación de los Ritos. La historia escrita por el conde Roselly de Lorgues y su admiración por el «Revelador del Globo» inspiraron a León Bloy ese libro que, como he dicho, fue apadrinado por el nobilísimo y admirable Barbey d’Aurevilly. Barbey aplaudió al «obscuro», al olvidado de la Crítica. Hay que advertir que León Bloy es católico, apostólico, romano intransigente—, acerado y diamantino. Es indomable e inrayable: y en su vida íntima no se le conoce la más ligera mancha ni sombra. Por tanto, repito, estaba en la obscuridad, a pesar de sus polémicas. No había nacido ni nacería el onagro con cuya piel pudiera hacer sonar su bombo en honor del autor honrado, el periodismo prostituido.

La fama no prefiere a los católicos. Hello y Barbey, han muerto en una relativa obscuridad. Bloy, con hombros y puños, ha luchado por sobresalir, ¡y apenas si lo ha logrado! En su Revelador del Globo canta un himno a la Religión, celebra la virtud sobrenatural del Navegante, ofrece a la iglesia del Cristo una palma de luz. Barbey se entusiasmó, no le escatimó sus alabanzas, le proclamó el más osado y verecundo de los escritores católicos, y le anunció el día de la victoria, el premio de sus bregas. Le preconizó vencedor y famoso. No fue profeta. Rara será la persona que, no digo entre nosotros, sino en el mismo París, si le preguntáis: «Avez-vous lu Baruch?»¿ha leído usted algo de León Bloy? responda afirmativamente. Está condenado por el papado de lo mediocre: está puesto en el índice de la hipocresía social; y, literariamente, tampoco cuenta con simpatías, ni logrará alcanzarlas, sino en número bastante reducido. No pueden saborearle los asiduos gustadores de los jarabes y vinos de la literatura a la moda, y menos los comedores de pan sin sal, los porosos fabricantes de crítica exegética, cloróticos de estilo, raquíticos o cacoquimios. ¡Cómo alzará las manos, lleno de espanto, el rebaño de afeminados, al oír los truenos de Bloy, sus fulminantes escatologías, sus cargas proféticas y el estallido de sus bombas de dinamita fecal!

Si el Revelador del Globo tuvo muy pocos lectores, los Propos, con el atractivo de la injuria circularon aquí, allá; la prensa, naturalmente, ni media palabra. Aquí se declara Bloy el perseguidor y el combatiente. Vese en él una ansia de pugilato, un gozo de correr a la campaña semejante al del caballo bíblico, que relincha al oír el son de las trompetas. Es poeta y es héroe y pone al lado del peligro su fuerte pecho. Él escucha una voz sobrenatural que le impulsa al combate. Como San Macario Romano, vive acompañado de leones, mas son los suyos fieros y sanguinarios y los arroja sobre aquello que su cólera señala.

Este artista—porque Bloy es un grande artista—se lamenta de la pérdida del entusiasmo, de la frialdad de estos tiempos para con todo aquello que por el cultivo del ideal o los resplandores de la fe nos pueda salvar de la banalidad y sequedad contemporánea. Nuestros padres eran mejores que nosotros, tenían entusiasmo por algo; buenos burgueses de 1830, valían mil veces más que nosotros. Foy, Beranger, la Libertad, Víctor Hugo, eran motivos de lucha, dioses de la religión del Entusiasmo. Se tenía fe, entusiasmo por alguna cosa. Hoy es el indiferentismo como una anquilosis moral; no se piensa con ardor en nada, no se aspira con alma y vida a ideal alguno. Eso poco más o menos piensa el nostálgico de los tiempos pasados, que fueron mejores.

Una de las primeras víctimas de Propos elegida por el Sacrificador, es un hermano suyo en creencias, un católico que ha tenido en este siglo la preponderancia de guerrero oficial de la Iglesia, por decir así, Louis Veuillot. A los veintidós días de muerto el redactor de L’Univers, publicó Bloy en la Nouvelle Revue una formidable oración fúnebre, una severísima apreciación sobre el periodista mimado de la curia. Naturalmente, los católicos inofensivos protestaron, y el innumerable grupo de partidarios del célebre difunto señaló aquella producción como digna de reproches y excomuniones. Bloy no faltó a la caridad —virtud real e imperial en la tierra y en el cielo—; lo que hizo fue descubrir lo censurable de un hombre que había sido elevado a altura inconcebible por el espíritu de partido, y endiosado a tal punto que apagó con sus aureolas artificiales los rayos de astros verdaderos como los Hello y Barbey. Bloy no quiere, no puede permanecer con los labios cerrados delante de la injusticia; señaló al orgulloso, hizo resaltar una vez más la carneril estupidez de la Opinión —esfinge con cabeza de asno, que dice Pascal—, y demostró las flaquezas, hinchazones, ignorancias, vanidades, injusticias y aun villanías del celebrado y triunfante autor del Perfume de Roma. Si a los de su gremio trata implacable León Bloy, con los declarados enemigos es dantesco en sus suplicios; a Renan ¡al gran Renan! le empala sobre el bastón de la pedantería; a Zola le sofoca en un ambiente sulfídrico. Grandes, medianos y pequeños son medidos con igual rasero. Todo lo que halla al alcance de su flecha, lo ataca ese sagitario del moderno Bajo Imperio social e intelectual. Poitevin, a quien él con clara injusticia llama «un monsieur Francis Poitevin», sufre un furibundo vapuleo; Alejandro Dumas padre es el «hijo mayor de Caín»; a Nicolardot le revuelca y golpea a puntapiés; con Richepin es de una crueldad horrible; con Jules Vallès despreciativo e insultante; flagela a Villette, a quien había alabado, porque prostituyó su talento en un dibujo sacrílego; no es miel la que ofrece a Coquelin Cadet; al padre Didon le presenta grotesco y malo; a Catulle Mendès... ¡qué pintura la que hace de Mendès!; con motivo de una estatua de Coligny, recordando «La cólera del Bronce», de Hugo, en su prosa renueva la protesta del bronce colérico... azota a Flor O’Squarr, novelista anticlerical; la fracmasonería recibe un aguacero de fuego. Hay alabanzas a Barbey, a Rollinat, a Godeau, a muy pocos. Bloy tiene el elogio difícil. De Proposdice con justicia uno de los pocos escritores que se hayan ocupado de Bloy, que son el testamento de un desesperado, y que después de escribir ese libro, no habría otro camino, para su autor, si no fuese católico, que el del suicidio. No hay en León Bloy injusticia sino exceso de celo. Se ha consagrado a aplicar a la sociedad actual los cauterios de su palabra nerviosa e indignada. Donde quiera que encuentra la enfermedad la denuncia. Cuando fundó Le Pal, despedazó como nunca. En este periódico que no alcanzó sino a cuatro números, desfilaban los nombres más conocidos de Francia bajo una tempestad de epítetos corrosivos, de frases mordientes, de revelaciones aplastadoras. El lenguaje era una mezcla de deslumbrantes metáforas y bajas groserías, verbos impuros y adjetivos estercolarios. Como a todos los grandes castos, a León Bloy le persiguen las imágenes carnales; y a semejanza de poetas y videntes como Dante y Ezequiel, levanta las palabras más indignas e impronunciables y las engasta en sus metálicos y deslumbrantes períodos.

Le Pal es hoy una curiosidad bibliográfica, y la muestra más flagrante de la fuerza rabiosa del primero de los «panfletistas» de este siglo.

Llegamos a El Desesperado, que es a mi entender la obra maestra de León Bloy. Más aun: juzgo que ese libro encierra una dolorosa autobiografía. El Desesperado es el autor mismo, y grita denostando y maldiciendo con toda la fuerza de su desesperación.

En esa novela, a través de pseudónimos transparentes y de nombres fonéticamente semejantes a los de los tipos originales, se ven pasar las figuras de los principales favoritos de la Gloria literaria actual, desnudos, con sus lunares, cicatrices, lacras y jorobas. Marchenoir, el protagonista, es una creación sombría y hermosa al lado de la cual aparecen los condenados por el inflexible demoledor, como cadena de presidiarios. Esos galeotes tienen nombres ilustres: se llaman Paul Bourget, Sarcey, Daudet, Catulle Mendès, Armand Silvestre, Jean Richepin, Bergerat, Jules Vallès, Wolff, Bonnetain y otros, y otros. Nunca la furia escrita ha tenido explosión igual.

Para Bloy no hay vocablo que no pueda emplearse. Brotan de sus prosas emanaciones asfixiantes, gases ahogadores. Pensaríase que pide a Ezequiel una parte de su plato, en la plaza pública... Y en medio de tan profunda rabia y ferocidad indomable, ¡cómo tiembla en los ojos del monstruo la humedad divina de las lágrimas; cómo ama el loco a los pequeños y humildes; cómo dentro del cuerpo del oso arde el corazón de Francisco de Asis! Su compasión envuelve a todo caído, desde Caín hasta Bazaine.

Esa pobre prostituta que se arrepiente de su vida infame y vive con Marchenoir, como pudiera vivir María Egipciaca con el monje Zózimo, en amor divino y plegaria, supera a todas las Magdalenas. No puede pintarse el arrepentimiento con mayor grandeza y León Bloy, que trata con hondo afecto la figura de la desgraciada, en vez de escribir obra de novelista ha escrito obra de hagiógrafo, igualando en su empresa, por fervor y luces espirituales, a un Evagrio del Ponto, a un San Atanasio, a un Fra Domenico Cavalca. Su arrepentida es una santa y una mártir: jamás del estiércol pudiera brotar flor más digna del paraíso. Y Marchenoir es la representación de la inmortal virtud, de la honradez eterna, en medio de las abominaciones y de los pecados; es Lot en Sodoma. El desesperadocomo obra literaria encierra, fuera del mérito de la novela, dos partes magistrales: una monografía sobre la Cartuja, y un estudio sobre el Simbolismo en la historia, que Charles Morice califica de «único», muy justamente.

Un brelan d’excomunniés, tríptico soberbio, las imágenes de tres excomulgados: Barbey d’Aurevilly, Ernest Hello, Paul Verlaine: «El Niño terrible», «El Loco» y «El Leproso.» ¿No existe en el mismo Bloy un algo de cada uno de ellos? Él nos presenta a esos tres seres prodigiosos; Barbey, el dandy gentilhombre, a quien se llamó el duque de Guisa de la literatura, el escritor feudal que ponía encajes y galones a su vestido y a su estilo, y que por noble y grande hubiera podido beber en el vaso de Carlomagno; Hello, que poseyó el verbo de los profetas y la ciencia de los doctores; Verlaine, Pauvre Lelian, el desventurado, el caído, pero también el harmonioso místico, el inmenso poeta del amor inmortal y de la Virgen. Ellos son de aquellos raros a quienes Bloy quema su incienso, porque al par que han sido grandes, han padecido naufragios y miserias.

Como una continuación de su primer volumen sobre el Revelador del Globo, publicó Bloy, cuando el duque de Veraguas llevó a la tauromaquia a París, su libro Christophe Colomb devant les taureaux. El honorable ganadero de las Españas no volverá a oír sobre su cabeza ducal una voz tan terrible hasta que escuche el clarín del día del juicio. En ese libro alternan sones de órgano con chasquidos de látigos, himnos cristianos y frases de Juvenal; con un encarnizamiento despiadado se asa al noble taurófilo en el toro de bronce de Falaris. La Real Academia de la Historia, Fernández Duro, el historiógrafo yankee Harisses, son también objeto de las iras del libelista. Dé gracias a Dios el que fue mi buen amigo don Luis Vidart de que todavía no se hubiesen publicado en aquella ocasión sus folletos anticolombinos. Bloy se proclamó caballero de Colón en una especie de sublime quijotismo, y arremetió contra todos los enemigos de su Santo genovés.

Y he aquí una obra de pasión y de piedad, La caballera de la muerte. Es la presentación apologética de la blanca paloma real sacrificada por la Bestia revolucionaria, y al propio tiempo la condenación del siglo pasado, «el único siglo indigno de los fastos de nuestro planeta, dice William Ritter, siglo que sería preciso poder suprimir para castigarle por haberse rebajado tanto». En estas páginas, el lenguaje, si siempre relampagueante, es noble y digno de todos los oídos.

El panegirista de María Antonieta ha elevado en memoria de la reina guillotinada un mausoleo heráldico y sagrado, al cual todo espíritu aristocrático y superior no puede menos que saludar con doloroso respeto.
Los dos últimos libros de Bloy son Le Salut par les juifs y Sueur de sang.

El primero no es por cierto en favor de los perseguidos israelitas; más también los rayos caen sobre ciertos malos católicos: la caridad frenética de Bloy comienza por casa. El segundo es una colección de cuentos militares, y que son a la guerra franco prusiana lo que el aplaudido libro de d’Esparbès a la epopeya napoleónica; con la diferencia de que allá os queda la impresión gloriosa del vuelo del águila de la leyenda, y aquí la Francia suda sangre... Para dar una idea de lo que es esta reciente producción, baste con copiar la dedicatoria:

A LA MÉMOIRE DIFFAMÉE
de
François-Achille Bazaine
Maréchal de l’Empire
Qui porta les péchés de toute la France.

Están los cuentos basados en la realidad, por más que en ellos se llegue a lo fantástico. Es un libro que hace daño con sus espantos sepulcrales, sus carnicerías locas, su olor a carne quemada, a cadaverina y a pólvora. Bloy se batió con el alemán de soldado raso; y odio como el suyo al enemigo, no lo encontraréis. Sueur de sang fue ilustrado con tres dibujos de Henry de Groux, macabros, horribles, vampirizados.

Robusto, como para las luchas, de aire enérgico y dominante, mirada firme y honrada, frente espaciosa coronada por una cabellera en que ya ha nevado, rostro de hombre que mucho ha sufrido y que tiene el orgullo de su pureza: tal es León Bloy.

Un amigo mío, católico, escritor de brillante talento, y por el cual he conocido al Perseguidor, me decía: «Este hombre se perderá por la soberbia de su virtud, y por su falta de caridad». Se perdería si tuviese las alucinaciones de un Lamennais, y si no latiese en él un corazón antiguo, lleno de verdadera fe y de santo entusiasmo.

Es el hombre destinado por Dios para clamar en medio de nuestras humillaciones presentes. Él siente que «alguien» le dice al oído que debe cumplir con su misión de Perseguidor, y la cumple, aunque a su voz se hagan los indiferentes los «príncipes de Sodoma» y las «Archiduquesas de Gomorra». Tiene la vasta fuerza de ser un fanático. El fanatismo, en cualquier terreno, es el calor, es la vida: indica que el alma está toda entera en su obra de elección. ¡El fanatismo es soplo que viene de lo alto, luz que irradia en los nimbos y aureolas de los santos y de los genios!


EL CONDE DE LAUTRÉAMONT

SU nombre verdadero se ignora. El conde de Lautréamont es pseudónimo. Él se dice montevideano; pero ¿quién sabe nada de la verdad de esa vida sombría, pesadilla tal vez de algún triste ángel a quien martiriza en el empíreo en recuerdo del celeste Lucifer? Vivió desventurado y murió loco. Escribió un libro que sería único si no existiesen las prosas de Rimbaud; un libro diabólico y extraño, burlón y aullante, cruel y penoso; un libro en que se oyen a un tiempo mismo los gemidos del Dolor y los siniestros cascabeles de la Locura.

León Bloy fue el verdadero descubridor del conde de Lautréamont. El furioso San Juan de Dios hizo ver como llenas de luz las llagas del alma del Job blasfemo. Mas hoy mismo, en Francia y Bélgica, fuera de un reducidísimo grupo de iniciados, nadie conoce ese poema que se llama Cantos de Maldoror, en el cual está vaciada la pavorosa angustia del infeliz y sublime montevideano, cuya obra me tocó hacer conocer a América en Montevideo. No aconsejaré yo a la juventud que se abreve en esas negras aguas, por más que en ellas se refleje la maravilla de las constelaciones. No sería prudente a los espíritus jóvenes conversar mucho con ese hombre espectral, siquiera fuese por bizarría literaria, o gusto de un manjar nuevo. Hay un juicioso consejo de la Kábala: «No hay que jugar al espectro, porque se llega a serlo»: y si existe autor peligroso a este respecto, es el conde de Lautréamont. ¿Qué infernal cancerbero rabioso mordió a esa alma, allá en la región del misterio, antes de que viniese a encarnarse en este mundo? Los clamores del teófobo ponen espanto en quien los escucha. Si yo llevase a mi musa cerca del lugar en donde el loco está enjaulado vociferando al viento, le taparía los oídos.

Como a Job le quebrantan los sueños y le turban las visiones; como Job puede exclamar: «Mi alma es cortada en mi vida; yo soltaré mi queja sobre mí y hablaré con amargura de mi alma». Pero Job significa «el que llora»; Job lloraba y el pobre Lautréamont no llora. Su libro es un breviario satánico, impregnado de melancolía y de tristeza. «El espíritu maligno, dice Quevedo, en su Introducción a la vida devota, se deleita en la tristeza y melancolía por cuanto es triste y melancólico, y lo será eternamente». Más aun: quien ha escrito los Cantos de Maldoror puede muy bien haber sido un poseso. Recordaremos que ciertos casos de locura que hoy la ciencia clasifica con nombres técnicos en el catálogo de las enfermedades nerviosas, eran y son vistos por la Santa Madre Iglesia como casos de posesión para los cuales se hace preciso el exorcismo. «¡Alma en ruinas!» exclamaría Bloy con palabras húmedas de compasión.

Job:—«El hombre nacido de mujer, corto de días y harto de desabrimiento...»

Lautréamont:—«Soy hijo del hombre y de la mujer, según lo que se me ha dicho. Eso me extraña. ¡Creía ser más!»

Con quien tiene puntos de contacto es con Edgar Poe.

Ambos tuvieron la visión de lo extranatural, ambos fueron perseguidos por los terribles espíritus enemigos, «horlas» funestas que arrastran al alcohol, a la locura, o a la muerte; ambos experimentaron la atracción de las matemáticas, que son, con la teología y la poesía, los tres lados por donde puede ascenderse a lo infinito. Mas Poe fue celeste, y Lautréamont infernal.

Escuchad estos amargos fragmentos:

«Soñé que había entrado en el cuerpo de un puerco, que no me era fácil salir, y que enlodaba mis cerdas en los pantanos más fangosos. ¿Era ello como una recompensa? Objeto de mis deseos: ¡no pertenecía más a la humanidad! Así interpretaba yo, experimentando una más que profunda alegría. Sin embargo, rebuscaba activamente qué acto de virtud había realizado, para merecer de parte de la Providencia este insigne favor...

¿Más quién conoce sus necesidades íntimas, o la causa de sus goces pestilenciales? La metamorfosis no pareció jamás a mis ojos sino como la alta y magnífica repercusión de una felicidad perfecta que esperaba desde hacía largo tiempo. ¡Por fin había llegado el día en que yo me convirtiese en un puerco! Ensayaba mis dientes sobre la corteza de los árboles; mi hocico, lo contemplaba con delicia. No quedaba en mí la menor partícula de divinidad: supe elevar mi alma hasta la excesiva altura de esta voluptuosidad inefable.»

León Bloy, que en asuntos teológicos tiene la ciencia de un doctor, explica y excusa en parte la tendencia blasfematoria del lúgubre alienado, suponiendo que no fue sino un blasfemo por amor. «Después de todo, este odio rabioso para el Creador, para el Eterno, para el Todopoderoso, tal como se expresa, es demasiado vago en su objeto, puesto que no toca nunca los Símbolos», dice.

Oíd la voz macabra del raro visionario. Se refiere a los perros nocturnos, en este pequeño poema en prosa, que hace daño a los nervios. Los perros aúllan «sea como un niño que grita de hambre, sea como un gato herido en el vientre, bajo un techo; sea como una mujer que pare; sea como un moribundo atacado de la peste, en el hospital; sea como una joven que canta un aire sublime—; contra las estrellas al norte, contra las estrellas al este, contra las estrellas al sur, contra las estrellas al oeste; contra la luna; contra las montañas; semejantes, a lo lejos, a rocas gigantes, yacentes en la obscuridad—; contra el aire frío que ellos aspiran a plenos pulmones, que vuelve lo interior de sus narices rojo y quemante; contra el silencio de la noche; contra las lechuzas, cuyo vuelo oblicuo les roza los labios y las narices, y que llevan un ratón o una rana en el pico, alimento vivo, dulce para la cría; contra las liebres que desaparecen en un parpadear; contra el ladrón que huye, al galope de su caballo, después de haber cometido un crimen; contra las serpientes agitadoras de hierbas, que les ponen temblor en sus pellejos y les hacen chocar los dientes—; contra sus propios ladridos, que a ellos mismos dan miedo; contra los sapos, a los que revientan de un solo apretón de mandíbulas (¿para qué se alejaron del charco?); contra los árboles, cuyas hojas, muellemente mecidas, son otros tantos misterios que no comprenden, y quieren descubrir con sus ojos fijos inteligentes—; contra las arañas suspendidas entre las largas patas, que suben a los árboles para salvarse; contra los cuervos que no han encontrado que comer durante el día y que vuelven al nido, el ala fatigada; contra las rocas de la ribera; contra los fuegos que fingen mástiles de navíos invisibles; contra el ruido sordo de las olas; contra los grandes peces que nadan mostrando su negro lomo y se hunden en el abismo—, y contra el hombre que les esclaviza...

Un día, con ojos vidriosos, me dijo mi madre:—Cuando estés en tu lecho, y oigas los aullidos de los perros en la campaña, ocúltate en tus sábanas, no rías de lo que ellos hacen, ellos tienen una sed insaciable de lo infinito, como yo, como el resto de los humanos, a la «figure pale et longue...» «Yo,—sigue él,—como los perros sufro la necesidad de lo infinito. ¡No puedo, no puedo llenar esa necesidad!» Es ello insensato, delirante;«mas hay algo en el fondo que a los reflexivos hace temblar».

Se trata de un loco, ciertamente. Pero recordad que el deus enloquecía a las pitonisas, y que la fiebre divina de los profetas producía cosas semejantes: y que el autor vivió eso, y que no se trata de una obra literaria, sino del grito, del aullido de un ser sublime martirizado por Satanás.

El cómo se burla de la belleza,—como de Psiquis, por odio a Dios,—lo veréis en las siguientes comparaciones, tomadas de otros pequeños poemas:

«...El gran duque de Virginia, era bello, bello como una memoria sobre la curva que describe un perro que corre tras de su amo...» «El vautour des agneaux, bello como la ley de la detención del desarrollo del pecho en los adultos cuya propensión al crecimiento no está en relación con la cantidad de moléculas que su organismo se asimila...» El escarabajo,«bello como el temblor de las manos en el alcoholismo...»

El adolescente, «bello como la retractibilidad de las garras de las aves de rapiña», o aun «como la poca seguridad de los movimientos musculares en las llagas de las partes blandas de la región cervical posterior», o, todavía, «como esa trampa perpetua para ratones, toujours retendu par l’animal pris, qui peut prendre seul des rongeurs indéfiniment, et fonctionner même caché sous la paille», y sobre todo, bello «como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas...»

En verdad, oh espíritus serenos y felices, que eso es de un humor hiriente y abominable.

¡Y el final del primer canto! Es un agradable cumplimiento para el lector el que Baudelaire le dedica en Las Flores del Mal, al lado de esta despedida: «Adieu vieillard, et pense a moi, si tu m’as lu. Toi, jeune homme, ne te désespère point ; car tu as un ami dans le vampire, malgré ton opinion contraire. En comptant l’acarus sarcopte qui produit la gale, tu auras deux amis

Él no pensó jamás en la gloria literaria. No escribió sino para sí mismo. Nació con la suprema llama genial, y esa misma le consumió.

El Bajísimo le poseyó, penetrando en su ser por la tristeza. Se dejó caer. Aborreció al hombre y detestó a Dios. En las seis partes de su obra sembró una Flora enferma, leprosa, envenenada. Sus animales son aquellos que hacen pensar en las creaciones del Diablo; el sapo, el búho, la víbora, la araña. La desesperación es el vino que le embriaga. La Prostitución, es para él, el misterioso símbolo apocalíptico, entrevisto por excepcionales espíritus en su verdadera trascendencia: «Yo he hecho un pacto con la Prostitución, a fin de sembrar el desorden en las familias... ¡ay! ¡ay...! grita la bella mujer desnuda: los hombres algún día serán justos. No digo más. Déjame partir, para ir a ocultar en el fondo del mar mi tristeza infinita. No hay sino tú y los monstruos odiosos que bullen en esos negros abismos, que no me desprecien.»

Y Bloy: «El signo incontestable del gran poeta es la inconsciencia profética, la turbadora facultad de proferir sobre los hombres y el tiempo, palabras inauditas cuyo contenido ignora él mismo. Esa es la misteriosa estampilla del Espíritu Santo sobre las frentes sagradas o profanas. Por ridículo que pueda ser, hoy, descubrir un gran poeta y descubrirle en una casa de locos, debo declarar en conciencia, que estoy cierto de haber realizado el hallazgo.»


El poema de Lautréamont se publicó hace diez y siete años en Bélgica. De la vida de su autor nada se sabe. Los modernos grandes artistas de la lengua francesa, se hablan del libro como de un devocionario simbólico, raro, inencontrable.



Jeanne-Marie Leprince de Beaumont: La Bella y la Bestia

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En diciembre de 2012, Ediciones De La Mirándola publicó, en su colección Cherchez la femme, la primera traducción al castellano de la novela original de Gabrielle de Villeneuve LA BELLA Y LA BESTIA, con un apéndice exhaustivo que incluye los dos relatos que inspiraron a Gabrielle de Villeneuve (la Historia de Psiquis de ApuleyoEl Rey Cerdo de Straparola da Caravaggio), así como la reducción de su estupenda novela a las dimensiones de un simple cuento para niños hecha por Jeanne-Marie Leprince de Beaumont —versión ésta que, desdichadamente, es la única universalmente conocida.
En noviembre de 2016 la traducción ha sido completamente revisada en vistas a la edición del libro tanto en formato digital como en versión papel.

Para adquirir el libro en papel https://delamirandola.wordpress.com/ 
Para adquirir el libro en formato epub o kindle, véase aquí



LA BELLA Y LA BESTIA
Versión breve de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont,
basada en la novela original de Gabrielle de Villeneuve.


HABÍA una vez un comerciante sumamente rico. Tenía seis hijos, tres varones y tres mujeres; y como ese comerciante era un hombre muy inteligente, no reparó en gastos para educarlos y les puso todo tipo de maestros.
Las hijas eran muy hermosas; pero la menor, sobre todo, despertaba admiración, y de pequeña sólo la llamaban la Bella Niña; de modo que el nombre le quedó, lo que les dio muchos celos a sus hermanas. Esta joven, que era más hermosa que sus hermanas, también era mejor que ellas. Las dos mayores tenían mucho orgullo porque eran muy ricas; se las daban de damas y no querían recibir las visitas de las otras hijas de comerciantes; sólo aceptaban como compañía a las personas distinguidas. Iban todos los días a bailar, al teatro, a pasear, y se burlaban de su hermana menor, que se pasaba la mayor parte del tiempo leyendo buenos libros.
Como se sabía que esas jóvenes eran muy ricas, varios comerciantes importantes pidieron su mano; pero las dos mayores respondieron que nunca se casarían a menos que encontrasen un duque o, por lo menos, un conde. La Bella (puesto que ya les he dicho que tal era el nombre de la más joven), la Bella, digo, les dio muy amablemente las gracias a los que querían casarse con ella, pero les dijo que era demasiado joven y que deseaba quedarse junto a su padre algunos años más.
De pronto, el comerciante perdió su fortuna y lo único que le quedó fue una casita de campo muy lejos de la ciudad. Llorando, les dijo a sus hijos que tenían que ir a vivir a esa casa y que, trabajando como campesinos, podrían asegurar su subsistencia. Sus dos hijas mayores respondieron que no querían abandonar la ciudad y que tenían varios pretendientes que estarían muy contentos de casarse con ellas aunque ya no tuviesen fortuna. Las buenas señoritas se equivocaban; una vez pobres, sus pretendientes ya no quisieron mirarlas. Como nadie las quería a causa de su altivez, se decía: “No merecen compasión; nos alegra mucho ver adónde ha ido a parar todo su orgullo; que vayan a dárselas de damas cuidando ovejas”. Pero, al mismo tiempo, todos decían: “En cuanto a la Bella, lamentamos mucho su desgracia; ¡es tan buena muchacha! ¡Le hablaba a la gente pobre con tanta bondad, era tan amable, tan correcta!”. Incluso hubo varios nobles que quisieron casarse con ella aunque no tuviera un centavo; pero ella les dijo que no podía decidirse a abandonar a su pobre padre en la desgracia y que lo seguiría al campo para consolarlo y ayudarlo a trabajar.
A la pobre Bella la había apenado mucho perder su fortuna; pero se había dicho a sí misma: “Aunque llore, las lágrimas no me devolverán mis bienes; hay que tratar de ser feliz sin fortuna”.
Una vez en su casa de campo, el comerciante y sus tres hijos se dedicaron a labrar la tierra. La Bella se levantaba a las cuatro de la mañana y se apresuraba a limpiar la casa y a preparar el almuerzo para la familia. Al principio esto le costaba mucho, porque no estaba acostumbrada a trabajar como una sirvienta; pero al cabo de dos meses se puso más fuerte y el esfuerzo le procuró una salud perfecta. Una vez terminada su tarea, tocaba el clavecín o bien se ponía a cantar mientras hilaba. Sus dos hermanas, por el contrario, se aburrían mortalmente; se levantaban a las diez de la mañana, se paseaban todo el día y se entretenían añorando sus hermosos vestidos y sus antiguas amistades.
—Miren a nuestra hermana menor —se decían entre ellas—; tiene un alma tan baja y tan estúpida que está contenta con su desdichada situación.
El buen comerciante no pensaba como sus hijas; sabía que la Bella tenía más condiciones para lucirse en sociedad; admiraba la virtud de aquella joven y, sobre todo, su paciencia; dado que sus hermanas, no contentas con dejarle hacer todos los trabajos de la casa, la insultaban todo el tiempo.
Hacía un año que esta familia vivía en la soledad, cuando el comerciante recibió una carta en la que se le informaba de que un barco en el que tenía mercaderías acababa de llegar a buen puerto. Esta noticia casi les hace perder la cabeza a sus dos hijas mayores, que creyeron que por fin podrían abandonar ese campo en el que se aburrían tanto; y cuando vieron que su padre se disponía a partir, le rogaron que les trajese vestidos, abrigos de piel, sombreros y todo tipo de adornos. La Bella no le pedía nada, ya que pensaba para sí misma que todo el dinero de las mercaderías no bastaría para comprar lo que sus hermanas deseaban.
—¿Tú no me pides que te compre algo? —le dijo el padre.
—Puesto que tienes la bondad de pensar en mí —le dijo ella—, te ruego que me traigas una rosa, ya que aquí no hay.
No era que a la Bella le importase una rosa, pero no quería condenar con su ejemplo la conducta de sus hermanas, que hubieran dicho que si no pedía nada era para diferenciarse.
El buen hombre se fue, pero, cuando llegó, le hicieron pleito por sus mercaderías y, después de pasar por muchas dificultades, volvió tan pobre como antes.
Sólo le quedaban treinta millas por hacer para llegar a su casa y ya se alegraba del gusto que le daría volver a ver a sus hijos; pero como antes había que atravesar un gran bosque, se perdió en él. Nevaba horriblemente; el viento era tan fuerte que dos veces lo tiró abajo del caballo; y cuando anocheció, creyó que se moriría de hambre y de frío o que se lo comerían los lobos, que oía aullar a su alrededor. De repente, vio, al final de un largo sendero entre los árboles, una luz muy fuerte pero que parecía estar muy lejos. Avanzó en esa dirección y vio que la luz salía de un gran palacio que estaba todo iluminado. El comerciante le dio gracias a Dios por el socorro que le enviaba y se apresuró a llegar a aquel castillo; pero le extrañó mucho no encontrar a nadie en el patio. El caballo, que lo seguía, al ver una gran caballeriza abierta entró en ella; y como encontró heno y avena, el pobre animal, que se moría de hambre, se abalanzó sobre ellos con gran avidez. El comerciante lo dejó atado allí y se dirigió a la casa, donde no encontró a nadie; pero al entrar en una gran sala, encontró en ella el fuego encendido y una mesa repleta de manjares en la que sólo había un cubierto.
Como la lluvia y la nieve lo habían calado hasta los huesos, se acercó al fuego para secarse, diciendo para sus adentros: “El dueño de casa, o sus sirvientes, me perdonarán la libertad que me tomo y, sin duda, pronto aparecerán”. Esperó muchísimo tiempo; pero cuando dieron las once, y como no había visto a nadie, no pudo resistir el hambre y, apoderándose de un pollo, se lo comió en dos bocados y temblando. Tomó también unos tragos de vino y, un poco más animado, salió de la sala y pasó por varios grandes aposentos magníficamente amueblados. Finalmente, encontró una habitación en la que había una buena cama; y como ya eran más de las doce de la noche y estaba cansado, decidió cerrar la puerta y acostarse.
Eran las diez de la mañana del día siguiente cuando se despertó, y se sorprendió mucho al encontrar un traje muy limpio en lugar del suyo, que estaba todo estropeado. “Seguramente —se dijo— este palacio le pertenece a algún hada buena que se ha compadecido de mi situación”. Miró por la ventana y ya no vio más nieve sino enramadas de flores que deleitaban los ojos.
Volvió a la gran sala donde había cenado el día anterior y vio una mesita en la que había chocolate.
—Le agradezco, señora hada —dijo en voz alta—, que haya tenido la amabilidad de pensar en mi desayuno.
El buen hombre, después de tomarse el chocolate, salió para ir a buscar su caballo; y al pasar debajo de una enramada de rosas, recordó que la Bella le había pedido una y cortó una rama en la que había varias. Al mismo tiempo oyó un gran ruido y vio ir hacia él un monstruo tan horrible que estuvo a punto de desmayarse.
—Eres muy desagradecido —le dijo la Bestia con voz terrible—; te he salvado la vida al recibirte en mi castillo y tú me robas mis rosas, que son lo que más quiero en este mundo. Tienes que morir para reparar esta falta; sólo te doy un cuarto de hora para que le pidas perdón a Dios.
El comerciante se puso de rodillas y le dijo a la Bestia, uniendo las manos:
—Monseñor, perdóname, no creí ofenderte al cortar una rosa para una de mis hijas que me la había pedido.
—No me llamo monseñor —respondió el monstruo—, sino la Bestia. A mí no me gustan los cumplidos; quiero que se me hable con franqueza; así que no creas que me conmoverás con tus lisonjas. Pero tú me has dicho que tienes hijas; acepto perdonarte, con la condición de que una de tus hijas venga voluntariamente a morir en tu lugar. No intentes discutir conmigo, vete; si tus hijas se niegan a morir por ti, júrame que regresarás al cabo de tres meses.
El buen hombre no tenía intenciones de entregarle una de sus hijas a ese horrible monstruo, pero pensó: “Por lo menos tendré el gusto de besarlas una última vez”. Así pues, juró que volvería, y la Bestia le dijo que podía partir cuando quisiera.
—Pero —añadió— no quiero que te vayas con las manos vacías. Vuelve a la habitación en la que dormiste, allí encontrarás un gran baúl vacío; puedes poner en él todo lo que quieras, yo mandaré que lo lleven a tu casa.
Tras estas palabras, la Bestia se retiró y el buen hombre dijo para sus adentros: “Aunque deba morir, al menos tendré el consuelo de dejarles pan a mis pobres hijos”.
Volvió a la habitación en la que había dormido y, como encontró allí una enorme cantidad de monedas de oro, llenó el gran baúl del que le había hablado la Bestia, lo cerró, fue a buscar el caballo a la caballeriza y salió de aquel palacio con una tristeza igual a la alegría que había sentido al entrar en él. El caballo tomó por sí solo uno de los caminos del bosque y, en pocas horas, el buen hombre llegó a su humilde casa.
Sus hijos lo rodearon; pero en lugar de conmoverse con sus demostraciones de cariño, el comerciante se echó a llorar, mirándolos. Tenía en la mano la rama de rosas que le llevaba a la Bella; se la dio y le dijo:
—Bella, toma estas rosas, le costarán muy caro a tu desdichado padre.
Y a continuación le contó a su familia la funesta aventura que le había sucedido.
Al oír este relato, las dos hermanas mayores dieron grandes gritos y prorrumpieron en injurias contra la Bella, que no lloraba.
—Miren cuál es el resultado del orgullo de esta mujercita —decían—. ¿Por qué no pidió vestidos y joyas como nosotras? Pero no, la señorita quería destacarse. Va a causar la muerte de nuestro padre y no llora.
—Sería más que inútil —repuso la Bella—. ¿Por qué tendría que llorar la muerte de mi padre? No va a morir. Ya que el monstruo acepta de buena gana a una de sus hijas, deseo entregarme a su furia, y me considero muy feliz porque, muriendo, tendré la alegría de salvar a mi padre y probarle mi cariño.
—No, hermana —le dijeron los tres varones—, no morirás; iremos a buscar a ese monstruo y sucumbiremos a sus golpes si no podemos matarlo.
—No cuenten con eso, hijos míos —les dijo el comerciante—; el poder de la Bestia es tan grande que no hay esperanza alguna de hacerla perecer. Me halaga el buen corazón de la Bella, pero no quiero exponerla a la muerte. Soy viejo, no me queda mucho por vivir; de modo que sólo perderé algunos años de vida, que sólo lamento a causa de ustedes, queridos hijos míos.
—Te aseguro, padre mío —le dijo la Bella—, que no irás a ese palacio sin mí; no puedes impedirme que te siga. Aunque soy joven no siento mucho apego por la vida, y prefiero que me devore ese monstruo antes que morirme de la pena que me daría perderte.
Por mucho que los demás dijesen, la Bella insistió en ir al hermoso palacio; y sus hermanas estaban encantadas con eso, ya que las virtudes de la menor les habían dado muchos celos.
Al comerciante lo embargaba tanto el dolor de perder a su hija que no pensaba en el baúl que había llenado de oro; pero tan pronto como se encerró en su habitación para acostarse, lo sorprendió mucho encontrarlo junto a su cama. Decidió no decirles a sus hijos que se había vuelto tan rico, porque sus hijas hubieran querido volver a la ciudad y él estaba decidido a morir en el campo; pero le confió su secreto a la Bella, que le dijo que habían llegado algunos caballeros durante su ausencia y que dos de ellos pretendían a sus hermanas. Le rogó a su padre que las casase, porque era tan buena que las quería y les perdonaba de todo corazón el mal que le habían hecho.
Aquellas dos malvadas muchachas se frotaron los ojos con una cebolla para llorar cuando la Bella se fue con su padre; pero sus hermanos lloraban en serio, igual que el comerciante: la única que no lloraba era la Bella, porque no quería aumentar el dolor que ellos sentían.
El caballo se encaminó hacia el palacio y, al caer la noche, lo divisaron, iluminado como la primera vez. El caballo se fue por sí solo a la caballeriza, y el buen hombre entró con su hija en la gran sala, donde encontraron una mesa magníficamente servida, con dos cubiertos. El comerciante no estaba de ánimo para comer; pero la Bella, esforzándose en parecer tranquila, se sentó a la mesa y le sirvió; luego se dijo a sí misma: “La Bestia me quiere engordar antes de devorarme, dado que me da tan bien de comer”.
Una vez que terminaron de cenar oyeron un ruido muy fuerte, y el comerciante se despidió llorando de su pobre hija, porque pensaba que se trataba de la Bestia. La Bella no pudo evitar un estremecimiento al ver aquella horrible figura; pero se tranquilizó lo mejor que pudo; y cuando el monstruo le preguntó si había ido allí voluntariamente, ella, temblando, le dijo que sí.
—Eres muy buena —dijo la Bestia—, y te estoy muy agradecido. Buen hombre, vete mañana por la mañana, y que nunca se te ocurra volver por aquí. Adiós, Bella.
—Adiós, Bestia —contestó ella.
Y el monstruo se retiró de inmediato.
—¡Ah, hija mía! —dijo el comerciante besando a la Bella—, estoy medio muerto de terror. Hazme caso, déjame aquí.
—No, padre mío —le dijo la Bella con firmeza—; te irás mañana por la mañana, y me dejarás librada a la voluntad del Cielo; quizás se apiade de mí.
Fueron a acostarse, creyendo que no dormirían en toda la noche; pero en cuanto se metieron en la cama, se les cerraron los ojos. Mientras dormía, la Bella vio a una dama que le dijo: “Bella, me pone contenta ver que tienes tan buen corazón; la buena acción que haces, dando tu vida para salvar la de tu padre, no quedará sin recompensa”. La Bella, al despertarse, le contó el sueño a su padre; y aunque esto lo consoló un poco, no le impidió dar grandes gritos cuando tuvo que separarse de su querida hija.
En cuanto él partió, la Bella se sentó en la gran sala y también se puso a llorar; pero como era muy valiente, se encomendó a Dios y resolvió no apenarse durante el poco tiempo que le quedaba por vivir, ya que creía firmemente que la Bestia se la comería esa noche. A la espera de esto, decidió pasearse y visitar aquel bonito castillo. No podía dejar de admirar lo hermoso que era; pero la sorprendió mucho encontrar una puerta en la que estaba escrito Aposentos de la Bella. Abrió precipitadamente aquella puerta y la deslumbró la magnificencia que reinaba allí; pero lo que más le llamó la atención fue una gran biblioteca, un clavecín y varias partituras. “No quieren que me aburra”, dijo en voz baja. Luego pensó: “Si sólo tuviera que permanecer un día aquí, no me hubieran preparado todo esto”. Esta idea le dio más ánimo.
Abrió la biblioteca y vio un libro en el que estaba escrito con letras de oro: Desea, ordena, tú eres aquí reina y ama. “¡Ay —dijo suspirando—, lo único que deseo es ver de nuevo a mi pobre padre y saber lo que está haciendo ahora!”. Dijo esto para sus adentros. Cuál no habrá sido su sorpresa, al mirar hacia un espejo, cuando vio su casa, a la que su padre acababa de llegar con un semblante sumamente triste; a sus hermanas, que salían a su encuentro; y, a pesar de las muecas que hacían para parecer afligidas, la alegría que tenían por haber perdido a su hermana reflejada en el rostro. Un momento más tarde, todo desapareció y la Bella no pudo dejar de pensar que la Bestia era muy amable y que no tenía nada que temer de ella.
A mediodía halló la mesa puesta y, durante la cena, oyó un excelente concierto, aunque no vio a nadie.
Por la noche, cuando estaba a punto de sentarse a la mesa, oyó el ruido que hacía la Bestia y no pudo evitar un estremecimiento.
—Bella —le dijo el monstruo—, ¿aceptas que te mire mientras cenas?
—Tú eres el amo —repondió la Bella temblando.
—No —respondió la Bestia—; aquí la única ama eres tú: no tienes más que decirme que me vaya, si te molesto, y yo saldré enseguida. Dime, ¿no es cierto que te parezco muy feo?
—Es cierto —dijo la Bella—, dado que no sé mentir; pero creo que eres muy bueno.
—Tienes razón —dijo el monstruo—; pero, además de ser feo, no tengo ninguna inteligencia: sé bien que sólo soy una bestia.
—Nadie es tonto —repuso la Bella— si cree que no tiene inteligencia: un tonto nunca sabe eso.
—Vamos, come, Bella —le dijo el monstruo—, y trata de no aburrirte en tu casa; ya que todo es tuyo. Me entristecería que no estuvieses contenta.
—Eres de una gran bondad —dijo la Bella—. Te confieso que me alegra mucho que tengas buen corazón: cuando pienso en eso, no me pareces tan feo.
—¡Ah, caramba, sí!—dijo la Bestia—. Tengo buen corazón, pero soy un monstruo.
—Hay muchos hombres que son más monstruos que tú —dijo la Bella—; y me gustas más tú, con tu cara, que aquéllos que, con cara de hombre, esconden un corazón falso, corrompido e ingrato.
—Si yo fuese inteligente —repuso la Bestia—, te haría un gran cumplido para agradecerte; pero soy estúpido y lo único que puedo decirte es que te doy las gracias.
La Bella cenó con buen apetito. Ya casi no le tenía miedo al monstruo; pero casi se muere del susto cuando éste le dijo:
—Bella, ¿quieres ser mi mujer?
Estuvo un rato sin contestar: tenía miedo de que un rechazo excitara la cólera del monstruo; no obstante, le dijo temblando:
—No, Bestia.
En ese momento, el monstruo quiso suspirar y soltó un silbido tan espantoso que hizo retumbar todo el palacio; pero la Bella se tranquilizó enseguida, porque la Bestia, después de decirle tristemente: “Entonces adiós, Bella”, salió de la habitación, volviéndose de cuando en cuando para mirarla una vez más.
La Bella, al verse sola, sintió una gran compasión por aquella pobre Bestia: “¡Ay —decía—, qué lastima que sea tan feo, siendo tan bueno!”.
La Bella pasó tres meses en aquel palacio con bastante tranquilidad. Todas las noches la Bestia iba a visitarla y charlaba con ella, durante la cena, de manera bastante sensata, pero nunca con lo que en la buena sociedad se llama ingenio.
Cada día, la Bella le descubría nuevas cualidades a aquel monstruo; el hábito de verlo la había acostumbrado a su fealdad y, lejos de temer el momento de su visita, a menudo miraba la hora en su reloj para ver si faltaba poco para las nueve; ya que la Bestia nunca dejaba de ir a esa hora.
Lo único que afligía a la Bella era que el monstruo, antes de acostarse, siempre le preguntaba si quería ser su mujer, y parecía transido de dolor cuando ella le decía que no. Un día, la Bella le dijo:
—Me das mucha pena, Bestia; querría poder casarme contigo, pero soy demasiado sincera para hacerte creer que eso podrá ocurrir alguna vez; siempre seré tu amiga, trata de conformarte con eso.
—Estoy obligado a hacerlo —repuso la Bestia—; me hago justicia a mí mismo, sé que soy realmente horrible, pero me gustas mucho. Sin embargo, me siento ya muy feliz con que consientas en quedarte aquí; prométeme que nunca me abandonarás.
La Bella se sonrojó al oír estas palabras; en su espejo había visto que su padre estaba enfermo por la pena de haberla perdido, y deseaba volver a verlo.
—Bien podría prometerte —le dijo a la Bestia—  no abandonarte nunca, pero tengo tantas ganas de ver de nuevo a mi padre que me moriré de dolor si me niegas ese gusto.
—Prefiero morirme yo mismo —dijo el monstruo— antes que apenarte; te enviaré a casa de tu padre, te quedarás allí y tu pobre Bestia se morirá de pena.
—No —le dijo la Bella llorando—, te quiero demasiado para querer causarte la muerte; te prometo que volveré dentro de ocho días. Me hiciste ver que mis hermanas están casadas y que mis hermanos fueron a unirse al ejército; mi padre está solo, te pido que soportes que me quede con él una semana.
—Estarás allí mañana por la mañana —dijo la Bestia—; pero acuérdate de tu promesa. Bastará con que pongas tu anillo en una mesa al acostarte cuando quieras volver. Adiós, Bella.
La Bestia suspiró como solía hacerlo al decir estas palabras, y la Bella se acostó sintiéndose muy triste por haberla apenado.
Cuando se despertó por la mañana, se encontró en la casa de su padre y, haciendo sonar una campanita que estaba al lado de la cama, vio venir a la sirvienta, que, al verla, dio un fuerte grito. El buen hombre acudió al oír aquel grito, y casi se muere de alegría al ver a su querida hija; ambos permanecieron abrazados más de un cuarto de hora.
La Bella, después de los primeros arrebatos, pensó que no tenía ropa para levantarse; pero la sirvienta le dijo que acababa de encontrar en la habitación contigua un gran baúl lleno de vestidos recamados de oro y adornados con diamantes. La Bella le agradeció a la bondadosa Bestia sus atenciones; tomó el menos suntuoso de aquellos vestidos y le dijo a la sirvienta que guardase los demás, que pensaba regalar a sus hermanas; pero en cuanto pronunció estas palabras, el baúl desapareció. Su padre le dijo que la Bestia quería que ella se quedase con todo aquello; y de inmediato los vestidos y el baúl volvieron al mismo lugar.
La Bella se vistió y, mientras tanto, fueron a avisarles a sus hermanas, que llegaron con sus maridos.
Ambas eran muy desdichadas. La mayor se había casado con un joven noble tan hermoso como el Amor mismo; pero él estaba tan enamorado de su propia cara que sólo se ocupaba de eso día y noche y despreciaba la belleza de su mujer. La segunda se había casado con un hombre de gran inteligencia; pero él sólo la usaba para hacer rabiar a todo el mundo, empezando por su mujer.
Las hermanas de la Bella casi se mueren de dolor cuando la vieron vestida como una princesa y de una belleza esplendorosa. Por más muestras de cariño que les dio, la Bella no pudo vencer sus celos, que aumentaron mucho cuando les contó lo feliz que era.
Aquellas dos envidiosas bajaron al jardín para llorar a sus anchas; y se decían una a otra: “¿Por qué esta mujercita es más feliz que nosotras? ¿Acaso no tenemos más encantos que ella?”.
—Hermana mía —dijo la mayor—, se me ocurre una idea: tratemos de retenerla aquí más de ocho días. Su tonta Bestia se pondrá furiosa porque faltó a su palabra y quizás la devore.
—Tienes razón, hermana mía —respondió la otra—. Para eso hay que tratarla muy bien.
Y, tomada esta resolución, volvieron a subir y le mostraron tanto cariño a su hermana que la Bella se puso a llorar de alegría. Una vez pasados los ocho días, las hermanas se arrancaron los cabellos y se hicieron tanto las afligidas por su partida que ella prometió que se quedaría ocho días más.
Sin embargo, la Bella se reprochaba a sí misma la pena que le causaría a su pobre Bestia, a la que quería de todo corazón; y la extrañaba mucho. La décima noche que pasó en casa de su padre, soñó que estaba en el jardín del palacio y que veía a la Bestia, que, tumbada en la hierba y a punto de morir, le reprochaba su ingratitud. La Bella se despertó sobresaltada y se echó a llorar. “¿No soy muy mala, acaso —se decía—, para apenar a una Bestia que es tan amable conmigo? ¿Es culpa suya si es fea y tan poco inteligente? Es buena, eso es más valioso que todo lo demás. ¿Por qué no quise casarme con ella? No son ni la apostura ni la inteligencia de un marido lo que contenta a una mujer: es la bondad de carácter, la virtud, la amabilidad; y la Bestia tiene todas esas buenas cualidades. Vamos, no hay que hacerla infeliz; toda mi vida me reprocharía esa ingratitud”. Dichas estas palabras, la Bella se levantó, puso el anillo en la mesa y volvió a acostarse. En cuanto estuvo en la cama se quedó dormida; y cuando se despertó por la mañana, vio con alegría que estaba en el palacio de la Bestia. Se vistió espléndidamente para agradarle, y se aburrió mortalmente todo el día esperando que llegaran las nueve de la noche; pero, por más que el reloj sonase, la Bestia no apareció.
La Bella, entonces, temió haberle causado la muerte. Corrió por todo el palacio dando grandes gritos; estaba desesperada. Después de buscar por todas partes, recordó su sueño y corrió por el jardín hacia el canal, donde la había visto durmiendo. Encontró a la pobre Bestia tendida, sin conocimiento, y creyó que estaba muerta. Se arrojó sobre su cuerpo sin que su apariencia le diese horror y, sintiendo que aún le latía el corazón, sacó agua del canal y se la echó en la cara. La Bestia abrió los ojos y le dijo a la Bella:
—Olvidaste tu promesa; la pena de haberte perdido me decidió a dejarme morir de hambre; pero muero contento, dado que tengo el placer de volver a verte una vez más.
—No, querida Bestia mía, no morirás —le dijo la Bella—, vivirás para ser mi esposo: ya mismo te doy mi mano y juro que seré tuya y de nadie más. ¡Ay!, creía que sólo tenía amistad por ti; pero el dolor que siento me demuestra que no podría vivir sin verte.
En cuanto la Bella hubo pronunciado estas palabras, vio el castillo refulgente de luces; los fuegos artificiales, la música, todo le anunciaba una fiesta; pero todas aquellas bellezas no retuvieron su mirada: se volvió hacia su querida Bestia, cuyo peligroso estado la hacía temblar. ¡Cuál no fue su sorpresa! La Bestia había desaparecido, y lo único que vio a sus pies fue a un príncipe más hermoso que el Amor mismo, que le agradecía que hubiese puesto fin a su hechizo.
Aunque ese príncipe mereciese toda su atención, no pudo dejar de preguntarle dónde estaba la Bestia.
—Puedes verla a tus pies —le dijo el príncipe—. Un hada mala me condenó a conservar esa apariencia hasta que una bella muchacha consintiese en casarse conmigo, y me prohibió que dejase ver mi inteligencia. De modo tal que sólo tú en el mundo eras lo bastante buena como para dejarte conmover por la bondad de mi carácter; y la corona que te ofrezco es poco para agradecerte todo lo que te debo.
La Bella, agradablemente sorprendida, le dio la mano a aquel apuesto príncipe para que se levantara. Fueron juntos al castillo y la Bella casi se muere de alegría al encontrar en la gran sala a su padre y a toda su familia, a los que la bella dama que se le había aparecido en sueños había transportado al castillo.
—Bella —le dijo esa dama, que era un hada poderosa—, ven a recibir la recompensa por la buena elección que has hecho: has preferido la virtud a la belleza y a la inteligencia, mereces encontrar todas estas cualidades reunidas en una misma persona. Vas a convertirte en una gran reina: espero que el trono no destruya tus virtudes. En cuanto a ustedes, señoritas —les dijo el hada a las dos hermanas de la Bella—, conozco su corazón y toda la maldad que hay en él. Se convertirán en dos estatuas, pero conservarán toda la razón debajo de la piedra que las envuelva. Permanecerán a la puerta del palacio de su hermana, y no les impongo otra pena que la de ser testigos de su felicidad. Sólo podrán volver a su estado anterior en el momento en que reconozcan sus faltas; pero mucho me temo que siempre sigan siendo estatuas. Es posible enmendarse cuando se tiene orgullo, cólera, glotonería o pereza: pero la conversión de un corazón malvado y envidioso es una especie de milagro.

En ese mismo momento, el hada dio un golpe con su varita mágica y trasladó a todos los que estaban en la sala al reino del príncipe. Sus súbditos lo vieron con alegría y se casó con la Bella, que vivió con él mucho tiempo y gozó de una felicidad perfecta, porque era una felicidad basada en la virtud.


Chesterton y Leonor Acevedo de Borges: El triunfo de la tribu

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EL TRIUNFO DE LA TRIBU

Toda persona con edad suficiente para recordar, siquiera de un modo borroso, los últimos días de la reina Victoria, así como el paulatino cambio de la Gran Guerra, se asombrará de dos cosas referentes al triunfo que hoy festeja Alemania.

El primer hecho desconcertante es que una generación joven pueda hervir con tan inútil alboroto a causa de algo tan totalmente anticuado. El segundo hecho desconcertante es que todo un vasto país pueda basar su tradición histórica en algo que es menos una leyenda que una mentira.

Una leyenda es algo que crece lentamente y de una manera natural, y que simboliza algo así como una relativa verdad histórica. La leyenda del rey Arturo es legendaria en este sentido, pero simboliza la enorme y hoy día olvidada verdad de que si Inglaterra no hubiera tenido una base romana, hubiera carecido de toda base. Pero el mito de los alemanes modernos, especialmente en sus relaciones con los antiguos germanos, ha sido fabricado hace poco y de manera artificial. Fue inventado por profesores y divulgado por maestros de escuela. Desde luego, no tiene la más remota conexión con ninguna verdad histórica.

El primer hecho, la extraña ranciedad que hace llegar a nuestro olfato la religión racial con un olor a podrido, a algo exhumado tras haber permanecido largo tiempo enterrado, no es lo que más nos interesa. Un hombre que se entusiasmó con Carlyle, cuando era muchacho, que reaccionó contra él, como hombre, que volvió a reaccionar con más sano juicio y que ha concluido, le parece, por verlo más o menos tal como era, sólo puede asombrarse de esta brusca resurrección de cuanto había en Carlyle de bárbaro, de estúpido, y de ignorante, sin un adarme de lo que había en él de realmente original y humorístico. El verdadero Carlyle, que era escocés, y por lo tanto comprendía las bromas, ha sido substituido enteramente por el Carlyle teórico, que era prusiano, y al que no le era dado comprender bromas. Y que, desde luego, nunca apreció la inefable broma que significaba aquella gran Teoría Teutónica que en mi juventud era la chifladura de moda en la educación tanto inglesa como alemana.

El que todas estas estupideces infantiles pudieran surgir de pronto, como un fantasma en mi camino normal hacia la sepultura, es cosa casi increíble. Tan increíble como ver al príncipe Alberto bajando del Albert Memorial para pasearse por los jardines de Kensington. Y es especialmente increíble dado que, a partir de aquel día, la teoría histórica que Froude y Freeman compartieron con Carlyle (teoría de una raíz teutónica en toda verdadera nobleza de Europa) ha sido criticada por historiadores más lúcidos, con una amplitud de miras que los victorianos no pudieron imaginar, y, a menudo, con un cúmulo de hechos nuevos que no pudieron conocer. Actualmente, ninguna persona informada tiene derecho a ignorar el papel efectivo desempeñado en la civilización —o semicivilización— de todos los países (incluso de Alemania) por el orden romano y la fe católica, no por el caos germánico.

Examinemos a la luz de este grado elemental de educación algunas declaraciones hechas recientemente por los más aplaudidos y entusiastas escritores nazis... pasando de largo, por ahora, los ejemplos de crasa contradicción, en los que el dictamen, nórdico contradice, no solamente toda virtud cristiana, sino toda la común generosidad humana, al decir que “el concepto de la caridad cristiana provoca la degeneración nacional, puesto que propugna el cuidado de los físicamente débiles o inválidos”. Consideremos, para empezar, aquellas virtudes en que tanto el cristiano como el nórdico están de acuerdo... aunque el nórdico tiene la insolencia de reclamarlas como únicamente suyas. Tomemos la declaración ridícula, tantas veces repetida, de que hay algo esencialmente alemán en el “concepto del honor”. Esta pretensión carece por completo de verdad histórica, y ni siquiera tiene significado histórico. Imaginemos a un profesor prusiano leyendo, lenta y cuidadosamente, la versión de Horacio de la historia de Régulo y anotando debidamente el hecho de que ni los latinos ni los hombres del Mediterráneo tuvieron jamás la menor idea del honor. El más torpe comprende en seguida que semejante afirmación es absurda. Todo el mundo sabe, de un modo general, que el concepto de fidelidad a la palabra dada, de renuncia a un cobarde y cómodo retraimiento, de considerar la rendición como un deshonor, son características que han llegado hasta nosotros a través de los filósofos paganos que desafiaban a los tiranos, a través de los mártires que aceptaban el tormento, a través de los caballeros y paladines cristianos, celosos en el cumplimiento de un voto o en las condiciones de una proeza. Considerar que esto es una idea alemana es tan ridículo como considerarla finesa o islandesa. Puesto que todos los hombres, incluso los más rudos, tienen alguna forma tosca de conciencia, este concepto, indudablemente, existió en algunos teutones, del mismo modo que en algunos celtas, eslavos y árabes semitas. Pero los ejemplos más poderosos, los más claros y lógicos, la más larga tradición, llegan a nosotros por el largo camino romano que une la antigua civilización a la nueva.

En estas pocas líneas me he limitado a la literatura nazi, que se opone al sentido común y a la verdad histórica, a la conciencia católica y a la principal autoridad religiosa de Europa. Vale la pena notar hasta qué punto los dos elementos del instinto normal y de la doctrina sobrenatural se hallan momentáneamente de acuerdo. En estos momentos, Roma defiende no sólo la razón, sino más bien, y especialmente, el sentido común. Y en este caso, la justicia común del común de las gentes. Esta influencia del Sur, que, penetrando hacia el Norte, por las selvas vírgenes, corrompió a los sencillos germanos acostumbrándolos a edificar casas, construir caminos, montar a caballo, y hablar de una manera inteligible, o más o menos inteligible. Porque aquellos grandes dioses, aquellos primeros germanos de las selvas a quienes se debe toda la energía “creadora”, no levantaron un solo edificio que haya perdurado, ni tallaron una sola estatua de valor prehistórico, ni expresaron en ningún ara o símbolo la confusa mitología con que algunos quisieron sustituir la lucidez de la fe. La gran civilización alemana ha sido creada por la gran civilización cristiana, y sus antecesores paganos no le legaron nada, salvo un intermitente afán de alardear.
Este artículo data de 1934.
Revista Sur, julio-octubre de 1947, año XVI.

Dante y Bartolomé Mitre: Infierno, Canto II

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INFIERNO. CANTO SEGUNDO

PROEMIO DEL INFIERNO
PAVOR  HUMANO Y CONSUELO DIVINO, LAS TRES MUJERES BENDITAS

El camino del infierno. El poeta hace examen de conciencia. Sobrecogido, trepida en proseguir el viaje. Virgilio le dice que es enviado por Beatriz para salvarle. Le relata la aparición de Beatriz en el limbo. El poeta se decide a seguirle al través de las regiones infernales.


Íbase el día, envuelto en aire bruno,
aliviando a los seres de la tierra
de su fatiga diaria, y yo, solo, uno,

me apercibía a sostener la guerra,
en un camino de penar sin cuento,
que trazará la mente, que no yerra.

¡Oh musas! ¡oh alto ingenio, dadme aliento!
¡Oh mente, que escribiste mis visiones,
muestra de tu nobleza el nacimiento!

«¡Oh poeta, que guías mis acciones!»
prorrumpí, «mide bien mi resistencia,
antes de conducirme a esas regiones.

«Si el gran padre de Silvio, en existencia
de hombre carnal, bajo feliz auspicio,
de este siglo inmortal palpó la esencia;

«si el adversario al mal, le fue propicio,
fue sin duda, midiendo el gran efecto
de sus altos destinos, según juicio,

«que no se oculta al hombre de intelecto;
que alma de Roma y de su vasto imperio,
en el empíreo fue por padre electo;

«la que y el cual (según vero criterio)
se destinó a los altos sucesores
del gran Pedro, en su sacro ministerio.

«En ese viaje, digno de loores,
púdose presentir la gran victoria,
que cubre papal manto de esplendores.

«Pablo, vaso de dicha promisoria,
al cielo fue a buscar la fe del pecho,
principio de una vida meritoria.

«No soy Pablo ni Eneas. ¿Qué es lo que he hecho
para que pueda merecer tal gracia?
Menos que nadie tengo ese derecho.

«Si te siguiera, acaso por desgracia,
presiento, que es demencia mi aventura;
bien lo alcanza tu sabia perspicacia.»

Y como el que anhelando una ventura,
por contrarios deseos trabajado,
abandona su intento en la premura,

así al tocar el límite buscado,
reflexionando bien, retrocedía
ante la empresa que empecé animado.

La gran sombra me habló con valentía:
«si bien he comprendido, tu alma es presa
de un acceso de nimia cobardía,

«que a los hombres retrae de noble empresa,
como bestia que ve torcidamente,
y se encabrita llena de sorpresa.

«Disiparé el temor que tu alma siente,
diciéndote, como hasta aquí he venido
cuando supe tu trance, condoliente.

«Me encontraba en el limbo detenido,
y una mujer angélica y hermosa,
a sí llamome y me sentí rendido.

«Cada ojo era una estrella fulgorosa;
y así me habló con celestial acento,
dulce y suave en su habla melodiosa:

«Alma noble de Mantua, cuyo aliento
«con el renombre que aun el mundo llena,
«durará cual su largo movimiento:

«mi amigo—no de dichas, sí de pena,—
solo se encuentra en playa desolada
y desanda el camino que lo apena.

«Temo se pierda, en senda abandonada,
si tarde ya. para salvarle acorro,
según, allá en el cielo, fui avisada.

«Por eso ansiosa en tu demanda corro;
sálvale con tu ingenio en su conflicto;
«¡consuélame prestándole socorro!

«Yo soy Beatriz, que a noble acción te incito:
vengo de lo alto do tornar anhelo:
amor me mueve, y en su hablar palpito;

«mi gratitud, cuando retorne al cielo,
hará que a dios, en tu loor demande.»
Callóse, y comencé lleno de celo:

«alma virtud, que sola hace más grande
al hombre sobre todos los nacidos,
en la esfera menor en que se expande,

«tus mandatos, son tan agradecidos,
que obedecer me tarda con afecto;
y no me digas más, serán cumplidos.

«Mas dime, ¿cómo y por qué raro efecto
has descendido hasta este bajo centro,
del amplio sitio para ti dilecto?»

«Pues penetrar pretendes tan adentro»,
respondió: «te diré muy brevemente,
«por qué sin miedo alguno aquí me encuentro.

«Toda cosa se teme solamente,
por su potencia de dañar dotada:
cuando no hay daño, miedo no se siente.

«Por la gracia de dios, estoy formada,
que ni me alcanza la miseria ajena,
ni me quema esta ardiente llamarada.

«Virgen del cielo, de bondades llena,
del trance de mi amigo condolida,
del duro fallo obtuvo gracia plena.

«Llamó a Lucía, y dijo enternecida:
tu fiel adepto, tu asistencia espera:
yo lo encomiendo a tu bondad cumplida.

«Lucía, de la gracia mensajera,
«vino do tengo, allá donde me encielo,
a la antigua Raquel por compañera.

«Beatriz,—dijo,—alabanza de este cielo,
acorre al hombre que elevaste tanto,
y que mucho te amara allá en el suelo.

«¿No oyes acaso su angustioso llanto?
¿No ves le amaga muerte lastimosa,
en río que ni al mar desciende un tanto?

«Nadie en el mundo fue tan apremiosa,
cual yo lo fuera, a contrastar el daño,
después de oír aquella voz piadosa.

«Y vine aquí, desde mi excelso escaño,
confiada en tu elocuente hablar honesto,
honor tuyo, y honor a nadie extraño.»

«Después que grata díjome todo esto,
volvió hacia mí su rostro lagrimoso,
lo que me hizo venir mucho más presto.

«Cumpliendo su deseo afectuoso,
te he precavido de la bestia horrenda
que te cerraba el paso al monte hermoso.

«¿Por qué, pues, te detienes en tu¡ senda?
¿Por qué tu fortaleza así quebrantas?
¿Por qué no sueltas al valor la rienda,

«cuando te amparan tres mujeres santas
que allá en el cielo tienen su morada,
y cuando te prometo dichas tantas?»

Cual florecilla, que nocturna helada
dobla y marchita, y luego brilla erguida
sobre su tallo, por el sol bañada,

así se reanimó mi alma abatida:
súbito ardor el corazón recorre,
y prorrumpo con voz estremecida:

«¡ Bendita la que pía me socorre!
¡gracias a ti, que, fiel a su mandato,
con la verdad a la aflicción acorre!

«Me ha llenado de bríos tu relato;
siento mi corazón fortalecido:
vuelvo a mi empresa, y tu palabra acato;

«voy a tu misma voluntad unido,
sé mi maestro, mi señor, mi guía.»
así dije, y seguile decidido,

por la silvestre y encumbrada vía.
Versión castellana de BARTOLOMÉ MITRE.
INFERNO. CANTO SECONDO

Canto secondo de la prima parte ne la quale fa proemio a la prima cantica cioè a la prima parte di questo libro solamente, e in questo canto tratta l’auttore come trovò Virgilio, il quale il fece sicuro del cammino per le tre donne che di lui aveano cura ne la corte del cielo.

Lo giorno se n’andava, e l’aere bruno
toglieva li animai che sono in terra
da le fatiche loro; e io sol uno 
3

m’apparecchiava a sostener la guerra
sì del cammino e sì de la pietate,
che ritrarrà la mente che non erra. 
6

O muse, o alto ingegno, or m’aiutate;
o mente che scrivesti ciò ch’io vidi,
qui si parrà la tua nobilitate. 
9

Io cominciai: "Poeta che mi guidi,
guarda la mia virtù s’ell’è possente,
prima ch’a l’alto passo tu mi fidi. 
12

Tu dici che di Silvïo il parente,
corruttibile ancora, ad immortale
secolo andò, e fu sensibilmente. 
15

Però, se l’avversario d’ogne male
cortese i fu, pensando l’alto effetto
ch’uscir dovea di lui, e ’l chi e ’l quale 
18

non pare indegno ad omo d’intelletto;
ch’e’ fu de l’alma Roma e di suo impero
ne l’empireo ciel per padre eletto: 
21

la quale e ’l quale, a voler dir lo vero,
fu stabilita per lo loco santo
u’ siede il successor del maggior Piero. 
24

Per quest’andata onde li dai tu vanto,
intese cose che furon cagione
di sua vittoria e del papale ammanto. 
27

Andovvi poi lo Vas d’elezïone,
per recarne conforto a quella fede
ch’è principio a la via di salvazione. 
30

Ma io, perché venirvi? o chi ’l concede?
Io non Enëa, io non Paulo sono;
me degno a ciò né io né altri ’l crede. 
33

Per che, se del venire io m’abbandono,
temo che la venuta non sia folle.
Se’ savio; intendi me’ ch’i’ non ragiono". 
36

E qual è quei che disvuol ciò che volle
e per novi pensier cangia proposta,
sì che dal cominciar tutto si tolle, 
39

tal mi fec’ïo ’n quella oscura costa,
perché, pensando, consumai la ’mpresa
che fu nel cominciar cotanto tosta. 
42

"S’i’ ho ben la parola tua intesa",
rispuose del magnanimo quell’ombra,
"l’anima tua è da viltade offesa; 
45

la qual molte fïate l’omo ingombra
sì che d’onrata impresa lo rivolve,
come falso veder bestia quand’ombra. 
48

Da questa tema acciò che tu ti solve,
dirotti perch’io venni e quel ch’io ’ntesi
nel primo punto che di te mi dolve. 
51

Io era tra color che son sospesi,
e donna mi chiamò beata e bella,
tal che di comandare io la richiesi. 
54

Lucevan li occhi suoi più che la stella;
e cominciommi a dir soave e piana,
con angelica voce, in sua favella: 
57

"O anima cortese mantoana,
di cui la fama ancor nel mondo dura,
e durerà quanto ’l mondo lontana, 
60

l’amico mio, e non de la ventura,
ne la diserta piaggia è impedito
sì nel cammin, che vòlt’è per paura; 
63

e temo che non sia già sì smarrito,
ch’io mi sia tardi al soccorso levata,
per quel ch’i’ ho di lui nel cielo udito. 
66

Or movi, e con la tua parola ornata
e con ciò c’ ha mestieri al suo campare,
l’aiuta sì ch’i’ ne sia consolata. 
69

I’ son Beatrice che ti faccio andare;
vegno del loco ove tornar disio;
amor mi mosse, che mi fa parlare. 
72

Quando sarò dinanzi al segnor mio,
di te mi loderò sovente a lui".
Tacette allora, e poi comincia’ io: 
75

"O donna di virtù sola per cui
l’umana spezie eccede ogne contento
di quel ciel c’ ha minor li cerchi sui, 
78

tanto m’aggrada il tuo comandamento,
che l’ubidir, se già fosse, m’è tardi;
più non t’è uo’ ch’aprirmi il tuo talento. 
81

Ma dimmi la cagion che non ti guardi
de lo scender qua giuso in questo centro
de l’ampio loco ove tornar tu ardi". 
84

"Da che tu vuo’ saver cotanto a dentro,
dirotti brievemente", mi rispuose,
"perch’i’ non temo di venir qua entro. 
87

Temer si dee di sole quelle cose
c' hanno potenza di fare altrui male;
de l'altre no, ché non son paurose.
 
90

I’ son fatta da Dio, sua mercé, tale,
che la vostra miseria non mi tange,
né fiamma d’esto ’ncendio non m’assale. 
93

Donna è gentil nel ciel che si compiange
di questo 'mpedimento ov'io ti mando,
sì che duro giudicio là sù frange.
 
96

Questa chiese Lucia in suo dimando
e disse: - Or ha bisogno il tuo fedele
di te, e io a te lo raccomando -. 
99

Lucia, nimica di ciascun crudele,
si mosse, e venne al loco dov’i’ era,
che mi sedea con l’antica Rachele. 
102

Disse: - Beatrice, loda di Dio vera,
ché non soccorri quei che t’amò tanto,
ch’uscì per te de la volgare schiera? 
105

Non odi tu la pieta del suo pianto,
non vedi tu la morte che ’l combatte
su la fiumana ove ’l mar non ha vanto? -. 
108

Al mondo non fur mai persone ratte
a far lor pro o a fuggir lor danno,
com’io, dopo cotai parole fatte, 
111

venni qua giù del mio beato scanno,
fidandomi del tuo parlare onesto,
ch’onora te e quei ch’udito l’ hanno". 
114

Poscia che m’ebbe ragionato questo,
li occhi lucenti lagrimando volse,
per che mi fece del venir più presto. 
117

E venni a te così com’ella volse:
d’inanzi a quella fiera ti levai
che del bel monte il corto andar ti tolse. 
120

Dunque: che è perché, perché restai,
perché tanta viltà nel core allette,
perché ardire e franchezza non hai, 
123

poscia che tai tre donne benedette
curan di te ne la corte del cielo,
e ’l mio parlar tanto ben ti promette?". 
126

Quali fioretti dal notturno gelo
chinati e chiusi, poi che ’l sol li ’mbianca,
si drizzan tutti aperti in loro stelo, 
129

tal mi fec’io di mia virtude stanca,
e tanto buono ardire al cor mi corse,
ch’i’ cominciai come persona franca: 
132

"Oh pietosa colei che mi soccorse!
e te cortese ch’ubidisti tosto
a le vere parole che ti porse! 
135

Tu m’ hai con disiderio il cor disposto
sì al venir con le parole tue,
ch’i’ son tornato nel primo proposto. 
138

Or va, ch’un sol volere è d’ambedue:
tu duca, tu segnore e tu maestro".
Così li dissi; e poi che mosso fue, 
141

intrai per lo cammino alto e silvestro.
Divina Commediaa cura di Giorgio Petrocchi.
Casa Editrice Le Lettere. Firenze, 1994.

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Arthur Symons: El genio satánico de Baudelaire

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2017 marca los 150 años de la muerte de Charles Baudelaire. Para conmemorar este aniversario, mientras seguimos trabajando para publicar el segundo volumen de las fundamentales CARTAS A LA MADRE, vamos a ir ofreciendo a nuestros lectores una colección de páginas en honor del grand Charles —muchas de ellas hasta ahora inéditas en castellano—, comenzando con este ensayo de Arthur Symons, cuya segunda parte tenemos el gusto de publicar hoy.

EL GENIO SATÁNICO DE BAUDELAIRE

II

Algunas de estas Flores del Mal son venenosas; algunas han crecido en los invernaderos del Infierno; algunas tienen el perfume de la piel de una sinuosa muchacha; algunas, el olor de la carne de la mujer. Hay espíritus que se embriagan con estas flores malditas para salvarse del excesivo horror de sus vicios, de la tortura aún peor de sus virtudes violadas. Y una imaginación cruel ha dado forma a estas imágenes desnudas de los Siete Pecados Capitales, eternamente apesadumbradas por su primera caída; que no sonríen ni siquiera en el Infierno, en cuyas llamas se retuercen. Uno las imagina allí y entre el sol y la tierra; en el aire, arrastradas por los vientos; conscientes de su herencia infernal. Surgen, como demonios, de la Edad Media; son incapaces de imaginar la justicia de Dios.

Baudelaire dramatiza estas imágenes vivientes de su espíritu y de su imaginación, estas fabulosas criaturas de su inspiración, estos fantasmas macabros, en un modo totalmente distinto del de otros autores teatrales —Shakespeare y Aristófanes, en sus tragedias satíricas, en sus comedias líricas—; si bien es, del mismo modo que ellos, el escritor en el que la belleza desposa sin virginidad a los hijos del antiguo Caos.

En estas páginas pululan (son sus propiaspalabras) todas las corrupciones y todos los escepticismos: criminales innobles sin convicciones; arpías detestables que hacen apuestas; los gatos, que son como las amantes de los hombres; Harpagon; la exquisita, bárbara, divina, implacable, misteriosa Virgen de estilo español; los viejos; los borrachos, los asesinos, los amantes (sus muertes y vidas); los búhos; los vampiros, cuyas voces hacen que el cadáver se levante por sí mismo de la tumba; lo Irremediable que ataca su origen: ¡la Conciencia en el Mal! Hay un poema casi crístico sobre su Pasión: Le reniement de saint Pierre, una denuncia casi satánica de Dios en Abel et Caïn, y, con ellos, el Mal Monje, símbolo enigmático del alma de Baudelaire, de su obra, de todo lo que sus ojos aman y odian. Algunas de estas criaturas actúan en farsas, bailan en ballets. Puesto que todas las Artes pierden sus formas naturales y se ven transformadas, transfiguradas, trasplantadas para pasar en un estado magnífico por el escenario: el escenario con el abismo del Infierno enfrente.

“Sensualista” (cito a un crítico), “pero el más profundo de los sensualistas; y, furioso por no ser más que eso, va, en su sensación, hasta el límite extremo, hasta la misteriosa puerta del infinito contra la cual golpea, aunque sin saber cómo abrirla, contrayendo con rabia la lengua en su vano esfuerzo”. Sin embargo, siglos antes que él Dante entró en el Infierno, lo atravesó en su imaginación desde su interminable comienzo hasta su interminable final; volvió a la tierra para escribir, para el espíritu de Beatrice y para el mundo, esa Divina Commedia de la que ciertas mujeres, en Verona, dijeron:

“Lo, he that strolls to Hell and back
At will! Behold him, how Hell’s reek
Has crisped his beard and singed his cheek.”

[Cita del poema Dante en Verona de Dante GabrielRossetti: “¡Miren, el que pasea por el infierno y vuelve / A voluntad! Mírenlo, cómo el tufo del Infierno / Le chamuscó la barba y le tiznó las mejillas”.]

Es Baudelaire quien, tanto en Infiernocomo en la tierra, encuentra que un cierto Satanás mora en corazones modernos como el suyo; que incluso el arte moderno tiene una tendencia esencialmente demoníaca; que el pacto infernal del hombre crece día a día, como si el Diablo susurrase en su oído ciertos secretos sardónicos. Aquí, en tales ambientes satánicos y románticos, uno oye disonancias, las discordancias de los instrumentos en los Aquelarres, los aullidos de la ironía, la venganza de los vencidos.

Transcribo una frase de Gautier sobre Baudelaire. “El poeta de Les Fleurs du Malamaba lo que uno erróneamente llama el estilo de la decadencia, que no es más que el arte llegado a ese punto extremo de madurez que determinan, con sus soles oblicuos, las civilizaciones que envejecen: un estilo ingenioso, complicado, elaborado, lleno de matices y rebuscamientos, que empuja cada vez más lejos los límites del lenguaje, que se nutre de todos los vocabularios técnicos, que toma colores de todas las paletas, notas de todos los teclados, que se empeña en expresar el pensamiento en lo que éste tiene de más inefable y la forma en sus contornos más vagos y elusivos, que escucha, para traducirlas, las confidencias sutiles de la neurosis, las confesiones de la pasión ya envejecida que se deprava y las extrañas alucinaciones de la idea fija que se va volviendo locura”. Añade: “En cuanto a su verso, éste se caracteriza por un lenguaje que ya muestra las venas verdosas de la descomposición, el lenguaje manchado del Imperio Romano tardío, y los complicados refinamientos de la escuela bizantina, forma última del arte griego caído en la delicuescencia”. ¡Véase cuán perfectamente se adecua la frase la langue faisandée al estilo exótico de Baudelaire!

Sin embargo, manchado como está ese estilo de vez en cuando, el hombre mismo nunca estuvo manchado: él, que fue el primero en dar en versos modernos un gusto desconocido a las sensaciones; él, que pintó el vicio en toda su vergüenza; cuyos versos más sabrosos están como perfumados  por aromas sutiles; cuyas pintarrajeadas mujeres son bestiales, estériles, cuerpos sin almas; cuyas Litanies de Satantienen esa fría ironía que sólo él poseía en grado sumo, en esas así llamadas líneas impías que revelan, sea cual sea el disfraz que las cubre, la creencia del poeta en una superioridad matemática establecida por Dios desde toda eternidad, la menor infracción a la cual sufre ciertos castigos, tanto en este mundo como en el próximo.

Puedo imaginar a Baudelaire en sus horas de terror nocturno, desvelado, en la cama de una mujer venal, diciéndose a sí mismo estas palabras del Satanás de Marlowe:

“Why, this is Hell, nor am I out of it!”
[¡Vaya, esto es el Infierno, y yo no estoy fuera de él!]

con acentos de desesperación eterna arrancados de los labios del Archidemonio. Y el genio de Baudelaire, no puedo abstenerme de pensarlo, estaba tan dominado como el de Marlowe, para decirlo con palabras de Lamb, por “vagabundeos por campos a los que la curiosidad tiene prohibido ir, que se acercan al oscuro abismo lo bastante como para mirar en él”.

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Carlos Cámara.

II
Certain of these Flowers of Evil are poisonous; some are grown in the hotbeds of Hell; some have the perfume of a serpentine girl's skin; some the odour of woman's flesh. Certain spirits are intoxicated by these accursed flowers, to save themselves from the too much horror of their vices, from the worse torture of their violated virtues. And a cruel imagination has fashioned these naked images of the Seven Deadly Sins, eternally regretful of their first fall; that smile not even in Hell, in whose flames they writhe. One conceives them there and between the sun and the earth; in the air, carried by the winds; aware of their infernal inheritance. They surge like demons out of the Middle Ages; they are incapable of imagining God's justice.

Baudelaire dramatizes these living images of his spirit and of his imagination, these fabulous creatures of his inspiration, these macabre ghosts, in a fashion utterly different from that of other tragedians—Shakespeare, and Aristophanes in his satirical Tragedies, his lyrical Comedies; yet in the same sense of being the writer where beauty marries unvirginally the sons of ancient Chaos.

In these pages swarm (in his words) all the corruptions and all the scepticisms; ignoble criminals without convictions, detestable hags that gamble, the cats that are like men's mistresses; Harpagon; the exquisite, barbarous, divine, implacable, mysterious Madonna of the Spanish style; the old men; the drunkards, the assassins, the lovers (their deaths and lives); the owls; the vampires whose kisses raise from the grave the corpse of its own self; the Irremediable that assails its origin: Conscience in Evil! There is an almost Christ-like poem on his Passion, Le reniement de Saint-Pierre, an almost Satanic denunciation of God in Abel and Cain, and with them the Evil Monk, an enigmatical symbol of Baudelaire's soul, of his work, of all that his eyes love and hate. Certain of these creatures play in travesties, dance in ballets. For all the Arts are transformed, transfigured, transplanted out of their natural forms to pass in magnificent state across the stage: the stage with the abyss of Hell in front of it.

"Sensualist" (I quote a critic), "but the most profound of sensualists, and, furious of being no more than that, he goes, in his sensation, to the extreme limit, to the mysterious gate of infinity against which he knocks, yet knows not how to open, with rage he contracts his tongue in the vain effort." Yet centuries before him Dante entered Hell, traversed it in imagination from its endless beginning to its endless end; returned to earth to write, for the spirit of Beatrice and for the world, that Divina Commedia, of which in Verona certain women said:

"Lo, he that strolls to Hell and back
At will I Behold him, how Hell's reek
Has crisped his beard and singed his cheek."

It is Baudelaire who, in Hell as in earth, finds a certain Satan in such modern hearts as his; that even modern art has an essentially demoniacal tendency; that the infernal pact of man increases daily, as if the Devil whispered in his ear certain sardonic secrets. Here in such satanic and romantic atmosphere one hears dissonances, the discords of the instruments in the Sabbats, the howlings of irony, the vengeance of the vanquished.

I give one sentence of Gautier's on Baudelaire. "This poet of Les fleurs du mal loved what one wrongly calls the style of decadence, which is no other thing than the arrival of art at this extreme point of maturity that determined in their oblique suns the civilizations that aged: a style ingenious, complicated, learned, full of shades and of rarities, turning for ever backward the limits of the language, using technical vocabularies, taking colours from all the palettes, notes from all the keyboards, striving to render one's thought in what is most ineffable, and form in its most vague and evasive contours, listening so as to translate them, the subtle confidences of neurosis, the passionate confessions of ancient passions in their depravity and the bizarre hallucinations of the fixed idea." He adds: "In regard to his verse there is the language already veined in the greenness of decomposition, the tainted language of the later Roman Empire, and the complicated refinements of the Byzantine School, the last form of Greek art fallen in delinquencies."See how perfectly the phrase la langue de faisandée suits the exotic style of Baudelaire!

Yet, tainted as the style is from time to time, never was the man himself tainted: he who in modern verse gave first of all an unknown taste to sensations; he who painted vice in all its shame; whose most savorous verses are perfumed as with subtle aromas; whose women are bestial, rouged, sterile, bodies without souls; whose Litanies de Satan have that cold irony which he alone possessed in its extremity, in these so-called impious lines which reveal, under whatever disguise, his belief in a mathematical superiority established by God from all eternity, and whose least infraction is punished by certain chastisements, in this world as in the next.

I can imagine Baudelaire in his hours of nocturnal terrors, sleepless in a hired woman's bed, saying to himself these words of Marlowe's Satan:

"Why, this is Hell, nor can I out of it!"

in accents of eternal despair wrenched from the lips of the Arch Fiend. And the genius of Baudelaire, I can but think, was as much haunted as Marlowe's with, in Lamb's words, "a wandering in fields where curiosity is forbidden to go, approaching the dark gulf near enough to look in."




Ovidio y Pedro Sánchez de Viana: Metamorfosis de Narciso

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METAMORFOSIS DE NARCISO
Metamorfosis, Libro III, 402-510

Así fue aquesta Ninfa escarnecida,
Con otras de los montes y los ríos,
Su esperanza amorosa despedida.
Y aun antes con desdenes y desvíos
Menospreció varones, requestado
Con amorosa cara y buenos bríos.
De donde alguno acaso desdeñado,
Las manos a los cielos levantando,
Venganza del agravio ha suplicado.
«Plegue a los altos dioses (dijo), cuando
Estuviere él amando de esta suerte,
De esta suerte se esté desesperando.»
Y fue de tal valor, tan justa y fuerte
La dura petición, que la Fortuna [1]
Desde allí le trató la acerba muerte.
Entre otras fuentes claras había una
Sin cieno, como plata refulgente
Jamás turbada de ocasión alguna.
Ni cabras, ni pastores, ni otra gente,
Ni ramo de algún árbol derrocado,
Ni fiera, ni avecilla, ni serpiente,
Habían aquel lugar encenagado,
Que de una verde hierba se cercaba,
Del licor mantenida, y aquel prado
Una arboleda fresca así guardaba,
Que el agua fría estaba sin sospecha
Del sol, aun cuando en Cancro aposentaba.
Vista la hierba, el mozo en ella se echa,
De la fuente clarísima atraído,
Y mientras que del agua se aprovecha
Para matar la sed, le ha sucedido
Otra mayor, y estando allí bebiendo,
Su vira le ha clavado el dios Cupido.
Estase por sí mismo derritiendo,
Mirando su hermosura, que le asombra.
En el claro licor do se está viendo.
Esperanza vanísima se nombra
Aquello porque el triste está penado,
Porque piensa que es cuerpo lo que es sombra
De verse así se está como abobado,
Y sin poder mudarse está suspenso
Cual estatua de Paros celebrado [2].
De claridad, de luz, valor inmenso,
Notando en sus dos ojos más estrellas
Del estrellado cielo, a lo que pienso.
Las mejillas hermosas, que aun en ellas
No parecía señal de barba alguna,
De suma gracia y en extremo bellas.
Dedos de Baco dignos; no hay ninguna
Duda si los cabellos son hermosos,
Pues son los del hermano de la Luna.
El cuello de marfil, con amorosos
Semblantes, y color que está mezclado
Del blanco y colorado poderosos.
De ver tal hermosura está admirado,
Siendo él el admirable a causa desta,
Y el que desea, siendo el deseado.
El requestado es el que requesta [3],
El que abrasa se quema, y es pedido
El que pide, pregunta y da respuesta.
¡Cuántas veces en vano ha pretendido
Besar la fuente engañadora, y cuántas
En el agua los brazos ha metido
Pensando de hallarse! pero tantas
El miserable amante se ha burlado
Abrazando las aguas claras santas.
No sabe lo que ve, mas el cuitado
Con lo que mira y ve se está abrasando,
Y el error que le engaña le ha incitado.
¿Para qué estás en vano procurando,
Oh necio, conseguir la semejanza
Que con huir te está martirizando?
En lo que ser no tiene tu esperanza
Se funda, y hallarás lo que se espera
Mudado, si hicieres tú mudanza.
Tu imagen, que en el agua reverbera,
Es ésa que te tiene tan rendido
Y te derrite así cual fuego a cera.
Contigo está, contigo aquí ha venido,
Y también partirá sin ningún ruego
Al tiempo que te hubieres tú partido.
Ni cura de comer ni de sosiego
Mirando la figura engañadora,
Y a sí mismo se abrasa con su fuego.
Levántase un poquito, y a la hora
A las cercanas selvas extendiendo
Los brazos, gime y suspirando llora,
Publicando su pena así diciendo:

«Decidme, selvas, pues que sois testigo
De tantos amadores, y habréis dado
Lugar idóneo y apacible abrigo
A más de un deseoso enamorado,
¿A quién fue Amor tan crudo, que conmigo,
Desventurado, mísero, cuitado,
En padecer tormentos compitiese,
Y como hago yo se deshiciese?

»¿En vuestra larga edad habéis sabido
Que hubiese algún amante tan extraño,
Que con tener presente lo que pido,
No puedo remediar mi grave daño?
¿A quién trató jamás así Cupido?
¿Quién enredado estuvo en tal engaño,
Que estando en mi poder lo que yo quiero
Y me agrada en extremo, peno y muero?
»Y porque más extrañamente pene,
Estórbame alcanzar mi dulce intento,
No el ancho mar, ni gran distancia tiene,
Ni fuerte muro o monte mi contento,
Un poco de agua es la que detiene
Los dos que no gocemos el momento
Para ambos de gran gusto a lo que creo,
Pues se parece al mío su deseo.

»Que con semblantes mansos y piadosos
Hacia arriba en el agua va a besarme
Las veces que con besos amorosos
Quiero en las claras ondas emplearme.
¡Cuán poco es lo que impide los gustosos
Contentos que podrían beatificarme!
Quienquiera que tú seas, sal afuera;
.¿Por qué me engañas, di, de tal manera?

»Oh único mancebo en hermosura,
¿A do te vas? ¿por qué de mí rehúyes?
No es digna de huirse mi figura,
Ni parece que tú la redarguyes.
Pues muestras apariencias de blandura,
Y si tomar te quiero, tú no huyes,
Antes hacia la orilla, de allá dentro
Parece que me sales al encuentro.

»Y cuando yo me río, estás riendo,
Y si yo lloro, lloras al momento.
Las señas que hago, tú me estás haciendo,
Y a cuanto entiendo, visto el movimiento
De tu boca hermosísima, diciendo
Me estás dulzuras llenas de contento.
En respuesta quizá de aquestas quejas,
No llega el son, ¡ay triste! a mis orejas.
»Sin duda éste soy yo, ya lo he sentido;
No me burla mi imagen, por mí peno;
Yo enciendo el fuego adonde estoy metido.
¿Qué debo hacer de mí? ¿qué será bueno?
¿Será bueno pedir, o ser pedido?
Hízome pobre el ser de bienes lleno,
Pues mi deseo es a mí gozarme;
De mí ojalá pudiera yo apartarme.

»¿Quién vió jamás deseo semejante?
Querría estar ausente de quien quiero;
Mi pena y mi dolor es tan pujante,
Que en el verano de mi vida muero.
Ni la muerte tal es que a mí me espante,
Pues ha de remediar un mal tan fiero.
Si llevase quien amo de ella palma,
Mas morimos los dos en sola un alma.»

Acabó de decir, y él sin aviso
Tornó a mirar la misma su figura
En la fuente do está su paraíso.
Las lágrimas turbaron su hermosura,
Turbándose las aguas do ella estaba:
Juzgándolo Narciso cosa dura,
Palabras semejantes pronunciaba:

«Espérame, no huyas, pues amarte
Por venturosa tengo y buena suerte;
Cruel, pues no me es lícito tocarte,
Concédeme a lo menos poder verte,
Y mi furor cebar en contemplarte,
Furor que acabará con sólo muerte.»
Y estando en esta angustia fiera y dura,
Por el pecho rasgó su vestidura.
Tornóse el blanco pecho colorado
De golpes, como suele la manzana
Que es blanca, y colorada de otro lado.
O cual la uva al madurar temprana,
En diversos racimos mal madura,
Toma el color de la purpúrea grana.
Y luego que se vio en el agua pura
No pudo más sufrir la pena fiera,
El duro hado y nueva desventura.
Mas como suele hacer la blanda cera
A poco fuego, y suelen las heladas
Al sol de la templada primavera
Derretirse, sus carnes delicadas
Se van con el martirio derritiendo,
De su secreto fuego desgastadas.
El lustre liso, claro y estupendo
Con blanco y colorado ya es perdido,
La fuerza y el vigor se va perdiendo.
El cuerpo por el cual ha padecido
La ninfa Eco, ya se ve deshecho,
Y aun ella se ha, de verle, enternecido.
Y aunque se acuerda bien del duro hecho,
Ninguna vez Narciso ha suspirado
Que no lance suspiro de su pecho.
Ni vez ninguna el mozo desdichado
Con sus manos se dio, que no se diese
La Ninfa, respondiendo al malogrado.
Ni se hallara que alguna vez dijese
«¡ Ay triste! » que de boca de su amada
Palabras semejantes no entendiese.
Mirándose en el agua acostumbrada,
El último hablar que fue entendido
De aquella hermosa boca lastimada,
«¡Ay mozo hermoso en vano tan querido!»
Sonó, pero la Ninfa no se olvida
De haber lo mismo luego referido.
Y cuando dijo «adiós» por despedida,
Replica Eco «adiós», y en el momento
Su cabeza en la hierba fue tendida.
Y dio la muerte fin a su tormento,
Cerrando aquellos ojos admirados
De su mismo señor. Y aun no contento
Que acá fuesen de sí tan maltratados,
Pasando la laguna Estigia estaban
En mirarse a sí mismos ocupados.
Las Náyades y Dríadas lloraban,
Y Eco resonaba al triste acento,
Y el cabello dorado se mesaban.
El fuego se apareja en el momento,
Las hachas y las andas han traído
Con gran dolor y blando sentimiento.
No se halla el cuerpo muerto, y han creído
Que una flor amarilla fue tornado
Que de unas blancas hojas se ha ceñido.
NOTAS de la edición de 1887.
NOTA 1: Ovidio no cita aquí a la Fortuna.
Ad sensit precibus Rhamnusia justis. Rhamnusia, invocada contra Narciso, es Némesis, tomado el nombre de esta diosa de la justicia de una aldea del Atica llamada Rhamnusa, donde la representaba una estatua célebre, obra de Fidias.
NOTA 2: Alude al célebre mármol de extraordinaria blancura que se sacaba de la isla de Paros, en el mar Egeo, empleándole los escultores para las estatuas.
NOTA 3: El verbo anticuado requestar, tomado del latino requirere, es sinónimo en una de sus acepciones de requerir.


Sic hanc, sic alias undis aut montibus ortas
luserat hic nymphas, sic coetus ante uiriles ;
inde manus aliquis despectus ad aethera tollens :
« Sic amet ipse licet, sic non potiatur amato » ! 
dixerat. Adsensit precibus Rhamnusia iustis.
Fons erat inlimis, nitidis argenteus undis,
quem neque pastores neque pastae monte capellae
contigerant aliudue pecus, quem nulla uolucris
nec fera turbarat nec lapsus ab arbore ramus ;
gramen erat circa, quod proximus umor alebat,
siluaque sole locum passura tepescere nullo.
Hic puer et studio uenandi lassus et aestu
procubuit faciemque loci fontemque secutus,
dumque sitim sedare cupit, sitis altera creuit, 
dumque bibit, uisae correptus imagine formae
spem sine corpore amat, corpus putat esse, quod umbra est.
Adstupet ipse sibi uultuque inmotus eodem
haeret, ut e Pario formatum marmore signum ;
spectat humi positus geminum, sua lumina, sidus 
et dignos Baccho, dignos et Apolline crines
inpubesque genas et eburnea colla decusque
oris et in niueo mixtum candore ruborem,
cunctaque miratur, quibus est mirabilis ipse :
se cupit inprudens et, qui probat, ipse probatur,
dumque petit, petitur, pariterque accendit et ardet.
Inrita fallaci quotiens dedit oscula fonti,
in mediis quotiens uisum captantia collum
bracchia mersit aquis nec se deprendit in illis !
Quid uideat, nescit ; sed quod uidet, uritur illo,
atque oculos idem, qui decipit, incitat error.
Credule, quid frustra simulacra fugacia captas ?
Quod petis, est nusquam ; quod amas, auertere, perdes !
Ista repercussae, quam cernis, imaginis umbra est :
nil habet ista sui ; tecum uenitque manetque ; 
tecum discedet, si tu discedere possis !
Non illum Cereris, non illum cura quietis
abstrahere inde potest, sed opaca fusus in herba
spectat inexpleto mendacem lumine formam
perque oculos perit ipse suos ; paulumque leuatus 
ad circumstantes tendens sua bracchia siluas :
« Ecquis, io siluae, crudelius ! » inquit « amauit ?
Scitis enim et multis latebra opportuna fuistis.
Ecquem, cum uestrae tot agantur saecula uitae,
qui sic tabuerit, longo meministis in aeuo ?
 et placet et uideo ; sed quod uideoque placetque,
non tamen inuenio ; tantus tenet error amantem.
Quoque magis doleam, nec nos mare separat ingens
nec uia nec montes nec clausis moenia portis ;
exigua prohibemur aqua ! Cupit ipse teneri :
nam quotiens liquidis porreximus oscula lymphis,
hic totiens ad me resupino nititur ore.
Posse putes tangi : minimum est, quod amantibus obstat.
Quisquis es, huc exi ! Quid me, puer unice, fallis
quoue petitus abis ? Certe nec forma nec aetas
est mea, quam fugias, et amarunt me quoque nymphae !
Spem mihi nescio quam uultu promittis amico,
cumque ego porrexi tibi bracchia, porrigis ultro,
cum risi, adrides ; lacrimas quoque saepe notaui
me lacrimante tuas ; nutu quoque signa remittis
et, quantum motu formosi suspicor oris,
uerba refers aures non peruenientia nostras !
Iste ego sum : sensi, nec me mea fallit imago ;
uror amore mei : flammas moueoque feroque.
Quid faciam ? Roger anne rogem ? Quid deinde rogabo ?
Quod cupio mecum est : inopem me copia fecit.
O utinam a nostro secedere corpore possem !
Votum in amante nouum, uellem, quod amamus, abesset.
Iamque dolor uires adimit, nec tempora uitae
longa meae superant, primoque exstinguor in aeuo.
Nec mihi mors grauis est posituro morte dolores ;
hic, qui diligitur, uellem diuturnior esset ;
nunc duo concordes anima moriemur in una. »
Dixit et ad faciem rediit male sanus eandem
et lacrimis turbauit aquas, obscuraque moto
reddita forma lacu est ; quam cum uidisset abire,
« Quo refugis ? Remane nec me, crudelis, amantem
desere ! » clamauit ; « liceat, quod tangere non est,
adspicere et misero praebere alimenta furori ! »
Dumque dolet, summa uestem deduxit ab ora
nudaque marmoreis percussit pectora palmis.
Pectora traxerunt roseum percussa ruborem,
non aliter quam poma solent, quae candida parte,
parte rubent, aut ut uariis solet uua racemis
ducere purpureum nondum matura colorem.
Quae simul adspexit liquefacta rursus in unda,
non tulit ulterius, sed ut intabescere flauae
igne leui cerae matutinaeque pruinae
sole tepente solent, sic attenuatus amore
liquitur et tecto paulatim carpitur igni ;
et neque iam color est mixto candore rubori,
nec uigor et uires et quae modo uisa placebant,
nec corpus remanet, quondam quod amauerat Echo.
Quae tamen ut uidit, quamuis irata memorque,
indoluit, quotiensque puer miserabilis « eheu »
dixerat, haec resonis iterabat uocibus « eheu » ;
cumque suos manibus percusserat ille lacertos,
haec quoque reddebat sonitum plangoris eundem.
Vltima uox solitam fuit haec spectantis in undam :
 « Heu frustra dilecte puer ! » totidemque remisit
uerba locus, dictoque uale « uale » inquit et Echo.
Ille caput uiridi fessum submisit in herba,
lumina mors clausit domini mirantia formam :
tum quoque se, postquam est inferna sede receptus,
in Stygia spectabat aqua. Planxere sorores
Naides et sectos fratri posuere capillos,
planxerunt dryades ; plangentibus adsonat Echo.
Iamque rogum quassasque faces feretrumque parabant :
nusquam corpus erat ; croceum pro corpore florem
inueniunt foliis medium cingentibus albis.

John Donne y Juan Rodolfo Wilcock: Canción

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SONG

Go and catch a falling star,
Get with child a mandrake root,
Tell me where all past years are,
Or who cleft the devil's foot,
Teach me to hear mermaids singing,
Or to keep off envy's stinging,
And find
What wind
Serves to advance an honest mind.

If thou be'st born to strange sights,
Things invisible to see,
Ride ten thousand days and nights,
Till age snow white hairs on thee,
Thou, when thou return'st, wilt tell me,
All strange wonders that befell thee,
And swear,
No where
Lives a woman true, and fair.

If thou find'st one, let me know,
Such a pilgrimage were sweet;
Yet do not, I would not go,
Though at next door we might meet;
Though she were true, when you met her,
And last, till you write your letter,
Yet she
Will be
False, ere I come, to two, or three.


CANCION

Ve y atrapa una estrella volante; engendra un hijo en una raíz de mandrágora; dime dónde están los años que pasaron, o quién hendió la pata del diablo; enséñame a oír el canto de las sirenas, o a eludir el aguijón de la envidia; y descubre qué vientos pueden mejorar una mente honesta.

Si has nacido para ver extrañas visiones, y cosas invisibles, cabalga diez mil días y sus noches, hasta que la edad nieve canas sobre ti; cuando vuelvas, me contarás las maravillas que te acaecieron, y jurarás que en ninguna parte vive una mujer fiel, y hermosa.

Si encuentras una, házmelo saber: dulce sería semejante peregrinaje. Pero no: yo no iría, aunque debiéramos encontrarnos en la casa de al lado; porque aun si ella era fiel cuando la viste, y lo fue hasta que escribiste tu carta, sabrá ser infiel a dos, o a tres, antes de que yo acuda.


Traducción de JUAN RODOLFO WILCOCK.

T. E. Lawrence y Victoria Ocampo: Poema

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Encontré este poema inédito de T. E. Lawrence al final del manuscrito de Los siete pilares de la sabiduría que se halla depositado en la Bodleian Library de Oxford. A. W. Lawrence, hermano menor de T. E., me autorizó a hacerlo fotografiar para su publicación en SUR. — Victoria Ocampo. Revista Sur, julio-octubre de 1947.


POEM

When you are dead, when all you could not do
Leaves quiet the worn hands, the weary head,
Asking not any service more of you,
Requiting you with peace, when you are dead:

When, like a robe, you lay your body by,
Unloosed at last: —how worn, and soiled, and frayed!
Is it not pleasant just to let it lie
Unused, and be moth-eaten in the shade?

Folding earth’s silence round you like a shroud,
Will you just know that what you have is best:—
Thus to have slipped unfamous from the crowd;
Thus having failed and failed, to be at rest?

Or having not to know? Yet O my Dear,
Since to be quit of self is to be blest
To cheat the world, and leave no imprint here:—
Is this not best?



POEMA

Cuando estés muerto, cuando todo lo que no pudiste hacer
Deje quietas las gastadas manos, la cansada cabeza,
Sin pedir ya de ti servicio alguno,
Recompensándote con paz, cuando estés muerto:

Cuando, como de un traje, te hayas desvestido de tu cuerpo,
Desatado al fin: —¡cuán gastado, manchado y raído!—
¿No es placentero dejarlo simplemente
Sin uso ya, para que la polilla se lo coma en la sombra?

Envolviéndote en el silencio de la tierra como en un sudario,
¿Sabrás entonces que lo que tienes es lo mejor:—
Haberte escurrido así sin gloria de la turba;
Habiendo así fallado y fallado, estar descansando?—

¿O teniéndolo, no lo sabrás? Sin embargo, oh amigo,
Ya que estar libre de sí mismo es alcanzar el cielo,
Hacerle trampa al mundo y no dejar aquí huella alguna:—
¿No es esto lo mejor?


Traducción de VICTORIA OCAMPO.
Revista Sur, julio-octubre de 1947, año XVI.

Ovidio y Diego Mexía de Fernangil: Filis a Demofonte

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HEROIDAS - SEGUNDA EPÍSTOLA

ARGUMENTO DE LA EPÍSTOLA SEGUNDA

Demofonte, hijo de Teseo y de Fedra, volviendo de la guerra memorable de Troya a su patria, ensoberbeciéndose el mar, fue arrojado de la tormenta en Tracia, donde reinaba Filis, hija de Licurgo y Grustumena; la cual, recibiendo benignamente a Demofonte, agradada de su presencia y satisfecha de su valor, se le dio por esposa, para que con su prudencia y ánimo el reino Tracio gobernado y defendido fuese. Siendo, pues, Demofonte sabedor de la muerte de Menesteo, que a su padre Teseo tenía tiranizado el Imperio de Atenas, incitado con el amor del reino, pidió licencia para ir a tomar en él la posesión, prometiéndola de volver dentro de un mes. Fuele concedida, y así con aparato de gente y flota, poseyendo a Atenas, o por no poder componer sus negocios con brevedad, o no gustando de volver a Tracia, olvidado del juramento a su Filis hecho, se detuvo mucho más tiempo del que fue para su vuelta constituido. Filis, viendo pasar cuatro meses, creyendo ser engañada, escribió a Demofonte esta carta, proponiéndole los muchos beneficios que de ella ha recibido: hácele cargo de la fe del matrimonio y juramento hecho en su partida, y afirmando que se dará violenta muerte si se ve de él menospreciada. Tanto ofende la ausencia a los que de veras aman.

EPÍSTOLA SEGUNDA.
FILIS A DEMOFONTE.

Aquélla, oh Demofonte, tu querida
Filis, aquélla que en su reino y casa
Te dio hospedaje un tiempo y acogida:

Al cielo, a ti y al viento, doy sin tasa
Mis quejas, porque el plazo señalado
De tu venida vuela, y huye y pasa.

Tú me juraste que en habiendo dado
El triforme planeta un giro entero
Por el superno curso acostumbrado,

La ancla vería con su diente fiero
De tu nave fijarse en el arena
De este mi Tracio puerto, do te espero.

Cuatro veces la he visto entera y llena,
Y cuatro sin su lumbre; mas no veo
Que tu tornada Ródope se ordena.

Si el tiempo cuentas como yo deseo
(Cuyos relojes somos los amantes),
No dirás que sin tiempo devaneo.

Ha sido mi esperanza, como de antes.
Tibia y dudosa: mas creí (¡qué tarde!)
Lo que daña creyendo a semejantes.

Creo lo que me daña, porque guarde
Las leyes de amadora, y la rabiosa
Llama se muestre que en mis venas arde.

He sido muchas veces mentirosa
Contra mí mesma, en vano imaginando
Que te es contrario el viento y mar furiosa.

También estoy la muerte deseando
A tu padre, en pensar que te detiene,
Y aunque esto es falso, voyme así engañando.

Otro temor con esto al alma viene:
Que cuando das la vela al Hebro ondoso.
Que al mar Egeo feudo le mantiene.

Recelo el viento airado y riguroso
En la agua cana no haya trastornado
La nave tu designio y mi reposo.

Y muchas veces, porque tú (oh malvado)
Salud tuvieras, holocausto he hecho
A los Dioses del reino consagrado.

Muchas veces mirando en mi provecho
Favorables los vientos, y en bonanza
El mar inmenso, se alentó mi pecho.

Y á mí me dije; si salud alcanza
Demofonte, verná; si vive, espero
Que en su palabra y fe no habrá mudanza.

En fin mi amor constante y verdadero
Excusas finge, y yo, por haber sido
Ingeniosa en excusarte, muero.

Ausente estás despacio, y no han querido
Las deidades volverte a quien juraste.
Ni vuelves tú de nuestro amor movido.

¡Ay Demofonte! cuando te ausentaste.
Las velas y palabras diste al viento,
Y en ambas a dos cosas me engañaste.

Las velas no dan vuelta; el juramento
Y te salieron falsos, porque hubiese
Causa de me quejar al firmamento.

Dime: ¿qué hice en que pesar te diese
(Sino es como imprudente y necia amarte),
Por cuya causa yo desmereciese?

Maldad hice, y muy grande, en hospedarte;
Mas esta mi maldad para las gentes
De mérito y virtud alcanza parte.

¿Adonde están agora las urgentes
Promesas, juramentos, lealtades,
Y otras mil ceremonias con que mientes?

¿Dónde el darme tu diestra, y las deidades
Infinitas de Dioses que traías
Para dar apariencia a tus maldades?

¿Adónde el Himeneo que decías
Que había de gozar por tiempo largo?
¿Por firme esposo a quién me prometías?

Tú lo juraste por el mar amargo,
De tu partida y vuelta fiel testigo;
Mas en la vuelta entiendo que me alargo.

Juraste por tu abuelo (aunque yo digo
Que debe ser fingido, e imaginado
Por te mostrar en todo mi enemigo);

El cual dices que estando el Ponto airado
Por la fuerza del viento, lo sujeta
Con sumo imperio, y vuelve sosegado:

Por Venus, por el arco y la saeta
De Amor, y por la llama rigurosa
Que me consume con virtud secreta.

Por la alma Juno, a Júpiter celosa,
Que a justos desposorios, y propicios
A los Dioses preside como Diosa:

Por los santos y ocultos sacrificios
A Ceres dedicados, y ofrecidos
Con alta pompa y místicos oficios.

Si estos Dioses quisiesen ofendidos
Tomar venganza en ti, no eres bastante
A pagar tantos yerros cometidos.

¡Ay qué furiosa, y en tu amor constante.
Las naves rotas renové en que fueses,
Y burlases de mí, cual de ignorante!

Dite los remos con que más huyeses;
Mas ¡ay! que las heridas siento dadas
Con las armas que di con que las dieses.

Creí tus dulces, blandas regaladas
Palabras, que en tu falsa lengua tienes,
Y a las deidades ínclitas juradas.

Creí la clara estirpe de a do vienes,
Y el fingido llorar con que se ofende
Mi firmeza, y la fe que no mantienes.

¿Este llorar fingido a do se aprende?
¿Enséñase esta ciencia, o va por arte
Llorar cuando uno defraudar pretende?

¿De qué sirvió en mil trazas desvelarte
Para engañarme? que muy bien podías
Verme engañada sin afán costarte.

No me fuerza a mostrar las quejas mías
En esta carta, ver que te di puerto.
Reparando las naves que traías;

No el hospedarte con el pecho abierto
De caridad, pues mi valor en esto
Al mundo todo ha sido descubierto.

Lo que lastima al alma es, que supuesto
El matrimonio, que conmigo uniste
Tú como torpe, bruto y deshonesto:

El amor en deleite convertiste,
Y dándome tu fe por verdadera,
De mi pureza el fruto y flor cogiste.

La noche antes de aquella yo quisiera
Que fuese el fin dichoso de mi vida,
Porque Filis honesta así muriera.

Yo esperé lo mejor mal advertida,
Porque entendí que por mi dulce hospicio
Te mereciese, y fuera agradecida.

Pero toda merced y beneficio
Del mérito procede, y procediendo
Justa paga me das, pues purgo el vicio.

No es gloria, no es hazaña irte, riendo
De una doncella que olvidó su daño.
Tus palabras y término creyendo.

Porque de esta creencia el modo extraño
(Por mi simplicidad) más era dino
De favor y de premio, que de engaño.

Engaño fue de quien te amaba, ¡indino!
Y si de tus palabras fui engañada.
Como a niña y amante el mal me vino.

Los Dioses hagan esta empresa honrada,
El remate, la suma, el sello, el resto
De cuanta gloria tienes alcanzada.

Y como victorioso en medio puesto
De tu ciudad, te halles ilustrado.
Siendo este caso a todos manifiesto.

Permita el santo cielo, y quiera el hado,
Que entre los altos títulos y honrosos
De tu padre, este hecho esté fijado.

Porque cuando se miren sus famosos
Hechos, cómo dio muerte al cruel Procusto,
A Sino y a Scirón facinerosos;

Y al toro concebido en acto injusto,
Y el vencer los Tebanos, y las fieras
De formas dos y de valor robusto;

Y cómo entró por fuerza en las severas
Moradas de Plutón, y amedrentadas
Dejó las tres disformes compañeras;

Después de estas hazañas celebradas,
Tu estatua esté de bronce o mármol puro,
Y al pie de ella estas letras esmaltadas:

«Este es aquel traidor, este el perjuro,
Que engañó a Filis, porque advenedizo
Le dio hospedaje amplífico  y seguro.»

De todos cuantos hechos obró e hizo
Tu padre, solamente el del engaño
De Ariadna a tu ingenio satisfizo.

Lo que solo te excusa es, que en el daño
Imitas a tu padre y en traiciones;
Siendo su hijo al mal y al bien extraño.

Ella (mas no la envidio) en las regiones
Celestes goza de mejor marido.
Sentada sobre tigres o leones.

A mí los Tracios han aborrecido,
Y mi consorcio huyen, alegando
Que a ellos un extraño he preferido.

Otros dicen, que Atenas navegando,
Dejé mis reinos en dominio ajeno,
Mis hechos por el fin abominando.

Mas de suceso próspero y ameno
Al gusto, aquel carezca que juzgare
Las obras por el fin o malo o bueno.

Cuando este mar de espuma se poblare
De tus remos herido, y mi bahía
Tus naves y galeras sustentare;

Entonces se dirá que la fe mía
Miró por sí, por mí, y aun por los míos,
Haciendo en me casar lo que debía.

Pero ni yo advertí mis desvaríos.
Ni más verán mis reinos tu tornada,
Ni recrearás tus miembros en mis ríos.

Ante los ojos traigo retratada
La bella vista de aquel punto, cuando
De este puerto salir quiso tu armada;

Y acuérdome que entonces apretando
Mi cuello en torno, diste mil abrazos
A la que (oh falso) estabas engañando.

Y por prenderme en más sutiles lazos,
Süave y dulcemente me besabas,
Teniéndome ceñida con tus brazos.

Las lágrimas fingidas que llorabas
Al caer se mezclaban con las mías.
Mientras al viento próspero increpabas.

También dijiste, ya que te partías;
«Espera, espera (oh Filis) a tu esposo,
Pues no ha de tardar más de treinta días.»

¿Esperaré, cuitada, al que gozoso
Para no verme más de aquí partiste?
¿Esperaré a un ingrato, a un alevoso?

¿Esperaré las naves en que fuiste?
Digo las naves, a quien es negado
Sulcar este mi mar, por do huiste.

Mas aunque tardes más de lo tardado,
Al fin espero, porque tu fe ha sido
Violada sólo por el viento airado.

Pero ¿qué digo? ¡ay triste! detenido
Con otra esposa estás, ya la engañaste
Con amor que tan mal me ha socorrido.

Después que no te miro y te ausentaste.
Otra Filis bien sé que no has hallado.
Ni por Filis ni Tracia preguntaste.

Pues Filis soy que a Demofonte he dado
Puerto, hospedaje y bienes con largueza.
Viniendo por el mar desbaratado.

Prosperé con tesoros tu pobreza,
Y viniendo mendigo, te di dones
Con pecho generoso y con franqueza.

Soy quien del gran Licurgo las regiones
Te di, que por ser sola y mujer, temo
No poder gobernar tantos varones.

Corren mis reinos hasta do lo extremo
Del empinado Ródope pluvioso
Se descubre, y demuestra al fértil Emo.

Y adonde el Hebro sacro presuroso
Se arroja al mar con curso tan ligero,
Que con él es el Bóreas perezoso.

Aquélla soy de quien quitó primero
La cinta virginal tu falaz mano
Con infelice y desastroso agüero.

Al derredor del tálamo inhumano
Aulló la Tisifone, miserable
Presagio al mal que estaba ya cercano.

Y la ave errante con su vuelo instable,
Enemiga de luz, en mi morada
Turbó el aire con canto detestable,

Aleto estuvo allí la mal peinada.
De víboras poblada y de fiereza.
Con lumbre de sepulcros usurpada.

Yo agora algunas veces la maleza
De mi ribera herbosa huello, y piso
También los riscos de mayor alteza.

Y cuando por las ondas hace viso
El sol, y se levantan los vapores
Que convierten la tierra en paraíso;

O cuando son las sombras ya mayores,
Y las estrellas y astros resplandecen.
Miro cuál viento mueva el mar, las flores

Y viendo que de lejos aparecen
Velas, que son las tuyas imagino,
Que al cielo y a mis ruegos obedecen.

Con esto al mar estrecho me avecino.
Que apena aquellas aguas me detienen
Que arroja la resaca en el camino.

Y cuanto más en breve al puerto vienen
Las naves, mas en breve desfallezco.
Viendo que a ti en sus tablas no sostienen.

Hay un seno de mar en arco hecho,
Y en sus extremos dos peñascos altos,
Altos para mi daño y tu provecho.

De aquí mis miembros de paciencia faltos
Han propuesto mil veces libertarse
Con un salto de tantos sobresaltos.

Han querido en el mar precipitarse,
Y según mi esperanza desespera,
Al fin han de venir a despeñarse.

Las ondas me echarán a tu ribera.
Desnuda me verás y no enterrada,
Y muerta como amante verdadera.

Y si es tu alma más que nieve helada,
Y aunque en tu obstinación estés más firme
Que bronce, que diamante, o fiera airada.

Dirás al tiempo y punto de cubrirme
Con tierra en el sepulcro: —Oh Filis mía.
No estabas obligada así a seguirme.

Muchas veces apruebo que sería
Justo librar al alma de embarazos
Con veneno, con hierro y osadía.

Otras propongo de apretar los lazos
A mi infelice y temeroso cuello,
Que tú ceñiste con aleves brazos.

En fin, ya estoy determinada en ello,
Y porque te conozcan por aleve,
Esto se escriba en mi sepulcro bello:

«El huésped Demofonte, amante leve,
A Filis, que lo amó siendo él tirano,
Dió con larga esperanza muerte breve:

El dio la causa, y ella dio la mano.»

Virgilio y Miguel Antonio Caro: Géorgicas. Libro II

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GÉORGICAS. LIBRO SEGUNDO.

Hasta aquí de los campos la cultura
He cantado, y del cielo las estrellas.
Ahora a ti cantaré, Baco, y contigo
Los silvestres arbustos, y la prole
De la tarda en crecer, plácida oliva.
Ven, ¡oh Padre Leneo! De tus dones
Todo aquí lleno está, todo te ríe:
Cargado con las dádivas de otoño
Aquí el campo florece, y la vendimia
Hierve, y sobre los bordes se derrama,
Ven, ¡oh Padre Leneo, y olvidando
El severo coturno, ven conmigo
En mosto nuevo a hundir los pies desnudos.

En modos diferentes, lo primero,
Por virtud natural las plantas brotan.
No de humanas industrias obligadas,
Mas por sí vienen unas, y a lo largo
Campos invaden y errabundos ríos:
Así el ligero mimbre, y las flexibles
Retamas; así el álamo, y el sauce
De verdicanas hojas coronado.
De yacentes semillas nacen otras;
Los castaños erguidos,
Y el ésculo, gigante de los bosques,
A Jove dedicado, y las encinas,
Cual oráculos ya de Grecia honradas.
Otras por la raíz se multiplican
En densa muchedumbre de renuevos:
Olmos, cerezos, y el laurel de Apolo,
Que tierno se alza a la materna sombra
Del tronco protector. SabiaNatura
Desde era inmemorial por modos tales
Al nacer de los árboles preside,
Cuantos la tierra pueblan,
Agrestes selvas y sagrados bosques.

Allende de esto hay árboles que trajo
Oficiosa experiencia a su servicio.
Uno en surcos renuevos deposita
Que a la cepa matriz su mano saca;
Otro ramas entierra,
Ya trozo herido en cruz, ya aguda estaca.
Tal árbol hay montés, que si rastreros
Los vástagos le encorvas, toma creces,
Y gozoso propaga
Hijuelos vivos en su propia tierra.
No piden otros árboles raíces,
Y viose al podador sembrar mil veces
Puntas de ramas, y brotar felices;
Y mil veces también (aunque imposible
Referido parezca) por pedazos
Plantose un tronco, y germinar fue vista
La olivosa raíz del seco leño.
Y de un árbol los ramos,
El ordennatural violando impunes,
En los de otromudarse contemplamos:
Trocadas peras el manzano injerto
Por suyas muestra, y al cornejo duro
Ves de ciruelas rojear cubierto.

¡Ea, pues, labradores! de esta suerte
Ásperos frutos suavizar es dado:
No las tierras dejéis en ocio inerte,
Estudiad de las plantas los cultivos:
Viñas cubran el Ismaro sagrado,
El gran Taburno revestid de olivos.

Mas ya en piélago abierto suelta el ala,
Y en la empresa que arrostro a darme aliento
Acude ¡oh tú, de mi pobreza gala,
Y por título justo, gran Mecenas,
Parte preciosa de la fama mía!
Noel emprendido asunto
En pobres versos apurar intento;
No si cien voces yo, si lenguas ciento
Tuviese, y férrea voz, lo intentaría.
Ven, y rayendo la vecina playa,
Tierra a tierra boguemos. Y no temas
Que yo cantando a entretenerme vaya
En largo exordio y fabulosos temas.

Arboles que en los montes
A gozar de la luz y de la vida,
Por sí mismos del suelo se levantan,
Frutos no ofrecen; mas en cambio bellos
Y valientes se ostentan, que Natura
Vivificó sus gérmenes. Y aun ellos,
Si con otros se injertan por ventura
O en bien mullidas hoyas se trasplantan,
Depondrán sus selváticas maneras,
Y a fuerza de cultura y de cuidados,
Irán con giro dócil a los grados
De perfección a que llevarlos quieras.
Los que estériles yacen
En extremas raíces sustentados
También prosperarán si se traspasan
A escampado plantel; que en mustia alfombra
Las hojas altas y maternos ramos
Con humillante sombra
El fruto impiden, o al brotar le abrasan.
Suben con melancólica tardanza
Los árboles que nacen de simientes;
Al sembrador conceden la esperanza,
La sombra a sus remotos descendientes.
¡Cuántas veces en ellos
Olvidando la fruta los suaves
Antiguos jugos, decaer la vimos!
¡Cuántas veces la vid se dio a las aves
Villana presa en míseros racimos!
Así todos los árboles requieren
Labor constante, educadora mano
Que haga mercedes y tributos cobre.
Mas de rama mejor prende la oliva,
Y de mugrón las vides
Mejor se extienden, y de estaca dura
Se alza el mirto gentil que en Pafos priva.
Plántanse de postura
El robusto avellano, el fresno ingente.
El tronco umbroso que corona a Alcídes,
Y del Dios de Caonia las encinas,
Y el ardua palma, y el abeto osado
Que baja a ver el ponto y sus ruinas.
Tal vez injerto el áspero madroño
Se viste de nogal; ni es caso extraño
Que manzanas el plátano infecundo
Hermosísimas rinda, o del castaño
Ornato para sí las hayas tomen;
¡Tanto el arte alcanzó! Silvestre fresno
Del peral con las flores encanece,
Y los cerdos tal vez bellotas comen
Que sacudido el olmo les ofrece.

Ni ya ingerir e inocular son uno;
Pues o bien, donde en medio a la corteza,
La delgada película impeliendo
Brotan las yemas, en el nudo mismo
Harás breve incisión, y allí la yema
Asentarás de otro árbol, con tal arte
Que al jugoso patrón prospere unida;
O troncos lisos cortarás, y grieta
Honda con cuñas en el leño abriendo,
Fértil púa hincarás. No habrá pasado
Largo tiempo, y al cielo árbol ingente
Ya con ramos espléndidos se eleva,
De sus recientes frondas admirado
Y de los frutos que prestados lleva.

Natura misma varïar de arreo
Concede a cada tipo: el olmo fuerte,
Y sauce, y loto, y el ciprés ideo,
No son todos doquiera de igual suerte.
También semblantes muda el pingüe olivo;
Que éste verás redondo, aquél picudo;
Otro la amarga Pausia rinde esquivo.
Libertad no menor en los manzanos
Hay, y en cuantos frutales
Cultivó en sus jardines Alcinoo:
Cuál árbol Sirias peras, o Crustumias,
Cuál las Volemias brinda, al puño iguales.
Ni es una la vendimia
Que aquí de nuestros árboles pendiente
Orgulloso contemplo, y la que coge
De la Metimnia vid la lesbia gente.
Mira: pámpanos Tasios en ligera
Tierra se nutren, y en asiento fuerte
La alba vid Mareótica prospera:
Y la uva Psitia sazonado vino
Cela, herida del sol; mientras la breve
Leporaria destila el jugo fino
Que enreda lengua y pies a quien lo bebe.
Tampoco a las purpúreas la voz mía,
Ni a vosotras, tempranas, callar debe.
¿Mas con qué dignos versos osaría
Tu excelencia decir, Rética uva?
No tanta que a igualarse tuambrosía
Con las riquezas de Falerno suba.
¿Y qué la Amínea casta,
La de vinos que nunca desmerecen,
A quien el rico Tmolo y el Faneo,
Rey de viñedos, homenaje ofrecen?
¿Qué la Argitis menor, con quien ninguna
En fluyente abundancia y larga vida
Osara competir? Prestar te veo,
Rodia, a los Dioses libaciones gratas
En medio del festín; y tú, Vacuna,
En hinchados racimos te dilatas.
Mas de vides y vinos
¿Quién dirá las especies, quién los nombres?
Cuento no tienen, ni apreciarlo importa;
Que si inquirirlo esperas,
Las arenas también sabrás que a solas
El Céfiro remueve entre bajíos
En el líbico mar; sabrás las olas
Que mueren en las jónicas riberas
Cuando el Euro sacude los navíos.

Mas no en todos los climas
Hacen todos los árboles morada:
Trata el sauce los ríos;
Ceñir densa laguna al olmo agrada;
Arraiga el fresno en escabrosas cimas;
El tejo el Bóreas ama, ama los fríos;
Gozosos mirtos en las playas crecen,
Y tus racimos, Baco,
Despejadas colinas apetecen.
Mira el orbe en sus últimas regiones
Avasallado a la cultura; mira
Ya el Árabe y sus tiendas orientales,
1 Ya el pintado Gelono. Cada planta
En su alindado reino se levanta.
Sola el ébano negro la India envía;
De la gente Sabea
La vara es propia que el incienso cría.
Ni olvidará mi canto
El bálsamo divino que gotea
De los fragantes leños; ni las gomas
Del florecido, vividor acanto.
¿O los bosques diré del Etïope
Con suavísimas lanas blanquecinos,
Y cómo a sus florestas
Peinan los Seres los vellones finos?
¿Diré las selvas que en su fértil seno
Con quien límites parte el Oceano,
Final región del mundo, India sustenta?
No hay recuerdo de flecha voladora
Que el tope de sus árboles sublime
Venciese disparada
(Ni secretos del arco el Indo ignora).
La de largo sabor e ingratos zumos
Vivificante cidra, el Medo exprime:
Antídoto entre todos soberano,
Ella acude y redime
Humanas vidas al letal veneno,
Si con hierbas y mágicas palabras
La copa emponzoñó madrastra impía.
Es el prócero cidro en su figura
Semejante al laurel; si no esparciera
Su privativo olor, laurel sería:
No lo desnuda el viento;
Tenaz la flor como las hojas dura;
Quita a las bocas enfermizo aliento,
Ancianos pechos de fatigas cura.

Mas no los Medos con sus selvas ricos,
No el Ganges bello, y turbio el Hermo de oro
No Bactria, no los Indos, no Pancaya
Con arenas de incienso envanecida,
Osen a Italia disputar sus glorias:
Italia, a quien el seno
No con la reja revolvieron toros
Que por la ancha nariz llamas despiden
Y a dientes de dragón la tierra mullen;
Mies de guerreros no espigó sus campos
Con duros yelmos y apretadas picas:
No; mas ¿ves cuál abunda
En llenas mieses y suaves vinos,
Cuál olivos la alegran y rebaños?
Allá erguido campea
El guerrero corcel: acá, bañadas
Frecuentes veces en tu sacro río,
Miro albas reses, y el fornido toro,
Cabeza de las víctimas, Clitumno,
Que romanas conquistas
Condujeron en triunfo al Capitolio.
Eterna, primavera, aquí floreces;
Mitiga ajenos tiempos el estío;
Dos veces cada un año
Prole anuncian las hembras del rebaño;
Y da sus pomas el frutal dos veces.
No aquí rabiosos tigres, de leones
La raza maldecida aquí no prueba;
Ni vegetal ponzoña, al que en el campo
Hierbas cogiendo va, traidora engaña;
No rastrera en enormes vueltas gira,
Ni en tanto espacio como en lueñes tierras
Cierra la sierpe su escamosa espira.

Contempla luego, y mira
Tanta egregia ciudad, tanta obra insigne;
Tantos castillos, fábrica del hombre,
Acumulada piedra sobre piedra,
Que dan temor; y las corrientes aguas
Que viejos muros sojuzgadas lamen.
¿O el mar diré que a un lado y a otro lado
La Patria ciñe? ¿Tantos lagos bellos?
¿A ti, príncipe entre ellos,
Lario, o a ti, que al férvido Oceano
En olas y fragor, Benacio, copias?
¿O cantaré los diques, del Lucrino
Las allegadas moles; y el furioso
Rugir del mar, por donde la onda Julia
Lejos retumba al ímpetu del ponto,
Y el Tirreno agitado
Hierve, y las fauces del Averno invade?
Tierra en todo fecunda,
Venas de argento y cobre Italia encierra,
Y en oro bullidor su seno abunda.
Y ella hijos fuertes a sus pechos cría:
Los Marsos, las sabélicas legiones,
El sufrido Ligur, el Volsco armado
De dardo invicto; Marios ella y Decios
Brota, grandes Camilos, Escipiones
Nacidos a la guerra; y madre es tuya,
Oh César soberano!
Que hoy triunfante en las últimas regiones
Del Asia, haces que el Indo tiemble, y huya
De las almenas del poder romano.
¡Salve, madre feliz, de mieses rica,
Rica en hombres de pro, Saturnia tierra!
¡Salve! En tu honor mi voz y mi deseo
A las artes agrícolas levanto
Que celebraron las antiguas gentes;
El sello rompo de las sacras fuentes,
Y las lecciones del anciano ascreo
Por las romanas poblaciones canto.

De los terrenos ya las condiciones,
La fuerza, el modo, la color veamos
Que cuadran a sus varias producciones.
Tierras ingratas, ásperas colinas
Donde estéril arcilla y piedras yacen
En espinoso lecho,
A la oliva vivaz que ilustra Palas,
Acogen, y en servirla se complacen.
Aquellas son donde de trecho en trecho
Acebuches hallares, y esparcido
El suelo vieres de silvestres bayas.
Mas tierras pingües, las de hinchado seno,
Que embeben dulce humor, y hierbas brotan,
Cuales solemos en los huecos valles
Que hacen los montes, contemplar, a donde
Arroyos de las cumbres desatados
El fertilizador légamo arrastran;
Campos que al Austro caen, y el helecho,
Al corvo arado aborrecible, crían,
Riquísimos viñedos
Cultivados darán. En campos tales
Crecen las uvas que el licor gotean
Con que el oro tal vez de nuestras copas
Teñir usamos, cuando a par del ara
Su flauta de marfil sopla el obeso
Etrusco; cuando vamos
Las entrañas de víctimas, que humean,
En fuentes a ofrendar que dobla el peso.
Luego, si en ti el amor de los ganados
Mayores vence, y quieres tus novillos
O las cabras guiar y corderillos
Cuyos dientes agostan los sembrados,
Responderán los bosques y lejanas
Comarcas de Tarento a tus deseos;
O acampos ve cuales perdió infelice
Mantua inocente, la que cisnes nutre
Émulos de la nieve
En las herbosas orlas de su río:
Allí aguas puras y abundoso pasto
Tendrá tu grey, y del verdor el gasto
En largos días, repondralo, en breve
Callada noche, el gélido rocío.

Tierras negruzcas que fecundo seno,
Hondo entrando el arado, manifiestan,
Tierras muelles y fofas
(¿Ni qué más a imitar la reja aspira?)
Campo de trigos son. No de otro alguno
Tantos volver verás a la alquería
Carros tirados de calmosos hueves.
Ni menor prez merece el suelo en donde
Reinaba bosque secular, y luego
Vino el cultor, y con airadas manos
Postró la estéril pompa, y los antiguos
Palacios de las aves
Arrancó de raíz. Ellas dolientes
Álzanse huyendo en la región vacía.
¿Qué ves? Campo de escombros. Ya la reja
De esperanza le viste y de alegría.
Ni a cascajosas cuestas
Que apenas a la abeja voladora
Humildes casias y romero ofrecen;
Ni a la toba escabrosa, ni a la greda
Que negros roen los quelidros, pidas
Fruto jamás; mudas decir parecen:
«No hay campo que también como éste pueda
Dulce sustento dar, corvas guaridas
A las serpientes.» Tierra, en fin, que exhala
Tenue niebla, volátiles vapores,
Y humor bebe y le suelta si le place;
Tierra que de perpetua verde gala
Con no prestadas gramas se reviste,
Y a útil hierro no afea
Con salitroso orín o moho triste,
Alegres vides tejerá a tus olmos,
O cubrirá de frutos tus olivas,
Y, propicia al ganado
Y dócil al arado,
Esclava la tendrás si la cultivas.
Tales los campos son de quien tributo
Capua recibe, que en riqueza abunda:
Tales los que al Vesabio mal seguros
Ciñen en torno, y los que Clanio inunda;
De Acerra infausto a los yermados muros.

Tiempo es ya que mi voz te enseñe el modo
De catar los terrenos. El que exploras
Mira si es grueso asaz o tal vez flaco;
Que uno es propicio al pan, otro a las viñas;
Ceres prefiere el denso; el flojo, Baco.
Sitio elija, ante todo,
Tu mirada sagaz: abrir ordena
Hondo un hoyo de sólidas paredes,
Y en él vaciando cuanto de él sacares,
Tus pies igualen los rehenchidos bordes.
Que si te falta arena,
Tierra aquella es delgada,
Cimiento a la alma vid, pasto a las greyes;
Mas si ella misma a su nativo asiento
Volver repugna, y, la oquedad colmada,
Aun sobra, campo es grueso, do anunciarse
Terrones pingües ves y surcos dobles;
Árale ufano con robustos bueyes.
Tierra salobre y la que amarga nombran
No es para siembras adecuada. En balde
El arado a domarla probaría;
En ella sienten generosas vides .
Su sangre empobrecerse; allí las pomas
Su fama pierden. Suelo tan menguado
Reconocer te es dado
Si del humoso campesino techo
Cestos de mimbres aprestados tomas
O coladeros de lagar: en ellos
Con la indiciada tierra
Mezcla a colmo agua dulce de una fuente:
El líquido impaciente
Huye, y los mimbres gruesas gotas bañan:
El paladar consulta: manifiesto
El amargo al sentido,
Triste hará al catador torcer el gesto.

Oye últimos indicios:
Tierra pingüe será la que se pega
A los dedos cual pez mientras se estrega,
No así la que se escurre en polvo vano.
Hierbas la húmida cría
Altas, y en vicio engañador abunda.
¡Ay, a los Cielos plega
Que en su brote primero, en demasía
No se me ostente mi heredad fecunda!
Si es tal tierra liviana o grave, el peso
No tarda en descubrirlo; ojo avisado
Dirá si es prieta o de color distinta.
Mas ¡cuán difícil es mostrar si un campo
Guarda malvado frío en sus entrañas!
Sólo el pino silvestre y las negrales
Hiedras, a veces, y nocivos tejos,
Dan de tan triste, condición señales.

Ya el terreno explorado,
Aun falta el campo apercibir; aún falta
Con hoyas barrenar los grandes montes,
Y mantener al Aquilón expuestos
Los revueltos terrones, mucho antes
Que en el sitio adoptado
La alegre tribu de las vides plantes.
El de friable seno
Es a las viñas óptimo terreno:
Cuidan darle sazón vientos y heladas,
Y el cavador robusto,
Trastornando sus fértiles yugadas.
Mas aquel labrador que de prudente
Nunca el nombre desmiente,
Nueva industria medita, y el terrazgo
En que ordenadas traspondrá las vides,
Semejante le elige al que primero
Cual nativo las plantas ocuparon,
Porque al tierno sarmiento
No duela el cambio del materno asiento.
Y hállase quien señale
Del cielo la región, en la corteza
Del árbol que traslada,
Y, todos cual crecieron, orientada
Esta parte al calor austral, aquella
Al Septentrión mirando, fiel dispone
Que hábil mano las leyes no atropella
Que en años tiernos la costumbre impone.

Temprano considera
Si debes en los cerros, o en el llano,
Colocar tu viduño. ¿Campo es grueso,
Y pingüe tierra? Sembraraslo espeso;
Que en trabado plantío
No menos liberal Baco prospera.
¿O es desigual terreno en que se empina
Una y otra colina?
Siémbralo entonces con mayor holgura;
Mas, a cordel los árboles plantando,
Nunca los saques de la usual figura,
Y a cerrarla concurra cada hilera.
¿Quién vio tal vez cuando en marcial alarde
A lid apercibida, sus cohortes
Despliega una legión? Los combatientes
En ordenadas haces se adelantan,
Y el campo ocupan, que ondear parece
Con el vivo lucir de los aceros:
No ha estallado el conflicto; aúnen silencio
Marte indeciso por los cuadros vaga.
Tus vides de esta suerte
A iguales trechos pon en rectas calles;
No tanto por la bella perspectiva
Que al ánimo dará vano contento,
Mas porque así la tierra equitativa
Vitales jugos distribuye, y pueden
Libres los ramos dilatarse al viento.

De los hoyos la hondura
Acaso aguardas que mi voz te diga.
La vid, somera yo sembrar no dudo:
Más profundo en la tierra
Y más secreto el árbol alto aferra;
Sobre todos el ésculo, que cuanto
El cielo hiere con su copa altiva,
Con raíz honda en el averno estriba.
Ni horrísona tormenta,
Ni lluvia impetuosa le derriba:
Él las generaciones de los hombres
Contempla renovarse, y victorioso
Ve los años pasar, los siglos cuenta:
A un lado y a otro lado
Sus brazos de gigante retorciendo,
En torno de su basa el campo escombra,
Y en su centro firmísimo asentado,
La majestad sostiene de su sombra.

No miren a Occidente
Tus vides; avellanos no se pongan
Entre ellas; ni eminente
Sarmiento elijas, ni en la cima vayas
Las plantas a tomar, sino en lo bajo;
¡Que el amor de la tierra tanto vale!
Con embotado hierro los pimpollos
No toques; y en tus vides
Troncos no mezcles de silvestre olivo;
Que a veces, descuidados los pastores,
Saltó lampo de fuego, que furtivo
En la pingüe corteza se cautela;
Y luego más activo
Ciñe el tronco, a las altas hojas vuela,
Y a cielo abierto resplandece y brama:
Ya va de rama en rama
Triunfante, y la alta copa señorea;
Sobre el bosque de vides se derrama,
El resinoso pasto le embravece,
Y a la región vacía
Espesas nubes de su seno envía.
¡Y qué, si la tormenta
Envuelve a los sembrados, y en sus alas
Al incendio recibe y lo acrecienta!
No el abrasado campo los felices
Sarmientos ornarán de nuevas galas:
Que, agostados los jugos y raíces,
Sólo, padrón aciago,
El acebuche sus amargas hojas
Tiende infeliz sobre el común estrago.

Nadie, aun sabio muestro, te persuada
A remover la tierra
Cuando boreales soplos la endurecen;
Que el temporal la cierra
Entonces con el hielo, y la plantada
Simiente oprime, y la raíz no aferra.
Sazón propicia de sembrar las vides
Te dará la purpúrea primavera,
Cuando con blancas alas torna el ave
Que las largas culebras aborrecen;
Y del otoño los primeros fríos.
Cuando, huyendo el verano,
Rápido el sol no toca todavía
Con sus corceles al hibierno cano.
¡Oh, cómo es dadivosa
La primavera a bosque y selva umbría!
A su influjo la tierra hinche su seno
Y a geniales semillas lo abre ansiosa:

El Éter, padre omnipotente, entonces
En lluvia fecundante
Baja al regazo de la alegre esposa;
Le envuelve el cuerpo inmenso, inmenso él mismo,
Y los principios de los seres cría.
Trinan en la floresta
Alados coros, y en preciso día
Juegos de amor renuevan los ganados.
El campo sus tesoros manifiesta,
Y el césped se desata
A los soplos del Céfiro templados;
Tierno humor en los prados se dilata.
Las flores sin recelo
Al nuevo sol esperan cortesano;
Y el pámpano del Austro soplo insano
No teme ya, ni que barriendo el cielo
En lluvia el aquilón súbito rompa;
Antes abre sus yemas, y despliega
Todo el alarde de su hojosa pompa.

No creo que otros los tempranos días
Fueran del universo, ni otra fuera
Su ley original: primaverales
Tiempos fueron; hermosa primavera
Señoreaba el mundo, a quien el Euro
No ofendía con hálitos glaciales,
Cuando la luz primera
Bebieron los ganados, cuando el hombre
Holló, férrea, progenie, el duro suelo,
Y de fieras los montes se erizaron,
Y brillaron estrellas por el cielo.
Ni adelantado habría el orbe infante
Su desenvolvimiento laborioso,
Si no hubiese tan grande paz doquiera,
Y promediando la calor y el frío,
La divina piedad no le valiera.

Y luego, cualesquiera
Plantones que en las hoyas estrechares,
Esparce abono fértil, y con mucha
Tierra los cubre,o piedras absorbentes
En torno siembra y escamosas conchas:
En libre giro pasarán entre ellas
Líquidas aguas, hálitos sutiles,
Y así las plantas se alzarán más bellas
Cobrando oculta fuerza. Agricultores
Hay que con grave piedra y teja ingente
Arropan el mugrón, o por guardalle
Contra turbión intempestivo, o cuando
Atormentada por el Can, su seno
Con anhelante sed abre la tierra.

Ya las cepas plantadas, atenciones
Tienes aún; que o tierra a las raíces
Traerás constante, y tenderás la dura
Azada de dos dientes; o moviendo
Bajo la hincada reja
El suelo, guiarás entre la viña
El paso torpe de rebeldes bueyes.
También de apercibir tiempo es entonces
Cañas pulidas y desnudas varas,
Y pértigas de fresno,
Y horquillas, en que empiece vid infante
Sus pasos a ensayar, desprecie al viento,
Y en difuso ornamento
A la cima del olmo se levante.

En sus primeros juveniles días
Indulgencia la vid pide y merece.
Mientras fiado al aura que le mece
Ledo el pámpano ensaya
Su libertad, la podadera evite
Tu mano; y sola, cual la armó Natura,
Hojas superfluas arrancando vaya.
Recorta los cabellos, y los brazos
Hiere a la vid, cuando su lujo explaya
Ciñendo al olmo en arraigados lazos;
Ella antes de eso la nociva fuerza
Teme del hierro: entonces, sólo entonces
Tu mano imperio riguroso ejerza,
Y sus ramos soberbios tenga a raya.

Ni retejer olvides
Los setos; y defiende del ganado
La tierna hoja de nacientes vides.
A más de hielo duro y sol ardiente:
Embístenla tenaces
El uro agreste y vagabundas cabras;
La oveja misma y la voraz becerra
No la perdonan. Y en verdad, ni el frío
En albísima escarcha macizado,
Ni el ardor del estío
Que áridas rocas con su peso oprime,
Tanto daña a la vid como el ganado
Con la ponzoña de su duro diente,
Que en el tronco inocente
Funesta cicatriz, hincado, imprime.

No otra culpa se expía
Guando se inmola en los altares todos
A Baco un macho de cabrío, y cuando
Vemos en los teatros celebrarse
Antiguos dramas; no con otro intento
En aldeas también y encrucijadas
Los hijos de Teseo
Con premios los ingenios convidaron,
Y entre el plácido estruendo de las copas
Sobre aceitados odres, en las muelles
Praderas, cabriolas ensayaron.
Los romanos colonos, de igual suerte,
Antigua raza que de Troya vino,
Riendo sin compás, rústicos versos
Improvisan; de cóncavas cortezas
Semblantes para sí toman horrendos;
Y en alegres canciones
Te invocan, Baco, y en tu honor suspenden
De los pinos erguidos
Tus móviles afables mascarillas.
A su influjo el viñedo
Lozano ostenta sus adultos bríos,
Y huecos valles y profundos bosques
Rebosan abundancia, y a doquiera
Que el Dios volver se digna el rostro ledo,
El campo brota y ríe.
Cantemos, pues, de Baco los loores
En religiosa fiesta,
En los versos que niños aprendimos;
Con sacros panes y tempranas frutas
Coronemos su altar, y ante él parezca,
Llevado de los cuernos, escogido
Cabrón, y en asadores de avellano
Pingües entrañas examine el fuego.

Otro esmero demanda
La cultivada vid; que es en las vides
Necesidad jamás bien satisfecha
Por asidua labor, tres, cuatro veces
Cada año el suelo abrirles,
Y, vuelto el azadón, sin paz, sin tregua
Romperles los terrones, y el plantío
Aliviar de su hojosa pesadumbre.
Apenas acabadas, las faenas
Vuelven del labrador; sobre sus pasos
Siempre en círculo igual ruedan los días.
Cuando, en fin, de la hoja
Última se despoja
La vid, y el verde honor del bosque umbrío
Sacude Bóreas frio,
Ya al año venidero
Próvido extiendes, labrador, tus miras,
Y de Saturno con el corvo diente
A la atreguada vid en sus raíces
Embistes, y podando, la compones.
Tú el primero la tierra cava, quema
Los sarmientos podados tú el primero,
Y lleva a la alquería
Tú el primero también, los rodrigones;
Y vendimia entre todos el postrero.
Dos veces a la vid sombras invaden,
Y dos veces al año
Hierbas le estrechan su espinoso sitio;
Y uno y otro apareja ímprobo empeño.
Alaba, pues, un campo grande; sólo
Cultiva uno pequeño.
¿Qué más? La áspera rama
Del rusco, por el bosque; en la ribera
Córtase el junco que los ríos ama;
Y del sauce silvestre
El cuidado tus ocios ejercita.
Ya las vides atadas me figuro,
Y en paz la podadera,
Y de sus cuadros ya en la extrema hilera
Cansado el viñador alegre canta.
Solicitar la tierra todavía
Falta empero, y abrir las glebas duras;
Aun debes, por las uvas ya maduras,
De los aires temer mudanza impía.

Muy otro el sacro olivo,
Nada pide al cultivo,
Nada a la corva hoz, nada le debe
Al rastrillo tenaz, como ya en firme
Haya arraigado y vientos sobrelleve.
Si la azada la mueve.
La tierra suficiente jugo luego
Ofrece al olivar; y si la reja,
Rico le para de copiosos frutos:
Tal el árbol se nutre que agradables
Rinde a la Paz sus fértiles tributos.

Y todos los frutales,
Cuando sus troncos vigorosos sienten,
Y las fuerzas conocen que en sí llevan,
Con orgulloso brío, en muestra ufana,
A los astros se elevan,
No socorridos ya de industria humana.

En tanto la abundancia
Miro del bosque que sin trabas crece:
Cada rústica estancia
De las aves del cielo,
Con sangrientas frutillas se enrojece.
¿Ves afeitar el cítiso las cabras?
¿Las teas ves que el alta selva ofrece
Y a nocturnas hogueras alimento
Son, y a la ancha campaña lumbre amiga)
¿Y a Natura oficiosa
Corresponder aúndudas, hombre lento,
Con tu parte de esfuerzo y de fatiga?
Callaré de los árboles mayores:
El sauce estéril, la retama humilde
Dan hoja a los ganados,
Dan sombra a los pastores,
Y seto a los sembrados,
Y pábulo a la miel. Y es gran delicia
Contemplar el Citoro
Que de bojes cubierto olas semeja,
Los resinosos bosques de Naricia,
Y campos que jamás violó la reja
Ni atormentó del hombre la codicia.
Aun las selvas, que estériles dijeras,
Que la cumbre del Cáucaso dominan,
En cuyo daño renovando embates
Indómitos los Euros se amotinan,
Múltiples elementos dan: en pinos
Tablas a los marinos
Brindan, y a los artífices de casas
En cedros y cipreses dan maderas.
De ahí el cultor para sus carros forma
Ruedas sin rayos, o los rayos de ellas,
Y cóncavos costados a los barcos.
Tiende el sauce su vara
Profusamente, su hoja el olmo ofrece,
Valiente astil el arrayan depara,
El cerezo a guerreros favorece,
Y dóblase, y en arcos
Itureos su forma el tejo trueca;
Y el boj, al torno dócil, y el liviano
Tilo mudan también la suya, y ceden
Al agudo cincel que los ahueca:
Al Po lanzado el álamo ligero
En la undosa corriente sobrenada.
Y las doctas abejas sus enjambres
En las huecas cortezas y en el seno
Guardan también de una cascada encina.
¿Hay algo que a estos dones, en la historia
De los dones de Baco se equipare?
Tú a crímenes a veces, Baco, incitas:
Tu influjo a par de muerte
Fue de Centauros a la ardida tropa,
Y a Folo, a Reto, a Hileo;
Hileo, que feroz a los Lapitas
Por ti amenaza con disforme copa.

¡Oh una y muchas veces venturosos
Los labradores, si estimar supiesen
Los bienes de que gozan! ¡Venturosos
Los que del seno de la madre tierra
Centuplicados los suaves frutos
En posesión pacífica reciben,
Lejos del ruido de civil discordia!
Palacios no hay allí que en pompa regia
Por sus pórticos todos, desde el alba
A oleadas los áulicos derramen:
No la vista suspende
Incrustado dintel de conchas bellas:
Tampoco ricas telas y brocados,
O insignes bronces que Corinto envía:
Ni al limpio aceite allí vició la casia,
Ni fenicio veneno albos vellones.
En cambio paz segura,
Y un sabroso vivir libre de engaños
Y en la copia profuso de sus dones,
Tiene el agricultor. Aquella holgura
Y alma serenidad de la campaña,
Umbrosas espeluncas, vivos lagos,
El fresco valle y verde, los mugidos
Del perezoso buey, los apacibles
Sueños gozados bajo amenas sombras,
A su dicha no faltan. En el campo
Sobria, fuerte, a fatigas avezada
Verás la juventud. ¿Cazar te plugo?
Bosques tendrás, enmarañados bosques,
Fieras y grutas. ¿La virtud te guía?
Aquí verás la religión honrada,
Honrada la vejez. Cuando del suelo
Impuro se ausentaba la Justicia,
Dejó en los campos sus postreras huellas.

Antes que todo, aquellas
Más que nada en el mundo
Dulces al corazón, divinas Musas,
A quienes, de su culto sacerdote,
Con infinito anhelo amo y adoro,
Piadosas en su gremio me reciban.
Los caminos me enseñen
Del cielo, el voltear de las estrellas,
Las ausencias del Sol, las mutaciones
De la Luna; quién hace que de pronto
Trema la tierra; cuál oculta fuerza
Entumece y desborda
Sobre diques al mar; cómo él de nuevo
Torna en su lecho a reposar en calma;
Quién los soles de hibierno precipita
Impaciente en las olas de Oceano,
Y quién retarda las estivas noches.
Si no alcanzare mi talento humilde
Tan altas maravillas, y en mi pecho
Vital calor al entusiasmo falta,
Sin otra gloria que el amor tranquilo
Del campo, el campo buscaré y las selvas.
Selvas y valles, y encantados ríos.
¡Quién al Esperquio me llevara! Al centro
Llevadme del Taigeto, que frecuentan
Vírgenes de Laconia! Allá, a los fríos
Valles del Hemo conducidme, y alta
Sombra me cerque de obsequiosos ramos!

¡Feliz aquel que las ocultas causas
Penetró de Natura, y sin cuidarse
De lo que traigan los futuros días,
Cual polvo vano los temores tristes
Huella, y los ecos de Aqueronte avaro!
¡Feliz también aquel que sólo agrestes
Divinidades conoció: Silvano,
El añoso Silvano,
Pan, y la tribu de las ninfas bella!
No los fasces del pueblo, no le turba
La púrpura real; no los infieles.
Hermanos que honda disensión separa;
No el Daco, descendiendo de los ríos
Que su salvaje juramento sellan;
No romanas empresas, no de imperios
Lejanos la ruina. Ni crüeles
Miserias ve que a compasión le inclinen,
Ni altivas pompas que a furor o envidia.
Frutos con que de suyo
Los árboles le brindan y los campos,
Alcanza sin fatiga. Duras leyes
No conoció en sus días,
Públicas tablas ni agitado foro.

Otros bogando el remo
Hienden el mar, a las espadas corren,
Y de altos Reyes la mansión invaden.
Cuál ciudades destruye
Y pobres techos con el suelo iguala
Por reclinarse en púrpura de Tiro
Y beber (¡gran conquista!) en copa de oro;
Cuál riquezas sepulta, y azorado
Sobre ellas duerme. Quién absorto admira.
Al popular tribuno;
Quién atónito escucha en el teatro
Aplausosque a los próceres tributan
Patricios y plebeyos. O en la sangre
De sus hermanos con placer se lavan;
Y el que probó contraria a la fortuna,
Trueca a destierro el dulce hogar nativo
Y patria busca en los extraños climas.

Mas el cultivador con el arado
Corvo la tierra mueve: así comienza
Del año las prolíficas labores
Con que a la Patria nutre, y su familia
Sustenta, y sus ganados,
Y aquellas yuntas que tan bien le sirven.
Ni hay tregua ya; que exuberante el año
Pomas vierte, o rebosa en nuevas crías;
O allega Ceres sus manojos rubios,
O la abundancia en los sembrados ríe,
Y las trojes rehinche y se derrama.
¿Llega el hibierno? La preciosa oliva
Se exprime en el lagar; vuelven los cerdos
Repletos de bellota a la zahúrda.
Madroños da la selva. Ya hace alarde
Otoño de sus bienes;
Y la dulce vendimia, al sol expuesta,
En escabrosas cimas se sazona.
Sus hijuelos en tanto
Cuélganse en torno a disputar sus besos:
Fe conyugal y honesto amor guarece
Su inmaculado hogar. La mansa vaca
Para él dilata sus lecheras ubres;
Y en los herbosos prados,
Fieros ya de sus cuernos se acometen
Los bien medrados juguetones chivos.
Fiel las fiestas celebra: reclinados
Sobre la hierba, donde en medio brilla
El fuego del altar, sus compañeros
Cíñenle en flores el colmado vaso,
Y él le empina en tu honor, ¡oh buen Leneo!
Premios allí propone a los pastores,
O ya en el olmo erguido el blanco fije
A donde asesten las veloces flechas,
O ya a rústica lucha aderezados
Desnudos muestren sus fornidos miembros.

Los antiguos Sabinos
Tal manera de vida instituyeron;
Costumbres como aquestas nos legaron
Rómulo y Remo; así la fuerte Etruria
Creció; así Roma levantó la frente,
Y de alcázares siete amurallada,
Del mundo apareció gentil señora.
Y aun antes del reinado de Dicteo;
Antes que con novillos degollados
El hombre, ímpio linaje, sala hiciese,
Esta vida feliz vivió en la tierra
Saturno, padre de los siglos de oro.
No a impulso de aire resonar clarines
Entonces, ni crujir oyera el hombre
Puestas al duro yunque las espadas.

Mas hemos recorrido
Campo inmenso; tiempo es que a los caballos
Soltemos ya los humeantes cuellos.



John Donne y Juan Rodolfo Wilcock: La canonización

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THE CANONIZATION

For God's sake hold your tongue, and let me love,
         Or chide my palsy, or my gout,
My five gray hairs, or ruined fortune flout,
         With wealth your state, your mind with arts improve,
                Take you a course, get you a place,
                Observe his honor, or his grace,
Or the king's real, or his stampèd face
         Contemplate; what you will, approve,
         So you will let me love.

Alas, alas, who's injured by my love?
         What merchant's ships have my sighs drowned?
Who says my tears have overflowed his ground?
         When did my colds a forward spring remove?
                When did the heats which my veins fill
                Add one more to the plaguy bill?
Soldiers find wars, and lawyers find out still
         Litigious men, which quarrels move,
         Though she and I do love.

Call us what you will, we are made such by love;
         Call her one, me another fly,
We're tapers too, and at our own cost die,
         And we in us find the eagle and the dove.
                The phœnix riddle hath more wit
                By us; we two being one, are it.
So, to one neutral thing both sexes fit.
         We die and rise the same, and prove
         Mysterious by this love.

We can die by it, if not live by love,
         And if unfit for tombs and hearse
Our legend be, it will be fit for verse;
         And if no piece of chronicle we prove,
                We'll build in sonnets pretty rooms;
                As well a well-wrought urn becomes
The greatest ashes, as half-acre tombs,
         And by these hymns, all shall approve
         Us canonized for Love.

And thus invoke us: "You, whom reverend love
         Made one another's hermitage;
You, to whom love was peace, that now is rage;
         Who did the whole world's soul contract, and drove
                Into the glasses of your eyes
                (So made such mirrors, and such spies,
That they did all to you epitomize)
         Countries, towns, courts: beg from above
         A pattern of your love!"

La canonización

Por Dios, callaos, y dejadme amar; o si queréis, murmurad de mi perlesía, de mi gota, de mis cinco cabellos grises, y burlaos de mi fortuna perdida; mejorad con riquezas vuestra condición, con las artes vuestra mente; abrazad un partido, conseguíos un empleo, admirad a Su Honor, o a Su Gracia, o la realeza del Rey, y contemplad su rostro acuñado; aprobad lo que queráis, pero dejadme amar.

Ay de mí, ¿a quién daña mi amor? ¿Qué barcos hicieron naufragar mis suspiros? ¿Quién dice que mis lágrimas inundaron sus campos? ¿Cuándo mis hielos suspendieron una primavera? ¿Cuándo las fiebres que colman mis venas agregaron un nombre a las listas de la peste? Batallas encontrarán siempre los soldados, y litigantes en pleito los abogados, aunque ella y yo nos amemos.

Llamadnos lo que queráis: así nos ha hecho el amor; decid que ella es una mosca, y yo otra: también somos bujías, y a costa nuestra nos consumimos, y en nosotros hallamos el Águila y la Paloma. El misterio del Fénix se resuelve con nosotros; puesto que ambos somos uno solo, somos el Fénix. Agregad ambos sexos a una cosa neutra: morimos y resurgimos inmutables, y gracias a este amor demostramos ser misteriosos.

Si no podemos vivir de amor, de él podemos morir; si sepulcros y ataúdes rechazan nuestra leyenda, la poesía la aceptará, y si no servimos para las Crónicas, nos haremos hermosas moradas con sonetos; tanto acomodan las ornadas urnas a las cenizas máximas, como un pedazo de tierra; y todos nos aceptarán en esos himnos, canonizados por el Amor.

Y así nos invocarán: "Vosotros, que el reverendo amor convirtió a cada uno en ermita del otro; vosotros, para quien el amor fue reposo, aunque para los demás es furia; vosotros, que contrajisteis el alma entera del mundo, y llevasteis en el cristal de los ojos (de tal manera transformados en espejos y en espías, que todo en vos se compendiaba) países, ciudades, cortes; rogad que la altura nos conceda otro ejemplo de vuestro amor".
Traducción de JUAN RODOLFO WILCOCK.




T. S. Eliot y Enrique Luis Revol: ¿Qué es un clásico?

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¿QUÉ ES UN CLÁSICO?

Conferencia pronunciada en la Virgil Society, Londres, el 16 de octubre de 1944.

En toda la literatura europea no hay poeta que pueda proporcionar temas para tan significativa variedad de razonamientos como Virgilio. El hecho de que él simboliza tanto en la historia de Europa y de que representa valores europeos tan importantes, es la justificación de nuestra actitud al fundar una sociedad que guarde su memoria. El hecho de que él es tan central y tan amplio es mi justificación para esta conferencia. Pues si la poesía de Virgilio fuera un tema del cual sólo los eruditos pudieran atreverse a hablar, vosotros no me hubierais colocado en este lugar o no os hubierais interesado en escuchar lo que tengo que decir. Me ha animado la reflexión de que ni el conocimiento especializado ni la pericia pueden conferir títulos exclusivos para hablar sobre Virgilio. Conferenciantes de las más variadas capacidades pueden aplicar su poesía a asuntos que están dentro de su competencia; con esos estudios a los cuales han consagrado sus mentes pueden tener la esperanza de contribuir a la explicación de su valor; pueden tratar de ofrecer, para el uso común, el beneficio de cualquier sabiduría que Virgilio pueda haberles ayudado a adquirir, en relación con su propia experiencia de la vida. Cada uno puede dar su testimonio de Virgilio en relación con los temas que conoce mejor o. sobre los cuales ha reflexionado más profundamente: esto es lo que entiendo por variedad. Al final, todos podemos estar diciendo la misma cosa de diferentes modos; y esto es lo que entiendo por variedad significativa.

El tema que he elegido es, simplemente, la cuestión: “¿Qué es un clásico?” No es una cuestión nueva. Hay, por ejemplo, un famoso ensayo de Sainte-Beuve con este titulo. Si es o no una desgracia que —no habiéndolo leído durante unos treinta años— los accidentes del tiempo presente me hayan impedido releerlo antes de preparar esta conferencia, espero averiguarlo tan pronto como las bibliotecas sean más accesibles y los libros más abundantes. La pertinencia de plantear esta cuestión, teniendo particularmente a Virgilio en el pensamiento, es obvia: cualquiera sea la definición a que lleguemos, no podrá ser tal que excluya a Virgilio —sin vacilación, podemos decir que ha de ser una que expresamente cuente con él. Pero antes de seguir adelante deseo disponer de ciertos prejuicios y anticipar ciertos conceptos falsos. No me propongo reemplazar o proscribir ningún uso de la palabra “clásico” que los precedentes hayan autorizado. La palabra ha tenido, y continuará teniendo, distintos significados en distintos contextos: a mí me interesa un significado en un contexto. Definiendo al término de este modo, para el futuro no me condeno a no usar el término en cualquiera de los otros sentidos en los cuales ha sido empleado. Por ejemplo, si en alguna ocasión futura encontráis que al escribir, en una disertación pública o en una conversación, empleo la palabra “clásico” para decir, simplemente, un “autor típico”[1] en cualquier idioma —usándola, simplemente, como una indicación de la grandeza o de la permanencia e importancia de un escritor en su propio campo, como cuando aludimos a The Fifth Form at St. Dominic’s como un clásico de la ficción para colegiales, o a Handley Cross como un clásico en cacería, no debéis esperar mis excusas. Y hay un libro muy interesante que se llama A Guide to the Classics, que enseña cómo escoger al ganador del Derby. En otras ocasiones, me permito designar como “los clásicos”, tanto a la literatura latina como a la griega in toto, o a los más grandes autores en esos idiomas, según indique el contexto. Y, finalmente, pienso que la explicación del clásico que me propongo dar aquí, ha de apartarlo del área de la antítesis entre “clásico” y “romántico”, dos términos que corresponden a la política literaria y que, por esto, despiertan pasiones que desearía, en esta ocasión, que fueran contenidas por Eolo en su bolsa.

Esto me conduce al tópico siguiente. De acuerdo a los términos de la controversia sobre clásico y romántico, de acuerdo a las reglas de ese juego, llamar “clásica” a cualquier obra de arte, tanto implica su más elevado elogio o su más despreciativa injuria, según el partido al cual se pertenezca. Ello implica ciertos méritos o faltas particulares: tanto la perfección de la forma como la perfección de la frigidez. Pero yo quiero definir una clase de arte, y no me interesa que sea absolutamente y en todo sentido mejor o peor que otra clase. He de enumerar ciertas cualidades que esperaría que el clásico exhibiera. Pero no digo que, si una literatura ha de ser una gran literatura, debe tener algún período o algún autor en el cual se manifiesten todas estas cualidades. Si, como pienso, todas ellas se encuentran en Virgilio, esto no significa que afirme que es el más grande poeta que haya escrito —una afirmación así, respecto a cualquier poeta, me parece insensata— y ciertamente no significa que la literatura latina es más grande que cualquier otra literatura. No necesitamos considerar como un defecto de cualquier literatura si ningún autor o ningún período es completamente clásico; o si, como es cierto en la literatura inglesa, el período que más se acerca a la definición clásica no es él más grande. Pienso que esas literaturas, de las cuales es la inglesa una de las más notables, en las que las cualidades clásicas están esparcidas entre varios autores y en diversos períodos, bien pueden ser las más ricas. Cada idioma tiene sus propios recursos y sus propias limitaciones. Las condiciones de un idioma, y las condiciones de la historia de un pueblo que lo habla, pueden quitar toda esperanza de un período clásico o de un autor clásico. En sí mismo, esto merece tanto lamentaciones como congratulaciones. Sucedió que la historia de Roma fue tal, que la historia del idioma latino fue tal, que en cierto momento un poeta únicamente clásico fue posible; aunque debemos recordar que fue necesario ese poeta particular, y toda una vida de labor de parte de ese poeta, para extraer el clásico de su material. Y, por cierto, Virgilio no podía saber que eso era lo que él estaba haciendo. Él estaba, si algún poeta una vez lo ha estado, agudamente consciente de lo que trataba de hacer: la única cosa que no podía proponerse, o saber que estaba haciendo, era componer una obra clásica; pues sólo con una mirada retrospectiva y en la perspectiva histórica, una obra clásica puede ser reconocida como tal.

Si hay una palabra en la cual podamos fijamos, que sugerirá el máximo de lo que quiero decir con el término “un clásico”, es la palabra madurez. He de distinguir entre lo clásico universal, como Virgilio, y lo clásico que sólo es tal en relación al resto de la literatura en un mismo idioma, o de acuerdo a la visión de la vida en un período particular. Una obra clásica sólo puede aparecer cuando una civilización está madura; cuando un idioma y una literatura están maduros; y debe ser obra de una mente madura. Lo que le da universalidad es la importancia de esa civilización y de ese idioma, tanto como el alcance de la mente del poeta individual. Definir la madurezsin dar por sentado que el oyente ya sabe lo que significa, es casi imposible; digamos, pues, que si estamos propiamente maduros, y si somos personas educadas, podemos reconocer la madurez en una civilización y en una literatura, como lo hacemos en los otros seres humanos que encontramos. Hacer el significado de madurez realmente comprensible para el inmaturo —en verdad, aun hacerlo aceptable— quizá es imposible. Pero si estamos maduros reconocemos la madurez de inmediato, o llegamos a conocerla con un contacto más intimo.

Por ejemplo, ningún lector de Shakespeare puede dejar de reconocer, a medida que él mismo se desarrolla, la gradual maduración de la mente de Shakespeare; hasta un lector menos desarrollado puede percibir el rápido desarrollo de la literatura y el drama como un conjunto, desde la primitiva crudeza Tudor hasta las obras de Shakespeare, y percibir una decadencia en la obra de los sucesores de Shakespeare. Con un poco de versación, podemos observar, también, que las obras de Christopher Marlowe exhiben mayor madurez de pensamiento y estilo que las obras escritas por Shakespeare a la misma edad; y es interesante preguntarse si, en caso de que Marlowe hubiera vivido tanto como Shakespeare, su desarrollo hubiera continuado al mismo paso. Dudo de ello; pues si observamos que algunas mentes maduran más pronto que otras, observamos también que aquellos que maduran muy pronto no siempre se desarrollan mucho. Destaco este punto como una advertencia, en primer lugar, de que el valor de la madurez depende del valor de aquello que madura, y, en segundo lugar, de que debiéramos saber cuándo estamos frente a la madurez de escritores individuales, y cuándo a la madurez relativa de períodos literarios. Un escritor que individualmente tiene una mente más madura, puede pertenecer a un período menos maduro que otro, de modo que a este respecto su obra será menos madura. La madurez de una literatura es el reflejo de la madurez de la sociedad en la cual es producida: un autor individual —particularmente, Shakespeare y Virgilio— puede hacer mucho para desarrollar su idioma; pero no puede lograr que su idioma madure a menos que las obras de sus predecesores lo hayan preparado para este toque final. Por esto, una literatura madura tiene una historia tras sí: una historia, que no es simplemente una crónica, una acumulación de manuscritos y escritos de una u otra clase, sino un progreso ordenado aunque inconsciente del lenguaje para realizar sus propias posibilidades dentro de sus propias limitaciones.

Ha de observarse que una sociedad y una literatura, como un ser humano individual, no maduran necesariamente de un modo igual y concurrente en todo sentido. A menudo el niño precoz es, en algunos aspectos obvios, más infantil para su edad que los niños corrientes. ¿Existe algún período en la literatura inglesa que podamos señalar como completamente maduro, en conjunto y en equilibrio? No pienso así; y, como he de repetirlo luego, espero que no sea así. No podemos decir que ningún poeta individual del idioma inglés haya llegado en el curso de su vida a ser un hombre más maduro que Shakespeare; ni siquiera podemos decir que algún otro poeta haya hecho tanto para lograr que el idioma inglés sea capaz de expresar el pensamiento más sutil o los matices más refinados del sentimiento. Sin embargo, no podemos dejar de sentir que una obra como Way of the World de Congreve es, en algún sentido, más madura que cualquier obra de Shakespeare; pero sólo a este respecto: en cuanto que refleja una sociedad más madura; es decir, que refleja una mayor madurez de las costumbres. La sociedad para la cual escribía Congreve era, desde nuestro punto de vista, bastante burda y brutal. Pero está más cerca de nosotros que la sociedad de los Tudors, y quizás por esta razón la juzguemos con más severidad. No obstante, era una sociedad más pulida y menos provinciana: su mentalidad era más superficial, su sensibilidad más restringida; había perdido una promesa de madurez, pero había realizado otra. Así, a la madurez de la mente debemos agregar la madurez de las costumbres.

El progreso hacia la madurez del idioma es —me parece— reconocido con más facilidad y confirmado con más rapidez en el desarrollo de la prosa que en el de la poesía. Al considerar la prosa, nos sentimos menos distraídos por las diferencias de grandeza individuales, y más inclinados a exigir la aproximación a un patrón común, a un vocabulario común y a una estructura común de la oración; en realidad, a menudo la prosa que más se aleja de estos patrones comunes, la prosa que es individual hasta el extremo, es la que estamos dispuestos a llamar “prosa poética”. En una época en que Inglaterra ya había realizado milagros en poesía, su prosa estaba relativamente inmatura, suficientemente desarrollada para ciertos fines pero no para otros; al mismo tiempo, cuando el idioma francés había dado pocas esperanzas de una poesía tan grande como la inglesa, la prosa francesa estaba mucho más madura que la prosa inglesa. Sólo es necesario comparar cualquier escritor Tudor con Montaigne; y Montaigne mismo, como estilista, sólo es un precursor, su estilo no está bastante sazonado para satisfacer la definición francesa de lo que es un clásico. Nuestra prosa estaba preparada para algunas tareas antes de que pudiera emprender otras: un Malory pudo llegar mucho antes que un Hooker, un Hooker antes que un Hobbes, y un Hobbes antes que un Addison. Cualesquiera sean las dificultades que tengamos al aplicar este patrón a la poesía, es posible ver que el desarrollo de una prosa clásica es el desarrollo hacia un “estilo común”. Con esto no quiero decir que los mejores escritores no se puedan distinguir entre ellos. Las diferencias esenciales y características permanecen: no es que las diferencias sean menores, sino que son más sutiles y refinadas. Para un paladar sensitivo la diferencia entre la prosa de Addison y la de Swift ha de ser tan marcada como la diferencia entre los vinos de dos vendimias para un catador. Lo que encontramos, en un período de prosa clásica, no es una simple convención común de las letras, como el estilo común de los escritores principales de los diarios, sino una comunidad de gusto. La época que precede a una época clásica puede exhibir excentricidad y monotonía: monotonía, puesto que los recursos del idioma todavía no han sido explorados; y excentricidad, puesto que no hay todavía un patrón generalmente aceptado, si es que en verdad puede llamarse excéntrico a lo que no tiene centro. Sus letras pueden ser, al mismo tiempo, pedantes y licenciosas. La época que sigue a una época clásica, también puede exhibir excentricidad y monotonía: monotonía, puesto que los recursos del lenguaje se han agotado —por ese período, al menos—, y excentricidad puesto que la originalidad llega a ser más estimada que la corrección. Pero la época en que hallamos un estilo común, ha de ser una época en la cual la sociedad haya logrado un momento de orden y estabilidad, de equilibrio y armonía; como la época que manifiesta los grados extremos de estilo individual ha de ser una época de desarrollo o una época de decadencia.

Naturalmente, puede esperarse que la madurez del idioma acompañe a la madurez del pensamiento y de las costumbres. Podemos esperar que un idioma se acerque a su madurez en el momento que tiene sentido crítico del pasado, confianza en el presente y ninguna duda consciente del futuro. En literatura, esto equivale a decir que el poeta está enterado de sus predecesores, y que nosotros estamos enterados de los predecesores que hay detrás de su obra, como podemos estar enterados de los rasgos ancestrales en una persona que es, al mismo tiempo, individual y única. Los predecesores deben ser grandes y honrados; pero sus realizaciones han de ser tales que sugieran recursos no desarrollados en el lenguaje, y no que opriman a los escritores más jóvenes con el temor de que cuanto pueda realizarse en su idioma, ya ha sido realizado. En una época madura, ciertamente el poeta aun puede ser estimulado por la esperanza de hacer algo que sus predecesores no han hecho; hasta puede hallarse en rebelión contra ellos, como un adolescente promisorio puede rebelarse contra las creencias, los hábitos y las costumbres de sus padres; pero, con una mirada retrospectiva, podemos ver que también él es un continuador de sus tradiciones, que conserva características familiares esenciales, y que su diferencia de conducta es una diferencia en las circunstancias de otra época. Y, por otra parte, del mismo modo que algunas veces observamos hombres cuyas vidas son eclipsadas por la fama de un padre o de un abuelo, hombres en quienes cualquier realización de que sean capaces resulta insignificante en comparación, igualmente una época posterior de poesía puede ser conscientemente impotente para competir con su distinguida paternidad. Poetas de esta clase los hallamos al final de cualquier época, poetas que sólo tienen sentido del pasado o, en cambio, poetas cuya esperanza del futuro se funda en su propósito de renunciar al pasado. De acuerdo a esto, la persistencia de la facultad creadora en cualquier pueblo consiste en el mantenimiento de un equilibrio inconsciente sobre la tradición en su sentido más amplio —la personalidad colectiva, por así decirlo, realizada en la literatura del pasado— y la originalidad de una generación viviente.

No podemos decir que la literatura del período elisabetano, grandiosa como es, sea completamente madura: no podemos llamarla clásica. Ningún paralelo riguroso puede hacerse entre el desarrollo de las literaturas griega y latina, pues la latina tuvo a la griega tras sí; aun menos posible es realizar un paralelo entre éstas y cualquier literatura moderna, pues las literaturas modernas tienen tanto a la latina como a la griega por detrás. En el Renacimiento hay una precoz apariencia de madurez, copiada de la antigüedad. Con Milton nos damos cuenta que nos acercamos más a la madurez. Milton estaba en una situación mejor para tener sentido crítico del pasado —de un pasado en la literatura inglesa— que sus grandes predecesores. Leer a Milton es sentirse confirmado respecto al genio de Spenser y en gratitud a Spenser por haber contribuido a hacer posible el verso de Milton. Sin embargo, el estilo de Milton no es un estilo clásico: es el estilo de un idioma que aún está en formación, el estilo de un escritor cuyos “maestros” no eran ingleses sino latinos y, en menor grado, griegos. Me parece que esto equivale a decir, simplemente, lo que Johnson y luego Landor dijeron, cuando lamentaron que el estilo de Milton no fuera del todo inglés. Pero suavicemos este juicio diciendo de inmediato que Milton hizo mucho por desarrollar el idioma. Uno de los signos de aproximación a un estilo clásico es el desarrollo hacia una mayor complejidad de la sentencia y de la estructura de la cláusula. Este desarrollo se halla de manifiesto en la obra particular de Shakespeare, cuando rastreamos su estilo desde las primeras hasta las últimas obras; hasta podemos decir que en sus últimas obras va tan lejos en el sentido de la complejidad como es posible dentro de los límites del verso dramático, que son más estrechos que los de otras clases. Pero la complejidad por sí misma no es un objetivo adecuado: su propósito debe ser, en primer lugar, la expresión precisa de los matices más delicados del sentimiento y el pensamiento; en segundo lugar, la introducción de un mayor refinamiento y variedad en la música. Cuando parece que un autor, en su amor por la estructura elaborada, ha perdido la habilidad para decir cualquier cosa con sencillez; cuando su propensión a decorar llega a tal punto que dice de un modo muy estudiado, cosas que correctamente debieran decirse con sencillez, y limita así su esfera de expresión, el proceso de complejidad deja de ser del todo saludable y el escritor está perdiendo contacto con el idioma hablado. Sin embargo, a medida que el verso se desarrolla, en las manos de un poeta tras otro, tiende de la monotonía a la variedad, de la simplicidad a la complejidad; y, a medida que decae, tiende de nuevo hacia la monotonía, aunque puede perpetuar la estructura formal a la cual el genio le dio vida y significado. Juzgaréis por vosotros mismos hasta qué punto esta generalización es aplicable a los predecesores y continuadores de Virgilio: todos podemos ver esta monotonía resultante en los imitadores de Milton en el siglo XVIII, en tanto que él mismo nunca es monótono. Llega un momento en que una nueva simplicidad, aun una relativa crudeza, puede ser la única alternativa.

Habréis anticipado la conclusión a la cual me voy acercando: que esas cualidades del clásico que he mencionado hasta ahora —madurez del pensamiento, madurez de las costumbres, madurez del idioma y perfección del estilo común— en la literatura inglesa están más próximas a ser representadas en el siglo dieciocho; y, en poesía, sobre todo en la poesía de Pope. Si eso fuera todo lo que tuviera que decir al respecto, sin duda no sería nada nuevo, y no sería digno de ser dicho. Simplemente, sería igual a proponer la elección entre dos errores a los cuales ya antes han llegado los hombres: el primero, que el siglo dieciocho es (como él mismo lo pensó) el más hermoso período de la literatura inglesa; y el segundo, que el ideal clásico debiera ser desacreditado completamente. Mi opinión propia es que, en inglés, no tenemos una época clásica ni un poeta clásico; que cuando vemos a qué se debe esto, no tenemos ni la más mínima razón para lamentarlo; pero qué, sin embargo, debemos mantener el ideal clásico ante nuestros ojos. Porque debemos mantenerlo y porque el genio del idioma ha tenido que hacer otras cosas en vez de cumplirlo, no nos conviene repudiar ni exagerar el valor de la época de Pope; no podemos considerar a la literatura inglesa como un conjunto ni encararla rectamente en el futuro, sin la apreciación critica del grado en que las cualidades clásicas están representadas en la obra de Pope; lo que quiere decir que si no somos capaces de gustar la obra de Pope, no podemos llegar a una comprensión plena de la poesía inglesa.

Es obvio que la realización de las cualidades clásicas por Pope fue obtenida a alto precio, al de la eliminación de algunas potencialidades mayores del verso inglés. Ahora bien, en cierta medida el sacrificio de ciertas potencialidades con el objeto de realizar otras, es una condición de la creación artística, lo mismo que es una condición de la vida en general. En la vida, el hombre que se rehúsa a sacrificar algo para ganar otra cosa, termina en la mediocridad o el fracaso; aunque, por otra parte, también existe el especialista que ha sacrificado demasiado a cambio de demasiado poco, o que ya ha nacido tan especialista que no tiene nada que sacrificar. Pero en el siglo dieciocho inglés, tenemos razones para sentir que fue demasiado lo excluido. La mente estaba madura; pero era una mente estrecha. La sociedad y las letras inglesas no eran provincianas, en el sentido que no estaban aisladas ni en retraso con respecto a la mejor sociedad europea y sus letras. Sin embargo, la época misma era, por así decirlo, una época provinciana. Cuando se piensa en un Shakespeare, un Jeremy Taylor, un Milton, en Inglaterra —en un Racine, un Moliere, un Pascal, en Francia— en el siglo diecisiete, uno se siente inclinado a decir que el siglo dieciocho perfeccionó su jardín formal, sólo restringiendo el área bajo cultivo. Sentimos que si el clásico es realmente un ideal digno, debe ser capaz de exhibir una amplitud, una universalidad, a la cual el siglo dieciocho no puede aspirar; cualidades que están presentes en algunos grandes autores, como Chaucer, que a mi juicio no pueden ser considerados clásicos de la literatura inglesa; y que están por completo de manifiesto en el pensamiento medioeval de Dante. Pues en Divina Comedia, si es que en alguna parte, hallamos el clásico en un idioma europeo moderno. En el siglo dieciocho nos sentimos oprimidos por la extensión reducida de la sensibilidad, y especialmente en la escala del sentimiento religioso. No es que, en Inglaterra, por lo menos, la poesía no sea cristiana. No es ni siquiera que los poetas no fueran cristianos devotos: como modelo de ortodoxia de principios y sincera piedad de sentimientos tendréis que buscar mucho antes de encontrar un poeta más genuino que Samuel Johnson. Sin embargo, hay testimonios de sensibilidad religiosa más honda en la poesía de Shakespeare, cuya fe y prácticas sólo pueden ser materia de conjeturas. Y esta restricción de la sensibilidad religiosa misma produjo una especie de provincialismo (aunque debemos agregar que, en este sentido, el siglo diecinueve fue aún más provinciano): el provincialismo que indica la desintegración de la Cristiandad, la decadencia de una fe común y una cultura común. Parecería, pues, que el siglo dieciocho, a pesar de su logro clásico —logro que, según creo, aún tiene gran importancia como ejemplo para el futuro— carecía de alguna condición que hace posible la creación de un verdadero clásico. Debemos volvernos a Virgilio para descubrir cuál es esta condición.

En primer lugar, desearía repetir las características que ya he atribuido al clásico, con particular atención a Virgilio, su idioma, su civilización y el momento preciso en la historia de ese idioma y de esa civilización en el cual apareció. Madurez de pensamiento: esto exige historia, y conciencia de la historia. La conciencia de la historia no puede estar bien despierta, excepto donde hay otra historia además de la del propio pueblo del poeta; nos hace falta esto con el objeto de ver nuestro propio lugar en la historia. Debe ser el conocimiento de la historia de otro pueblo muy civilizado, por lo menos, y de un pueblo cuya civilización esté lo bastante emparentada para haber influenciado y penetrado en la nuestra. Ésta es la conciencia que los romanos tuvieron y que los griegos no podían poseer, aunque podamos estimar su logro como mucho más valioso; y, en verdad, podamos respetarlo tanto más a causa de esto mismo. Ésta fue una conciencia que, sin duda, el mismo Virgilio hizo mucho para desarrollar. Desde el comienzo, Virgilio, como sus contemporáneos y predecesores inmediatos, constantemente estuvo adaptando y empleando los descubrimientos, tradiciones e invenciones de la poesía griega: hacer uso de una literatura extranjera de este modo, señala una etapa ulterior de la civilización, superior a aquella que sólo hace uso de las etapas anteriores de la literatura propia; aunque pienso que podemos decir que ningún poeta jamás ha mostrado un sentido tan puro de la proporción como Virgilio, en los empleos que hizo de la poesía griega y de la poesía latina más antigua. Este desarrollo de una literatura o de una civilización en relación con otra es lo que da una significación peculiar al tema de la épica de Virgilio. En Homero, el conflicto entre griegos y troyanos apenas es de mayor alcance que una contienda entre una ciudad-estado de Grecia y una coalición formada por otras ciudades-estados: tras la historia de Eneas está la conciencia de una distinción más radical; una distinción que es, al mismo tiempo, una exposición del parentesco entre dos grandes culturas y, finalmente, de su reconciliación bajo un destino que las abarca.

La madurez de la mente de Virgilio y la madurez de su época están de manifiesto en esta conciencia de la historia. Con la madurez del pensamiento he asociado la madurez de las costumbres y la ausencia de provincialismo. Supongo que para un europeo moderno, precipitado de pronto en el pasado, la conducta social de los romanos y atenienses le parecería uniformemente grosera, bárbara y agresiva. Pero si el poeta puede pintar algo superior a la práctica contemporánea, no es en el sentido de anticipar algún código de conducta posterior y completamente diferente, sino por penetración en lo que podría ser en su ápice la conducta de su mismo pueblo en su misma época. Las fiestas de los ricos en la Inglaterra eduardiana no fueron exactamente como las hallamos en las páginas de Henry James; pero la sociedad de James era, a su modo, una idealización de esa sociedad y no el anticipo de ninguna otra. Pienso que tenemos conciencia, en Virgilio más que en cualquier otro poeta latino —pues, en comparación, Catulo y Propercio parecen groseros y Horacio un poco plebeyo— de un refinamiento de las costumbres procedente de una delicada sensibilidad, y particularmente en esa prueba para juzgar las costumbres: la conducta privada y pública entre los sexos. En una reunión de personas que pueden ser mejores eruditos que yo, no me corresponde analizar la historia de Eneas y Dido. Pero siempre he pensado que el encuentro de Eneas con la sombra de Dido, en el Libro VI, no sólo es uno de los más conmovedores sino también uno de los más civilizados pasajes de la poesía. Es complejo en significado y económico en expresión, pues no sólo nos relata la actitud de Dido; lo que aun es más importante es lo que nos indica sobre la actitud de Eneas. La conducta de Dido aparece casi como una proyección de la propia conciencia de Eneas: ésta, lo sentimos, es la manera que la conciencia de Eneas esperaría que Dido se condujera ante él. Lo que cuenta, según me parece, no es que Dido sea inexorable —aunque es importante que, en vez de mofarse de él, simplemente lo desaira; quizás el más notable desaire en toda la poesía—; lo que importa más es que Eneas no se perdone a sí mismo —y esto, significativamente, a pesar del hecho del cual está bien enterado, de que todo lo que ha hecho ha sido en obediencia al destino o como consecuencia de las maquinaciones de los dioses que son, lo sentimos, sólo instrumentos de un poder mayor e inescrutable.

Lo que elijo aquí como ejemplo de costumbres civilizadas sirve para testimoniar en cuanto a conocimiento de sí mismo y conciencia moral; pero todos los planos en los cuales podemos considerar un episodio particular, pertenecen a un conjunto. Ha de observarse, por último, que la conducta de los personajes de Virgilio (se podría exceptuar a Turno, el hombre sin destino) nunca parece estar de acuerdo a un código de costumbres puramente local o tribal; es, a su tiempo, tanto romano como europeo. Ciertamente, Virgilio no es provinciano en el plano de las costumbres.

El intento de demostrar la madurez del idioma y el estilo de Virgilio es, en esta ocasión, una tarea superflua: muchos entre vosotros podríais realizarla mejor que yo, y me parece que todos debemos estar de acuerdo a este respecto. Pero vale la pena repetir que el estilo de Virgilio no hubiera sido posible sin el antecedente de una literatura y sin el conocimiento muy íntimo de esa literatura que él poseía; de modo que él estaba, en un sentido, reescribiendo la poesía latina, como cuando toma una frase o un artificio de un predecesor y lo mejora. Era un autor docto, todo cuyo conocimiento era pertinente para su tarea; y tenía, para su uso, exactamente la cantidad de literatura suficiente detrás de él, y no demasiada.

En cuanto a madurez de estilo, no creo que ningún poeta haya desarrollado un dominio mayor de la estructura compleja, tanto del sentido como del sonido, sin perder el recurso de la simplicidad directa, breve y sobrecogedora, cuando la ocasión lo requería. A este respecto, no necesito explayarme; pero me parece que vale la pena decir una palabra más a propósito del estilo común, puesto que esto es algo que no podemos ejemplificar perfectamente con la poesía inglesa, razón por la cual podemos dejar de prestarle la debida atención. En la literatura europea moderna lo que más se acerca al ideal de un estilo común se encuentra probablemente en Dante y Racine; lo más próximo a él que tenemos en la poesía inglesa es Pope, y el de Pope es un estilo común que, en comparación, es de muy poco ámbito. Un estilo común no es el que nos hace exclamar: “He aquí un hombre de genio empleando el idioma” sino: “Esto realiza el genio del idioma”. No decimos esto cuando leemos a Pope, pues estamos bien conscientes de todos los recursos del habla inglesa que Pope no explotó; a lo sumo, podemos decir: “He aquí realizado el genio del idioma inglés de una época determinada”. No podemos decir esto cuando leemos a Shakespeare o a Milton, pues siempre tenemos conciencia de la grandeza del hombre y de los milagros que él está cumpliendo con el idioma. Quizá nos acercamos más a ello con Chaucer —pero Chaucer está usando un habla diferente y más cruda desde nuestro punto de vista. Y Shakespeare y Milton, como la historia posterior lo muestra, dejaron abiertas muchas posibilidades para otros usos del inglés en poesía; mientras que, después de Virgilio, es muy justo decir que ningún gran desarrollo era posible hasta que el idioma latino no se convirtiera en algo diferente.

A esta altura desearía volver sobre una cuestión que ya he sugerido: la cuestión de si el logro de un clásico, en el sentido en que he estado empleando el término desde el principio, es una bendición del todo pura para el pueblo y el idioma de su origen; aunque es indudablemente un motivo de orgullo.

Para que esta cuestión surja en la mente basta simplemente, haber estudiado la poesía latina posterior a Virgilio, haber considerado hasta qué grado los poetas posteriores vivieron y trabajaron bajo la sombra de su grandeza: de suerte que los elogiamos o censuramos de acuerdo a las normas que él sentó; admirándolos algunas veces porque descubrimos una variación nueva o, simplemente, porque volvieron a arreglar los moldes de las palabras como para recordar, tenue y agradablemente, el remoto original. Podemos promover una cuestión algo diferente cuando examinamos la poesía italiana posterior a Dante; pues los poetas italianos posteriores no imitaron a Dante y tuvieron la ventaja de vivir en un mundo que estaba cambiando con más rapidez, de modo que evidentemente había algo diferente para que ellos hicieran. Así, no provocan una desastrosa comparación directa. Pero la poesía inglesa, y también la poesía francesa, pueden ser consideradas más afortunadas en esto: sus mayores poetas sólo han agotado áreas particulares. No podemos decir que, desde la época de Shakespeare y, respectiva mente, desde los tiempos de Racine, haya habido realmente un drama poético de primera clase en Inglaterra o en Francia; desde Milton no hemos tenido un gran poema épico, aunque ha habido grandes poemas largos. Cierto es que cada poeta supremo, clásico o no, tiende a agotar el terreno que cultiva, de modo que éste, después de rendir una cosecha decreciente, finalmente debe ser dejado en barbecho durante algunas generaciones.

A esto podéis objetar que el efecto sobre una literatura que imputo al clásico, no resulta del carácter clásico de esa obra sino, simplemente, de su grandeza; pues he negado a Shakespeare y Milton el título de clásicos, en el sentido que doy aquí al término, y sin embargo he admitido que ninguna poesía realmente grande, de la misma clase, ha sido escrita desde entonces. Podéis o no estar dispuestos a aceptar la distinción que he de hacer. Que cada gran obra poética tiende a hacer imposible la producción de obras igualmente grandes de la misma clase, es indiscutible. La razón puede ser formulada parcialmente en términos de un propósito consciente: ningún poeta de primer rango intentaría hacer de nuevo lo que ya ha sido hecho tan bien como se lo puede hacer en su idioma. Sólo después que el idioma —su cadencia, aun más que el vocabulario y la sintaxis— con el tiempo y los cambios sociales se ha alterado lo suficiente, puede ser posible otro poeta dramático tan grande como Shakespeare u otro poeta épico tan grande como Milton. No sólo todo gran poeta sino todo poeta genuino, aunque sea menor, cumple de una vez para siempre alguna posibilidad del idioma, y deja así una posibilidad para sus sucesores. El filón que ha agotado puede ser muy pequeño o puede representar alguna forma mayor de la poesía, la épica o la dramática. Pero lo que el gran poeta ha consumido es simplemente una forma, y no todo el idioma. El poeta clásico, por otra parte, agota no sólo una forma sino todo el lenguaje de su época; y cuando se trata de un poeta completamente clásico, el idioma de su tiempo será el idioma en su perfección. Así que no sólo hemos de tomar en cuenta al poeta sino también al idioma en que escribe: no se trata simplemente de que un poeta clásico agote el idioma sino también de que un idioma agotable es el que puede producir a un poeta clásico.

¿Podemos, pues, sentirnos inclinados a preguntar si no somos afortunados al poseer un idioma que, en vez de haber producido un clásico, puede ostentar una rica variedad en el pasado y la posibilidad de más innovaciones en el futuro? Ahora, mientras estamos adentro de una literatura, mientras hablamos el mismo idioma y fundamentalmente tenemos la misma cultura que produjo la literatura del pasado, queremos mantener dos cosas: orgullo en lo que nuestra literatura ya ha realizado, y fe en lo que aún puede realizar en el futuro. Si cesáramos de creer en el futuro, el pasado dejaría de ser del todo nuestropasado; se tornaría el pasado de una civilización muerta. Y esta consideración debe operar con particular fuerza sobre las mentes de quienes están empeñados en aumentar el acervo de la literatura inglesa. No hay clásico en inglés; por esto, cualquier poeta viviente puede decir: todavía existe la esperanza de que yo —y los que vengan después de mí, pues nadie puede afrontar con ecuanimidad el pensamiento de ser el último poeta, una vez que comprende lo que esto implica— pueda ser capaz de escribir algo que sea digno de conservarse. Pero, desde el punto de vista de la eternidad, semejante interés en el futuro carece de significado: cuando dos idiomas son idiomas muertos no podemos decir que uno de ellos sea el principal, a causa del número y variedad de sus poetas, o que lo sea el otro porque su genio esté expresado con más perfección en la obra de un poeta. Lo que quiero afirmar al mismo tiempo, es esto: que, porque el inglés es un idioma vivo y el idioma en el cual vivimos, podemos alegrarnos de que nunca se haya realizado enteramente en la obra de un poeta clásico; pero que, por otra parte, el criterio clásico es de vital importancia para nosotros. Lo necesitamos con el objeto de juzgar a nuestros poetas individuales, aunque nos rehusemos a juzgar el conjunto de nuestra literatura en comparación con una literatura que ha producido un clásico. Si una literatura ha de culminar en un clásico, depende del azar. En gran parte, sospecho que es un problema del grado de fusión de los elementos que hay dentro de ese idioma; de modo que los idiomas latinos pueden aproximarse más al clásico, no sólo porque son latinos sino porque son más homogéneos que el inglés, y por esto tienden con más naturalidad hacia el estilo común; en tanto que el inglés, siendo entre los grandes idiomas el más variado en sus componentes, tiende a la variedad más que a la perfección, necesitando un tiempo más largo para realizar su potencia y contiene, quizás, más posibilidades inexploradas. Tiene, quizás, la mayor capacidad para cambiar sin dejar de ser el mismo.

Me acerco ahora a la distinción entre el clásico relativo y el absoluto, a la distinción entre la literatura que puede ser llamada clásica en relación a su propio idioma y la que es clásica en relación a varios otros idiomas. Pero antes deseo indicar otra característica del clásico, fuera de las que ya he enumerado, que ayudará a establecer esta distinción y a marcar la diferencia entre un clásico como Pope y un clásico como Virgilio. Es conveniente recapitular ciertas afirmaciones que hice antes.

Sugerí, al comienzo, que un rasgo frecuente, si no universal, de la maduración de los individuos puede ser un proceso de selección (no del todo consciente), el desarrollo de algunas potencialidades con la exclusión de otras; y que una semejanza puede hallarse entre el desarrollo del idioma y el de la literatura. Si es así, debiéramos esperar que en una literatura clásica menor —como la nuestra de fines del siglo diecisiete y del siglo dieciocho— los elementos excluidos para llegar a la madurez serán más numerosos o más importantes; y esa satisfacción en el resultado siempre estará restringida por nuestra conciencia de las posibilidades del idioma que han sido ignoradas, reveladas en las obras de autores anteriores. La época clásica de la literatura inglesa no es representativa del genio total de la raza; como he insinuado, no podemos decir que ese genio esté realizado totalmente en ningún período, con el resultado que aún podemos, recurriendo a un período del pasado, contemplar posibilidades para el futuro. El idioma inglés ofrece amplio margen para divergencias legítimas de estilo; parece ser tal que ninguna época, y sin duda ningún escritor, puede establecer una norma. El idioma francés parece haber estado mucho más ligado a un estilo normal; pero, aun en francés, aunque el idioma pareciera haberse establecido de una vez por todas en el siglo diecisiete, hay un esprit gaulois, un elemento de riqueza presente en Rabelais y Villon, cuyo conocimiento puede modificar nuestra opinión sobre la totalidad de Racine o Molière, pues podemos sentir que no sólo está ausente sino que es incompatible con ella. Podemos, pues, llegar a la conclusión que el clásico perfecto debe ser aquel en el cual todo el genio de un pueblo estará latente, si no revelado; y que sólo puede aparecer en un idioma tal que todo su genio pueda estar presente al mismo tiempo. De acuerdo a esto, a nuestra lista de las características del clásico debemos agregar la amplitud. Dentro de sus limitaciones formales, el clásico debe expresar el máximo posible en todo el orden del sentimiento que representa el carácter del pueblo que habla ese idioma. Lo ha de representar en su máximo y ha de tener, también, la más amplia atracción: hallará su respuesta en el pueblo al cual pertenece, en todas las clases y condiciones de hombres. Cuando una obra literaria, más allá de esta amplitud en relación a su propio idioma, tiene una significación igual en relación a varias literaturas extranjeras, podemos decir que también tiene universalidad. Por ejemplo, podemos hablar con bastante justicia de la poesía de Goethe como clásica, a causa del lugar que ocupa en su propio idioma y literatura. Pero, a causa de su parcialidad, de la inestabilidad de una parte de su contenido y del germanismo de la sensibilidad, a causa de que Goethe aparece, a los ojos de un extranjero, limitado por su época, por su idioma y por su cultura de modo que no es representativo de la tradición europea y, como nuestros propios autores del siglo diecinueve, es un poco provinciano, no podemos llamarle clásico universal. Es un autor universal en el sentido que es un autor cuyas obras debieran ser conocidas por todo europeo; pero esto es otra cosa. Ni atendiendo a una u otra cosa podemos tener la esperanza de hallar el acceso inmediato al clásico en ningún idioma moderno. Es necesario recurrir a las dos lenguas muertas; es importante que estén muertas, pues a través de su muerte hemos obtenido nuestra herencia; en sí mismo, el hecho de que estén muertas no les daría valor, aparte de la circunstancia que todos los pueblos de Europa son sus beneficiarios. Y de todos los grandes poetas de Grecia y Roma, pienso que es a Virgilio a quien más le debemos de nuestro patrón del clásico; lo cual, lo repito, no es la misma cosa que pretender que él es el más grande, o a quien le estamos más obligados en todo sentido, pues es de una deuda particular que estoy hablando. Su amplitud, su clase particular de amplitud es debida a la posición única que ocupa en nuestra historia del Imperio Romano y del idioma latino; una posición que, puede decirse, se ajusta a su destino.

Este sentido del destino se hace consciente en la Eneida. Desde el principio hasta el fin. Eneas mismo es un “hombre del destino”, un hombre que no es un aventurero ni un intrigante, ni un vagabundo ni un profesional, sino un hombre que cumple su destino, no bajo compulsión o mandato arbitrario, y sin duda no por el incentivo de la gloria, sino entregando su voluntad a un poder más alto que está detrás de los dioses que quisieran frustrarle o gobernarle. Él hubiera preferido detenerse en Troya, pero se convierte en un exilado, en algo más grande y significativo que cualquier exilado; es exilado por un propósito más grande de lo que puede saber, pero al cual reconoce y no es, en un sentido humano, un hombre feliz o afortunado. Pero es el símbolo de Roma, y lo que Eneas es para Roma, la antigua Roma es para Europa. Así Virgilio adquiere la posición central del clásico único en su género; y está en el centro de la civilización europea, en una posición que ningún otro, poeta puede compartir o usurpar. El Imperio Romano y el idioma latino no fueron un imperio cualquiera y un idioma cualquiera sino un imperio y un idioma con un destino único en relación a nosotros; y el poeta en quien ese imperio y ese idioma cobraron conciencia y se expresaron es un poeta de un destino único.

Si Virgilio es así la conciencia de Roma y la voz suprema de su idioma, debe tener para nosotros una significación que no puede ser expresada completamente en términos de apreciación literaria y crítica. Pero, adhiriéndonos a los problemas de la literatura, o a los términos de la literatura al tratar de la vida, se nos permitirá denotar más de lo que enunciamos. En términos literarios, el valor de Virgilio para nosotros reside en que nos proporciona un criterio crítico. Como ya he dicho, podemos tener razones para alegrarnos porque este criterio nos sea proporcionado por un poeta que escribió en un idioma diferente al nuestro, pero ésa no es razón para rechazar el criterio. Mantener el patrón clásico y medir con él toda obra de arte individual es ver que, mientras nuestra literatura en conjunto puede contenerlo todo, cada obra particular puede ser defectuosa en algo. Éste puede ser un defecto necesario, un defecto sin el cual faltaría alguna cualidad presente; pero debemos considerarlo como un defecto, al mismo tiempo que lo consideramos una necesidad. En ausencia de este patrón del cual hablo, no podemos mantener claramente un patrón ante nuestros ojos si confiamos en nuestra sola literatura; pues así tendemos, en primer lugar, a admirar obras geniales por razones equivocadas —como cuando ensalzamos a Blake por su filosofía y a Hopkins por su estilo—, y de esto seguimos a un error mayor, a dar a lo de segunda clase un rango igual a lo de primera clase. En síntesis, sin la constante aplicación de la medida clásica, que debemos a Virgilio más que a ningún otro poeta, tendemos a volvernos provincianos.

Con “provinciano” quiero decir aquí algo más de lo que encuentro en las definiciones del diccionario. Por ejemplo, quiero decir algo más que “falto de la cultura o urbanidad de la capital”; aunque, ciertamente, Virgilio era de la Capital en tal grado que hace que parezca un poco provinciano cualquier poeta posterior de igual estatura; y quiero decir más que “estrecho de pensamiento, de cultura, de credo”, resbaladiza definición ésta, pues desde un punto de vista moderno y liberal, Dante era “estrecho de pensamiento, de cultura, de credo”, aunque bien puede ser que el Eclesiástico Tolerante resulte más provinciano que el Eclesiástico Estrecho. Quiero decir, también, una perversión de los valores, la exclusión de unos, la exageración de otros, que no resulta de la falta de vastas andanzas geográficas sino de la aplicación a toda la experiencia humana de patrones adquiridos dentro de un área limitada, la cual confunde lo contingente con lo esencial, lo efímero con lo permanente. En nuestra época, cuando más que nunca los hombres parecen inclinados a confundir sabiduría con conocimiento, y conocimiento con información, y a tratar de resolver los problemas de la vida en términos de ingeniería, está naciendo una nueva especie de provincialismo que quizás merece un nombre nuevo. Es un provincialismo no del espacio sino del tiempo; un provincialismo para el cual la historia es simplemente la crónica de las invenciones humanas que han servido en su oportunidad y que luego se han echado a la basura, para el cual el mundo es de propiedad exclusiva de los vivientes, una propiedad en la cual los muertos no tienen ninguna parte. La amenaza de esta clase de provincialismo es que todos, todos los pueblos del mundo podemos ser provincianos simultáneamente; y quienes no se conforman con ser provincianos sólo pueden ser ermitaños. Si esta clase de provincialismo conduce a una mayor tolerancia, en el sentido de la indulgencia, podrían decirse más cosas a su favor; pero parece más apto para hacernos indiferentes en asuntos en los cuales debiéramos mantener un dogma o patrón distintivo y para hacemos intolerantes en asuntos que debieran ser dejados a la preferencia local o personal. Podemos tener cuantas variedades de religión deseemos, con tal que enviemos nuestros hijos a las mismas escuelas.

Pero lo que me incumbe aquí sólo es el correctivo para el provincialismo en literatura. Necesitamos recordarnos que, así como Europa es un conjunto (y aun en su mutilación y desfiguración progresiva es el organismo del cual debe surgir cualquier armonía mayor del mundo), así también la literatura europea es un conjunto cuyos diversos miembros no pueden florecer si el mismo torrente sanguíneo no circula a través de todo el cuerpo. El torrente sanguíneo de la literatura europea son el griego y el latín, no como dos sistemas de circulación sino como uno solo, pues a través de Roma debe trazarse nuestro parentesco con Grecia. ¿Qué medida común de excelencia tenemos en la literatura, entre nuestros diversos idiomas, si no es la medida clásica? ¿Qué comprensión podemos tener la esperanza de conservar, excepto en nuestra herencia común de pensamiento y sentimiento en esos dos idiomas, para cuyo entendimiento ningún pueblo europeo ocupa una posición de ventaja respecto a ningún otro? Ningún idioma moderno podría aspirar a la universalidad del latín, ni siquiera si llegara a ser hablado por muchos millones más de los que hablaron latín, y ni siquiera aunque llegara a ser el medio universal de comunicación entre los pueblos de todas las lenguas y culturas. Ningún idioma moderno puede tener la esperanza de producir un clásico en el sentido que he llamado clásico a Virgilio. Nuestro clásico, el clásico de toda Europa, es Virgilio.

En nuestras diversas literaturas poseemos mucha riqueza para enorgullecemos, con la cual no posee nada comparable el latín; pero cada literatura tiene su grandeza no en el aislamiento sino a causa de su lugar en un patrón mayor, en un patrón establecido en Roma. He hablado de la nueva seriedad —gravedad, podría decir—, la nueva penetración en la historia ejemplificada por la dedicación de Eneas a Roma, a un futuro mucho más allá de su logro en vida. Su recompensa fue poco más que una ensenada y un matrimonio político en una madurez tediosa: sepultada su juventud, su sombra moviéndose entre las sombras al otro lado de Cumas. Y así, según dije, uno se representa el destino de la antigua Roma. Así podemos pensar de la literatura romana: a primera vista, una literatura de limitado alcance, con una reducida muestra de grandes nombres, pero universal como ninguna otra literatura puede serlo; una literatura que sacrificó inconscientemente, en cumplimiento de su destino en Europa, la opulencia y variedad de las lenguas posteriores con el objeto de producir, para nosotros, al clásico.

Es suficiente que este patrón fuera establecido de una vez por todas: la tarea no tendrá que ser realizada de nuevo. Pero el mantenimiento de este patrón es el precio de nuestra libertad, la defensa de la libertad contra el caos. Mediante nuestra observancia anual de piedad hacia el gran espíritu que guió el peregrinaje de Dante podemos recordamos esta obligación; hacia ese gran espíritu que, así como fue su función conducir a Dante hacia una visión que él nunca podría gozar, condujo a Europa hacia la cultura cristiana que nunca podría conocer, y que, hablando por última vez en el nuevo idioma italiano, dijo como adiós:

il temporal foco e l’eterno
veduto hai, figlio, e sei venuto in parte
dov’io per me più oltre non discerno.

Traducción de Enrique Luis Revol.
Revista Sur, julio-octubre de 1947, año XVI.
NOTAS:
[1] “Standard author”. En este caso, la palabra “standard” asume una de sus significaciones intransferibles al castellano, y de la cual “típico” sólo es un equivalente aproximado (N. del T.)







Píndaro e Ignacio Montes de Oca: Segunda oda olímpica

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SEGUNDA ODA OLIMPICA
A TERÓN, REY DE AGRIGENTO,
VENCEDOR CON EL CARRO.

¡Himnos, que de la lira
Monarcas sois y dueños!
¿Qué semidiós, qué numen,
Cuál héroe cantaremos?
De Júpiter es Pisa,
Y estableció los juegos
Olímpicos Alcides
Cual bélico trofeo.

Hoy celebrar el triunfo
Con voz sonora debo
Que la veloz cuadriga
Donó a Terón excelso,
Varón hospitalario,
Columna de Agrigento,
Flor de gloriosa raza,
Señor de vasto reino.

A esta sagrada margen
Trajo destino adverso
A sus mayores, astros
Del siciliano suelo.
Propicia la fortuna,
Oro y favor perpetuo,
De ingénitas virtudes
Les dio por justo premio.

¡Hijo de Rhea, Jove,
Que diriges el cielo,
Y el más alto certamen,
Y el cristalino Alfeo!
Por mi cantar movido,
A sus ilustres nietos
Conserven tus bondades
El heredado imperio.

Mas ¡ay! justo o injusto,
Lo que pasó, ni el Tiempo
A deshacer alcanza,
Aunque de todo es dueño.
Con mejor suerte, olvido
Vendrá: cuando consuelo
Manda el Hado, perece
Del mal hasta el recuerdo.

De Cadmo, a mi discurso
Sirven de noble ejemplo,
Las vírgenes augustas
Que tanto padecieron;
Pero de las cuitadas
Cedió el enorme duelo
De bienes más durables
Bajo el precioso peso.

Aunque del rayo herida,
De Olimpo bajo el techo
Vive Semele hermosa,
La de gentil cabello.
Minerva la ama siempre,
Jove la adora tierno,
Y su hijo (que de hiedras
Se corona) Lieo.

Vida inmortal de numen
Ino en el ponto inmenso
Lleva con las marinas
Hijas del gran Nereo.
El hombre de su muerte
No sabe ni el momento,
Ni si un día felice
Querrá engendrarle Febo.

Las olas de la vida
Con incesante juego,
Ya dan prosperidades,
Ya dolores sin cuento.
E l Hado así propicio
Sonrió a tus abuelos,
Haciéndolos dichosos,
Y grandes, y opulentos.

Mas antes la desgracia
Manchó el hogar paterno,
Desque el fatal Edipo
Con homicida acero
Atravesó a su padre
Layo, sin conocerlo,
El oráculo antiguo
De Pitona cumpliendo.

Erinis mira el crimen,
Y en fratricida duelo
Destruye vengativa
Sus vástagos guerreros;
Tersandro sobrevive
A Polinices muerto,
Famoso en la palestra
Y en combates sangrientos.

Él fue de los Adrástidas
Vengador y renuevo;
Progenitor del grande
Hijo de Enesidemo,
A cuyo triunfo, cantos
Encomiásticos debo
Consagrar, de mi lira
Con los sonoros ecos.

Terón en Pisa ciñe
Su frente sola. En Delfos
Y el Istmo, con su hermano
Divide los trofeos
Que a sus cuadrigas áureas
Concede fallo recto,
Al verlas doce veces
Girar con raudo vuelo.

El gozo que da el triunfo
Destierra el humor negro.
Riqueza que acompaña
A la virtud y al mérito
A la victoria al hombre
Lleva por mil senderos,
Y, astro luciente, excita
Noble ambición su fuego.

No ocúltase a quien goza
Tal bien, lo venidero:
Sabe qué penas sufren
Las almas de los muertos;
Crímenes cometidos
De Jove en el imperio,
Castiga inexorable
Un juez en el Infierno.

Cual de día, en las noches
Alumbra el sol al bueno.
¡Cuan superior su vida
Es a la del perverso!
Labrar no necesita
El ingrato terreno,
Ni atravesar los mares
En busca de sustento.

Al lado de los Dioses
Que venera el Averno,
Los que guardaron fieles
Sus santos juramentos
Sin lágrimas disfrutan
Reposo sempiterno,
Mientras al malo afligen
Terríficos tormentos.

Y a los que por tres veces
Cambiando mortal velo,
Sin pecado en el mundo
Y en el Orco vivieron,
De Júpiter les abre
El benigno decreto
Camino de Saturno
Hasta el alcázar regio.

¡Oh, cuan bella es la isla
De los santos recreo!
La bañan perfumadas
Las brisas del Océano;
Brillan doradas flores,
Ya sobre el verde suelo,
Ya en los copudos árboles,
O ya del agua en medio.

Guirnaldas entretejen
Y sartas con sus pétalos,
Con que alegres circundan
Frente, manos y cuello,
Los bienaventurados
Que a aquel paraje ameno,
De Radamanto envía
E l fallo justiciero.

Saturno, que disfruta
E l más sublime asiento
En Olimpo, y de Rhea
E l conyugal afecto,
Por asesor lo tiene;
Y entrambos concedieron
Estancia en aquella isla
A Cadmo y a Peleo.

Allí condujo Tetis,
Ablandando con ruegos
E l corazón de Jove,
A Aquiles, cuyo acero
Derribó a la columna
Invicta de Ilión, Héctor,
Y a Cicno, y de la Aurora
Al vástago moreno.

Mil dardos voladores
E n el carcaj reservo
Pendiente de mis hombros,
Que disparar deseo;
Pero tan sólo el sabio
Puede entender mis versos,
E intérpretes sufridos
Requiere el vulgo necio.

Al cielo eleva al vate
Su natural talento;
Pero aquel a quien forma
Estudio sin ingenio,
Insoportable grazna
Como estúpido cuervo
Que al águila de Jove
Quiere seguir rastrero.

Al blanco ¡oh Musa mía!
Tiende el arco certero.
¿A quién nuestras benévolas
Flechas dirigiremos?
Oíd los que, apuntando
A la ínclita Agrigento,
Entusiasmado entono
Elogios verdaderos:

Desque, cien años hace,
Surgió de sus cimientos
La gran Ciudad (lo juro),
No produjo su seno
Amigo más constante,
Príncipe más benéfico,
Que Terón, de varones
Generoso modelo.

Su fama excita envidia;
E ingratos turbulentos
Pretenden con maldades
Oscurecer sus hechos.
¡E n vano! ¿Quién la arena
Contó del mar inmenso?
¿Ni quién narrar podría
Sus favores sin cuento?

Léon Bloy: Parc-la-Vallière y los Poulot

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Con motivo de la publicación en papel de nuestra edición en papel de La mujer pobre de Léon Bloy, los invitamos a disfrutar de la lectura de este capitulo de esa obra mayor del Mendigo ingrato.

https://delamirandola.wordpress.com/2017/03/20/leon-bloy-la-mujer-pobre/

PARC-LA-VALLIÈRE Y LOS POULOT
LA MUJER POBRE. SEGUNDA PARTE. CAPÍTULO XV

Parc-la-Vallière es uno de los suburbios más banales de París. Banal y triste más allá de cuanto puede expresarse. En ese lugar, según se cuenta, la famosa amante de Luis XIV real­mente tuvo un parque, el que aún existía hace treinta o cua­renta años, pero del que ya no subsiste el menor vestigio. La finca, parcelada en lotes innumerables, se le vendió a una elegible descendencia de la servidumbre de las putas del rey, estirpe palurda y avarienta a la que sería pueril interrogar acerca de las Tres Personas divinas.

El pueblo obeso que reemplazó al suntuoso oquedal de otros tiempos es un amontonamiento de pequeños propieta­rios apretados y aplastados unos sobre otros como sardinas en lata, hasta el punto, según parece, de no poder hacer uso alguno de sus huevas ni de su lechaza.

Antiguos criados convertidos en capitalistas a fuerza de rapiñarles a sus amos, o comerciantes de escaso calibre reti­rados de los negocios después de vender durante medio siglo, engañando en el peso, mercaderías en mal estado, brindan, en general, el ejemplo de los cabellos blancos y de algunas apáticas virtudes preconizadas por la experiencia.

El resto de los vecinos notables está formado por emplea­dos de diversas oficinas parisinas, idólatras de la naturaleza a quienes exalta el olor a estiércol y que combaten las hemo­rroides yendo a hacer compras.
Con excepción de las acacias y los plátanos achicharrados de la avenida principal, en vano se buscaría un árbol como la gente en esa región que fue un bosque. Uno de los rasgos más característicos del pequeño burgués es su odio a los árboles. Odio furioso y vigilante, al que sólo puede superar su aborre­cimiento por las estrellas o el imperfecto del subjuntivo[1].

Apenas si tolera, estremeciéndose de rabia, los árboles fru­tales, los que rinden, pero con la condición de que esos vege­tales desdichados crezcan reptando humildemente contra los muros y no priven de luz a la huerta, ya que al pequeño bur­gués le gusta el sol. Es el único astro al que protege.

Léopold y Clotilde estaban allí, muy cerca del cementerio de Bagneux, y tenían algunos metros cuadrados de tierra cultivable delante de la casa. Estas dos circunstancias habían determinado su elección. Aunque privados de sombra y asa­dos la mitad del día, gozaban de un poco de aire fluido y de una apariencia de tranquilidad.

Una apariencia, nada más, y que no debía durar, porque se encontraban lejos del fin de sus penas y seguían sintiendo sobre ellos la Mano que aplasta.

El vecindario, al principio, no les fue hostil. Sin duda los nuevos inquilinos parecían ser personas muy modestas, lo que ninguna asamblea de lacayos o de tenderos tolera, pero era posible, después de todo, que no fuese sino una artimaña, una astucia de pícaros, y que, en el fondo, los nuevos inquili­nos tuviesen más moscade lo que dejaban ver. Además, el porte elevado de uno y otro, que, en comparación, rebajaba en el acto a todo ese bonito vecindario al nivel de la bosta, desconcertaba y desorientaba a los jueces. Primero tenían que calarlos bien, ¿verdad? No les faltaría tiempo para liquidar­los. Cautelosamente se organizó una vigilancia puntillosa.

Fue en tales circunstancias cuando conocieron a los Pou­lot [2]. Eran los vecinos de enfrente, que alquilaban, como ellos, una casa cuyas ventanas daban a su jardín y desde las que la mirada podía penetrar hasta sus cuartos. Mamíferos ordinarios, según pudieron suponer, pero que desde el primer día mostraron una especie de amabilidad, declarando que entre vecinos había que ayudarse, que la unión hace la fuerza, que a menudo necesitamos a quienes son más humil­des que nosotros, etc.; tales eran sus principios, y, efectiva­mente, les hicieron pequeños favores, que los trastornos de la mudanza obligaban a aceptar.

Poco capaces de observación atenta, los dos sufrientes no se alarmaron en absoluto ante estas atenciones, que les pare­cieron muy sencillas, y, al principio, les pasó desapercibida la vulgaridad innoble de sus obsequiosos vecinos, a los que benévolamente imaginaron dotados de alguna apreciable superioridad sobre los animales. Los Poulot maniobraron de tal forma que lograron colarse, hacerse admitir, en el instante mismo en que comenzaba a hacerse sentir imperiosamente la necesidad de no verlos más.

El señor Poulot tenía una “oficina de negocios” y confe­saba, no sin orgullo, haber sido antes funcionario de justicia, en una ciudad situada no muy lejos de Marsella, sin explicar, sin embargo, la abdicación prematura que lo había sacado de ese ministerio, ya que no había envejecido en su función y no tenía más de cincuenta años.

El digno caballero, flemático y tieso, tenía aproximada­mente la jovialidad de una lombriz solitaria en un tarro de farmacia. Sin embargo, cuando había bebido en compañía de su mujer algunos vasos de ajenjo, según pronto se supo, le flameaban los pómulos en lo alto del rostro, como dos acan­tilados en una noche de mar embravecido. Entonces, del cen­tro de la cara, cuyo color hacía pensar extrañamente en el cuero de un camello de Tartaria en la época de la muda, so­bresalía una trompa judaica cuya punta, por lo común cu­bierta de una filigrana de estrías violáceas, se ponía de pronto rubicunda y semejaba una lámpara de altar.

Debajo de ésta se escurría una boca necia e impracticable, encapuchada con uno esos enmarañados bigotes que lucen algunos alguaciles para dar una apariencia de ferocidad mili­tar a la cobardía profesional de su congregación.

Nada hay que decir de los ojos, que a lo sumo hubieran podido compararse, en lo tocante a la expresión, con los de una foca repleta, cuando acaba de hartarse y comienza el éxtasis de la digestión.

Su aspecto, en conjunto, era el de un modesto gallina acostumbrado a temblar frente a su mujer, y tan aclimatado al claroscuro que siempre parecía estar proyectando sobre sí mismo su propia sombra.

Su presencia hubiera pasado totalmente desapercibida de no haber sido por una voz en que se aunaban todas las bocas del Ródano, que sonaba como el olifante en las primeras síla­bas de cada palabra y se prolongaba en las últimas, a la ma­nera de un mugido nasal capaz de hacer chirriar las guitarras. Cuando el ex representante de la fuerza pública vociferaba en su casa tal o cual axioma indiscutible sobre los caprichos de la atmósfera, los transeúntes hubieran podido creer que al­guien estaba hablando en una habitación vacía... o en el fondo de un sótano, ¡de tan contagiosa que era la vacuidad del personaje!

Ahora bien, el señor Poulot no era nada, absolutamente nada, comparado con la señora de Poulot.

En ésta parecía renacer la masilla de los más estimables paneles murales del siglo pasado. No porque fuese encanta­dora o ingeniosa, ni porque guardara, con gracia traviesa, corderos floridos a orillas de un río. Era más bien parecida a un sapo y de una estupidez melindrosa que dejaba suponer un rebaño menos bucólico. Pero en su apariencia o en sus posturas había algo que encrespabaincreíblemente la imagi­nación.

La fama le atribuía, como en la metempsicosis, una exis­tencia anterior muy baqueteada, una carrera muy movida, y se decía, en el lavadero comunal o en la vinería, que al fin y al cabo, para ser una mujer que había calavereado tanto, pese a sus cuarenta años no se conservaba tan mal.

Había hecho falta nada menos que su encuentro con el funcionario para fomentar la peripecia que afligió a tantos cuartos amueblados y que hizo derramar lágrimas tan amar­gas en las ensaladeras de la Rue Cambronne.

Después de pasar algunas semanas soterrados, ella y su conquistador, en un antro de la Rue des Canettes, no lejos del catre del ilustre Nicolardot [3], acabaron por casarse en la iglesia de Saint-Sulpice para poner fin a un amancebamiento adorable, pero prohibido, cuya embriaguez condenaban los principios religiosos de uno y otro.

Así purificados de sus escorias y con una hipotética bolsa de escudos a la rastra, gozaban de una provisoria e imperso­nal consideración en Parc-la-Vallière, a donde poco tiempo después habían ido a libar la miel de su luna.

Esta consideración, sin embargo, no bastaba para permi­tirles poner el pie en alguna casa de familia estimable. Aun­que la señora de Poulot, que no lograba reponerse del hecho de haberse casado con alguien, gritaba en todo momento y por cualquier razón: ¡Mi marido!, como si esas cuatro sílabas fuesen un ábrete sésamo, todo el mundo seguía viendo sus antiguos callejeos, y recordaban muy bien la sucia labor de su compañero, sobre todo porque éste andaba actualmente ma­quinando, por acá y por allá, oscuros chanchullos.

Poco dotada de vocación eremítica, fue, por ende, forzoso que la dolorida cónyuge del funcionario se conformase fre­cuentando a las más o menos porcachonas sirvientas, cocine­ras o concubinas de sepultureros de los alrededores, a quienes generosamente invitaba a beber en su casa para hacerles ad­mirar su “alianza” y deslumbrarlas con los veinticinco mil francos que su marido le había “reconocido”.

A menudo, la ex emperatriz del colchón condescendía, a la manera de una castellana propicia, a charlas de esquina con los pescaderos o los verduleros, cuyo mercantilismo se exaltaba hasta llevarlos a pasarle la mano por la grupa. Era su manera de notificarles a todos los soberbios su indepen­dencia y su grandeza de espíritu.

Con el pelo suelto y las medias amontonadas en espiral sobre unas pantuflas de tacos gastados, despechugada, empa­quetada en una falda roja cortada por detrás en abanico, indolentemente apoyada contra el carro, a veces hasta mon­tada a horcajadas en las varas, se brindaba entonces, mu­grienta y orgullosa, a las miradas exploradoras del populacho.

Su conversación, por lo demás, carecía de misterio, por­que gritaba, si es posible decirlo, tanto como una vaca olvi­dada en un tren de carga.

Mucho menos altivo, el marido lavaba los platos, coci­naba, hacía las camas, lustraba los zapatos, planchaba, hasta zurcía si hacía falta, sin perjuicio de sus asuntos contenciosos, que por suerte le dejaban bastante tiempo libre.

Los nuevos vecinos, que estaban sobre todo ocupados en curar las espantosas llagas de sus corazones, ignoraron este poema durante bastante tiempo. No se daban con nadie y por el momento sólo habían conocido a los Poulot, a los que hubiera sido necesario llevarse por delante para poder fingir no haberlos visto. Además, como todos los evadidos, creían haber dejado atrás al demonio de su infortunio y no se les ocurrió prever que éste galoparía delante de ellos como una avanzada.

Lo primero que uno notaba en la señora de Poulot eran los bigotes. No el cepillo viril, tupido y victorioso de su marido, sino un diminuto pincelito sobre la comisura, un asomo de pelusa de osezna que acaba de nacer. Parece que hubo quie­nes se pelearon por eso. ¡El enérgico pigmento de esos pelos armonizaba tan bien con la salsa de alcaparras de su cara, lavada tan sólo por la lluvia de los cielos y que coronaba, como un nido de chorlito, una oscura pelambre enemiga del peine!

Los ojos, de un matiz impreciso y una movilidad inconce­bible, y cuya mirada desafiaba el pudor de los hombres, siempre parecían estar vendiendo mejillones en un puesto del mercado de abastos.

También la forma exacta de la boca eludía la observación, de tanto que esa tronera del improperio y la obscenidad se esforzaba, se contorsionaba y se agitaba para conseguir esos mohínes preciosos que caracterizan a la más suculenta mitad de un funcionario ministerial.

Desproporcionada, por otra parte, cuadrada de espaldas, desprovista de cuello y de cintura, su busto, amasado en otros tiempos por manos inartísticas, debía de tener, debajo de una blusa muy pocas veces enjabonada, las cualidades plásticas de un cuarto de ternera que unos perros, después de arras­trarlo por el suelo y en su urgencia por huir, hubieran ori­nado antes de abandonarlo. Eso explicaba, sin duda, el uso frecuente de batones, reliquias de antiguos ajuares, cuya transparencia había sido mitigada por la austeridad conyugal. La misma causa, muy probablemente, justificaba la rapidez habitual con que se trasladaba de un lugar a otro cuando andaba por la calle, con la cara resueltamente alzada hacia los astros, como si esperara de esa postura una feliz modifica­ción de su columna vertebral, encorvada, acaso un poco más de lo necesario, por el pesado yugo de los nuevos deberes.

Salvo por todo esto, era, al menos en su propia opinión, la princesa más excitante del mundo, y había que renunciar de buen grado a encontrar una mujer que se considerase más exquisita. Cuando se acodaba a la ventana y dejaba vagar la mirada por el espacio, sobándose suavemente los gordos bra­zos, mientras el marido lavaba los platos, parecía decirle al mundo entero:

—Bueno, ¿qué les parece, eh? ¿Dónde está la florcita pre­ciosa, la manzanita de amor, la caquita de Venus? ¡Ja, ja! ¡Qué van a saber ustedes, pedazos de guarangos, manga de burros, alcornoques! ¡Mírenme a mí y van a ver! ¡Soy yo, yo misma, una servidora, la cachorrita de su cachorro, la pi­choncita de su pichón! Sí, ya los oigo, mis puerquitos. Lo bien que les vendría esta golosina, ¿eh? No se aburrirían, no. Pero nada que hacerle. ¡Una es una mujer decente, una santa vir­gencita del Señor! Eso los deja con la boca abierta, ¿no? Me importa tres cominos. Se mira y no se toca, así es la cosa.

El dichoso Poulot, ¿era o no era cornudo? Nunca se dilu­cidó esta cuestión. Por inverosímil que pueda parecer, la cre­encia general era que ella reservaba para él todos sus tesoros. Tal era, al menos, la opinión de la tripera y del pocero, com­petentes autoridades a las que hubiera sido bastante temera­rio desmentir.

Lo incuestionable era que las ausencias del funcionario, obligado algunas veces a poner en movimiento su don de gentes, sólo producían en su mujer una benigna y remediable desolación. Segura de sí misma, cantaba entonces una de esas sentimentales romanzas que, en las casas de lenocinio, les gustan con locura a los corazones deshojados, y que, en las horas pesadas y ociosas de la tarde, las Ariadnas de párpados maquillados canturrean para solaz del paseante valetudina­rio.

Virtuosa llena de bondad, abría de par en par la ventana para brindar a todo el vecindario la limosna de su nostálgico gorjeo. El amor no correspondido era sin duda un poco garga­jeante, y El pálido viajeroolía vagamente a trapo de cocina. Por momentos, fuerza es confesarlo, algunos vecinos refracta­rios a la poesía se encerraban a cal y canto. Pero ¿era ésa una razón, acaso, para negársela a los demás? No se amordaza a los nobles corazones, el aguardiente sabe lo que vale y el pájaro azul no se deja cortar las alas.

Pero, se encontrase sola o no, uno siempre estaba seguro de oír su risa. Todos la habían oído, todos la conocían, y con razón se la consideraba una de las curiosidades del lugar.

Los accesos eran tan frecuentes, tan continuos, que no se necesitaba casi nada para provocarlos, y resultaba imposible concebir que semejante cascada sonora pudiese brotar de una garganta meramente humana.

Un día entre tantos, el veterinario comprobó, cronómetro en mano, que el girar de la polea duraba, en promedio, ciento treinta segundos, fenómeno que a un fisiólogo le costará creer.

En lo relativo al efecto sobre los tímpanos, ¿quién lo podría describir? Las imágenes resultan insuficientes. Con todo, ese ruido extraordinario se hubiese podido comparar a los saltos de un trompo alemán en un caldero, pero con una potencia de vibración infinitamente superior y que hubiera sido difícil evaluar. Se lo oía por encima de los techos, desde cientos de metros de distancia, y, para algunos pensadores suburbanos, era la ocasión incesantemente renovada de pre­guntarse si ese caso excepcional de histeria requería garrota­zos o exorcismo.
Ya lo hemos dicho: Léopold y Clotilde, que acababan de instalarse, ignoraban todas estas lindas cosas. Como por en­cantamiento, desde su llegada el grito de la marrana apenas si se había dejado oír. Los Poulot, sin embargo, a quienes más de una vez se habían tenido que tragar, les resultaban singu­larmente apestosos. Léopold, sobre todo, manifestaba una impaciencia bastante cercana a la indignación más excitada.

—¡Ya estoy más que harto de esa bendita pareja! —dijo una noche—. Es insoportable verse asediado de tal modo en la propia casa por gente a la que uno no le debe ni un cen­tavo. Realmente, me parece que nuestro último casero, con su abierta ruindad, era menos inmundo que estos vecinos de mal agüero con su grosería encubierta. ¿No te hablaba acaso ese adefesio, hace un rato, de su rosario, que se las da de recitar todo el tiempo, porque vio aquí dos o tres imágenes religio­sas? Bien que me gustaría verlo, ese objeto de su piedad. Confieso que me cuesta imaginarlo en ese pecho de mujer­zuela. ¿No será mejor que simplemente los eche a la calle cuando vuelvan? ¿Qué te parece, querida?

—Me parece que esa mujer tal vez no mintió y que tú no has dejado de ser un violento, Léopold. Esa gente, lo reco­nozco, me gusta muy poco. Pero ¿quién sabe? ¿Los conoce­mos, acaso?
Léopold no contestó, pero era por lo menos evidente que en él no hacía mella la duda caritativa insinuada por su mu­jer. Ésta no insistió más y se sumió también en un triste silen­cio, como si hubiera visto pasar sombrías imágenes.



Traducción de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán
Léon Bloy - La mujer pobre.
EDLM, primera edición en epub, abril de 2014.


[1]La casi total desaparición del imperfecto del subjuntivo del francés ac­tual, aun en su forma escrita, sería un signo evidente, para Bloy, del triunfo supremo del “pequeño burgués”.
[2]Bloy juega en lo que sigue con las connotaciones de poulot, término afec­tuoso derivado de poule, ‘gallina’, poulet, ‘pollo’.
[3]Louis Nicolardot (1822-1888), periodista, ensayista y crítico francés, de puntos de vista radicalmente conservadores en literatura, política y religión, autor de violentos panfletos contra Voltaire, Sainte-Beuve y Théophile Gautier. Vivió y murió en la mayor de las miserias.

Johannes Nider y Mosén Oja Timorato: De los maleficios y los demonios. Velada segunda

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VELADA SEGUNDA

Reunidos de nuevo los cuatro amigos, tomó M. la palabra después de leer lo escrito por el padre Ceballos sobre los oráculos y dijo: He examinado los libros del Martilloy el Hormiguero, y me he convencido de que el primero, por su difusión, y por el escolasticismo del género viciado que lo informa, ha de producir en ustedes verdadero hastío, lo que no creo suceda con la lectura del segundo, cuyos curiosísimos diálogos no podrán menos de cautivar agradablemente la atención. Por esto, y porque todo lo más interesante que los autores del Martillopusieron en su obra, lo tomaron los del Hormiguero, me he decidido a traducir a ustedes éste, y dejar aquél. Pero ante todas cosas, conveniente será el que haga algunas advertencias.

No es todo el Hormiguerode Fray Juan Nyder el que voy a leer, sino solo el libro quinto, que es el que tiene conexión con el Martillo, y el único que poseo, sacado de entre los trebejos de una mesa revuelta de la feria.

Aun cuando no he olvidado lo que respecto a traducciones enseña Horacio, ni lo que dice el gran Padre San Gerónimo, he de traducir palabra por palabra, en cuanto me sea posible; pues creo que sólo de esa manera vendrá a tener la traducción el sabor, digámoslo así, del original. Quiero que se oiga hablar a Nyder, y no a mí, y que suene la voz de la Edad Media, y no la del siglo XIX. Bien, que en las traslaciones del hebreo al griego, o de éste al latín, resultan hasta absurdos de traducir palabra por palabra, mas, tratándose de dos lenguas, nacida la una de la otra, de tal manera semejantes, que continuamente se confunde la madre con la hija y ésta con aquélla, no hay peligro de que la traducción palabra por palabra, tape y cubra el sentido, y sea como la grama, que con su hermosura, echa a perder y ahoga los sembrados; antes es de temer en las traducciones libres, lo que yo he visto con dolor más de una vez, a saber, que de tal manera desfiguran los originales, que no los conocerían los padres que los engendraron. Esto no quiere decir que no se presenten ocasiones, y acaso a mí se me ofrezcan, en que sea preciso hacer alguna excepción, según el buen juicio y prudencia del traductor.

Por lo mismo que pienso ceñirme al autor en cuanto pueda, y por lo mismo que voy a traducir así, de repente, y como si dijéramos, y ahora se dice, al correr de la pluma, no hay para qué esperar de mí grandes rasgos de elocuencia, ni atildamiento en las frases, ni ese artificio de períodos, con que otros, a fuerza de líneas y de compases, deslumbran a sus lectores, sin que siempre logren ocultar los litros de óleo que ha embebido el condimento. El lenguaje de Fray Juan Nyder es sencillo, como que lo usa con un ignorante; y fuera de que no soy un Cicerón, ni mucho menos; y fuera de que todo lo que sale de la naturalidad, me es repulsivo; y fuera de que no tengo pretensiones, ni espero que por este trabajo me hagan Patriarca de las Indias, u otra cosa parecida; ni yo he de poner a Nyder entre los brillantes follajes de una oratoria, que no es la suya, ni ustedes habrán de exigir lo que para nada necesitan, ni acaso desean.

R. —Venga ya el Hormigueroen la forma y manera que usted guste de dárnoslo, pues sea lo que fuere, siempre entenderemos que es la mejor, y siempre le quedaremos agradecidos, por la amabilidad con que se ha prestado a amenizar nuestros oídos.

M. —Empieza Nyder su Formicarium con las siguientes palabras del capítulo VI del Libro de los Proverbios: «Anda, oh perezoso, ve a la hormiga, y considera su obra, y aprende a ser sabio. Ella, sin tener guía, sin maestro ni caudillo, se provee de alimento durante el verano, y recoge su comida al tiempo de la siega.»

Habla en los cuatro primeros libros de las propiedades de las hormigas, haciendo ingeniosas y doctísimas aplicaciones, y concluye con el libro V que los editores del MalleusMaleficarumañadieron a la obra de Spenger e Institor, anunciándolo en los siguientes términos:

«Libro insigne de Fray Juan Nyder Suevo, del Orden de predicadores, profesor de sagrada teología e inquisidor de la peste herética [1]sobre los maléficos y sus decepciones, escogido con singular estudio del Hormiguero del mismo, para la explicación del presente negocio, y añadido ahora por primera vez, por la afinidad y conveniencia con otras materias del Martillo de Maléficas.»


CAPÍTULO PRIMERO

Ahora, por el librito V, acerca de las propiedades de las hormigas, pláceme tratar de los maléficos y de sus decepciones.

Son las hormigas varias en los colores, porque unas son negras, otras rojas o amarillas. Mas por sus colores puede entenderse la varia condición de los vicios, aunque los mismos animales sean de sí buenos, como todas las criaturas de Dios. Así como por la blancura y candor de los vestidos, según San Gregorio, se acostumbró a entender la pureza y limpieza de las virtudes, así también por los colores, que se apartaban más o menos de la blancura [2], se significaba la mayor o menor enormidad de los vicios, como se ve por la Sagrada Escritura [3].

Perezoso [4]. —Pues deseo conocer primeramente por qué medios y de qué manera son regidos, dominados y elementados por los demonios los maléficos, los supersticiosos y los a estos semejantes; pues no dudo de que hay varios de ellos más negros que los carbones en los vicios y en la malicia, según aquello de los Threnos: «Negra, más que los carbones, es su cara, y no son conocidos en las plazas.»

Teólogo. —El alma humana, oprimida por la mole del cuerpo, en el destierro de esta vida, y cautiva en la cárcel del mismo, es burlada por muchas especies de fantasía, de las que se hablará en adelante, bastando por ahora decir que pueden ocurrir a los sentidos interiores y exteriores apariencias raras y admirables.

Unos despiertos ven cosas extraordinarias por virtud de la gracia divina; otros las ven porque están viciados sus cerebros, y otros por la astucia del demonio. De los primeros fueron algunos profetas, de los segundos son los maníacos y de los terceros, muchos endemoniados.

Acontece que la clemencia de Dios, manifiesta algunas veces a grandes pecadores, las penas de las almas en la otra vida.

Los que lean a San Alberto en el libro III de El sueño y la vigilia, y a Avicena y Galeno en sus Medicinales, sabrán que del vicio y debilidad del cerebro y de melancolía, se contrae naturalmente la enfermedad que llaman manía, sin que en ello intervenga el demonio; por cuya enfermedad aparecen al hombre muchas cosas, que no existen más que en su imaginación y fantasía.

De cómo los hombres son engañados en sus sentidos por los demonios, hay innumerables ejemplos.

Perezoso. —Hemos oído algunas veces a los antiguos, que ellos, según afirmaban, habían visto durante la noche ejércitos de armados, y deseo saber qué hay de verdad en esto.

Teólogo. —Tales prodigios pronostican algunas veces futuras guerras; otras engañan con ellos los demonios a los incautos; y otras, en fin, indican cuales sean las penas de los malos. De todos tenemos ejemplos, así en la Sagrada Escritura, como en otras partes.

Cuando Josué entró en la tierra de promisión por primera vez para tomar a Jericó, alzó los ojos, y vio en el campo un varón puesto en pie, que le salía al encuentro con la espada desenvainada, a quien preguntó: «¿Eres tú de los nuestros o de los enemigos?» Y él le respondió: «No, mas soy el príncipe del ejército del Señor, y ahora vengo [5].»  Y postrado Josué en tierra le adoró.

También cuando Eliodoro entró con el propósito de despojar el templo, apareció un caballo que llevaba un terrible jinete, adornado de los mejores vestidos, y que con los pies delanteros chocó con gran ímpetu contra el mismo Eliodoro. El que sobre él iba llevaba armas doradas. Aparecieron al propio tiempo dos jóvenes hermosos que azotaron a Eliodoro, dándole golpes sin intermisión.

Antes de la crudísima persecución de Israel, hecha por Antíoco, se vieron en toda la ciudad de Jerusalén, por espacio de cuarenta días, caballeros con doradas vestiduras, huestes armadas, choques de escudos, multitud de gladiadores luchando, saetas lanzadas, resplandor de armas y de lorigas de todos géneros, por lo que todos rogaban que se convirtiesen en bien aquellos prodigios.

Hallándose en una batalla Judas Macabeo, cuando se estaba en lo más recio de la pelea, aparecieron del cielo a los enemigos cinco hombres sobre caballos adornados de frenos de oro, guiando a los judíos, y dos de ellos teniendo en medio a Macabeo, cubriéndolo con sus armas, le guardaban de manera, que no recibió daño; y contra los enemigos lanzaban dardos y rayos, con lo que caían confusos, ciegos y llenos de turbación.

También, marchando Judas con los suyos a otra guerra, con ánimo denodado, apareció un caballero vestido de blanco con armas de oro, que iba delante de ellos vibrando una lanza.

En otra ocasión vio el Macabeo a Orías y Jeremías, y que éste extendió su mano derecha y le dio una espada de oro, diciéndole: «Toma esta santa espada como don de Dios, con que derribarás los enemigos de mi pueblo de Israel

De la misma manera, aterrado el criado de Eliseo al ver que los sirios rodeaban en gran multitud el monte, hecha oración por el mismo Eliseo para que los ojos del criado se abriesen, vio éste el monte lleno de caballos y carros de fuego rodeando a Eliseo, quien le dijo: «No temas, pues más están con nosotros que con ellos

Cosas semejantes leemos de los ejércitos de armados, vistos en el aire antes de la destrucción de Jerusalén, causada por Tito y Vespasiano; acerca de lo cual, dice Josefo en el libro último de la guerra judaica: «Sobre la ciudad estuvo una estrella, semejante a una espada, que se vio por espacio de un año; también se vieron en el aire cometas antes de ponerse el sol, carros de hierro por todas las regiones, ejércitos armados y muchas cosas a este tenor[6]

Asimismo, antes de ser derramada la sangre de los cristianos en Italia, en tiempo de los godos y longobardos, se vieron aquellos ejércitos, según refiere San Gregorio en la homilía sobre las palabras de San Lucas: «Habrá señales en el sol y la luna», donde dice: «Antes de que Italia fuese estragada para ser herida por la espada gentil, vimos ejércitos de fuego que resplandecían con la misma sangre humana que después se derramó [7]

 De lo expuesto, se deduce que las apariciones de ejércitos, cuando Dios las permite, anuncian o predicen futuros males de guerras, ya para dar esperanzas de victoria a aquellos que la merecieron, ya para que los malos conozcan la pena divina, ya para armar a los buenos e inocentes del escudo de la paciencia contra los acontecimientos infaustos; porque todas las cosas son dones de Dios, transmitidas a este mundo del tesoro de la Divina Providencia.

Además, en el tiempo en que al reino de Bohemia y sus partes adyacentes amenazaba gravísimo mal, por las diferentes sectas religiosas y la frecuencia de muertes violentas, reunidos en Núremberg muchos obispos de Alemania, oí a Pedro, Obispo Augustense, varón digno de fe, que cerca de los límites de dicho reino y en las horas de la noche, se oyeron en cierto valle voces y conversaciones de hombres montados en caballos, vestidos de varios colores; lo que muchos, estupefactos, interpretaban de varias maneras. Dos soldados atrevidos de un real poco distante del lugar de aquellos portentos, se dirigieron hacia el valle donde solían verse, queriendo saber lo que en ellos había de verdad. Antes de que se determinasen a acercarse, el uno de los militares amedrentado, dijo al otro: «Bástenos con lo que hemos visto: yo no me aproximaré, porque dicho tienen los antiguos, que ninguno debe chancearse con estas cosas.» El compañero, increpándole por su cobardía, espoleó el caballo y se llegó a aquellos ejércitos; de los que, saliendo un guerrero, cortó la cabeza al temerario, volviéndose a los suyos, y viéndolo el que se había mostrado tímido, huyó, anunciando el funesto suceso. Al día siguiente se hallaron el cuerpo y la cabeza separados en el valle donde se habían visto los ejércitos, sin que allí apareciese vestigio alguno de hombres ni de caballos, sino solamente algunas señales de aves.

Tuvimos trabajando en la iglesia de Colomiers a un pintor, que padecía tres enfermedades; porque en el color más bien se asemejaba a un muerto que a un vivo; estaba casi enteramente sordo, y hablaba muy balbuciente; y como yo hubiese oído que aquellas enfermedades le habían provenido con la aparición de cierto fantasma, le interrogué acerca de ello, y me refirió lo siguiente: «Siendo joven y habiéndome estado casi todo el día en la tienda con mis compañeros, en una noche oscura me ceñí la espada y emprendí el camino hacia otra ciudad (que me nombró) apresurándome a llegar a ella; mas estando en unas viñas, vi que salían al encuentro cosas terribles, no en el mismo camino por donde yo marchaba, sino cerca de él; por lo cual, apartándome de la vía, desnudé la espada, y animado de la fatuidad juvenil y el calor de vencer, tiré un golpe al acaso hacia el sitio del fantasma. Pero, sin ver a nadie, sentí en aquel instante que me traspasaba no se qué viento, con el cual entonces mismo contraje las tres enfermedades que veis en mí.»

En tiempo en que los electores del Sacro Imperio celebraban Dieta en Núremberg, en causas de fe, por los bienes del reino de Bohemia, se reunieron en cónclave cierto día sobre la misma materia muchos obispos y algunos doctores, tanto de Sagrada Teología, como de Derecho Canónico. Allí estuvo el obispo de Maguncia, el de Heriopolense y el de Augusta, y si bien recuerdo, el de Bamberg; y yo, entre éstos, el menor de todos. Separados los seglares, después de haberse dado fin al tratado de la fe, el señor de Maguncia, antes nombrado, varón de grande ingenio y digno de crédito, nos nombró a cierto militar, amigo suyo, y cuyo hijo vivía entonces, el cual, militar siempre, se había mostrado en las cosas bélicas más impertérrito que la mayor parte de los nobles de la Alemania inferior; pero por su animosidad y fortaleza, tenía que sostener con otros graves contiendas, por lo que no sólo de día, sino también de noche, le precisaba salir a caballo a varias partes. Éste, pues, en cierta noche, reunidos los criados, quiso cabalgar por la selva cerca del Rin, y caminando por ella, antes de llegar al término, después del cual seguía un vasto campo, mandó a uno de sus domésticos que, acercándose a la salida del bosque, viese si había algunas asechanzas en el campo, pues se podía examinar al resplandor de la luna y de los astros. El criado, explorando por entre las ramas de los árboles para cumplir su cometido, vio por lo largo del campo un ejército bastante admirable que se acercaba, montado en caballos, lo que puso en conocimiento del militar, el cual dijo: «Estémonos quietos, porque es de creer que detrás de esos vengan otros en su custodia; a estos saldremos, y sabremos si los anteriores son amigos o enemigos.» Poco después, dejando el militar la selva con los suyos, se fue al campo, en donde sólo halló a uno montado en un caballo, teniendo otro del diestro, y que seguía de lejos a sus compañeros. Llegándose a él le dijo: «¿Por ventura eres tú mi cocinero?» (Así se lo había parecido a alguna distancia: el cocinero del militar había muerto hacía poco). «Lo soy, señor,» contestó. «¿Que haces ahí, pregunto el militar, y quienes son los que han pasado?» A lo que el difunto dijo: «Esos son, señor, los nobles militares tales y tales (expresando muchos por sus nombres propios) a quienes conviene, y a mí con ellos, estar esta noche en Jerusalén, porque esta es nuestra pena.» Y el militar volvió a preguntarle: «¿Qué significa este caballo que conduces desmontado?» «Será para vuestro servicio, si queréis venir conmigo a Tierra Santa. Estad seguro de que, yendo y volviendo por la fe cristiana, os devolveré vivo, si obedecéis a mis advertencias.» Entonces dijo el militar: «En el discurso de mi vida, cosas admirables he acometido; añadiré a ellas ésta, que también lo es.» Y dejando su caballo, montó en el del difunto, a pesar de lo que para disuadirle le decían los criados, de cuya vista los dos desaparecieron. Al día siguiente, esperando los criados, según se había convenido, el militar y el difunto volvieron al sitio en que se habían reunido, y éste dijo a aquél: «Para que no creáis que yo he sido un fingido fantasma, conservad en memoria mía estas dos cosas raras que os doy.» Y sacando una pequeña servilleta de salamandra y un pequeño cuchillo metido en la vaina, añadió: «Cuando la servilleta este sucia, limpiadla al fuego, que no le perjudicará, y usad del cuchillo con mucho cuidado, porque el que con él fuese herido, quedará envenenado». Con esto, desapareció el difunto de la vista del militar.

De estos hechos podrá colegir el prudente lector que algunas veces se ven por los buenos y por los malos ejércitos nocturnos. El que desee saber más de estas cosas, lea la última parte del Universo del parisiense Guillermo[8], y verá que no me separo de lo que él dice.

Perezoso. —Quiero saber ahora si las almas de los difuntos salen de sus receptáculos, y en caso afirmativo, cuáles lo pueden hacer, y también si es el ángel bueno o el malo el que produce tales apariciones.

Teólogo. —El Santo Doctor te responde diciendo así: (Y pesa las palabras, porque están saturadas de sentencias.) «Según disposición de la Divina Providencia, algunas veces las almas separadas saliendo de sus receptáculos, se presentan a la vista de los hombres, como prueba San Agustín en el libro Del cuidado por los muertos, y lo ejemplifica en cuanto a los buenos, como en los santos en el cielo. Y puede creerse que esto sucede alguna vez respecto a los condenados, a quienes se permite aparecerse a los vivos para enseñanza y terror de los hombres, y también para pedir sufragios por aquéllos que están en el purgatorio, como consta en el libro cuarto de los Diálogos de San Gregorio. Porque los glorificados pueden aparecerse cuando quieren; pero otros, sólo cuando Dios lo permite, pues si las penas los oprimen, más se duelen, que se cuidan de aparecerse a los vivos. Y aunque algunas veces las almas de los santos y las de los condenados estén presencialmente donde aparecen, no se ha de creer, sin embargo, que esto sucede siempre. Algunas veces se hacen tales apariciones, ya en la vigilia, por obra de los buenos o de los malos espíritus, para instrucción o para engaño de los vivos, así como también aparecen éstos alguna vez a otros y les dicen muchas cosas en sueños, aun cuando conste que no están presentes, como prueba San Agustín con muchos ejemplos en el libro Delcuidado por los muertos.» Hasta aquí, de Santo Tomás.

M. —Y hasta aquí, digo yo a ustedes, el capítulo primero del insigne libro quinto del Hormiguero. A los casos que él refiere de los ejércitos nocturnos y de muertos aparecidos, pudiera yo añadir algunos otros que he leído en varios autores, si ustedes desean oírlos.

R. —Por mi parte no tema usted ser molesto, pues me pasaría sin sentir toda la noche escuchándole esas historias.

C. —Lo mismo digo.

G. —Continúe usted, Sr. M., y apure cuanto pueda la materia, porque es en extremo sabrosa.

M. —El obispo de Pamplona Fray Prudencio de Sandoval, en la historia del Emperador Carlos V, refiere el siguiente suceso:

«Queriendo el cielo o los demonios hacer demostración de la sangre que en vida de este príncipe se había de derramar en el mundo, en este año de 1517 por el mes de agosto, en los prados de Bérgamo, que es en Lombardía, ocho días continuos, tres y cuatro veces al día, se vieron salir fuera de cierto bosque batallas de hombres a pie con grandísima ordenanza de diez a doce a mil infantes cada batallón, y eran cinco los que parecían. Viéronse a más de esto, a la mano derecha, otros escuadrones de mil hombres de armas, y la infantería, grandísima cantidad de tiros de artillería. Al encuentro de estas gentes, salían otras tantas con el mismo orden y armas, y en la vanguardia y retaguardia otras muchas compañías de gente suelta y caballeros, como capitanes, hablando unos con otros. Después, apartados un poco de intervalo, venían tres o cuatro a caballo con gran pompa y soberbia, los cuales, según las coronas y otras insignias reales que traían, parecían reyes, y éstos acompañaban a otro que parecía el más principal, a quien se humillaban todos y hacían grandísima reverencia. Estos príncipes se juntaban con otro que les esperaba en el camino, y estaban como en consejo, el cual parecía ser rey, a quien acompañaban infinitos príncipes y caballeros, y los que estaban más cerca de su persona, más mirados y respetados de todos, parecían embajadores.

»De allí a poco, cuando parecía que se acababa el consejo, quedaba aquel gran príncipe solo con fiero y horrible semblante, colérico, impaciente y armado en blanco; y quitándose la manopla, la lanzaba al aire de rato en rato y sacudía la cabeza, y con la vista turbada volvía el rostro atrás mirando el orden con que estaba su ejército. En el mismo punto, sonaban las trompetas, tambores, clarines y otros instrumentos de guerra, con un estruendo y ruido inmenso de la artillería que disparaba, que no parecía sino el mismo infierno, que no creo menos sino que salían de allí. Veíanse infinitas banderas y estandartes con gente armada, que rompían unas contra otras con un ímpetu y ferocidad horrible, dándose golpes unos a otros tan cruelmente, que parecía se hacían pedazos.

»La visión era tan espantosa, que los que la vieron dicen que no sabían a qué compararla, sino a la misma muerte.

»Duraba la batalla media hora, y luego cesaba desapareciendo aquellas visiones.

»Atreviéronse algunos a llegar al mismo lugar donde se daban aquellas batallas. Vieron infinitos puercos que se estaban allí un rato y luego se metían en el bosque; quedaba el campo hollado de caballos y hombres, y rodadas de carros, y muchos árboles arrancados y quemados a fuego.

»Enfermaron algunos de los que se atrevieron a ver estos demonios y los campos donde hacían tales representaciones.

»Vi esta relación escrita en una carta de Roma, que hallé en el archivo de Oña. Después la hallé impresa en Sevilla, y dice que la escribieron personas muy graves y dignas de verdad, así a personas de Sevilla como de otras partes, y dio el aviso de ella en el castillo de Villaclara a 23 de diciembre de 1517. Además, dice este papel impreso, que lo mismo escribió al Papa el Obispo de Pola, su nuncio en Venecia, certificando ser esto sin duda, y que la Señoría, para averiguarlo, envió ciertos hombres que viesen y examinasen el caso, y lo vieron por sus ojos, y aun hallaron ser más espantoso de lo que aquí he dicho.»

M. —El Licenciado D. Francisco de Torreblanca y Villalpando, jurisconsulto cordobés, en cierta obra que escribió puso, con referencia a una su tía, la relación siguiente:

«Doña Ana de Villalpando, viuda de Miguel Jerónimo de Torreblanca, murió en Córdoba el día 27 de agosto de 1619 a las seis de la tarde, y fue sepultada al día siguiente en el convento de San Pablo de aquella ciudad. Después, el 3 de mayo siguiente, apareció visiblemente a Doña Antonia Villalpando, su hermana, monja bernarda en el convento de la Encarnación de Córdoba, la cual estaba orando en el coro, y la cercioró de su felicísimo estado, como manifiestamente aparece de la carta que la Doña Antonia escribió de propia mano al Licenciado D. Francisco Torreblanca y Villalpando, su sobrino, hijo de la Doña Ana, carta que ella reconoció en juicio, bajo juramento, en el cual decía:

»Para mayor honra de Dios, le contaré a vuesa merced lo que me pasó este domingo, día de la Cruz de Mayo por la madrugada, un poquito antes del alba. Estando de rodillas sola en el coro, vide venir a mi hermana, tan linda, que no me dio ningún temor, toda resplandeciente, que no pude entender de qué podía ser, con un rostro que parecía una imagen, y me hizo una grande humillación, y no le pude hablar palabra, y ella me dijo que me quedara en hora buena, que en aquel punto se iba a gozar de la bienaventuranza , que ella no había tenido otra pena más de haber estado en un campo sola; y diciéndome esto, desapareció. Yo quedé muy consolada, y penada por no haberle hablado: y era tan grande la luz que alumbraba la iglesia, que era para ver: y esto no lo he dicho a nadie sino a vuesa merced, para que dé gracias a Dios que le dio tal madre, el cual le guarde. —En Córdoba, de la Encarnación, seis de mayo de mil y seiscientos y veinte años. Doña Antonia Villalpando.»

Se abrió información sobre la verdad de esta carta y he aquí cuál fue el resultado:

«El Licenciado D. Juan Ramírez Contreras, del Orden de Santiago, Provisor y Vicario general de esta ciudad de Córdoba y de todo su obispado por el Ilustrísimo Fray D. Diego de Mardones, por la gracia de Dios y de la Sede Apostólica, obispo de Córdoba, confesor de S. M. y de su Consejo, etc.: Vista la consulta del doctor Pedro Gómez de Contreras, canónigo Magistral de esta Santa Iglesia Catedral, y de Pedro Avilés, de la Compañía de Jesús, Catedrático de Prima de sagrada teología, y de los hermanos Antonio Merino, del Orden de Predicadores, Maestro de sagrada teología, y Benito Serrano, del Orden de Predicadores, lector jubilado de sagrada teología, calificadores de la Santa Inquisición, a cuyo juicio hemos sometido que viesen y examinasen la revelación de Doña Antonia de Villalpando, monja benedictina del convento de la Encarnación de Santa María de Córdoba, respecto a su hermana Doña Ana de Villalpando, difunta, de quien afirma que se le ha aparecido visiblemente, cerciorándola de su feliz estado, preceptuamos y mandamos que debe recibirse y venerarse como una revelación divina, conforme al decreto del Concilio Lateranense. —Dado en Córdoba el día catorce de enero del año del Señor, mil seiscientos veintiuno. —Licenciado, Juan Ramírez de Contreras. —Por mandado de mi Provisor y Vicario general, Felipe de Salazar, Notario.»

Por último, San Agustín en el lugar citado por Fray Juan Nyder dice:

«Mas de tal manera se conduce la humana debilidad que, cuando uno ha visto en sueños a un muerto, juzga haber visto su alma; pero cuando soñando ha visto a un vivo, no duda de que no se le apareció su alma ni su cuerpo, sino su semejanza, como si también de la misma manera, sin saberlo ellos, no pudieran aparecer, no las almas de los hombres muertos, sino su semejanza.

»Es lo cierto, que hallándonos en Milán, oímos que habiéndose pedido a uno cierta deuda contraída por su difunto padre, cuyo recibo se presentaba, pero que ya por el mismo padre se había pagado sin saberlo el hijo, empezó éste a entristecerse, admirándose de que nada le hubiese dicho, ni mencionase aquella deuda en su testamento. Hallándose, pues, muy angustiado, se le apareció en sueños su mismo padre, quien le indicó el sitio donde estaba el documento justificativo del pago, el cual, hallado y presentado por el joven, no sólo rechazó la calumnia del falso crédito, sino que recogió el recibo que su padre no había recogido al satisfacer su deuda.

»Se cree ver en esto que el alma del padre se cuidó del hijo, y fue a él en sueños para librarle de una gran molestia, enseñándole lo que ignoraba. Pero casi en el mismo tiempo que esto oímos, hallándonos también en Milán, Eulogio, profesor de retórica en Cartago, el cual fue mi discípulo en la misma arte, según él me refirió cuando volví a África, como enseñase a sus discípulos los libros de retórica de Cicerón, revisando la lección que había de explicar al día siguiente, tropezó con un lugar oscuro, y pesaroso de no entenderlo, apenas pudo dormir en toda la noche; pero hallándose soñando, yo le expuse lo que no entendía, esto es, no yo, sino la imagen mía, sin yo saberlo, estando al otro lado del mar, haciendo o soñando cualquiera otra cosa, sin cuidarme absolutamente de él.

»Cómo se hagan estas cosas, no lo sé; pero de cualquiera manera que se hagan, ¿por qué no hemos de creer que del mismo modo se hacen cuando alguno ve en sueños a un muerto, que cuando ve a un vivo, esto es, ignorándolo ambos en uno y otro caso, y sin cuidarse de quién, dónde, y cuándo sueña sus imágenes?

»Semejantes a los sueños, son algunas visiones de los que, estando despiertos, tienen turbados los sentidos, como los frenéticos o locos de cualquier especie. También éstos hablan consigo mismos, como si hablasen a los que verdaderamente estuviesen presentes, y tanto con los presentes como con los ausentes, vivos o muertos, cuyas imágenes creen ver; pero así como los que viven ignoran que son vistos por ellos y que hablan con los mismos, pues que en realidad no están presentes ni les hablan, sino que los hombres padecen tales visiones imaginarias en sus perturbados sentidos, de la misma manera los que emigraron de esta vida, se ven como presentes por los que así se hallan afectados, estando ausentes, e ignorando de todo punto si alguno los ve imaginariamente.»

Intenta demostrar con esto San Agustín, o persuadir al menos, de que las que se dicen apariciones de los difuntos, no prueban que éstos se cuiden de los que aún no han salido de este mundo.

«La visión que tuvo el discípulo de San Agustín, Eulogio, dice cierto escritor, no le parecía bastante seria y motivada a Du Pin. ¿Qué, diría, para acertar con un texto de Cicerón, se había de aparecer en sueños un obispo tan grave como San Agustín? Esta es cosa muy disonante y extraordinaria; pero sea lo que fuese al juicio de los críticos, lo cierto es que San Agustín lo cuenta por cierto, y que este Doctor estaba bien abastecido de principios filosóficos y teológicos. En verdad, que si porque las cosas no consuenan con las ideas que cada crítico tiene en su cabeza; si porque la utilidad que resulta no es, a su juicio, bastante grande y proporcionada al prodigio, se ha de desechar; si los críticos modernos tienen vinculado en sus Academias el nivel para regular estas cosas, y no le tienen los Santos Padres, Maestros y Doctores de la Iglesia, quedarán pocas cosas ciertas en el campo de la Religión: porque el sentido humano, por sí solo, la prudencia del siglo y la filosofía, si no se auxilian con las luces de la Religión, no tienen nivel seguro para arreglar y apreciar esta especie de prodigios. Es cierto, que a primera vista, el acertar con la inteligencia de un texto de Cicerón, no parece objeto importante para presentarse en visión San Agustín a Eulogio; pero el hecho fue cierto, y debemos discurrir que traería su utilidad. Desde luego, el aparecerse en sueños el espíritu de San Agustín, conducía para desprender del apego a las cosas materiales el sentido de Eulogio y el servicio que le hizo esta visión tiene también su importancia: el enseñar una verdad grande, que es la comunicación que tienen en espíritu unos cristianos con otros, haciendo una sociedad y un cuerpo; desde luego da una abertura grande para entender la inmortalidad del alma y la vida futura y, finalmente, la Religión gana terreno siempre que en algún particular se aclara una u otra verdad. De la ilustración y persuasión que logra una persona determinada, se va propagando la luz de unos en otros. Este orden y conexión no se entiende bien, no meditando en él con seriedad y con piedad cristiana. Esto lo saben hacer los Padres, los Doctores y los Maestros que hay de espíritu en la Iglesia Católica; por tanto, aunque la revelación o visión parezca a los prudentes del siglo poco importante, si está bien atestiguado y documentado, se debe admitir con aprecio, reservando a los Maestros la explicación de ella y la significación de su utilidad. Poco a poco, y por el orden y sucesión que tiene por conveniente la Providencia, se van esparciendo las luces por la Iglesia acerca de varias verdades que, o estaban oscuras, o no estaban bien entendidas por el común de las gentes.» [9]

R. —Continuaría oyendo a usted toda la noche con muchísimo gusto, pero se hace tarde, y bien será que demos tregua hasta mañana.

M. —Quédese, pues, aquí, y en la próxima tertulia seguiremos los pasos del singularísimo Padre Nyder.

Los cuatro amigos se despidieron, y cuando a la noche siguiente de nuevo se juntaron, (dio principio desde luego M., sin más preámbulos, a la lectura del capítulo II del libro V del Hormiguero.



[1] Hay quien dice que Nyder no fue inquisidor: yo no me he propuesto averiguarlo. (N. del T.)
[2]«La estrella blanca que en el escudo del Carmen se ve en medio del manto, representa al gran Patriarca y Profeta San Elías. Se le representa por una estrella, porque Elías brilló en el Carmelo, por sus muchas virtudes, como estrella en el firmamento, y además, es aquélla blanca, no solo porque dicho Profeta y sus sucesores vistieron de blanco, sino para indicar también con este color, como dice el abad Tritemio, la interior limpieza y pureza de aquellos primitivos anacoretas.»  (Revista Carmelitana de Barcelona. — M. A. S., presbítero. — Vich 5 de diciembre de 1879.)
«Concedemos a los caballeros en el invierno o estío vestimenta blanca (si puede ser); pues ya que llevan vida negra y tenebrosa, se reconcilien a su Creador por la blanca. ¿Qué es la blancura sino una entera castidad? La castidad es seguridad del pensamiento y sanidad del cuerpo; y si un soldado no perseverase casto, no puede ver a Dios ni gozar de su descanso.» (Regla de la Orden de Caballería de los Templarios.)
[3] Por eso dice San Juan, en el capítulo VI del Apocalipsis, que vio entre los colores de cuatro caballos, uno negro, siendo los otros tres, uno blanco, otro rojo y otro amarillo; sobre lo cual dice la glosa que por el blanco debe entenderse la carne purísima de Cristo; por el rojo, los que bajo las apariencias de religión y de virtud, engañan a los hombres; por el negro, a los que tienen vicios manifiestos; y por el amarillo, semejante al que tiene un muerto, a los que persiguen a los hombres.
[4] Se designan por los conductores de los tres últimos caballos, otras tantas especies de demonios que rigen a los hombres malos, porque éstos todos son informados y conducidos por ciertos demonios.
[5] En los pasajes de la Sagrada Escritura que se citan por el autor del Libro insigne, nada he puesto de mi cosecha, porque me pareció prudente poner las traducciones del Padre Scio o del Sr. Torres Amat. – (N. del T.)
[6] Por lo verdaderamente admirables, no he podido resistir a la tentación de consignar aquí algunas. Dice el célebre historiador citado, que reunido el pueblo para la tiesta do los Ázimos, que era el día 8 del mes de abril, a la hora nona de la noche, se difundió alrededor del Ara y del Templo una luz tan grande, que parecía un día clarísimo; lo cual duró por espacio de media hora. En la misma fiesta, siendo una vaca conducida al sacrificio (otros traducen: un buey, el original dice bos), parió un cordero en medio del templo. La puerta oriental del templo interior, siendo de bronce y tan pesada, que después de medio día se cerraba con mucho trabajo por veinte hombres y se afianzaba con fuertes llaves y barras de hierro, se abrió por sí sola a la hora de sexta de la noche; lo cual, sabido por el Magistrado del Templo, ordenó que se cerrase, como se hizo, no sin gran dificultad. Pocos días después de los festivos, el 25 de mayo, se dejó ver un enorme fantasma. En el día de la fiesta que llaman Pentecostés, como los sacerdotes hubiesen ido al interior del templo, según costumbre, para celebrar las cosas divinas, sintieron primero un movimiento y como cierto estrépito, y después oyeron súbitamente una voz que clamaba: Salgamos de aquí (Migremus hinc). Cornelio Tácito, que sin duda tomó esta relación de Josefo, refiere el hecho, y en vez de las palabras migremus hinc, pone: ExcedereDeos; según el uso de la superstición romana, dice cierto autor. Josefo, antes de referir aquellos prodigios, hace la advertencia de que las cosas monstruosas de que se va a ocupar, parecían una fábula, si no estuviesen contadas por los mismos que las presenciaron, ni hubiesen sido confirmadas por las desgracias que pronosticaban. (N. del T.)
[7] Los antiguos, dice un autor, que nos dejaron la descripción de las auroras cósmicas, al parecer escribieron bajo la impresión del terror que les inspiraba, este fenómeno luminoso. Lycostheno veía en él sangrientos combates entre animales feroces, ejércitos que se destruían entre sí, brillantes espadas, cabezas disformes, una fantasmagoría diabólica, en una palabra, mil ilusiones capaces de espantar la imaginación. ¿Serían los fenómenos de que nos habla Nyder, efectos de auroras boreales? Puede ser; aunque esto no impide el creer que Dios permite tales apariencias para los fines que el mismo Nyder señala. Dice el Padre Feijoo que las más de las batallas aéreas no fueron más que auroras boreales. Es de sentir que no haya dicho cuáles no fueron auroras, sino verdaderas batallas. (N, del T.)
[8] No lo he hallado en las bibliotecas públicas de Sevilla. -N. del T.
[9]Fernández Valcarce, Desengaños filosóficos.


Ovidio y Diego Mexía de Fernangil: Hipodamia a Aquiles

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HEROIDAS. EPÍSTOLA TERCERA
HIPODAMIA A AQUILES

Esta carta que lees va de aquella
Hipodamia la sierva desdichada,
Que envía a ti, oh Aquiles, su querella.

Va ruda, indocta, tosca y mal limada,
Que como es mano bárbara la mía.
No es bien en griega letra ejercitada.

Si vieres manchas mientras te escribía,
Mis lágrimas hicieron los borrones.
Después de haber borrado mi alegría.

Y estas lágrimas que orlan mis renglones,
Como se engendran en amor sincero,
Hablan, y explican más que mil razones.

Si de ti, mi señor y esposo fiero.
Me es lícito quejar con voz turbada.
De mi esposo y señor quejarme quiero.

El ser al Rey que me pidió entregada,
No es culpa tuya, Dioses lo ordenaron;
Mas será tuya, si no soy tornada.

Euribate y Taltibio me llamaron,
Y a los dos en custodia el primer día
El Rey y mis desdichas me entregaron.

Y el uno al otro quedo se decía.
Viendo tu remisión y mi esperanza:
«¿Do está el amor que en estos dos ardía?»

Pude ser detenida, y la tardanza
Fuera a la pena dulce y deleitosa;
Pero siendo en mi bien, nada se alcanza.

¡Ay de mí triste y poco venturosa.
Que al partirme perdí tanto los bríos.
Que un beso no te di de vergonzosa!

Pero vertí de lágrimas dos ríos.
Arranqué los cabellos, que ya fueron
Red a tus brazos, lazos a los míos.

Cuando al Rey de tu casa me trajeron.
Me pareció de nuevo ser robada
Y que a nueva prisión me redujeron.

Muchas veces estoy determinada
De, engañando a mi guarda, a ti volverme,
Mas temo el enemigo esté en celada.

Temo, si salgo, que podrá cogerme
Algún Troyano, y como a prisionera
Querrá ofenderte a ti con ofenderme.

O verné a ser esclava de hija o nuera
De Príamo el anciano, que se alaba
Que Héctor en Grecia puede alzar bandera.

Mas dirás que fue dada y que me daba
A Troya Grecia, pues por su sosiego
Al fin he de ser dada por su esclava.

Séalo yo, pues se acabó tu fuego,
Y estando tu Briseida de ti ausente
Tantas noches, no te es desasosiego.

No te es desasosiego, ni tu frente
Airada es parte para ser yo vuelta,
Y cesas de feroz vuelto en paciente.

Tu ira es flaca, en burlas desenvuelta,
Matas a los que nunca te agraviaron,
Y a quien te agravia das perdón y suelta.

El gran Patroclo cuando me llevaron,
Al oído me dijo: «¿Por qué lloras?
Poco estarás aquí do te encerraron.»

Siento pasar las horas voladoras
Sin volver, y esto es poco; que más siento
Dejes pasar sin verme tantas horas.

Tú procuras, oh Aquiles, mi tormento;
Estorbas no sea vuelta al que es mi esposo.
Pues vete agora y busca tu contento.

Ten el nombre de amante codicioso,
El nombre y no los hechos: que decente
Título es éste a un hombre tan famoso.

A ti vinieron Áyax el valiente,
Y de Amítor el hijo celebrado,
Este tu amigo, el otro tu pariente.

Y Ulises el discreto, procreado
Del gran Laertes, y estos tres varones,
Volverme a ti con pompa han procurado.

Y sé que procuraron con razones
Moverte, y a los ruegos añadieron.
Por complacerte más, preciosos dones.

Veinte Lebetas ricos te ofrecieron
De metal (que son vasos entallados)
Y siete escaños trípodas te dieron.

Escaños de tres pies también labrados,
Con tanta traza y tan sutil decoro,
Que eran en peso y arte nivelados.

A éstos añadió de su tesoro
El más amado Rey de sus vasallos
Con larga mano diez talentos de oro.

También te presentó doce caballos,
Vencedores en valle, en llano, en sierra.
Sin serles necesario gobernallos.

Muchas bellas cautivas de la tierra
De Lesbos, don y dádiva hermosa.
Aunque excusada en tiempo de la guerra.

Demás de esta su ofrenda milagrosa
El Rey te da, si quieres recibirme.
De sus tres hijas, una por esposa.

Mas ¡ay, oh crudo amante, poco firme!
De ti no ha sido aquello recibido
Que habías tú de dar por redimirme.

Aquiles, ¿por qué culpa he merecido
Serte vil, y por tal menospreciada?
Tu antiguo amor ¿adónde se ha huido?

¿Por ventura fortuna siempre airada
Muestra su frente a un pecho miserable?
¿No la he de ver alguna vez mudada?

¿No ha de haber algún viento favorable
A mis principios tristes y violentos?
¿No será el mal, como es el bien, instable?

Los filos de tu espada vi sangrientos,
Y a Lirneso mi patria, como a Marte,
Rendírsete y mostrarte los cimientos.

De su ruïna fui la mayor parte.
Pues vi a mi padre y tres hermanos míos
Rendidos a la muerte, a tu estandarte.

Vi a mi marido que en sangrientos ríos
(Tal cual él era) revolcando el pecho.
Perdió riqueza, esposa, vida y bríos.

Y aunque me viese en tan horrendo estrecho,
Y con golpe tan duro y riguroso
Fuese en un punto tanto bien deshecho,

Con solo Aquiles me era muy copioso
Reparo a tanto mal, pues te tenía
Por hermano, señor, padre y esposo.

Por Tetis me juraste que me había
Sido muy útil ser de ti robada;
Dijo Tetis tu madre y suegra mía.

Muy útil me es, pues soy menospreciada,
Y la riqueza que te dan conmigo.
Por ser conmigo la estimaste en nada.

Es fama (y siempre fama es buen testigo)
Que mañana te vas por mar huyendo.
Por te alejar de mí, cual de enemigo.

Y a mis oídos tal maldad viniendo.
El flaco pecho de ánimo vacío
Fue sangre, fuerza y ánimo perdiendo.

¿Vaste? ¿y a quién le das el señorío
Sobre esta esclava que en tu amor se funda?
¿Quién será alivio al daño grave mío?

Antes la tierra en sí me sorba y hunda;
Antes me abrase y en mi cuerpo empezca
Del rayo la violencia furibunda,

Que el mar sin mí con remos se encanezca,
Ni que ver pueda aquella nave amarga
Que delante de mí te desparezca.

Si la tardanza se te hace larga,
Y el volver a tu patria te contenta,
A tu navío no seré gran carga.

Llévame, y no me dejes en afrenta,
Y seguirete, no como a marido,
Mas como vencedor de un alma exenta.

No seré esclava inútil, que ya han sido
Buenas mis manos, y seranlo agora
Para curar las lanas que han tejido.

Al tálamo tu esposa y mi señora
Irá, pues vence y sobra en hermosura
A las damas de Acaya como Aurora.

La cual por su beldad tuvo ventura
De ser tu amada esposa, y nuera dina
De tu padre, varón de edad madura.

Es nieto del gran Júpiter y Egina,
Y Nereo se precia de pariente.
Por ser su sangre y calidad divina.

Nosotras, tus esclavas, pobre gente.
Le trairemos el lino todo hilado,
Volviéndolo por peso cabalmente.

Solo un don me ha de ser por ti otorgado,
Y es, que me trate bien tu cara esposa.
Siquiera por lo mucho que te he amado.

No consientas se muestre rigurosa
Ni me dé golpes con sus brazos bellos.
Pues fui cual ella tu mujer y hermosa.

No permitas maltrate mis cabellos;
Mas dile con blandura: «No la aquejes,
Que también he gozado de ella y de ellos.»

Y aunque esta afrenta ruego de mí alejes.
Yo sufriré esta y otra y otra afrenta.
Con tal que no te vayas y me dejes.

Esto mis huesos quiebra y atormenta,
Esto me fuerza ¡ay triste! a importunarte,
Esto me trae turbada y descontenta.

¿Qué esperas, pues? ya al Rey por agradarte
Le pesa de tu ira, y toda Grecia
Se humilla a ti y procura de aplacarte.

Y pues sabes vencer cuanto se precia
De suerte, vence a ti, vence tu ira.
Que la victoria propia es la más recia.

Mira que Héctor el bravo está a la mira,
Y sale del Troyano y patrio nido
Y con vuestras riquezas se retira.

Las armas toma, habiendo recibido
A mí primero; cíñete tu espada;
Quita de Grecia el miedo concebido.

Por mí tu ira ha sido comenzada.
Por mí tu ira y tu rencor fenezca;
Sea tu tristeza en júbilo tornada.

No te afrentes, ni torpe te parezca
Ser por mis ruegos vuelto y humillado,
Aunque por mi valor no lo merezca.

Pues Meleagro, viéndose injuriado,
A las armas tornó, que había depuesto,
Por solo que su esposa lo ha mandado.

De oídas solamente sé yo aquesto;
Mejor lo sabrás tú de tus Grecianos,
Si no es que en serte ejemplo te es molesto.

Mató este Meleagro dos hermanos
De Altea su madre, y ella lo maldijo;
Costumbre mala en padres inhumanos.

Era feroz y muy valiente el hijo,
Y no dio más a madre y patria ayuda;
Que el odio estaba allá en el alma fijo.

Sola su esposa lo mitiga y muda
(Que ellas lo pueden todo), y del mando
La cólera aplacó soberbia y cruda.

Fue ella dichosa, lo que yo no he sido.
Porque mis ruegos como inútil cosa
Sin fruto ni provecho se han caído.

Ni me indigno, pues nunca como esposa
Tuya yo me traté, siendo llamada
De mi señor, mas como sierva astrosa.

Llamándome señora una criada.
Le dije: «A mi servicio y mis cuidados
Añades carga honrosa, aunque pesada.»

Júrote por los huesos no enterrados
De mi marido, a quien las bestias pacen,
Aunque de mí serán reverenciados:

Por las tres almas de los tres que nacen
En fama, gloria y prez, y en tierra fría,
Por la patria, en la patria muertos yacen:

Por tu cabeza juro, y por la mía,
Que juntamos en tiempo de bonanza.
Cuando el cielo y tu amor lo permitía:

Por tu espada, tus flechas y tu lanza,
Que echaron a la Estigia y reino escuro
Cuanto me dio Fortuna en su pujanza:

Por esto y más, si más me queda, juro
Que el grande Atrida ni otro me ha gozado
De esto te certifico y aseguro.

Por lo cual, si sospechas te han forzado
A quererte partir, no te remuevas:
Da crédito a lo mucho que he jurado.

Si agora de tu fe quiero hacer pruebas
Y que jures que dama no has tenido,
A fe que nunca tú a jurar te atrevas.

Los Griegos piensan te has entristecido
Porque me trajo el Rey a su aposento,
Y que mi amor te tiene embravecido:

Y tú te estás alegre y muy contento
En el tierno regazo de tu dama.
Movido de algún músico instrumento.

Si alguno preguntare por qué infama
Aquiles su opinión y no pelea,
Olvidando la guerra por la cama,

Dirán que la vihuela lo recrea,
Y la noche le agrada con su oficio,
Y en Venus y en amor y amar se emplea.

Más seguro es dormir y estar en vicio.
Mejor tener la moza poco casta,
Y el tañer y cantar por ejercicio,

Que asir escudo y empuñar el asta,
Y cubrir con el yelmo la cabeza,
Y el pecho de virtud, que es lo que basta.

Mas a ti ya fue un tiempo que una pieza
De arnés, e ilustres hechos te agradaba,
Más que cuanto a deleites se endereza.

La gloria que con armas se alcanzaba
Te era dulce; mas presto te cansaste.
Que nunca dura el bien, ni el mal se acaba.

Di, ¿por ventura, oh Aquiles, aprobaste
El uso de las armas y la guerra,
Sólo mientras mi patria conquistaste?

Y es prueba cierta y que verdad encierra,
Pues tu alabanza y hechos más que humanos
Están postrados, cual lo está mi tierra.

No lo quieran los Dioses soberanos.
Antes el lado Hectóreo abierto sea
Por la lanza arrojada de tus manos.

¡Oh Griegos! enviadme a do me vea
Mi Aquiles, que aunque he sido su enemiga,
Yo acabaré que vuelva a la pelea.

Diré lo que quisiéredes que diga,
Darele besos con que el pecho crudo.
Aunque diga que no, se me desdiga.

Creed que más podré que Fénix pudo.
Más que Ulises el sabio, y que el hermano
De Teucro, tan famoso por su escudo.

Que tiene un no sé qué tocar la mano,
Ceñir el cuello y demostrar el pecho,
Y más en ti que no eres inhumano.

Y aunque más sordo estés a mi despecho
Que las ondas de Tetis, madre tuya,
Y más airado que Aquilón deshecho,

Harás que tu crueldad se disminuya,
(Dado que calle), y con mi llanto ansioso
Que esa tu pertinacia se concluya.

Agora, así sus años cumpla honroso
Peleo, y libre de traiciones viles
Tu Pirro viva en armas victorioso.

Mira con ojos de piedad, oh Aquiles,
A tu Hippodamia, y no cual hierro fuerte
Me abrases, me consumas y aniquiles.

Si ya te enfado y tengo de perderte,
Como me obligas a que sin ti viva,
Oblígame a gustar por ti la muerte.

Y si me obligaras, que ya se priva
El cuerpo y rostro de color y aliento.
Aunque mi alma en la esperanza estriba.

La cual si me faltare, en el momento
Seguiré a mis hermanos y marido,
Dándote con mi fin contentamiento.

Y muerta yo no te ha de ser tenido
Por magnífico hecho y soberano
Haberlo tú ordenado y consentido.

Mas ¿para qué lo ordenas? echa mano,
Hiere este pecho porque luego muera,
Que sangre habrá que harte un pecho Hircano.

Máteme aquella espada que pudiera
Matar en mi venganza al grande Atrida,
Si Palas por su amor no lo impidiera.

Mas yo te ruego que me des la vida,
Que ya me diste cuando victorioso
Fuiste de mi linaje el homicida.

Que para hartar tu pecho sanguinoso
De Neptuno los muros eminentes
Te darán pasto de hombres abundoso.

Del enemigo busca convenientes
Ocasiones de muerte, que en tu amada
Han de ser tus efectos diferentes.

Y agora quieras irte con la armada,
Agora el esperar más te convenga.
Siendo ante ti mi carta presentada.
Manda como señor que a ti me venga.

Epistula III (Briseis Achilli)

Quam legis, a rapta Briseide littera uenit
uix bene barbarica Graeca notata manu.
quascumque adspicies, lacrimae fecere lituras;
sed tamen et lacrimae pondera uocis habent.
si mihi pauca queri de te dominoque uiroque
fas est, de domino pauca uiroque querar.
non, ego poscenti quod sum cito tradita regi,
culpa tua est -- quamuis haec quoque culpa tua est;
nam simul Eurybates me Talthybiusque uocarunt,
Eurybati data sum Talthybioque comes.
alter in alterius iactantes lumina uultum
quaerebant taciti, noster ubi esset amor.
differri potui; poenae mora grata fuisset.
ei mihi! discedens oscula nulla dedi!
at lacrimas sine fine dedi rupique capillos;
infelix iterum sum mihi uisa capi.
saepe ego decepto uolui custode reuerti;
sed me qui timidam prenderet, hostis erat.
si progressa forem, caperer ne nocte, timebam,
quamlibet ad Priami munus itura nurum.
sed data sim, quia danda fui. tot noctibus absum
nec repetor. cessas iraque lenta tua est.
ipse Menoetiades tum, cum tradebar, in aurem
"quid fles? hic paruo tempore," dixit, "eris."
non repetisse parum. pugnas ne reddar, Achille.
i nunc et cupidi nomen amantis habe!
uenerunt ad te Telamone et Amyntore nati,
ille gradu propior sanguinis, ille comes,
Laertaque satus, per quos comitata redirem
(auxerunt blandas grandia dona preces):
uiginti fuluos operoso ex aere lebetas
et tripodas septem pondere et arte pares.
addita sunt illis auri bis quinque talenta,
bis sex adsueti uincere semper equi,
quodque superuacuum est, forma praestante puellae
Lesbides, euersa corpora capta domo;
cumque tot his -- sed non opus est tibi coniuge -- coniunx
ex Agamemnoniis una puella tribus.
si tibi ab Atride pretio redimenda fuissem,
quae dare debueras, accipere illa negas?
qua merui culpa fieri tibi uilis, Achille?
quo leuis a nobis tam cito fugit amor?
an miseros tristis fortuna tenaciter urget,
nec uenit inceptis mollior hora meis?
diruta Marte tuo Lyrnesia moenia uidi
et fueram patriae pars ego magna meae.
uidi consortes pariter generisque necisque
tres cecidisse: quibus, quae mihi, mater erat.
uidi, quantus erat, fusum tellure cruenta
pectora iactantem sanguinolenta uirum.
tot tamen amissis te conpensauimus unum;
tu dominus, tu uir, tu mihi frater eras.
tu mihi, iuratus per numina matris aquosae,
utile dicebas ipse fuisse capi, --
scilicet ut, quamuis ueniam dotata, repellas
et mecum fugias quae tibi dantur opes!
quin etiam fama est, cum crastina fulserit Eos,
te dare nubiferis lintea plena Notis.
quod scelus ut pauidas miserae mihi contigit aures,
sanguinis atque animi pectus inane fuit.
ibis et -- o miseram! -- cui me, uiolente, relinquis?
quis mihi desertae mite leuamen erit?
deuorer ante, precor, subito telluris hiatu
aut rutilo missi fulminis igne cremer,
quam sine me Pthiis canescant aequora remis
et uideam puppes ire relicta tuas!
si tibi iam reditusque placent patriique Penates,
non ego sum classi sarcina magna tuae.
uictorem captiua sequar, non nupta maritum:
est mihi, quae lanas molliat, apta manus.
inter Achaeiadas longe pulcherrima matres
in thalamos coniunx ibit eatque tuos,
digna nurus socero, Iouis Aeginaeque nepote,
cuique senex Nereus prosocer esse uelit.
nos humiles famulaeque tuae data pensa trahemus
et minuent plenas stamina nostra colos.
exagitet ne me tantum tua, deprecor, uxor,
quae mihi nescio quo non erit aequa modo,
neue meos coram scindi patiare capillos
et leuiter dicas: "haec quoque nostra fuit."
uel patiare licet, dum ne contempta relinquar;
hic mihi -- uae miserae! -- concutit ossa metus.
quid tamen expectas? Agamemnona paenitet irae
et iacet ante tuos Graecia maesta pedes.
uince animos iramque tuam, qui cetera uincis!
quid lacerat Danaas inpiger Hector opes?
arma cape, Aeacide, -- sed me tamen ante recepta --
et preme turbatos Marte fauente uiros!
propter me mota est, propter me desinat ira
simque ego tristitiae causa modusque tuae.
nec tibi turpe puta precibus succumbere nostris;
coniugis Oenides uersus in arma prece est.
res audita mihi, nota est tibi: fratribus orba
deuouit nati spemque caputque parens.
bellum erat; ille ferox positis secessit ab armis
et patriae rigida mente negauit opem.
sola uirum coniunx flexit -- felicior illa! --
at mea pro nullo pondere uerba cadunt.
nec tamen indignor nec me pro coniuge gessi
saepius in domini serua uocata torum.
me quaedam memini, dominam captiua uocabat --
"seruitio," dixi, "nominis addis onus."
per tamen ossa uiri subito male tecta sepulcro,
semper iudiciis ossa uerenda meis,
perque trium fortes animas, mea numina, fratrum,
qui bene pro patria cum patriaque iacent,
perque tuum nostrumque caput, quae iunximus una,
perque tuos enses, cognita tela meis,
nulla Mycenaeum sociasse cubilia mecum
iuro: fallentem deseruisse uelis.
si tibi nunc dicam, "fortissime, tu quoque iura
nulla tibi sine me gaudia facta" -- neges.
at Danai maerere putant -- tibi plectra mouentur,
te tenet in tepido mollis amica sinu.
et quisquam quaerit, quare pugnare recuses --
pugna nocet, citharae noxque Venusque iuuant.
tutius est iacuisse toro, tenuisse puellam,
Threiciam digitis increpuisse lyram,
quam manibus clipeos et acutae cuspidis hastam
et galeam pressa sustinuisse coma.
sed tibi pro tutis insignia facta placebant,
partaque bellando gloria dulcis erat.
an tantum, dum me caperes, fera bella probabas,
cumque mea patria laus tua uicta iacet?
di melius! ualidoque, precor, uibrata lacerto
transeat Hectoreum Pelias hasta latus!
mittite me, Danai! dominum legata rogabo
multaque mandatis oscula mixta feram.
plus ego quam Phoenix, plus quam facundus Vlixes,
plus ego quam Teucri, credite, frater agam.
est aliquid collum solitis tetigisse lacertis
praesentisque oculos admonuisse suis!
sis licet immitis matrisque ferocior undis,
ut taceam, lacrimis conminuere meis.
nunc quoque -- sic omnes Peleus pater inpleat annos,
sic eat auspiciis Pyrrhus ad arma tuis! --
respice sollicitam Briseida, fortis Achille,
nec miseram lenta ferreus ure mora;
aut si uersus amor tuus est in taedia nostri,
quam sine te cogis uiuere, coge mori!
utque facis, coges. abiit corpusque colorque;
sustinet hoc animae spes tamen una tui.
qua si destituor, repetam fratresque uirumque;
nec tibi magnificum femina iussa mori.
cur autem iubeas? stricto pete corpora ferro,
est mihi qui fosso pectore sanguis eat.
me petat ille tuus, qui, si dea passa fuisset,
ensis in Atridae pectus iturus erat!
a! potius serues nostram, tua munera, uitam!
quod dederas hosti uictor, amica rogo.
perdere quos melius possis, Neptunia praebent
Pergama; materiam caedis ab hoste pete!
me modo, siue paras impellere remige classem,
siue manes, domini iure uenire iube!

Vita Sackville-West y Juan Rodolfo Wilcock: El jardín

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EL JARDÍN

(FRAGMENTO)

Extraños veranos, aquéllos; veranos llenos de guerra.
Yo creo que las flores parecían más bellas
por el peligro. Vivíamos entonces en el pundonor,
instante de verdad y de honor, cuando el toro
ataca y el peligro es máximo, pero la destreza
y la audacia franquean la débil voluntad
e imponen a la bestia maciza noble muerte.
Vivíamos momentos punzantes como espadas
citando nuestra muerte sobre el filo homogéneo;
nuestras mezquinas almas conmovidas, golpeadas,
sin tiempo disponible para el miedo.

Era una época extraña, insólita, cruel.
La amenaza segura de la muerte, que todos creen remota
no para hoy, sino para otro día,
para un mañana todavía lejos,
irreal como una anécdota olvidada,
se aproximaba sin golpear, pero a veces golpeaba.

Exaltados a un clima diferente, vivíamos;
no en seguros asientos tras de la empalizada
viendo que otros se arriesgan en el juego escarlata
y hacen el Pase de la Muerte delante de la Cosa
acorralada y lista para las estocadas
para el chorro de sangre oscura, pulmonar, sobre la arena,
hundiéndose en un lento y escultórico cúmulo
a los pies del brillante y joven matador,
armado de su espada, su muñeca y su mano...
No como espectadores, mientras duró la guerra,
sino en la misma arena maculada.

Extrañas, diminutas tragedias azotaban estas tierras;
tristemente sonreíamos, cuando la cólera y la fuerza
se malgastaban en los inocentes.
En el verde trigo tierno que luego sería pan;
en los jardines donde coqueteaban
las flores y cumplían su despliegue estival;
en el camino, abriéndolo, impidiendo
que por allí pasara el carro de heno.
Tan desproporcionada, tan violenta esa fuerza
para matar algo tan diminuto.
¡Cráteres en los campos inocentes de Kent!

Se requirió una tonelada de hierro para matar esta alondra,
este ingrávido ciudadano del aire.
Todo fue irónico en su destino. Yacía
diminuto entre monstruosidades de arcilla,
pequeña víctima solitaria de las sombras.

Nadie compartió su suerte, ni el blando ganado
pesadamente rumiante, ahíto;
ni el hombre ni la mujer en su lecho rural;
sólo esta cosa pequeña, tranquilamente perfecta, había muerto.
La sopesé en la mano. ¡Qué liviano es un pájaro!

Imponderable soplo, que debiste morir
cantando como viviste; ser sorprendido
por la muerte entre los cielos y la tierra;
no sufrir este eclipse, sin sonido
de cantos que una última ironía grosera te negara.

Sotos he visto rudamente heridos,
con sus hojas dispersas como papel picado;
avellanos volados y castaños quemados;
y a pesar del otoño, hojas primaverales les brotaban.
¡Qué transitoria, oh guerra, con todos tus dolores!
Sólo eran permanentes la savia y la semilla.
Sabían que la vida era todo lo que les hacía falta;
la vida perduraba en esas hojas prematuras.

Ésta era nuestra miniatura, nuestra mínima parte
en la desolación, la miseria de Europa;
pero no en nuestros hábitos; la guerra nunca había atravesado
nuestras fronteras arrogantes; otras la conocieron
mas no las nuestras, nuestra nación, nuestra isla amurallada.
Inglaterra anadiómena, como Venus en su concha,
hermosa ante sí misma, incomparablemente segura;
habíamos oído los ecos melancólicos que tocaban a muerto
atravesando nuestros mares. No estábamos allí.
Estábamos en casa, aunque acudieran nuestros hijos
como acostumbraban acudir los jóvenes; en casa con un lento
resentimiento ante el insulto veíamos por fin
la mitad de los nervios de toda nuestra fuerza
cortados por cuchillos que caían del aire;
y a pesar de la ira y del asombro
guardábamos la fe, y aun a veces decíamos:

“Pronto terminará esta guerra”.
Sí, en setiembre, o quizás en noviembre,
con una luna llena, o una luna gibosa,
una luna de siega, o una luna de caza,
terminará.

No para las aldeas inocentes destruidas,
para los corazones inocentes quebrados;
para ellos no, no terminará,
el temor memorable,
el hogar perdido, el hijo perdido, y el perdido amante.

Bajo el sol naciente, la luna creciente
pronto terminará esta guerra
pero sólo para los muertos.

Traducción de JUAN RODOLFO WILCOCK.
Revista Sur, julio-octubre de 1947, año XVI.
FROM THE GARDEN
(1946)

Strange were those summers; summers filled with war.
I think the flowers were the lovelier
For danger. Then we lived the pundonor,
Moment of truth and honour, when the bull
Charges and danger is extreme, but skill
And daring over-leap the fallible will
And bring the massive beast to noble kill.
Moments as sharp as sword-points then we lived
Citing our death along the levelled blade;
Then in our petty selves were shaken, sieved,
Withouten leisure left to be afraid.

It was a strange, a fierce, unusual time.
Death’s certain threat, that most men think remote,
Nor for today, but for another day,
For some tomorrow surely far away,
Unreal as an ancient anecdote,
Came near, and did not smite, but sometimes smote.

We lived exalted to a different clime;
Not in safe seats behind the palisade
Watching while others risk the scarlet sweep
And make the pass of death before a Thing
Cited at bay to take the estocade
And spout the lung-blood dark upon the sand,
Sinking at last in slow and sculptural heap
At foot of the young dazzling matador
Armed only with his sword and wrist and hand,—
Not as spectators in those days of war
But in the stainèd ring.

Strange little tragedies would strike the land;
We sadly smiled, when wrath and strength were spent
Wasted upon the innocent.
Upon the young green wheat that grew for bread;
Upon the gardens where with pretty head
The flowers made their usual summer play;
Upon the lane, and gaped it to a rent
So that the hay-cart could not pass that way.
So disproportionate, so violent,
So great a force a little thing to slay.
—Those craters in the simple fields of Kent!

It took a ton of iron to kill this lark,
This weightless freeman of the day.
All in its fate was irony. It lay
Tiny among monstrosities of clay,
Small solitary victim of the dark.

None other shared its fate, not the soft herd
Heavily ruminant, full-fed;
Not man or woman in their cottage bed;
Only this small, still-perfect thing lay dead.
I weighed it in my hand. How light, a bird!

Imponderable puff, it should have died
Singing as it had lived; been found
By death between the heaven and the ground;
Not suffered this eclipse without the sound
Of song by last gross irony denied.

Coppices I have seen, so rudely scarred,
With all their leaves in small confetti strown;
The hazels blasted and the chestnut charred;
Yet by the Autumn, leaves of Spring had grown.
How temporary, War, with all its grief!
Permanence only lay in sap and seed.
They knew that life was all their little need,
And life was still in the untimely leaf.

This was our miniature, our minor share
In Europe’s misery and desolation;
Not in our habit; war had never crossed
Our arrogant frontier; others met the cost,
But not our own, our moated isle, our nation.
England was sea-borne, Venus in her shell,
Lovely to her own self, and safe beyond compare;
We are heard echoes of an ernful knell
Sounding across our seas. We were not there,
We were at home, although our sons might go
As young men go, but we at home in slow
Resentment at an insult found at length
That half the sinews of our strength
Were cut by knives that slashed them from the air;
Yet, angry and astonished as we were
We kept our faith and even at moments said

“This war will be over soon.”
Yes, in September or perhaps November,
With some full moon or gibbous moon,
A harvest moon or else a hunter’s moon
It will be over.

Not for the broken innocent villages,
Not for the broken innocent hearts:
For them it will not be over,
The memorable dread,
The lost homey the lost son, the lost lover.

Under the rising sun, the waxing moon,
This war will be over soon,
But only for the dead.

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