Quantcast
Channel: LITERATURA & TRADUCCIONES
Viewing all 639 articles
Browse latest View live

Samuel Beckett: Seis poemas franceses

$
0
0

SEIS POEMAS FRANCESES

1

bueno bueno existe un país
donde el olvido donde pesa el olvido
suavemente sobre los mundos sin nombre
allí a la cabeza se la acalla la cabeza es muda
y se sabe no no se sabe nada
el canto de las bocas muertas se muere
en la playa ha hecho el viaje
no hay nada que llorar

a mi soledad la conozco vamos la conozco mal
tengo tiempo es lo que me digo tengo tiempo
pero qué tiempo hueso hambriento el tiempo perro
el tiempo del cielo que palidece sin cesar mi trocito de cielo
el tiempo del rayo que trepa ocelado temblando
el tiempo de los micrones de los años tinieblas

ustedes quieren que yo vaya de A a B no puedo
no puedo salir estoy en un país sin huellas
sí sí eso que tienen ahí es algo hermoso algo muy hermoso
qué es no me hagan más preguntas
espiral polvo de instantes qué es es el mismo
la calma el amor el odio la calma la calma

2

Muerte de A. D.

y allí estar allí aún allí
pegado a mi vieja tabla carcomida por la negrura
días y noches molidos ciegamente
estando allí sin huir y huir y estar allí
curvado hacia la confesión del tiempo moribundo
de haber sido lo que se hizo lo que hizo
conmigo con mi amigo muerto ayer con los ojos brillantes
lleno de ambición jadeando para sus adentros devorando
la vida de los santos una vida por cada día de vida
reviviendo en la noche sus peores pecados
muerto ayer mientras yo vivía
y estar aquí bebiendo con más furia que la tormenta
la culpa del tiempo irremisible
aferrado al viejo madero testigo de las partidas
testigo de los regresos

3

primaveral invernal mi única estación
lirios blancos crisantemos
nidos vivos abandonados
lodo de las hojas de abril
días soleados gris de escarcha

4

soy ese curso de arena que se desliza
entre los guijarros y la duna
la lluvia de verano llueve sobre mi vida
sobre mí mi vida que me rehuye y me persigue
y acabará el día de su comienzo

querido instante te veo
en esa cortina de bruma que retrocede
donde ya no tendré que pisar esos largos umbrales movedizos
y viviré lo que tarda una puerta
en abrirse y cerrarse

5

qué haría yo sin este mundo sin rostro sin preguntas
en el que ser sólo dura un instante en el que cada instante
cae en el vacío en el olvido de haber sido
en este mar en el que al final
cuerpo y sombra se hunden juntos
que haría yo sin este silencio abismo de los murmullos
jadeando furioso hacia el auxilio hacia el amor
sin este cielo que se alza
sobre el polvo de sus lastres

que haría yo haría como ayer como hoy
mirando por mi ojo de buey para ver si no soy el único
que va errando y girando lejos de toda vida
en un espacio fantoche
sin voz entre las voces
encerradas conmigo

6

quisiera que mi amor se muera
que llueva sobre el cementerio
y las callejuelas por las que voy
llorando por la que creyó amarme

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontan




SIX POÈMES 1947-1949

1

bon bon il est un pays
où l'oubli où pèse l'oubli
doucement sur les mondes innommés
là la tête on la tait la tête est muette
et on sait non on ne sait rien
le chant des bouches mortes meurt
sur la grève il a fait le voyage
il n'y a rien à pleurer

ma solitude je la connais allez je la connais mal
j'ai le temps c'est ce que je me dis j'ai le temps
mais quel temps os affamé le temps du chien
du ciel pâlissant sans cesse mon grain de ciel
du rayon qui grimpe ocellé tremblant
des microns des années ténèbres

vous voulez que j'aille d'A à B je ne peux pas
je ne peux pas sortir je suis dans un pays sans traces
oui oui c'est une belle chose que vous avez là une bien
belle chose
qu'est-ce que c'est ne me posez plus de questions
spirale poussière d'instants qu'est-ce que c'est le même
le calme l'amour la haine le calme le calme


2

Mort de A. D.

et là être là encore là
pressé contre ma vieille planche vérolée du noir
des jours et nuits broyés aveuglément
à être là à ne pas fuir et fuir et être là
courbé vers l'aveu du temps mourant
d'avoir été ce qu'il fut fait ce qu'il fit
de moi de mon ami mort hier l'oeil luisant
les dents longues haletant dans sa barbe dévorant
la vie des saints une vie par jour de vie
revivant dans la nuit ses noirs péchés
mort hier pendant que je vivais
et être là buvant plus haut que l'orage
la coulpe du temps irrémissible
agrippé au vieux bois témoin des départs
témoin des retours

3

vive morte ma seule saison
lis blancs chrysanthèmes
nids vifs abandonnés
boue des feuilles d'avril
beaux jours gris de givre

4

je suis ce cours de sable qui glisse
entre le galet et la dune
la pluie d'été pleut sur ma vie
sur moi ma vie qui me fuit me poursuit
et finira le jour de son commencement

cher instant je te vois
dans ce rideau de brume qui recule
où je n'aurai plus à fouler ces longs seuils mouvants
et vivrai le temps d'une porte
qui s'ouvre et se referme

5

que ferais-je sans ce monde sans visage sans questions
où être ne dure qu'un instant où chaque instant
verse dans le vide dans l'oubli d'avoir été
sans cette onde où à la fin
corps et ombre ensemble s'engloutissent
que ferais-je sans ce silence gouffre des murmures
haletant furieux vers le secours vers l'amour
sans ce ciel qui s'élève
sur la poussière de ses lests

que ferais-je je ferais comme hier comme aujourd'hui
regardant par mon hublot si je ne suis pas seul
à errer et à virer loin de toute vie
dans un espace pantin
sans voix parmi les voix
enfermées avec moi

6

je voudrais que mon amour meure
qu'il pleuve sur le cimetière
et les ruelles où je vais
pleurant celle qui crut m'aimer


Kamo no Chōmei: Notas desde mi cabaña de monje

$
0
0


NOTAS DESDE MI CABAÑA DE MONJE


Sin cesar fluye el río, pero el agua nunca es la misma; la espuma que flota en los remansos desaparece y se vuelve a formar, pero no dura nunca mucho tiempo. Así son, en este mundo, los hombres y sus moradas.


En la capital pavimentada de piedras pre­ciosas, las casas de los grandes y de los humil­des, cuyos techos se tocan ri­valizando en altura, parecen mante­nerse de generación en generación; pero cuando examinamos si realmente es así, descubrimos que pocas son las casas antiguas. Algunas, destruidas por el fuego el año pasado, han sido re­construidas este año; otras, que fueron grandes residen­cias, se desmoronaron y fueron reemplazadas por casas más pe­queñas. Lo mismo ocurre con quienes viven en ellas. En cualquier lugar de la ciudad hay siempre mucha gente, pero de veinte o treinta personas que cono­cimos an­taño sólo sobreviven dos o tres. Algunos mue­ren por la noche, otros nacen por la mañana. Tales son las personas de este mundo: como las burbujas sobre el agua.

¿Quién puede saber de dónde vienen y a dónde van esos hombres que nacen y mue­ren? ¿Quién puede saber por qué se empeñan en construir sus casas pa­sajeras y por qué las embellecen para sus ojos? Dueño y morada compiten en fugacidad. Ambos son como el rocío que cubre la flor de la enredadera. A veces el rocío cae y la flor permanece, pero sólo para marchitarse con el sol matutino. A veces la flor se marchita y el rocío perdura, pero sólo para des­aparecer antes de que caiga la tarde.


Victoria Ocampo: Palabras francesas

$
0
0


PALABRAS FRANCESAS

Ma France, quand on a nourri son coeur latin
Du lait de votre Gaule...
Comtesse de Noailles.

En el Panorama de la littérature hispano-américaine, publicado en París por Kra, el Sr. Max Daireaux declara que en Buenos Aires los escritores nacionales no encuentran resonancia ni apoyo. La “élite” y particularmente las mujeres, núcleo de esta “élite”, que leen, según parece, con “fervor desordenado”, se desentienden de ellos, jactándose de ignorarlos. Afectan no poder leer más que en francés. El español les aburre. “Sucede con frecuencia — agrega M. Daireaux — que ciertos escritores que viven en Buenos Aires sólo escriben en francés: tal es el caso de Delfina Bunge de Gálvez y también el de Victoria Ocampo, que lleva su coquetería al extremo de hacer traducir al español, por otros, lo que antes publicó en francés”.

Lo que M. Daireaux asegura es cierto, parte en cuanto a los efectos, parte en cuanto a las apariencias; pero absolutamente falso en lo que atañe a las causas y al espíritu, al menos en lo que me concierne.

Juzgo necesario responder a esas observaciones una vez por todas, porque crean un equívoco fundamental y porque no es el autor del Panorama de la littérature hispano-américaine el primero ni el único en formularlas.

Cuando M. Daireaux habla cortesmente de mi coquetería se adivinan en la punta de su pluma otros términos, de los cuales el más amable sería el de snobismo. Tiene, naturalmente, y otros con él, derecho al error. Sólo me importa advertirles una cosa: se equivocan de género. Lo que toman por una comedia es más bien un drama. Y este drama tiene un carácter violentamente americano. Su esencia está en las raíces personales de mi vida. No puedo, por consiguiente, profundizar sus causas desde fuera. Para hablar de este drama necesito hacerlo en nombre propio. En primera persona. Para tratar de descubrir lo que haber podido pasar en tal o cual ser y lo que ha pasado en general, necesito comenzar por poner en claro lo que ha pasado en mí misma. En estos casos las explicaciones personales rebasan lo puramente personal. Nuestra persona no es más que un punto de apoyo, indispensable, para alcanzar lo que también es verdad más allá de nosotros.

“Le moi est haisable”(*) —afirmaba Pascal. Sin embargo, entre sus pensamientos es fácil descubrir algunos que parecen contrariar esta declaración. Entre otros este: “Ce n'est pas dans Montaigne mais dans moi que j’y trouve tout ce que j'y vois”. He aquí una instantánea de Pascal en flagrante delito de contradicción, tomada por Pascal en persona. En ella vemos efectivamente que cuando Montaigne realiza “le sot projet qu'il a de se peindre”, Pascal se reconoce también en la pintura. El proyecto, pues, no era tan tonto.

No podemos reflexionar a fondo sobre nosotros mismos —cuidando de rectificar las inexactitudes en que incurre el amor propio— sin alcanzar por ese camino a los demás. Un hombre no conoce de los demás hombres, en definitiva, sino lo que ha aprendido a conocer de sí mismo y de sus semejanzas y desemejanzas con los diversos tipos humanos.

Desde el momento en que escribimos estamos condenados a no poder hablar más que de nosotros, de lo que hemos visto con nuestros ojos, sentido con nuestra sensibilidad, comprendido con nuestra inteligencia. Imposible escapar a esta ley. Pero la obedeceremos bajo una forma diferente según que nuestro temperamento se incline hacia la introversión o hacia la extraversión.

Sospecho que todas las disputas, todas las tormentas desencadenadas en el campo literario y artístico, tienen, en su base, la terrible hostilidad existente entre estas dos inclinaciones. Cuanto más acentuado es un tipo, cuanto más grande es su porcentaje de introversión o de extraversión, tanto más amenazada su visión del tipo opuesto por un fenómeno de “subjective clouding”.

Ciertos fieles, en la India, se arrancan los párpados a fin de no interrumpir su contemplación del cielo. El extravertido no tendría necesidad de ese sacrificio. No tiene párpados. Nada separa su yo del mundo exterior. Su vida psíquica se desenvuelve fuera de sí mismo. Por el contrario, el introvertido va por el universo con los párpados cosidos como esos halcones que se domesticaban para la caza en la Edad Media. Todo acontece dentro de sí mismo.

Claro está que los casos extremos de introversión o de extraversión son raros y que habitualmentc no hacemos más que inclinarnos a un lado o al otro. Pero para el artista, para el escritor, la inclinación es decisiva. ¿Otorgará valor al “sujeto” o al “objeto”? ¿Al “qué” o al “cómo”?

Cuando Montaigne declara:  “Ce sont ici mes fantaisies par lesquelles je ne tasche point de donner à cognoistre les choses, mais moy” define, definiéndose, todo un linaje de escritores: aquellos para los cuales el mundo interior existe. Pero no olvidemos que cuando el escritor de tipo opuesto habla de “las cosas” es de él mismo de quien habla a través de su máscara. Ya pertenezca el escritor a la categoría de los introvertidos o a la de los extravertidos, queda siempre limitado al Norte, al Sur, al Este, al Oeste por su temperamento, por su experiencia individual.

Existe la raza de los que no pueden hablar de las cosas sino hablando de ellos mismos, y la raza de los que no pueden hablar de sí mismos sino hablando de las cosas.

Existe la raza de aquellos que no llegan a las palabras más que movidos por sus emociones, y la raza de los que no llegan a las emociones más que movidos por las palabras.

Clasificar a los escritores en tal o cual categoría (y sus subdivisiones) es una tarea complicada, difícil, peligrosa a causa de las mil variedades individuales. Clasificarse a sí mismo debe ser casi imposible.

Si yo fuese escritora creo que pertenecería a la especie de los de “párpados cosidos”. Pero yo no soy una escritora. Soy simplemente un ser humano en busca de expresión. Escribo porque no puedo impedírmelo, porque siento la necesidad de ello y porque esa es mi única manera de comunicarme con algunos seres, conmigo misma. Mi única manera.

Por eso cuando M. Daireaux me llama escritora me siento más bien asombrada que halagada. No soy del oficio y del oficio lo ignoro todo. A veces tengo remordimientos a este propósito, pues me repito que si me gusta tanto escribir y si caigo en ello de continuo, sería necesario al menos que aprendiese honradamente el oficio. Pero mi pereza encuentra argumentos que tranquilizan a mi conciencia.

Por consiguiente, no trataré de responder como “escritora” a los comentarios que M. Daireaux y otros hacen a mi respecto, sino simplemente como un ser humano en busca de expresión.


Hace mucho tiempo de esto. Yo leía a Ruskin con entusiasmo. Lo leía en inglés. Alguien me indicó una traducción francesa de Sesame and Lilies y tuve la curiosidad de hojearla. Esa traducción llevaba un prefacio que me llamó la atención por su tema y por la manera como estaba tratado. El traductor —un desconocido llamado Marcel Proust— decía allí, a propósito de nuestras lecturas de infancia, cosas que yo hasta entonces había creído inexpresables. Inexpresables porque si bien pertenecen al reino de la sensibilidad, sólo en el de la inteligencia encontramos un instrumento apto para captarlas y durante esta delicada operación un peligro mortal las acecha: corremos el riesgo de “cambiarlas” al fijarlas, así como el alfiler que la atraviesa mata también a la mariposa.

Tuve en ese momento la impresión de que esos imponderables podían encontrar una balanza sensible a su peso.

“No hay quizás días de nuestra infancia que hayamos vivido tan plenamente como aquellos que hemos creído dejar sin vivirlos, aquellos que hemos pasado con un libro preferido”.

Esta frase, la primera del prefacio al libro de Ruskin, que fue también la primera frase de Proust leída por mí, me detuvo súbitamente como en la primavera un olor de flores a la vuelta de un camino. La respiré largamente sin poder desprenderme de ella. Y hoy esa frase me vuelve y a ella vuelvo para mis explicaciones presentes; es a Proust a quien pido auxilio y llamo en testimonio de mi verdad.

Lo que Proust cuenta a propósito de Francois le Champi y de todo lo que esa novela —leída en su infancia la noche en que su madre le reta tan fuerte y luego le perdona— evoca en él, es poco más o menos la historia que yo he de contar.

“Tal nombre leído antaño en un libro contiene entre sus sílabas el viento rápido y el sol brillante que hacía cuando lo leíamos”.

Todos los libros de mi infancia y de mi adolescencia fueron franceses o ingleses; franceses en su mayoría. Aprendí el alfabeto en francés, en un hotel de la Avenida Friedland. Desde entonces el francés se me ha pegado en tal forma que no he podido desembarazarme de él. Mi institutriz era francesa. He sido castigada en francés. He jugado en francés. He rezado en francés. (Había, inclusive, inventado una oración que agregaba con fervor a las demás: “Dios mío, haz que esta noche no vengan ladrones, que no sueñe malos sueños, que vivamos todos y que vivamos en buena salud, amén”. Este post-scriptum dirigido a Dios fue mi primera carta.)

He comenzado a leer en francés: Peau d'âne, Les malheurs de Sophie, Les aventures du Capitaine Hatteras... Es decir que comencé a llorar y a reír en francés. Leía insaciablemente. Las hadas, los enanos, los ogros hablaron para mí en francés. Los exploradores recorrían un universo que tenía nombres franceses. Y, más tarde, los versos bellos fueron franceses y las novelas, donde por primera vez veía palabras de amor, también. En fin, todas las palabras de los libros de mi infancia, esas palabras que contienen “el viento rápido y el sol brillante que hacía cuando los leíamos” fueron, para mí, palabras francesas.

¿Cómo separarme de ellas sin separarme de esta infancia? ¿Cómo separarme de mi infancia sin cortar toda comunicación con la esencia misma de mi ser, sin empobrecerme absolutamente, definitivamente, de mi realidad, de su fuente?

Si esto es posible a otros temperamentos yo sé, por experiencia, que no lo es para el mío.

Es perfectamente exacto que todas las veces que quiero escribir, “unpack my heart with words”, escribo primero en francés. Pero no lo hago por una elección deliberada —y aquí es donde se equivoca M. Daireaux—. Me veo obligada a ello por una necesidad interior. La elección ha tenido lugar en mí sin que mi voluntad pudiese intervenir. Mi voluntad, por el contrario, trata ahora a tal punto de corregir este estado de cosas que no he publicado nada en francés — excepción hecha de De Francesca a Beatrice—y que vivo traduciéndome o haciéndome traducir por los demás continuamente.

Lo que más me interesa decir es principalmente aquí, en mi tierra, donde tengo que decirlo y en una lengua familiar a todos. Lo que escribo en francés no es francés, en cierto sentido, respecto al espíritu. Y sin embargo —he aquí el drama— siento que nunca vendrán espontáneamente en mi ayuda las palabras españolas, precisamente cuando yo esté emocionada, precisamente cuando las necesite. Quedaré siempre prisionera de otro idioma, quiéralo o no, porque ese es el lugar en que mi alma se ha aclimatado.

Esta circunstancia ha producido extraños efectos. Temo que si consiguiese arrancar de mi memoria todas las palabras francesas, arrancaría también, adheridas a ellas, las imágenes más queridas, más auténticas, más americanas que posee.

¿Qué le importa al niño que le dejen su álbum si le quitan sus calcomanías?

Las palabras francesas son las únicas que me gusta pegar sobre el papel porque son las únicas que, para mí, están llenas de imágenes.

Mientras yo estudiaba la gramática de Larive y Fleury, las ciencias de Paul Bert, la historia sagrada de Duruy, cuántos deseos, cuántas miradas se evadían por la ventana hacia nuestros campos, nuestro río, nuestras calles. Cuántas fábulas de La Fontaine mezcladas a los gritos de los mercachifles de “botellas vacías” y de “resaca, tierra negra para las plantas”. ¡Ah, esos vendedores ambulantes cuya libertad yo envidiaba! Me acuerdo de ciertas noches tibias en que leía a Poe, traducido por Baudelaire, a la luz de una vela que me obligaban a apagar en el momento menos oportuno. “La caída de la casa Usher” ha quedado llena, para mí, de mugidos de vacas y de balidos de carneros. Un olor de alfalfa y trébol entraba por la ventana. Era la época de la esquila. Durante el día se veía en un galpón a los peones hundir sus tijeras en la lana espesa. Uno de ellos iba y venía entre los demás llevando en la mano una lata llena de una oscura mixtura que apestaba a alquitrán. Le llamaban a la vez de todas partes: “¡Médico, médico!” y él pintaba con este líquido misterioso las heridas que las tijeras descuidadas y presurosas infligían a los animales. Esto me impresionaba mucho. Sentía piedad por los carneros, miedo de las tijeras y, sin embargo, el espectáculo me fascinaba. Unicamente el pensar que “El escarabajo de oro” o “El diablo en el campanario” me esperaban en casa podía romper el encanto.

Palabras francesas, entonces y siempre. Helas aquí confundidas con el olor del alquitrán, de la lana, el ruido de las tijeras, los gritos de los peones. Esas exclamaciones sólo las percibía como un género especial de mugidos. No eran las palabras con que se piensa. Y mi habla, mi español—la expresión verbal me fue siempre difícil— era, en otro plano, casi tan primitiva y salvaje.

Tardes de infancia, imborrables, en que después de haber chapaleado en el barro, del que mis uñas guardaban las huellas, cargada de sol como un acumulador, corría a mis libros ávida de volver a encontrar su atmósfera en la que mi pensamiento se articulaba de pronto. ¡Palabras, queridas palabras francesas! Ellas me enseñaban que se puede escapar del silencio de otro modo que por el grito.

Estos recuerdos, otros más, muchos otros aún, toda mi vida pretérita se me aparece como almacenada en palabras francesas. Tan es así que el empleo del francés es, en mí, lo contrario de una actitud convencional.

Por otra parte, si bien es cierto que soy a ese respecto un caso ejemplar por su exageración y que las cosas han llegado en mí hasta el límite extremo (entre otras razones, sin duda, a causa de una introversión muy marcada), no creo ser una excepción. En mi medio y en mi generación las mujeres leían casi exclusivamente en francés. Recuerdo haber recibido y hecho, de niña, muchos regalos de libros, casi eran todos franceses, desde La Princesse de Clèves hasta Claudel. Alguien me hizo leer en aquellos años a Rubén Darío. Sus poesías me parecieron de un mal gusto intolerable: una parodia de Verlaine.

Agréguese a esto que nuestra sociedad era bastante indiferente a las cosas del espíritu, incluso bastante ignorante. Muchos de entre nosotros habíamos llegado, insensiblemente, a creer enormidades. Por ejemplo, que el español era un idioma impropio para expresar lo que no constituía el lado puramente material, práctico, de la vida; un idioma en que resultaba un poco ridículo expresarse con exactitud —esto es, matiz. Cuanto más restringido era nuestro vocabulario, más a gusto nos sentíamos. Toda rebusca de expresión tenía una apariencia afectada. Emplear ciertas palabras, ciertos giros de frase (que no eran, en realidad, otra cosa que gramaticalmente correctos) nos chocaba como puede chocarnos un vestido de baile en un campo de deportes o una mano que toma la taza con el meñique en el aire.

Muchos de nosotros empleábamos el español como esos viajeros que quieren aprender ciertas palabras de la lengua del país por donde viajan, porque esas palabras les son útiles para sacarlos de apuros en el hotel, en la estación y en los comercios, pero que no pasan de ahí.

Sin embargo, pese a las apariencias, no podíamos dejar de pensar y para esto necesitábamos palabras. Educadas por institutrices francesas y habiéndonos nutrido de literatura francesa, buen número de entre nosotras iba naturalmente a tomar sus palabras de Francia. Pero las institutrices de nuestra infancia y las abundantes lecturas no justifican totalmente nuestro reflujo obstinado hacia el francés —al menos en la mayoría de los casos—. Aquí debe de haber algún complejo que favorezca tal fenómeno. La prueba está en que, en Europa, en los medios análogos al mío, es frecuente de igual modo que los niños sean educados por institutrices extranjeras y que lean continuamente idiomas extranjeros; y, sin embargo, lo que ha sucedido aquí no se produce sino excepcionalmente allá. En nuestro caso debemos tener en cuenta, por añadidura, una especie de desdén latente hacia lo que venía de España (no entro a examinar si ese desdén tenía alguna excusa o justificación). Además, debido a otro fenómeno, que sería curioso analizar, nos volvíamos al francés por repugnancia a la afectación. La penuria del español que aceptábamos nos lo tornaba imposible. Rechazábamos su riqueza; rechazábamos esa riqueza como una cursilería. Nos disgustaba como una ostentación de lujo hecho de relumbrón y joyas falsas. El francés, por el contrario, era para nosotras la lengua en que podía expresarse todo sin parecer un advenedizo.

Imagino que el cincuenta por ciento de las cien palabras que componían nuestro vocabulario no figuraban siquiera en el diccionarip de la Real Academia Española. Hacia mis quince años ningún poder humano me hubiera hecho emplear los calificativos “bello” o “hermoso”; “lindo” me parecía el único término que no era pedante. Habría enfermado si alguien me hubiera obligado a llamar “mecedora” a una “silla de hamaca”. La estancia era, no podía ser, para mí, más que un océano de tierra donde soñaba, todo el año, en hundirme. Que se pudiese llamar estancia a un cuarto me sublevaba, me ofendía, como si se hubiese tratado de desfigurar, para apenarme, la fotografía de un ser querido. Y así todo lo demás.
Quizás convenga agregar que mi familia y las de aquellos que me rodeaban, aunque instaladas en América desde hace muchas generaciones, son casi exclusivamente de origen español.

A los veinte años, yo era, en lo concerniente a España, de una ignorancia tan sólida y tan agresiva, que algunos amigos compadecidos trataron de sacarme de ella. Se esforzaron por iniciarme en las delicias de la literatura castellana. Me dieron a leer Doña Perfecta, Doña Luz, El sombrero de tres picos... Apenas pude tragarlos. Mi convicción de que el español era un idioma “guindé” y aburrido aumentó. “Toute sonore encore” de los clásicos franceses permanecía sorda a lo demás.

Sólo en 1916, cuando el primer viaje de Ortega, después de haber conversado largamente con él, advertí gradualmente mi tontería. Comenzaba a descubrir que todo podía decirse en lengua española sin que uno se hiciese automáticamente pesado, afectado, grandilocuente. Pero este descubrimiento llegaba demasiado tarde. Hacía ya mucho tiempo que era prisionera del francés.

La consecuencia que saco de mis reflexiones sobre este tema es que nada de esto habría ocurrido si yo no hubiera sido americana. Si yo no hubiera sido esencialmente americana yo no habría hablado un español empobrecido, impropio para expresar todo matiz y no me habría negado al español de ultramar. Si no hubiera sido esencialmente americana, el francés no habría, quizás, llegado a ser el único refugio de mi pensamiento, y de haberlo sido, permanecería tranquilamente en él, en lugar de correr tras un español que ya no alcanzaré ciertamente; y que, si lo alcanzo, no me será nunca dócil. Si no hubiese sido esencialmente americana, no me habría debatido en este drama, y este drama hubiera resultado una comedia.

Si no hubiese sido americana, en fin, no experimentaría tampoco, probablemente, esta sed de explicar, de explicarnos y de explicarme. En Europa, cuando una cosa se produce diríase que está explicada de antemano. Cada acontecimiento nos hace la impresión de llevar, desde su nacimiento, un brazalete de identidad. Entra en un casillero. Aquí, por lo contrario, cada cosa, cada acontecimiento, es sospechoso y sospechable de ser aquello de que no tiene traza. Necesitamos mirarlo de arriba abajo para tratar de identificarlo y a veces cuando intentamos aplicarle las explicaciones que casos análogos recibirían en Europa, comprobamos que no sirven.

Entonces henos aquí obligados a cerrar los ojos y a avanzar penosamente, a tientas, hacia nosotros mismos; a buscar en qué sentido pueden acomodarse las viejas explicaciones a los nuevos problemas. Vacilamos, tropezamos, nos engañamos, temblamos, pero seguimos obstinados. Aunque los resultados obtenidos fueran, por el momento, mediocres, ¿qué importa? Nuestro sufrimiento no lo es. Y esto es lo que cuenta. Es preciso que este sufrimiento sea tan fuerte que alguien sienta un día la urgencia de vencerlo explicándolo.

He dicho, antes, que yo no me tengo por escritora, que ignoro totalmente el oficio. Que soy un simple ser humano en busca de expresión. Y precisamente por este motivo nunca me libertaré de las palabras francesas.

Proust cuenta que buscó vanamente en un libro de Bergotte, leído antaño por entero un día de invierno en que no pudo ver a Gilberte, las páginas que tanto le habían gustado. “Mais du volume lui-même —agrega— la neige qui couvrait les Champs Elysées, le jour où je le lus, n'a pas été enlevée”.

Hay para mí en las palabras francesas, aparte de todo lo demás, un milagro análogo, de naturaleza subjetiva e incomunicable. Poco importa que el español me parezca hoy día una lengua admirable, resplandeciente y concisa. Poco importa que, presa de arrepentimiento, me esfuerce en restituirle mi alma.
Del francés la neige ne sera jamais enlevée.

--------------------------
(*) Es sabido que Port-Royal explica: “La palabra yo, de que el autor se sirve en el pensamiento siguiente,  no significa más que el amor propio". Por consiguiente, “l'amour propre est haísable” y todos estamos de acuerdo en ello.

Pero uno se pregunta por qué Pascal empleaba la palabra yo allí donde la expresión amor propio hubiera sido más justa, cerrando el camino al equivoco. Es que, en el fondo, Pascal había declarado la guerra al yo. Aseguraba que un “honnête homme” debe evitar esta palabra, que la piedad cristiana aniquila el yo humano y que la civilidad humana le oculta. Según Meré, un precepto de la honestidad era no decir yo sino uno. Esto suena tan puerilmente como reemplazar amor por tambor — según se hacía antaño en Francia, en los conventos de señoritas, cuando amor era la rima de un verso.

Pascal acusa a Montaigne de hablar demasiado de sí: “Uno de los caracteres más indignos del “honnête homme” es el que Montaigne adoptó al no hablar a sus lectores más que de sus humores, de sus inclinaciones, de sus fantasías, de sus enfermedades, de sus virtudes y de sus vicios...” Pero puesto que cada hombre lleva “la forma entera de la condición humana”, ¿cómo podrá hablar de sí sin hablar, por este mismo hecho, de los demás?

Montaigne puede estudiarse, ha dicho Sainte-Beuve, en el seno de Pascal.



Emil Cioran: Genealogía del fanatismo

$
0
0

GENEALOGÍA DEL FANATISMO

Toda idea es neutra en sí misma, o debería serlo; pero el hombre le da vida, proyecta en ella sus llamas y sus demencias; impura, transformada en creencia, se inserta en el tiempo, toma figura de acontecimiento: el pasaje de la lógica a la epilepsia queda consumado… Así nacen las ideologías, las doctrinas y las farsas sangrientas.

Idólatras por instinto, convertimos en algo incondicionado los objetos de nuestros sueños y de nuestros intereses.  La historia no es más que un desfile de Falsos Absolutos, una sucesión de templos edificados a pretextos, un envilecimiento del espíritu ante lo Improbable. Aun cuando se aleja de la religión, el hombre permanece dominado por ella; forjando, hasta agotarse, simulacros de dioses, después los adopta febrilmente:  su necesidad de ficción, de mitología, triunfa de la evidencia y del ridículo.  Su capacidad de adorar es responsable de todos sus crímenes: aquél que ama indebidamente a un dios, obliga a los demás a amarlo, en espera de exterminarlos si se rehúsan a hacerlo. No existe ninguna intolerancia, ninguna intransigencia ideológica o proselitismo que no revelen el fondo bestial del entusiasmo. Si el hombre pierde su facultad de indiferencia se convierte en asesino virtual; si transforma su idea en dios las consecuencias que resultan de ello son incalculables. Sólo se mata en nombre de un dios o de sus imitaciones: los excesos suscitados por la diosa Razón, por la idea de nación, de clase o de raza son de la misma familia que los de la Inquisición o de la Reforma. Las épocas de fervor se destacan en hazañas sanguinarias: Santa Teresa sólo podía ser contemporánea de los autos de fe, y Lutero de la masacre de los campesinos. En las crisis místicas los gemidos de las víctimas corren paralelos con los gemidos del éxtasis… Patíbulos, calabozos, presidios, sólo propseran a la sombra de una fe —de esa necesidad de creer que ha infestado para siempre el espíritu. El diablo palidece mucho al lado de quien dispone de una verdad, de suverdad. Somos injustos en lo que respecta a los Nerones, a los Tiberios: no fueron ellos los que inventaron el concepto de herético: sólo fueron soñadores degenerados que se divertían con las masacres. Los verdaderos criminales son los que establecen una ortodoxia en el plano religioso o político, los que distinguen entre el fiel y el cismático.

Cuando rehúsamos admitir el carácter intercambiable de las ideas, la sangre corre… Detrás de las resoluciones firmes se yergue un puñal; los ojos ardientes presagian el asesinato. Nunca un espíritu dubitativo, aquejado de hamletismo, resultó pernicioso: el principio del mal reside en la tensión de la voluntad, en la incapacidad para el quietismo, en la megalomanía prometeica de una raza henchida de ideal, que brilla con sus convicciones y que, por haberse complacido en menospreciar la duda y la pereza —vicios más nobles que todas sus virtudes—,  se metió en un camino de perdición, en la historia, en esa mezcla indecente de banalidad y de apocalipsis… Las certezas allí abundan: suprimiéndolas, uno suprime sobre todo las consecuencias: uno reconstruye el paraíso. ¿Qué es la Caída sino la búsqueda de una verdad y la certeza de haberla hallado, la pasión por un dogma, el establecerse en un dogma? El resultado es el fanatismo —tara capital que le da al hombre el gusto por la eficacia, por la profecía, por el terror—, lepra mística con la que contamina las almas, las somete, las tritura o las exalta… Sólo escapan los escépticos (o los haraganes y los estetas), porque no proponen nada, porque —auténticos benefactores de la humanidad— destruyen las ideas preconcebidas y analizan su delirio. Me siento más seguro junto a un Pirrón que a un San Pablo, por la razón de que una sabiduría hecha de humoradas es más amena que una santidad desenfrenada. En un espíritu ardiente uno vuelve a encontrarse con el animal de presa disfrazado; toda defensa es poca ante las garras de un profeta… En cuanto levante la voz, aunque fuere en nombre del cielo, de la ciudad o de otros pretextos, aléjense de él: como el sátiro de su soledad, no les perdona ustedes que vivan de este lado de sus verdades y de sus arrebatos; quiere que ustedes compartan su histeria, su bien, quiere imponérselos y desfigurarlos. Un ser poseído por una creencia y que buscara comunicársela a los demás, es un fenómeno que no pertenece a la tierra, en donde la obsesión por la salvación vuelve la vida irrespirable. Miren alrededor de ustedes: por todas partes, larvas que predican; cada institución expresa una misión; las alcaldías tienen su absoluto como los templos; la administración, con sus reglamentos —metafísica para uso de simios… Todos se esfuerzan por solucionar la vida de todos: los mendigos, incluso los incurables aspiran a hacerlo: las aceras del mundo y los hospitales rebosan de reformadores. El deseo de llegar a ser fuente de acontecimientos actúa en cada persona como un desórden mental o como una maldición deliberada. La sociedad —¡un infierno de salvadores! Lo que en ella buscaba Diógenes con su linterna era un indiferente

Me basta oír a alguien hablar sinceramente de ideal, de porvenir, de filosofía, de oírlo decir “nosotros” con una inflexión de seguridad, de oírlo invocar a los “otros”, y considerarse su digno intérprete —para que lo considere mi enemigo. En él veo a un tirano fracasado, a un verdugo aproximativo, tan odioso como los tiranos, como los verdugos de alto rango. Es que toda fe ejerce una forma de terror, tanto más aterradora que sus agentes son los “puros”. Desconfiamos de los astutos, de los bribones, de los licenciosos; sin embargo, no podríamos reprocharles ninguna de las grandes convulsiones de la historia; como no creen en nada,  no hurgan en nuestros corazones, ni en nuestros motivos ocultos; nos abandonan a nuestra despreocupación, a nuestra desesperación a nuestra inutilidad; la humanidad les debe los pocos momentos de prosperidad que ha conocido: son ellos los que salvan a los pueblos que los fanáticos torturan y que los “idealistas” llevan a la ruina. Careciendo de doctrinas, sólo tienen caprichos e intereses, vicios complacientes, mil veces más soportables que los estragos que provoca el despotismo con principios; ya que todos los males de la vida provienen de una “concepción de la vida”. Un político cabal debería profundizar en los sofistas antiguos y tomar lecciones de canto; —y de corrupción.

El fanático, en cambio, es incorruptible: si mata por una idea, puede, de igual modo, hacerse matar por ella; en ambos casos, tirano o mártir, es un monstruo. No hay seres más peligrosos que los que han padecido por una creencia: los grandes perseguidores se reclutan entre los mártires a los que no se les cortó la cabeza. Lejos de disminuir el apetito de poder, el sufrimiento lo exaspera; es por eso que el espíritu se siente más cómodo en compañía de un fanfarrón que de un mártir; y nada le repugna tanto como ese espectáculo en el que se muere por una idea… Harto de lo sublime y de la matanza, sueña con un tedio de provincia a escala universal, con una Historia cuyo estancamiento sería tal que la duda se perfilaría en él como un acontecimiento y la esperanza como una calamidad…

Traducción para Literatura & Traducciones de Miguel Ángel Frontán


GÉNÉALOGIE DU FANATISME

En elle-même toute idée est neutre, ou devrait l'être ; mais l'homme l'anime, y projette ses flammes et ses démences ; impure, transformée en croyance, elle s'insère dans le temps, prend figure d'événement : le passage de la logique à l'épilepsie est consommé... Ainsi naissent les idéologies, les doctrines, et les farces sanglantes.

Idolâtres par instinct, nous convertissons en inconditionné les objets de nos songes et de nos intérêts. L'histoire n'est qu'un défilé de faux Absolus, une succession de temples élevés à des prétextes, un avilissement de l'esprit devant l'Improbable. Lors même qu'il s'éloigne de la religion, l'homme y demeure assujetti ; s'épuisant à forger des simulacres de dieux, il les adopte ensuite fiévreusement : son besoin de fiction, de mythologie triomphe de l'évidence et du ridicule. Sa puissance d'adorer est responsable de tous ses crimes : celui qui aime indûment un dieu, contraint les autres à l'aimer, en attendant de les exterminer s'ils s'y refusent. Point d'intolérance, d'intransigeance idéologique ou de prosélytisme qui ne révèlent le fond bestial de l'enthousiasme. Que l'homme perde sa faculté d'indifférence : il devient assassin virtuel ; qu'il transforme son idée en dieu : les conséquences en sont incalculables. On ne tue qu'au nom d'un dieu ou de ses contrefaçons : les excès suscités par la déesse Raison, par l'idée de nation, de classe ou de race sont parents de ceux de l'Inquisition ou de la Réforme. Les époques de ferveur excellent en exploits sanguinaires : sainte Thérèse ne pouvait qu'être contemporaine des autodafés, et Luther du massacre des paysans. Dans les crises mystiques, les gémissements des victimes sont parallèles aux gémissements de l'extase... Gibets, cachots, bagnes ne prospèrent qu'à l'ombre d'une foi, – de ce besoin de croire qui a infesté l'esprit pour jamais.  Le diable paraît bien pâle auprès de celui qui disposed'une vérité, de sa vérité. Nous sommes injustes à l'endroit des Nérons, des Tibères : ils n'inventèrent point le concept d'hérétique : ils ne furent que rêveurs dégénérés se divertissant aux massacres. Les vrais criminels sont ceux qui établissent une orthodoxie sur le plan religieux ou politique, qui distinguent entre le fidèle et le schismatique.

Lorsqu'on se refuse à admettre le caractère interchangeable des idées, le sang coule... Sous les résolutions fermes se dresse un poignard ; les yeux enflammés présagent le meurtre. Jamais esprit hésitant, atteint d'hamlétisme, ne fut pernicieux : le principe du mal réside dans la tension de la volonté, dans l'inaptitude au quiétisme, dans la mégalomanie prométhéenne d'une race qui crève d'idéal, qui éclate sous ses convictions et qui, pour s'être complue à bafouer le doute et la paresse, – vices plus nobles que toutes ses vertus – s'est engagée dans une voie de perdition, dans l'histoire, dans ce mélange indécent de banalité et d'apocalypse... Les certitudes y abondent : supprimez-les, supprimez surtout leurs conséquences : vous reconstituez le paradis. Qu'est-ce que la Chute sinon la poursuite d'une vérité et l'assurance de l'avoir trouvée, la passion pour un dogme, l'établissement dans un dogme ? Le fanatisme en résulte, – tare capitale qui donne à l'homme le goût de l'efficacité, de la prophétie, de la terreur, – lèpre lyrique par laquelle il contamine les âmes, les soumet, les broie ou les exalte... N'y échappent que les sceptiques (ou les fainéants et les esthètes), parce qu'ils ne proposent rien, parce que – vrais bienfaiteurs de l'humanité – ils en détruisent les partis pris et en analysent le délire. Je me sens plus ensûreté auprès d'un Pyrrhon que d'un saint Paul, pour la raison qu'une sagesse à boutades est plus douce qu'une sainteté déchaînée. Dans un esprit ardent on retrouve la bête de proie déguisée ; on ne saurait trop se défendre des griffes d'un prophète... Que s'il élève la voix, fût-ce au nom du ciel, de la cité ou d'autres prétextes, éloignez-vous-en : satyre de votre solitude, il ne vous pardonne pas de vivre en deçà de ses vérités et de ses emportements ; son hystérie, son bien, il veut vous le faire partager, vous l'imposer et vous défigurer. Un être possédé par une croyance et qui ne chercherait pas à la communiquer aux autres, – est un phénomène étranger à la terre, où l'obsession du salut rend la vie irrespirable. Regardez autour de vous : partout des larves qui prêchent ; chaque institution traduit une mission ; les mairies ont leur absolu comme les temples ; l'administration, avec ses règlements, – métaphysique à l'usage des singes... Tous s'efforcent de remédier à la vie de tous : les mendiants, les incurables même y aspirent : les trottoirs du monde et les hôpitaux débordent de réformateurs. L'envie de devenir source d'événements agit sur chacun comme un désordre mental ou comme une malédiction voulue. La société, – un enfer de sauveurs ! Ce qu'y cherchait Diogène avec sa lanterne, c'était un indifférent...

Il me suffit d'entendre quelqu'un parler sincèrement d'idéal, d'avenir, de philosophie, de l'entendre dire « nous » avec une inflexion d'assurance, d'invoquer les « autres », et s'en estimer l'interprète, – pour que je le considère mon ennemi. J'y vois un tyran manqué, un bourreau approximatif, aussi haïssable que les tyrans, que les bourreaux de grande classe. C'est que toute foi exerce une forme de terreur, d'autant plus effroyable que les « purs » en sont les agents. On se méfie des finauds, des fripons, des farceurs ; pourtant on ne saurait leur imputer aucune des grandes convulsions de l'histoire ; ne croyant en rien, ils ne fouillent pas vos cœurs, ni vos arrière-pensées ; ils vous abandonnent à votre nonchalance, à votre désespoir ou à votre inutilité ; l'humanité leur doit le peu de moments de prospérité qu'elle connut : ce sont eux qui sauvent les peuples que les fanatiques torturent et que les « idéalistes » ruinent. Sans doctrine, ils n'ont que des caprices et des intérêts, des vices accommodants, mille fois plus supportables que les ravages provoqués par le despotisme à principes ; car tous les maux de la vie viennent d'une « conception de la vie ». Un homme politique accompli devrait approfondir les sophistes anciens et prendre des leçons de chant ; – et de corruption...


Le fanatique, lui, est incorruptible : si pour une idée il tue, il peut tout aussi bien se faire tuer pour elle ; dans les deux cas, tyran ou martyr, c'est un monstre. Point d'êtres plus dangereux que ceux qui ont souffert pour une croyance : les grands persécuteurs se recrutent parmi les martyrs auxquels on n'a pas coupé la tête. Loin de diminuer l'appétit de puissance, la souffrance l'exaspère ; aussi l'esprit se sent-il plus à l'aise dans la société d'un fanfaron que dans celle d'un martyr ; et rien ne lui répugne tant que ce spectacle où l'on meurt pour une idée... Excédé du sublime et du carnage, il rêve d'un ennui de province à l'échelle de l'univers, d'une Histoire dont la stagnation serait telle que le doute s'y dessinerait comme un événement et l'espoir comme une calamité...

EMIL CIORAN - Précis de décomposition (1949).


Macedonio Fernández: Biografía de mi retrato

$
0
0

Biografía de mi retrato en «Papeles de Recienvenido»
Pose N.º 3

  Cuando miré aquel retrato largamente y fui convencido de que aquella cara tan decidida, perfilada y alegrona era la mía, tuve el acierto de hacer publicar en los diarios una circular previniendo que yo no era el que se había sacado la lotería en la jugada de esa semana, porque comprendí sensatamente que mi retrato de «Papeles de Recienvenido» —y ese retrato es lo único que se ha leído— era la cara del hombre de la lotería recién sacada. Con todo, tuve que mudarme de domicilio —lo que con menos motivo ejecuto más o menos mensualmente— y se insistió ante mí para donaciones filantrópicas, etcétera.
  Después de ese exitoso retrato he trabajado quince años en parecérmele, que tal es la dificultad; creo que esta tarea logra menos resultado feliz que la del fotógrafo en hacer buena una cara fielmente fotografiada. Y en lugar de servirme para algo la experiencia, resulta que cada año me sorprende más torpe en el parecido.
  Lo añadible aquí, siguiendo el eco del título de este libro y para que no se me acostumbre el lector a leer corto, sería que:
  Así como tan lozana imagen de una fisonomía otra me constriñó al plan de mostrarme lo menos posible en persona para que siguiera vigente y aprovechado al sumo el retrato, así debí luego recluirme del todo para que no se me conociera el carácter luego de unas páginas del Poeta Máximo que es a mi juicio Ramón Gómez de la Serna favoreciéndome con un elogio grandísimo de mi carácter e inteligencia.
  A aquella fotografía y esta biografía se debe mi constante estar a domicilio. (Pues el haber dejado las llaves en el otro pantalón es para cuando uno se queda afuera de la casa[*]). Y las fotografías fieles a otra cara no hacen infiel a sí misma a la nuestra.
Adiós, lector, no te acompaño a la puerta porque ¿quién va a salir a la calle para desmentir retratos y biografías propios?


* Noto que aquí el lector clama por un descanso. La Nada lo ahoga.


Stéphane Mallarmé: Toda el alma resumida...

$
0
0

TOUTE L’ÂME RÉSUMÉE…

Toute l’âme résumée
Quand lente nous l’expirons
Dans plusieurs ronds de fumée
Abolis en autres ronds

Atteste quelque cigare
Brûlant savamment pour peu
Que la cendre se sépare
De son clair baiser de feu

Ainsi le chœur des romances
À la lèvre vole-t-il
Exclus-en si tu commences
Le réel parce que vil

Le sens trop précis rature
Ta vague littérature



TODA EL ALMA RESUMIDA…

Toda el alma resumida
cuando lenta la consumo
entre cada rueda de humo
en otra rueda abolida

El cigarro dice luego
por poco que arda a conciencia:
la ceniza es decadencia
del claro beso de fuego

Tal el coro de leyendas
hasta tu labio aletea.
Si has de empezar suelta en prendas
lo vil por real que sea

Lo muy preciso tritura
tu vaga literatura.

Traducción de ALFONSO REYES


[‘All the soul that we evoke . . .’]

All the soul that we evoke

when we shed it lingering
into various rings of smoke
each effaced by a new ring

testifies to some cigar
burning with much artifice
as the ash falls away far
from its lucid fiery kiss

should the choir of lyric art
fly toward your own lips thus
exclude from it if you start
the real which is villainous

sense too definite cancels your
indistinct literature


Translated  by E. H.and A. M. BLACKMORE.

Rubén Darío: Edgar Allan Poe

$
0
0
EDGAR ALLAN POE

En una mañana fría y húmeda llegué por primera vez al inmenso país de los Estados Unidos. Iba el steamer despacio, y la sirena aullaba roncamente por temor de un choque. Quedaba atrás Fire Island con su erecto faro; estábamos frente a Sandy Hook, de donde nos salió al paso el barco de sanidad. El ladrante slang yanqui sonaba por todas partes, bajo el pabellón de bandas y estrellas. El viento frío, los pitos arromadizados, el humo de las chimeneas, el movimiento de las máquinas, las mismas ondas ventrudas de aquel mar estañado, el vapor que caminaba rumbo a la gran bahía, todo decía: all right. Entre las brumas se divisaban islas y barcos. Long Island desarrollaba la inmensa cinta de sus costas, y Staten Island, como en el marco de una viñeta, se presentaba en su hermosura, tentando al lápiz, ya que no, por falta de sol, a la máquina fotográfica. Sobre cubierta se agrupan los pasajeros: el comerciante de gruesa panza, congestionado como un pavo, con encorvadas narices israelitas; el clergyman huesoso, enfundado en su largo levitón negro, cubierto con su ancho sombrero de fieltro, y en la mano una pequeña Biblia; la muchacha que usa gorra de jockey, y que durante toda la travesía ha cantado con voz fonográfica, al són de un banjo; el joven robusto, lampiño como un bebé, y que, aficionado al box, tiene los puños de tal modo, que bien pudiera desquijarrar un rinoceronte de un solo impulso... En los Narrows se alcanza a ver la tierra pintoresca y florida, las fortalezas. Luego, levantando sobre su cabeza la antorcha simbólica, queda a un lado la gigantesca Madona de la Libertad, que tiene por peana un islote. De mi alma brota entonces la salutación:

«A ti, prolífica, enorme, dominadora. A ti, Nuestra Señora de la Libertad. A ti, cuyas mamas de bronce alimentan un sinnúmero de almas y corazones. A ti, que te alzas solitaria y magnífica sobre tu isla, levantando la divina antorcha. Yo te saludo al paso de mi steamer, prosternándome delante de tu majestad. ¡Ave: Good morning! Yo sé, divino icono, ¡oh, magna estatua!, que tu solo nombre, el de la excelsa beldad que encarnas, ha hecho brotar estrellas sobre el mundo, a la manera del fiat del Señor. Allí están entre todas, brillantes sobre las listas de la bandera, las que iluminan el vuelo del águila de América, de esta tu América formidable, de ojos azules. Ave, Libertad, llena de fuerza; el Señor es contigo: bendita tú eres. Pero, ¿sabes?, se te ha herido mucho por el mundo, divinidad, manchando tu esplendor. Anda en la tierra otra que ha usurpado tu nombre, y que, en vez de la antorcha, lleva la tea. Aquélla no es la Diana sagrada de las incomparables flechas: es Hécate.»

Hecha mi salutación, mi vista contempla la masa enorme que está al frente, aquella tierra coronada de torres, aquella región de donde casi sentís que viene un soplo subyugador y terrible: Manhattan, la isla de hierro, Nueva York, la sanguínea, la ciclópea, la monstruosa, la tormentosa, la irresistible capital del cheque. Rodeada de islas menores, tiene cerca a Jersey; y agarrada a Brooklyn con la uña enorme del puente, Brooklyn, que tiene sobre el palpitante pecho de acero un ramillete de campanarios.

Se cree oír la voz de Nueva York, el eco de un vasto soliloquio de cifras. ¡Cuán distinta de la voz de París, cuando uno cree escucharla, al acercarse, halagadora como una canción de amor, de poesía y de juventud! Sobre el suelo de Manhattan parece que va a verse surgir de pronto un colosal Tío Samuel, que llama a los pueblos todos a un inaudito remate, y que el martillo del rematador cae sobre cúpulas y techumbres produciendo un ensordecedor trueno metálico. Antes de entrar al corazón del monstruo, recuerdo la ciudad, que vio en el poema bárbaro el vidente Thogorma:

Thogorma dans ses yeux vit monter des murailles de fer dont s'enroulaient des spirales des tours et des palais cerclés d'arain sur des blocs lourds; ruche énorme, géhenne aux lúgubres entrailles oú s'engouffraint les Forts, princes des anciens jours.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Semejantes a los Fuertes de los días antiguos, viven en sus torres de piedra, de hierro y de cristal, los hombres de Manhattan.

En su fabulosa Babel, gritan, mugen, resuenan, braman, conmueven la Bolsa, la locomotora, la fragua, el banco, la imprenta, el dock y la urna electoral. El edificio Produce Exchange, entre sus muros de hierro y granito, reúne tantas almas cuantas hacen un pueblo... He allí Broadway. Se experimenta casi una impresión dolorosa; sentís el dominio del vértigo. Por un gran canal, cuyos lados los forman casas monumentales que ostentan sus cien ojos de vidrio y sus tatuajes de rótulos, pasa un río caudaloso, confuso, de comerciantes, corredores, caballos, tranvías, ómnibus, hombres-sandwichs vestidos de anuncios y mujeres bellísimas. Abarcando con la vista la inmensa arteria en su hervor continuo, llega a sentirse la angustia de ciertas pesadillas. Reina la vida del hormiguero: un hormiguero de percherones gigantescos, de carros monstruosos, de toda clase de vehículos. El vendedor de periódicos, rosado y risueño, salta como un gorrión, de tranvía en tranvía, y grita al pasajero ¡intanrsooonwoood!, lo que quiere decir, si gustáis comprar cualquiera de esos tres diarios, el Evening Telegram, el Sun o el World. El ruido es mareador y se siente en el aire una trepidación incesante; el repiqueteo de los cascos, el vuelo sonoro de las ruedas, parece a cada instante aumentarse. Temeríase a cada momento un choque, un fracaso, si no se conociese que este inmenso río que corre con una fuerza de alud, lleva en sus ondas la exactitud de una máquina. En lo más intrincado de la muchedumbre, en lo más convulsivo y crespo de la ola en movimiento, sucede que una lady anciana, bajo su capota negra, o una miss rubia, o una nodriza con su bebé, quiere pasar de una acera a otra. Un corpulento policeman alza la mano; detiénese el torrente; pasa la dama; ¡all right!

«Esos cíclopes...», dice Groussac; «esos feroces calibanes...», escribe Peladan. ¿Tuvo razón el raro Sar al llamar así a estos hombres de la América del Norte? Calibán reina en la isla de Manhattan, en San Francisco, en Boston, en Washington, en todo el país. Ha conseguido establecer el imperio de la materia desde su estado misterioso con Edison, hasta la apoteosis del puerco, en esa abrumadora ciudad de Chicago. Calibán se satura de wishky, como en el drama de Shakespeare de vino; se desarrolla y crece; y sin ser esclavo de ningún Próspero, ni martirizado por ningún genio del aire, engorda y se multiplica. Su nombre es Legión. Por voluntad de Dios suele brotar de entre esos poderosos monstruos algún sér de superior naturaleza, que tiende las alas a la eterna Miranda de lo ideal. Entonces, Calibán mueve contra él a Sicorax, y se le destierra o se le mata. Esto vio el mundo con Edgar Allan Poe, el cisne desdichado que mejor ha conocido el ensueño y la muerte...

¿Por qué vino tu imagen a mi memoria, Stella, alma, dulce reina mía, tan presto ida para siempre, el día en que, después de recorrer el hirviente Broadway, me puse a leer los versos de Poe, cuyo nombre de Edgar, harmonioso y legendario, encierra tan vaga y triste poesía, y he visto desfilar la procesión de sus castas enamoradas a través del polvo de plata de un místico ensueño? Es porque tu eres hermana de las liliales vírgenes, cantadas en brumosa lengua inglesa por el soñador infeliz, príncipe de los poetas malditos. Tú como ellas eres llama del infinito amor. Frente al balcón, vestido de rosas blancas, por donde en el Paraíso asoma tu faz de generosos y profundos ojos, pasan tus hermanas y te saludan con una sonrisa, en la maravilla de tu virtud, ¡oh, mi ángel consolador; oh, mi esposa! La primera que pasa es Irene, la dama brillante de palidez extraña, venida de allá, de los marea lejanos; la segunda es Eulalia, la dulce Eulalia, de cabellos de oro y ojos de violeta, que dirige al Cielo su mirada; la tercera es Leonora, llamada así por los ángeles, joven y radiosa en el Edén distante; la otra es Francés, la amada que calma las penas con su recuerdo; la otra es Ulalume, cuya sombra yerra en la nebulosa región de Weir, cerca del sombrío lago de Auber; la otra Helen, la que fué vista por la primera vez a la luz de perla de la Luna; la otra Annie, la de los ósculos y las caricias y oraciones por el adorado; la otra Annabel Lee, que amó con un amor envidia de los serafines del Cielo; la otra Isabel, la de los amantes coloquios en la claridad lunar; Ligeia, en fin, meditabunda, envuelta en un velo de extraterrestre esplendor... Ellas son, cándido coro de ideales oceánidos, quienes consuelan y enjugan la frente al lírico Prometeo amarrado a la montaña Yankee, cuyo cuervo, más cruel aun que el buitre esquiliano, sentado sobre el busto de Palas, tortura el corazón del desdichado, apuñaleándole con la monótona palabra de la desesperanza. Así tú para mí. En medio de los martirios de la vida, me refrescas y alientas con el aire de tus alas, porque si partiste en tu forma humana al viaje sin retorno, siento la venida de tu sér inmortal, cuando las fuerzas me faltan o cuando el dolor tiende hacia mí el negro arco. Entonces, Alma, Stella, oigo sonar cerca de mí el oro invisible de tu escudo angélico. Tu nombre luminoso y simbólico surge en el cielo de mis noches como un incomparable guía, y por claridad inefable llevo el incienso y la mirra a la cuna de la eterna Esperanza.

EL HOMBRE

La influencia de Poe en el arte universal ha sido suficientemente honda y transcendente para que su nombre y su obra no sean a la continua recordados. Desde su muerte acá, no hay año casi en que, ya en el libro o en la revista, no se ocupen del excelso poeta americano, críticos, ensayistas y poetas. La obra de Ingram iluminó la vida del hombre; nada puede aumentar la gloria del soñador maravilloso. Por cierto que la publicación de aquel libro, cuya traducción a nuestra lengua hay que agradecer al Sr. Mayer, estaba destinada al grueso público.

¿Es que en el número de los escogidos, de los aristócratas del espíritu, no estaba ya pesado en su propio valor, el odioso fárrago del canino Griswold? La infame autopsia moral que se hizo del ilustre difunto debía tener esa bella protesta. Ha de ver ya el mundo libre de mancha al cisne inmaculado.

Poe, como un Ariel hecho hombre, diríase que ha pasado su vida bajo el flotante influjo de un extraño misterio. Nacido en un país de vida práctica y material, la influencia del medio obra en él al contrario. De un país de cálculo brota imaginación tan estupenda. El dón mitológico parece nacer en él por lejano atavismo, y vese en su poesía un claro rayo del país del sol y azul en que nacieron sus antepasados. Renace en él el alma caballeresca de los Le Poer alabados en las crónicas de Generaldo Gambresio. Arnoldo Le Poer lanza en la Irlanda de 1327 este terrible insulto al caballero Mauricio de Desmond: «Sois un rimador.» Por lo cual se empuñan las espadas y se traba una riña, que es el prólogo de guerra sangrienta.

Cinco siglos después, un descendiente del provocativo Arnoldo, glorificará a su raza, erigiendo sobre el rico pedestal de la lengua inglesa, y en un nuevo mundo, el palacio de oro de sus rimas.

El noble abolengo de Poe; ciertamente, no interesa sino a «aquellos que tienen gusto de averiguar los efectos producidos por el país y el linaje en las peculiaridades mentales y constitucionales de los hombres de genio» según las palabras de la noble Sra. Whitman. Por lo demás, es él quien hoy da valer y honra a todos los pastores protestantes, tenderos, rentistas o mercachifles que llevan su apellido en la tierra del honorable padre de su patria Jorge Washington.

Sábese que en el linaje del poeta hubo un bravo sir Rogerio, que batalló en compañía de Strongbow, un osado, sir Arnoldo, que defendió a una lady, acusada de bruja; una mujer heroica y viril, la célebre Condesa del tiempo de Cromwell; y pasado sobre enredos genealógicos antiguos, un General de los Estados Unidos, su abuelo. Después de todo, ese sér trágico, de historia tan extraña y romancesca, dio su primer vagido entre las coronas marchitas de una comedianta, la cual le dio vida bajo el imperio del más ardiente amor. La pobre artista había quedado huérfana desde muy tierna edad. Amaba el teatro, era inteligente y bella, y de esa dulce gracia nació el pálido y melancólico visionario que dio al arte un mundo nuevo.

Poe nació con el envidiable dón de la belleza corporal. De todos los retratos que he visto suyos, ninguno da idea de aquella especial hermosura que en descripciones han dejado muchas de las personas que le conocieron. No hay duda que en toda la iconografía poeana, el retrato que debe representarle mejor es el que sirvió a Mr. Clarke para publicar un grabado que copiaba al poeta en el tiempo en que éste trabajaba en la empresa de aquel caballero. El mismo Clarke protestó contra los falsos retratos de Poe, que después de su muerte publicaron. Si no tanto como los que calumniaron su hermosa alma poética, los que desfiguran la belleza de su rostro son dignos de la más justa censura. De todos los retratos que han llegado a mis manos, los que más me han llamado la atención son el de Chiffart, publicado en la edición ilustrada de Quantin, de los Cuentos extraordinarios, y el grabado por R. Loncup, para la traducción del libro de Ingram por Mayer. En ambos, Poe ha llegado ya a la edad madura. No es, por cierto, aquel gallardo jovencito sensitivo que al conocer a Elena Stannard, quedó trémulo y sin voz como el Dante de la Vita Nuova....

Es el hombre que ha sufrido ya, que conoce por sus propias desgarradas carnes cómo hieren las asperezas de la vida. En el primero, el artista parece haber querido hacer una cabeza simbólica. En los ojos, casi ornitomorfos, en el aire, en la expresión trágica del rostro, Chiffart ha intentado pintar al autor del Cuervo, al visionario, al unhappy Master, más que al hombre. En el segundo hay más realidad: esa mirada triste, de tristeza contagiosa, esa boca apretada, ese vago gesto de dolor y esa frente ancha y magnífica en donde se entronizó la palidez fatal del sufrimiento, pintan al desgraciado en sus días de mayor infortunio, quizá en los que precedieron a su muerte. Los otros retratos, como el de Halpin para la edición de Amstrong, nos dan ya tipos de lechuguinos de la época, ya caras que nada tienen que ver con la cabeza bella e inteligente de que habla Clark. Nada más cierto que la observación de Gautier:

«Es raro que un poeta, dice, que un artista sea conocido bajo su primer encantador aspecto. La reputación no le viene, sino muy tarde, cuando ya las fatigas del estudio, la lucha por la vida y las torturas de las pasiones han alterado su fisonomía primitiva; apenas deja sino una máscara usada, marchita, donde cada dolor ha puesto por estigma una magulladura o una arruga.»

Desde niño, Poe «prometía una gran belleza.»

Sus compañeros de colegio hablan de su agilidad y robustez. Su imaginación y su temperamento nervioso estaban contrapesados por la fuerza de sus músculos. El amable y delicado ángel de poesía sabía dar excelentes puñetazos. Más tarde dirá de él una buena señora: «Era un muchacho bonito.»

Cuando entra a West Point hace notar en él un colega, Mr. Gibson, su «mirada cansada, tediosa y hastiada.» Ya en su edad viril, recuérdale el bibliófilo Gowans: «Poe tenía un exterior notablemente agradable y que predisponía en su favor: lo que las damas llamarían claramente bello.» Una persona que le oye recitar en Boston, dice: «Era la mejor realización de un poeta, en su fisonomía, aire y manera.» Un precioso retrato es hecho de mano femenina: «Una talla algo menos que de altura mediana, quizá, pero tan perfectamente proporcionada y coronada por una cabeza tan noble, llevada tan regiamente, que, a mi juicio de muchacha, causaba la impresión de una estatura dominante. Esos claros y melancólicos ojos parecían mirar desde una eminencia....». Otra dama recuerda la extraña impresión de sus ojos: «Los ojos de Poe, en verdad, eran el rasgo que más impresionaba, y era a ellos a los que su cara debía su atractivo peculiar. Jamás he visto otros ojos que en algo se le parecieran. Eran grandes, con pestañas largas y un negro de azabache: el iris acero gris, poseía una cristalina claridad y transparencia, a través de la cual la pupila negra azabache se veía expandirse y contraerse, con toda sombra de pensamiento o de emoción. Observé que los párpados jamás se contraían, como es tan usual en la mayor parte de las personas, principalmente cuando hablan; pero su mirada siempre era llena, abierta y sin encogimiento ni emoción. Su expresión habitual era soñadora y triste: algunas veces tenía un modo de dirigir una mirada ligera, de soslayo, sobre alguna persona que no le observaba a él, y, con una mirada tranquila y fija, parecía que mentalmente estaba midiendo el calibre de la persona que estaba ajena de ello.—¡Qué ojos tan tremendos tiene el señor Poe!—me dijo una señora. Me hace helar la sangre el verle darse vuelta lentamente y fijarlos sobre mí cuando estoy hablando».

La misma agrega: «Usaba un bigote negro, esmeradamente cuidado, pero que no cubría completamente una expresión ligeramente contraída de la boca y una tensión ocasional del labio superior, que se asemejaba a una expresión de mofa. Esta mofa era fácilmente excitada y se manifestaba por un movimiento del labio, apenas perceptible, y sin embargo, intensamente expresivo. No había en ella nada de malevolencia, pero sí mucho sarcasmo». Sábese, pues, que aquella alma potente y extraña estaba encerrada en hermoso vaso. Parece que la distinción y dotes físicas deberían ser nativas en todos los portadores de la lira. ¿Apolo, el crinado numen lírico, no es el prototipo de la belleza viril? Mas no todos sus hijos nacen con dote tan espléndido. Los privilegiados se llaman Goethe, Byron, Lamartine, Poe.

Nuestro poeta, por su organización vigorosa y cultivada, pudo resistir esa terrible dolencia que un médico escritor llama con gran propiedad «la enfermedad del ensueño». Era un sublime apasionado, un nervioso, uno de esos divinos semilocos necesarios para el progreso humano, lamentables cristos del arte, que por amor al eterno ideal tienen su calle de la amargura, sus espinas y su cruz. Nació con la adorable llama de la poesía, y ella le alimentaba al propio tiempo que era su martirio. Desde niño quedó huérfano y le recogió un hombre que jamás podría conocer el valor intelectual de su hijo adoptivo. El Sr. Allan—cuyo nombre pasará al porvenir al brillo del nombre del poeta—jamás pudo imaginarse que el pobre muchacho recitador de versos que alegraba las veladas de su home, fuese más tarde un egregio príncipe del Arte. En Poe reina el ensueño desde la niñez. Cuando el viaje de su protector le lleva a Londres, la escuela del dómine Brondeby es para él como un lugar fantástico que despierta en su sér extrañas reminiscencias; después, en la fuerza de su genio, el recuerdo de aquella morada y del viejo profesor han de hacerle producir una de sus subyugadoras páginas. Por una parte, posee en su fuerte cerebro la facultad musical; por otra, la fuerza matemática. Su ensueño está poblado de quimeras y de cifras como la carta de un astrólogo. Vuelto a América, vémosle en la escuela de Clarke, en Richmond, en donde al mismo tiempo que se nutre de clásicos y recita odas latinas, boxea y llega a ser algo como un champion estudiantil; en la carrera hubiera dejado atrás a Atalanta, y aspiraba a los lauros natatorios de Byron. Pero si brilla y descuella intelectual y físicamente entre sus compañeros, los hijos de familia de la fofa aristocracia del lugar miran por encima del hombro al hijo de la cómica. ¿Cuánta no ha de haber sido la hiel que tuvo que devorar este sér exquisito, humillado por un origen del cual en días posteriores habría orgullosamente de gloriarse? Son esos primeros golpes los que empezaron a cincelar el pliegue amargo y sarcástico de sus labios. Desde muy temprano conoció las asechanzas del lobo racional. Por eso buscaba la comunicación con la Naturaleza, tan sana y fortalecedora. «Odio, sobre todo, y detesto este animal que se llama Hombre», escribía Swift a Poe. Poe, a su vez, habla «de la mezquina amistad y de la fidelidad de polvillo de fruta (gossamer fidelity) del mero hombre». Ya en el libro de Job, Eliphaz Themanita, exclama: «¿Cuánto más el hombre abominable y vil que bebe como la inquietud?».

No buscó el lírico americano el apoyo de la oración; no era creyente, o, al menos, su alma estaba alejada del misticismo. A lo cual da por razón James Russell Lowell lo que podría llamarse la matematicidad de su cerebración. «Hasta su misterio es matemático para su propio espíritu». La Ciencia impide al poeta penetrar y tender las alas en la atmósfera de las verdades ideales. Su necesidad de análisis, la condición algebraica de su fantasía, hácele producir tristísimos efectos cuando nos arrastra al borde de lo desconocido. La especulación filosófica nubló en él la fe, que debiera poseer como todo poeta verdadero. En todas sus obras, si mal no recuerdo, sólo unas dos veces está escrito el nombre de Cristo. Profesaba, sí, la moral cristiana; y en cuanto a los destinos del hombre, creía en una ley divina, en un fallo inexorable. En él la ecuación dominaba a la creencia, y aun en lo referente a Dios y sus tributos, pensaba con Spinosa que las cosas invisibles y todo lo que es objeto del entendimiento no puede percibirse de otro modo que por los ojos de la demostración; olvidando la profunda afirmación filosófica: Intelectus noster sic ¿de habet? ad prima entium quæ sunt manifestissima in natura, sicut oculus vespertillionis ad solem. No creía en lo sobrenatural, según confesión propia; pero afirmaba que Dios, como Creador de la Naturaleza, puede, si quiere, modificarla. En la narración de la metempsícosis de Ligeia hay una definición de Dios, tomada de Granwill, que parece ser sustentada por Poe: Dios no es más que una gran voluntad que penetra todas las cosas por la naturaleza de su intensidad. Lo cual estaba ya dicho por Santo Tomás en estas palabras: «Si las cosas mismas no determinan el fin para sí, porque desconocen la razón del fin, es necesario que se les determine el fin por otro que sea determinador de la Naturaleza. Este es el que previene todas las cosas, que es sér por sí mismo necesario, y a éste llamamos Dios...» En la Revelación Magnética, a vuelta de divagaciones filosóficas, Mr. Vankirk—que, como casi todos los personajes de Poe, es Poe mismo—afirma la existencia de un Dios material, al cual llama materia suprema e imparticulada. Pero agrega: «La materia imparticulada, o sea Dios en estado de reposo, es en lo que entra en nuestra comprensión, lo que los hombres llaman espíritu». En el diálogo entre Oinos y Agathos pretende sondear el misterio de la divina inteligencia; así como en los de Monos y Una y de Eros y Charmion penetra en la desconocida sombra de la Muerte, produciendo, como pocos, extraños vislumbres en su concepción del espíritu en el espacio y en el tiempo.
Prólogo a Poemas de Edgar Allan Poe (1919).



Victoria Ocampo: Paul Valéry y El cementerio marino

$
0
0
PAUL VALÉRY
EL CEMENTERIO MARINO

La Nouvelle Revue Française ha juzgado oportuno encabezar el pequeño volumen en que el profesor Gustave Cohén explica el famoso poema de Valéry con una fotografía del cementerio de Sète, ciudad natal del poeta. Vemos pinos, tumbas, rejas, en el fondo el mar (el Mediterráneo) y el cielo. Pero lo que nos conmueve en esta fotografía es justamente lo que ella no nos muestra. En efecto, en cuanto se la mira con bastante detenimiento como para vencer su belleza de tarjeta postal, nos sorprende. El cementerio de Sète deja de ser el cementerio de Sète, en Hérault, Languedoc: es el cementerio marino de Valéry, en nosotros. Esas tumbas, esos pinos, esas rejas, ese mar, ese cielo no son pura mise-en-scène. Son también protagonistas, y se animan hasta el punto de re-crear en nosotros el sueño del poeta.

De este sueño, en cuanto sueño, ¿qué nos dice Valéry mismo? “La verdadera condición de un verdadero poeta es lo que hay de más distinto del estado de sueño. Sólo veo en ella buscas voluntarias, flexibilizaciones de los pensamientos, consentimiento del alma a exquisitas molestias, y el perpetuo triunfo del sacrificio. Precisamente aquél que quiere escribir su sueño tiene que estarse infinitamente despierto”.

Estaría tentada de recomendar a los que deseen entrar en el sueño de Valéry-poeta, la misma puerta que él abre para salir de ese sueño. Casi diría que no hay otra.

Es perfectamente exacto que el que quiere escribir su sueño debe estarse infinitamente despierto. Pero no menos infinitamente despierto debe estarse el que pretende rehacer ese sueño, etapa por etapa, siguiendo al poeta (*).

Lector y poeta deben recorrer el mismo camino, pero a la inversa. No llega a penetrar plenamente en el sueño del poeta sino el lector que comienza por estarse infinitamente despierto a las intenciones del poeta.

Valéry ha declarado que no puede quejarse del menor silencio en torno a sus escritos. “Estoy acostumbrado —dice— a ser elucidado, disecado, empobrecido, enriquecido, exaltado y estropeado, hasta no saber más, yo mismo, cuál soy, o de quién se habla...”

Y termina el prólogo del Ensayo de explicación del Cementerio marino, por Gustave Cohen, con estas palabras: “en cuanto a la interpretación de la letra, ya me he explicado sobre este punto en otro lugar, pero nunca se habrá insistido bastante en que no hay sentido verdadero de un texto. No hay autoridad del autor. Sea como sea lo que haya querido decir, ha escrito lo que ha escrito. Una vez publicado, un texto es como un aparato del que cada cual puede servirse a su manera y según sus medios: no es seguro que el constructor lo use mejor que cualquiera otro”.

Como vemos, Valéry deja “carte blanche” a los comentadores. Reconocemos en esto uno de los rasgos de su cordura habitual. Los comentadores sólo pueden comentar a su imagen y semejanza... que no siempre coincide con la del autor comentado.

Valéry conviene en que su obra es una partitura que él no puede oír sino ejecutada por el alma y el espíritu de los demás. 

Para explicar el Cimetière marin me apoyaré en un intérprete —Gustave Cohén— que satisface al poeta y cuya interpretación concuerda con mi propia visión de la obra. Al analizar el poema, resumiré lo esencial de esta interpretación.

El Cementerio marino, publicado por primera vez en la Nouvelle Revue Française en febrero de 1929 (y que desencadenó una verdadera ofensiva de comentarios) está escrito en versos de 10 sílabas y dividido en 24 sextinas. Las sextinas empiezan regularmente por dos rimas femeninas seguidas de una rima masculina, luego de dos nuevas rimas femeninas y de una terminación masculina. El encanto gris de las e mudas, que son toda la dulzura, todo lo indeterminado en que se hunden las rimas femeninas en el verso francés, se resuelve en este poema de Valéry en precisión fulgurante. Precisión fulgurante de las dos rimas masculinas, la primera de las cuales cae neta, fuerte, entre las cuatro rimas femeninas, mientras la segunda se aprieta como un nudo corredizo al final de la estrofa.

Oigamos lo que Valéry cuenta a propósito del nacimiento del poema: “Nació, como la mayoría de mis poemas, de la presencia inesperada, en mi espíritu, de cierto ritmo...

En cuanto al contenido del poema, está hecho de recuerdos de mi ciudad natal. Es casi el único de mis poemas en que he puesto algo de mi propia vida.

Ese cementerio marino existe. Domina el mar sobre el cual se ven, como palomas, vagar, picotear las barcas de pesca”.

Agrega que las condiciones en que concibió el poema exigían que fuera “un monólogo de ‘yo’ (entre comillas) en que los temas más simples y más constantes de mi vida afectiva e intelectual, tal como se habían impuesto a mi adolescencia y asociado al mar y a la luz de cierto lugar de la costa del Mediterráneo, fuesen llamados, urdidos, contrapuestos...” “Todo esto llevaba —añade el poeta— a la muerte y tocaba al pensamiento puro. (El metro elegido, de diez sílabas, tiene cierta relación con el verso dantesco)”.

En las admirables páginas sobre Eureka, de Poe, Valéry se queja de que la poesía francesa “ignore o incluso tema todo lo épico y lo patético del intelecto”. Todo lo épico y lo patético del intelecto está concentrado en el Cementerio marino. Este poema es el drama del intelecto, del intelecto calentado al rojo, que se cuaja en lirismo, que brota —hecho polvo— de la roca, como una ola en delirio: de délires douée.


¡El mar! Con él empieza el poema. El techo tranquilo en que caminan palomas, es él. Vuelve a cada rato, recomenzado siempre, en el poema; ya en calma, ya agitado. Pero este mar que canta Valéry se vuelve, desde la tercera estrofa, símbolo del alma, símbolo del ser humano, de la humana movilidad. También en el hombre el techo ondulado, centelleante del pensamiento oculta un abismo obscuro e insondable, se asienta sobre profundidades de las que sólo nos llega el eco. No olvidemos que Valéry está obsesionado por la certidumbre de que “el más profundo de nuestros pensamientos está dentro de esas condiciones invencibles que hacen que todo pensamiento sea superficial”. De ahí, en mi sentir, su insistencia en la palabra techo. Para ver el centelleo del mar, su techo, hay que ascender a su superficie... es decir, hay que salirse de las profundidades.

Junto al mar, que aún en calma palpita, que es todo movilidad como nosotros, el Mediodía justo, el mediodía sin movimiento: símbolo de la eternidad, de la nada, del no ser. El poeta está como disuelto en la luz que cae a plomo del cielo. Esta luz reflejada por las aguas se le aparece como ofrenda suya a los dioses. Siente deseos de dejar que su conciencia se deshaga en el Mediodía sin movimiento, en lo eterno, en lo absoluto. Siente deseos de dejarse invadir por un sueño que sería como un modo de conocimiento... pues el sueño es saber.

En la quinta estrofa el tema de lo efímero, de lo inestable en el ser consciente se aborda en versos de hermosura perfecta. Aquí la mortalidad del alma se canta, se gusta de antemano... “como la fruta que se funde en goce en una boca en que su forma muere”. Aquí el gran cambio que cierra la vida es como aspirado en el aire… El poeta está orgulloso de saberse y aceptarse efímero, sin amargura.

Las estrofas sexta, séptima y octava son biográficas, según propia confesión del autor. Subrayan más fuertemente aún la idea de cambio. Gustave Cohen las glosa diciendo: “el hombre es movilidad y debe serlo”. Cita a este propósito el pensamiento de Pascal: “nuestra naturaleza está en el movimiento; el reposo absoluto es la muerte”.

El poeta, después de “tanto orgullo”, después de un ocio fecundo, ya que lo siente lleno de poder latente, después de tantos años en que se encerró en el silencio, parece descubrir su propia sombra, inclinarse hacia esa adusta mitad de sí mismo que le recuerda que es materia, sin la cual su espíritu no podría manifestarse. El poeta se aclimata a su adusta mitad de sombra que la luz no atraviesa. El poeta se acerca a sí mismo en puntas de pies, se asoma a sí mismo, se esfuerza por asistir al instante en que sus pensamientos lleguen a flor de conciencia como glóbulos de aire a la superficie de un líquido. Acecha el instante inasible en que “el eco de su grandeza interna” tomará la longitud de onda que sus sentidos pueden captar.
En la novena estrofa, el poeta se dirige al mar como a un doble de su propia conciencia... A ese mar que entrevé a través del follaje, a través de las rejas del cementerio y cuya ardiente reverberación atraviesa sus párpados cerrados. Le habla de los muertos, de sus muertos.

En las estrofas que siguen la meditación sobre este tema continúa. El poeta ruega al mar fiel que duerme sobre sus tumbas, ordena a esa perra espléndida que aleje al idólatra. No admite que las prudentes palomas, los sueños vanos, los ángeles curiosos (símbolos de vida ultraterrestre) vengan a alterar el tono de sus pensamientos. Los rechaza.

Pero en la estrofa duodécima se hace sentir una tentación mucho más fuerte. La nada se le aparece dulce al poeta, y su inmensa pereza lo atrae. El nirvana, la zambullida definitiva en no sé qué no-ser pueden ponernos ebrios de ausencia.

El poeta parece envidiar la suerte de los muertos que la tierra calienta. Pero el Mediodía, mediodía, eternidad, mediodía perfecto, allá arriba, lo saca esta vez de su modorra, de su consentimiento a la inmovilidad de un sueño que remeda la nada. El Mediodía como una amenaza le hace erguirse, afirmar su propia esencia, tan preciosa porque tan frágil y efímera. Y a este símbolo de lo eterno, de lo absoluto, dirige el poeta, con ese extraño ardor helado tan propio de él, este verso:

Je suis en Toi le secret changement.
Yo soy en Ti la secreta mudanza.

Los tres primeros versos de la estrofa 14 suenan a desafío. Eternidad, duro diamante, tienes un defecto, dice el poeta. Soy yo tu defecto. Soy yo tu mancha. Pero ¡ay! los muertos están de tu parte. Se han mezclado contigo al disolverse en ausencia espesa.

Aquí vienen dos estrofas punzantes de precisión y de belleza. ¿Dónde estarán las frases familiares de los muertos? ¿Dónde sus cuerpos? ¿Dónde los tiernos gestos del amor? Aquella boca única y las palabras que decía, perdidas deshechas, desaparecidas para siempre…

Y nuestra alma, nuestra gran alma, ¿por qué ese querer engañarse? ¿Por qué ese querer imaginar que una vez disuelta la carne entrará en otro sueño, en una vida más verdadera? No; todo se agota, hasta la rebeldía frente a la nada. Nuestra presencia es porosa a la eternidad de no sé qué no-ser... y esta eternidad nos sorbe desde ya. La inmortalidad que ofrecen las religiones, las filosofías ¡qué mediocre! ¡Cómo consolarse con tan atroz consuelo!

En la estrofa 19 el poeta, dirigiéndose a los muertos, que son la tierra, les dice que el gusano que roe no es para ellos sino para nosotros los vivos; el gusano es nuestra conciencia inexorablemente alerta. ¿Amor u odio de nosotros mismos? ¡Qué importa! Su presencia no deja de hacerse sentir y de aguijonearnos constantemente.

Los versos que siguen tienen por objeto, según Valéry, “compensar mediante una tonalidad metafísica lo sensual, lo demasiado humano de las estrofas precedentes”.

¡Zenón de Elea!, exclama. ¿Tenías razón al creer que el movimiento no existe? ¿Será todo pura ilusión? El cuento de la flecha y el de la tortuga de Aquiles ¿serán otra cosa que paradojas? ¿Somos nosotros ese “Aquiles inmóvil a grandes pasos”: Achille immobile à grands pas ? Crueldad de la duda, crueldad de la ilusión.

En las tres últimas estrofas el poeta recupera, por decirlo así, su cuerpo. Le hace falta el cuerpo, le hace falta aceptar su modo (movilidad, cambio) para que pueda expresarse su alma, su pensamiento. El poeta quiere vivir su destino de ente inestable; acepta “la era sucesiva”. Gustave Cohen escribe aquí, en su comentario, que el poeta siente que debe “romper la forma pensativa, la meditación extática, el éxtasis místico que ha estado a punto —prematuramente, antes de la hora final— de absorberlo, de aniquilarlo en la inmovilidad eterna del no-ser o la nada”.

En la estrofa 23, el poeta nos habla del mar, nuevamente el mar en que quiere empaparse para volver a tomar vida... Pero esta vez el mar de que habla está como en delirio de movimiento, en tumulto, ebrio de sí mismo.

¡Hay que intentar vivir!, dice Valéry. El poema termina con un arranque hacia el triunfo de lo momentáneo, de lo sucesivo, de lo moviente, por encima de lo eterno y lo inmóvil. Triunfo del gran mar “de delirio dotado” sobre el mediodía justo.

No me he alejado de la interpretación de Gustave Cohen, que coincide con la que espontáneamente yo misma había dado al Cementerio marino. No olvidemos que el propio Valéry incita al lector a servirse a su manera y según sus medios del texto-aparato cuyo constructor es el poeta. Pero el lector suele ser perezoso. Es como aquella niñita a quien se le decía que jugara, que se divirtiera a su manera, y que contestaba: “yo no tengo manera”. Cuando la lectura resulta difícil, el noventa y nueve por ciento de los lectores retroceden. Se obstinan en no creer que en la vida no hay placer sin un poco de trabajo, como asegura la fábula. Agreguemos que a Valéry no le preocupa la pereza de sus lectores. A esta pereza es a la que yo trato de prestar ayuda. Me he esforzado por hacer lo más breve posible esta explicación para perezosos. Claro está que se puede comentar el Cementerio marino verso por verso, pero aquí sólo me propongo dar una idea de conjunto.

A propósito de este poema, Valéry se ha definido a sí mismo de esta manera: “La persona que habla es un aficionado a las abstracciones”.

En París, una noche de lluvia torrencial, regresábamos Valéry y dos amigos. El auto marchaba a lo largo de los quais del Sena inundados de agua. Acabábamos de hablar de cierto escritor, de gestos untuosos, llenos de afectación: hombre construido todo de grasa y de curvas. Valéry se había mostrado, durante la noche, más Valéry que nunca, es decir, todo inteligencia, con ese hablar y ese pensar vertiginoso que lo caracterizan. En medio de un silencio, me sorprendí diciendo sin pensar —o, más bien, pensando en alta voz—: “L'insecte net gratte la sécheresse”. Valéry me oyó. Sonriendo me preguntó: “Me supongo que no es el escritor de que hablábamos quien le recuerda ese verso”. “No —contesté—; pienso justamente que ese escritor es todo lo contrario”. Pero no me atreví a agregar que era en Valéry mismo en quien, sin darme cuenta, había pensado en alta voz. No sé exactamente por qué ese verso, de imagen auditiva perfecta, es para mí, en el Cimetière marin, la frasecita de la sonata de Vinteuil que me evoca el espíritu mismo del poeta. La aliteración que contribuye a su encanto está confiada a consonantes, a las más descarnadas consonantes del alfabeto: las tes y las eses. La admirable dureza de este verso quema, sin embargo; quema como un fuego sin materia. Me evoca a Valéry en cuerpo y alma. Se asemeja a su rostro enjuto, ese rostro soberanamente preciso, hecho de bellas aristas; rostro cerrado, pero en el que se abren unos ojos llenos de luz líquida. Este rostro secreto de aficionado a abs-tracciones se traiciona en esos ojos claros y vulnerables de poeta.

Volvamos a nuestro verso. Es un verso seco, neto, cortante. Tomemos otro en que la aliteración es igualmente feliz. “Je hume ici ma future fuméé”. En cuanto al sentido, no hay duda que el que habla aquí es el aficionado a abstracciones. No hay duda que es él quien saborea de antemano la Nada (sa future fuméé) y quien mide su propia grandeza por su poder de fijar la vista en la nada sin parpadear. Pero esta meditación metafísica ¿cómo se expresará? De la manera más sensual que haya podido inventar la poesía. Provocando sensaciones auditivas... (Valéry emplea más bien imágenes auditivas que imágenes visuales o táctiles).

Por lo tanto, cuando busca y encuentra, para traducir un pensamiento de esencia inalienablemente abstracta, el dulce fluir de una dulce vocal repetida, “je hume ici ma future famé”, como cuando escribe duramente “l’insecte net gratte la sécheresse”, este terrible intelectual se confiesa terriblemente sensual (entiendo aquí por sensualidad la insistencia, la complacencia en las imágenes auditivas). Es que nuestro aficionado a abstracciones tiene un punto débil en cuanto aficionado a abstracciones: es susceptible de caer en la poesía, en una vertiginosa caída al revés. Empieza entonces a hablarnos en un idioma que no puede descomponerse sin destruirse. Un idioma que por su ritmo, por su acento interior se empareja a la música, sin imitarla. Un idioma cuyo poder escapa al análisis y a la explicación, puesto que es pura magia. Para convencerse de ello basta escuchar estos versos de La jeune Parque:

“ … La renaissante année
À tout mon sang prédit de secrets mouvements :
Le gel cede à regret ses demiers diamants...
Demain, sur un soupir des bontés constellées,
Le printemps vient briser les fontaines scellées,
L'étonnant printemps rit, vole... on ne sait d’où
Venu ! Mais la candeur ruisselle à mots si doux
Qu'une tendresse prend la terre à ses entrailles…
Les arbrres regonflés et recouverts d'écailles
Chargés de tant de bras et de trop d'horizons,
Meuvent sur le soleil leurs tonnantes toisons,
Montent dans l’air amer avec toutes les ailes
De feuilles par milliers qu’ils se sentent nouvelles...

Valéry, fanático de lucidez, viene a incurrir en el encantamiento. Por más que declare que sólo le interesa el trabajo del trabajo, que nada le atrae fuera de la claridad (su aparente hermetismo nace de un extremo poder de condensación, como lo hace notar Cohen acertadamente), es por encantamiento como obra en cuanto poeta.

Y no sólo sobre madame Emilie Teste. Ella le escribía a Valéry, con la pluma de Valéry: “Las cosas abstractas o demasiado elevadas para mí, no me aburre oírlas; encuentro en ellas un encanto casi musical. Una bella parte del alma puede gozar sin comprender, y esa parte es grande en mí”.

Pues bien: Aun los infinitamente despiertos a las intenciones, a las sugestiones, a las alusiones, a los mitos del poeta filósofo, acabarán —al llegar a cierto punto— por gozar sin comprender, como madame Emilie Teste.

La belleza de ciertos versos nos transporta como la de ciertas frases musicales. La elección de las sílabas, la combinación de los sonidos no nos explican este milagro, como el conocimiento de la técnica musical no nos aclara el deleite que nos produce tal o cual compás. De esos compases conocemos las notas, la tonalidad, las modulaciones; pero tal conocimiento no explica ese misterioso reconocimiento en que nos sumen, ese goce, esa concordancia que estalla en nosotros a su encuentro y que hacen de este encuentro el de dos perfectos amantes que se reúnen.

¿Podemos decir que comprendemos semejante goce y concordancia? Tienen lugar en una parte de nosotros mismos que la inteligencia no alcanza. Nunca llegan a nosotros como una claridad, sino como un deslumbramiento. La inteligencia queda cegada. No resiste esta “lumière aux armes sans pitié” si no es cerrando los párpados. Y una vez bajados los párpados de la inteligencia, sólo nos queda, para ver, la intuición. Palabra que temo ha de disgustarle al autor del Cimetière marin, quizá tanto como la palabra espontáneo.

Quiero recordar, antes de concluir esta introducción al bello poema de Valéry, que éste se ha preocupado mucho de la manera de recitar los versos. Escribió sobre este tema a Mme. Croiza (cantante de talento) una carta llena de precisión y de encanto, mezcla cuyo secreto posee. Hallo en esta carta indicaciones preciosas que prueban hasta qué punto, en Valéry, la poesía está como nimbada de música. “La dicción usual parte de la prosa y se empina hasta el verso —escribe—. Sucede que con bastante frecuencia confunde el tono del drama o el movimiento de la elocuencia con la música intrínseca del lenguaje. Entonces el intérprete gana en efectos lo que el poema pierde en armonía. Pero yo quisiera probar una voz que bajara, por el contrario, de la melodía plena y entera de los músicos, a nuestra melodía de poetas, que es restringida y templada”.

Cuando se piensa en el significado, en la importancia de las palabras y la dicción en la música de un Debussy, por ejemplo, (recuérdese la carta de Pelléas), ve uno claramente que todo ocurre en la misma escala y es cuestión de grados. Confundir el tono del drama y el movimento de la elocuencia con la dicción poética es cosa muy generalizada, por desgracia. Esta confusión, especialmente cultivada en los países de América latina, produce en las personas dotadas de auténtica sensibilidad para la poesía, un horror indecible. Declamación es sinónimo de énfasis y cursilería; énfasis y cursilería son sinónimo de abominación.

Valéry ha comprendido perfectamente que el problema de la dicción poética está íntimamente ligado a las sonoridades de una voz, a la nitidez de los ataques, a la distribución de los silencios, al tiempo, al ritmo, a todo un sistema de delicadas precauciones, de inflexiones, de intenciones que utilizan medios casi musicales.


En el Cementerio marino la angustia metafísica de Valéry, evadida de la prosa, ha entrado en la poesía. Ha cantado lo efímero que somos. Ha cantado este instante de conciencia que es nuestra vida. Ha cantado nuestra mortalidad, y no nuestra inmortalidad... (esa bella mentira, ese ardid piadoso, como él la llama). Y creo que eso es lo que hay que destacar en el poema. Pero al tocar la mortalidad, ha tocado imprudentemente su alma y ha tocado la belleza. Pegadas a esta alma, a la belleza que descubre, hay cosas cuyo nombre no se sabe, hay lo incomprensible. Valéry se traiciona a sí mismo. A pesar suyo, a través de su presencia porosa, lo innominado, lo incomprensible se ha filtrado en su poema.

Podría decirse de este poema, empleando una imagen de Valéry, que es como una planta extraña en que las raíces, y no el follaje, crecieran, contra natura, hacia la claridad.


(*) Cuando este poeta es Valéry.


Rainer Maria Rilke: Poemas y dedicatorias

$
0
0

NIÑA VESTIDA DE ROJO

CRUZA a veces el pueblo con su vestidito rojo,
muy absorta y compuesta,
pero, a pesar de ella, se diría que se mueve
siguiendo un ritmo de su vida por venir.

Corre un poco, vacila, se detiene,
gira sobre sí misma…,
y sacude la cabeza, pensativa,
en contra o a favor.

Luego da algunos pasos de un baile
que esboza y pronto deja
olvidado, pensando acaso que la vida
va demasiado rápido.

No es tanto el hecho de que salga
de su cuerpito que la encierra,
sino que todo lo que lleva en ella
actúa y germina…

De ese vestido se acordará más tarde,
con un dulce abandono;
cuando toda su vida esté llena de azares,
aún tendrá razón el vestidito rojo.

RAINER MARIA RILKE. Poemas y de dedicatorias.

ENFANT EN ROUGE

PARFOIS elle traverse le village dans sa petite robe rouge,
toute absorbée à se contenir,
mais, malgré elle, on dirait qu’elle bouge
selon un rythme de sa vie à venir.

Elle court un peu, hésite, s’arrête,
fait demi-tour…,
et tout en rêvant secoue sa tête
contre ou pour.

Puis elle fait quelques pas d’une danse
qu’elle ébauche et oublie,
trouvant sans doute que la vie
trop vite avance.

Ce n’est pas tant qu’elle sorte
de son petit corps qui l’enferme,
mais tout ce qu’en elle elle porte
joue et germe…

C’est de cette robe qu’elle va se rappeler plus tard
dans un doux abandon ;
quand toute sa vie sera pleine de hasards,

la petite robe rouge aura toujours raison.

Georges Bernanos: El impostor y la impostura

$
0
0

EL IMPOSTOR Y LA IMPOSTURA

Para merecer el nombre de impostor sería necesario que uno fuese enteramente responsable de su mentira, que la hubiese engendrado, pero todas las mentiras tienen un único Padre, y ese Padre no es de este mundo. Creo que la mentira es un parásito y el mentiroso un parasitado que se rasca donde le pica. Ciertamente no está prohibido defenderse de las mentiras de los demás, ya que por más ajena que parezca a nuestra naturaleza, sea cual sea la repugnancia que nos inspire —o quizás debido a esa repugnancia—, nunca estamos seguros de que no hallará en lo más recóndito de nosotros mismos otra mentira cómplice, con la que de antemano se encuentra misteriosamente en armonía, para una abyecta fecundación. Ya que no hay mentira, hay generaciones de mentiras, la mentira no es en modo alguno una creación abstracta del hombre ni el mentir un juego análogo al ajedrez, como están dispuestos a creerlo los diplomáticos de iglesia o de otros ámbitos; cada mentira está viva, bien viva; una mentira, en terreno favorable, se reproduce más rápido que la mosca del vinagre. Pretender clasificarlas por especies y géneros sería una empresa vana, y no menos vana la ilusión de juzgar al mentiroso de acuerdo con su mentira, cuando la experiencia nos enseña tan poco sobre la evolución de esta enfermedad que, a la manera de la sífilis, deja indemnes casi siempre a gentes mediocres y pudre de golpe hasta el tuétano a seres sanos, fuertes y puros. Son pocos los hombres que, llegada cierta hora de la vida, avergonzados de su debilidad o de sus vicios, incapaces de hacerles frente, de superar su humillación redentora, no hayan sentido la tentación de escurrirse fuera de sí mismos, en puntas de pie, como de un lugar de perdición. Muchos corrieron más de una vez, impunemente, esa suerte atroz. El impostor no salió acaso más que una vez, pero no pudo volver a entrar. Es muy fácil decir que lo hace adrede, pero ¿qué sabemos? El lugar que ha abandonado apenas se distinguía de los demás, y frente a tantas puertas que se parecen, no tiene esperanzas de reconocer la suya, ya ni siquiera se atreve a introducir la llave en las cerraduras, de miedo a recibir en la cabeza la escupidera del propietario encolerizado. ¿Para qué, por otra parte? La sociedad lo reclutará tal cual es, e incluso lo prefiere así. “Sé muy bien que usted no es lo que dice ser, pero tampoco yo soy lo que proclamo. Me llaman Orden y sólo merezco que me llamen Compromiso. Me río de que por encima de mí esté todo el Bien al que renuncio, puesto que por debajo de mí sólo está lo Peor. Yo o Nada. Le lancé este desafío al propio Dios y él no lo aceptó. La maldición arrojada sobre el mundo, el espíritu del mundo, sólo me alcanza al sesgo, como de mala gana. Lo esencial, por lo demás, es que no me hayan cortado los víveres. 'Dad al César lo que es del César', ése es un lenguaje que comprendo y que garantiza hasta el fin de los tiempos el equilibrio de mi presupuesto. Soy lo bastante rica como para darle una buena posición social a quien me la pida. Lo que ustedes son realmente, lo ignoro, jamás sondeo ni los corazones ni las entrañas, ya que mis servicios no disponen del instrumental indispensable para ello. No tienen, pues, por qué preocuparse. No les sacaré más que lo que ya me pertenece, una mentira que para ustedes prácticamente carecería de provecho pero no de riesgo, y a la que, con mi ayuda, harán rendir por cien. En cuanto a lo que perdieron voluntariamente, me guardaré muy bien de devolvérselo. Ustedes se han condenado a no valer nada por sí mismos, a debérselo todo al título, a la función, es decir a mí. Yo odio al individuo, sólo me importan las instituciones. Incluso cuando es experto en su oficio, el hombre sincero me hace perder, con sus vanos escrúpulos y su control incesante, más de lo que podría dar su trabajo concienzudo. El falso juez, el falso soldado, el falso pensador, el falso sacerdote, sin duda no me dan gran cosa, pero lo dan con el espíritu que a mí me gusta. Se adhieren a la función a falta de adherirse a sí mismos, se aferran a la función como el ácaro sarcopto se adhiere a la piel, y dependen del prestigio que les confiere tal como este animal de la sangre de quien lo alimenta. Arden por servir, con el suyo, a todos los prestigios, ya que todos los prestigios son solidarios e irradian de mí. La multiplicación de los impostores, lejos de comprometerme, refuerza el poder del Estado. En una sociedad en que sólo hubiese impostores el Estado sería dios, los impostores lo harían dios. Sería necesario todo un dios, en efecto, para dar alguna realidad a lo que no es sino apariencia y hacer algo de lo que no es nada. Avancen ustedes, pues, intrépidamente, no hacia la meta que la Providencia les había asignado sino por la ruta estrecha que yo trazo delante de ustedes a medida que avanzan y que, no se lo ocultaré, gira en redondo. Girar en redondo se llama avanzar. No les prometo un porvenir, les garantizo que avancen. Sería descabellado que esperasen de mí que yo agregue nada a su mediocre substancia, no poseo los secretos de la vida. Los honores y las dignidades con que los cubro sólo darán la ilusión de un aumento de estatura y de peso. En el momento de la muerte, Dios no tendrá más trabajo que el de desenroscar los metros de papel de oro, de plata o de estaño, y sacarlos de ese voluminoso envoltorio como un minúsculo caramelo.”


L’IMPOSTEUR ET L’IMPOSTURE

Pour mériter le nom d’imposteur, il faudrait qu’on fût totalement responsable de son mensonge, il faudrait qu’on l’eût engendré, or tous les mensonges n’ont qu’un Père, et ce Père n’est pas d’ici. Je crois que le mensonge est un parasite, le menteur un parasité, qui se gratte où cela le démange. Il n’est certainement pas interdit de se défendre contre les mensonges, par ce que si étranger qu’il paraisse à notre nature, quelque répugnance qu’il nous inspire —ou peut-être en raison de cette répugnance— nous ne sommes jamais sûrs qu’il ne trouvera pas en notre propre fonds un autre mensonge complice, à quoi il est par avance mystérieusement accordé, pour une abjecte fécondation. Car il n’y a pas de mensonge, il y a des générations de mensonges, le mensonge n’est nullement une création abstraite de l’homme et le mentir un jeu analogue à celui des échecs, comme le croient volontiers les diplomates d’église ou d’ailleurs, chaque mensonge est vivant, bien vivant, un mensonge, en terrain favorable, se reproduit plus vite que la mouche du vinaigre. Prétendre les classer par espèces et par genres serait une entreprise vaine, non moins vaine l’illusion de juger du menteur sur son mensonge, alors que l’expérience nous apprend si peu de chose touchant l’évolution de cette maladie qui, à l’exemple de la vérole, épargne presque indéfiniment des médiocres et pourrit d’un coup jusqu’à l’os des être sains, forts et purs. Il est peu d’hommes qui, à une heure de la vie, honteux de leurs faiblesses ou de leurs vices, incapables de leur faire front, d’en surmonter l’humiliation rédemptrice, n’aient été tentés de se glisser hors d’eux-mêmes, à pas de loup, ainsi que d’un mauvais lieu. Beaucoup ont couru plus d’une fois, impunément, cette chance atroce. L’imposteur n’est peut-être sorti qu’une seule fois, mais il n’a pu rentrer. C’est bien joli de dire qu’il le fait exprès, qu’en sait-on ? Ce qu’il a quitté ne se signalait guère au regard, et face à tant de portes qui se ressemblent, il désespèrent de reconnaître la sienne, il n’ose même plus engager sa clef aux serrures, par crainte de recevoir sur la tête le pot de chambre du propriétaire courroucé. D’ailleurs, à quoi bon ? La société l’embauchera tel quel, et même elle le préfère ainsi. —« Je sais parfaitement que vous n’êtes pas ce que vous dites, mais je ne suis pas non plus ce que je prétends être. On me donne le nom d’Ordre et je ne mérite que celui de Compromis. Je me moque qu’il y ait au-dessus de moi tout le Bien que renonce, puisqu’il n’y a au-dessous de moi que le Pire. Moi ou Rien. J’ai porté ce défi au bon Dieu lui-même et il ne l’a pas relevé. La malédiction lancée sur le monde, l’esprit du monde, ne m’atteint que de biais, comme à regret. L’essentiel, d’ailleurs, est qu’on m’ait pas coupé les vivres. « Rendez à César ce qui appartient à César », voilà un langage que je comprends, et il assure jusqu’à la fin des temps l’équilibre de mon budget. Je suis assez riche pour fournir un état civil à qui m’en demande. Ce que vous êtes réellement, je l’ignore, je ne sonde jamais les cœurs ni les reins, mes services ne disposant pas de l’outillage indispensable à cet effet. N’ayez donc aucune inquiétude. Je ne prendrai de vous que ce qui m’appartient déjà, un mensonge qui serait pour vous sans grand profit mais non sans risque, et à quoi, par mon aide, vous ferez rendre cent pour un. Quant à ce que vous avez volontairement perdu, je me garderai bien de vous le restituer. Vous vous êtes condamnés à ne rien valoir par vous même, à tenir tout du titre, de la fonction, c’est à dire de moi. Je hais l’individu, les institutions seules m’importent. Même expert en son métier, l’homme sincère me fait perdre par ses vains scrupules et son incessant contrôle plus que ne saurait me rapporter son travail consciencieux. Le faux juge, le faux soldat, le faux penseur, le faux prêtre ne me donnent assurément pas grand-chose, mais ils le donnent dans l’esprit qui me plaît. Ils tiennent à la fonction faute de tenir à eux-mêmes, ils tiennent à la fonction comme l’acarus sarcopte à la peau, et dépendent du prestige qu’elle leur confère ainsi que cet animal du sang de son nourricier. Ils brûlent de servir, avec le leur, tous les prestiges, car tous les prestiges sont solidaires et rayonnent de moi. La multiplication des imposteurs, loin de me compromettre, renforce la puissance de l’État. Dans une société qui ne compterait que des imposteurs, l’État serait dieu, les imposteurs le feraient dieu. Il ne faudrait pas moins d’un dieu, en effet, pour donner une réalité à des apparences et faire quelque chose de rien. Marchez donc hardiment, non vers le but que la Providence vous assigna jadis, mais dans la route étroite que je trace à mesure devant vous et qui, je ne vous le cèle pas, tourne en rond. Tourner en rond, cela s’appelle avancer. Je ne vous promets pas un avenir, je garantis votre avancement. Il serait fou que vous attendiez de moi que j’ajoute quoi que ce soit à votre médiocre substance, je ne dispose pas des secrets de la vie. Les honneurs et les dignités dont je vous couvre donneront seulement l’illusion d’un accroissement de taille et de poids. À la mort, le bon Dieu n’aura que la peine de détortiller les mètres de papier d’or, d’argent ou d’étain, et de vous sortir de cette volumineuse enveloppe ainsi qu’un minuscule berlingot. »
GEORGES BERNANOS
(Les enfants humiliés)

Alfred Jarry: Los cinco sentidos

$
0
0

LOS CINCO SENTIDOS

I

EL TACTO

Envuelto en una toalla como en una pequeña mortaja la momia de un mono, lo llevo a través de la sombra viscosa cuyas blandas cortinas se apartan a mi paso. Y los músculos deben hacerse más fuertes para caminar en esta oscuridad que repele los cuerpos como el agua al corcho. Mis pies reciben de las baldosas un roce doloroso, y la lima del granito viene a morderme las suelas. Alargo los brazos para apartar la sombra hasta las paredes de la sala, y mis dedos chocan con largos cilindros irregulares. A la izquierda y a la derecha hay que guardar los huesos ramiformes, y a veces la mano se espanta al tocar los fláccidos pechos resecos: la corteza de las momias cae, en placas, como de un plátano; y quizás van a adherírseme, emergiendo de esos árboles ennegrecidos, las dríades esqueletos. Pero las garras de sus manos no me lastiman. Sigue estando allí el Feto que me han encargado llevar a un sitio de honor entre sus iguales; y su cuerpo, poco antes de níspero arrugado, da a mis manos, que acaban de palpar huesos, una impresión suave de esmalte. Y, hendiendo la sombra con el hombro como con una proa, lo llevo, respetuoso, acurrucado en mis manos juntas, como un Buda de porcelana.

II

EL OLFATO

Lo llevo a través del temblor sin forma y sin color del polvo muerto. El aire se puebla de espíritus invisibles pero no inmateriales: un polvo sutil sube de los huesos en efluvios y me precede como la luminosa columna mística. Los pliegues de la toalla en que lo llevo baten el aire con su simún; y las trombas de arena irritadas se vuelven hacia mí y me ahogan. Los pasos acompasados en las escaleras sin fin acompasan la danza de la arena; y los átomos íncubos vienen a repiquetearme en las narices a intervalos regulares, como el flujo de un mar, y las corroen con la acre quemadura del amoníaco. Es el acompañamiento sordo de una marcha india; y, zarandeado en la punta de mis brazos inconscientes, el Feto acurrucado se agazapa y se duerme, hamacado por el oleaje de los dromedarios.
El árido polvo reseca la garganta; he debido de beber hace mucho tiempo, muchísimo tiempo, beber a grandes tragos un odre lleno. Porque aún tengo en mis manos ese odre arrugado, aplastado y endurecido; y suben de él tufos de cosas resecas. ¡Un poco de aire, por lo menos, de aire húmedo que me oculte el cielo pesado de esas bóvedas impenetrables! Y la ventana hace girar su timón en el mar de aceite negro. Todo es negrura, los astros han huido irreparablemente del cielo, y la negrura es por todas partes absoluta, sin atisbo de agitación verdosa.

III

EL OÍDO

El viento alegre se precipita por la ventana abierta, y pasa sobre la sombra con un roce grave, como sobre una cuerda de contrabajo. Gime al atravesar los matorrales y los bosquecillos de huesos que adivino por su tintineo de caderas; y la noche encerrada en las jaulas de loros de las costillas baritonea, como el aire en los toneles anillados o los ataúdes claveteados. Agita suavemente la cornamenta frondosa de un ciervo gigantesco, y los follajes palpitan como alas de calaveras. Y las largas flautas eólicas de los cetáceos, series de vértebras empalmadas con virolas de cobre, esperan a quien las haga sonar. Arañas que huyen rasguñan el suelo con sus pequeñas garras; y tan nítida es la percepción de todos esos ruidos, que aun se distingue entre ellos como giran en las órbitas los ojos de nada de los esqueletos.
En el abridor del frasco abierto el viento sopla oblicuo; es el sonido puro y líquido del alcohol con sus pequeñas olas. Y como me está prohibido encender una llama, voy a cumplir mi misión en las sombras, con un remordimiento artero, como quien desde la orilla va a arrojar al desprevenido que pasa a los profundos remolinos.
Al igual que los lobos marinos que se zambullen, y que a cada zambullida emiten un hipo ronco, botellas negras que se llenan, cae en la húmeda prisión de cristal. Y luego de un choque contra el chato trampolín de la superficie, desciende suavemente, suavemente, como un globo estratosférico que aterriza. Me parece que lo hubiera arrojado en un pozo, y que por cobardía me sintiera orgulloso de tener la mano lo bastante fuerte para cerrar un pozo con una tapa lacrada.

IV

LA VISTA

El farol se entreabre y sopla resplandor, y aparecen los altos cielorrasos y las paredes desnudas; y los peldaños de las escaleras y sus sombras se destacan alternativamente, blancos y negros como un teclado. Y a la vuelta del camino circular vuelve a aparecer aquel gran ciervo en el que oí soplar el viento. Detrás, hasta donde se pierde la vista, trota pesadamente una jauría de perrazos esqueletos, a los que instintivamente cedo el paso. Behemots de cabezas bestiales, de colmillos en número diverso, azuzan su manada; pero no se oye repiquetear en las losas sus pezuñas hendidas, ya que unos rastreadores invisibles los mantienen fijos a las paredes mediante correas y yugos de cobre. Cepos de cobre paralizan todos sus miembros y ataduras también de cobre detienen sobre sus patas desesperadas al gran ciervo que huye precipitadamente frente a ellos, el gran ciervo de Cornamenta extravagante. Sus órbitas vacías nos siguen como la mirada circular de un retrato demasiado fotográfico; el leviatán descarnado, “osamenta” de Rafael, querría darse vuelta para mordernos; pero cinco manos de bronce surgidas del suelo, como pilares de catedral, mantienen rígida su larga espina dorsal de nave en construcción. Los seres sabáticos están paralizados en sus convulsiones: pero el hombre ha perdido la esperanza de cerrar alguna vez el abismo espía de sus párpados. Y sobre las paredes muy claras, detrás de la delgadez de los huesos, quedan paralizadas también las sombras, como recortes pegados de papel negro.
…En verdad, si bien me parecía cometer un crimen, estaba muy equivocado. El Feto se ha dilatado en su jarrón como un ramo de flores que alguien riega. Y hay burbujas de aire, irritadas e irisadas a la luz cruda de la lámpara, que permanecen adheridas a los pliegues aún no alisados de su rostro. Sus párpados se abren, sus labios se separan esbozando una vaga sonrisa. Ha conservado aire en las orejas como un insecto acuático que se zambulle. Sus ojos y su boca me miran con esa mirada mística con el que a uno lo inquietan ciertas máscaras de pasta de vidrio. Pero mis dedos torpes agitan el jarrón, las burbujas se sueltan, y me quedo boquiabierto delante de la cara tonta de bebé que se despliega.

V

EL GUSTO


Mi lámpara ha tachonado de puntos claros los dientes de los monstruos más cercanos. Las lechuzas embalsamadas, detrás de su máscara de terciopelo blanco perforada por ojos como estuches de peine, abren sus picos de tijeras. La infinita manada de los cuadrúpedos escuálidos se echa como un perro que mendiga un hueso, y la inmensa jauría espera su pitanza. Los esqueletos colgados de la calavera, inmutablemente derechos y correctos, abren sin hacer ruido sus labios amarillos, sonriendo como gourmets, y las momias juntan sus arqueadas rótulas de cascanueces pardos. Sólo soy el camarero principal que les trae, inconsciente, un entremés para su próxima bacanal — puesto que, en el cristal del frasco, en el estante del armario con puertas de vidrio, ya hinchado de alcohol claro, se expande el Feto como un gran fruto de las Islas.

ALFRED JARRY - Poema en prosa incluido en  Les Minutes de sable mémorial.


 Alfred Jarry - El amor en visitas

LES CINQ SENS

I

Le Tact

Roulé dans une serviette comme dans un petit linceul la momie d’un singe, je l’emporte à travers l’ombre visqueuse dont mon passage écarte les rideaux mous. Et les muscles doivent se faire plus forts pour marcher dans cette obscurité, qui repousse les corps comme l’eau le liège. Mes pieds reçoivent des dalles un frôlement douloureux, et la lime du granit vient mordre les semelles. J’étends les bras pour écarter l’ombre jusqu’aux murs de la salle, et mes doigts se heurtent à de longs cylindres irréguliers. À droite et à gauche il faut ranger les os branchus, et parfois la main s’effraie au contact flasque de poitrines desséchées : l’écorce des momies tombe, par plaques, comme d’un platane ; et peut-être vont s’attacher à moi, émergées de ces arbres brunis, les dryades squelettes. Mais leurs paumes griffues m’épargnent. Il est toujours là, le Fœtus qu’on m’a chargé de porter en place honorable parmi ses pareils ; et son corps, naguère de nèfle ridée, à mes mains qui viennent de palper des os donne l’impression douce de l’émail. Et, fendant l’ombre de l’épaule ainsi que d’une proue, je l’emporte respectueux, accroupi dans mes mains jointes, comme un Bouddha de porcelaine.


II

L’ Odorat

Je l’emporte à travers le tremblement sans forme et sans couleur de la poussière morte. L’air se hante d’esprits invisibles mais non immatériels : une poudre ténue monte des os en effluves et me précède comme la lumineuse colonne mystique. Les plis de la serviette où je l’emporte battent l’air de leur simoun ; et les trombes de sable irritées se retournent et m’étouffent. Les pas rythmés sur les escaliers sans fin rythment la danse des sables ; et les atomes incubes viennent tambouriner mes narines à intervalles réguliers, comme le flux d’une mer, et les corrodent de l’âcre brûlure de l’ammoniaque. C’est l’accompagnement sourd d’une marche indienne ; et ballotté au bout de mes bras inconscients, le Fœtus accroupi se tapit et s’endort, bercé par la houle des dromadaires.
La sèche poussière tarit la gorge ; j’ai dû boire il y a longtemps, bien longtemps, boire à longs traits une outre pleine. Car je la tiens encore cette outre fripée, affaissée et racornie dans mes mains ; et des relents de choses desséchées en montent. Au moins de l’air, de l’air humide que me cache le ciel lourd de ces voûtes impénétrables ! Et la fenêtre tourne son gouvernail dans la mer d’huile noire. Tout est noir, les astres sont irréparablement fuis du ciel, et le noir est absolu partout, sans nul clapotement glauque.

III

L’ Ouïe

Par la fenêtre ouverte le vent joyeux se précipite, et passe sur l’ombre avec un frottement grave, comme sur une corde de contrebasse. Il gémit en traversant les fourrés et les taillis d’os que je devine à leur cliquetis d’anche ; et la nuit enfermée dans les cages à perroquets des côtes barytonne, comme l’air dans les tonneaux cerclés ou les cercueils qu’on cloue. Il agite doucement les andouillers feuillus d’un cerf gigantesque, et les frondaisons palpitent comme des ailes de tête de mort. Et les longues flûtes éoliennes des cétacés, séries de vertèbres rabouties par des viroles de cuivre, attendent qui joue. Des araignées qui délogent écorchent le sol de leurs petites griffes ; et de tous ces bruits la perception est si nette, qu’on distingue encore parmi se tourner dans les orbites les yeux de néant des squelettes.
Dans la clef du bocal ouvert, le vent souffle oblique ; c’est le son pur et liquide de l’alcool avec ses petites vagues. Et comme il m’est interdit d’allumer une flamme, je vais remplir ma mission dans l’ombre, avec un remords recel, comme qui va jeter de la berge aux profonds remous le pante qui passe.
Tels les otaries qui plongent, et à chaque plongeon poussent un hoquet rauque, bouteilles noires qui s’emplissent, il tombe en l’humide prison de verre. Et après un choc sur le plat tremplin de la surface, il descend doucement, doucement, comme un ballon qui atterrit. Il me semble que je l’ai jeté dans un puits, et que par lâcheté je suis fier d’avoir la main assez forte pour fermer un puits d’un couvercle cacheté à la cire.

IV

La Vue

Le falot bâille et souffle la lueur, et apparaissent les hauts plafonds et les murs nus ; et les marches des escaliers et leurs ombres se détachent alternatives, blanches et noires comme un clavier. Et au détour du chemin circulaire se représente ce grand cerf où j’avais entendu souffler les vents. Derrière, à perte de vue trotte lourdement une meute de molosses squelettes, à qui instinctivement je livre passage. Béhémoths aux têtes bestiales, aux défenses en nombre divers, pressent leur troupeau ; mais l’on n’entend point cliqueter sur les dalles leurs sabots fendus, car des piqueurs invisibles les tiennent rivés au mur par des laisses et des carcans de cuivre. Des ceps de cuivre paralysent tous leurs membres et des liens de cuivre encore arrêtent sur ses jarrets éperdus le grand cerf qui détale devant eux, le grand cerf aux Bois extravagants. Leurs orbites vides nous suivent comme le regard circulaire d’un portrait trop photographique ; le léviathan décharné, « carcasse » de Raphaël, se retournerait pour nous mordre ; mais cinq mains de bronze jaillies de terre comme des piliers de cathédrale maintiennent rigide sa longue échine de vaisseau qu’on construit. Les êtres sabbatiques sont figés dans leurs convulsions : mais l’homme a désespéré de clore jamais l’abîme espion de leurs paupières. Et sur les murs très clairs, derrière les minceurs des os, se figent aussi les ombres, comme des découpures collées de papier noir.
...Vraiment, s’il me semblait commettre un crime, c’était bien à tort. Il s’est épanoui dans son vase comme un bouquet qu’on arrose. Et des bulles d’air, irritées et irisées, sous la clarté crue de la lampe, restent accrochées aux plis non encore défaits de sa face. Ses paupières s’écartent, ses lèvres s’ouvrent en un vague sourire. Il a emporté de l’air aux oreilles comme un insecte d’eau qui plonge. Ses yeux et sa bouche me regardent de ce regard mystique dont vous inquiète tel masque en pâte de verre. Mais mes doigts maladroits agitent le vase, les bulles s’envolent, et je reste béant devant la figure bête de poupard de caoutchouc qui s’étale.


V

Le Goût

Ma lampe a piqué de points clairs les dents des monstres les plus proches. Les effraies empaillées, sous leur masque de velours blanc percé d’yeux en étui de peigne, ouvrent leur bec de ciseaux. L’infini troupeau des quadrupèdes décharnés se couche comme un chien qui quête un os, et l’immense meute attend la curée. Les squelettes pendus par le crâne, immuablement droits et corrects, ouvrent sans bruit leurs lèvres jaunes en des sourires de gourmets, et les momies rapprochent leurs cagneuses rotules de casse-noisettes bruns. Je ne suis que le maître d’hôtel qui leur apporte inconscient un hors-d’œuvre pour leur prochain sabbat — car, en le cristal du bocal, sur la tablette de l’armoire vitrée, déjà ballonné d’alcool clair, s’épanouit le Fœtus comme un gros fruit des Îles.

Arthur Symons: El genio satánico de Baudelaire

$
0
0
2017 marca los 150 años de la muerte de Charles Baudelaire. Para conmemorar este aniversario, mientras seguimos trabajando para publicar el segundo volumen de las fundamentales CARTAS A LA MADRE, vamos a ir ofreciendo a nuestros lectores una colección de páginas en honor del grand Charles—muchas de ellas hasta hora inéditas en castellano—, comenzando con este ensayo de Arthur Symons, cuya primera parte tenemos el gusto de publicar hoy.



EL GENIO SATÁNICO DE BAUDELAIRE

I
El genio de Baudelaire es satánico; tiene, en cierto sentido, la visión de Satanás. Ve, en el pasado, las lujurias de los Borgias, los pecados y los vicios del Renacimiento; las escasas virtudes que florecen como flores y malezas en burdeles y altillos. Ve la vanidad del mundo con un gusto moderno más fino que Salomón; puesto que su imaginación es anormal, y divinamente anormal. En esta edad de vergüenzas infames, no tiene vergüenza. Su carne resiste, su intelecto es impecable. Elige sus propios placeres delicadamente, sensiblemente, como reúne sus exóticas Fleurs du Mal, que son un mundo en sí mismas —ni una Divina Comedia ni una Comédie humaine, sino un mundo moldeado por él mismo.

Su pasión vívidamente imaginativa, con sus instintos de inspiración, recibe la ayuda de una voluntad firme, una reserva, una intensidad de concepción, una implacable insolencia, un sentido agudo del valor exacto de cada palabra. En el sentido bíblico podría haber dicho de sus propios versos: “Esto es hueso de mis huesos y carne de mi carne”. La obra, como el hombre, es sutil, extraña, compleja, mórbida, enigmática, refinada, paradójica, espiritual, animal. Para él una fragancia significa más que un ocaso, un perfume más que una flor, los demonios tentadores más que los ángeles desprovistos de seducción. Ama el lujo así como ama el vino; un cuadro de Manet así como el abanico de una mujer.

Fascinado por el pecado, nunca se deja engañar por sus emociones; ve el pecado como el Pecado Original; estudia el pecado tal como estudia el mal, con una lógica severa; encuentra en el horror una especie de atracción, así como la había encontrado Poe; rara vez en las cosas repelentes, salvo cuando su sentido de lo que yo llamo un moralista lo lleva a moralizar, como en su terrible poema Une charogne. Se apiada de la miseria, odia el progreso. Es analítico, es un sabio casuista, a quien puedo comparar con el formidable jesuita español Tomás Sánchez, que escribió en latín sus Aphorismi matrimonio (1629).

Su alma flota en una música que no surge de ningún instrumento humano, sino de cuerdas que tañe el Diablo, al son de la cual bailan ciertas marionetas vivientes de un modo grotesco, siguiendo ritmos nunca oídos, siguiendo el sonido de violines que hacen sonar espíritus malignos en los aquelarres. Algunas se balancean en el aire, como muertos colgados en patíbulos, y, mientras sus huesos se entrechocan en el viento, uno ve a Judas Iscariote, que vuelve del infierno para el disfrute de un momento, mientras gesticula viendo esos rostros gesticulantes.

Les Fleurs du Mal es la creación más curiosa, sutil, fascinante y extraordinaria de todo un mundo que alguna vez se haya hecho en los tiempos modernos. Baudelaire pinta el vicio y la degradación más profundos con cinismo y con piedad, como en el poema al que me he referido, en el cual el culto del cadáver es la sensualidad del ascetismo o el ascetismo de la sensualidad: la manía de los faquires; material por su pasión, cristiano por su perversidad.

Y, en cierto sentido, es nuestro moderno Catulo; en sus furias, sus negaciones, sus alaridos, su paganismo, su inconcebible pasión por la carne de la mujer; sin embargo, Lesbia es por siempre Lesbia. Aun así, Baudelaire, en su Franciscae meae Laudes, y de manera menos incisiva pero con igual sentido sensual del esplendor del sexo, hace un magnífico elogio en latín de una modista culta y piadosa, que termina:

Patera gemmis corusca,
Panis salsus, mollis esca,
Divinum vinum, Francisca.

Y alaba la lengua latina de la Decadencia en estos términos: « Dans cette merveilleuse langue, le solécisme et le barbarisme me paraissent rendre les négligences forcées d’une passion qui s’oublie et se moque des règles. » [“En esta maravillosa lengua, el solecismo y el barbarismo, según me parece, expresan las negligencias forzadas de una pasión que no se controla y se burla de las reglas.”]

Don Juan aux enfers es un Delacroix perfecto. En la Danse macabreestá presente el ritmo universal de los bailarines que bailan la Danza de la Muerte. La misma muerte, en su extremo horror, pálida, perfumada con mirra, mezcla su ironía con la locura de los hombres mientras baila el Aquelarre del Placer. Nos muestra la infame manada salvaje de los vicios en forma de reptiles; nuestro enemigo mayor, el Ennui, es ce monstre délicat. Hay vampiros, tormentos de los condenados en vida; Le Possédé con su grito desgarrador que brota de sus mismas entrañas: Ô mon cher Belzébuth ! je t’adore ! Y hay algunos, más sutiles y silenciosos, que parecen moverse, suavemente, como los pies de la Noche, al son de una débil música, o bajo la mortaja de un crepúsculo.

Les Fleurs du Mal crecen en suelo parisino, cosas exóticas que muestran al tacto y a la vista los signos extraños, sigilosos y obsesivos de la corrupción de la tierra o del cuerpo. En el sentido de la belleza de Baudelaire hay una cierta rebelión, una enfermedad espiritual, que puede traer con ella el aire caldeado de un aposento o la atmósfera embriagadora del oriente. Desde Villon en adelante, nunca fue más adorada o aborrecida la carne de la mujer. Conscientes ambos del pecado original del unique animal—la simiente de nuestra degradación moral—, Villon crea a su Grosse Margot y Baudelaire a Delphine et Hippolyte. La de Villon es una muchacha que ayuda en la cocina, y, en la Balada, se alza ante la mirada asombrada del lector un Burdel tan infame, tan sucio, tan abominable como un Lupanar romano. Y esto viene después de su suprema y consumada alabanza de la decrépita vejez del cuerpo de una ramera: Les Regrets de la Belle Heaulmière. Es una de las cosas inmortales que existen en el mundo, que sólo puedo comparar con la estatua de bronce de Rodin: iguales encarnaciones, ambas, de la concepción simbólica de que el pecado introdujo la vergüenza en la carne de la primera mujer.

« Que m’en reste-il ? Honte et Péché : »

grita cada boca, grita hasta el final de la eternidad de la tierra.

En las Femmes damnées de Baudelaire está presente el alma sufriente de la enfermedad fatal del espíritu: esa enfermedad sexual para la que no hay remedio: la peligrosa y estéril divinización lesbiana de la carne por la carne, la unión de carne concarne, virginal o no virginal. Con un vano deseo, ese deseo que existe más allá de toda satisfacción posible, el deseo de una total aniquilación de cuerpo con cuerpo en ese éxtasis que nunca puede alcanzarse absolutamente sin la carne del hombre, se debaten, sin llegar a la consumación ni siquiera mediante los espasmos de sus deseos infructíferos. Viven sólo con una vida de deseo, y esa obsesión las ha llevado, más allá de los saludables límites de la naturaleza, hasta la violencia de una perversidad que a veces es casi demencial. Y toda esta carne afligida y torturada se consume en ese febril deseo que sólo les deja un breve espacio para la satisfacción del mismo.

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Carlos Cámara.


I
Baudelaire's genius is satanical; he has in a sense the vision of Satan. He sees in the past the lusts of the Borgias the sins and vices of the Renaissance; the rare virtues that flourish like flowers and weeds, in brothels and in garrets. He sees the vanity of the world with finer modern tastes than Solomon; for his imagination is abnormal, and divinely normal. In this age of infamous shames he has no shame. His flesh endures, his intellect is flawless. He chooses his own pleasures delicately, sensitively, as he gathers his exotic Fleurs du Mal, in itself a world, neither a Divina Commedia nor Une Comédie Humaine, but a world of his own fashioning.
His vividly imaginative passion, with his instincts of inspiration, are aided by a determined will, a selfreserve, an intensity of conception, an implacable insolence, an accurate sense of the exact value of every word. In the Biblical sense he might have said of his own verse: "It is bone of my bone, and flesh of my flesh." The work, as the man, is subtle, strange, complex, morbid, enigmatical, refined, paradoxical, spiritual, animal. To him a scent means more than a sunset, a perfume more than a flower, the tempting demons more than the unseductive angels. He loves luxury as he loves wine; a picture of Manet's as a woman's fan.
Fascinated by sin, he is never the dupe of his emotions; he sees sin as the Original Sin; he studies sin as he studies evil, with a stem logic; he finds in horror a kind of attractiveness, as Poe had found it; rarely in hideous things, save when his sense of what I call a moralist makes him moralize, as in his terrible poem, Une Charogne.He has pity for misery, hate for progress. He is analytic, he is a learned casuist, whom I can compare with the formidable Spanish Jesuit, Thomas Sanchez, who wrote the Latin Aphorismi Matrimonio (1629).
His soul swims on music played on no human instrument, but on strings that the Devil pulls, to which certain living puppets dance in grotesque fashion, to unheard-of rhythms, to the sound of violins strummed on by evil spirits in Witches' Sabbats. Some swing in the air, as hanged dead people on gallows, and, as their bones rattle in the wind, one sees Judas Iscariot, risen out of Hell for an instant's gratification, as he grimaces on these grimacing visages.
Les fleurs du mal is the most curious, subtle, fascinating, and extraordinary creation of an entire world ever fashioned in modern ages. Baudelaire paints vice and degradation of the utmost depth, with cynicism and with pity, as in the poem I have referred to, where the cult of the corpse is the sensuality of ascetism, or the ascetism of sensuality: the mania of fakirs; material by passion, Christian by perversity.
And, in a sense, he is our modern Catullus; in his furies, his negations, his outcries, his Paganism, his inconceivable passion for woman's flesh; yet Lesbia is for ever Lesbia. Still, Baudelaire in his Franciscae meae Laudes, and with less sting but with as much sensual sense of the splendour of sex, gives a magnificent Latin eulogy of a learned and pious modiste, that ends:
"Patera gemmis corusca,
Panis salsus, mollis esca,
Divinum vinum, Francisca."
And he praises the Decadent Latin language in these words: "Dans cette merveilleuse langue, le solécisme et le barbarisme me paraissent rendre les négligences forcés d'une passion qui s'oublie et se moque des règles."
Don Juan aux enfers is a perfect Delacroix. In Danse macabre there is the universal swing of the dancers who dance the Dance of Death. Death herself, in her extreme horror, ghastly, perfumed with myrrh, mixes her irony with men's insanity as she dances the Sabbat of Pleasure. He shows us the infamous menagerie of the vices in the guise of reptiles; our chief enemy Ennui is ce monstre délicat. There are Vampires, agonies of the damned alive; Le possédé with his excruciating cry out of all his fibres: O mon cher Belzébuth! je t'adore! And there are some, subtler and silent, that seem to move, softly, as the feet of Night, to the sound of faint music, or under the shroud of a sunset.
Les fleurs du mal are grown in Parisian soil, exotics that have the strange, secretive, haunting touch and taint of the earth's or of the body's corruption. In his sense of beauty there is a certain revolt, a spiritual malady, which may bring with it the heated air of an alcove or the intoxicating atmosphere of the East. Never since Villon has the flesh of woman been more adored and abhorred. Both aware of the original sin of l'unique animál—the seed of our moral degradation—Villon creates his Grosse Margot and Baudelaire Delphine et Hippolyte. Villon's is a scullion-wench, and in the Ballad a Brothel as infamous, as foul, as abominable as a Roman Lupanar surges before one's astonished vision. And this comes after his supreme, his consummate praise of ruinous old age on a harlot's body: Les regrets de la Belle Heaulmière. It is one of the immortal things that exist in the world, that I can compare only with Rodin's statue in bronze: both equal incarnations of the symbolical conception that sin brought shame into the first woman's flesh.
"Que m'en reste-il? Honte et Péché:"
cries each mouth, cries to the end of earth's eternity.
In Baudelaire's Femmes damnées there is the aching soul of the spirit's fatal malady: that sexual malady for which there is no remedy: the Lesbian sterile perilous divinisation of flesh for flesh, virginal or unvirginal flesh with flesh. In vain desire, of that one desire that exists beyond all possible satisfaction, the desire of an utter annihilation of body with body in that ecstasy which can never be absolutely achieved without man's flesh, they strive, unconsumed with even the pangs of their fruitless desires. They live only with a life of desire, and that obsession has carried them beyond the wholesome bounds of nature into the violence of a perversity which is at times almost insane. And all this sorrowful and tortured flesh is consumed with that feverish desire that leaves them only a short space for their desire's fruitions.


Lautréamont: Cantos de Maldoror - Fragmento

$
0
0

CANTOS DE MALDOROR
CANTO PRIMERO
(Fragmento)


Me propongo, sin estar en modo alguno emocionado, entonar el canto serio y frío que ustedes van a oír. Presten atención a lo que contiene, y cuídense de la penosa im­presión que no dejará de producirles, como una mancha, en sus imaginaciones perturbadas. No crean que esté a punto de morir, pues todavía no soy un esqueleto y la vejez no se me ha pegado a la frente. Dejemos de lado, por lo tanto, toda idea de comparación con el cisne en el momento en que su existencia alza el vuelo, y sólo vean delante de ustedes a un monstruo, cuyo rostro me alegra que no puedan ver, ¡aunque es menos horrible que su alma!... Sin embargo, no soy un criminal... Ya basta con este asunto. No hace mucho que volví a ver el mar y pisé el puente de los navíos, y mis recuer­dos son tan vívidos como si eso hubiera ocurrido ayer. No obstante, permanezcan, si pueden, tan tranquilos como yo durante esta lectura que ya me arrepiento de ofrecerles, y no se sonrojen ante el pensamiento de lo que es el corazón humano. ¡Ah, Dazet![1], tú, cuya alma es inseparable de la mía; tú, que eres el más hermoso de los hijos de la mujer, aunque sólo seas un adolescente; tú, cuyo nombre es parecido al del mejor amigo de la juventud de Byron[2]; tú, en quien residen noblemente, como en su morada natural, de común acuerdo, con lazo indestructible, la dulce virtud comunicativa y las gracias divinas, ¿por qué no estás conmigo, tu pecho contra a mi pecho, sentados ambos en algún peñasco de la playa, para contemplar este espectáculo que adoro? [3]

Viejo Océano de olas de cristal, te pareces proporcionalmente a esas marcas azuladas que se ven en la espalda magullada de los grumetes; eres un inmenso moretón que le han hecho al cuerpo de la tierra: me gusta esta comparación. Así, al verte por primera vez, un soplo prolongado de tristeza, que parecería ser el murmullo de tu brisa suave, pasa, dejando huellas imborrables, por el alma profundamente conmovida, y tú les recuerdas a los que te aman, sin que se den del todo cuenta, los rudos comienzos del hombre, cuando traba conocimiento con el dolor que ya no lo abandona. ¡Yo te saludo, viejo Océano!

Viejo Océano, tu forma armoniosamente esférica, que alegra el rostro grave de la geometría, me recuerda demasiado los ojos pequeños del hombre, semejantes a los del jabalí por su pequeñez, y a los de las aves noctur­nas por la perfección circular del contorno. Sin em­bargo, el hombre se ha creído hermoso en todas las épocas. Supongo, más bien, que el hombre sólo cree en su be­lleza por amor propio; pero que no es hermoso realmente y que sospecha que no lo es; si no, ¿por qué mira la cara de su prójimo con tanto desprecio? ¡Yo te saludo, viejo Océano!

Viejo Océano, eres el símbolo de la identidad: siem­pre igual a ti mismo. No cambias de manera esencial, y, si tus olas en alguna parte están furiosas, más lejos, en alguna otra zona, están en la calma más com­pleta. No eres como el hombre, que se detiene en la calle para ver a dos bulldogs agarrándose del cuello, pero que no se detiene cuando pasa un entierro; que esta mañana es asequible y esta noche está de mal hu­mor; que ríe hoy y llora mañana. ¡Yo te saludo, viejo Océano!

Viejo Océano, no sería nada imposible que escondie­ras en tu seno futuros beneficios para el hombre. Ya le has dado la ballena. No dejas adivinar fácilmente a los ojos ávidos de las ciencias naturales los mil secre­tos de tu íntima organización: eres modesto. El hom­bre se vanagloria sin cesar, y por minucias. ¡Yo te sa­ludo, viejo Océano!

Viejo Océano, las diferentes especies de peces que ali­mentas no se han jurado fraternidad entre ellas. Cada es­pecie vive por su lado. Los temperamentos y las con­formaciones que varían en cada una de ellas explican, de una manera satisfactoria, lo que al principio sólo parece una anomalía. Así ocurre con el hombre, que no tiene los mismos motivos de disculpa. Si un pedazo de tierra está ocupado por treinta millones de seres hu­manos, éstos se creen obligados a no inmiscuirse en la existencia de sus vecinos, fijos como raíces sobre el pedazo de tierra contiguo. Descendiendo del grande al pequeño, cada hombre vive como un salvaje en su madriguera, y rara vez sale de ella para visitar a su seme­jante, acurrucado de igual modo en otra madriguera. La gran familia universal de los seres humanos es una utopía digna de la lógica más mediocre. Además, del espectá­culo de tus ubres fecundas se desprende la noción de ingratitud, pues uno piensa enseguida en esos numerosos padres bastante ingratos con el Creador para abandonar el fruto de su miserable unión. ¡Yo te saludo, viejo Océano!

Viejo Océano, tu grandeza material sólo puede compararse con la idea que uno se hace de la potencia activa que hizo falta para engendrar la totalidad de tu masa. No se te puede abarcar de una ojeada. Para contemplarte, la vista tiene que girar con un movimiento continuo hacia los cua­tro puntos del horizonte, de igual modo que un mate­mático, para resolver una ecuación algebraica, examina por separado los distintos casos posibles antes de resolver la dificultad. El hombre co­me substancias nutritivas y hace otros esfuerzos dignos de mejor suerte para parecer gordo. Que esa rana se hinche todo lo que quiera. Quédate tranquilo, nunca igualará tu corpulencia; al menos eso supongo. ¡Yo te saludo viejo Océano!

Viejo Océano, tus aguas son amargas. Es exac­tamente el mismo sabor que la hiel que la críti­ca destila sobre las bellas artes, sobre las ciencias, sobre to­do. Si alguien tiene genio, se le hace pasar por idio­ta; si algún otro es bello de cuerpo, es un jorobado horri­ble. Por cierto, es preciso que el hombre sienta con fuerza su imperfección, cuyas tres cuartas partes, por lo demás, sólo se deben a él mismo, para criticarla de tal modo. ¡Yo te saludo, viejo Océano!


Viejo Océano, los hombres, a pesar de la excelencia de sus métodos, todavía no han llegado, ayudados por los medios de investigación de la ciencia, a medir la profundidad vertiginosa de tus abismos; algunos de los cuales han sido reconocidos como inaccesibles por las sondas más largas y pesadas. A los peces eso les está permitido, no a los hombres. A menudo me he preguntado qué es lo más fácil de reconocer: la profundidad del Océano o la profundidad del corazón humano. ¡A menudo, con la mano en la frente, de pie sobre los navíos, mientras la luna se balanceaba entre los mástiles de modo irregular, me he sorprendido esforzándome por resolver ese difícil problema, haciendo abstracción de todo lo que no fuera el objeto que pretendía alcanzar! Sí, ¿cuál es el más profundo, el más impenetrable de los dos: el Océano o el corazón humano? Si treinta años de experiencia de la vida pue­den, hasta cierto punto, hacer que la balanza se incline hacia una u otra de esas soluciones, me estará permitido decir que, a pesar de la profundidad del Océano, éste no puede ponerse a la par, en lo que respecta a la comparación sobre dicha propie­dad, con la profundidad del corazón humano. He es­tado en relación con hombres que fueron virtuosos. Se morían a los sesenta años y nadie dejaba de exclamar: «Hicieron el bien en esta tierra, es decir, practicaron la caridad: eso es todo, no es nada complicado, cual­quiera puede hacer lo mismo». ¿Quién comprenderá por qué dos enamorados, que se idolatraban la víspera, por una palabra mal interpretada se separan, uno hacia oriente, otro hacia occidente, con los aguijones del odio, de la venganza, del amor y del remordimiento, y no se vuelven a ver más, cada uno envuelto en su orgullo solitario? Es un milagro que se renueva cada día, y que no por ello es menos milagroso. ¿Quién com­prenderá por qué uno paladea, no sólo las desgracias generales de sus semejantes, sino también las particu­lares de sus amigos más queridos, incluso de su padre y de su madre, mientras que se aflige al mismo tiempo por eso? Un ejemplo irrefutable para cerrar la serie: el hombre dice hipócritamente que sí y piensa: no. Por eso los hombres tienen tanta confianza unos en otros y no son egoístas. A la psicología le quedan muchos progresos por hacer. ¡Yo te saludo, viejo Océano!

Viejo Océano, eres tan poderoso que los hom­bres lo han aprendido a sus expensas. Por mucho que utilicen todos los recursos de su genio...; incapaces de dominarte. Han encontrado a su amo. Digo que han encontrado algo más fuerte que ellos. Ese algo tiene nombre. Ese nombre es: ¡el Océano! El miedo que les ins­piras es tal, que te respetan. A pesar de lo cual haces dan­zar sus más pesadas máquinas con gracia, elegancia y facilidad. Les haces dar saltos gimnásticos hasta el cielo, y admirables zambullidas hasta el fondo de tus territorios: hasta un saltimbanqui los envidiaría. Se pueden considerar afortunados cuando no los envuelves definitivamente en tus plie­gues burbujeantes para llevarlos a ver, sin ferrocarril, en tus entrañas acuáticas, cómo están los peces y, sobre todo, cómo están ellos mismos. El hombre dice: «Soy más inteligente que el Océano». Es posible, pero más miedo le tiene él al Océano que el Océano a él: es algo que no es necesario ­probar. Ese patriarca observador, contemporáneo de las primeras épocas de nuestro globo colgante, son­ríe de lástima cuando asiste a los combates navales de las naciones… ¡He allí un centenar de leviatanes salidos de las manos de la humanidad! Las órdenes en­fáticas de los superiores, los gritos de los heridos, los cañonazos, todo eso es ruido hecho adrede para ani­quilar algunos segundos… ¡El drama ha ter­minado, el Océano se lo ha metido todo en el vien­tre! ¡Oh, esas fauces formidables!... ¡Qué grandes deben de ser ha­cia abajo, en dirección a lo desconocido! Para coro­nar la estúpida comedia, que ni siquiera es interesante, se ve en los aires alguna cigüeña re­trasada por el cansancio que se pone a gritar, sin detener la amplitud de su vuelo: «¡Vaya!... ¡que cosa desagradable! Allá abajo había algunos puntos negros. Cerré los ojos… y desaparecieron». ¡Yo te saludo, vie­jo Océano!


Viejo Océano, oh gran solterón, cuando recorres la soledad so­lemne de tus reinos flemáticos, te enorgulle­ces con razón de tu magnificencia nativa y de los elogios genuinos que me apresuro a dedicarte. Mecido vo­luptuosamente por los suaves efluvios de tu lentitud ma­jestuosa, que es el más grandioso de los atributos con que el soberano poder te ha gratificado, haces rodar, en medio de un sombrío misterio, por toda tu subli­me superficie, tus olas incomparables, con el sereno sentimiento de tu poder eterno. Pasan unas tras otras, paralela­mente, separadas por breves intervalos. Tan pronto como una dis­minuye, otra va a su encuentro creciendo, acompa­ñada por el ruido melancólico de la espuma que se des­hace, para advertirnos de que todo es espuma. (Así es como los seres humanos, esas olas vivientes, mueren uno tras otro, de manera monótona, pero sin dejar tras ellos el ruido de la espuma). El ave pasajera descansa confiada so­bre ellas, y se deja llevar por sus movimientos, llenos de una gracia altiva, hasta que los huesos de sus alas recobran su vigor acostumbrado para continuar la peregrinación aérea. Quisiera que la majestad humana sólo fuera la encarnación del reflejo de la tuya; es mucho lo que pido. Este deseo sincero te glorifica. Tu grandeza moral, imagen del infinito, es inmensa como la refle­xión del filósofo, como el amor de la mujer, como la belleza divina del pájaro, como las meditaciones del poeta. Eres más hermoso que la noche. Respóndeme, Océano, ¿quieres ser mi hermano?... Muévete con impetuosidad... más... más aún, si quieres que te compare con la venganza de Dios; alarga tus zarpas lívidas y ábrete camino en tu propio seno... así está bien. Despliega tus olas horrendas, Océano espantoso, que sólo yo comprendo, y delante del que caigo, prosternándome ante tus rodi­llas. La majestad del hombre es prestada; él no logrará impresionarme: tú, sí. ¡Oh, cuando avanzas, con la cresta alta y terrible, rodeado por tus repliegues tortuosos, como por una corte, magnetizador y salvaje, haciendo rodar tus olas una sobre la otra, con la conciencia de lo que eres, mien­tras lanzas desde las profundidades de tu pecho, como abrumado por un remordimiento intenso que no pue­do descubrir, ese sordo bramido perpetuo que los hom­bres temen tanto, incluso cuando te contemplan sintiéndose seguros, temblorosos en la orilla; entonces me doy cuenta de que no es mío el insigne derecho de llamarme tu igual! Por eso, en presencia de tu superioridad, te da­ría todo mi amor (y nadie conoce la cantidad de amor que contienen mis aspiraciones hacia lo bello), si no me hicieras pensar, dolorosamente, en mis semejantes, que forman contigo el más irónico contraste, la antíte­sis más cómica que alguna vez se haya visto en la creación: no puedo amarte, te detesto. ¿Por qué vuelvo a ti por milésima vez, a tus brazos amigos que se entreabren para acariciar mi frente ardiente, cuya fiebre desa­parece a su contacto? No conozco tu des­tino oculto; todo lo que te concierne me interesa. Dime, pues, si eres la morada del príncipe de las tinieblas. Dímelo... dímelo, Océano (a mí solo, para no entriste­cer a aquéllos que todavía no han conocido más que las ilusiones), y si el soplo de Satanás crea las tempestades que levan­tan tus aguas saladas hasta las nubes. Tienes que decírmelo, porque me alegraría saber que el infierno está tan cerca del hombre. Quiero que ésta sea la últi­ma estrofa de mi invocación. ¡Por lo tanto, una sola vez más, quiero saludarte y despedirme de ti! Viejo Océa­no de olas de cristal... Mis ojos se humedecen con lágrimas abun­dantes, y no tengo fuerzas para continuar, ya que siento que ha llegado el momento de volver con los hombres de aspecto brutal; pero... ¡ánimo! Hagamos un gran esfuerzo y, sentimiento del deber mediante, cumplamos con nuestro destino sobre esta tierra. ¡Yo te saludo, vie­jo Océano!

Traducción, para Literatura & Traducciones, de  MiguelÁngel Frontán.

NOTA 1: Georges-Édouard-Alexis Dazet (1852-1920), el hijo menor del tutor de Isidore Ducasse en Tarbes, desde la llegada a Francia del poeta a los trece años.
NOTA 2: George John Frederick Sackville (1793-1815), cuarto duque de Dorset, amigo de Lord Byron en la escuela de Harrow-on-the-Hill.
NOTA 3: A partir de “¡Ah, Dazet!” y hasta el final del párrafo, en la edición de 1869, este texto (correspondiente al Primer Canto, publicado sin nombre de autor en 1868) fue sustituido por el siguiente, evidentemente más impersonal: “¡Oh, pulpo de mirada de seda!, tú, cuya alma es inseparable de la mía; tú, el más bello de los habitantes del globo terrestre, y que reinas sobre un serrallo de cuatrocientas ventosas; tú, en quien residen noblemente, como en su morada natural, por común acuerdo, con lazo indestructible, la dulce virtud comunicativa y las gracias divinas, ¿por qué no estás conmigo, tu vientre de mercurio contra a mi pecho de aluminio, sentados ambos en algún peñasco de la playa, para contemplar este espectáculo que adoro?” [Ô poulpe, au regard de soie ! toi, dont l’âme est inséparable de la mienne ; toi, le plus beau des habitants du globe terrestre, et qui commandes à un sérail de quatre cents ventouses ; toi, en qui siègent noblement, comme dans leur résidence naturelle, par un commun accord, d’un lien indestructible, la douce vertu communicative et les grâces divines, pourquoi n'es-tu pas avec moi, ton ventre de mercure contre ma poitrine d'aluminium, assis tous les deux sur quelque rocher du rivage, pour contempler ce spectacle que j’adore !].


CHANTS DE MALDOROR
CHANT PREMIER
(Fragment)

Je me propose, sans être nullement ému, d’entonner le chant sérieux et froid que vous allez entendre. Vous, faites attention à ce qu’il contient, et gardez-vous de l’impression pénible qu’il ne manquera pas de laisser, comme une flétrissure, dans vos imaginations troublées. Ne croyez pas que je sois sur le point de mourir, car je ne suis pas encore un squelette, et la vieillesse n’est pas collée à mon front. Écartons en conséquence toute idée de comparaison avec le cygne au moment où son existence s’envole, et ne voyez devant vous qu’un monstre, dont je suis heureux que vous ne puissiez pas apercevoir la figure, mais moins horrible est-elle que son âme !... Cependant je ne suis pas un criminel... Assez sur ce sujet. Il n’y a pas longtemps que j’ai revu la mer et foulé le pont des vaisseaux, et mes souvenirs sont vivaces comme si je l’avais quittée la veille. Soyez néanmoins, si vous le pouvez, aussi calmes que moi dans cette lecture que je me repens déjà de vous offrir, et ne rougissez pas à la pensée de ce qu’est le cœur humain. Ah ! Dazet ! toi dont l’âme est inséparable de la mienne ; toi le plus beau des fils de la femme1, quoique adolescent encore ; toi dont le nom ressemble au plus grand ami de la jeunesse de Byron ; toi en qui siègent noblement, comme dans leur résidence naturelle, par un commun accord, d’un lien indestructible, la douce vertu communicative et les grâces divines, pourquoi n’es-tu pas avec moi, ta poitrine contre ma poitrine, assis tous les deux sur quelque rocher du rivage, pour contempler ce spectacle que j’adore.

Vieil Océan, aux vagues de cristal, tu ressembles proportionnellement à ces marques azurées que l’on voit sur le dos meurtri des mousses ; tu es un immense bleu fait sur le corps de la terre : j’aime cette comparaison. Ainsi, à ton premier aspect, un souffle prolongé de tristesse, qu’on croirait être le murmure de ta brise suave, passe en laissant des ineffaçables traces, sur l’âme profondément ébranlée, et tu rappelles au souvenir de tes amants, sans qu’on s’en rende toujours compte, les rudes commencements de l’homme, où il fait connaissance avec la douleur qui ne le quitte plus. Je te salue, vieil Océan !

Vieil Océan, ta forme harmonieusement sphérique, qui réjouit la face grave de la géométrie, ne me rappelle que trop les petits yeux de l’homme, pareils à ceux du sanglier pour la petitesse, et à ceux des oiseaux de nuit pour la perfection circulaire du contour. Cependant l’homme s’est cru beau dans tous les siècles. Moi, je suppose plutôt que l’homme ne croit à sa beauté que par amour-propre ; mais qu’il n’est pas beau réellement et qu’il s’en doute ; car pourquoi regarde-t-il la figure de son semblable avec tant de mépris ? Je te salue, vieil Océan!

Vieil Océan, tu es le symbole de l’identité : toujours égal à toi-même. Tu ne varies pas d’une manière essentielle, et si tes vagues sont quelque part en furie, plus loin, dans quelque autre zone, elles sont dans le calme le plus complet. Tu n’es pas comme l’homme, qui s’arrête dans la rue pour voir deux bouledogues s’empoigner au cou, mais qui ne s’arrête pas quand un enterrement passe ; qui est ce matin accessible et ce soir de mauvaise humeur ; qui rit aujourd’hui et pleure demain. Je te salue, vieil Océan !

Vieil Océan, il n’y aurait rien d’impossible à ce que tu caches dans ton sein de futures utilités pour l’homme. Tu lui as déjà donné la baleine. Tu ne laisses pas facilement deviner aux yeux avides des sciences naturelles les mille secrets de ton intime organisation : tu es modeste. L’homme se vante sans cesse, et pour des minuties. Je te salue, vieil Océan !

Vieil Océan, les différentes espèces de poissons que tu nourris, n’ont pas juré fraternité entre elles. Chaque espèce vit de son côté. Les tempéraments et les conformations qui varient dans chacune d’elles, expliquent d’une manière satisfaisante, ce qui ne paraît d’abord qu’une anomalie. Il en est ainsi de l’homme qui n’a pas les mêmes motifs d’excuse. Un morceau de terre est-il occupé par trente millions d’êtres humains, ceux-ci se croient obligés de ne pas se mêler de l’existence de leurs voisins, fixés comme des racines sur le morceau de terre qui suit. En descendant du grand au petit, chaque homme vit comme un sauvage dans sa tanière, et en sort rarement pour visiter son semblable, accroupi pareillement dans une autre tanière. La grande famille universelle des humains est une utopie digne de la logique la plus médiocre. En outre, du spectacle de tes mamelles fécondes se dégage la notion d’ingratitude, car on pense aussitôt à ces parents nombreux assez ingrats envers le Créateur pour abandonner le fruit de leur misérable union. Je te salue, vieil Océan !

Vieil Océan, ta grandeur matérielle ne peut se comparer qu’à la mesure qu’on se fait de ce qu’il a fallu de puissance active pour engendrer la totalité de ta masse. On ne peut pas t’embrasser d’un coup d’œil. Pour te contempler, il faut que la vue se tourne par un mouvement continu vers les quatre points de l’horizon, de même qu’un mathématicien, afin de résoudre une équation algébrique, examine séparément les divers cas possibles avant de trancher la difficulté. L’homme mange des substances nourrissantes et fait d’autres efforts dignes d’un meilleur sort pour paraître gras. Qu’elle se gonfle tant qu’elle voudra, cette grenouille. Sois tranquille, elle ne t’égalera pas en grosseur ; je le suppose du moins. Je te salue, vieil Océan !

Vieil Océan, tes eaux sont amères. C’est exactement le même goût que le fiel que distille la critique sur les beaux-arts, sur les sciences, sur tout. Si quelqu’un a du génie, on le fait passer pour un idiot ; si quelque autre est beau de corps, c’est un bossu affreux. Certes, il faut que l’homme sente avec force son imperfection, dont les trois quarts d’ailleurs ne sont dus qu’à lui-même, pour la critiquer ainsi ! Je te salue, vieil Océan !

Vieil Océan, les hommes, malgré l’excellence de leurs méthodes, ne sont pas encore parvenus, aidés par les moyens d’investigation de la science, à mesurer la profondeur vertigineuse de tes abîmes ; tu en as que les sondes les plus longues, les plus pesantes ont reconnu inaccessibles. Aux poissons ça leur est permis, pas aux hommes. Souvent je me suis demandé quelle chose était le plus facile à reconnaître : la profondeur de l’Océan ou la profondeur du cœur humain ! Souvent, la main portée au front, debout sur les vaisseaux, tandis que la lune se balançait entre les mâts d’une façon irrégulière, je me suis surpris, faisant abstraction de tout ce qui n’était pas le but que je poursuivais, m’efforçant de résoudre ce difficile problème ! Oui, quel est le plus profond, le plus impénétrable des deux, l’Océan ou le cœur humain ? Si trente ans d’expérience de la vie peuvent jusqu’à un certain point pencher la balance vers l’une ou l’autre de ces solutions, il me sera permis de dire que, malgré la profondeur de l’Océan, il ne peut pas se mettre en ligne, quant à la comparaison sur cette propriété, avec la profondeur du cœur humain. J’ai été en relation avec des hommes qui ont été vertueux. Ils mouraient à soixante ans, et chacun ne manquait pas de s’écrier : « Ils ont fait le bien sur cette terre, c’est-à-dire qu’ils ont pratiqué la charité : voilà tout, ce n’est pas malin, chacun peut en faire autant. » Qui comprendra pourquoi deux amants qui s’idolâtraient la veille, pour un mot mal interprété, s’écartent, l’un vers l’Orient, l’autre vers l’Occident, avec les aiguillons de la haine, de la vengeance, de l’amour et du remords, et ne se revoient plus, chacun drapé dans sa fierté solitaire. C’est un miracle qui se renouvelle chaque jour, et qui n’en est pas moins miraculeux. Qui comprendra pourquoi l’on savoure non seulement les disgrâces générales de ses semblables, mais encore les particulières de ses amis les plus chers, même de son père et de sa mère, tandis que l’on en est affligé en même temps ? Un exemple incontestable pour clore la série : l’homme dit hypocritement oui et pense non. C’est pour cela que les hommes ont tant de confiance les uns dans les autres, et ne sont pas égoïstes. Il reste à la psychologie beaucoup de progrès à faire. Je te salue, vieil Océan !

Vieil Océan, tu es si puissant que les hommes l’ont appris à leurs propres dépens. Ils ont beau employer toutes les ressources de leur génie... ; incapables de te dominer. Ils ont trouvé leur maître. Je dis qu’ils ont trouvé quelque chose de plus fort qu’eux. Ce quelque chose a un nom. Ce nom est : l’Océan ! La peur que tu leur inspires est telle qu’ils te respectent. Malgré cela, tu fais valser leurs plus lourdes machines avec grâce, élégance et facilité. Tu leur fais faire des sauts gymnastiques jusqu’au ciel, et des plongeons admirables jusqu’au fond de tes domaines : un saltimbanque en serait jaloux. Bienheureux sont-ils quand tu ne les enveloppes pas définitivement dans tes plis bouillonnants pour aller voir, sans chemin de fer, dans tes entrailles aquatiques, comment se portent les poissons, et surtout comment ils se portent eux-mêmes. L'homme dit : « Je suis plus intelligent que l’Océan. » C'est possible, mais l’Océan lui est plus redoutable que lui à l’Océan : c’est ce qu’il n’est pas nécessaire de prouver. Ce patriarche observateur, contemporain des premières époques de notre globe suspendu, sourit de pitié quand il assiste aux combats navals des nations... Voilà une centaine de léviathans qui sont sortis des mains de l’humanité ! Les ordres emphatiques des supérieurs, les cris des blessés, les coups de canon, c’est du bruit fait exprès pour anéantir quelques secondes... Le drame est fini, l’Océan a tout mis dans son ventre ! Oh ! cette gueule formidable !... Combien grande doit-elle être vers le bas, dans la direction de l’inconnu ! Pour couronner la stupide comédie, qui n’est pas même intéressante, on voit au milieu des airs quelque cigogne attardée par la fatigue, qui se met à crier, sans arrêter l’envergure de son vol : « Tiens ! je la trouve mauvaise !... Il y avait en bas des points noirs. J’ai fermé les yeux... ils ont disparu. » Je te salue, vieil Océan !

Vieil Océan, ô grand célibataire, quand tu parcours la solitude solennelle de tes royaumes flegmatiques, tu t’enorgueillis à juste titre de ta magnificence native, et des éloges vrais que je m’empresse de te donner. Balancé voluptueusement par les molles effluves de ta lenteur majestueuse, qui est le plus grandiose parmi les attributs dont le souverain pouvoir t’a gratifié, tu déroules, au milieu d’un sombre mystère, sur toute ta surface sublime, tes vagues incomparables, avec le sentiment calme de ta puissance éternelle. Elles se suivent parallèlement, séparées par de courts intervalles. À peine l’une diminue, qu’une autre va à sa rencontre en grandissant, accompagnées du bruit mélancolique de l’écume qui se fond, pour nous avertir que tout est écume. (Ainsi les êtres humains, ces vagues vivantes, meurent l’un après l’autre d’une manière monotone, mais sans laisser de bruit écumeux.) L’oiseau de passage se repose sur elles avec confiance, et se laisse abandonner à leurs mouvements pleins d’une grâce fière, jusqu’à ce que les os de ses ailes aient recouvré leur vigueur accoutumée pour continuer le pèlerinage aérien. Je voudrais que la majesté humaine ne fût que l’incarnation du reflet de la tienne ; je demande beaucoup. Ce souhait sincère est glorieux pour toi. Ta grandeur morale, image de l’infini, est immense comme la réflexion du philosophe, comme l’amour de la femme, comme la beauté divine de l’oiseau, comme les méditations du poète. Tu es plus beau que la nuit. Réponds-moi, Océan, veux-tu être mon frère ?... Remue-toi avec impétuosité... plus... plus encore, si tu veux que je te compare à la vengeance de Dieu ; allonge tes griffes livides en te frayant un chemin sur ton propre sein... c’est bien. Déroule tes vagues épouvantables, Océan hideux, compris par moi seul, et devant lequel je tombe, prosterné à tes genoux. La majesté de l’homme est empruntée ; il ne m’imposera point : toi, oui. Oh ! quand tu t’avances la crête haute et terrible, entouré de tes replis tortueux comme d’une cour, magnétiseur et farouche, roulant tes ondes les unes sur les autres, avec la conscience de ce que tu es, pendant que tu pousses des profondeurs de ta poitrine, comme accablé d’un remords intense que je ne puis pas découvrir, ce sourd mugissement perpétuel que les hommes redoutent tant, même quand ils te contemplent en sûreté, tremblants sur le rivage, alors je vois qu’il ne m’appartient pas, le droit insigne de me dire ton égal. C’est pourquoi, en présence de ta supériorité, je te donnerais tout mon amour (et nul ne sait la quantité d’amour que contiennent mes aspirations vers le beau), si tu ne me faisais douloureusement penser à mes semblables, qui forment avec toi le plus ironique contraste, l’antithèse la plus bouffonne que l’on ait jamais vue dans la création : je ne puis pas t’aimer, je te déteste. Pourquoi reviens-je à toi pour la millième fois, vers tes bras amis qui s’entrouvrent, pour caresser mon front brûlant, qui voit disparaître la fièvre à leur contact ! Je ne connais pas ta destinée cachée ; tout ce qui te concerne m’intéresse. Dis-moi donc si tu es la demeure du prince des ténèbres. Dis-le-moi... dis-le-moi, Océan (à moi seul, pour ne pas attrister ceux qui n’ont encore connu que les illusions), et si le souffle de Satan crée les tempêtes qui soulèvent tes eaux salées jusqu’aux nuages. Il faut que tu me le dises, parce que je me réjouirais de savoir l’enfer si près de l’homme. Je veux que celle-ci soit la dernière strophe de mon invocation. Par conséquent, une seule fois encore, je veux te saluer et te faire mes adieux ! Vieil Océan, aux vagues de cristal... Mes yeux se mouillent de larmes abondantes, et je n’ai pas la force de poursuivre, car je sens que le moment est venu de revenir parmi les hommes, à l’aspect brutal ; mais... courage ! Faisons un grand effort, et accomplissons avec le sentiment du devoir notre destinée sur cette terre. Je te salue, vieil Océan !

Gaston Bachelard: Lautréamont, poeta de los músculos y del grito

$
0
0

LAUTRÉAMONT: POETA DE LOS MÚSCULOS Y DEL GRITO

I
Nada más inimitable que una poesía original, una poesía primitiva. Y también nada más primitivo que la poesía primitiva. Domina una vida, domina la vida. Al comunicarse, crea. El poeta debe crear su lector y de ninguna manera expresar ideas comunes. Una prosodia debe imponer su lectura y no regular fenómenos, efusiones, expresiones. Por eso un filósofo que busca en los poemas la acción de los principios metafísicos reconoce sin vacilar la causa formal a través de la creación poética. Sólo la causa poética, mezclando la belleza a la forma, comunica a los seres la fuerza de seducción. ¡Que no se vea ahí un fácil pancalismo! Lo bello no es un simple arreglo. Necesita un poder, una energía, una conquista. También la estatua tiene músculos. La causa formal es de orden energético. Por eso llega a su colmo en la vida, en la vida humana,  en la vida voluntaria. No se comprende bien una forma en una contemplación ociosa. Es necesario que el ser que contempla viva su propio destino ante el universo contemplado. Todos los tipos de poesía son tipos de destino. Una historia de la poesía es una historia de la sensibilidad humana. Por ejemplo, un psicólogo atento juzgará el hermoso libro de Marcel Raymond,De Baudelaire au Surréalisme, como una verdadera suma de las novedades psicológicas. Y sin duda le llamará la atención un hecho: casi siempre las novedades son voluntades. La poesía contemporánea, en su asombrosa variedad, prueba que el hombre quiere un devenir, quiere un devenir hasta para su corazón. El libro de Marcel Raymond nos muestra las múltiples avenidas de una afectividad inventiva, de una afectividad normativa que renueva y ordena todas las fuerzas del ser.

Luego, lo bello nunca puede ser simplemente reproducido, tiene que ser, primero, producido. De la vida, de la materia misma, extrae energías elementales que son primeramente transformadas, y después transfiguradas. Ciertas poesías realizan especialmente la transformación, otras, la transfiguración. Pero el poema verdadero siempre debe provocar una metamorfosis en el ser humano. La función principal de la poesía es transformarnos. Es la obra humana que nos modifica más pronto: para ello basta un poema.

Desgraciadamente, demasiado a menudo, imágenes heteronianas rompen la ley de la imagen activa. Un mimetismo increíble parodia un movimiento que sólo es saludable y creador en su intimidad. Por eso cuando las escuelas son dominantes, cuando las estéticas son enseñadas, detienen las fuerzas destinadas a metamorfosear. Sólo a algunos poetas solitarios les es dado vivir en estado de metamorfosis permanente. Ellos constituyen, para un lector fiel, esquemas de metamorfosis sensibles. Ciertos poetas directos determinan en nuestra sensibilidad una especie de inducción, un ritmo nervioso, muy diferente del ritmo lingüístico. Hay que leerlos como si tomáramos una lección de vida nerviosa, una lección de voluntad de vivir original. Es así como hemos intentado revivir la fuerza inductiva que recorre los Cantos de Maldoror, publicados hace setenta años por Isidore Ducasse bajo el pseudónimo de Lautréamont. Hemos consagrado a ese extraño poeta, nacido en las costas del Uruguay, largos meses de experiencia dócil y simpática, tratando de restituirlo a la agitación específica de una vida muy diferente de la nuestra[1]. Desearía mostrar en el presente artículo, sin dar el film  completo de las imágenes, cómo se inicia en Lautréamont el dinamismo poético y precisar también el principio de su Universo activo.

II

En el umbral de la fenomenología ducasiana, proponemos poner este teorema de psicología dinámica tan bien formulado por F. Roels: “Nada hay en la inteligencia que no haya estado primero en los músculos”. Es esa una justa paráfrasis de la vieja divisa de los filósofos sensualistas que no encontraban en la inteligencia nada que no hubiera estado primero en los sentidos. En realidad, una gran parte de la poesía ducassiana depende de la miopsiquis caracterizada por Storch (Véase Wallon: Stades et troubles du développement psicho-moteur el mental chez l’enfant. París, 1925, pág. 166). El lector en actitud de dócil simpatía para con Maldoror siente reavivarse esa miopsiquis casi fibra por fibra. Una estampería animalizada le ayuda a alcanzar ese curioso estado de análisis muscular. Pareciera, en efecto, que la vida animal diera un valor especial a músculos y órganos particulares, hasta el punto de resultar a menudo que todo un animal es el servidor de uno de sus órganos.

En Lautréamont, la conciencia de tener un cuerpo no es, pues, una conciencia vaga, una conciencia adormecida en un calor feliz; es, por el contrario, una conciencia violentamente iluminada en la certeza de tener un músculo, y que se proyecta en un gesto animal, ya olvidado desde hace mucho tiempo por los hombres.

El tierno Charles Louis Philippe decía, contemplando al niño en la cuna: (La Mere et l’Enfant, pág. 2) “sus pies se agitan graciosamente, un poco alocados, y parece que cada dedo del pie es un animalillo aparte”. Esas impresiones animalizadas nos acuden con más frecuencia en las horas de fatiga, en el aflojamiento muscular. Lautréamont, por el contrario, descubre su fuerza en las horas de mayor actividad, en los gestos más ofensivos. Su verdadera libertad es la conciencia de las preferencias musculares.

III

En las primeras páginas de los Cantos de Maldoror, encontramos un ejemplo de ese carácter directo y primero del estremecimiento muscular. El odio de “orgullosas, anchas y flacas narices”, el odio basta para devolver el primitivismo muscular al ser gastado, espoliado, anonadado por las sensaciones más pasivas. El estremecimiento de las ventanillas no responde entonces a la invasión de un perfume, el orgullo de una ventanilla dinamizada por el odio no se nutre de incienso. “Tus ventanillas, desmesuradamente dilatadas de contentamiento inefable, de éxtasis inmóvil, no pedirán nada mejor al espacio, que se embalsama de perfumes y de esencias, pues estarán saciadas de una felicidad completa”[2].

¿Puede darse un ejemplo más claro de subversión de los valores sensibles? Lo que era sensación pasiva se vuelve de pronto voluntad, lo que era espera se vuelve provocación. El olfato ¿no es acaso el sentido más pasivo, más terrestre, el más inmóvil, el más inmovilizante, el que debe esperar lentamente, pacientemente, sabiamente que la realidad impuesta se aleje, se esfume, para soñar de veras, para escribir su poema? Cuando el perfume sea un recuerdo, el recuerdo será un perfume. El perfume con su materia y su ideal podrá entonces integrarse en ricas y vastas correspondencias. Pero lo que se gane en riqueza se perderá en decisión. Una dinamogenia primitiva, como la que se anima en los Cantos de Maldoror, no soporta los perfumes triunfantes. Todo ese universo pasivo y respirado se debilita y se borra cuando el acto se impone como un universo. La inspiración domina las inspiraciones. A la vida ofendida sucede la vida ofensiva. La carne en vida es entonces, en sí misma, su propio olor.

IV

De modo que el más pequeño músculo que abre una ventanilla o endurece una mirada insinúa una vida y una poesía especiales. En sus Estudios filosóficos sobre la expresión literaria, Claude Estève le da la importancia que se merece a esa especie de sintaxis muscular: “No hay sensación que provoque una alerta de toda la musculatura. Todos los medios de acción y de reacción vibran al unísono a su llamado”. En Lautréamont, el mundo no tiene necesidad de invitarnos al acto. Con la poesía empuñada, Maldoror aborda la realidad, la amasa y la modela, la transforma, la analiza. ¡Si la materia pudiera ser una carne que se magulla! “El furor de secos metacarpos” (pág. 185) impone su forma al mundo maltratado.

Sería un error, por otra parte, imaginar la violencia ducassiana como una violencia desordenada que se embriaga en su exceso. Lautréamont no es un simple precursor del “paroxismo”. Aun en sus tempestades energéticas, el sentido muscular conserva en él la libertad de decisión. Como lo ha demostrado Henri Wallon, el niño turbulento posee verdaderos centros de turbulencia. Lautréamont, poeta turbulento, no acepta las violencias turbias. No acepta las reacciones difusas, las acciones confusas. Diseña actos. Sabe administrar su agresión. Sin duda ha debido sufrir —¡como tantos otros!— a causa de las inmovilidades escolares. Habrá tenido que soportar las actitudes del adolescente sentado, del colegial reducido a las alegrías articulares del codo y de la rodilla. Abrirse paso con los codos, ¡qué imagen de una humanidad solapada! Bajo la mirada del maestro, Isidore Ducasse ha vuelto el cuello hipócritamente, exagerando el tic del cuello, ocultando la impulsión primitiva con un movimiento lentamente prolongado. “Como un condenado que prueba sus músculos, reflexionando sobre la suerte que correrán, y que pronto va a subir al cadalso, sobre mi lecho de paja, con los ojos cerrados, vuelvo lentamente mi cuello de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, durante horas enteras…” (pág. 53). Para comprender dinámicamente esas páginas, hay que suprimir la imagen visual; aquí, hay que borrar el cadalso; se prestará entonces la debida atención a esos obscuros músculos de la nuca que, estando tan cerca de la cabeza, tan lejos están de la conciencia. Al dinamizar esos músculos se encontrará simplemente los principios musculares del orgullo humano, que tan poca diferencia tiene con el orgullo leonino. La psicología del cuello y la técnica del cuello encontrarán abundantes lecciones en los Cantos de Maldoror. Meditando sobre esas lecciones se comprenderá mejor la importancia que tienen las corbatas, y la importancia que tienen las gorgueras en la psicología de la majestad.

Si fuera posible desarrollar más extensamente esas explicaciones, nos daríamos cuenta de que la fisiognomonía, en sus descripciones anatómicas, ha olvidado casi completamente los caracteres temporales del rostro. Encontraremos esos caracteres temporales reviviendo la dinámica de los gestos en su cabal sintaxis, distinguiendo sus diversas fases energéticas y, sobre todo, estableciendo la exacta jerarquía nerviosa de las múltiples expresiones. La cara de un hombre decidido da los instantes de la mutación de su ser. El sentido común tiene tan poco discernimiento, que confunde todas sus observaciones bajo el simple signo de un semblante enérgico. Lautréamont no se congela en su misma energía. Conserva eternamente la libertad, la movilidad, la decisión.

V

Encontraremos una nueva prueba del primitivismo de la poesía ducassiana en la importancia que da al grito. Para quien abandona el punto de vista del primitivismo como jerarquía nerviosa, el grito no es más que un accidente, un desgarrón, un arcaísmo. Por el contrario, el primitivismo nervioso nos prueba que el grito no es un toque de llamada, ni siquiera un reflejo. Es esencialmente directo.

Es también la antítesis del lenguaje. Todos los que han meditado ante un niño solitario se han sorprendido de sus juegos lingüísticos: el niño juega a los murmullos, a los gorjeos, a la voz mojada, con timbres de finas campanillas que suenan sin resonar — ¡leves cristales que un soplo quiebra! El juego lingüístico cesa cuando el grito vuelve con sus potencias iniciales, con su rabia gratuita, claro como un cogitosonoro y energético: grito, luego soy una energía.

Entonces, una vez más, el grito está en la garganta antes de estar en el oído. Nada imita. Es personal, es la persona gritada. Si se le retiene, retumbará a su hora como una rebelión. Tú me torturas: me callo. Sólo gritaré el día de mi venganza. Oirás entonces un grito negro en la noche. Mi ofensa es una espada tenebrosa. Mi venganza es un brusco relieve de las tinieblas. No significa nada; pero, inversamente, la firmo con todo mi ser. Aquellos que profieren gritos desgarradores no saben gritar. Han puesto al grito detrás del miedo y no delante de la amenaza, como está primitivamente.

Todo lo que es intermedio entre el grito y la decisión, todas las palabras, todas las confidencias deben callarse (pág. 105): “Ahora, se acabó desde hace tiempo; desde hace tiempo no dirijo la palabra a nadie. Oh tú, cualquiera que seas, cuando estés a mi lado, que las cuerdas de tu glotis no dejen escapar ninguna entonación... y también vosotros, no intentéis en modo alguno hacerme conocer vuestra alma por medio del lenguaje”.

Tal vez no se le ha dado bastante importancia a la declaración de Isidore Ducasse: “Dicen que nací entre los brazos de la sordera” (pág. 102). La psicología del sordo de nacimiento que adquiere de pronto la audición no ha sido hecha todavía, mientras que la psicología del ciego de nacimiento, curado por Cheselden, ha sido imaginada infinidad de veces.

Si realmente Isidore Ducasse es un sordo de nacimiento, sería interesante saber a qué edad ha adquirido su verbo, a qué edad ha podido decir con asombro: “soy yo mismo quien habla. Sirviéndome de mi propia lengua para emitir mi pensamiento, me doy cuenta de que mis labios se mueven…” (pág. 207). Le escucharíamos, entonces, hasta la frontera de la sensibilidad alucinatoria, cuando él oye al crepúsculo desplegar sus velos de satén gris...

Pero si leemos los Cantos de Maldorordándoles una sonoridad en cierto modo nerviosa, es decir, agregando sonidos a las puras impulsiones, descubrimos entonces que las voces débiles son voces debilitadas. Es menester volver al grito y reconocer que el primer verbo es una provocación. Los fantasmas ducassianos nacen de una grita o, por lo menos, una gritalevanta al fantasma que tropieza.

Para comprender la jerarquía nerviosa hay que volver siempre a la omnipotencia del grito, al instante en que el ser que grita cree tener la garantía de que su grito “se oye hasta en las capas más lejanas del espacio” (pág. 136). Un grito así, original, niega las leyes físicas como la falta original niega las leyes morales. Un grito así es directo y cruel; lleva realmente el odio hasta el corazón del adversario, como una flecha (pág. 128): “Parecíame que mi odio y mis palabras, franqueando las distancias, reducían a nada las leyes físicas del sonido, y llegaban diferenciadas a sus oídos ensordecidos por los mugidos del océano iracundo”. El grito humano tiene su parte en un universo colérico. La “boca cuadrada” ha encontrado su vocal.

VI

¿Cómo ha de poder un grito semejante determinar una sintaxis? A pesar de todas las anacolutas activas, ¿cómo puede el ser sublevado conducir una acción? Es ése el problema resuelto por los Cantos de Maldoror. Todo se articula en el cuerpo cuando el grito —él mismo inarticulado, pero maravillosamente simple y único— dice la victoria de la fuerza. Todos los animales, aun los más inofensivos, articulan un grito de guerra. Pero en la Naturaleza todas las fuerzas son parodiadas. Y en la vida animal múltiple que ha vivido, Lautréamont ha oído gritos belicosos que son “cloqueos ridículos”. Ha oído gritos sin jerarquía que nos hacen pensar en lo que llamaríamos de buena gana gritos de masa, gritos que nacen de la masa biológica. Parece que ese fuera el pensamiento de Paul Valéry cuando dice en Monsieur Teste: “Los tiernos balaban, los agrios maullaban, los gruesos mugían, los flacos rugían”. Hay que ascender a lo humano para tener los gritos dominantes. A través de un estruendo poético, se los oirá pasar en los Cantos de Maldoror.
Se equivocan quienes ven en estos cantos una maldición teatral. Son un universo especial, un universo activo, un universo gritado. En ese universo, la energía es una estética.

Artículo publicado en Revista Sur, octubre de 1940(no figura el nombre del traductor).

Nota 1: Véase Lautrémont, ed. José Corti.
Nota 2: Pág. 42. Todas las citas han sido tomadas de las Obras completas de Lautrémont, publicadas por José Corti.

Alexander Pope y Silvina Ocampo: Eloísa a Abelardo

$
0
0
  
ELOÍSA A ABELARDO

De estas hórridas celdas y soledades hondas
en donde la celeste Contemplación reposa,
donde reina la fiel Melancolía atenta,
¿qué expresan los tumultos de las vestales venas?
¿Por qué mis pensamientos huyen de este retiro?
¿Por qué en mi corazón arde el fuego escondido?
La culpa es de Abelardo, si yo amo todavía,
y ha de besar su nombre, todavía, Eloísa.

¡Fatal y amado nombre! Permanece el secreto
de estos labios sellados con sagrado silencio;
mi corazón, escóndelo en su íntimo disfraz
donde mezclado a Dios su amada Idea yace;
visible se hace el nombre — ¡ah, no escribas, mi mano!
íntegro está ya escrito— ¡mis lágrimas, borradlo!
Eloísa perdida, vano es que llore y rece,
su corazón aún dicta, y su mano obedece.

¡Inexorables muros cuyo orbe oscuro tiene
tristezas voluntarias, suspiros penitentes!
¡Oh rocas desgastadas por piadosas rodillas!
¡Oh grutas y cavernas con ásperas espinas!
¡Túmulos donde vírgenes de ojos pálidos velan,
santos cuyas estatuas a llorar aprendieron!
Silenciosa, inmutable como vosotras, fría,
no me ha tornado en piedra todavía el olvido.
Divide el corazón la ardua naturaleza;
soy parte de Abelardo, no soy toda del Cielo;
ni llantos que por siglos vanamente existieron,
ni oraciones, ni ayunos, de la ansiedad son frenos.

Cuando llegan tus cartas y las abro temblando
el conocido nombre despierta mi ansiedad.
¡Oh nombre para siempre amado y siempre triste!
¡Aun murmurado en lágrimas que en suspiros persiste!
Cuando descubro el mío también yo me estremezco,
alguna atroz desdicha lo persigue de cerca.
Recorriendo las líneas derrámanse mis ojos
guiados por una triste variedad de dolores.
¡De amor ardiendo o bien mustia en mi lozanía,
en un convento sola, y en tinieblas perdida!
La religión severa calmó indómitas llamas,
de la pasión murieron aquí el Amor, la Fama.

Mas escríbeme todo para que unirse puedan
todos nuestros suspiros, mis penas a tus penas.
Ni enemigos, ni dichas, ese poder nos roba,
¿y Abelardo podrá ser menos bondadoso?
Las lágrimas son mías, no pretendo ahorrarlas,
reclama el amor llantos que en la oración sobraron.
Mis ojos no persiguen otra labor amable;
lo que pueden hacer sólo es leer y llorar.

Comparte mi dolor, admite ese consuelo;
¡ah, más que compartirlo dame toda tu pena!
Enseñó a escribir cartas el Cielo a desdichados,
a doncellas cautivas, a amantes desterrados:
inspirados de amor, respiran, hablan, viven,
constantes a su fuego, el alma enardecida;
desea vincularse la virgen sin temor,
eximir los rubores, dar todo el corazón,
avivar intercambios suaves del alma al alma,
del Polo hasta las Indias propagar su ansiedad.

Cuando el amor llegó con nombre de amistad,
sabes con qué inocencia sentí tu primer llama;
con virtudes angélicas te formó mi conciencia,
la emanación total de un bello entendimiento.
Esos ojos sonrientes, atenuando sus rayos,
brillaban con dulzura de una luz celestial.
Te contemplé inocente: tu canto el Cielo oyó;
las verdades divinas las enmendó tu voz.
De labios semejantes, ¿qué preceptos no encantan?
Bien pronto me enseñaron que no es pecado amar:
retorné a los senderos de los sentidos goces,
no quise hallar un ángel, lo que amaba era un hombre.
De los santos la dicha, vaga y remota veo;
ni les envidio el Cielo que por ti sólo pierdo.

Inducida a casarme, recuerdo que exclamaba:
¡Maldigo toda ley que el amor no ha inventado!
Liviano como el aire frente a lazos terrestres
abre alas el amor, y en un momento vuela.
Riqueza, honor aguardan a la fiel desposada;
augustos son sus actos, venerada su fama;
transformará todo eso la pasión verdadera.
¿Qué son para el amor, fama, honor y riquezas?
Y cuando profanamos del Dios celoso el fuego,
para vengarse inspira un amor sin sosiego,
y ordena equivocados lamentos a mortales
que buscan el amor y solitarios aman.
Si el dueño de este mundo sucumbiera a mis pies,
despreciaría todo, su trono y sus riquezas:
ser yo la emperatriz de César no quisiera,
sólo del hombre que amo la amante quiero ser,
y si es que existe un nombre, todavía más libre
y más enamorado, por ti lo llevaría.
¡Oh dicha afortunada! Cuando se atraen las almas,
cuando el amor es libre y la ley natural:
entonces poseer, ser poseída, no es
un vacío vehemente, un dolor en el pecho;
los pensamientos se unen al salir de los labios,
y mutuos los deseos del corazón renacen.
Esto podrá ser dicha, si es que en el mundo existe,
la dicha que una vez fue de Abelardo y mía.

¡Ah, cómo cambió todo! ¡Un nuevo horror asciende:
un amante desnudo yace atado, lo hieren!
¿Dónde estaba Eloísa y su voz y su mano,
su puñal deteniendo el horrible mandato?
¡Ah, Bárbaro, detente!, y el ultraje refrena,
si el crimen fue común, que lo sea la pena.
Muda ya de vergüenza, reprimido el furor,
dejo que hablen mis lágrimas, mis ardientes rubores.

¿Podrías olvidar aquel solemne día,
cuando al pie del altar, yacíamos las víctimas?
¿Podrías olvidar qué lágrimas cayeron
diciendo adiós al mundo con juventud ferviente?
Cuando con fríos labios besé el velo sagrado,
palidecieron lámparas, temblaron los altares.
Se asombraron los santos al oír mis promesas;
la conquista lograda vaciló en creer el Cielo,
y a los tristes altares cuando yo me acercaba,
no en la cruz, en tus ojos, mis ojos se clavaban.
Ni indulgencia ni celo pedía, sino amor;
y si pierdo tu amor habré perdido todo.
Con miradas, palabras, ven, alivia mi pena;
todo eso para darme por lo menos te queda.
En ese amado seno deja que me demore
bebiendo el delicioso veneno de tus ojos,
en tu labio anhelante, abrazada a tu pecho;
dame lo que tú puedas — y soñaré yo el resto.
¡Ah, no!, más bien instrúyeme a gozar de otras cosas,
y con otras bellezas encántame los ojos.
Muéstrame claramente la morada suntuosa;
que Abelardo se aleje de mi alma y busque a Dios.

Piensa que tu rebaño merece tu cuidado,
niños en tu oración, plantas entre tus manos.
En la primera edad del vasto mundo huyeron
buscándote en montañas e infinitos desiertos.
Elevaste altos muros; y el desierto sonrió,
abriose el Paraíso en el yermo, en las sombras.
Ningún huérfano vio los bienes de su padre
irradiar esplendores sobre nuestros altares;
ningún santo de plata de algún avaro obsequio
sobornó acá la ira de un defraudado Cielo;
simples son nuestros techos, piadosas construcciones,
vocales solamente de elogios al Creador.
Entre estos muros tristes (que atan los días solos),
de agujas coronadas, con musgos estas bóvedas
donde terribles arcos tornan días en noches
y confusas ventanas vierten luz majestuosa,
tus ojos difundían rayos conciliadores
y alegraban las horas con fulgores de gloria.
Ningún rostro divino nos trae ahora dichas,
todo es dolor turbado y lágrimas continuas.
En los otros que rezan yo busco mi fervor,
(¡Oh fraude tan piadoso de caridad, de amor!)
y ¿por qué depender de oraciones ajenas?
¡Ah, tú, que eres mi padre, mi hermano, esposo, ven!
Y deja que conmueva con numerosos nombres,
hija, hermana y esposa, congregados, tu amor.
Reclinados en rocas esos pinos oscuros
murmuran en el viento y ondulan en la altura,
los arroyos que vagan brillando entre montañas,
las grutas que hacen eco a los torrentes de agua,
jadeantes en los árboles, los moribundos vientos,
por la brisa ondulada el lago estremecido:
todas estas escenas a meditar no inspiran
ni entregan al descanso la visionaria virgen.
Entre las arboledas nocturnas y las grutas,
sonora es la aflicción, se entremezclan las tumbas,
y la Melancolía inmóvil nos prodiga
un silencio de muerte y un reposo temible;
su lúgubre presencia ensombrece estos ámbitos,
entristece las flores, oscurece los pastos,
de las altas cascadas los murmullos ahonda
e inspira un más profundo horror entre los bosques.

¡Quedaré para siempre en este claustro, siempre!
¡Qué entristecida prueba de amor y de obediencia!
Sólo podrá la muerte romper eternos lazos:
y aun permanecerá mi frío polvo aquí,
con todas sus flaquezas, sus llamas sometidas,
cuando no sea un crimen que a las tuyas se mezclen.

¡Desdichada! Me creen de Dios, en vano, esposa:
¡soy consabida esclava del amor y del hombre!
¡Cielo, asísteme! ¿Cómo nace en mí esta plegaria?
¿Nace en mí por piedad o por desesperanza?
Aquí donde la helada castidad se retira,
el amor halla altares con fuegos prohibidos.
El arrepentimiento no me aflige bastante;
lloro por el amante y no por el pecado;
considero mi culpa, su visión me enardece,
me arrepiento de goces pasados, quiero nuevos:
ora contemplo el Cielo, lloro ofensas antiguas,
ora pensando en ti, mi inocencia maldigo.
¡De tantas enseñanzas pérfidas para amantes,
la ciencia más difícil, sin duda, es olvidar!
¿Podré olvidar el crimen sin perder la razón?
¿Aborrecer la ofensa y amar al ofensor?
¿Del pecado arrancar el adorado objeto?
¿Podré yo distinguir nuestro amor de la pena?
¡Tarea irrealizable, abjurar su pasión
para alguien que ha perdido como yo el corazón!
Antes que llegue mi alma a un apacible estado
¡cuántas veces tendrá que amar y detestar!
La desesperación, el pesar, la esperanza,
el desdén logran todo, todo salvo olvidar.
Si el Cielo se apodera del alma le da llamas,
no la toca, la rapta; la inspira, no la apaga.
¡Oh, enséñame a vencer a la naturaleza,
renunciar a mi amor, a mi vida — a la nuestra!
Llena mi corazón con la imagen de Dios;
puede rivalizar y sucederte Él sólo.

¡Feliz es el destino de la Vestal sin culpas!
Por el mundo olvidada, se olvidará del mundo:
eterna luz del sol, inmaculada mente,
aceptadas plegarias, resignados deseos;
labores y descansos puntualmente cumplidos;
“obediencia del sueño, que llora o que despierta”
deseos sosegados, siempre iguales afectos,
lágrimas que deleitan y que inspiran el Cielo.
La gracia la circunda, la iluminan sus rayos,
le dan sueños dorados ángeles en voz baja,
la rosa del Edén que eternamente brilla
y alas de serafines con perfumes divinos;
por ella blancas vírgenes epitalamios cantan;
oyendo celestiales arpas ella se muere;
con visiones de eterno día se desvanece.

El alma errante emplea otros sueños distintos,
otros arrobamientos de una profana dicha:
al fin de cada día triste y atormentado
devuelve la venganza ilusiones robadas;
entonces la conciencia dormida ya está libre,
y mi alma sin sus lazos se entrega toda a ti.
¡Maldecidos horrores de la noche consiente!
¡Con qué esplendor exalta el pecado deleites!
Demonios tentadores suprimen restricciones
y reavivan en mi alma las fuentes del amor.
Yo te escucho y te veo, estudio tus encantos
y enlazo tu fantasma con mis ávidos brazos.
Despierto — y ya no te oigo, no te contemplo ya,
me esquiva tu fantasma, como tú, sin bondad.
Clamo en voz alta el nombre: no escucha lo que digo
si le tiendo mis brazos vacíos se desliza.
Para soñar de nuevo cierro mis ojos dóciles;
¡surgid, amados fraudes, vosotras, ilusiones!
¡Ah!, no, ya me parece que vagando seguimos
llorando nuestras penas, entre páramos tristes,
donde hay pálidas hiedras y una ruinosa torre,
y ahondando el abismo oscurecidas tocas.
Te elevas de repente; me llamas desde el Cielo;
las nubes se interponen, braman olas y vientos,
me estremezco gritando, la misma pena encuentro;
me despierta el dolor que había abandonado.

Severamente buenas, por ti ordenan las Parcas
del placer y la pena la fresca interrupción;
larga muerte tu vida, calmo y fijo reposo;
ni la sangre se aviva ni el pulso se enardece:
tranquila como el mar antes que hubiera viento,
o espíritus que ordenan al agua movimientos,
dulce como los sueños de un perdonado santo,
de un Cielo prometido, como el destello suave.

¡Ah, ven aquí, Abelardo, no tienes que temer!
La antorcha de Afrodita no arde para los muertos.
¡Refrenado el deseo seremos condenados;
permanecerás frío—, aunque Eloísa te ame!
Llamas sin esperanza, eternas como aquellas
que iluminan los muertos y las urnas estériles.
¡Ah, qué imágenes surgen donde clavo mi vista!
Mis amadas ideas sin cesar me persiguen,
se elevan entre árboles, frente al altar se elevan,
oscureciendo mi alma ante mis ojos juegan;
gasto la luz del alba, suspiro por tu amor,
tu imagen se intercala entre mi Dios y yo,
parecería que oigo tu voz en cada cántico,
las cuentas del rosario van marcando mis lágrimas.
Cuando fragantes nubes del incensario vuelan
y el sonido del órgano profundo mi alma eleva,
de ti un solo recuerdo elimina la pompa;
confunde los altares, cirios y sacerdotes;
mi alma se hunde y se ahoga entre mares de llamas,
mientras tiemblan los ángeles, y los altares arden.

Mientras estoy postrada, con una pena humilde,
la virtud de las lágrimas en mis ojos se aflige.
Mientras que imploro, trémula, rodando sobre el polvo
 una incipiente gracia se abre en mi corazón.
Ven aquí si te atreves, con todos tus encantos,
y oponiéndote al Cielo dispútale mi alma;
con tus alucinantes ojos mírame, ¡ven!
Borra cada brillante idea de los Cielos,
toma todas mis lágrimas, mi gracia y mi tristeza;
toma los infructuosos castigos y oraciones;
mientras asciendo, ráptame de las santas mansiones,
asiste a los demonios y arráncame de Dios.

¡No!, huye de mi lado — a distancias polares;
eleva entre nosotros océanos, los Alpes.
¡Ah!, no vengas, no escribas y no pienses en mí,
no compartas ni un ansia que por ti yo he sentido,
renuncio a tus promesas, tu memoria abandono;
renuncia a mí, olvídame, otórgame tu odio.
¡Semblante seductor (que aún miro), bellos ojos,
pródigo amor, dilectos pensamientos, adiós!
¡Oh Virtud celestial, oh Gracia tan serena,
maravilloso olvido de las tristes tareas,
hija del firmamento, luminosa Esperanza,
resplandeciente Fe, temprana eternidad!
Entrad, amables huéspedes, todos los apacibles,
envolvedme en eterno descanso: recibidme.

Contemplad en la celda a Eloísa extendida,
inclinada en penumbras de la muerte vecina.
En el viento más tenue un espíritu clama,
voces que no son ecos entre los muros hablan.
Aquí, mientras vigilo lámparas moribundas
de vecinos sepulcros, oigo oscuros murmullos,
“¡Hermana, ven, hermana, (parece que dijeran)
este lugar es tuyo, hermana triste, ven!
Temblé, lloré y recé una vez como tú,
víctima del amor aunque ahora soy pura.
Mas todo es calma en este sueño eterno;
aquí el Amor, la Pena, olvidan sus lamentos,
aun la Superstición pierde todo temor,
pues absuelve estos males no el hombre sino Dios.”

¡Ah! ya voy, preparad las rosadas glorietas,
las celestiales palmas, las flores sempiternas,
donde haya pecadores que encuentren su descanso,
donde las refinadas llamas arden seráficas.
Y tú, Abelardo, al último oficio triste asiste,
suaviza mi trayecto a los reinos del día;
mira mis labios trémulos, mis ojos que se inquietan,
besa mi último soplo, toma mi alma que vuela.
¡Ah!, no — con las sagradas vestiduras aguarda,
con el cirio piadoso en tu mano temblando,
presenta al crucifijo mi levantada vista,
enséñame y aprende de mí misma a morir.
Y contempla a Eloísa — ¡la que un día fue amada!
Entonces no será ya un crimen contemplarla.
¡Ved!, dejan mis mejillas las transitorias rosas,
y el último destello languidece en mis ojos,
hasta que no queden ni pulso ni suspiro
y no seas amado, mi Abelardo, por mí.
Muerte grande, elocuente, solamente nos pruebas,
si amamos a los hombres, que es polvo el amor nuestro.

Después, cuando el destino tu semblante destruya
(la causa de mis dichas y de todas mis culpas),
en extático trance que se extingan tus ansias,
nubes brillantes bajen, los ángeles te guarden,
que el brillo de la gloria baje del Cielo abierto,
como yo enamorados, que los santos te besen.

Que ampare nuestros nombres una tumba afectuosa,
a tu fama inmortal agregando mi amor.
Dentro de muchos siglos, pasadas ya mis penas,
cuando mi corazón belicoso esté quieto,
si dos enamorados vagando trae la suerte
a estas fuentes y muros blancos del Paracleto,
unirán sus cabezas sobre el pálido mármol,
bebiendo uno del otro las abrasadas lágrimas,
con temor compasivo, presiento que dirán,
“No tengamos que amarnos como éstos han amado”.

En medio de los salmos del numeroso coro,
del sacrificio horrible que engrandece la pompa,
en las desnudas piedras, si unos ojos amantes
se posan donde nuestras frías reliquias yacen,
del Cielo robará con devoción momentos
una lágrima humana, que será perdonada.
Y si el destino quiere que un poeta futuro
en su suerte y la nuestra halle similitudes,
condenado por años a deplorar la ausencia,
a imaginar encantos que ya no habrá de ver —
si existen otros seres que tanto tiempo aman —
 deja que nuestra tierna y triste historia cante;
dirá mejor mi pena el que mejor la sienta,
y calmarán sus cantos mi pensativo espectro.

Traducción de SILVINA OCAMPO. Revista Sur, febrero de 1945, año XIV.


ELOISA TO ABELARD

In these deep solitudes and awful cells,
Where heav'nly-pensive contemplation dwells,
And ever-musing melancholy reigns;
What means this tumult in a vestal's veins?
Why rove my thoughts beyond this last retreat?
Why feels my heart its long-forgotten heat?
Yet, yet I love!—From Abelard it came,
And Eloisa yet must kiss the name.

Dear fatal name! rest ever unreveal'd,
Nor pass these lips in holy silence seal'd.
Hide it, my heart, within that close disguise,
Where mix'd with God's, his lov'd idea lies:
O write it not, my hand—the name appears
Already written—wash it out, my tears!
In vain lost Eloisa weeps and prays,
Her heart still dictates, and her hand obeys.

Relentless walls! whose darksome round contains
Repentant sighs, and voluntary pains:
Ye rugged rocks! which holy knees have worn;
Ye grots and caverns shagg'd with horrid thorn!
Shrines! where their vigils pale-ey'd virgins keep,
And pitying saints, whose statues learn to weep!
Though cold like you, unmov'd, and silent grown,
I have not yet forgot myself to stone.
All is not Heav'n's while Abelard has part,
Still rebel nature holds out half my heart;
Nor pray'rs nor fasts its stubborn pulse restrain,
Nor tears, for ages, taught to flow in vain.

Soon as thy letters trembling I unclose,
That well-known name awakens all my woes.
Oh name for ever sad! for ever dear!
Still breath'd in sighs, still usher'd with a tear.
I tremble too, where'er my own I find,
Some dire misfortune follows close behind.
Line after line my gushing eyes o'erflow,
Led through a sad variety of woe:
Now warm in love, now with'ring in thy bloom,
Lost in a convent's solitary gloom!
There stern religion quench'd th' unwilling flame,
There died the best of passions, love and fame.

Yet write, oh write me all, that I may join
Griefs to thy griefs, and echo sighs to thine.
Nor foes nor fortune take this pow'r away;
And is my Abelard less kind than they?
Tears still are mine, and those I need not spare,
Love but demands what else were shed in pray'r;
No happier task these faded eyes pursue;
To read and weep is all they now can do.

Then share thy pain, allow that sad relief;
Ah, more than share it! give me all thy grief.
Heav'n first taught letters for some wretch's aid,
Some banish'd lover, or some captive maid;
They live, they speak, they breathe what love inspires,
Warm from the soul, and faithful to its fires,
The virgin's wish without her fears impart,
Excuse the blush, and pour out all the heart,
Speed the soft intercourse from soul to soul,
And waft a sigh from Indus to the Pole.

Thou know'st how guiltless first I met thy flame,
When Love approach'd me under Friendship's name;
My fancy form'd thee of angelic kind,
Some emanation of th' all-beauteous Mind.
Those smiling eyes, attemp'ring ev'ry day,
Shone sweetly lambent with celestial day.
Guiltless I gaz'd; heav'n listen'd while you sung;
And truths divine came mended from that tongue.
From lips like those what precept fail'd to move?
Too soon they taught me 'twas no sin to love.
Back through the paths of pleasing sense I ran,
Nor wish'd an Angel whom I lov'd a Man.
Dim and remote the joys of saints I see;
Nor envy them, that heav'n I lose for thee.

How oft, when press'd to marriage, have I said,
Curse on all laws but those which love has made!
Love, free as air, at sight of human ties,
Spreads his light wings, and in a moment flies,
Let wealth, let honour, wait the wedded dame,
August her deed, and sacred be her fame;
Before true passion all those views remove,
Fame, wealth, and honour! what are you to Love?
The jealous God, when we profane his fires,
Those restless passions in revenge inspires;
And bids them make mistaken mortals groan,
Who seek in love for aught but love alone.
Should at my feet the world's great master fall,
Himself, his throne, his world, I'd scorn 'em all:
Not Caesar's empress would I deign to prove;
No, make me mistress to the man I love;
If there be yet another name more free,
More fond than mistress, make me that to thee!
Oh happy state! when souls each other draw,
When love is liberty, and nature, law:
All then is full, possessing, and possess'd,
No craving void left aching in the breast:
Ev'n thought meets thought, ere from the lips it part,
And each warm wish springs mutual from the heart.
This sure is bliss (if bliss on earth there be)
And once the lot of Abelard and me.

Alas, how chang'd! what sudden horrors rise!
A naked lover bound and bleeding lies!
Where, where was Eloise? her voice, her hand,
Her poniard, had oppos'd the dire command.
Barbarian, stay! that bloody stroke restrain;
The crime was common, common be the pain.
I can no more; by shame, by rage suppress'd,
Let tears, and burning blushes speak the rest.

Canst thou forget that sad, that solemn day,
When victims at yon altar's foot we lay?
Canst thou forget what tears that moment fell,
When, warm in youth, I bade the world farewell?
As with cold lips I kiss'd the sacred veil,
The shrines all trembl'd, and the lamps grew pale:
Heav'n scarce believ'd the conquest it survey'd,
And saints with wonder heard the vows I made.
Yet then, to those dread altars as I drew,
Not on the Cross my eyes were fix'd, but you:
Not grace, or zeal, love only was my call,
And if I lose thy love, I lose my all.
Come! with thy looks, thy words, relieve my woe;
Those still at least are left thee to bestow.
Still on that breast enamour'd let me lie,
Still drink delicious poison from thy eye,
Pant on thy lip, and to thy heart be press'd;
Give all thou canst—and let me dream the rest.
Ah no! instruct me other joys to prize,
With other beauties charm my partial eyes,
Full in my view set all the bright abode,
And make my soul quit Abelard for God.

Ah, think at least thy flock deserves thy care,
Plants of thy hand, and children of thy pray'r.
From the false world in early youth they fled,
By thee to mountains, wilds, and deserts led.
You rais'd these hallow'd walls; the desert smil'd,
And Paradise was open'd in the wild.
No weeping orphan saw his father's stores
Our shrines irradiate, or emblaze the floors;
No silver saints, by dying misers giv'n,
Here brib'd the rage of ill-requited heav'n:
But such plain roofs as piety could raise,
And only vocal with the Maker's praise.
In these lone walls (their days eternal bound)
These moss-grown domes with spiry turrets crown'd,
Where awful arches make a noonday night,
And the dim windows shed a solemn light;
Thy eyes diffus'd a reconciling ray,
And gleams of glory brighten'd all the day.
But now no face divine contentment wears,
'Tis all blank sadness, or continual tears.
See how the force of others' pray'rs I try,
(O pious fraud of am'rous charity!)
But why should I on others' pray'rs depend?
Come thou, my father, brother, husband, friend!
Ah let thy handmaid, sister, daughter move,
And all those tender names in one, thy love!
The darksome pines that o'er yon rocks reclin'd
Wave high, and murmur to the hollow wind,
The wand'ring streams that shine between the hills,
The grots that echo to the tinkling rills,
The dying gales that pant upon the trees,
The lakes that quiver to the curling breeze;
No more these scenes my meditation aid,
Or lull to rest the visionary maid.
But o'er the twilight groves and dusky caves,
Long-sounding aisles, and intermingled graves,
Black Melancholy sits, and round her throws
A death-like silence, and a dread repose:
Her gloomy presence saddens all the scene,
Shades ev'ry flow'r, and darkens ev'ry green,
Deepens the murmur of the falling floods,
And breathes a browner horror on the woods.

Yet here for ever, ever must I stay;
Sad proof how well a lover can obey!
Death, only death, can break the lasting chain;
And here, ev'n then, shall my cold dust remain,
Here all its frailties, all its flames resign,
And wait till 'tis no sin to mix with thine.

Ah wretch! believ'd the spouse of God in vain,
Confess'd within the slave of love and man.
Assist me, Heav'n! but whence arose that pray'r?
Sprung it from piety, or from despair?
Ev'n here, where frozen chastity retires,
Love finds an altar for forbidden fires.
I ought to grieve, but cannot what I ought;
I mourn the lover, not lament the fault;
I view my crime, but kindle at the view,
Repent old pleasures, and solicit new;
Now turn'd to Heav'n, I weep my past offence,
Now think of thee, and curse my innocence.
Of all affliction taught a lover yet,
'Tis sure the hardest science to forget!
How shall I lose the sin, yet keep the sense,
And love th' offender, yet detest th' offence?
How the dear object from the crime remove,
Or how distinguish penitence from love?
Unequal task! a passion to resign,
For hearts so touch'd, so pierc'd, so lost as mine.
Ere such a soul regains its peaceful state,
How often must it love, how often hate!
How often hope, despair, resent, regret,
Conceal, disdain—do all things but forget.
But let Heav'n seize it, all at once 'tis fir'd;
Not touch'd, but rapt; not waken'd, but inspir'd!
Oh come! oh teach me nature to subdue,
Renounce my love, my life, myself—and you.
Fill my fond heart with God alone, for he
Alone can rival, can succeed to thee.

How happy is the blameless vestal's lot!
The world forgetting, by the world forgot.
Eternal sunshine of the spotless mind!
Each pray'r accepted, and each wish resign'd;
Labour and rest, that equal periods keep;
"Obedient slumbers that can wake and weep;"
Desires compos'd, affections ever ev'n,
Tears that delight, and sighs that waft to Heav'n.
Grace shines around her with serenest beams,
And whisp'ring angels prompt her golden dreams.
For her th' unfading rose of Eden blooms,
And wings of seraphs shed divine perfumes,
For her the Spouse prepares the bridal ring,
For her white virgins hymeneals sing,
To sounds of heav'nly harps she dies away,
And melts in visions of eternal day.

Far other dreams my erring soul employ,
Far other raptures, of unholy joy:
When at the close of each sad, sorrowing day,
Fancy restores what vengeance snatch'd away,
Then conscience sleeps, and leaving nature free,
All my loose soul unbounded springs to thee.
Oh curs'd, dear horrors of all-conscious night!
How glowing guilt exalts the keen delight!
Provoking Daemons all restraint remove,
And stir within me every source of love.
I hear thee, view thee, gaze o'er all thy charms,
And round thy phantom glue my clasping arms.
I wake—no more I hear, no more I view,
The phantom flies me, as unkind as you.
I call aloud; it hears not what I say;
I stretch my empty arms; it glides away.
To dream once more I close my willing eyes;
Ye soft illusions, dear deceits, arise!
Alas, no more—methinks we wand'ring go
Through dreary wastes, and weep each other's woe,
Where round some mould'ring tower pale ivy creeps,
And low-brow'd rocks hang nodding o'er the deeps.
Sudden you mount, you beckon from the skies;
Clouds interpose, waves roar, and winds arise.
I shriek, start up, the same sad prospect find,
And wake to all the griefs I left behind.

For thee the fates, severely kind, ordain
A cool suspense from pleasure and from pain;
Thy life a long, dead calm of fix'd repose;
No pulse that riots, and no blood that glows.
Still as the sea, ere winds were taught to blow,
Or moving spirit bade the waters flow;
Soft as the slumbers of a saint forgiv'n,
And mild as opening gleams of promis'd heav'n.

Come, Abelard! for what hast thou to dread?
The torch of Venus burns not for the dead.
Nature stands check'd; Religion disapproves;
Ev'n thou art cold—yet Eloisa loves.
Ah hopeless, lasting flames! like those that burn
To light the dead, and warm th' unfruitful urn.

What scenes appear where'er I turn my view?
The dear ideas, where I fly, pursue,
Rise in the grove, before the altar rise,
Stain all my soul, and wanton in my eyes.
I waste the matin lamp in sighs for thee,
Thy image steals between my God and me,
Thy voice I seem in ev'ry hymn to hear,
With ev'ry bead I drop too soft a tear.
When from the censer clouds of fragrance roll,
And swelling organs lift the rising soul,
One thought of thee puts all the pomp to flight,
Priests, tapers, temples, swim before my sight:
In seas of flame my plunging soul is drown'd,
While altars blaze, and angels tremble round.

While prostrate here in humble grief I lie,
Kind, virtuous drops just gath'ring in my eye,
While praying, trembling, in the dust I roll,
And dawning grace is op'ning on my soul:
Come, if thou dar'st, all charming as thou art!
Oppose thyself to Heav'n; dispute my heart;
Come, with one glance of those deluding eyes
Blot out each bright idea of the skies;
Take back that grace, those sorrows, and those tears;
Take back my fruitless penitence and pray'rs;
Snatch me, just mounting, from the blest abode;
Assist the fiends, and tear me from my God!

No, fly me, fly me, far as pole from pole;
Rise Alps between us! and whole oceans roll!
Ah, come not, write not, think not once of me,
Nor share one pang of all I felt for thee.
Thy oaths I quit, thy memory resign;
Forget, renounce me, hate whate'er was mine.
Fair eyes, and tempting looks (which yet I view!)
Long lov'd, ador'd ideas, all adieu!
Oh Grace serene! oh virtue heav'nly fair!
Divine oblivion of low-thoughted care!
Fresh blooming hope, gay daughter of the sky!
And faith, our early immortality!
Enter, each mild, each amicable guest;
Receive, and wrap me in eternal rest!

See in her cell sad Eloisa spread,
Propp'd on some tomb, a neighbour of the dead.
In each low wind methinks a spirit calls,
And more than echoes talk along the walls.
Here, as I watch'd the dying lamps around,
From yonder shrine I heard a hollow sound.
"Come, sister, come!" (it said, or seem'd to say)
"Thy place is here, sad sister, come away!
Once like thyself, I trembled, wept, and pray'd,
Love's victim then, though now a sainted maid:
But all is calm in this eternal sleep;
Here grief forgets to groan, and love to weep,
Ev'n superstition loses ev'ry fear:
For God, not man, absolves our frailties here."

I come, I come! prepare your roseate bow'rs,
Celestial palms, and ever-blooming flow'rs.
Thither, where sinners may have rest, I go,
Where flames refin'd in breasts seraphic glow:
Thou, Abelard! the last sad office pay,
And smooth my passage to the realms of day;
See my lips tremble, and my eye-balls roll,
Suck my last breath, and catch my flying soul!
Ah no—in sacred vestments may'st thou stand,
The hallow'd taper trembling in thy hand,
Present the cross before my lifted eye,
Teach me at once, and learn of me to die.
Ah then, thy once-lov'd Eloisa see!
It will be then no crime to gaze on me.
See from my cheek the transient roses fly!
See the last sparkle languish in my eye!
Till ev'ry motion, pulse, and breath be o'er;
And ev'n my Abelard be lov'd no more.
O Death all-eloquent! you only prove
What dust we dote on, when 'tis man we love.

Then too, when fate shall thy fair frame destroy,
(That cause of all my guilt, and all my joy)
In trance ecstatic may thy pangs be drown'd,
Bright clouds descend, and angels watch thee round,
From op'ning skies may streaming glories shine,
And saints embrace thee with a love like mine.

May one kind grave unite each hapless name,
And graft my love immortal on thy fame!
Then, ages hence, when all my woes are o'er,
When this rebellious heart shall beat no more;
If ever chance two wand'ring lovers brings
To Paraclete's white walls and silver springs,
O'er the pale marble shall they join their heads,
And drink the falling tears each other sheds;
Then sadly say, with mutual pity mov'd,
"Oh may we never love as these have lov'd!"

From the full choir when loud Hosannas rise,
And swell the pomp of dreadful sacrifice,
Amid that scene if some relenting eye
Glance on the stone where our cold relics lie,
Devotion's self shall steal a thought from Heav'n,
One human tear shall drop and be forgiv'n.
And sure, if fate some future bard shall join
In sad similitude of griefs to mine,
Condemn'd whole years in absence to deplore,
And image charms he must behold no more;
Such if there be, who loves so long, so well;
Let him our sad, our tender story tell;
The well-sung woes will soothe my pensive ghost;

He best can paint 'em, who shall feel 'em most.


Diego Mexía de Fernangil: Prefacio a las Heroidas y Vida de Ovidio

$
0
0
ADVERTENCIA DEL TRADUCTOR

Navegando el año pasado de noventa y seis desde las riquísimas provincias del Perú a los reinos de la Nueva España (más por curiosidad de verlos que por el interés que por mis empleos pretendía), mi navío padeció tan grave tormenta en el golfo llamado comúnmente del Papagayo, que a mí y a mis compañeros nos fue representada la verdadera hora de la muerte; pues demás de se nos rendir todos los árboles (víspera del gran Patrón de las Españas a las doce horas de la noche) con espantoso ruido, sin que vela ni astilla de árbol quedase en el navío, con muerte arrebatada de un hombre, el combatido bajel daba tan temerarios balances, con más de dos mil quintales de azogue que (por carga infernal) llevaba, y sin mucho vino y plata, y otras mercaderías de que estaba suficientemente cargado, que cada momento nos hallábamos hundidos en las soberbias ondas. Pero Dios (que es piadoso padre), milagrosamente y fuera de toda esperanza humana (habiéndonos desahuciado el piloto), con las bombas en las manos y dos bandolas, nos arrojó, día de la Transfiguración, en Acajú, puerto de Sonsonate. Aquí desembarqué la persona y plata, y no queriendo tentar a Dios en desaparejado navío, determiné ir por tierra a la gran ciudad de Méjico, cabeza (y con razón) de la Nueva España. Fueme dificultosísimo el camino, por ser de trescientas leguas: las aguas eran grandes por ser tiempo de invierno; el camino áspero, los lodos y pantanos muchos; los ríos peligrosos, y los pueblos mal proveídos por el cocoliste y pestilencia general que en los Indios había. Demás de esto y del fastidio y molimiento que el prolijo caminar trae consigo, me martirizó una continua melancolía por la infelicísima nueva de Cádiz y quema de la flota mejicana, de que fui sabedor en el principio de este mi largo viaje. Estas razones y caminar a paso' fastidioso de recua (que no es la menor en semejantes calamidades), me obligaron (por engañar a mis propios trabajos) a leer algunos ratos en un libro de las Epístolas del verdaderamente poeta Ovidio Nasón, el cual para matalotaje de espíritu (por no hallar otro libro) compré a un estudiante en Sonsonate. De leerlo vino el aficionarme a él; la afición me obligó á repasarlo, y lo uno y lo otro, y la ociosidad, me dieron ánimo a traducir con mi tosco y totalmente rústico estilo y lenguaje algunas epístolas de las que más me deleitaron. Tanto duró el camino, y tanta fue mi constancia, que cuando llegué a la gran ciudad de Méjico Tenustlitlan hallé traducidas, en tres meses, de veintiuna epístolas las catorce. Y aunque entiendo muy bien que se me podrá responder aquí lo que el excelente Apeles al otro pintor, que en este espacio de tiempo se podrían traducir (según están de mal traducidas y peor entendidas) otras tres tantas epístolas que estas; como yo no pretendo la fama (no digo de poeta, que este es nombre célebre y grandioso, sino de metrificador) que el otro pretendía de pintor, no reparo en ello, ni entonces reparé. Antes considerando que mi estada en la Nueva España (respecto de la grande falta de ropa y mercaderías que en ella había) se dilataba por un año, me pareció que no era justo desistir de esta empresa, y más animado de los pareceres de algunos hombres doctos: y así mediante la perseverancia, le di el fin que pretendía. Quise traducirlas en tercetos, por parecerme que corresponden estas rimas con el verso elegiaco latino: limelas lo mejor que a mi pobre talento fue concedido, adornándolas con argumentos en prosa, y moralidades que para inteligencia y utilidad del lector me parecieron convenir: pues es cierto que la poesía que deleita sin aprovechar con su doctrina, no consigue su fin, como lo afirma Horacio en su Arte, y mejor que él Aristóteles en su Poética. Seguí en la explicación de los conceptos más dificultosos a sus comentadores Hubertino y Asensio, y a Juan Baptista Egnacio, Veneciano; y en algunas cosas imité a Remigio Florentino, que en verso suelto las tradujo en su lengua toscana con la elegancia y estudio que todos los milagrosos ingenios de Italia han siempre escrito. Demás de lo bueno que en estos autores he hallado, añadí conceptos y sentencias mías (si tal nombre merecen), así para más declaración de las de Ovidio, como para rematar con dulzura algunos tercetos. Finalmente, he puesto la diligencia posible porque esta admirable obra saliese con el mejor atavío y ornato que a mi entendimiento fuese posible. Y aunque he usurpado algunas licencias, de suerte que puedo ser mejor llamado imitador que traductor, siempre he procurado arrimarme a la frasis latina en cuanto en la nuestra es permitido. También he visto después acá en otras impresiones unos dísticos antepuestos y pospuestos a aquella por quien yo hice esta traducción, y algunos menos y algunos más: y así el curioso que quisiere conferir los tercetos por los dísticos, si hallare alguna variación, entienda que en los diferentes ejemplares está la falta, fuera de que cada vez que las repaso hallo más que enmendar; lo cual si hiciese sería proceder en infinito: porque, como afirma el filosofo, a lo hecho es fácil de añadir; y el mismo Ovidio en el primer libro de Ponto, dice de sí mismo estos versos:

Cum relego scripsisse pudet, quid plurima cerno
Me quoque; qui feci iudice digna lini
Nec tamen emendo, labor hic quam scribere maior
Mensque pati durum sustinent aegra nihil.

Después de haber puesto fin a esta traducción, no faltó quien dijo que no había traducido la invectiva intitulada In Ibin, que del mismo Ovidio anda impresa con estas sus Heroidas o Heroicas Epístolas, por la gran dificultad que tenía; y así por los desengañar como para servir a los curiosos, la traducí con la curiosidad y mayor inteligencia que me fue concedida, poniéndole al margen las historias, sin las cuales tuviera alguna dificultad, por ser muchas y algunas muy peregrinas.

He querido con alguna prolijidad escribir la ocasión que tuve en estas mis traducciones, porque se entienda que fue más entretenimiento de tiempo y recreación de espíritu que presunción de ingenio, pues sólo sé que sé que no tengo por qué tenerla. El ingenio y talento que Dios fue servido de darme (si es alguno) es bien poco, y ese, ocupado y distraído en negocios de familia y en buscar los alimentos necesarios a la vida; la inquietud del espíritu es tan grande como la del cuerpo, pues ha veinte años que navego mares y camino tierras por diferentes climas, alturas y temperamentos, barbarizando entre bárbaros, de suerte que me admiro cómo la lengua materna no se me ha olvidado, pues muchas veces me acontece lo que a Ovidio estando desterrado entre los rústicos del Ponto, lo cual significa él en el quinto libro de Triste, en la décima séptima, cuando dice que queriendo hablar romano habla sarmático, cuyos versos son estos:

Ipse ego Romanus vates, ignoscite Musae
Sarmatico cogor plurima more loqui
Et pudet, et fateor: iam desuetudine longa
Vix subeunt ipsi verba latina mihi.

La comunicación con hombres doctos (aunque en estas partes hay muchos) es tan poca, cuan poco es el tiempo que donde ellos están habito; demás que en estas partes se platica poco de esta materia, digo de la verdadera poesía y artificioso metrificar, que de hacer coplas a bulto, antes no hay quien no lo profese, porque los sabios que de esto podrían tratar sólo tratan de interés y ganancia, que es a lo que acá los trajo su voluntad; y es de tal modo, que el que más docto viene se vuelve más perulero, como Ovidio a este propósito lo afirma de los que iban a los Cetas en el cuarto de Ponto, escribiendo a Severo:

Si quis in hac ipsum terra posuisset Homerum
Esset crede mihi, factus et ille Getes.

Pues para leer y meditar, ¿cómo habrá tiempo si para descansar no se alcanza? ¡Oh, dichosos (y otra vez dichosos) los que gozan de la quietud en España, pues con tanta facilidad y con tantas ayudas de costa pueden ocuparse en ejercicios virtuosos y darse á los estudios de las letras! y ¡oh mil veces dignos de ser alabados los que a cualquier género de virtud se aplican en las Indias, pues demás de no haber premio para ella, rompen por tantos montes de dificultad para conseguirla. Y así, los que leyeren estas epístolas e invectiva no se admiren de sus imperfecciones y faltas, sino de que no lleven muchas más, si ya no es que todos mis versos son un continuado defecto; y si se hallare alguna cosa acertadamente dicha, agradézcase a la fuente de donde todo lo bueno procede, que es Dios, y su parte a Ovidio, el cual se esmeró en estas sus epístolas tanto, que en ellas se excedió a sí. Y todo el resto que no fuere tan puro, tan medido y con tanto espíritu (como ellos quisieran), asiéntenlo a mi cuenta o perdónenmelo, pues no me queda caudal para enmendarlo ni pagarlo. Y si las publico sólo es para animar a los buenos ingenios, de que tanto florece nuestro siglo, que doliéndose de ver al excelente poeta Ovidio en tan humilde engaste, lo guarnezcan y pongan en el oro acrisolado de sus entendimientos, traduciéndolo con la perfección que le es debida.


Y porque sería temeridad querer yo con mi rustiquez celebrar al príncipe de la poesía, Ovidio, siendo él por sí tan celebrado y admirado de todos los que han sabido después de él en el mundo, sólo diré que, aunque a Virgilio se le concede en la majestad el lauro, nuestro poeta, en imitación, invención, copia, facilidad y conceptos, con muchas ventajas la hace a todos los poetas latinos. Y pues hemos propuesto al lector el sumo deleite que esta obra en sí contiene, será bien que descubramos el fruto y doctrina que con ella se puede granjear. Quiso, pues, dibujar (y artificiosamente dibujó) Ovidio en estas sus Epístolas la fuerza del amor casto y el desenfrenamiento del deshonesto, indigno de nombre de amor, sino de apetito furioso; en unas pinta con soberano pincel la fuerza y firmeza del amor matrimonial, como en Penélope y Laodamia; en otras manifiesta los ardentísimos ímpetus de la deshonestidad, como en Fedra y en Safo, para que imitando y amando la castidad y continencia de las unas, huyamos y detestemos la abominación y liviandad de las otras; por lo cual esta obra muy justamente tiene parte en la moral filosofía que los Griegos llaman Ética, pues las virtudes y los vicios con tan eficaces ejemplos nos enseña. Y aunque Ovidio en ninguna de sus obras expresó tanto los afectos y ternezas del amor como en estas cartas, ninguna obra amatoria compuso tan honesta y digna de ser leída; y con estar en esto tan moderado, he quitado todo lo que en algún modo podía ofender a las piadosas y castas orejas, dejando de traducir algunos dísticos no tan honestos como es razón que anden en lengua vulgar, y así irán en el margen apuntados para que el censor entienda se dejaron de industria; por lo cual no tienen de qué escandalizarse los escrupulosos si vieren aquí una Fedra incestuosa de deseo, una Ero no muy honesta, una Elena adúltera y una Safo en todo extremo liviana, pues en ellas, si con atención las considera el lector, hallará que por sus mismas razones se condenan y muestran deberse huir su imitación, y por este fin las compuso Ovidio. Y esta es la misma intención de la Sagrada Escritura cuando nos propone los horrendos y nefarios pecados de Sodoma, el abominable incesto de Absalón, la desvergüenza de Can y otros delitos semejantes: esto es para que los huyamos y escarmentemos en cabeza ajena. Con este santo propósito pueden entrar todos a coger las flores de este ameno jardín, que demás de las historias y dulzuras que tiene, encierra más de doscientas sentencias dignas de escribirse en la memoria. Confieso que no habré entendido muchos lugares según su verdadero sentido, y de los que alcancé no irán algunos significativamente explicados, y en los explicados faltará la elegancia del metro; y así dejo abierto el campo para que quien más supiere y más espacio tuviere tome la pluma y supla con ella mi ignorancia.


VIDA DE OVIDIO

Publio Ovidio Nasón fue de noble sangre, y caballero romano, natural de la ciudad famosa de Sulmo, y que hoy lo es en Italia. Nasón, su padre, fue muy rico, y él asimismo gozó de próspero patrimonio, según él lo afirma en el libro de Ponto; tuvo un hermano mayor un año, y lo que es de notar que nacieron en un día, a los 14 de marzo, siendo cónsules en Roma Hircio y Pansa, los cuales murieron en la guerra Antoniana; y como los dos hermanos estudiasen en Roma, resplandeció Ovidio en retórica y poesía sobre todos los de su edad; pero juzgando el padre ser este estudio de tan poco fruto y utilidad (como lo es en nuestros tiempos), persuadiole, y aun le forzó a que estudiase leyes; estudiolas, y mediante su divino ingenio alcanzó en ellas amplíficos honores. Mas como tuviese por pesadísima carga la toga, y los estrados y audiencias lo enfadasen, dándoles de mano, se volvió al estudio de las suaves Musas. Reverenció á los poetas sus antecesores, y trató benévolamente con sus compañeros. Fue tan suave y apacible en cuanto escribió, que según veremos en su invectiva jamás hizo sátira, ni ofendió a persona con sus versos: virtud tan admirable y tan digna de imitación de los cristianos poetas, que cuando en este ilustre varón no se hallara otra, merecía ser muy estimado. Fue de virtuosas costumbres, bebía poco vino y muy aguado, y con sumo estudio y pureza de ánimo huyó el pecado abominable, por cuya razón leo sus obras con aficionados ojos, pues no entiendo que otro poeta en aquellos tiempos se pudiese alabar de esta excelente virtud. Tres veces fue casado: repudió las dos mujeres, y con la tercera vivió amantísimamente por las virtudes que él canta de ella en los libros de su destierro; demás de algunos hijos, tuvo dos hijas, y según algunos autores una sola, de la cual fue hecho abuelo. Sucedió, pues, que ofendiendo gravemente al emperador Augusto César (sin quererlo Ovidio ofender) fue desterrado á unas islas del Ponto Euxino, siendo de cincuenta años: las causas diremos en el argumento del In Ibin. Escribió antes de su destierro las epístolas que llamó Heroídas, que son las traducidas. Derivó la etimología de este nombre (según el glorioso San Agustín en el décimo de La Ciudad de Dios) de un hijo de la diosa Juno, la cual, en lengua griega, es dicha Hera, que es lo mismo que aeria o celeste en latín, y de aquí su hijo fue llamado Hero; y como la ciega gentilidad tuviese a Juno o Hera por suprema diosa del cielo, seguíase que estimasen a su hijo Hero por el más célebre y famoso de la tierra. De aquí a todos los hombres ilustres por sangre o por hazañas célebres llamaron heroicos, y a los versos con que los celebraban los poetas dieron el mismo nombre, el cual ha llegado á nuestros tiempos; y asimismo las mujeres ilustres se intitularon heroídas, de donde estas epístolas tienen el título por ser escritas de mujeres principales. Compuso asimismo cinco libros de obras amatorias, que reduciéndolos a tres, los dirigió a su Corina; y demás de los cinco de Arte amandi y Remedio amoris, escribió los quince de sus Transformaciones; y como antes de los limar fuese desterrado, consagrolos al fuego, siendo dignos de eternizarse; pero como hubiese dado en Roma un traslado, no permitió el cielo que quedásemos huérfanos de tan grande tesoro, en el cual resplandecen y hallamos todas las partes que en un excelente y consumado poema épico se desean; porque la imitación es única, la disposición admirable, los tropos y figuras muchas y excelentes, los metros puros, el lenguaje casto, artificioso y lleno de majestad; la encadenación de las cosas la más rara que hasta hoy se ha visto en poema. Escribió también la tragedia de Medea, donde afirman graves autores que mostró el resplandor de su ingenio. Compuso en su destierro los de Tristes; los de Ponto, el In Ibin, el Triunfo del César, y otras muchas obras, parte de las cuales gozamos, y parte (y no pequeña) ha consumido el avaro tiempo. Vivió en el destierro ocho años, cantando en ellos como el cisne que su fin barrunta, y murió siendo de poco más de cincuenta y ocho; pero su nombre y gloriosa fama vivirá en sus escritos en tanto que durare la memoria de los hombres, como él mismo lo predijo de sí en el tercero de Tristes, y Propercio en el tercero de sus Elegías, cuyos versos (para los curiosos) son estos:

OVIDIO

Singula quid referam? nihil non mortale tenemus
Pectoris exceptis ingeniique bonis.
En ego cum patria caream, vobisque demoque
Raptaque sint adimi, quae potuere mihi.
Ingenio tamen ipse meo comtiorque, favorque
Caesar in hoc iuris potuit habere nihil.
Quilibet hanc saevo vitam mihi finiat ense
Me tamen extincto fama superstes erit.

PROPERCIO

At non ingenio quaesitum nomen ab aevo

Excidit ingenio, stat sine morte decus.

Virgilio y Miguel Antonio Caro: Géorgicas. Libro I

$
0
0


GÉORGICAS. LIBRO PRIMERO

Qué da a las mieses su esplendor risueño;
Bajo qué astro feliz la dura tierra
Mover, Mecenas, y enlazar conviene
Las vides a los olmos; qué cuidados
Los bueyes y rebaños hermosean;
Cuál solícita industria, en fin, exige
La abejuela frugal, cantar emprendo.

¡Vos, del mundo fulgentes luminares,
Que al año volador medís los plazos!
¡Tú, padre Baco, y tú, fecunda Ceres!
(Pues ya el hombre cambió, dádiva vuestra.
La caonia bellota en pingüe espiga,
Y el jugo que las uvas recataran
A las ondas mezcló del Aqueloo);
Y vos, a la campaña familiares,
¡Faunos! ¡Dríadas ninfas! venid presto,
Todos venid, que vuestros dones canto.
¡Y tú, Neptuno, a cuya voz la tierra,
La tierra herida de tu gran tridente
El primer pisador brotó gallardo;
Y oh tú que tratas bosques, tú que en Cea
Trescientos, en tu honor, níveos becerros
Miras pacer sus fértiles llanuras;
Y oh Pan Tegeo, guardador de ovejas,
Tú mismo, si en el Ménalo te gozas,
El patrio bosque y selvas de Liceo
Desampara, te ruego, y ven propicio!
Y del olivo, tú, descubridora,
Minerva; y tú, mancebo que inventaste
El combo arado, y tú también, Silvano,
Qué arrancado un ciprés fácil meneas:
Cuantos favorecéis la agricultura,
Dioses todos y Diosas; los que abrigo
Dais a la planta que nació baldía,
Y los que dispensáis lluvias del cielo,
Al sediento sembrado, yo os invoco.

Tú asimismo, a doquier fueres más tarde
Sitio a elegir en celestiales coros:
O ya ciudades proteger te plazga;
O el orbe superior, César te acoja
Por dador de abundancia y rey del trueno,
Y del materno mirto orne tu frente;
 O prefieras reinar dios de Ios mares,
A quien sólo doquiera el nauta implore,
Y homenaje te dé la última Tule,
Y yerno para sí te compre Tetis
Con el caudal inmenso de sus ondas;
O fijado entre Erígone y las Celas
(Do el ardiente Escorpión por recibirte
Sus brazos encogiendo escombra el cielo),
Estrella ilustres los tardíos meses:
Quienquier fueres (que no el Averno espera
Gozarte emperador, ni a ti, confío,
Tan triste adquisición vendrá en deseo,
Por más que Grecia los Elíseos Campos .
Alabe, y, mal atenta Proserpina
Al materno, clamor, volver rehúse),
Tú, si conmigo del cultor te apiadas
Que el tino pierde, a mi atrevido ensayo
Ven fácil, ven benigno, y dame aliento;
Cumple tu alta misión, y desde ahora
A humanos votos el oído enseña.

Al apuntar la primavera, cuando
Helados chorros de las canas cumbres
Ruedan, y de los céfiros al soplo
Sazonado el terrón se desmenuza,
Entonces bajo el peso del arado
En los surcos sumido, ya mis yuntas
Comiencen a quejárseme, y en ellos
Gastada empiece a relucir la reja.
Aquel terrazgo que sentido hubiere
Dos veces el calor, y dos los fríos,
Cumplirá, en fin, los votos del avaro
Agricultor: a contener sus frutos
No bastarán las atestadas trojes.

Mas antes de asulcar campos ignotos.
Los vientos dominantes y del cielo
El vario influjo investigar importa;
Las usadas maneras de cultivo,
Las condiciones del lugar geniales;
Saber qué frutos brinda y cuáles niega.
En unos sitios prueba el pan, en otros
La vid prospera; aquí nace arbolado.
El pasto natural allá enverdece.
.¿No ves cuál nos envía el rico Etmolo
Oloroso zafrán, marfil la India,
Y los blandos sabeos sus aromas,
Y su hierro los cálibes desnudos,
Y el Ponto sus castores saludables,
Y sus yeguas Epiro, que arrebatan
En Elide la palma triunfadora?
Que así a ciertas regiones dar sus bienes
En justa partición plugo a Natura,
Y la acordada ley perpetua guarda
Desque Deucalion, vagando solo,
Tiró guijarros sobre el yermo suelo,
Do los hombres nacieron, raza dura.
Ea, pues: si la tierra fuere rica,
Al principiar el año, con la reja
Bueyes robustos a volverla empiecen,
Tal, que llegando el polvoroso estío,
Los terrones expuestos a su influjo
Con el lleno recueza de sus soles;
Mas si el campo no es fértil, por encima
Dale una reja al asomar de Arturo:
Aquello, a fin de que viciosas hierbas
No la risueña mies brotando ahoguen;
Esto, porque del breve humor que cría
Desamparada la heredad, no avenga
Que a arena estéril reducida quede.

Cuida, tras eso, que si rinde un año
Tu campo, al otro descansar le otorgues,
Y en la huelga vigor la tierra crie.
O allí, mudada la sazón y el tiempo,
El rubio grano sembrarás de donde
Primero hubieres el legumbre, ufano
Con sus locas vainillas, recogido,
O las tenues semillas de la arveja,
O las frágiles cañas y ruidosa
Pompa de los amargos altramuces.
Ten sabido que el lino y el avena,
Y las adormideras, que destilan
El agua soporosa del Leteo,
Mieses son tales que la tierra agotan.
Ellas, empero, en interpuestos años,
Fáciles te serán, si pingüe abono
Al campó exhausto dieres, y de inmunda
Ceniza cubres las desnudas hazas.
Mudando de simientes, el terreno
Así descansa, sin que en tanto duerma
Exento a la labor, al dueño ingrato.

También a veces incendiar convino
Los estériles campos, y rastrojos
Secos arder con bulliciosas llamas;
Ya porque así la tierra ocultas tuerzas
Recibe, y alimento vigoroso,
O ya porque a poder del fuego, el vicio
'Se le cuece, y humor inútil suda;
O ya porque el calor, secretas vías
Le abre, y respiraderos por do vaya
A animar nuevas hierbas fácil jugo;
O bien más la endurece, y tal le aprieta
Las grietas bostezantes, que ni tenues
Lluvias, ni recio sol basta a dañarla,
Ni Bóreas mugidor envuelto en hielos.
Mucho también el que con rastros rompe
Las estériles glebas, y de mimbres
Zarzas arrastra, beneficia el campo;
A éste no sin favor la blonda Ceres
Torna los ojos desde el alto Olimpo:
Lo mismo el que al través, vuelto el arado.
Parte los surcos con que el campo eriza
Que aró primero, y en labor constante
Vuelve el seno a la tierra, y la avasalla.

Vos lluviosos veranos y suaves
Hibiernos implorad, agricultores;
Grato a los campos y a las mieses grato
Es el polvo hibernal. No a otro cultivo,
De su fertilidad Misia es deudora,
Que de rica presume; y si en asombro
Trueca el Gárgaro mismo su ufanía,
No otra causa hallarás a creces tantas.
¿Qué diré en prez del que, esparcido el grano,
Hace rostro a la tierra, y rueda al punto
Mezquinas torres de ambiciosa arena;
Y luego a los sembrados encamina
Corrientes aguas que su intento siguen
En larga vena; y si abrasado el suelo,
Mustias las hierbas ya, penarle mira,
He aquí de una empinada cuesta el agua
Suelta? Ella cae, entre desnudas piedras
Forma estrépito ronco, y con sus tumbos
Templa el ardor de los sedientos campos.
¿Y qué diré del que en la tierna hierba,
Paciéndolos, rebaja del sembrado
Los viciosos aumentos, cuando al surco
El lomo iguala; y a la caña evita
Que de espigas cargada desfallezca?
¿Y qué del que humedad que lagos forma,
Con absorbente arena extraer cuida,
Cuanto más si en mudable estación crecen
Los ríos, y sus aguas derramando,
Con el légamo hostil todo lo invaden,
Causa de cavidades cenagosas
Que tépidos vapores siempre exhalan?

Mas aunque hombres y bueyes a porfía
Con tan asiduo afán la tierra labren,
Ni el ánade malvado, ni importuna
Con sus amargas fibras la achicoria,
Hará, y las grullas que a Estrimón frecuentan,
Estrago menos fiero; ni las sombras
Cesarán de dañar. El mismo Jove,
Divino institutor de la cultura,
De abrojos erizar quiso el camino;
El fundó el arte de mover la tierra,
Con la necesidad estimulando
Humanos pechos, y vedó por siempre
Que en letárgica paz yazgan sus reinos.

Antes de Jove manos no se hallaron
Que tratasen los campos; aun entonces
Partirlos ni acotarlos fue costumbre;
Que era todo de todos, y la tierra
El fruto anticipaba a los deseos.
Jove a las negras sierpes su nociva
Ponzoña dio; por él a ser rapaces
Los lobos se enseñaron; manda al ponto
Revolverse y bramar; las ricas mieles
Agosta que las hojas goteaban;
Esconde el germen de la luz, y extingue
El vino natural que antes huía
Como agora las aguas, en arroyos;
Porque, recursos meditando, el hombre
Paso tras paso a la invención se alzase
De las útiles artes, a los surcos
Pidiendo espigas, y en secretas venas
Del pedernal herido hallando el fuego.
Entonces sobre sí, no antes usados,
Huecos troncos nadar sienten los ríos:
Sigue el nauta en su anhelo
Las estrellas del cielo,
Y de él Pléyades, Híadas, la clara
Artos de Licaón, nombre reciben.
Coger con lazos y engañar con liga
Las libres alimañas,
Ideose también; también con perros
Rodeó el cazador los grandes bosques.
Y ya con redes uno ancha, corriente
Por ella entrando, hiere; aquél tremola
Por el piélago azul húmedos linos.
Apreciose el rigor de los metales;
Y, hoja estridente, apareció la sierra;
(Que en la edad primitiva, para hendirle,
Sólo fuerza de cuñas se hizo al roble.)
Tal las artes en fin se coronaron;
Que al hombre urgiendo, la escasez le educa,
Y el trabajo tenaz todo lo allana.

Ceres, sabia maestra, a los mortales
El seno de la tierra a abrir indujo
Cuando faltaron en las sacras selvas
Bellotas y madroños, y Dodona
El sustento habitual negó cansada.
Creció en esmeros el cultivo, en cuanto
Funesta a las espigas la impía nubla,
Y hórrido a los sembrados sobrevino
El torpe cardo. Y ya la mies fallece.
Que la áspera maleza en torno crece,
Y el abrojo la invade y el espino;
Oprimen ya el espléndido sembrado
Triste zizaña, estériles avenas.
Tú, pues, como afanado
Las gramas no persigas
Con incansable rastro; si no alejas
Con ruidos las aves enemigas;
Si, hiriendo ociosas ramas,
El asombrado campo no despejas,
Ni con voto eficaz la pluvia llamas,
Triste con sesgos ojos de vecina
Heredad mirarás la parva enhiesta,
Y tu hambre en la floresta
Aliviará la sacudida encina.

Del rústico fornido
Diré las armas propias, sin las cuales
Ni la mies se sembrara ni creciera.
La reja, la primera,
Y el recio, corvo arado:
De la Madre Eleusina
También el carro, en el rodar pesado;
Trillos, carretas, rastros desiguales:
El humilde utensilio de Celeo.
Todo de mimbres: zarzos de madroño:
La zaranda de Baco peregrina:
Esto cuida tener aderezado,
Si de veras del campo afortunado
Quieres la gloria merecer divina.
Ve, pues, ve presto al monte; allí derriba
Con esforzado aliento un ramo enorme;
Corva figura el olmo haz que reciba;
Cama al arado a su pesar le forme.
Mida, de ahí naciendo,
Ocho pies el timón; aleta doble
Y sólido dental empalma luego:
Ya antes el tilo leve
Habrás cortado para yugo: el haya
La esteva te dará, con que el labriego,
Siguiendo al buey, el instrumento mueve;
Y, al hogar suspendidas las maderas,
El humo lento su excelencia pruebe.

¡Cuántos usos rurales
Que fe lograron desde antiguos días
Puedo enseñarte, si atención dispensas,
Y de nimios consejos no te hastías!
Con ingente cilindro la era iguala
Ante todo; revuélvala tu mano,
Y con greda tenaz la torne fuerte;
Tal, que ni en sí fomente hierba mala,
Ni del polvo vencida se abra inerte
Y enemigos arteros
Burlados queden; que el ratón enano
Casa y troj subterránea hacer estila;
Y el ciego topo en nido hondo se asila;
Y hállanse en agujeros
El vil escuerzo, y cuanto bicho existe;
En el seno fecundo de la tierra:
Grandes montones talador devora
El gorgojo; y la hormiga, a quien la triste
Vejez asusta, próvida atesora.

Mira también en la floresta opaca
Cuando vestido en flores, opulento
Dobla el almendro los fragantes ramos:
De sus frutos a par irán las mieses;
Que si ellos lo vicioso sobrepujan,
Trilla grande en los máximos calores
Tendrás; mas si el follaje con su pompa
Oprimiere los árboles, en vano
En la era luego trillarás espigas
En que abunda la paja y falta el grano.

Yo he visto cierto a muchos labradores
Medicinar primero la semilla,
Y con nitro bañarla y negra amurca,
Porque granos mayores
La planta cuaje en la falaz vainilla,
Y, aun con débil calor, sazón alcance.
Mas simientes compuestas de esa suerte
Y a cumplir esperanzas obligadas,
Las vi degenerar, si humana industria
No hizo nuevo escrutinio cada un año
Con mano asidua. ¡Universal destino!
Todo a menos camina, o retrocede :
Al que su lancha, así, corriente arriba
Lleva a impulso de remos, si concede
Al afanado brazo algún reposo,
La fuerza de las aguas le derriba
Y le arrebata remolino undoso.

Allende de esto, por tu bien, de Arturo
Consultarás las luces, y los días
De las Cabrillas, y el Dragón luciente;
Que provechosos guías
Son al agricultor, cuanto al viajero
Que osa, en pos de la patria, maldecidos
Del ostrífero Abidos
Los senos arrostrar, y el Ponto fiero.
Cuando a sueño y vigilia la Balanza
En igual división mide las horas,
Y da que sobre el orbe noche y día
Justos compensen su dominio alterno,
Vos los toros uncid, y las cebadas
Id esparciendo, oh gentes labradoras,
Hasta las lluvias últimas de hibierno.
Tiempo es también de que cubráis entonces
El lino y la cereal adormidera,
Ni los brazos perdonen los arados
Mientras enjuto el suelo los tolera
Y aun penden por el aire los nublados.
Cumple el haba sembrar en primavera;
Y torne el mijo con su anual cuidado,
Y el surco sazonado
Te acoja, alfalfa, a ti, de larga vida,
Cuando abra el año el albicante Toro
Con sus cuernos de oro,
Y dando el puesto al astro retrogrado,
El Can en occidente se despida.

Mas si el campo que aras
A que en trigos te rinda su tributo
Y en valientes escandas le preparas,
Y de espigas tan sólo pides fruto;
Mientras su faz las Pléyades de oriente
No oculten, y de Ariadna la Corona
No hubieres visto que su ardor desmaya,
No vueles a la tierra renuente
La esperanza a fiar que envuelve el año:
Retenle al surco el grano que le adeudas;
Muchos, anticipándose de Maya
A la declinación, sembrar pudieron;
Pero todos la mies del desengaño
En avenas inútiles cogieron.
Que si la arveja y el plebeyo fríjol
Presumes educar, y no desdeñas
De la egipcia lenteja la cultura,
Advierte que Bootes a tu anhelo
Señal no oscura al inclinarse envía;
Comienza entonces, y en sembrar porfía
Hasta mediada la estación del hielo.

He aquí el dorado sol, los doce signos
Tratando de la esfera, el orbe rige
En partes ciertas dividido. El cielo
Cinco zonas ocupan: de ellas una
En la lumbre solar siempre encendida,
Con el fuego solar siempre tostada:
En torno suyo a diestra y a siniestra
Comprimidas las últimas se extienden
Con tristes lluvias y cerúleos hielos:
Otras dos entre aquéllas y éstas caen
(Por merced especial que hacer quisieron
Los Dioses a los míseros humanos);
Y entre ambas el camino va por donde
Oblicuo el orden de los astros gira.
El mundo, cuanto yerto se levanta
Hacia la Escitia y los Rifeos montes,
Por los líbicos páramos australes
Tanto desciende. De los polos, uno
Sobre nosotros siempre se descubre;
El negro Estigio y los profundos Manes
Debajo de sus pies miran el otro.
Con giros sinuosos como un río
El enorme Dragón acá se espacia
Y por medio y por cima de las Osas:
(Las Osas, que a mojarse no se atreven
En el húmedo seno de Oceano).
Y allá, fama es común, o por ventura
Reina noche eternal y alto silencio,
Y más y más las sombras se condensan;
O tal vez, de nosotros trasponiendo,
La Aurora a esas regiones lleva el día,
Y cuando con sus soplos matinales
Los caballos de Oriente nos saludan,
Allá entretanto reluciente y bello
Héspero enciende su fanal tardío.
Nace de aquí que, ambiguo el cielo estando,
Las tempestades predecirse puedan,
Y de la siega adivinar el día,
Y el tiempo de la siembra, y cuándo cumple
Con remos azotar el ponto aleve,
Cuándo a punto el bajel sacar del puerto,
O en la selva en sazón herir el pino.

Ni es ociosa labor que de los astros
El ocaso estudiemos y el levante,
Y en cuatro diferentes estaciones
Partido el año en sucesión constante.
¿Encierra al labrador la lluvia fría?
Cosas puede esmerar que festinara
En horas libres de sereno día:
El duro diente a la mellada reja
El arador afila,
O el tronco ahonda destinado a barca.
O el ganadillo marca,
O números imprime a sus montones:
Otro estacas y horcones
Aguza, o adereza por ventura
A la flexible vid firme atadura,
Y es propicia ocasión de que tu mano
Labre de dócil mimbre fácil cesta;
Tú mismo al fuego tuesta
O en la piedra a su vez quebranta el grano.
Allende de esto en los festivos días
Con las leyes divinas las humanas
Ejercicios permiten inocentes;
Que jamás Religión vedó al labriego,
Ni reparar las cercas del plantío,
Ni a las campiñas devolver el riego;
Al ave armar engaño
Tampoco impide, o en salubre río
Sumir tal vez el bajador rebaño;
Y va en paz de los Dioses el colono
Que al asnillo espacioso a quien arrea
Aceite carga o pobres frutas lía,
Y del pueblo tornando a la alquería
Trae algún asperón o parda brea.

La Luna misma en señalar no yerra
Faustos a empresas varias varios días.
Teme el quinto; nació pálido el Orco
En él y las Euménides bravías;
En él dio en parto infando- a luz la Tierra
A Japeto y a Ceo,
Y al hórrido Tifeo;
Y en él alzarse a los hermanos miro
Que el cielo a desgarrar se conjuraron:
Tres veces con esfuerzo grande, el Osa
Asentar sobre el Pélion intentaron;
Sí, y el frondoso Olimpo sobre el Osa;
Y tres veces el Padre Omnipotente
Con rayo ejecutivo
Desbarató los hacinados montes.
Séptimo día al décimo siguiente,
A que vid plantes, o telar aprontes,
O enyugues hosco buey, sazón es buena.
Propicia al fugitivo,
Es contraria al ladrón la luz novena.

Hay atenciones que en la noche fría
Mejor que en tiempo alguno hallan camino,
O bien cuando rocía
Los campos el lucero matutino.
Leves rastrojos y resecos prados
Ve por las noches a segar, que nunca
Faltó a las noches humedad propicia.
Tal hay que las veladas hibernales
Al claror de sus fuegos beneficia,
Labrando al cabo de espigada tea
Con hierro agudo; y con suave canto
Solazando el fastidio a la tarea,
La mujer entretanto
Sonoro el peine por la tela corre,
O a fuego lento el mosto dulce cuece,
Y con hojas tal vez el caldo espuma
De la olla que hirviendo se estremece.
En lo recio del sol la mies se corta,
La rubia mies, y tríllase en la era
En lo recio del sol el seco grano.
Ara desnudo tú, siembra desnudo,
Que mal hacello pudo
Flojo el cultor en el hibierno cano;
Antes gozan, del frío en los rigores,
El allegado bien los labradores,
Y con mutuos festines se regalan
Cuando al placer invita
La estación genial que penas quita:
Tal, cuando avistan puerto y velas calan
Cargadas naves tras embates fieros,
Con guirnaldas las popas engreídas
Coronan los alegres marineros.
Empero, las bellotas encinales
Tiempo es entonces que cogiendo vayas,
Y del laurel las bayas,
Frutos de oliva y de sangriento mirto.
Lazo pon a la grulla, red al ciervo,
O a la orejuda liebre
Acosa entonces; o, siguiendo al corzo,
Regida de tu mano el honda gima,
Mientras en hielos se entretiene el río
Y blanquea la nieve en la alta cima.

¿Del otoño diré los temporales
Y sus astros? ¿Diré lo que al colono
Hace avisado cuando a ser principian
Breves los días y el calor menguante?
¿O qué cuando lluviosa primavera
Pasa, y barbada mies el campo eriza?
¿O cuando en leche ya los frumenticios
Hinchen las verdes cañas? ¡Cuántas veces
Cuando a sus rojas hazas el colono
Llevaba al segador, y las cebadas
Con sus frágiles vástagos cogía,
Vi furiosos bajar todos los vientos,
Y las cargadas mieses descuajando,
Alzarlas por el aire y esparcirlas
Con ímpetu veloz; y así llevarse
En negro torbellino la borrasca
Leves cañas y pajas voladoras!
¡Cuántas veces avino
Caer gran golpe de aguas de lo alto,
Y las nubes de todo el horizonte
Con turbiones venir engrandeciendo
La oscura tempestad! La etérea cumbre
Parece desatada desplomarse
En líquida sonante pesadumbre:
Las zanjas hinche el agua;
Los nítidos sembrados,
Fábrica de paciencia, desparecen;
Los huecos ríos con estruendo crecen,
Y hierve el mar en sus profundos vados.
El Padre de los Dioses
Dardos fulmina entre las densas sombras
Meneando la diestra coruscante:
Los valles se estremecen,
Las fieras se guarecen,
Derramado pavor las gentes postra;
Y él su cólera ardiente aun no desbrava,
Y en el Atos, o el Ródope, o los yertos
Ceraunios montes sus centellas clava.
Crecen los austros y el llover espeso,
Y zumban de los vientos bajo el peso
Las selvas removidas,
Y plañen las riberas combatidas.

¿El daño temes? En el cielo estudia
Las sazones del tiempo y sus señales:
Ten cuenta a dó se esconde
Frígido el astro de Saturno, y mira
A las celestes órbitas por donde
Fúlgido el astro de Cilene gira.

Y ante todo a los Númenes venera:
En los herbosos prados
El añal sacrificio a la alma Ceres
Renueva siempre, cuando hibierno espira
Y primavera entre celajes ríe.
Pingües están entonces los corderos,
Y los vinos suavísimos; entonces
Dulces los sueños son, densas las sombras
En los selvosos montes. Anda, y toda
La agreste juventud vaya contigo,
Y a la alma Ceres reverente adore:
Tú de miel sazonada y dulce néctar
Ofrece libaciones; y tres veces
Circule en torno de los nuevos trigos
La propiciante víctima, y en coro
Los rústicos gozosos la acompañen,
Y a Ceres clamen que a sus techos venga,
Y nadie las maduras
Espigas con la hoz toque imprudente
Si primero en honor de la gran Diosa,
Retorciendo a la sien rama de encina,
No ensayó danzas y entonó canciones.

Y a fin que por señales no dudosas
Los calores, las lluvias y los vientos
Que fríos acarrean
Simple labriego adivinar pudiese,
El Padre mismo de los Dioses quiso
Establecer lo que la Luna enseña
Mudando sus semblantes; en qué punto
Aquiétanse los austros,
Y qué es lo que, sentido, a los pastores
Cerca de los establos aconseja
El ganadillo retener medrosos.
Alzándose los vientos, desde luego
Las agitadas ondas
A hincharse empiezan, y árido crujido
Oír se deja por los montes altos,
O ya a lo lejos las extensas playas
Retumban, y el rumor crece en los bosques.
Mal al combo bajel la onda respeta
Cuando de en medio el mar ves que los mergos
A la costa dirigen
Con el rápido vuelo los clamores,
O si en la orilla enjuta
Las marinas gaviotas se solazan,
Y la usada laguna abandonando
Sube la garza y por las nubes vuela.
Verás también, cuando amenazan vientos,
Rápidas en la noche deslizarse
Fugitivas estrellas
En pos dejando luminosas huellas
Del cielo en las opacas soledades;
Y verás por los suelos
Leves pajas girar y hojas caídas,
Y a flor de agua bullir nadantes plumas.

Mas si acaso en relámpagos la parte
Del aterido Bóreas arde, y truenan
Del Céfiro y él Euro las regiones,
El agua cauces colma y campos cubre,
Y cogen en el mar todos los nautas
La húmeda vela. De sorpresa nunca
La lluvia sobreviene; que o se alzaron
Del fondo de los valles
Huyendo de ella las aerias grullas,
O ya al cielo mirando la becerra
Con abierta nariz sorbió los vientos,
O a vuelo la piante golondrina
Triscó en torno del lago, o en el limo
A su antiguo llorar volvió la rana.
Más a menudo aún, nunciando lluvia,
Sus huevos de sotierra
En cobro pone la viajera hormiga,
Trillando angosta senda; y aguas bebe
El arco que domina el firmamento,
Y volviendo del pasto
En ejército inmenso las cornejas
El aire oprimen con crujientes alas.
Y las aves acuáticas que pueblan
En mil especies las salobres ondas,
Y las que a salto y vuelo
Las dulces aguas del Caístro pican
En los asianos paludosos prados,
Nuevas señas te dan cuando a porfía
Cubren sus hombros de deshechas perlas,
Hienden, zabullen, giran y se lavan
Sin saciarse jamás. Huraño el grajo
Se espacia a solas en la seca arena,
Y ahuecando la voz, la lluvia llama.
Aun las zagalas el llover predicen
De noche en el hogar, cuando a porfía
Hilando repartida la tarea
Ven que el aceite en el candil chispea
Y esponjosa humedad la mecha cría.

Ni te faltan pronósticos por donde,
Enjugándose el agua, vaticines
Soles serenos y apacibles días;
Que entonces ni sus fuegos las estrellas
Marchitos paran, ni humillada a Febo
La Luna encoge sus tendidos rayos,
Ni de lana cardados vellocinos
Se llevan por los aires; ni en la orilla
Los amados de Tetis alcedones
Anchas al tibio sol tienden las alas;
Ni a sacudir y destrozar manojos
Locos embisten los inmundos cerdos:
Entonces a los valles
Bajan las nieblas, y los valles cubren;
Y a la puesta del Sol atento el búho
En elevada cumbre,
Ejerce en balde su agorero canto.
En la altura mayor del limpio cielo
Niso aparece remontado, y Scila
Tímida huye, y por el rizo pena,
El blondo rizo que segó su mano:
Él, doquiera que Scila
Corta el aire sutil y huye volando,
Con estridentes alas por el viento
Persigúela feroz; ella, doquiera
Que Niso por el cielo se levanta,
Corta el aire sutil y huye volando.
Con apretadas fauces,
Tres, cuatro veces dan voces más puras,
Que vibran a distancia, las cornejas:
En sus altas mansiones
Tal vez de un nuevo gozo se estremecen,
Y forman de tropel en la hojarasca
Misteriosos ruidos,
Ledas volviendo a ver tras la borrasca
La tierna prole y les amables nidos.
Y no que yo partícipes las crea
De superiores celestiales luces
Por merced de los Dioses y los hados;
Mas sucede que así como se alejan
Del cielo los vapores fluctuantes
Y huyó la tempestad; a par que Jove,
La humedad de los austros recogiendo,
Lo flojo aprieta y lo concreto extiende,
Múdanse en los vivientes de igual modo
Las mentales imágenes, y pasa
El alma de uno en otro sentimiento,
No ya cuales solía
Cuando las nubes arrollaba el viento:
Nace de aquí, por montes y por prados,
Del coro de las aves el ruido,
Y el visible placer de los ganados,
Y de los cuervos el triunfal graznido.

Que si al Sol raudo y a la móvil Luna
En sus varios semblantes atendieres,
A fe que ni otro día
Faltará a tus avisos, ni en el lazo
Caerás que tienden las serenas noches.
Luna que, apenas cobra
Los fuegos renacientes, triste abraza
Con negros cuernos tenebroso espacio,
Lluvia a colonos y a marinos trae:
Luna teñida en virginal vergüenza
Vientos dice; que siempre con los vientos
Enrojeció su rostro la áurea Febe:
Y si ella al cuarto día
(Presagio es infalible) pura avanza,
No embotadas las puntas, por el cielo,
Todo ese día y los que de él nacieren
No habrá, hasta el fin del mes, lluvias ni vientos,
Y a Glauco, a Melicertes el de Ino,
Y a Panopea, en las amigas playas
Salvo sus votos cumplirá el marino.

Naciente el Sol y cuando al mar se inclina
También señales da: veraces ellas
Con la luz le acompañan matutina,
Le siguen con la luz de las estrellas.
Sol que de sombras matizó su oriente,
Que en nubes se reboza,
 Y hurta y deprime de su disco el centro,
Lluvias indica; de hacia el mar entonces
A plantas y a cosechas y a ganados
'Funesto el Noto ya marchando viene.
Si despuntando el luminar del día
Quiebra y esparce de su ardor los rayos
Entre allegados nublos, o si el lecho
Arrebolado de Titón dejando,
Con amarilla faz se alza la Aurora,
¡Ay! mal podrán los pámpanos las uvas,
Las tiernas uvas defender; copioso
Estallará en los techos el granizo.
Cuando, medido el cielo, el Sol declina,
Con atención mayor, mayor provecho
Contemplarle podrás; su faz entonces
Tintes diversos inmutarle suelen:
Lluvias promete la color cerúlea,
Y semblanzas de fuego Euros presagian;
Que si la rutilante llama vician
Azules manchas, a agitarlo todo
Concertarse verás vientos y nimbos:
No en noches tales amenaza o ruego
Mi barca apartará de la ribera.
Mas si a traer y a sepultar el día
El Sol tornare con luciente disco.
Vanos temores causarán las nubes;
Amenazas barriendo
Sesgo Aquilón agitará las selvas.

¿Qué traiga en fin el Véspero tardío,
Cuándo y de dónde las que arrastra el viento
Nubes, malignas no serán, qué anuncia
Húmido el Austro, conocer deseas?
Respuestas pide al Sol, que el Sol no engaña;
Y aun traiciones y gritas populares
A menudo ha anunciado, y el solemne
Momento de estallar las grandes guerras.

Muerto César, tú, oh Sol, compadecido
De Roma, la cabeza esplendorosa
Mortecina mostraste, a las malvadas
Gentes con noche amenazando eterna.
Bien que entonces las tierras y los mares,
Ladrantes perros y aves importunas
Señales ominosas ofrecieron.
Vimos al Etna abrir sus hondas fraguas
Una vez y otra vez, y las campiñas
De los Ciclopes devastar, volcando
Globos de fuego y derretidas piedras.
Oyó el germano por el aire todo
Estruendo de armas: despertando el Alpe,
Se estremeció bajo su eterna nieve.
Triste lamento en los callados bosques
Vago sonaba al espirar el dio,
Y pálidos espectros fueron vistos.
Lágrimas vivas el marfil y el bronce
Empapan en los templos: se detiene
El torrente, la tierra se entreabre,
¡Y hablan los brutos! De repente airado,
Rey de ríos Erídano soberbio
Remolina sus ondas, y las selvas:
Oprime con enorme pesadumbre,
Y establos y ganados ciego arrastra.
Males en tanto de anunciar no cesan
Palpitando las víctimas, y sangre
Corre en las fuentes públicas, y aullando
Lobos nocturnos las ciudades cruzan.
Nunca, sereno el aire, tan frecuentes
Rayos, cayeron; nunca tan infausta
Estrella ardió con extendidas crines.

Así los campos de Filipos vieron
Por vez segunda con iguales armas,
Entre sí combatir nuestras legiones:
Impasible los Númenes dejaron
Por vez segunda que la sangre nuestra
Los campos macedonios fecundase.
Día vendrá cuando en aquellos sitios
Con corvo arado el labrador moviendo
El césped, picas soterradas halle
Roídas del orin, o ya con rostro
Pesado hará sonar cóncavos yelmos:
Cavando, en olvidadas sepulturas
Dará, y abiertas, con espanto mudo
Huesos enormes mirará en el fondo.

¡Padre inmortal de la romana gente!
¡Tú, madre Vesta, del etrusco Tibre
Y Palatino monte protectora!
¡Oh Dioses todos de la patria mía!
Si un joven héroe al vacilante mundo
Ahora sustenta en sus robustos hombros,
No, al menos, lo estorbéis. Asaz con sangre
Nuestra, infeliz generación, la culpa
De Laomedonte pérfido expiamos.
Tiempo hace ya que nos envidia el Cielo
Tu posesión, oh César; ni le agrada
Que a humanos triunfos la atención conviertas.
Pues he aquí confundidas las nociones
Están del vicio y la virtud; con fases
Varias doquier la iniquidad domina:
Yace el arado sin honor; de luto
Se muestran las campiñas (los colonos
Arrebatados por la guerra), y visten
Adusto abrojo, y convertida luce
La corva hoz en fratricida espada.
Acá el Rhin, allá Eufrates con profundo
Rumor de guerra amagan: las ciudades,
Rotos los pactos, entre sí se hieren;
Campo parece de batalla el mundo.
Así en el circo rápidas cuadrigas
Parten a un tiempo: el conductor en balde
Parar de pronto intentará su carro,
Que a la voz sordo, indócil a la rienda
Cual relámpago vuela impetuoso.



Vita Sackville-West: Una fiesta en Argelia

$
0
0

EN ALGÉRIE

Una vez (casi sin querer) di una fiesta. No tengo la costumbre de dar fiestas, pero ésa fue la mayor y más rara que nunca he dado, tanto por el número de invitados como por las atracciones.


Sucedió así:

Estaba pasándolo en una pequeña aldea árabe, en el borde del Sahara. Había un excelente hotel, manejado por la Compañía Transatlántica Francesa; el hotel, casi desierto durante esa época del año, había sido agradablemente construido con áspero revoque, pintado al agua en un color durazno pálido, y persianas de un brillante azul. Se levantaba en medio de un bosquecillo de palmeras. En los senderos, de suave arena blanca, los jardineros se movían sin ruido. La aldea entera estaba construida sobre esa misma arena blanca, que brillaba al sol y amordazaba cualquier ruido, salvo los gritos de los conductores de burros o los gruñidos de los camellos que se arrodillaban de mala gana para recibir la carga.

El hotel no desentonaba con la aldea en lo más mínimo. Parecía formar parte de ella, una parte algo mayor que las pobres casas árabes. La arquitectura era la misma, en mayor escala, porque los franceses tienen un gusto admirable para estas cosas; jamás se les ocurre levantar un edificio que parezca fuera de lugar. Todo era pálido y silencioso.

El clima, desde un punto de vista británico, era ideal; los días de febrero eran tan cálidos como un caluroso verano inglés. Resultaba agradable quedarse desde medio día hasta las cuatro en un cuarto fresco, cerrado. No se recordaba que hubiera llovido en los últimos cuatro años.

En una de esas tardes di mi fiesta. Me sugirió la idea un árabe de un encanto singular — un encanto tal, que debí haber sospechado que se trataba de un farsante, si no hubiera sido porque estaba convencida de que no lo era: al menos, no más allá de la medida razonable. Todo encanto, especialmente el encanto oriental, trae aparejada una cierta cantidad de farsa; quizá la palabra más cortés sería adaptabilidad; se le da el debido crédito, y se acepta el resto por el valor que indudablemente merece. Ese árabe se había hecho gran amigo mío; traía su niño de visita, y me hacía diariamente regalitos en forma de cueros de víboras o de té en una tetera de lata azul decorada con pimpollos de rosa, producto evidente de Birmingham. En un mal momento, le pregunté si no había algún derviche en la aldea. Se animó. Sí, en verdad, había una secta peculiar. Empezaban adiestrando sus discípulos desde los ocho o diez años. ¿No desearía verlos ejecutar sus ritos? En tal caso, les pediría que vinieran al hotel una noche después de la cena, y los ejecutarían ahí y no en su acostumbrado sitio de la aldea. No querían dinero; tal vez una propina de cincuenta francos; nada más.

Acepté, por supuesto, y se arregló la velada. Yo había esperado una representación privada, pero vi con horror a la aldea entera acompañar a los derviches en una procesión de antorchas. Todos esos árabes, con sus trajes blancos, subieron salmodiando la larga avenida de palmeras y se agruparon en círculos, agazapados en la terraza con vistas al palmar. Los derviches, los elegidos, se sentaron entre ellos, hamacándose apenas hacia atrás y hacia adelante para ponerse en trance. Mientras tanto los acólitos corrían con sus teas y encendían las pequeñas fogatas que se habían preparado.

Las llamas se elevaron, iluminando el círculo de trajes blancos y rostros obscuros, hermosos.

Eran varios centenares de árabes, agazapados en grupos alrededor de las pequeñas fogatas. Estaba completamente obscuro, a no ser por las enormes estrellas en el cielo azulado de la noche. Durante largo tiempo no sucedió nada, pero yo observé el resplandor de los hierros calentados al rojo en las fogatas, y los cuchillos que se afilaban en las suelas de los zapatos de cuero anaranjado. Empezaba a sentir un poco de miedo, y sin embargo pensé si todo aquello no resultaría un perfecto fraude. Uno es por naturaleza desconfiado, pero no se podía negar que todo el arreglo tenía un aire de gran sinceridad y lo que más me convencía era que ninguno de mis cientos de invitados me prestaba la menor atención (a mí, de quien en suma esperaban los cincuenta francos), y hacían lo que tenían que hacer como si fuera parte de su tarea cotidiana.

Poco a poco se fue acentuando el balanceo, y empezó el canto. Era un murmullo más que un canto: un niño salió del círculo, y corrió una o dos veces alrededor del fuego; corría como si fuera sonámbulo. El canto se fue elevando, acompañado ahora por una especie de rítmico palmoteo. Un hombre salió del círculo, una figura salvaje con una camisa y un taparrabo, y, después de oscilar ante el fuego, agarró un clavo ardiendo (como una aguja de tejer) y se lo encajó de un golpe en la mejilla. Hubo como un suspirar en la concurrencia y el canto se hizo más hondo. Las manos golpearon con más insistencia con el mismo ritmo velado. El hombre tenía ahora media docena de agujas colgando de las mejillas, de las orejas, de las narices. Al bailar, se entrechocaban. Estoy convencida de que no había engaño alguno; se podía ver al hombre encajar la aguja y poco después aparecer la punta de la aguja en el otro lado de su carne traspasada.

Varios hombres se levantaron e hicieron lo mismo, hasta que hubo seis o siete bailando alrededor del fuego, con los rostros que tintineaban como erizos por las agujas encajadas en ellos.

Yo empezaba a sentir que mi fiesta era una fiesta muy rara.

El hombre que ahora se levantó lo hizo con intención muy distinta. Era un hombre barbado, que había abierto su camisa, mostrando su desnudo pecho velloso. Sobre los hombros se había echado un manto blanco que se inflaba a su alrededor como una vela, mientras bailaba, girando con creciente velocidad. Cuando alcanzó la cima de su velocidad giratoria, un muchacho le puso una tea en la mano, que el apretó (mientras seguía girando) contra su pecho lamido por las llamas. Ni su carne, ni su barba, ni su manto de lana mostraron después señal alguna de la tea ardiendo que había apretado contra sí.

Otro hombre se levantó, y esta vez un estremecimiento sacudió la asamblea. Era un hombre grande, un hombre gordo, y mientras se volvía hacia nosotros descubrió el espacio enteramente desnudo de su enorme vientre. Sus ojos eran vidriosos y extraños; en la mano blandía un largo cuchillo corvo con el que hacía anchos gestos en el aire. Me sentí un poco descompuesta y, a mi lado, mi amigo árabe dio vuelta la cabeza, diciendo que ésta era una cosa que nunca había podido mirar, aunque lo decía para mi beneficio, para impresionarnos más a nosotros, los europeos; pero ahora creo sinceramente que su horror era genuino.
Había, realmente, algo terrible en ese enorme vientre y en ese cuchillo asesino a punto de hundirse en él. Me esforcé en mirar, aunque hubiera dado cualquier cosa por mirar hacia otro lado. Con todo —me dije— esto es algo que probablemente nunca volveré a ver. Por eso miré. Vi el cuchillo hundirse lentamente, pulgada a pulgada, en esa horripilante panza, exactamente en el medio, sobre el ombligo; lo vi clavado ahí; vi al hombre bailar con el cuchillo clavado, y el mango oscilar de un modo atroz; lo vi salir de su carne, pulgada a pulgada, como lo había visto entrar; tuve en mis manos ese cuchillo apenas arrancado; examiné ese vientre, indecentemente expuesto a mis ojos a la luz de una antorcha; y no descubrí ni una sola gota de sangre en el cuchillo, ni herida ni abertura alguna en la carne de la barriga, como no había podido encontrar ningún síntoma de herida o quemadura en el pelo o en el manto del hombre que se había convertido en una antorcha viviente.

No pretendo explicar estos sucesos. Sólo sé que ocurrieron y que yo no estaba hipnotizada, y que (según puedo conjeturar tanto como asegurar) no había trampa posible.

Sé también que a la mañana siguiente, en el mercado de la aldea, vi a alguno de los actores de la víspera comprando agujas y cuchillos semejantes a los que habían usado. Era imposible, pues, que esas agujas y esos cuchillos fueran para suertes de prestidigitadores, de los que desaparecen dentro del mango en cuanto los aprietan. Las hojas usadas eran los comunes implementos que se venden en el mercado en un día de feria. Había tablas erizadas de clavos, que había visto martillados en los vientres de los hombres, la noche antes. Habitualmente se compraban con el inocente propósito de cardar lana. Vi a los mismos hombres comprándolos. No había sombra de prestidigitación en todo eso.

Explíquenlo como quieran: fue la fiesta más rara que he dado y que probablemente daré.



VITA SACKVILLE-WEST
Revista Sur, agosto de 1940, año IX.


Ovidio y Diego Mexía de Fernangil: Penélope a Ulises

$
0
0
ARGUMENTO A LA PRIMERA EPÍSTOLA

Dando principio los Griegos a su numerable guerra contra la ciudad de Troya para vengar la injuria y afrenta hecha a Menelao por Paris, robando a Elena su mujer, fue llevado a ella Ulises, hijo de Laertes, rey de Itaca, contra su voluntad, para valerse de su mucha prudencia en aquel prolijo cerco; y no fue vana la elección de los Griegos, pues se atribuye a Ulises la mayor parte de aquella victoria. Conseguida, pues, la venganza, y Troya totalmente destruida, volviendo los Griegos vencedores a sus patrias, por la indignación de Minerva muchos de ellos fueron hundidos en la mar, otros muertos con miserables fines, y algunos anduvieron peregrinando mucho tiempo por diversas regiones. Entre los cuales Ulises, vagando diez años por el mundo, a su mujer Penélope dio ocasión a que le escribiese (entre otras muchas) esta carta. Muéstrale por ella su firmeza y casto propósito: acúsale la tardanza, señal de cierto olvido, y escríbele los muchos trabajos y agravios que con los que la pretendían por mujer (creyendo que Ulises fuese muerto) padecía. Pintase en esta epístola muy al vivo la fortaleza y valor, y lo mucho que merece la mujer que es verdaderamente honrada en presencia y en ausencia de su mando.

EPÍSTOLA PRIMERA
PENÉLOPE A ULISES

Tu desdichada esposa, aunque constante,
Penélope, que espera y ha esperado
La vuelta de su esposo y dulce amante,

A ti, mi Ulises, lento y descuidado.
Esta te envía; no te sea molesta
Por ser de quien en Frigia has olvidado.

Si del antiguo amor algo te resta.
No me respondas, ven tú mismo luego;
A ti, mi señor, quiero por respuesta.

Ya cayó Troya, cierto; ya es hoy fuego
Quien a las damas griegas era odiosa.
Porque era impedimento a su sosiego.

Érales tan horrible y espantosa,
Que apenas fue su rey Príamo dino
De tal rencor, ni de ira tan rabiosa

¡Oh! ojalá pluguiera a algún divino
Poder, cuando al Egeo con la armada
Veloz cortaba Paris el malino,

En Cila diera, o en Caribdi airada.
De suerte que el adúltero y su gente
Fueran hundidos en la mar salada.

No abrazaría el aire vanamente
En el desierto lecho, ni sintiera
El frío de la noche y del ausente.

No me quejara que mil siglos era
Un día en esta ausencia, imaginando
Que el sol se detenía en su carrera:

Ni las manos viudas macerando
Tejiera esta mi tela, con que peno,
Por ir las noches y horas engañando.

Cuando no temí yo en el tiempo bueno
Mayores riesgos de los que has pasado,
Pues siempre está el amor de temor lleno.

Fingía contra ti de Troya armado
Un escuadrón, y solo en acordarme
De Héctor, quedaba en un sudor helado.

O si alguno venía por contarme
Que Antíloco por Héctor fue vencido,
Antíloco era causa de turbarme.

O viendo que a Patroclo no han valido
Las falsas armas para de los daños
De la parca cruel ser redimido.

Lloraba (¡ay triste!), que de los extraños
Sucesos infería mi tormento,
Y ser en vano todos tus engaños.

Renovó mi dolor ver que el cruento
Sarpedón en el fuerte Tlepolemo
Ensangrentó la lanza hasta el cuento.

En fin, cualquiera Griego que el extremo
Espíritu enviaba al siglo escuro
Turbaba al fuego en que por ti me quemo.

Mas proveyó algún Dios a mi amor puro.
Pues siendo salvo mi consorte amado.
Abrasó a Troya y allanó su muro.

Ya muchos Capitanes han tornado
A sus queridas patrias y lugares,
Y alivian el cansancio que han pasado.

Ya humean con incienso los altares,
Ya en los templos se cuelgan los famosos
Trofeos y despojos militares.

Las damas, viendo libres sus esposos.
Traen dones a los Dioses soberanos,
Y ellos les cuentan casos espantosos:

Cuentan cómo vencieron con sus manos
A Troya, y cómo a Janto y su corriente
Ocuparon los cuerpos de Troyanos.

Enarca el viejo la arrugada frente
De espanto, y la doncella sin rüido
Se maravilla, y oye atentamente.

La mujer de la boca del marido
Está colgada atenta, contemplando
Los trances y naufragios que ha sufrido.

Alguno con el dedo señalando
En la mesa las guerras demostraba
A Troya en breve círculo pintando.

Por aquí el Simoente caminaba
Con curso arrebatado; aquí el Sigeo
Monte al supremo cielo amenazaba:

Aquí el alcázar es donde el trofeo
De sus pasados Príamo el anciano
Guardaba; aquí hería el mar Egeo.

Allí tenía a la derecha mano
Su tienda o pabellón Aquiles hecho,
Y Ulises a esta parte en aquel llano.

Héctor aquí arrastrado a su despecho.
Espantó los caballos desbocados,
Y de Hécuba afligió el materno pecho.

Estos sucesos, y otros olvidados,
Los supe de Telémaco mi hijo.
Que en parte dan alivio a mis cuidados.

El sabio Néstor, dice, se los dijo.
Cuando te fue a buscar, a mí volviendo
Sin ti, y con nuevas con que más me aflijo.

Mas me contó que a Reso muerto habiendo
Y a Dolone, triunfaste en darles muerte,
Por ser a aquél con fraude, a éste durmiendo.

Y que tu ardid y audacia fue de suerte
(Oh padre del descuido y del olvido),
Que bien se echó de ver tu pecho fuerte.

Pues en el Tracio campo entremetido
De noche, y con un solo compañero,
Lo dejaste (cual rayo) destruido.

En un tiempo eras cauto, y no ligero
En los peligros, y era que me amabas;
Mas ya de amante te has mudado en fiero.

Mientras yo oía tus empresas bravas.
Los miembros un temor me iba ocupando.
Temiendo el grande riesgo con que andabas.

Hasta que en torno del amigo bando
Entendí que triunfaste de la guerra.
Los caballos Ismarios conquistando.

Pero ¿qué me aprovecha que por tierra
Hayan echado al Ilión vuestros brazos,
Donde el valor de Marte está y se encierra?

¿Qué me aprovecha ver los embarazos
De Troya concluidos, y su gente
Muerta, y sus muros hechos ya pedazos,

Si quedo yo tan sola, tan ausente.
Como durando Troya, y sin marido
Viuda he de vivir eternamente?

Para las otras ella ha perecido.
Mas vive para mí, pues no he gozado
El parabién de mi recién venido.

Ya donde Troya fue se ve el sembrado,
Y la tierra de sangre frigia llena
Produce a tiempo el fruto deseado.

El medio sepultado hueso suena
Cuando el arado con su diente fiero
Lo hiere y desmenuza como arena.

Y allí donde el alcázar fue primero,
Y el templo de magnífica opulencia,
Se ve de espesa yerba un bosque entero.

Tú, vencedor, estás en triste ausencia,
Y saber a mí sola se me niega
La provincia que goza tu presencia.

Si acaso nave peregrina llega
A este mi puerto, luego a sus patrones
Por ti pregunto, y déjanme más ciega.

Agora escribo en breve estos renglones,
Con nuestro amado Meso, el cual se aparta
De mí por te buscar en mil naciones.

Otras veces ha ido a Pilo, a Esparta
En busca tuya, y no ha sabido cosa
Por relación, por nuevas o por carta.

Mejor me fuera que la licenciosa
Llama no hubiera en humo convertido
De Febo la muralla milagrosa.

Y pésame de cuanto he prometido
A los eternos Dioses, porque oyera
Ser el Dardano pueblo destruido.

Porque Troya viviendo, yo tuviera
Nuevas de ti, y aun cartas cada día,
Y solo el riesgo de tu osar temiera.

La pena, el sobresalto, la agonía.
Igual nos fuera a todos de este modo,
Que es dulce, en bien o en mal, la compañía.

Qué tema no lo sé, y lo temo todo;
Porque un temor allá en el alma crece,
Con que a temer mi daño me acomodo.

Lo que en sí tiene el mar, lo que se ofrece
De peligro en la tierra, o todo junto,
Ser causa de tu ausencia me parece.

Con este pensamiento, luego al punto
(Según los hombres sois libidinosos)
Que preso estás de nuevo amor, barrunto.

Y pienso que en los trances amorosos
Dirás a tu querida (que de gana
Escuchará tus dichos engañosos):

—Yo tengo en Grecia a mi mujer, que lana
Y lino, como rústica, adereza:—
Rústica sí seré, mas no liviana.

Al sumo Jove y a su eterna alteza
Ruego sea falso lo que yo imagino,
Porque iguale tu fe con mi firmeza.

Que estando libre del adulterino
Amor, yo espero que estos mis tormentos
Abrirán a tu vuelta algún camino.

Mi viejo padre riñe por momentos,
Y manda desampare el viudo lecho,
Tu tardanza increpando y mis lamentos.

Ríñame, mande, increpe, a su despecho
He de ser tuya, y tuya he de nombrarme;
De solo Ulises ha de ser mi pecho.

Él, viendo es imposible desviarme
De ti, se rinde a mi valor constante,
Y templa su importuno aconsejarme.

Gran copia de mancebos desde el Zante,
Desde Samo y Dulcigno aquí han venido
Con aparato y término arrogante.

Pretende cada cual ser mi marido,
Y todos, sin que nadie lo defienda,
Tienen por casa tu paterno nido.

Disipan y destruyen tu hacienda
Y tu riqueza, que es nuestras entrañas,
Y nadie de ellos hay que no te ofenda.

¿Qué te podré contar de las extrañas
Maldades de Pisandro y de Polibo,
Y de Medonte las infames mañas?

¿Qué del soberbio Antino, y del altivo
Erimaco, de mal seguras manos?
¿Qué de otra mucha gente que no escribo?

A los cuales, y a muchos más tiranos
Que éstos, mantienes por estar ausente,
Sufriendo yo sus términos villanos.

Iro el mendigo, pobre y maldiciente,
Y Melanio el glotón son los autores
De nuestro daño y libertad presente.

Tres somos de tu parte defensores,
y todos tres sin fuerza y sin potencia.
Contra tantos y tales amadores:

Tu padre el uno, ya sin suficiencia,
El otro yo, que siento nuestros daños,
Y Telémaco falto de experiencia.

Laertes viejo, flaco, lleno de años.
Yo mujer, y Telémaco pequeño,
A quien tengo perdido por engaños.

Perdilo agora, que en un barco isleño
(A pesar de éstos) ir tuvo ordenado
A Pilo, por buscar al que es su dueño.

Ruego a los Dioses que permita el hado
Que nos alcance en días, y él te vea
Antes del fin a todos señalado.

Esto el boyero pide, esto desea
El porquerizo, y esto al cielo santo
Demanda el alma que en te amar se emplea.

Mas ni Laertes puede valer tanto
(Los justos Dioses de esto son testigos).
Según su edad lo aflige, y más mi llanto.

Que en medio de tan fuertes enemigos.
El pueda solo defender, viviendo.
Tu reino, sin tener fuerza ni amigos.

Pero crece Telémaco, y creciendo
Su vigor y sus fuerzas con los días,
Para este hecho irán convaleciendo.

Agora está en la edad, cuando podías
Con tu favor y ciencias ampararlo,
Si no eres otro ya del que solías.

Ni yo tan grave mal puedo estorbarlo.
Que echar de casa a tantos amadores.
Siendo mujer no puedo efectuarlo.

Ven tú presto, y castiga estos traidores,
Tú que eres puerto y viento deseado
De quien gozar espera tus favores.

Un hijo tienes, justo es que industriado
Quede en la juventud tierna y florida
En las artes que al mundo has enseñado.

Tu padre está en lo extremo de su vida,
Y quiere que en su hora postrimera
Sus ojos cierres por la despedida.

Yo, que gozaba fresca primavera
Cuando partiste, y la madeja de oro
En mis cabellos se mostraba entera.

Perdido hallarás aquel decoro
De mi belleza antigua, y vuelto en plata.
Que ya acabó tu ausencia este tesoro,

Y el veloz tiempo todo lo maltrata.

Ovidio y Pedro Sánchez de Viana: Dafne y Apolo

$
0
0

DAFNE Y APOLO
Metamorfosis, Libro I, 452-567

Dafne Peneya [1] fue la que clavaba
Y primero clavó con pena extraña
A Febo, de quien siempre se quejaba.
Y no fue acaso, no, sino por maña
E ira del amor, que no oye ruego,
Cuya saeta al cielo y mundo daña.
Viole con arco y flechas Delio luego
Que había muerto al dragón, y de esta suerte
Habló con presunción al niño ciego,
Que causa fue de su dolor tan fuerte:

«Rapaz desvergonzado, di, ¿qué tiene
Que ver con esas armas tu persona?
El arco y flechas sólo a mí conviene,
Que sé con ellas adquirir corona;
Cuya diestra soberbia agora viene,
Y por su causa el mundo me corona,
Pues sabe herir las fieras y enemigo.
¿Qué tienes tú, rapaz, que ver conmigo?

»El arco, las saetas, el aljaba
Convenirme a mí solo es más que cierto,
Pues agora a Pythón, que sojuzgaba
El medio monte, he con ellas muerto.
Tú trama tus enredos con la brava
Hacha de amor en quien no esté despierto.
No quieras nombre, no, con obra ajena,
Que la alabanza tal a nadie es buena.»

«Tu arco clave (dijo el dios Cupido)
A cuantos tú quisieres; mas yo quiero
Quedes de mi saeta agora herido.
Vendrás a confesar, según espero,
Ser mi valor en tanto más crecido
Que el tuyo, y mi poder más verdadero,
Cuanto los animales a quien hieres
Menores son que tú, que Febo eres.»

Diciendo de esta suerte, por el viento
Con sus ligeras alas va volando.
Sobre Parnaso para en un momento,
Dos flechas del aljaba aparejando
Diversas en efecto y en figura,
Desdén la una, otra amor causando.
La que en causar amor no tiene cura,
Es muy aguda y de oro rutilante;
Es la otra de plomo, bota obscura.
Con ésta hirió Cupido en el instante
A la Peneya ninfa. La dorada
Clavó en el dios Apolo nuevo amante.
El ama, ella va como espantada
Del hombre de quien la ama de contino,
A casa sumamente aficionada.
Siguiendo va el intento y el camino
De Delia, casta diosa. Con tocado
Vendando su cabello de oro fino.
Aunque la piden muchos, han quedado
Menospreciados de ella, que en las fieras,
Bosques y montes pone su cuidado.
Ni cura del Amor ni sus maneras,
Ni de las bodas cura, ni Himeneo,
Huyendo de los hombres muy de veras.
Decíala el padre: «Hija, ya deseo
Tener un yerno; nietos ver querría;
Pues me los debes, cumple mi deseo.»
Mas ella, a quien delito parecía
Casarse, de vergüenza se bañaba
Con color que la rosa obscurecía,
Y con palabras blandas suplicaba
Al muy amado padre consintiese
Guardar virginidad, como pensaba.
Y para que mejor lo concediese,
Le dijo haberla Febo concedido
Que, como deseaba, casta fuese.
El padre consintió. Mas no ha querido
Consentir tu belleza tan sobrada,
Que a tu tan santo celo ha resistido.
Era de Febo Dafne deseada;
Espera de gozarla, y al presente
Su profecía se hallará burlada.
Cual se prenden las pajas de repente,
Quitadas las espigas, con la brasa
Que al valladar se enciende prestamente,
Cuando algún caminante a dicha pasa
Y pega fuego, o deja allí la llama,
Saliendo el sol de su dorada casa;
Ansí en amor el rubio dios se inflama,
Y en esperanza funda sus cuidados;
Remedio sólo a quien de veras ama.
Contempla los cabellos no trenzados,
Dice entre sí: « Si así son excelentes,
¿Qué fueran si estuvieran bien peinados?»
Ve aquellos ojos tan resplandecientes
Cual dos luceros claros, rutilantes,
Su boca y sus mejillas refulgentes.
Alaba aquellos brazos elegantes,
Más que hasta la mitad arregazados,
Divinas manos, dedos semejantes.
Imagina los miembros ocultados,
Y juzga ser mejores. Ella huye
Que los vientos serían atrás dejados,
Cuyo desdén al amador destruye.

«Oh hija (dice Febo) de Peneo,
Espérate, suplico; Ninfa, espera;
No soy yo tu enemigo, ni deseo
Enojarte, aunque me eres cruda y fiera.
Cual cierva del leopardo, y al deseo
Del fiero lobo huye la cordera,
Y la paloma al águila, de esa arte
Procuras de mis manos escaparte.

»Amor me da de espuelas a seguirte;
Triste Ío, ¿por qué huyes tan de veras?
Mira no caigas, que podrán herirte
Tus blancas piernas las espinas fieras.
Las partes por do tú pretendes irte
Fragosas son. Suplícote que quieras
Ir tu ligero curso deteniendo,
Irete más despacio yo siguiendo.

»Pero con todo eso considera
A quién ha satisfecho tu belleza:
No soy pastor, ni en la montaña fiera
Ganado guardo, oficio de bajeza.
Por no saber quién soy y mi manera,
Huyes de mí con tanta ligereza;
Quizá si mi persona conocieras,
Me esperaras, o al menos no huyeras.
Claros, Tenedos, Delfos y Patara [2]
Me sirven; es mi padre verdadero
El sumo Jove; por mí se declara
Lo pasado, presente y venidero.
La música inventé sonora y rara;
En tirar una flecha soy certero.
¡Mas ¡ay! que más lo es el que con ira
Clavó mi simple pecho con su vira!

»Remediador me llama todo el mundo;
Es invención, la medicina, mía;
De las hierbas yo sé el poder profundo;
Mas no quitan las hierbas la porfía
De amor. ¡Ay, triste yo, que me confundo
Viendo que estoy penando de tal vía,
Que mis artes, que son a todos medio,
No puedan a su dueño dar remedio!»

Quisiera más hablar; pero huyendo
La hija de Peneo va sin tiento,
Entonces aun hermosa pareciendo.
Alzábanse sus faldas con el viento,
Movíanse sus cabellos de oro fino,
Tomaba su belleza huyendo aumento;
Mas el mancebo y amador divino,
No pudiendo sufrir lo que perdía,
Tras ella apresuraba su camino.
Y de la misma suerte la seguía
Que suele el galgo vista en campo raso
La liebre y corren ambos a porfía.
Aqueste procurando con su paso
Cogerla; pero ella muy ligera
Pretendiendo escapar del duro caso.
Que el uno, semejante a quien tuviera
La presa que creía estar cogida,
Aprieta el diente fiero en gran manera;
La otra está dudosa de su vida,
Y escapa de la boca codiciosa
De quien se vio besada y no prendida.
Tal iba Apolo, tal la Ninfa hermosa:
A él hacía ligero la esperanza,
A ella hacía el temor ir presurosa.
Mas el que va siguiendo sin mudanza,
De las alas de Amor favorecido,
Es más ligero, y casi ya la alcanza.
Y sin dejar holgar la que ha seguido,
La tiene casi asida, resoplando
El oro en sus espaldas esparcido.
Mas ella con flaqueza desmayando,
De tan veloz carrera fatigada,
Ante las aguas de su padre estando,
De esta manera habló desconsolada:

«Favor, amado padre (si los ríos
Podéis favorecer), favor te pido;
Sorba la tierra ya los miembros míos
Con que tan bella Ninfa he parecido.
Y si a tan justo ruego das desvíos,
No me queriendo dar atento oído,
Transfórmame a lo menos la figura
Que me sirvió de daño y desventura.»

Su blando ruego apenas acabado,
De espasmo se ocupó su gentileza,
Habiéndola el sentido ya faltado.
Rodea sus entrañas la corteza,
Hojas son los cabellos, verdaderos
Gajos son ya los brazos de belleza.
Los pies agora, agora tan ligeros,
A la tarda raíz están asidos;
El rostro son los ramos postrimeros.
Y sólo está en los miembros convertidos
El resplandor que enantes poseía,
Y aun tiene al dios Apolo sin sentidos,
Que la diestra en el tronco puesto había,
Y parecía sentir el casto pecho
Que en la corteza nueva se escondía.
Y abrazado a sus ramas, sin provecho
Besa el madero, el cual aún rehusaba
Los amorosos besos con despecho,
A quien el sacro Febo comenzaba:

«Pues que mujer no puedes ser ya mía,
Serás, Laurel, mi árbol de contino;
Honrarás mi cabeza desde hoy día,
Desde este punto ansí lo determino.
Mi arpa ni mi aljaba no podría
Cobrar otro ornamento más divino:
Serás señal honrosa de victoria
Al capitán triunfante, y suma gloria.
Ante el palacio augusto, la portera [3]
Serás perpetuamente, muy hermosa;
Veraste al roble antiguo ser frontera,
De todas alabanzas abundosa
Y como gusto yo de cabellera,
También serás contino tú frondosa.
Y como yo soy mozo, tu figura
Será dotada siempre de verdura.»

Había dicho Febo, y abajado
Lo más alto el laurel ha consentido,
Que en lugar de cabeza lo ha inclinado.

NOTAS de la edición de 1887.
NOTA 1: Peneya, de Peneo, río que nace en la falda del Pindo y atraviesa la Tesalia de Occidente a Oriente. En sus orillas crece frondoso el laurel, y esto sin duda dio origen a la fábula de Daphne, nombre griego que significa laurel.
NOTA 2: Claros llamábase una isla del mar Egeo, inmediata a Colophón. En ella había un templo célebre y un oráculo de Apolo. Tenedos, otra isla del mar Egeo, entre Mytilena y el Helesponto, inmediato a Troya. Adoraban en ella a Apolo con el nombre de Smyntheus. Patara, pueblo de la Lycia en el Asia menor.
NOTA 3: Creen muchos comentadores que delante del palacio de los Césares había plantada una encina entre dos laureles (Ovidio , Tristes, lib. I, 3. Valerio Máximo, libro XI, c. 3).
https://delamirandola.wordpress.com/

Viewing all 639 articles
Browse latest View live