Quantcast
Channel: LITERATURA & TRADUCCIONES
Viewing all 645 articles
Browse latest View live

Max Jacob: Marzo

$
0
0


MARS

    

En dernière heure de l'hiver

j'ai découvert le vent, le vert

en ce premier jour de printemps

le vent. 

 

Le vent, le vent, le vent, le vent

Ses amplitudes phlogistiques

Nord au sud, occident, levant

sans frontière est sa république. 

 

Lustres de luxe à girandoles

prenez-en pour votre auréole.

Saint Briac en perdit sa mitre.

Il s'en vint sans coiffe au chapitre

blanc de pollen et de corolles. 

 

Enfant dingo et fandango,

les ongles roses du printemps et les falbalas de l'automne ?

gorge de pigeon et queue de paon.

Ce peu de vert

sur de l'hiver, ce peu d'hiver sur ce printemps

sont aux grenouilles de Latone

et nous n'aurons pas d'abricot.

Qui m'a pris mon Dieu dans la plaine?

 

Ce matin même en me levant

Seigneur : Ta grâce ! avec Ton sang.

Or je dis avec Madeleine :

 

« Si tu l'as emporté dis-moi où tu l'as mis. »

Satan soufflait de son haleine

le chaud, le froid, maudit Satan

qui m'a pris mon Dieu dans la plaine ?

le vent, le vent, le vent, le vent.

 

MAX JACOB

 

MARZO

 

En la última hora del invierno

he descubierto el viento, el verde

en este primer día de primavera

el viento.

 

El viento, el viento, el viento, el viento

Sus amplitudes flogísticas

Norte a sur, occidente, levante

sin frontera es su república.

 

A esas lujosas arañas con guirnaldas

úsenlas para su aureola.

Por eso San Briag perdió la mitra.

Descubierta la cabeza se fue al capítulo

blanco de polen y de corolas.

 

Niño alocado como un fandango,

¿las uñas rosadas de la primavera y los volados del otoño?

pecho de paloma y cola de pavo real.

Ese poco verde

sobre el invierno, ese poco invierno sobre la primavera

les pertenecen a las ranas de Latona

y para nosotros no habrá duraznos.

¿Quién me sacó a mi Dios en la llanura?

 

Esta misma mañana al levantarme

Señor: ¡Tu gracia! con Tu sangre.

Por eso digo con Magdalena:

 

"Si te lo llevaste dime dónde lo has puesto".

Satán soplaba con su aliento

lo caliente y lo frío, Satán maldito

¿quién me sacó a mi Dios en la llanura?

el viento, el viento, el viento, el viento.

  

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán


 


Simone Weil: La puerta

$
0
0

 

LA PORTE

 

Ouvrez-nous donc la porte et nous verrons les vergers,

Nous boirons leur eau froide où la lune a mis sa trace,

La longue route brûle ennemie aux étrangers. 

Nous errons sans savoir et ne trouvons nulle place.

Nous voulons voir des fleurs. Ici la soif est sur nous. 

Attendant et souffrant, nous voici devant la porte. 

S'il le faut nous romprons cette porte avec nos coups.

Nous pressons et poussons, mais la barrière est trop forte.

Il faut languir, attendre et regarder vainement. 

Nous regardons la porte; elle est close, inébranlable.

Nous y fixons nos yeux; nous pleurons sous le tourment ;

Nous la voyons toujours; le poids du temps nous accable. 

La porte est devant nous; que nous sert-il de vouloir?

Il vaut mieux s'en aller abandonnant l'espérance. 

Nous n'entrerons jamais. Nous sommes las de la voir.

La porte en s'ouvrant laissa passer tant de silence

Que ni les vergers ne sont parus ni nulle fleur; 

Seul l'espace immense où sont le vide et la lumière 

Fut soudain présent de part en part, combla le cœur,

Et lava les yeux presque aveugles sous la poussière. 

  

SIMONE WEIL

LA PUERTA

 

Ábrannos pues la puerta y veremos los huertos,

Beberemos el agua fría donde la luna dejó su huella,

La larga ruta arde, enemiga para con los extranjeros.

Erramos sin saber, sin encontrar lugar alguno.

Queremos ver flores. Aquí la sed pende sobre nosotros.

Esperando y sufriendo, delante de la puerta nos hallamos.

Si es preciso, con nuestros golpes la tiraremos abajo.

Presionamos y empujamos, mas la barrera es demasiado fuerte.

Hay que languidecer, esperar y mirar vanamente.

Miramos la puerta; está cerrada, inamovible.

Fijamos nuestros ojos en ella; lloramos bajo el tormento;

Seguimos viéndola; el peso del tiempo nos abruma.

La puerta está delante de nosotros; ¿de qué nos sirve querer?

Es mejor irse abandonando la esperanza.

Nunca entraremos. Estamos cansados de verla.

La puerta, al abrirse, dejó pasar tanto silencio

Que ni los huertos aparecieron ni flor alguna;

Sólo el espacio inmenso, donde residen el vacío y la luz,

Llenó de pronto el pecho, estuvo plenamente presente

Y lavó los ojos casi ciegos de permanecer bajo el polvo.

 

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán


 

Stéphane Mallarmé y Rosa Chacel: Canto del Bautista

$
0
0

 

CANTIQUE DE SAINT JEAN

 

Le soleil que sa halte

Surnaturelle exalte

Aussitôt redescend

Incandescent

 

Je sens comme aux vertèbres

S’éployer des ténèbres

Toutes dans un frisson

À l’unisson

 

Et ma tête surgie

Solitaire vigie

Dans les vols triomphaux

De cette faux

 

Comme rupture franche

Plutôt refoule ou tranche

Les anciens désaccords

Avec le corps

 

Qu’elle de jeûnes ivre

S’opiniâtre à suivre

En quelque bond hagard

Son pur regard

 

Là-haut où la froidure

Éternelle n’endure

Que vous le surpassiez

Tous ô glaciers

 

Mais selon un baptême

Illuminée au même

Principe qui m’élut

Penche un salut.

 

STÉPHANE MALLARMÉ
Hérodiade

 

CANTO DEL BAUTISTA

 

El sol que su detención

Sobrenatural exalta

Vuelve a caer prontamente

Incandescente

 

Siento como si en las vértebras

Tinieblas se desplegasen

Todas estremecimiento

En un momento

 

Y mi cabeza surgida

Solitaria vigilante

Al triunfal vuelo veloz

De esta hoz

 

Como ruptura sincera

Bien pronto rechaza o zanja

Con el cuerpo inarmonías

De otros días

 

Pues embriagada de ayunos

Ella se obstina en seguir

En brusco salto lanzada

Su pura mirada

 

Allá arriba donde eterna

La frialdad no soporta

Que la aventajéis ligeros

Oh ventisqueros

 

Pero según un bautismo

Alumbrado por el mismo

Principio que me comprende

Una salvación pende.

 

Traducción de ROSA CHACEL


 

 

Charles Péguy: El mundo moderno

$
0
0

 

EL MUNDO MODERNO

Llevo mucho tiempo diciéndolo. Hay un mundo moderno. Ese mundo moderno ha creado condiciones tales para la humanidad, tan completa y absolutamente nuevas, que todo lo que sabemos gracias a la historia, todo lo que hemos aprendido de las humanidades anteriores, no puede servirnos de nada, no puede hacernos avanzar en el conocimiento del mundo en que vivimos. No hay precedentes. Por primera vez en la historia del mundo, todos los poderes espirituales han sido expulsados, no por los poderes materiales, sino por un solo poder material, que es el poder del dinero. Y para ser justos debemos incluso decir: Por primera vez en la historia del mundo todos los poderes espirituales juntos, con un mismo impulso, y todos los otros poderes materiales juntos, con un mismo impulso que es el mismo, han sido expulsados por un solo poder material que es el poder del dinero. Por primera vez en la historia del mundo todos los poderes espirituales juntos y todos los demás poderes materiales juntos, con un único impulso y con un mismo impulso, han retrocedido sobre la faz de la tierra. Y como una gran línea han retrocedido en toda la línea. Por primera vez en la historia del mundo, el dinero es amo sin límite ni medida.

Por primera vez en la historia del mundo, el dinero está solo, frente al espíritu. (E incluso está solo frente a las otras materias).

Por primera vez en la historia del mundo el dinero está solo delante de Dios.

Ha recogido en sí mismo todo lo que era venenoso en lo temporal, y ahora el hecho está consumado. Por no se sabe qué espantosa aventura, por no se sabe qué aberración del mecanismo, por un desfasaje, por un mal funcionamiento, por un monstruoso enloquecimiento de la mecánica, lo que debería servir sólo para el intercambio ha invadido completamente el valor a intercambiar.

No hay que decir únicamente, por lo tanto, que en el mundo moderno la escala de valores se ha trastornado. Hay que decir que ha sido aniquilada, ya que el aparato de medición e intercambio y evaluación ha invadido todo el valor que él estaba destinado a medir, intercambiar, evaluar.

El instrumento se ha convertido en la materia y el objeto y el mundo.

Es un cataclismo tan nuevo, es un acontecimiento tan monstruoso, es un fenómeno tan fraudulento como si el calendario se pusiera él mismo a ser el año, el año verdadero (y esto es un poco lo que ocurre en la historia); y como si el reloj se pusiera a ser el tiempo, y el metro con sus centímetros se pusiera a ser el mundo medido; y como si el número con su aritmética se pusiera a ser el mundo contado.

De ahí proviene esta inmensa prostitución del mundo moderno. No proviene de la lujuria. No es digna de ella. Proviene del dinero. Proviene de esa universal intercambiabilidad.

Y, principalmente, de esa avaricia y de esa venalidad que, como hemos visto, eran dos casos particulares (y quizás y a menudo el mismo) de esa universal intercambiabilidad.

El mundo moderno no es universalmente prostibulario por la lujuria. Es totalmente incapaz de serlo. Es universalmente prostibulario porque es universalmente intercambiable.

No se ha procurado la bajeza y la infamia con su dinero. Pero como todo lo había reducido al dinero, resultó que todo era bajeza e infamia.

Hablaré en un lenguaje grosero. Diré: Por primera vez en la historia del mundo el dinero es el amo del cura así como es el amo del filósofo. Es el amo del pastor así como es el amo del rabino. Y es el amo del poeta así como es el amo del escultor y del pintor.

El mundo moderno ha creado una nueva situación, nova ab integro. El dinero es el amo del estadista así como es el amo del empresario. Y es el amo del magistrado así como es el amo del ciudadano común. Y es el amo del Estado así como es el amo de la escuela. Y es el amo de lo público así como es el amo de lo privado.

Y es el amo de la justicia más profundamente que cuando era el amo de la iniquidad. Y es el amo de la virtud más profundamente que cuando era el amo del vicio.

Es el amo de la moral más profundamente que cuando era el amo de las inmoralidades.

Esa universal venalidad del mundo moderno no proviene de la blandura sino, por el contrario, proviene de una rigidez que es la rigidez del dinero. Así como hemos diferenciado lo rígido de lo duro, tenemos que diferenciar lo flexible de lo blando. Así como las morales flexibles son más exactas y más severas y más exigentes que las morales rígidas, las inmoralidades rígidas son más peligrosas, y más fraudulentas, y más corruptas que las inmoralidades blandas.

 

CHARLES PÉGUY

 Note sur M. Descartes et la philosophie cartésienne. (Extrait.)

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán


LE MONDE MODERNE

Je l’ai dit depuis longtemps. Il y a le monde moderne. Ce monde moderne a fait à l’humanité des conditions telles, si entièrement et si absolument nouvelles, que tout ce que nous savons par l’histoire, tout ce que nous avons appris des humanités précédentes ne peut aucunement nous servir, ne peut pas nous faire avancer dans la connaissance du monde où nous vivons. Il n’y a pas de précédents. Pour la première fois dans l’histoire du monde les puissances spirituelles ont été toutes ensemble refoulées non point par les puissances matérielles mais par une seule puissance matérielle qui est la puissance de l’argent. Et pour être juste il faut même dire : Pour la première fois dans l’histoire du monde toutes les puissances spirituelles ensemble et du même mouvement et toutes les autres puissances matérielles ensemble et d’un même mouvement qui est le même ont été refoulées par une seule puissance matérielle qui est la puissance de l’argent. Pour la première fois dans l’histoire du monde toutes les puissances spirituelles ensemble et toutes les autres puissances matérielles ensemble et d’un seul mouvement et d’un même mouvement ont reculé sur la face de la terre. Et comme une immense ligne elles ont reculé sur toute la ligne. Pour la première fois dans l’histoire du monde l’argent est maître sans limitation ni mesure.

Pour la première fois dans l’histoire du monde l’argent est seul, en face de l’esprit. (Et même il est seul en face des autres matières.)

Pour la première fois dans l’histoire du monde l’argent est seul devant Dieu.

Il a ramassé en lui tout ce qu’il y avait de vénéneux dans le temporel, et à présent c’est fait. Par on ne sait quelle effrayante aventure, par on ne sait quelle aberration de mécanisme, par un décalage, par un dérèglement, par un monstrueux affolement de la mécanique ce qui ne devait servir qu’à l’échange a complètement envahi la valeur à échanger.

Il ne faut donc pas dire seulement que dans le monde moderne l’échelle des valeurs a été bouleversée. Il faut dire qu’elle a été anéantie, puisque l’appareil de mesure et d’échange et d’évaluation a envahi toute la valeur qu’il devait servir à mesurer, échanger, évaluer.

L’instrument est devenu la matière et l’objet et le monde.

C’est un cataclysme aussi nouveau, c’est un événement aussi monstrueux, c’est un phénomène aussi frauduleux que si le calendrier se mettait à être l’année elle- même, l’année réelle, (et c’est bien un peu ce qui arrive dans l’histoire); et si l’horloge se mettait à être le temps et si le mètre avec ses centimètres se mettait à être le monde mesuré; et si le nombre avec son arithmétique se mettait à être le monde compté.

De là est venue cette immense prostitution du monde moderne. Elle ne vient pas de la luxure. Elle n’en est pas digne. Elle vient de l’argent. Elle vient de cette universelle interchangeabilité.

Et notamment de cette avarice et de cette vénalité que nous avons vu qui étaient deux cas particuliers, (et peut-être et souvent le même), de cette universelle interchangeabilité.

Le monde moderne n’est pas universellement prostitutionnel par luxure. Il en est bien incapable. Il est universellement prostitutionnel parce qu’il est universellement interchangeable.

Il ne s’est pas procuré de la bassesse et de la turpitude avec son argent. Mais parce qu’il avait tout réduit en argent, il s’est trouvé que tout était bassesse et turpitude.

Je parlerai un langage grossier. Je dirai : Pour la première fois dans l’histoire du monde l’argent est le maître du curé comme il est le maître du philosophe. Il est le maître du pasteur comme il est le maître du rabbin. Et il est le maître du poète comme il est le maître du statuaire et du peintre.

Le monde moderne a créé une situation nouvelle, nova ab integro. L’argent est le maître de l’homme d’État comme il est le maître de l’homme d’affaires. Et il est le maître du magistrat comme il est le maître du simple citoyen. Et il est le maître de l’État comme il est le maître de l’école. Et il est le maître du public comme il est le maître du privé.

Et il est le maître de la justice plus profondément qu’il n’était le maître de l’iniquité. Et il est le maître de la vertu plus profondément qu’il n’était le maître du vice.

Il est le maître de la morale plus profondément qu’il n’était le maître des immoralités.

 

Cette universelle vénalité du monde moderne ne vient pas de mollesse mais au contraire elle vient d’une raideur qui est la raideur de l’argent. De même que nous avons déclassé le raide du dur, de même il faut déclasser le souple du mou. De même que les morales souples sont plus exactes et plus sévères et plus astreignantes que les morales raides, de même les immoralités raides sont plus dangereuses, et plus frauduleuses, et plus véreuses que les immoralités molles.

Max Jacob: Delante de la columna blanca de una iglesia

$
0
0

DEVANT UNE COLONNE BLANCHE D'ÉGLISE

 

Oublies-tu que je me souviens ?

non ! souviens-toi que je t'oublie

Amour la moitié de ma vie

amour... que serai-je demain ?

 

De l'autre côté de la vie,

de l'autre côté des douleurs,

dans la cathédrale pâlie

haletant après l'heure et l'heure

les colonnes ainsi que des scies

oblitèrent jusqu'à mon cœur.

Doux Sang de Dieu ! vous, à mes pieds ?

le reste de moi, la colonne !

faible et dressé, je Vous le donne :

puisse-t-il servir de colombier

au Saint Époux de la Madone.

 

Tremble ! tout pardonné je me dresse et je tremble !

affliction d'un dieu ! c'était avant ma mort !

le désir n'était plus : son image est le temple

et la colonne blanche a les pieds dans mon sort.

 

Douce mère de Dieu !... serais-je encor vivant ?

 

Colonne, par le temps ! et moi, par mon martyre !

quoi ! vous êtes de pierre ! je le serais, sans Dieu !

La colonne trembla quand Jésus fut martyr,

moi je tremble et des pleurs me viennent vers les yeux

quand le chaud vent de Dieu me vient de l'infini.

Tressaillez ! au-delà de l'atteinte des mains

notre vie à tous deux se repose et s'éteint,

avec précaution vit et meurt et revit.

 

Pour mon puissant amour et mon plus fort dédain

comme on verrait dans un vaste miroir sans tain

s'attirer et se nuire des poules bigarrées

je vois le lys profond, la rose qui succombe

au poids fécond de ses entrailles, ...

circuler le touriste, photographe égaré

parmi l'herbe fleurie des tombes.

 

Je suis mourant d'avoir compris

que notre terre n'est d'aucun prix.

MAX JACOB 


DELANTE DE LA COLUMNA BLANCA DE UNA IGLESIA

 

¿Olvidas que me acuerdo?

¡no! recuerda que te olvido

Amor la mitad de mi vida

amor... ¿qué seré yo mañana?

 

Del otro lado de la vida

Del otro lado de los dolores,

en la catedral empalidecida

en vilo por la hora y la hora

las columnas como sierras

me obliteran hasta el corazón.

¡Dulce Sangre de Dios! ¿Tú, a mis pies?

el resto de mí, ¡la columna!

débil y erguido, te lo entrego:

que ojalá sirva de palomar

al Santo Esposo de la Madona.

 

¡Tiemblo! ¡Del todo perdonado, me levanto y tiemblo!

¡aflicción de un dios! ¡era antes de mi muerte!

el deseo ya no existía: su imagen es el templo

y la columna blanca posa sus pies en mi destino.

 

¡Dulce madre de Dios!... ¿sigo estando aún vivo?

 

¡Columna, por el tiempo! ¡y yo, por mi martirio!

¿Cómo? ¡estás hecha de piedra! ¡sin Dios, también yo lo estaría!

La columna tembló cuando Jesús fue mártir,

yo tiemblo y las lágrimas me brotan de los ojos

cuando el cálido viento de Dios me llega desde el infinito.

¡Estremézcanse! más allá del alcance de las manos

la vida de nosotros dos descansa y se apaga,

con precaución vive y muere y vuelve a vivir.

 

Por mi más fuerte amor y mi desdén más fuerte

como uno vería en un vasto espejo de dos caras

gallinas coloridas que se acercan y se atacan

veo el lirio profundo, la rosa que sucumbe

bajo el peso fecundo de sus entrañas, ...

el turista  que deambula, fotógrafo perdido

entre la hierba florecida de las tumbas.

 

Estoy muriéndome por haber comprendido

que nuestra tierra no cuenta para nada.

  

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán


 

Jean-Paul Sartre: Stéphane Mallarmé

$
0
0

 

MALLARMÉ

Hijo y nieto de un empleado público, criado por una deplorable abuela, Mallarmé, muy tempranamente, siente crecer en él una revuelta que no encuentra su punto de aplicación. La sociedad, la Naturaleza, la familia, todo lo cuestiona, incluso el pobre niño pálido que ve en el espejo. Pero la eficacia de la impugnación es inversamente proporcional a su alcance. Por supuesto, hay que hacer estallar el mundo: pero ¿cómo hacerlo sin ensuciarse las manos? Una bomba es una cosa del mismo modo que lo es una silla estilo Imperio: un poco más malvada, eso es todo; ¡cuántas intrigas y compromisos para poder ponerla en el lugar correcto! Mallarmé no es, no será un anarquista: rechaza cualquier acción singular; su violencia —lo digo sin ironía— es tan completa y tan desesperada que se transforma en una tranquila idea de violencia. No, no va a hacer estallar el mundo: lo pondrá entre paréntesis. Elige el terrorismo de la cortesía; con las cosas, con las personas, con él mismo, mantiene siempre una imperceptible distancia. Es esa distancia la que quiere expresar antes que nada en sus versos.

En la época de los primeros poemas, el acto poético de Mallarmé es, ante todo, una recreación. Se trata de asegurarse de que uno realmente está donde debe estar. Mallarmé detesta su nacimiento: escribe para borrarlo. Como dice Blanchot, el mundo de la prosa se basta a sí mismo y no hay que dar por descontado que nos proporcionará por sí mismo las razones para ir más allá de él. Si el poeta puede aislar un objeto poético en el mundo, es porque ya está sujeto a las exigencias de la Poesía; en una palabra, es engendrado por ella. Mallarmé siempre entendió esta “vocación” como un imperativo categórico. Lo que lo impulsa no es la urgencia de las impresiones, su riqueza o la violencia de los sentimientos. Es una orden: “Con tu obra mostrarás que mantienes el universo a raya”. Y, en efecto, sus primeros versos no tienen otro tema fuera de la poesía en sí misma. Se ha señalado que el Ideal al que constantemente se hace referencia en los poemas termina siendo una abstracción, el disfraz poético de una simple negación: es la región indeterminada a la que hay que acercarse cuando uno se aleja de la realidad. Esa región servirá de coartada: el resentimiento y el odio que nos incitan a ausentarnos del ser serán disimulados con el pretexto de que nos alejamos de él para alcanzar el ideal.

Pero habría que haber creído en Dios: Dios garantiza la Poesía. Los poetas de la generación anterior eran profetas menores: por sus bocas, Dios hablaba. Mallarmé ya no cree en Dios. Las ideologías destruidas no se derrumban de un solo golpe, dejan pedazos de muros en las mentes. Después de haber matado a Dios con sus propias manos, Mallarmé quería todavía una garantía divina; la Poesía tenía que seguir siendo trascendente aunque él hubiera suprimido la fuente de toda trascendencia: una vez Dios muerto, la inspiración sólo podía provenir de fuentes deleznables. ¿Y en qué basar la exigencia poética? Mallarmé todavía oía la voz de Dios, pero percibía en ella el clamor vago de la naturaleza. Del mismo modo que, por la noche, alguien susurra en la habitación... y es el viento. El viento o los antepasados: sigue siendo cierto que la prosa del mundo no inspira poemas; sigue siendo cierto que el verso requiere ya haber existido; sigue siendo cierto que uno lo oye cantar dentro de sí mismo antes de escribirlo. Pero es por medio de una mistificación: porque el nuevo verso que está a punto de nacer es de hecho un verso antiguo que quiere resucitar. Así, los poemas que pretenden subir de nuestro corazón a nuestros labios provienen, en verdad, de nuestra memoria. ¿La inspiración? Reminiscencias, eso es todo. Mallarmé divisa en el futuro una joven imagen de sí mismo que le hace señas; se acerca: era su padre. Sin duda el tiempo es una ilusión: el futuro es sólo el aspecto aberrante que toma el pasado a los ojos del hombre. Esa desesperación —que Mallarmé llamaba entonces su impotencia, porque lo inclinaba a rechazar todas las fuentes de inspiración y todos los temas poéticos que no fueran el concepto abstracto y formal de la Poesía— lo incita a postular toda una metafísica, es decir, una especie de materialismo analítico y vagamente espinosista. No existe nada más que la materia, el eterno murmullo del ser, un espacio “parecido a sí mismo, ya sea que aumente o que se niegue”. La aparición del hombre transforma para él lo eterno en temporalidad y lo infinito en azar. En sí misma, de hecho, la serie infinita y eterna de las causas es todo lo que puede ser; un entendimiento que todo lo conociese captaría tal vez la absoluta necesidad. Pero para un modo finito el mundo aparece como un encuentro perpetuo, una absurda sucesión de azares. Si esto es cierto, las razones de nuestra razón son tan locas como las razones de nuestro corazón, los principios de nuestro pensamiento y las categorías de nuestra acción son engañifas: el hombre es un sueño imposible. Así, la impotencia del poeta simboliza la imposibilidad de ser hombre. Sólo existe una tragedia, siempre la misma “y que se resuelve inmediatamente, cuando se muestra la derrota que se lleva a cabo fulgurantemente”. Esta tragedia: “Lanza los dados... Quien creó halla que es materia, bloques, dados”. Había dados, hay dados; había palabras, hay palabras. El hombre: la ilusión volátil que se cierne sobre los movimientos de la materia. Mallarmé, criatura de pura materia, quiere producir un orden superior a la materia. Su impotencia es teológica: la muerte de Dios le creaba al poeta el deber de reemplazarlo; fracasa. El hombre de Mallarmé, como el de Pascal, se expresa en términos de drama y no en términos de esencia: “Señor latente que no puede llegar a ser”, se define a sí mismo por su imposibilidad. “Es ese juego insensato de la escritura, arrogarse en virtud de una duda algún deber de recrearlo todo con reminiscencias”. Pero “la naturaleza tiene lugar, no le añadiremos nada”. En tiempos sin futuro, bloqueados por la voluminosa estatura de un rey o por el indiscutible triunfo de una clase, la invención parece una pura reminiscencia: todo está dicho, uno llega demasiado tarde. Ribot hará pronto la teoría de esa impotencia, componiendo nuestras imágenes mentales con recuerdos. En la obra de Mallarmé se vislumbra una metafísica pesimista: habría en la materia, informe infinidad, una especie de apetito oscuro por volver a sí mismo para conocerse: para iluminar su oscura infinidad produciría esos jirones de pensamientos que llamamos hombres, esas llamas desgarradas. Pero la dispersión infinita desgarra y dispersa la Idea. El hombre y el azar nacen al mismo tiempo, y el uno del otro. El hombre es un fracasado, un “lobo” entre “lobos”. Su grandeza es vivir su defecto de fabricación hasta el estallido final.

¿No es hora de estallar? Mallarmé, en Turnón, en Besanzón, en Aviñón, consideró muy seriamente el suicidio. En primer lugar, la conclusión es obvia: si el hombre es imposible, hay que manifestar esa  imposibilidad empujándola hasta el punto en que se destruye a sí misma. Por una vez, la causa de nuestra acción no puede ser la materia. El ser sólo produce el ser; si el poeta elige el no ser como consecuencia de su no posibilidad, es el No el que es la causa de la Nada: un orden humano se establece contra el ser por la misma desaparición del Hombre. Incluso antes de Mallarmé, Flaubert ya había tentado a San Antonio en estos términos: “(Date muerte a ti mismo.) Hacer algo que nos iguale a Dios, imagínalo. Él te creó, tú vas a destruir su trabajo, tú, con tu valor, libremente”. ¿No es eso lo que siempre quiso? Hay, en el suicidio que medita, algo de un crimen terrorista. ¿Y acaso no dijo que el suicidio y el crimen eran los únicos actos sobrenaturales que se pueden hacer? Corresponde a ciertos hombres confundir su drama con el de la humanidad; eso es lo que los salva: ni por un momento Mallarmé duda de que la raza humana, si se mata a sí mismo, no morirá en él en su totalidad; ese suicidio es un genocidio. Desaparecer: así se le devolvería al ser su pureza. Puesto que el azar surge con el hombre, con él se desvanecerá: "El infinito, finalmente, escapa a mi familia, que ha sufrido por ello —viejo espacio— ningún azar... Eso tenía que ocurrir en las combinaciones del Infinito. Frente al Absoluto Necesario —extrae la Idea." A través de generaciones de poetas, poco a poco, la idea poética meditaba en la contradicción que la hace imposible. La muerte de Dios hizo caer el último velo: estaba reservado al último vástago de la raza vivir esa contradicción en su pureza —y morir de ella, dando así la conclusión poética de la historia humana. Sacrificio y genocidio, afirmación y negación del hombre, el suicidio de Mallarmé reproducirá el movimiento de los dados: la materia vuelve a ser materia.

Pero si la crisis, sin embargo, no terminó con su muerte, es porque un "rayo absoluto" fue a golpear sus ventanas: en esa experiencia en blanco de muerte voluntaria, Mallarmé descubrió repentinamente su doctrina. Si el suicidio es efectivo, es porque reemplaza la negación abstracta y vana de todo el ser con un trabajo negativo. En términos hegelianos se podría decir que la meditación del acto absoluto hace que Mallarmé pase del "estoicismo", pura afirmación formal del pensamiento frente al ser libre, al escepticismo que "es la realización de aquello de lo que el estoicismo es sólo el concepto... (En el escepticismo) el pensamiento se convierte en pensamiento perfecto, aniquilando el ser del mundo en la múltiple variedad de sus determinaciones, y la negatividad de la conciencia de sí mismo se convierte en negatividad real", el primer impulso de Mallarmé fue tomar distancia con el disgusto y la condena universal. Refugiado en lo alto de su espiral, el heredero"no se atrevía a moverse", por miedo a venirse abajo. Pero ahora se da cuenta de que la negación universal es equivalente a la ausencia de negación. Negar es un acto: todo acto debe ser insertado en el tiempo y ejercido sobre un contenido particular. El suicidio es un acto porque destruye efectivamente un ser y porque hace que el mundo quede habitado por una ausencia.

Si el ser es dispersión, el hombre, al perder su ser, gana una incorruptible unidad; más aún, su ausencia ejerce una acción astringente sobre el ser del universo; semejante a las formas aristotélicas, la ausencia condensa las cosas, las penetra en su unidad secreta. Es el movimiento mismo del suicidio lo que debe ser reproducido en el poema. Puesto que el hombre no puede crear, pero aún tiene el recurso de destruir, puesto que se afirma a sí mismo con el mismo acto que lo destruye, el poema será por lo tanto una obra de destrucción. Considerada desde el punto de vista de la muerte, la poesía será, como bien dice Blanchot, "ese lenguaje cuya única fuerza es no ser, cuya única gloria es evocar, en su propia ausencia, la ausencia de todo". Mallarmé puede escribir altivamente a Lefébure que la Poesía se ha vuelto crítica. Al arriesgarse por completo, Mallarmé se muestra a sí mismo, a la luz de la muerte, en su esencia de hombre y de poeta. No abandonó su rechazo por todo, simplemente lo hizo efectivo. Pronto podrá escribir que "el poema es la única bomba". Tanto que, a veces, llega a creer que se ha matado en serio.

No es por azar que Mallarmé escribe la palabra "Nada"en la primera página de sus Poemas Completos ("Nada, esa espuma, ese virgen verso..."). Puesto que el poema es el suicidio del hombre y de la poesía, el ser debe finalmente encerrarse en esa muerte, es preciso que el momento de plenitud poética corresponda al de la anulación. Así, la verdad que ha surgido de estos poemas es la nada: "No habrá tenido más que el lugar". Conocemos la extraordinaria lógica negativa que inventó, cómo bajo su pluma un encaje es abolido para abrir sólo la ausencia de una cama mientras que el "puro vaso de ninguna bebida" agoniza sin consentir en esperar nada que anuncie una rosa invisible o cómo una tumba sólo está llena "con la ausencia de pesados ramos". "El virgen, el vivaz, el hermoso presente" brinda un ejemplo perfecto de esa anulación interna del poema. El "presente"con su futuro no es más que una ilusión, el presente se reduce al pasado, un cisne que creía actuar es sólo un recuerdo de sí mismo y, sin esperanza se inmoviliza "en el sueño frío de desprecio"; una apariencia de movimiento se desvanece, sólo queda la superficie infinita e indiferenciada del hielo. La explosión de colores y formas nos revela un símbolo sensible que nos remite a la tragedia humana, y esta última se disuelve en la nada: tal es el movimiento interno de esos poemas inauditos, que son a la vez palabras silenciosas y objetos falsos. Para terminar, en su propia desaparición, habrán evocado los contornos de algún objeto "fugitivo que falta" y su propia belleza será como una prueba a priori de que la falta de ser es una forma de ser.

Falsa prueba: Mallarmé es demasiado lúcido para no comprender que ninguna experiencia singular puede contradecir los principios en cuyo nombre se establece. Si el Azar está en el principio, "nunca una tirada de dados lo abolirá". En un acto en que está en juego el azar, siempre es el azar el que logra su propia Idea al afirmarse o al negarse a sí mismo. En el poema, es el propio azar el que se niega a sí mismo; la poesía nacida del azar y que lucha contra él, suprime el azar aboliéndose a sí misma porque su abolición simbólica es la del hombre. Pero todo esto, en realidad, no es más que una superchería. La ironía de Mallarmé proviene del hecho de que conoce la absoluta vanidad y necesidad de su obra, y puede ver en ella el par de opuestos sin síntesis que, perpetuamente, se generan y repelen: el azar que crea la necesidad, esa ilusión del hombre —ese elemento de la naturaleza enloquecida que crea el azar como lo que lo limita y lo define por el contrario, necesidad que niega el azar"pie a pie"en los versos, ya que el azar a su vez niega la necesidad puesto que el full employment de las palabras es imposible y la necesidad suprime el azar a su vez con el suicidio del Poema y de la poesía. Hay en Mallarmé un triste mistificador: creó y mantuvo entre sus amigos y discípulos la ilusión de una gran obra en la que, repentinamente, el mundo desaparecería; afirmaba estar preparándose para ello. Pero él sabía perfectamente bien la imposibilidad de semejante empresa. Simplemente, era necesario que su propia vida pareciera estar subordinada a ese objeto ausente: la explicación Órfica de la Tierra (que no es otra que la poesía misma); y no puedo creer que no creyera que su muerte iba a eternizar esa relación con el Orfismo como la más alta ambición del poeta, y que no contemplara su fracaso como la trágica imposibilidad del hombre. Un poeta que muere a la edad de veinticinco años, matado por el sentimiento de su impotencia: eso es noticia. Un poeta de cincuenta y seis años que muere en el momento en que ha comprendido poco a poco todos sus medios y está listo para comenzar su obra: ésa es la tragedia misma del hombre. La muerte de Mallarmé es una mistificación memorable.

Pero es una mistificación por medio de la verdad: "Histrión verídico de sí mismo", Mallarmé interpretó delante de todos durante treinta años esa tragedia unipersonal que a menudo soñaba con escribir. Fue el "señor latente que no logra llegar a ser, sombra juvenil de todos, que pertenece así un poco al mito... que le impone a los vivos una modestia sutil y por medio de la sutil invasión de su presencia". En el sistema complejo de esa comedia, sus poemas tenían que ser un fracaso para ser perfectos. No bastaba con que abolieran el idioma y el mundo, ni siquiera que se anularan a sí mismos; tenían que ser, además, vanos bocetos en vistas de una obra inaudita e imposible que el azar de una muerte le impediría comenzar. Todo está en orden si uno considera esos suicidios simbólicos a la luz de una muerte accidental, el ser a la luz de la nada. Por un efecto inesperado, ese naufragio atroz le confiere a cada uno de los poemas realizados una necesidad absoluta. Su significado más conmovedor proviene del hecho de que nos entusiasman y de que su autor no los estimaba en nada. Les dio su toque final cuando, en la víspera de su muerte, fingió pensar sólo en su obra futura, y cuando les escribió a su esposa e hija: "Piensen en lo hermoso que hubiera sido eso". ¿Verdad? ¿Mentira? Pero es el hombre mismo, el hombre por entero lo que Mallarmé quiso ser: el hombre que se moría en todo el planeta por la desintegración de un átomo o un enfriamiento del Sol, y que susurraba al pensar en la Sociedad que quería construir: "Piensen en lo hermoso que hubiera sido eso".

Héroe, profeta, mago y actor trágico, ese pequeño hombre femenino, discreto, poco dado a las mujeres, merece haber muerto en el umbral de nuestro siglo: lo anuncia. Más y mejor que Nietzsche, vivió la Muerte de Dios; mucho antes que Camus, sintió que el suicidio es la pregunta original que el hombre debe hacerse a sí mismo; su lucha de cada día contra el azar, otros la retomaron sin ir más allá de su lucidez; ya que, después de todo, se preguntaba a sí mismo: ¿podemos encontrar en el determinismo un camino para salir de él? ¿Se puede invertir la praxis y recuperar la subjetividad reduciendo el universo y uno mismo a lo objetivo? Aplicó sistemáticamente al arte lo que hasta entonces no era más que un principio filosófico y que se convertiría en una máxima de la política: "Hacer y, haciendo, hacerse a uno mismo"; poco antes del desarrollo gigantesco de la técnica, inventó una técnica de la poesía; en el momento en que Taylor había decidido movilizar a los hombres para conferirle a su trabajo toda su eficacia, movilizó el lenguaje para garantizar la plena productividad de las palabras. Pero lo que resulta más conmovedor, me parece, es esa angustia metafísica que tan plena y modestamente experimentó. Nunca pasó un día sin sentir la tentación de matarse, y si vivió, fue por su hija. Pero esa muerte aplazada le dio una especie de ironía encantadora y destructiva: su "iluminación nativa" fue, sobre todo, el arte de encontrar y establecer en su vida cotidiana e incluso en su percepción un "dos a dos roedor", en el que comprometió todos los objetos de este mundo. Fue totalmente poeta, estuvo totalmente comprometido en la destrucción crítica de la poesía por sí misma; y al mismo tiempo, permaneció fuera; silfo de los fríos cielorrasos, se miraba a sí mismo: si la materia produce poesía, ¿tal vez el pensamiento lúcido de la materia escapa al determinismo? Así su poesía misma está entre paréntesis; un día le enviaron algunos dibujos que le gustaron; pero le gustó en particular uno de un viejo mago sonriente y triste: "Porque—dijo— sabe muy bien que su arte es una impostura. Pero también parece decir: Podría haber sido verdad".

 

JEAN-PAUL SARTRE

Prefacio à Mallarmé, Éditions Gallimard, collection Poésie, Paris, 1966

Situations IX

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán

 


MALLARMÉ

Fils et petit-fils de fonctionnaire, élevé par une regrettable grand-mère, Mallarmé sent croître en lui de bonne heure une révolte qui ne trouve pas son point d’application. La société, la Nature, la famille, il conteste tout, jusqu’au pauvre enfant pâle qu’il aperçoit dans la glace. Mais l’efficacité de la contestation est en raison inverse de son étendue. Bien sûr, il faut faire sauter le monde : mais comment y parvenir sans se salir les mains. Une bombe est une chose au même titre qu’un fauteuil Empire : un peu plus méchante, voilà tout; que d’intrigues et de compromissions pour pouvoir la placer où il faut. Mallarmé n’est pas, ne sera pas anarchiste : il refuse toute action singulière; sa violence —je le dis sans ironie — est si entière et si désespérée qu’elle se change en calme idée de violence. Non, il ne fera pas sauter le monde : il le mettra entre parenthèses. Il choisit le terrorisme de la politesse; avec les choses, avec les hommes, avec lui- même, il conserve toujours une imperceptible distance. C’est cette distance qu’il veut exprimer d’abord dans ses vers.

Au temps des premiers poèmes, l’acte poétique de Mallarmé est d’abord une recréation. Il s’agit de s’assurer qu’on est bien là où l’on doit être. Mallarmé déteste sa naissance : il écrit pour l’effacer. Comme le dit Blanchot, l’univers de la prose se suffit et il ne faut pas compter qu’il nous fournira de lui-même les raisons de le dépasser. Si le poète peut isoler un objet poétique dans le monde, c’est qu’il est déjà soumis aux exigences de la Poésie; en un mot il est engendré par elle. Mallarmé a toujours conçu cette « vocation » comme un impératif catégorique. Ce qui le pousse, ce n’est pas l’urgence des impressions, leur richesse ni la violence des sentiments. C’est un ordre : « Tu manifesteras par ton œuvre que tu tiens l’univers à distance. » Et ses premiers vers, en effet, n’ont d’autre sujet que la Poésie elle-même. On a fait remarquer que l’Idéal dont il est sans cesse question dans les poèmes reste une abstraction, le travestissement poétique d’une simple négation : c’est la région indéterminée dont il faut bien se rapprocher quand on s’éloigne de la réalité. Elle servira d’alibi : on dissimulera le ressentiment et la haine qui incitent à s’absenter de l’être en prétendant qu’on s’éloigne pour rejoindre l’idéal.

Mais il eût fallu croire en Dieu : Dieu garantit la Poésie. Les poètes de la génération précédente étaient des prophètes mineurs : par leur bouche, Dieu parlait. Mallarmé ne croit plus en Dieu. Or, les idéologies ruinées ne s’effondrent pas d’un seul Coup, elles laissent des pans de murs dans les esprits. Après avoir tué Dieu de ses propres mains, Mallarmé voulait encore une caution divine; il fallait que la Poésie demeurât transcendante bien qu’il eût supprimé la source de toute transcendance : Dieu mort, l’inspiration ne pouvait naître que de sources crapuleuses. Et sur quoi fonder l’exigence poétique. Mallarmé entendait encore la voix de Dieu mais il y discernait les clameurs vagues de la nature. Ainsi, le soir, quelqu’un chuchote dans la chambre — et c’est le vent. Le vent ou les ancêtres : il reste vrai que la prose du monde n’inspire pas de poèmes; il reste vrai que le vers exige d’avoir existé déjà ; il reste vrai qu’on l’entend chanter en soi avant de l’écrire. Mais c’est par une mystification : car le vers neuf qui va naître, c’est en fait un vers ancien qui veut ressusciter. Ainsi les poèmes qui prétendent monter de notre cœur à nos lèvres remontent, en vérité, de notre mémoire. L’inspiration? Des réminiscences, un point c’est tout. Mallarmé entrevoit dans l’avenir une jeune image de lui-même qui lui fait signe; il s’approche : c’était son père. Sans doute le temps est-il une illusion : le futur n’est que l’aspect aberrant que prend le passé aux yeux de l’homme. Ce désespoir — que Mallarmé nommait alors son impuissance, car il l’inclinait à refuser toutes les sources d’inspiration et tous les thèmes poétiques qui ne fussent pas le concept abstrait et formel de Poésie — l’incite à postuler toute une métaphysique, c’est-à-dire une sorte de matérialisme analytique et vaguement spinoziste. Rien n’existe que la matière, éternel clapotis de l’être, espace « pareil à soi qu’il s’accroisse ou se nie ». L’apparition de l’homme transforme pour celui- ci l’éternel en temporalité et l’infini en hasard. En elle-même en effet la série infinie et éternelle des causes est tout ce qu’elle peut être; un entendement tout connaissant en saisirait peut-être l’absolue nécessité. Mais pour un mode fini le monde apparaît comme une perpétuelle rencontre, une absurde succession de hasards. Si cela est vrai, les raisons de notre raison sont aussi folles que les raisons de notre cœur, les principes de notre pensée et les catégories de notre action sont des leurres : l’homme est un rêve impossible. Ainsi l'impuissance du poète symbolise l’impossibilité d’être homme. Il n’y a qu’une tragédie, toujours la même « et qui est résolue tout de suite, le temps d’en montrer la défaite qui se déroule fulguramment ». Cette tragédie : « Il jette les dés... Qui créa se retrouve la matière, les blocs, les dés. » Il y avait les dés, il y a les dés; il y avait les mots, il y a les mots. L’homme : l’illusion volatile qui voltige au-dessus des mouvements de la matière. Mallarmé, créature de pure matière, veut produire un ordre supérieur à la matière. Son impuissance est théologique : la mort de Dieu créait au poète le devoir de le remplacer; il échoue. L’homme de Mallarmé comme celui de Pascal s’exprime en termes de drame et non en termes d’essence : « Seigneur latent qui ne peut devenir », il se définit par son impossibilité. « C’est ce jeu insensé d’écrire, s’arroger en vertu d’un doute quelque devoir de tout recréer avec des réminiscences. »Mais « la Nature a lieu, on n’y ajoutera pas ». Aux époques sans avenirs, barrées par la volumineuse stature d’un roi ou par l’incontestable triomphe d’une classe, l’invention semble une pure réminiscence : tout est dit, l’on vient trop tard. Ribot fera bientôt la théorie de cette impuissance en composant nos images mentales avec des souvenirs. On entrevoit chez Mallarmé une métaphysique pessimiste : il y aurait dans la matière, informe infinité, une sorte d’appétit obscur de revenir sur soi pour se connaître : pour éclairer son obscure infinité elle produirait ces lambeaux de pensées qu’on appelle des hommes, ces flammes déchirées. Mais la dispersion infinie arrache et disperse l’Idée. L’homme et le hasard naissent en même temps et l’un par l’autre. L’homme est un raté, un « loup » parmi les « loups ». Sa grandeur est de vivre son défaut de fabrication jusqu’à l’explosion finale.

N’est-il pas temps d’exploser? Mallarmé, à Tournon, à Besançon, à Avignon, a très sérieusement envisagé le suicide. D’abord c’est la conclusion qui s’impose : si l’homme est impossible, il faut manifester cette impossibilité en la poussant jusqu’au point où elle se détruit elle-même. Pour une fois la cause de notre action ne saurait être la matière. L’être ne produit que de l’être; si le poète choisit le non-être en conséquence de sa non-possibilité, c’est le Non qui est la cause du Néant : un ordre humain s’établit contre l’être par la disparition même de l’Homme. Avant Mallarmé, Flaubert, déjà, faisait tenter saint Antoine en ces termes : « (Donne-toi la mort.) Faire une chose qui vous égale à Dieu, pense donc. Il t’a créé, tu vas détruire son œuvre, toi, par ton courage, librement. » N’est- ce pas ce qu’il a toujours voulu : il y a dans le suicide qu’il médite quelque chose d’un crime terroriste. Et n’a-t-il pas dit que le suicide et le crime étaient les seuls actes surnaturels que l’on puisse faire. Il appartient à certains hommes de confondre leur drame avec celui de l’humanité; c’est ce qui les sauve : pas un instant Mallarmé ne doute que l’espèce humaine, s’il se tue, ne viendra mourir en lui tout entière; ce suicide est un génocide. Disparaître : on rendrait à l’être sa pureté. Puisque le hasard surgit avec l’homme, avec lui il s’évanouira : « L’infini, enfin, échappe à ma famille, qui en a souffert — vieil espace — pas de hasard... Ceci devait avoir lieu dans les combinaisons de l’Infini. Vis-vis de l’Absolu nécessaire — extrait l’Idée. »À travers des générations de poètes, lentement, l’idée poétique ruminait la contradiction qui la rend impossible. La mort de Dieu fit tomber le dernier voile : il était réservé à l’ultime rejeton de la race, de vivre cette contradiction dans sa pureté — et d’en mourir, donnant ainsi la conclusion poétique de l’histoire humaine. Sacrifice et génocide, affirmation et négation de l’homme, le suicide de Mallarmé reproduira le mouvement des dés : la matière se retrouve matière.

Si pourtant la crise ne s’est pas dénouée par sa mort, c’est qu’un « éclair absolu » est venu frapper à ses vitres : dans cette expérience à blanc de la mort volontaire, Mallarmé découvre tout à coup sa doctrine. Si le suicide est efficace, c’est qu’il remplace la négation abstraite et vaine de tout l’être par un travail négatif. En termes hégéliens on pourrait dire que la méditation de l’acte absolu fait passer Mallarmé du « stoïcisme », pure affirmation formelle de la pensée en face de l’être-libre, au scepticisme qui « est la réalisation de ce dont le stoïcisme est seulement le concept... (Dans le scepticisme) la pensée devient la pensée parfaite, anéantissant l’être du monde dans la multiple variété de ses déterminations et la négativité de la conscience de soi devient négativité réelle », le premier mouvement de Mallarmé a été le recul du dégoût et la condamnation universelle. Réfugié en haut de sa spirale, l’héritier « n’osait bouger », de peur de déchoir. Mais il s’aperçoit à présent que la négation universelle équivaut à l’absence de négation. Nier est un acte : tout acte doit s’insérer dans le temps et s’exercer sur un contenu particulier. Le suicide est un acte parce qu’il détruit effectivement un être et parce qu’il fait hanter le monde par une absence.

Si l’être est dispersion, l’homme en perdant son être gagne une incorruptible unité; mieux, son absence exerce une action astringente sur l’être de l’univers; pareille aux formes aristotéliciennes, l’absence resserre les choses, les pénètre de son unité secrète. C’est le mouvement même du suicide qu’il faut reproduire dans le poème. Puisque l’homme ne peut créer, mais qu’il lui reste la ressource de détruire, puisqu’il s’affirme par l’acte même qui l’anéantit, le poème sera donc un travail de destruction. Considérée du point de vue de la mort, la poésie sera, comme le dit fort bien Blanchot, « ce langage dont toute la force est de n’être pas, toute la gloire d’évoquer, en sa propre absence, l’absence de tout ». Mallarmé peut écrire fièrement à Lefébure que la Poésie est devenue critique. En se risquant tout entier, Mallarmé s’est découvert, sous l’éclairage de la mort, dans son essence d’homme et de poète. Il n’a pas abandonné sa contestation de tout, simplement il la rend efficace. Bientôt il pourra écrire que « le poème est la seule bombe ». C’est au point qu’il lui arrive de croire qu’il s’est tué pour de bon.

Ce n’est pas par hasard que Mallarmé écrit le mot « Rien » sur la première page de ses Poésies complètes(« Rien, cette écume, vierge vers... »). Puisque le poème est suicide de l’homme et de la poésie, il faut enfin que l’être se referme sur cette mort, il faut que le moment de la plénitude poétique corresponde à celui de l’annulation. Ainsi la vérité devenue de ces poèmes, c’est le néant : « Rien n’aura eu lieu que le lieu. » On connaît l’extraordinaire logique négative qu’il a inventée, comment, sous sa plume, une dentelle s’abolit à n’ouvrir qu’une absence de lit pendant que le « pur vase d’aucun breuvage » agonise sans consentir à rien espérer qui annonce une rose invisible ou comment une tombe ne s’encombre que « du manque de lourds bouquets ». « Le vierge, le vivace et le bel aujourd’hui » donne un exemple parfait de cette annulation interne du poème. « Aujourd’hui » avec son futur n’est qu’une illusion, le présent se réduit au passé, un cygne qui se croyait agir n’est qu’un souvenir de lui-même et sans espoir s’immobilise « au songe froid de mépris »; une apparence de mouvement s’évanouit, reste la surface infinie et indifférenciée du gel. L’explosion des couleurs et des formes nous révèle un symbole sensible qui nous renvoie à la tragédie humaine et celle-ci se dissout dans le néant : voilà le mouvement interne de ces poèmes inouïs qui sont à la fois des paroles silencieuses et des objets truqués. Pour finir, dans leur disparition même, ils auront évoqué les contours de quelque objet « échappant qui fait défaut » et leur beauté même sera comme une preuve a priori que le défaut d'être est une manière d'être.

Fausse preuve : Mallarmé est trop lucide pour ne pas comprendre que nulle expérience singulière ne contredira les principes au nom desquels on l’établit. Si le Hasard est au commencement, « jamais un coup de dés l’abolira ». Dans un acte où le hasard est en jeu, c’est toujours le hasard qui accomplit sa propre Idée en s’affirmant ou en se niant. Dans le poème, c’est le hasard lui-même qui se nie; la poésie née du hasard et luttant contre lui abolit le hasard en s’abolissant parce que son abolition symbolique est celle de l’homme. Mais tout cela, au fond, n’est qu’une supercherie. L’ironie de Mallarmé naît de ce qu’il connaît l’absolue vanité et l’entière nécessité de son œuvre et qu’il y discerne ce couple de contraires sans synthèse qui perpétuellement s’engendre et se repousse : le hasard qui crée la nécessité, illusion de l’homme — ce morceau de nature devenu fou la nécessité créant le hasard comme ce qui la limite et la définit a contrario, la nécessité niant le hasard « pied à pied »dans les vers, le hasard niant à son tour la nécessité puisque le full employment des mots est impossible et la nécessité abolissant à son tour le hasard par le suicide du Poème et de la poésie. Il y a chez Mallarmé un mystificateur triste : il a créé et maintenu chez ses amis et disciples l’illusion d’un grand œuvre où soudain se résorberait le monde; il prétendait s’y préparer. Mais il en connaissait parfaitement l’impossibilité. Il fallait simplement que sa vie même parût subordonnée à cet objet absent : l’explication orphique de la Terre (qui n’est autre que la poésie elle-même); et je ne peux croire qu’il n’ait pas cru que sa mort devait éterniser ce rapport à l’orphisme comme la plus haute ambition du poète et son échec comme la tragique impossibilité de l’homme. Un poète mort à vingt-cinq ans, tué par le sentiment de son impuissance : c’est un fait divers. Un poète de cinquante-six ans qui meurt au moment où il a compris peu à peu tous ses moyens et où il se dispose à commencer son œuvre, c’est la tragédie même de l’homme. La mort de Mallarmé est une mystification mémorable.

Mais c’est une mystification par la vérité : « Histrion véridique de lui-même », Mallarmé a joué devant tous pendant trente ans cette tragédie à un seul personnage qu’il a souvent rêvé d’écrire. Il fut le « seigneur latent qui ne peut devenir, juvénile ombre de tous, ainsi tenant du mythe... imposant aux vivants un effacement subtil et par le subtil envahissement de sa présence ». Dans le système complexe de cette comédie, ses poésies devaient être des échecs pour être parfaites. Il ne suffisait pas qu’elles abolissent langage et monde, ni même qu’elles s’annulassent; il fallait encore qu’elles fussent de vaines ébauches au regard d’une œuvre inouïe et impossible que le hasard d’une mort l’empêcha de commencer. Tout est dans l’ordre si l’on considère ces suicides symboliques à la lumière d’une mort accidentelle, l’être à la lumière du néant. Par un retour imprévu, ce naufrage atroce donne à chacun des poèmes réalisés une nécessité absolue. Leur sens le plus poignant vient de ce qu’ils nous enthousiasment et de ce que leur auteur les tenait pour rien. Il leur donna leur dernière touche quand, la veille de sa mort, il feignit de ne penser qu’à son œuvre future et quand il écrivit à sa femme et à sa fille : « Croyez que cela devait être très beau. » Vérité? Mensonge? Mais c’est l’homme même, tout l’homme que veut être Mallarmé : l’homme mourant sur tout le globe d’une désintégration de l’atome ou d’un refroidissement du Soleil et murmurant à la pensée de la Société qu’il voulait construire : « Croyez que cela devait être fort beau. »

Héros, prophète, mage et tragédien, ce petit homme féminin, discret, peu porté sur les femmes mérite de mourir au seuil de notre siècle : il l’annonce. Plus et mieux que Nietzsche, il a vécu la Mort de Dieu; bien avant Camus, il a senti que le suicide est la question originelle que l’homme doit se poser; sa lutte de chaque jour contre le hasard, d’autres la reprendront sans dépasser sa lucidité; car il se demandait en somme : peut-on trouver dans le déterminisme un chemin pour en sortir? Peut-on renverser la praxis et retrouver une subjectivité en réduisant l’univers et soi-même à l’objectif : il applique systématiquement à l’art ce qui n’était encore qu’un principe philosophique et devait devenir une maxime de la politique : « Faire et en faisant se faire »; peu avant le développement gigantesque des techniques, il invente une technique de la poésie; au moment où Taylor s’avisait de mobiliser les hommes pour donner à leur travail sa pleine efficacité, il mobilise le langage pour assurer le plein rendement des mots. Mais ce qui touchera plus encore, me semble-t-il, c’est cette angoisse métaphysique qu’il a pleinement et si modestement vécue. Pas un jour ne s’est écoulé sans qu’il ne fût tenté de se tuer et, s’il a vécu, c’est pour sa fille. Mais cette mort en sursis lui donnait une sorte d’ironie charmante et destructive : son « illumination native », ce fut surtout l’art de trouver et d’établir dans sa vie quotidienne et jusque dans sa perception un « deux à deux rongeur », où il engageait tous les objets de ce monde. Il fut tout entier poète, tout entier engagé dans la destruction critique de la poésie par elle-même : et en même temps, il restait dehors; sylphe des froids plafonds, il se regarde : si la matière produit la poésie, peut-être la pensée lucide de la matière échappe-t-elle au déterminisme? Ainsi sa poésie même est entre parenthèses ; on lui envoya un jour quelques dessins qui lui plurent; mais il s’attacha tout particulièrement à un vieux mage souriant et triste : «Parce que, dit-il, il sait bien que son art est une imposture. Mais il a aussi l’air de dire : « C'eût été la vérité. »

 

 

Albert Camus y Julio Cortázar: El artista es el testigo de la libertad

$
0
0

EL ARTISTA ES EL TESTIGO DE LA LIBERTAD

Alocución pronunciada en la sala Pleyel, en noviembre de 1948, durante una reunión internacional de escritores. 

Estamos en un tiempo en que los hombres, empujados por mediocres y feroces ideologías, se acostumbran a tener vergüenza de todo. Vergüenza de sí mismos, vergüenza de ser felices, de amar o de crear. Un tiempo en el que Racine se sonrojaría de Berenice mientras Rembrandt, para hacerse perdonar el haber pintado La Ronda Nocturna, correría a inscribirse en el comité de la esquina. Los escritores y los artistas actuales tienen enfermiza la conciencia, y entre nosotros está de moda hacer que se excuse nuestro oficio. Por cierto que se pone bastante celo en ayudarnos. De todos los ángulos de nuestra sociedad política se alza un clamor que nos concierne y que nos conmina a justificamos. Es preciso que nos justifiquemos de ser inútiles a la vez que de servir, por nuestra misma inutilidad, a malas causas. Y cuando contestamos que es muy difícil descargarse de acusaciones tan contradictorias, se nos dice que es imposible justificarse a ojos de todos, pero que podemos lograr el generoso perdón de algunos tomando su partido, que si va uno a creerles es por lo demás el único verdadero. Cuando este tipo de argumento fracasa, se dice entonces al artista: "Vea la miseria del mundo. ¿Qué hace usted por ella?” Ante esta cínica extorsión, el artista podría contestar: ‘‘¿La miseria del mundo? No le agrego nada. ¿Quién de entre ustedes puede decir lo mismo?” Pero no es menos cierto que ninguno de nosotros, si tiene alguna exigencia, puede permanecer indiferente al llamado que asciende de una humanidad desesperada. Es preciso, pues, sentirse culpable a todo trance. Henos aquí arrastrados al confesonario laico, el peor de todos.

Y sin embargo, la cosa no es tan sencilla. La elección que nos piden no depende de ella misma; está determinada por otras elecciones hechas anteriormente. Y la primera elección que hace un artista es precisamente la de ser un artista. Y si ha elegido ser un artista, lo ha hecho en consideración a lo que él mismo es, y a causa de una cierta idea que se hace del arte. Y si tales razones le han parecido bastante buenas para justificar su elección, hay posibilidades de que continúen siendo lo bastante buenas para ayudarlo a definir su posición frente a la historia. Por lo menos es lo que yo pienso; y esta noche quisiera singularizarme un tanto poniendo el acento —puesto que hablamos aquí libremente y a título individual—, no sobre una conciencia culpable que no tengo, sino sobre los dos sentimientos que frente a la miseria del mundo, y a causa de ella precisamente, experimento con relación a nuestro oficio: quiero decir la gratitud y el orgullo. Ya que es preciso justificarse, quisiera decir por qué se está justificado al ejercer, dentro de los límites de nuestras fuerzas y nuestros talentos, un oficio que, en medio de un mundo reseco por el odio, nos permite a cada uno decir tranquilamente que no es el enemigo mortal de nadie. Pero esto pide ser explicado y yo no puedo hacerlo sin hablar un poco del mundo en que vivimos, y de aquello que nosotros, artistas y escritores, estamos consagrados a hacer en él.

El mundo que nos circunda está sumido en la desgracia, y se nos pide que hagamos algo por cambiarlo. Pero ¿cuál es esa desgracia? A primera vista se define sencillamente: se ha matado mucho en el mundo durante los últimos años, y algunos prevén que se volverá a matar. Un número tan grande de muertos acaba por tornar pesada la atmósfera. Naturalmente, no es cosa nueva. La historia oficial fue siempre la historia de los grandes asesinos. Y no es de hoy que Caín mata a Abel. Pero sí es de hoy que Caín mata a Abel en nombre de la lógica, y reclama luego la Legión de Honor. Tomaré un ejemplo para que se me comprenda mejor.

Durante las grandes huelgas de noviembre de 1947, los diarios anunciaron que el verdugo de París, M. Desfourneau, suspendería también su trabajo. A mi entender, no se reparó suficientemente en esta decisión de nuestro compatriota. Sus reivindicaciones eran precisas. Exigía, naturalmente, una prima por cada ejecución, lo que es natural en todo convenio. Pero sobre todo reclamaba enérgicamente la categoría de jefe administrativo. En efecto, quería recibir del Estado, a quien tenía conciencia de servir bien, la única consagración, el único honor tangible que una nación moderna puede ofrecer a sus buenos servidores; quiero decir, una categoría administrativa. Así se extinguía, bajo el peso de la historia, una de nuestras últimas profesiones liberales. Se apagaba, lo repito, bajo el peso de la historia. En los tiempos bárbaros, una aureola terrible mantenía al verdugo apartado del mundo. Su oficio lo hacía aquel que atenta contra el misterio de la vida y de la carne. Era y se sabía un objeto de horror. Y ese horror consagraba al mismo tiempo el precio de la vida humana. Hoy, el verdugo es tan sólo un objeto de pudor. Y en estas condiciones encuentro que tiene razón en no querer seguir siendo el pariente pobre al que se deja en la cocina porque no tiene las uñas limpias. En una civilización donde el asesinato y la violencia son ya doctrinas y están en camino de convertirse en instituciones, los verdugos tienen pleno derecho a entrar en los cuadros administrativos. A decir verdad, los franceses vivimos un poco retrasados. Aquí y allá en el mundo, los ejecutores están ya instalados en los sillones ministeriales. Solamente que han reemplazado el hacha por el sello de goma.

Cuando la muerte llega a ser asunto de estadísticas y administración, es que en verdad los asuntos del mundo no caminan. Pero si la muerte llega a ser abstracta, es que la vida lo es también. Y la vida de cada uno no puede ser sino abstracta a partir del momento en que se osa plegarla a una ideología. La desgracia es que estamos en el tiempo de las ideologías y de las ideologías totalitarias, es decir lo bastante seguras de sí mismas, de su razón imbécil o de su pequeña verdad, para no ver la salvación del mundo más que en su propia dominación. Y querer dominar a alguien o alguna cosa es desear la esterilidad, el silencio o la muerte de ese alguien. Basta, para comprobarlo, mirar en torno nuestro.

No hay vida sin diálogo. Y el diálogo ha sido reemplazado hoy por la polémica en la mayor parte del mundo. El siglo XX es el siglo de la polémica y el insulto. Entre las naciones y los individuos, al nivel mismo de las disciplinas antaño desinteresadas, ocupan el lugar que tenía tradicionalmente el diálogo reflexivo. Millares de voces, día y noche, prosiguiendo cada una por su lado un tumultuoso monólogo, vuelcan sobre los pueblos un torrente de palabras mistificadoras, ataques, defensas, exaltaciones. Pero ¿cuál es el mecanismo de la polémica? Consiste en considerar al adversario como enemigo, y por consiguiente simplificarlo y rehusarse a verlo. Cuando insulto a alguien, no sé ya el color de sus ojos, ni si se pone a sonreír, ni cómo lo hace. Vueltos casi ciegos por obra de la polémica, ya no vivimos entre hombres sino en un mundo de siluetas.

No hay vida sin persuasión. Y la historia actual sólo conoce la intimidación. Los hombres viven y sólo pueden vivir basándose en la idea de que tienen algo en común donde es siempre posible encontrarse. Pero hemos descubierto esto: hay hombres a quienes no se persuade. A una víctima de los campos de concentración le era y le es imposible explicar a quienes la envilecen que no deben hacerlo. Porque estos últimos no representan ya a los hombres sino a una idea, alzada a la temperatura de la más inflexible de las voluntades. Quien quiere dominar está sordo. Frente a él hay que batirse o morir. Es por eso que los hombres de hoy viven bajo el terror. En el Libro de los Muertos se lee que para merecer el perdón, el egipcio justo debía poder decir: ‘‘No he causado miedo a nadie”. En estas condiciones y en el día del juicio final, vanamente se buscará a nuestros grandes contemporáneos en la fila de los bienaventurados.

¿Qué hay de asombroso en que estas siluetas, de ahora en adelante sordas y ciegas, aterrorizadas, alimentadas a tickets, y cuya entera vida se resume en una ficha policial, puedan ser luego tratadas como abstracciones anónimas? Resulta interesante comprobar que los regímenes surgidos de estas ideologías son precisamente aquellos que, por sistema, proceden al desarraigamiento de las poblaciones, paseándolas por la superficie de Europa como símbolos exangües que sólo adquieren vida irrisoria en las cifras de las estadísticas. Desde que estas hermosas filosofías entraron en la historia, enormes masas de hombres, en las que sin embargo cada uno tenía antaño una manera de dar la mano, son sepultadas definitivamente bajo las dos iniciales de las personas desplazadas, que un mundo sumamente lógico ha inventado para ellas.

Sí, todo eso es lógico. Cuando se quiere unificar el mundo entero en nombre de una teoría, no hay otro camino que el de tornar ese mundo tan descarnado, ciego y sordo como la teoría misma. No hay otro camino que el de cortar las raíces que unen al hombre con la vida y la naturaleza. No es por azar que en la gran literatura europea desde Dostoievski no se encuentran paisajes. No es por azar que, en vez de interesarse por los matices del corazón y las verdades del amor, los libros significativos de hoy sólo se apasionan por los jueces, los procesos y la mecánica de las acusaciones: que en vez de abrir las ventanas a la belleza del mundo, se las cierra con cuidado para la angustia de los solitarios. No es por azar que el filósofo que inspira hoy todo el pensamiento europeo es aquel para quien sólo la ciudad moderna permite al espíritu tomar conciencia de sí mismo, y que llegó hasta a decir que la naturaleza es abstracta y sólo la razón concreta. Tal el punto de vista de Hegel, y tal el punto de partida de una inmensa aventura de la inteligencia, aquella que acaba por matarlo todo. En el gran espectáculo de la naturaleza, estos espíritus embriagados ya sólo se ven a sí mismos. Es la ceguera final.

¿Por qué ir más allá? Quienes conocen las ciudades europeas destruidas saben de lo que hablo. Sus ruinas ofrecen la imagen de este mundo descarnado, extenuado de orgullo, donde a lo largo de un monótono apocalipsis vagan fantasmas en busca de una perdida amistad con la naturaleza y con los seres. El gran drama del hombre de Occidente está en que entre él y su devenir histórico no se interponen más las fuerzas de la naturaleza ni las de la amistad. Cortadas sus raíces, resecos sus brazos, se confunde ya con las horcas que le están prometidas. Pero al menos, llegados a ese colmo de extravío, nada debe impedirnos denunciar el engaño de este siglo que finge correr tras el imperio de la razón mientras busca tan sólo las razones de amor que ha perdido. Y nuestros escritores, que lo saben bien, acaban por adherir a ese desventurado y descarnado sucedáneo del amor, que se llama la moral. Los hombres de hoy pueden quizá dominarlo todo en sí mismos, y tal es su grandeza. Pero hay al menos una cosa que la mayoría no podrá volver a encontrar nunca: la fuerza de amor que les ha sido quitada. He ahí por qué tienen vergüenza. Y es bien justo que los artistas compartan esta vergüenza puesto que contribuyen a ella. Pero que al menos sepan decir que tienen vergüenza de sí mismos y no de su oficio.

Porque todo lo que constituye la dignidad del arte se opone a semejante mundo y lo recusa. Por el solo hecho de existir, la obra de arte niega las conquistas de la ideología. Uno de los sentidos de la historia de mañana es la lucha, ya iniciada, entre los conquistadores y los artistas. Ambos, sin embargo, se proponen el mismo fin. La acción política y la creación son las dos caras de una misma rebelión contra los desórdenes del mundo. En ambos casos se quiere dar al mundo su unidad. Y durante mucho tiempo la causa del artista y la del novador político han sido confundidas. La ambición de Bonaparte es la misma que la de Goethe. Pero Bonaparte nos dejó el tambor en los liceos, y Goethe las Elegías Romanas. Y desde que intervinieron las ideologías de la eficacia apoyadas en la técnica, desde que, por un sutil movimiento, el revolucionario llegó a ser conquistador, las dos corrientes de pensamiento divergieron. Pues lo que busca el conquistador de izquierda o derecha no es la unidad, que representa ante todo la armonía de los contrarios, sino la totalidad, que es el aplastamiento de las diferencias. El artista distingue allí donde el conquistador nivela. El artista que vive y crea al nivel de la carne y de la pasión, sabe que nada es simple y que lo otro existe. El conquistador quiere que lo otro no exista; su mundo es un mundo de amos y esclavos, este mismo en que vivimos. El mundo del artista es el del debate vivo, el de la comprensión. No conozco una sola gran obra que se haya edificado solamente sobre el odio, mientras que conocemos los imperios del odio. En un tiempo en que el conquistador, por la lógica misma de su actitud, se convierte en ejecutor y policía, el artista está forzado a ser refractario. Frente a la sociedad política contemporánea, la única actitud coherente del artista —o de lo contrario tiene que renunciar al arte— es la repulsa sin concesión. Aun cuando lo quisiera, no puede ser cómplice de aquellos que emplean el lenguaje o los medios de las ideologías contemporáneas.

He ahí por qué es vano e irrisorio pedirnos justificación y compromiso. El artista es por su función misma el testigo de la libertad, y es ésta una justificación que suele pagar cara. Está comprometido por su función en el más inextricable espesor de la historia, ahí donde se ahoga la carne misma del hombre. Siendo como es el mundo, estamos comprometidos en él, pase lo que pase, y somos por naturaleza los enemigos de los ídolos abstractos que en él triunfan hoy en día, sean nacionales o partidarios. Y no lo somos en nombre de la moral y la virtud, como se busca hacer creer por un engaño suplementario. No somos virtuosos. Con ver el aire antropométrico que toma la virtud en nuestros reformadores, no hay por qué lamentarlo. Es en nombre de la pasión del hombre por aquello que hay de único en el hombre, que rechazaremos siempre esas empresas que se cubren con lo que hay de más miserable en la razón.

Pero esto define al mismo tiempo nuestra solidaridad. Puesto que debemos defender el derecho de cada uno a la soledad, nunca más volveremos a ser solitarios. Estamos uno al lado del otro, no podemos trabajar completamente solos. Tolstoi pudo escribir la más grande novela de todas las literaturas acerca de una guerra que no había hecho. Nuestras guerras no nos dejan tiempo para escribir nada que no sean ellas mismas y, en el mismo momento, matan a Péguy y a millares de jóvenes poetas. He ahí por qué, superando nuestras diferencias que pueden ser grandes, encuentro que la reunión de estos hombres, esta noche, tiene un sentido. Más allá de las fronteras, sin saberlo a veces, trabajan juntos en los mil rostros de una misma obra que se levantará frente a la creación totalitaria. Juntos, sí, y con ellos esos millares de hombres que intentan alzar las formas silenciosas de sus creaciones en el tumulto de las ciudades. Y con ellos, también, los que no están aquí y que por la fuerza de las cosas se nos reunirán un día. Y aquellos otros que creen poder trabajar para la ideología totalitaria con los medios de su arte, siendo que en el seno mismo de su obra la potencia del arte hace estallar la propaganda, reivindica esa unidad de la que son los verdaderos servidores, y los señala a nuestra fraternidad forzosa a la vez que a la desconfianza de aquellos que los emplean provisoriamente.

Los verdaderos artistas no hacen buenos vencedores políticos, puesto que son incapaces de aceptar con ligereza la muerte del adversario. Están del lado de la vida, no del de la muerte. Son los testigos de la carne, no los de la ley. Su vocación los condena a abarcar aquello mismo que les es enemigo. Esto no significa, muy por el contrario, que sean incapaces de juzgar del bien y del mal. Mas su aptitud para vivir la vida ajena les permite reconocer, frente al peor criminal, la constante justificación de los hombres, que es el dolor. He ahí lo que nos impedirá siempre pronunciar la sentencia absoluta y, por consiguiente, ratificar el castigo absoluto. En el mundo de la condena de muerte, los artistas dan testimonio de aquello que se rehúsa a morir en el hombre. ¡Enemigo de nadie, salvo de los verdugos! Y es esto lo que los señalará siempre, eternos Girondinos, a las amenazas y a los golpes de nuestros Montañeses con mangas de lustrina. Después de todo, y por su incomodidad misma, esta mala posición constituye su grandeza. Un día vendrá en que todos lo reconocerán y, respetuosos de nuestras diferencias, los más legítimos de entre los nuestros dejarán de desgarrarse como lo hacen. Reconocerán que su más profunda vocación es la de defender hasta el límite el derecho de sus adversarios a no estar de acuerdo con ellos. Proclamarán, según su condición, que más vale equivocarse sin asesinar a nadie y dejando hablar a los otros, que tener razón en medio del silencio y los cadáveres. Tratarán de demostrar que si las revoluciones pueden triunfar por la violencia, sólo pueden mantenerse por el diálogo. V sabrán entonces que esta singular vocación les crea la más conmovedora de las fraternidades, la de los combates dudosos y las grandezas amenazadas, la que, a través de todas las edades de la inteligencia, no ha cesado jamás de combatir para afirmar contra las abstracciones de la historia aquello que excede toda historia, y que es la carne, sea sufriente o sea dichosa. Toda la Europa de hoy, alzada en su soberbia, les grita que esta empresa es irrisoria y vana. Pero todos nosotros estamos en el mundo para demostrar lo contrario. 

ALBERT CAMUS

Traducción de JULIO CORTÁZAR

Revista Sur nº 178. Buenos Aires, agosto de 1949 


L'ARTISTE EST LE TÉMOIN DE LA LIBERTÉ 

Nous sommes dans un temps où les hommes, poussés par de médiocres et féroces idéologies, s’habituent à avoir honte de tout. Honte d’eux-mêmes, honte d’être heureux, d’aimer ou de créer. Un temps où Racine rougirait deBérénice et où Rembrandt, pour se faire pardonner d’avoir peint la Ronde de nuit, courrait s’inscrire à la permanence du coin. Les écrivains et les artistes d’aujourd’hui ont ainsi la conscience souffreteuse et il est de mode parmi nous de faire excuser notre métier. À la vérité, on met quelque zèle à nous y aider. De tous les coins de notre société politique, un grand cri s’élève à notre adresse et qui nous enjoint de nous justifier. Il faut nous justifier d’être inutiles en même temps que de servir, par notre inutilité même, de vilaines causes. Et quand nous répondons qu’il est bien difficile de se laver d’accusations aussi contradictoires, on nous dit qu’il n’est pas possible de se justifier aux yeux de tous, mais que nous pouvons obtenir le généreux pardon de quelques-uns, en prenant leur parti, qui est le seul vrai d’ailleurs si on les en croit. Si ce genre d’argument fait long feu, on dit encore à l’artiste : « Voyez la misère du monde. Que faites-vous pour elle ? » À ce chantage cynique, l’artiste pourrait répondre : « La misère du monde ? Je n’y ajoute pas. Qui parmi vous peut en dire autant ? » Mais il n’en reste pas moins vrai qu’aucun d’entre nous, s’il a de l’exigence, ne peut rester indifférent à l’appel qui monte d’une humanité désespérée. Il faut donc se sentir coupable, à toute force. Nous voilà traînés au confessionnal laïque, le pire de tous.

Et pourtant ce n’est pas si simple. Le choix qu’on nous demande de faire ne va pas de lui-même ; il est déterminé par d’autres choix, faits antérieurement. Et le premier choix que fait un artiste, c’est précisément d’être un artiste. Et s’il a choisi d’être un artiste, c’est en considération de ce qu’il est lui-même et à cause d’une certaine idée qu’il se fait de l’art. Et si ces raisons lui ont paru assez bonnes pour justifier son choix, il y a des chances pour qu’elles continuent d’être assez bonnes pour l’aider à définir sa position vis-à-vis de l’histoire. C’est là du moins ce que je pense et je voudrais me singulariser un peu, ce soir, en mettant l’accent, puisque nous parlons ici librement, à titre individuel, non sur une mauvaise conscience, que je n’éprouve pas, mais sur les deux sentiments qu’en face et à cause même de la misère du monde, je nourris à l’égard de notre métier, c’est-à-dire la reconnaissance et la fierté. Puisqu’il faut se justifier, je voudrais dire pourquoi il y a une justification à exercer, dans les limites de nos forces et de nos talents, un métier qui, au milieu d’un monde desséché par la haine, permet à chacun de nous de dire tranquillement qu’il n’est l’ennemi mortel de personne. Mais ceci demande à être expliqué et je ne puis le faire qu’en parlant un peu du monde où nous vivons, et de ce que nous autres, artistes et écrivains, sommes voués à y faire.

 

Le monde autour de nous est dans le malheur et on nous demande de faire quelque chose pour le changer. Mais quel est ce malheur ? À première vue, il se définit simplement : on a beaucoup tué dans le monde ces dernières années et quelques-uns prévoient qu’on tuera encore. Un si grand nombre de morts, ça finit par alourdir l’atmosphère. Naturellement, ce n’est pas nouveau. L’histoire officielle a toujours été l’histoire des grands meurtriers. Et ce n’est pas d’aujourd’hui que Caïn tue Abel. Mais c’est aujourd’hui que Caïn tue Abel au nom de la logique et réclame ensuite la Légion d’honneur. Je prendrai un exemple pour me faire mieux comprendre.

Pendant les grandes grèves de novembre 1947, les journaux annoncèrent que le bourreau de Paris cesserait aussi son travail. On n’a pas assez remarqué, à mon sens, cette décision de notre compatriote. Ses revendications étaient nettes. Il demandait naturellement une prime pour chaque exécution, ce qui est dans la règle de toute entreprise. Mais, surtout, il réclamait avec force le statut de chef de bureau. Il voulait en effet recevoir de l’État, qu’il avait conscience de bien servir, la seule consécration, le seul honneur tangible, qu’une nation moderne puisse offrir à ses bons serviteurs, je veux dire un statut administratif. Ainsi s’éteignait, sous le poids de l’histoire, une de nos dernières professions libérales. Car c’est bien sous le poids de l’histoire, en effet. Dans les temps barbares, une auréole terrible tenait à l’écart du monde le bourreau. Il était celui qui, par métier, attente au mystère de la vie et de la chair. Il était et il se savait un objet d’horreur. Et cette horreur consacrait en même temps le prix de la vie humaine. Aujourd’hui, il est seulement un objet de pudeur. Et je trouve dans ces conditions qu’il a raison de ne plus vouloir être le parent pauvre qu’on garde à la cuisine parce qu’il n’a pas les ongles nets. Dans une civilisation où le meurtre et la violence sont déjà des doctrines et sont en passe de devenir des institutions, les bourreaux ont tout à fait le droit d’entrer dans les cadres administratifs. À vrai dire, nous autres Français sommes un peu en retard. Un peu partout dans le monde, les exécuteurs sont déjà installés dans les fauteuils ministériels. Ils ont seulement remplacé la hache par le tampon à encre.

Quand la mort devient affaire de statistiques et d’administration, c’est en effet que les affaires du monde ne vont pas. Mais si la mort devient abstraite, c’est que la vie l’est aussi. Et la vie de chacun ne peut pas être autrement qu’abstraite à partir du moment où on s’avise de la plier à une idéologie. Le malheur est que nous sommes au temps des idéologies et des idéologies totalitaires, c’est-à-dire assez sûres d’elles-mêmes, de leur raison imbécile ou de leur courte vérité, pour ne voir le salut du monde que dans leur propre domination. Et vouloir dominer quelqu’un ou quelque chose, c’est souhaiter la stérilité, le silence ou la mort de ce quelqu’un. Il suffit, pour le constater, de regarder autour de nous.

Il n’y a pas de vie sans dialogue. Et sur la plus grande partie du monde, le dialogue est remplacé aujourd’hui par la polémique. Le XXe siècle est le siècle de la polémique et de l’insulte. Elle tient, entre les nations et les individus, et au niveau même des disciplines autrefois désintéressées, la place que tenait traditionnellement le dialogue réfléchi. Des milliers de voix, jour et nuit, poursuivant chacune de son côté un tumultueux monologue, déversent sur les peuples un torrent de paroles mystificatrices, attaques, défenses, exaltations. Mais quel est le mécanisme de la polémique ? Elle consiste à considérer l’adversaire en ennemi, à le simplifier par conséquent et à refuser de le voir. Celui que j’insulte, je ne connais plus la couleur de son regard, ni s’il lui arrive de sourire et de quelle manière. Devenus aux trois quarts aveugles par la grâce de la polémique, nous ne vivons plus parmi des hommes, mais dans un monde de silhouettes.

Il n’y a pas de vie sans persuasion. Et l’histoire d’aujourd’hui ne connaît que l’intimidation. Les hommes vivent et ne peuvent vivre que sur l’idée qu’ils ont quelque chose en commun où ils peuvent toujours se retrouver. Mais nous avons découvert ceci : il y a des hommes qu’on ne persuade pas. Il était et il est impossible à une victime des camps de concentration d’expliquer à ceux qui l’avilissent qu’ils ne doivent pas le faire. C’est que ces derniers ne représentent plus des hommes, mais une idée, portée à la température de la plus inflexible des volontés. Celui qui veut dominer est sourd. En face de lui, il faut se battre ou mourir. C’est pourquoi les hommes d’aujourd’hui vivent dans la terreur. Dans le Livre des morts, on lit que le juste égyptien pour mériter son pardon devait pouvoir dire : « Je n’ai causé de peur à personne. » Dans ces conditions, on cherchera en vain nos grands contemporains, le jour du jugement dernier, dans la file des bienheureux.

Quoi d’étonnant à ce que ces silhouettes, désormais sourdes et aveugles, terrorisées, nourries de tickets, et dont la vie entière se résume dans une fiche de police, puissent être ensuite traitées comme des abstractions anonymes. Il est intéressant de constater que les régimes qui sont issus de ces idéologies sont précisément ceux qui, par système, procèdent au déracinement des populations, les promenant à la surface de l’Europe comme des symboles exsangues qui ne prennent une vie dérisoire que dans les chiffres des statistiques. Depuis que ces belles philosophies sont entrées dans l’histoire, d’énormes masses d’hommes, dont chacun pourtant avait autrefois une manière de serrer la main, sont définitivement ensevelies sous les deux initiales des personnes déplacées, qu’un monde très logique a inventées pour elles.

Oui, tout cela est logique. Quand on veut unifier le monde entier au nom d’une théorie, il n’est pas d’autres voies que de rendre ce monde aussi décharné, aveugle et sourd que la théorie elle-même. Il n’est pas d’autres voies que de couper les racines mêmes qui attachent l’homme à la vie et à la nature. Et ce n’est pas un hasard si l’on ne trouve pas de paysages dans la grande littérature européenne depuis Dostoïevski. Ce n’est pas un hasard si les livres significatifs d’aujourd’hui, au lieu de s’intéresser aux nuances du cœur et aux vérités de l’amour, ne se passionnent que pour les juges, les procès et la mécanique des accusations, si au lieu d’ouvrir les fenêtres sur la beauté du monde, on les y referme avec soin sur l’angoisse des solitaires. Ce n’est pas un hasard si le philosophe qui inspire aujourd’hui toute la pensée européenne est celui qui a écrit que seule la ville moderne permet à l’esprit de prendre conscience de lui-même et qui est allé jusqu’à dire que la nature est abstraite et que la raison seule est concrète. C’est le point de vue de Hegel, en effet, et c’est le point de départ d’une immense aventure de l’intelligence, celle qui finit par tuer toutes choses. Dans le grand spectacle de la nature, ces esprits ivres ne voient plus rien qu’eux-mêmes. C’est l’aveuglement dernier.

Pourquoi aller plus loin ? Ceux qui connaissent les villes détruites de l’Europe savent ce dont je parle. Elles offrent l’image de ce monde décharné, efflanqué d’orgueil, où le long d’une monotone apocalypse, des fantômes errent à la recherche d’une amitié perdue, avec la nature et avec les êtres. Le grand drame de l’homme d’Occident, c’est qu’entre lui et son devenir historique, ne s’interposent plus ni les forces de la nature ni celles de l’amitié. Ses racines coupées, ses bras desséchés, il se confond déjà avec les potences qui lui sont promises. Mais du moins, arrivé à ce comble de déraison, rien ne doit nous empêcher de dénoncer la duperie de ce siècle qui fait mine de courir après l’empire de la raison, alors qu’il ne cherche que les raisons d’aimer qu’il a perdues. Et nos écrivains le savent bien qui finissent tous par se réclamer de ce succédané malheureux et décharné de l’amour, qui s’appelle la morale. Les hommes d’aujourd’hui peuvent peut-être tout maîtriser en eux, et c’est leur grandeur. Mais il est au moins une chose que la plupart d’entre eux ne pourront jamais retrouver, c’est la force d’amour qui leur a été enlevée. Voilà pourquoi ils ont honte, en effet. Et il est bien juste que les artistes partagent cette honte puisqu’ils y ont contribué. Mais qu’ils sachent dire au moins qu’ils ont honte d’eux-mêmes et non pas de leur métier.

 

Car tout ce qui fait la dignité de l’art s’oppose à un tel monde et le récuse. L’œuvre d’art, par le seul fait qu’elle existe, nie les conquêtes de l’idéologie. Un des sens de l’histoire de demain est la lutte, déjà commencée, entre les conquérants et les artistes. Tous deux se proposent pourtant la même fin. L’action politique et la création sont les deux faces d’une même révolte contre les désordres du monde. Dans les deux cas, on veut donner au monde son unité. Et longtemps la cause de l’artiste et celle du novateur politique ont été confondues. L’ambition de Bonaparte est la même que celle de Goethe. Mais Bonaparte nous a laissé le tambour dans les lycées et Goethe les Élégies romaines. Mais depuis que les idéologies de l’efficacité, appuyées sur la technique, sont intervenues, depuis que par un subtil mouvement, le révolutionnaire est devenu conquérant, les deux courants de pensée divergent. Car ce que cherche le conquérant de droite ou de gauche, ce n’est pas l’unité qui est avant tout l’harmonie des contraires, c’est la totalité, qui est l’écrasement des différences. L’artiste distingue là où le conquérant nivelle. L’artiste qui vit et crée au niveau de la chair et de la passion, sait que rien n’est simple et que l’autre existe. Le conquérant veut que l’autre n’existe pas, son monde est un monde de maîtres et d’esclaves, celui-là même où nous vivons. Le monde de l’artiste est celui de la contestation vivante et de la compréhension. Je ne connais pas une seule grande œuvre qui se soit édifiée sur la seule haine, alors que nous connaissons les empires de la haine. Dans un temps où le conquérant, par la logique même de son attitude, devient exécuteur et policier, l’artiste est forcé d’être réfractaire. En face de la société politique contemporaine, la seule attitude cohérente de l’artiste, ou alors il lui faut renoncer à l’art, c’est le refus sans concession. Il ne peut être, quand même il le voudrait, complice de ceux qui emploient le langage ou les moyens des idéologies contemporaines.

Voilà pourquoi il est vain et dérisoire de nous demander justification et engagement. Engagés, nous le sommes, quoique involontairement. Et, pour finir, ce n’est pas le combat qui fait de nous des artistes, mais l’art qui nous contraint à être des combattants. Par sa fonction même, l’artiste est le témoin de la liberté, et c’est une justification qu’il lui arrive de payer cher. Par sa fonction même, il est engagé dans la plus inextricable épaisseur de l’histoire, celle où étouffe la chair même de l’homme. Le monde étant ce qu’il est, nous y sommes engagés quoi que nous en ayons, et nous sommes par nature les ennemis des idoles abstraites qui y triomphent aujourd’hui, qu’elles soient nationales ou partisanes. Non pas au nom de la morale et de la vertu, comme on essaie de le faire croire, par une duperie supplémentaire. Nous ne sommes pas des vertueux. Et à voir l’air anthropométrique que prend la vertu chez nos réformateurs, il n’y a pas à le regretter. C’est au nom de la passion de l’homme pour ce qu’il y a d’unique en l’homme, que nous refuserons toujours ces entreprises qui se couvrent de ce qu’il y a de plus misérable dans la raison.

Mais ceci définit en même temps notre solidarité à tous. C’est parce que nous avons à défendre le droit à la solitude de chacun que nous ne serons plus jamais des solitaires. Nous sommes pressés, nous ne pouvons pas œuvrer tout seuls. Tolstoï a pu écrire, lui, sur une guerre qu’il n’avait pas faite, le plus grand roman de toutes les littératures. Nos guerres à nous ne nous laissent le temps d’écrire sur rien d’autre que sur elles-mêmes et, dans le même moment, elles tuent Péguy et des milliers de jeunes poètes. Voilà pourquoi je trouve, par-dessus nos différences qui peuvent être grandes, que la réunion de ces hommes, ce soir, a du sens. Au-delà des frontières, quelquefois sans le savoir, ils travaillent ensemble aux mille visages d’une même œuvre qui s’élèvera face à la création totalitaire. Tous ensemble, oui, et avec eux, ces milliers d’hommes qui tentent de dresser les formes silencieuses de leurs créations dans le tumulte des cités. Et avec eux, ceux-là mêmes qui ne sont pas ici et qui par la force des choses nous rejoindront un jour. Et ces autres aussi qui croient pouvoir travailler pour l’idéologie totalitaire par les moyens de leur art, alors que dans le sein même de leur œuvre la puissance de l’art fait éclater la propagande, revendique l’unité dont ils sont les vrais serviteurs, et les désigne à notre fraternité forcée en même temps qu’à la méfiance de ceux qui les emploient provisoirement.

Les vrais artistes ne font pas de bons vainqueurs politiques, car ils sont incapables d’accepter légèrement, ah, je le sais bien, la mort de l’adversaire ! Ils sont du côté de la vie, non de la mort. Ils sont les témoins de la chair, non de la loi. Par leur vocation, ils sont condamnés à la compréhension de cela même qui leur est ennemi. Cela ne signifie pas, au contraire, qu’ils soient incapables de juger du bien et du mal. Mais, chez le pire criminel, leur aptitude à vivre la vie d’autrui leur permet de reconnaître la constante justification des hommes, qui est la douleur. Voilà ce qui nous empêchera toujours de prononcer le jugement absolu et, par conséquent, de ratifier le châtiment absolu. Dans le monde de la condamnation à mort qui est le nôtre, les artistes témoignent pour ce qui dans l’homme refuse de mourir. Ennemis de personne, sinon des bourreaux ! Et c’est ce qui les désignera toujours, éternels girondins, aux menaces et aux coups de nos montagnards en manchettes de lustrine. Après tout, cette mauvaise position, par son incommodité même, fait leur grandeur. Un jour viendra où tous le reconnaîtront, et, respectueux de nos différences, les plus valables d’entre nous cesseront alors de se déchirer comme ils le font. Ils reconnaîtront que leur vocation la plus profonde est de défendre jusqu’au bout le droit de leurs adversaires à n’être pas de leur avis. Ils proclameront, selon leur état, qu’il vaut mieux se tromper sans assassiner personne et en laissant parler les autres que d’avoir raison au milieu du silence et des charniers. Ils essaieront de démontrer que si les révolutions peuvent réussir par la violence, elles ne peuvent se maintenir que par le dialogue. Et ils sauront alors que cette singulière vocation leur crée la plus bouleversante des fraternités, celle des combats douteux et des grandeurs menacées, celle qui, à travers tous les âges de l’intelligence, n’a jamais cessé de lutter pour affirmer contre les abstractions de l’histoire ce qui dépasse toute histoire, et qui est la chair, qu’elle soit souffrante ou qu’elle soit heureuse. Toute l’Europe d’aujourd’hui, dressée dans sa superbe, leur crie que cette entreprise est dérisoire et vaine. Mais nous sommes tous au monde pour démontrer le contraire.

 

Fin 1947, David Rousset, Jean-Paul Sartre et Georges Altman, entre autres, créent le Rassemblement démocratique révolutionnaire (RDR), mouvement politique proposant une troisième voie alternative à la division de la gauche entre le bloc atlantiste et le bloc soviétique. Sans en être membre, Camus est un sympathisant du RDR et de sa revue La Gauche dans laquelle il publie deux textes au cours de l’année 1948. Le 13 décembre, Camus s’exprime à la Salle Pleyel (Paris) devant plus de 4.000 personnes à l’occasion d’un meeting du RDR auquel participent également André Breton, Jean-Paul Sartre, Richard Wright ou encore Carlo Levi. Le texte de l’allocution d’Albert Camus sera publié dans le dixième numéro de La Gauche du 20 décembre 1948 puis dans le premier numéro de la revue Empédocle (avril 1949).


 

 

 

Napoleón Bonaparte: Moscú ya no existe

$
0
0

MOSCÚ YA NO EXISTE

TRES BOLETINES DEL GRAN EJÉRCITO

Moscú, 16 de septiembre de 1812.

 

DESDE la batalla del río Móscova [batalla de Borodino], el ejército francés persiguió al enemigo por las tres rutas de Mojaisk, Svenigorod y Kaluga, hasta Moscú.

El rey de Nápoles se encontraba el día 9 en Kubiuskoe; el virrey en Ruza, y el príncipe Poniatowski en Fominskoe. El cuartel general salió de Mojaisk el día 12 y fue llevado a Peselina; el día 13, estaba en el castillo de Berwska. El 14, a mediodía, entramos en Moscú. El enemigo había levantado fortines en la Montaña del Gorrión, a dos verstas de la ciudad, pero los abandonó.

La ciudad de Moscú es tan grande como París; es una ciudad extremadamente rica, llena de palacios de todas los personajes principales del imperio. El gobernador ruso Rostopchín quiso destruir esta hermosa ciudad, al ver que el ejército ruso la abandonaba. Armó a 3.000 criminales y los sacó de las mazmorras; también llamó a 6.000 cómplices y les hizo distribuir armas del arsenal.

Nuestra vanguardia, al llegar al centro de la ciudad, fue recibida por un tiroteo proveniente del Kremlin. El rey de Nápoles puso algunos cañones en línea, hizo huir a esa canalla y se apoderó del Kremlin.

Encontramos en el arsenal 60.000 fusiles nuevos y 120 piezas de cañón con sus cureñas.

En la ciudad reinaba la más completa anarquía; locos borrachos recorrían los barrios e incendiaban todo. El gobernador Rostopchín había hecho desalojar a todos los comerciantes y mercaderes, con los que se habría podido restablecer el orden. Más de cuatrocientos franceses y alemanes habían sido detenidos por sus órdenes. Finalmente, tuvo la precaución de retirar a los bomberos con las bombas de incendio; así fue como la más completa anarquía devastó esta grande y hermosa ciudad, y las llamas la están devorando. Habíamos encontrado aquí considerables recursos de todo tipo.

El emperador se aloja en el Kremlin, que está en el centro de la ciudad como una especie de ciudadela rodeada de altos muros. 30.000 rusos heridos o enfermos están en los hospitales, abandonados sin ayuda ni comida. Los rusos admiten haber perdido 50.000 hombres en la batalla del Móscova. El príncipe Bagratión está herido de muerte. Se ha calculado el número de generales rusos heridos o muertos en la batalla: asciende a 45 o 50.

 

Moscú, 17 de septiembre de 1812.

 

SE CANTÓ el Te Deum en Rusia por el combate de Polotsk; se lo cantó por los combates de Riga, por el combate de Ostrowno, por el de Smolensk; en todas partes, según los informes de los rusos, ellos salían victoriosos y los franceses habrían sido expulsados del campo de batalla: fue, pues, al son de los Te Deum rusos que el ejército llegó a Moscú. Los rusos creían que habían salido victoriosos, al menos el populacho; pues la gente educada sabía lo que estaba ocurriendo.

Moscú es el depósitode las mercancías de Asia y Europa; sus almacenes son inmensos; cada casa estaba provista de todo para ocho meses. Solamente el día anterior, y el mismo día de nuestra entrada, se tomó conciencia del peligro. En la casa de ese miserable Rostopchín se encontraron algunos papeles y una carta a medio escribir; huyó sin terminarla.

Moscú, una de las ciudades más bellas y ricas del mundo, ya no existe. Durante el día 14, los rusos incendiaron la bolsa, el bazar y el hospital. El día 16 se levantó un viento violento; entre 300 y 400 bandidos incendiaron la ciudad en 500 lugares a la vez, por orden del gobernador Rostopchín. De cada seis casas, cinco son de madera: el fuego avanzó con prodigiosa rapidez, era un océano de llamas. Había 1.600 iglesias; más de 1.000 palacios; inmensos almacenes; casi todo quedó destruido. El Kremlin pudo ser preservado.

Esta pérdida es incalculable para Rusia, para su comercio, para su nobleza que había dejado todo aquí. No es una estimación demasiado elevada situarla en varios miles de millones.

Un centenar de esos incendiarios fueron detenidos y fusilados; todos declararon haber actuado por orden del gobernador Rostopchín y del jefe de policía.

Treinta mil rusos heridos y enfermos murieron quemados. Las casas comerciales más ricas de Rusia han quedado arruinadas: la conmoción ha de ser considerable: la ropa, los almacenes y los suministros del ejército ruso fueron destruidos por el incendio; el ejército lo ha perdido todo. No querían evacuar nada, porque siempre se obstinaron en pensar que nos era imposible llegar a Moscú, y querían engañar al pueblo. Cuando vieron que todo estaba en manos del ejército francés, concibieron el horrible proyecto de quemar esta primera capital, esta ciudad santa, el centro del Imperio, y redujeron a 200.000 buenos habitantes a la mendicidad. Éste es el crimen de Rostopchín, llevado a cabo por criminales liberados de la cárcel.

Debido a esto, los recursos que el ejército encontró han quedado muy disminuidos; sin embargo, se han recuperado y se siguen recuperando muchas cosas. Todas las bodegas están a salvo del fuego, y los habitantes, en las últimas 24 horas, habían enterrado muchos objetos: el fuego fue combatido; pero el gobernador había tomado la horrenda precaución de llevarse con él o de hacer romper todas las bombas de incendio.

El ejército se recupera de sus fatigas: tiene abundancia de pan, papas, repollos, verduras, carne, salazones, vino, aguardiente, azúcar, café, en fin, provisiones de todo tipo.

La vanguardia está a 20 verstas de distancia por la ruta de Kazán, por la que el enemigo se está retirando. Otra vanguardia francesa está en camino por la ruta de San Petersburgo, donde el enemigo no tiene a nadie.

La temperatura sigue siendo la del otoño: el soldado ha encontrado y encuentra muchos pellizas y pieles para el invierno. De esto último Moscú es un depósito.

 

Moscú, 20 de septiembre de 1812.

 

SE DETUVO a 300 incendiarios y se los fusiló. Estaban armados con una bengala de seis pulgadas, oculta entre dos piezas de madera. También tenían fuegos artificiales que lanzaban sobre los tejados. Ese miserable Rostopchín hizo fabricar los fuegos artificiales haciéndoles creer a los habitantes que quería fabricar un globo, que lanzaría lleno de material incendiario sobre el ejército francés. Con ese pretexto reunió los fuegos artificiales y otros objetos necesarios para la ejecución de su proyecto.

Durante los días 19 y 20, los incendios cesaron. Tres cuartas partes de la ciudad terminaron quemadas, incluido el hermoso palacio de Catalina, que había sido completamente amueblado a nuevo. No queda más que una cuarta parte de las casas.

Cuando Rostopchín retiró las bombas de incendio  de la ciudad, dejó 60.000 fusiles, 150 cañones, más de 100.000 balas de cañón y explosivos, 1.500.000 cartuchos, 400.000 unidades de pólvora, 400.000 de salitre y azufre. Sólo el día 19 descubrimos las 400 mil de pólvora, las 400 mil de salitre y azufre, en un hermoso sitio situado a media legua de la ciudad. Es importante: ahora estamos abastecidos para dos campañas.

Todos los días encontramos bodegas llenas de vino y aguardiente.

Las manufacturas estaban empezando a florecer en Moscú; han quedado destruidas. El incendio de esta capital deja a Rusia con un atraso de cien años.

El tiempo parece que se va a poner lluvioso. La mayor parte del ejército está acuartelada en Moscú.

  

NAPOLEÓN BONAPARTE

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán

 

MOSCOU N'EXISTE PLUS

TROIS BULLETINS DE LA GRANDE ARMÉE

 

Moscou, le 16 septembre 1812.

 

DEPUIS la bataille de la Moskwa, l'armée française a poursuivi l'ennemi sur les trois routes de Mojaïsk, de Svenigorod et de Kalouga, sur Moscou.

Le roi de Naples était le 9 à Koubiuskoë ; le viceroi à Rouza, et le prince Poniatowski à Fominskoë. Le quartier-général est parti de Mojaïsk le 12, et a été porté à Peselina ; le 13 il était au château de Berwska. Le 14 à midi, nous sommes entrés à Moscou. L'ennemi avait élevé sur la montagne des Moineaux, à deux verstes de la ville, des redoutes, qu'il a abandonnées.

La ville de Moscou est aussi grande que Paris ; c'est une ville extrêmement riche, remplie des palais de tous les principaux de l'empire. Le gouverneur russe Rostopchin a voulu ruiner cette belle ville, lorsqu'il a vu que l'armée russe l'abandonnait. Il a armé 3.000 malfaiteurs qu'il a fait sortir des cachots ; il a appelé également 6.000 satellites et leur a fait distribuer des armes de l'arsenal.

Notre avant-garde, arrivée au milieu de la ville, fut accueillie par une fusillade partie du Kremlin. Le roi de Naples fit mettre en batterie quelques pièces de canon, dissipa cette canaille et s'empara du Kremlin.

Nous avons trouvé à l'arsenal 60.000 fusils neufs et 120 pièces de canon sur leurs affûts.

La plus complète anarchie régnait dans la ville ; des forcenés ivres couraient dans les quartiers, et mettaient le feu partout. Le gouverneur Rostopchin avait fait enlever tous les marchands et négociants, par le moyen desquels on aurait pu rétablir l'ordre. Plus de quatre cents Français et Allemands avaient été arrêtés par ses ordres. Enfin, il avait eu la précaution de faire enlever les pompiers avec les pompes ; aussi l'anarchie la plus complète a désolé cette grande et belle ville, et les flammes la consument. Nous y avions trouvé des ressources considérables de toute espèce.

L'Empereur est logé au Kremlin, qui est au centre de la ville comme une espèce de citadelle entourée de hautes murailles. 30.000 blessés ou malades russes sont dans les hôpitaux, abandonnés sans secours et sans nourriture. Les Russes avouent avoir perdu 50.000 hommes à la bataille de la Moskwa. Le prince Bagration est blessé à mort. On a fait le relevé des généraux russes blessés ou tués à la bataille ; il se monte de 45 à 50.

 

Moscou, le 17 septembre 1812.

 

ON a chanté des Te Deum en Russie pour le combat de Polotsk ; on en a chanté pour les combats de Riga, pour le combat d'Ostrowno, pour celui de Smolensk ; partout, selon les relations des Russes, ils étaient vainqueurs, et l'on avait repoussé les Français loin du champ de bataille : c'est donc au bruit des Te Deum russes que l'armée est arrivée à Moscou. On s'y croyait vainqueurs, du moins la populace ; car les gens instruits savaient ce qui se passait.

Moscou est l'entrepôt de l'Asie et de l'Europe ; ses magasins étaient immenses ; toutes les maisons étaient approvisionnées de tout pour huit mois. Ce n'était que de la veille, et du jour même de notre entrée, que le danger avait été bien connu. On a trouvé dans la maison de ce misérable Rostopchin des papiers et une lettre à demi-écrite ; il s'est sauvé sans l'achever.

Moscou, une des plus belles et des plus riches villes du monde, n'existe plus. Dans la journée du 14, le feu a été mis par les Russes à la bourse, au bazar et à l'hôpital. Le 16, un vent violent s'est élevé ; 3 à 400 brigands ont mis le feu dans la ville en 500 endroits à la fois, par l'ordre du gouverneur Rostopchin. Les cinq sixièmes des maisons sont en bois : le feu a pris avec une prodigieuse rapidité, c'était un océan de flammes. Des églises, il y en avait 1.600 ; des palais, plus de 1.000; d'immenses magasins ; presque tout a été consumé. On a préservé le Kremlin.

Cette perte est incalculable pour la Russie, pour son commerce, pour sa noblesse qui y avait tout laissé. Ce n'est pas l'évaluer trop haut que de la porter à plusieurs milliards.

On a arrêté et fusillé une centaine de ces chauffeurs ; tous ont déclaré qu'ils avaient agi par les ordres du gouverneur Rostopchin, et du directeur de la police.

Trente mille blessés et malades russes ont été brûlés. Les plus riches maisons de commerce de la Russie se trouvent ruinées : la secousse doit être considérable : les effets d'habillement, magasins, et fournitures de l'armée russe ont été brûlés ; elle y a tout perdu. On n'avait rien voulu évacuer, parce que l'on a toujours voulu penser qu'il était impossible d'arriver à Moscou, et qu'on a voulu tromper le peuple. Lorsqu'on a tout vu dans la main du Français, on a conçu l'horrible projet de brûler cette première capitale, cette ville sainte, centre de l'Empire, et l'on a réduit 200.000 bons habitants à la mendicité. C'est le crime de Rostopchin, exécuté par des scélérats délivrés des prisons.

Les ressources que l'armée trouvait sont par-là fort diminuées ; cependant l'on a ramassé, et l'on ramasse beaucoup de choses. Toutes les caves sont à l'abri du feu, et les habitants, dans les 24 dernières heures, avaient enfoui beaucoup d'objets : on a lutté contre le feu ; mais le gouverneur avait eu l'affreuse précaution d'emmener ou de faire briser toutes les pompes.

L'armée se remet de ses fatigues : elle a en abondance du pain, des pommes-de-terre, des choux, des légumes, des viandes, des salaisons, du vin, de l'eau-de vie, du sucre, du café, enfin des provisions de toute espèce.

L'avant-garde est à 20 werstes sur la route de Kasan, par laquelle se retire l'ennemi. Une autre avant-garde française est sur la route de Saint-Pétersbourg où l'ennemi n'a personne.

La température est encore celle de l'automne : le soldat a trouvé et trouve beaucoup de pelisses et des fourrures pour l'hiver. Moscou en est le magasin.

 

Moscou, le 20 septembre 1812.

 

TROIS cents chauffeurs ont été arrêtés et fusillés. Ils étaient armés d'une fusée de six pouces, contenue entre deux morceaux de bois. Ils avaient aussi des artifices qu'ils jetaient sur les toits. Ce misérable Rostopchin avait fait confectionner les artifices en faisant croire aux habitants qu'il voulait faire un ballon, qu'il lancerait plein de matières incendiaires sur l'armée française. Il réunissait sous ce prétexte les artifices et autres objets nécessaires à l'exécution de son projet.

Dans la journée du 19 et dans celle du 20, les incendies ont cessé. Les trois-quarts de la ville sont brûlés, entre autres le beau palais de Catherine, entièrement meublé à neuf. Il reste au plus le quart des maisons.

Pendant que Rostopchin enlevait les pompes de la ville, il laissait 60.000 fusils, 150 pièces de canon, plus de 100.000 boulets et bombes, 1.500.000 cartouches, 400 milliers de poudre, 400 milliers de salpêtre et de soufre. Ce n'est que le 19 qu'on a découvert les 400 milliers de poudre, les 400 milliers de salpêtre et de soufre, dans un bel établissement situé à une demi-lieue de la ville. Cela est important : nous voilà approvisionnés pour deux campagnes.

On trouve tous les jours des caves pleines de vin et d'eau-de-vie.

Les manufactures commençaient à fleurir à Moscou ; elles sont détruites. L'incendie de cette capitale retarde la Russie de cent ans.

Le temps paraît tourner à la pluie. La plus grande partie de l'armée est casernée dans Moscou.

 


 



Heinrich Heine: Los granaderos

$
0
0

DIE GRENADIERE

 

     Nach Frankreich zogen zwei Grenadier’,

Die waren in Rußland gefangen.

Und als sie kamen in’s deutsche Quartier,

Sie ließen die Köpfe hangen.

 

     Da hörten sie beide die traurige Mähr:

Daß Frankreich verloren gegangen,

Besiegt und zerschlagen das tapfere Heer, –

Und der Kaiser, der Kaiser gefangen.

 

     Da weinten zusammen die Grenadier’

Wohl ob der kläglichen Kunde.

Der Eine sprach: Wie weh wird mir,

Wie brennt meine alte Wunde.

 

     Der Andre sprach: das Lied ist aus,

Auch ich möcht mit dir sterben,

Doch hab’ ich Weib und Kind zu Haus,

Die ohne mich verderben.

 

    Was scheert mich Weib, was scheert mich Kind,

Ich trage weit bess’res Verlangen;

Laß sie betteln gehen, wenn sie hungrig sind, –

Mein Kaiser, mein Kaiser gefangen!

 

     Gewähr’ mir Bruder eine Bitt’:

Wenn ich jetzt sterben werde,

So nimm meine Leiche nach Frankreich mit,

Begrab’ mich in Frankreichs Erde.

 

     Das Ehrenkreuz am rothen Band

Sollst du auf’s Herz mir legen;

Die Flinte gieb mir in die Hand,

Und gürt’ mir um den Degen.

 

     So will ich liegen und horchen still,

Wie eine Schildwach, im Grabe,

Bis einst ich höre Kanonengebrüll,

Und wiehernder Rosse Getrabe.

 

     Dann reitet mein Kaiser wohl über mein Grab,

Viel Schwerter klirren und blitzen;

Dann steig’ ich gewaffnet hervor aus dem Grab’, –

Den Kaiser, den Kaiser zu schützen.

HEINRICH HEINE

 

LOS GRANADEROS

 

A Francia dos granaderos,

allá en Rusia prisioneros,

vuelven ya: ¡suerte feliz!

Al llegar una mañana

a la frontera alemana

doblan ambos la cerviz.

 

   Nueva oyeron lastimera;

está ya la Francia entera

en poder del invasor;

deshecho y roto el altivo

Gran Ejército; ¡cautivo!

¡cautivo el Emperador!

 

   Escuchan, mudos de espanto,

la nueva fatal: el llanto

baña su curtida tez;

y con ansias reprimidas

uno dice: «Mis heridas

se abren todas otra vez».

 

   Dice el otro: «¡Acabó todo!

¡Morir! fuera el mejor modo

de dar término a este afán,

Mas, ¡los pobres pequeñuelos!...

¡La mujer!... ¡Oh santos cielos!

si les falto yo, ¿qué harán?»

 

   -«¿La mujer?... ¿Y qué me importa?

¿Los hijos?... El alma absorta

llora desdicha mayor.

¿Pan les falta?... ¡Por Dios vivo!

¡Que lo mendiguen!... ¡Cautivo!

¡Cautivo el Emperador!»

 

   «Una súplica sagrada

he de hacerte, ¡oh camarada!

¡Compadécete de mi!

Para abrir mi humilde huesa,

llévame a tierra francesa,

dormiré mejor allí.

 

   »Esta cruz resplandeciente,

de roja cinta pendiente,

ponla sobre el corazón;

en su sitio, al diestro lado,

el fusil bien colocado;

la espada en el cinturón.

 

   »Así, a punto, y siempre en vela,

estaré, cual centinela

fijo siempre en su lugar;

hasta que oiga en feliz día

rechinar la artillería

y los caballos trotar.

 

   »Y el Emperador, al frente

de su ejército impaciente

cabalgará, y al clamor,

armado saldré de tierra,

y otra vez iré a la guerra,

detrás del Emperador».

Traducción de TEODORO LLORENTE

 


THE GRENADIERS

 

Toward France there journeyed two grenadiers

Who had been captured in Russia ;

And they hung their heads and their eyes had tears

As they came to the border of Prussia.

 

They heard the terrible news again

That France had been lost and forsaken ;

Her armies were beaten, her captains were slain,

And the Emperor, the Emperor was taken !

 

Together they wept, these two grenadiers,

To one thing their thoughts kept returning"

Alas," cried one, half-choked with tears,

" Once more my old wound is burning."

 

The other said, " The tale is told :

I'd welcome Death about me,

But I've a wife and child to hold;

What would they do without me ? "

 

" What matters wife ? What matters child ?

With far greater cares I am shaken ;

Let them go and beg with hunger wild

My Emperor, my Emperor is taken !

 

" And this, oh friend, my only prayer

When I am dying, grant me :

You'll carry my body to France and there

In the sweet soil of France you'll plant me.

 

" The cross of honor with crimson band

Lay on my heart to cheer me ;

Then put my musket in my hand

And strap my sabre near me.

 

" And so I will lie and listen and wait

Like a sentinel, down in the grass there.

Till I hear the roar of the guns, and the great

Thunder of hoofs as they pass there.

 

" And the Emperor will come, and his columns will wave ;

And the swords will be flashing and rending

And I will arise, full-armed from the grave,

My Emperor, my Emperor attending ! "

Translated by LOUIS UNTERMEYER

 


LES DEUX GRENADIERS

 

Vers la France s'acheminaient deux grenadiers de la garde ; ils avaient été longtemps retenus captifs en Russie. Et lorsqu'ils arrivèrent dans nos contrées d'Allemagne, ils baissèrent douloureusement la tête.

Ici, ils venaient d'apprendre que la France avait succombé, que la vaillante et grande armée était taillée en pièces, et que lui, l'Empereur, l'Empereur était prisonnier.

À cette lamentable nouvelle, les deux grenadiers se mirent à pleurer. L'un dit : — "Combien je souffre ! mes vieilles blessures se rouvrent et ma fin s'approche !"

Et l'autre dit : " Tout est fini ! — Et moi aussi je voudrais bien mourir. Mais j'ai là-bas femme et enfant qui périront sans moi.

"Que m'importent femme et enfant! J'ai bien d'autres soucis ! Qu'ils aillent mendier, s'ils ont faim ! — Lui, l'Empereur, l'Empereur est prisonnier !

"Camarade, écoute ma demande : Si je meurs ici, emporte mon corps avec toi, et ensevelis-moi dans la terre de France.

"La croix d'honneur avec son ruban rouge, tu me la placeras sur le cœur ; tu me mettras le fusil à la main, et tu me ceindras l'épée au côté.

"C'est ainsi que je veux rester dans ma tombe comme une sentinelle, et attendre jusqu'au jour où retentira le grondement du canon et le galop des chevaux.

"Alors l'Empereur passera à cheval sur mon tombeau, au bruit des tambours et au cliquetis des sabres ; et moi, je sortirai tout armé du tombeau pour le défendre, lui, l'Empereur, l'Empereur !"

Traduit par AMÉDÉE DUNOIS


 

 

 


Gabrielle de Villeneuve: La Bella y la Bestia

$
0
0

LA BELLA Y LA BESTIA
HISTORIA DE LA BESTIA

EL rey, mi padre, murió antes de que yo viniese al mundo. La reina no se hubiera consolado de su pérdida si el interés por el niño que llevaba en sus entrañas no hubiese combatido su dolor. Mi nacimiento le causó una inmensa alegría; la dicha que podía disipar su aflicción le estaba reservada al dulce placer de criar el fruto del amor de un esposo al que había amado tanto.

Los cuidados de mi educación y el temor de perderme fueron su única preocupación. Para esa tarea contó con el auxilio de un hada conocida suya, que se mostró solícita en preservarme de todo tipo de accidentes. La reina se lo agradeció infinitamente, pero no se sintió contenta cuando el hada le pidió que me entregase a ella. Aquella inteligencia no tenía fama de ser buena; se la consideraba caprichosa con sus favores; se la temía más de lo que se la amaba, e incluso si mi madre hubiera estado convencida de su bondad de carácter, no se habría decidido a perderme de vista.

Sin embargo, aconsejada por personas prudentes, y temiendo padecer los funestos efectos del resentimiento de aquella hada vengativa, no se le opuso del todo. Si me entregaba a ella voluntariamente, no era probable que me hiciera daño. La experiencia había demostrado que sólo se complacía en perjudicar a aquéllos que, a su parecer, la habían ofendido. La reina reconocía todo eso, y sólo rechazaba la idea de verse privada del placer de mirarme continuamente con sus ojos de madre, que le hacían descubrir en mí encantos que yo sólo debía a su buena intención.

Todavía dudaba de lo que tenía que hacer, cuando un vecino poderoso creyó que le sería fácil apoderarse de los estados de un niño gobernados por una mujer. Entró en mi reino con un ejército formidable. La reina reunió uno de prisa y, con un coraje que superaba al de su sexo, se puso a la cabeza de sus tropas y fue a defender nuestras fronteras. Entonces, obligada a dejarme, no pudo evitar confiarle al hada el cuidado de mi educación. Fui puesto entre sus manos después que ella juró, por lo que le era más sagrado, que, sin oponer ninguna dificultad, me llevaría de nuevo a la corte en cuanto la guerra terminase, cosa que, confiaba mi madre, ocurriría en un año a más tardar. Pero, a pesar de todos los triunfos que alcanzó, no le fue posible volver a ver tan pronto nuestra capital. Para sacarle réditos a su victoria, después de echar al enemigo de nuestro territorio, lo persiguió en el suyo.

Tomó provincias enteras, ganó batallas y, por último, redujo al vencido a solicitar una paz vergonzosa, que sólo obtuvo bajo durísimas condiciones. Después de esos afortunados logros la reina partió triunfante, saboreando de antemano el placer de volverme a ver. Pero, habiéndose enterado mientras estaba en camino de que el indigno enemigo, violando los pactos hechos, había pasado a degüello a nuestros soldados, logrando recuperar casi todos los lugares que había estado obligado a ceder, se vio obligada a volver sobre sus pasos. El honor pudo más que la urgencia que sentía de estar conmigo, y tomó la resolución de no terminar la guerra hasta no dejar a su enemigo en la imposibilidad de cometer nuevas traiciones.

El tiempo que empleó en esa nueva expedición militar fue enorme. [...]

Mientras tanto, el hada, de acuerdo con su promesa, había dedicado todos sus esfuerzos a mi educación. Desde el día en que me llevó de regreso a mi reino, se quedó junto a mí y no cesó de darme muestras de su atención en todo lo concerniente a mi salud y mis placeres. Yo le demostré, con mi respeto, lo sensible que era a sus atenciones; tenía para con ella la misma consideración y la misma solicitud que hubiese tenido para con mi madre, y el agradecimiento me inspiraba en su favor sentimientos igualmente afectuosos.

Durante cierto tiempo pareció satisfecha con ellos. Pero hizo un viaje que le llevó algunos años, por una razón secreta que no me comunicó, y a su regreso, llena de admiración por el resultado de sus cuidados, concibió por mí un cariño diferente del de una madre. Me había permitido que le diera ese nombre, pero a partir de ese momento me lo prohibió. Le obedecí sin averiguar las razones que podía tener para ello, y sin sospechar lo que exigía de mí.

Me daba cuenta muy bien de que no estaba contenta; pero ¿podía imaginar la razón de las quejas por mi ingratitud que me dirigía sin cesar? Me sentía tanto más sorprendido por sus reproches cuanto que no creía merecerlos. A éstos siempre les seguían o les precedían las más cariñosas atenciones. Yo tenía muy poca experiencia como para entenderlas. Fue necesario que se explicase: lo hizo un día en que le manifesté una pena mezclada de impaciencia por el retraso de la reina. Me hizo algunos reproches por eso, y como yo le aseguré que el cariño por mi madre no alteraba en nada el que le debía a ella, me respondió que no estaba para nada celosa de mi madre, a pesar de haber hecho mucho por mí y haber resuelto hacer más todavía. Pero agregó que, para dar libre curso a lo que se proponía hacer en mi favor, era necesario que me casara con ella, que no quería que la amara como a una madre sino como a una enamorada, que no dudaba que yo recibiría su propuesta con agradecimiento y sentiría una gran alegría al aceptarla; que de allí en adelante sólo se trataba de que me abandonase al placer que tenía que causarme la certeza de poseer un hada tan poderosa, que me protegería de todos los peligros y me procuraría una vida llena de encantos y colmada de gloria.

Me sentí confuso ante esa propuesta. Como había sido educado en mi propio país, conocía lo bastante el mundo como para haber observado que entre las personas casadas había algunas que eran felices debido a la conformidad de edad y temperamento, y otras muy dignas de lástima porque circunstancias diferentes habían puesto entre ellas una antipatía que podía llegar a constituir un suplicio.

El hada vieja, fea y de carácter altivo no me permitía esperar una vida que fuese tan agradable como ella me lo prometía.

Yo estaba muy lejos de sentir por ella lo que hay que sentir por una persona con la que se quiere pasar agradablemente la vida. Por otra parte, no quería comprometerme siendo tan joven. Mi única pasión era el deseo de volver a ver a la reina y destacarme a la cabeza de sus ejércitos. Suspiraba por mi libertad; era lo único que podía halagarme, lo único que el hada me negaba.

A menudo le había suplicado que me permitiese ir a compartir los peligros en que sabía que la reina se precipitaba para defender mis intereses, pero mis ruegos habían sido inútiles hasta aquel día. Urgido a que respondiese a la sorprendente declaración que me hacía, me sentí confuso y le hice recordar que, a menudo, me había dicho que no me estaba permitido disponer de mí mismo sin las órdenes de mi madre y durante su ausencia. “Es lo que yo pienso”, repuso, “no querría obligarte a actuar de otro modo, me basta con que sigas la voluntad de la reina”.

Ya te he dicho, bella princesa, que yo no había podido lograr que aquella hada me diese la libertad de ir a encontrarme con mi madre la reina. El deseo que ella sentía de alcanzar la satisfacción que esperaba obtener la obligó a concederme, sin que yo volviera a pedírselo, lo que siempre me había negado; pero puso una condición que no me resultó agradable: que ella me acompañaría. Hice todo lo posible para lograr que cambiase de idea, pero me fue imposible y partimos seguidos por una numerosa escolta.

[...]

Poco tiempo después volvimos a emprender el camino hacia la capital, en la que entramos triunfantes. Las ocupaciones de la guerra y la presencia continua de mi vieja enamorada me habían impedido prevenir a la reina de este último incidente. Su sorpresa no tuvo límites cuando aquella harpía le dijo, sin rodeos, que estaba resuelta a casarse conmigo de inmediato. Esa declaración fue hecha en este mismo palacio, que no era tan soberbio como lo es hoy. Era la casa de recreo del difunto rey, y miles de ocupaciones le habían impedido que pensara en embellecerla. Mi madre, que sentía apego por todo lo que él había amado, lo había elegido preferentemente para descansar de las fatigas de la guerra.

Al oír la declaración del hada, incapaz de dominar su primer impulso y desconocedora del arte de fingir, exclamó:

—Señora, ¿has pensado en la extraña unión que me propones?

Es cierto que no podría haberse hallado otra más ridícula. Además de la decrépita vejez del hada, ésta era tan fea que daba miedo. No eran los años los que la habían afeado: si hubiera tenido belleza en su juventud, habría podido conservarla con el auxilio de su arte; pero, como era naturalmente fea, su poder apenas podía darle bellezas artificiales un solo día por año, y, una vez transcurrido ese día, volvía a su estado anterior.

El hada se sorprendió ante la declaración de la reina. Su amor propio le ocultaba lo horrible que era, y daba por descontado que su poder podía suplantar los atractivos de los que estaba desprovista.

—¿Qué quieres decir —le dijo a la reina— con eso de extraña unión? Piensa que es imprudente recordármelo cuando yo me digno olvidarlo. En lo único en que debes pensar es en alegrarte de tener un hijo lo suficientemente digno de ser amado como para que sus méritos me lo hagan preferir a los más poderosos genios de todos los elementos; y puesto que me digno rebajarme hasta él, recibe con respeto el honor que tengo la bondad de hacerte, sin darme tiempo a que cambie de idea.

La reina, tan altiva como el hada, nunca había entendido que había un rango que estaba por encima del trono. Le daba muy poca importancia al supuesto honor que le hacía la inteligencia. Como siempre había dado órdenes a cuantos se le acercaban, no ambicionaba en absoluto la ventaja de tener una nuera a la que debiese guardarle el respeto. De modo tal que, en lugar de responder, permaneció inmóvil y se contentó con mantener la mirada fija en mí. Yo estaba tan sorprendido como ella y, como la miraba del mismo modo en que ella lo hacía conmigo, no le resultó difícil al hada comprender que nuestro silencio expresaba de manera espontánea sentimientos sumamente opuestos a la alegría que creía inspirarnos.

—¿Qué significa lo que estoy viendo? —dijo con acritud—. ¿A qué se debe que la madre y el hijo no digan nada? ¿Esta agradable sorpresa los ha privado del uso de la voz, o es que son tan ciegos y temerarios como para no aceptar mi ofrecimiento? Habla, príncipe —me dijo—. ¿Serás tan ingrato y tan imprudente como para despreciar mis bondades? ¿No aceptas, en este mismo momento, darme tu mano?

—No, señora, te lo aseguro —repuse con precipitación—. Aunque sienta un sincero agradecimiento por todo lo que te debo, no puedo decidirme a pagar mi deuda de esta forma; y, si la reina me lo permite, no quiero perder tan pronto mi libertad. Dame cualquier otro medio de reconocer tus bondades: ninguno me parecerá imposible. Pero, en cuanto al que me propones, dispénsame, te lo ruego, de hacer uso de él, porque…

—¡Cómo, miserable criatura —me interrumpió con furor—, te atreves a resistirme! ¡Y tú, estúpida reina, contemplas sin indignarte un orgullo semejante! Pero ¿qué digo indignación? ¡Si es de tu mirada insolente de donde ha sacado la audacia de su respuesta!

La reina, ya disgustada por las expresiones despectivas que el hada había usado, no pudo contenerse más y, mirando casualmente un espejo delante del que nos encontrábamos mientras el hada malvada seguía hostigándola, le respondió:

—¿Qué puedo decirte que no hayas debido decirte a ti misma? Dígnate mirar sin prejuicios las imágenes que este espejo te presenta, él te responderá por mí.

El hada comprendió fácilmente lo que la reina quería decirle.

—¿Es, entonces, la belleza de este precioso hijo tuyo la que te vuelve tan vanidosa —le dijo—, y es eso lo que me expone a un vergonzoso rechazo? Te parezco indigna de él: pues bien —prosiguió, alzando la voz en tono furioso—, después de haber prodigado todos mis cuidados para volverlo tan encantador, tengo que coronar mi obra y hacerles a ambos un regalo tan nuevo como perceptible, para que se acuerden de todo lo que me deben. ¡Vamos, desdichado —me dijo—, vanaglóriate de haberme negado tu corazón y tu mano, ofréceselos a aquélla que te parezca más digna de recibirlos que yo!

Diciendo estas palabras, mi terrible enamorada me dio un golpe en la cabeza. Tan rudo fue que di con la cara en el suelo y creí que me había aplastado una montaña. Enojadísimo con ese insulto, quise ponerme de pie, pero me resultó imposible: el peso de mi cuerpo era tan grande que me lo impidió; lo único que pude hacer fue sostenerme con las manos, que en un instante se habían transformado en patas horribles; me bastó verlas para darme cuenta de mi cambio; era el aspecto que tenía cuando me hallaste. En el acto, le eché una mirada al fatal espejo y ya no puede dudar de mi cruel y súbita metamorfosis.

El dolor que sentí al ver aquello me dejó inmóvil; la reina, ante el trágico espectáculo, estaba fuera de sí. Para coronar su barbarie, aquella hada furiosa añadió en tono burlón:

—Vete ahora a hacer conquistas ilustres, y más dignas que una augusta hada. Y como no se necesita inteligencia cuando uno es tan hermoso, te ordeno que parezcas tan estúpido como horrible, y que esperes en este estado, para volver a tu forma primera, a que una muchacha bella y joven venga voluntariamente hasta ti, aunque esté persuadida de que vas a devorarla, y que, una vez que haya dejado de temer por su vida, llegue a tenerte tanto afecto que te proponga que te cases con ella. Hasta que no hayas encontrado a esa persona tan poco común, quiero que seas motivo de horror para ti mismo y para todos aquéllos que te vean… Y en cuanto a ti, felicísima madre de un hijo tan encantador —le dijo a la reina—, te advierto que, si declaras a alguien que este monstruo es tu hijo, nunca podrá cambiar de aspecto. Tendrá que dejarlo sin la ayuda del interés, de la ambición y de los encantos de su inteligencia. Adiós. No pierdan la paciencia, no tendrán que esperar mucho tiempo. Es lo bastante bonito como para encontrar pronto un remedio a sus males.

—¡Ah, cruel —exclamó la reina—, si mi rechazo te ha ofendido, véngate en mí! Quítame la vida, pero no destruyas tu obra, te lo suplico…

—Qué idea, gran princesa —repuso el hada en tono irónico—, te rebajas demasiado, no soy lo bastante bella como para que te dignes hablarme; pero mis decisiones son firmes. Adiós, poderosa reina; adiós, bello príncipe, no es justo que te canse aún más con mi odiosa presencia. Me retiro, pero tengo todavía la caridad de advertirte —dijo, volviéndose hacia mí— que tienes que olvidar quién eres. Si te dejas lisonjear por vanos respetos o títulos fastuosos, estás perdido sin remedio, y te perderás también si te atreves a hacer uso de tu inteligencia para agradar en la conversación.

Dichas estas palabras, desapareció y nos dejó, a la reina y a mí, en un estado que no se puede describir ni imaginar. Las quejas son el consuelo de los desdichados; para nosotros sólo eran un débil socorro: mi madre decidió apuñalarse, y yo, ir a tirarme a un canal cercano. Íbamos ambos, sin habérnoslo dicho, a llevar a cabo un propósito tan funesto, cuando una persona de porte majestuoso, y cuyo aspecto inspiraba un profundo respeto, llegó para hacernos comprender que es cobarde sucumbir ante los mayores accidentes, y que con tiempo y coraje no hay desdicha que no pueda ser vencida. Pero la reina no tenía consuelo, sus ojos vertían lágrimas en abundancia y, sin saber cómo comunicarles a sus súbditos que su soberano se había transformado en una horrible Bestia, sólo le quedaba el recurso de una atroz desesperación. El hada (ya que era un hada, y la misma que ves aquí), consciente de su dolor y su desconcierto, le recordó a la reina la obligación indispensable que tenía de ocultarle a su pueblo esa horrenda aventura; le hizo ver que, sin abandonarse a la desesperación, era preferible buscar algún remedio a sus males.

—¿Existe acaso alguno —exclamó la reina— que sea lo bastante poderoso como para impedir que se haga la voluntad de un hada?

—Sí, señora —respondió el hada—, hay remedio para todo. Soy hada, al igual que aquélla cuyo furor acabas de padecer; no tengo menos poder que ella; es cierto que no puedo reparar de inmediato el daño que te ha hecho, ya que no nos está permitido oponernos directamente a nuestras respectivas voluntades. La que causa tu infortunio ha vivido más que yo; entre nosotras, la ancianidad es un título respetable. Como no pudo evitar poner una condición capaz de hacer cesar el encantamiento funesto, te ayudaré a cumplirla. Confieso que es difícil acabar con este encantamiento, pero la cosa no me parece imposible; veré qué puedo hacer por ti si me ocupo por entero de esta cuestión.

Entonces sacó un libro de su vestido y, después de dar unos pasos misteriosos, se sentó a una mesa y leyó durante un tiempo considerable, con una aplicación que la hacía transpirar. Luego cerró el libro y se sumió en una profunda meditación. Tenía un aire tan serio que, durante un rato, nos hizo pensar que mi desgracia era irreparable. Pero salió de su éxtasis, su fisonomía recuperó su belleza natural y nos indicó que tenía un remedio para nuestros males.

—Será lento —me dijo—, pero será seguro. Guarda tu secreto, que nadie lo descubra, y que nadie sepa que estás oculto debajo de ese horrible disfraz, ya que me sacarías el poder de librarte de él. Tu enemiga da por descontado que lo divulgarás, por eso no te ha privado del habla.

A la reina le pareció que esa condición era imposible de respetar, porque dos de sus doncellas habían presenciado la fatal aventura y ambas habían salido horrorizadas, lo que no habría dejado de excitar la curiosidad de la guardia y de los cortesanos. Imaginaba que toda la corte estaba al tanto de lo ocurrido, y que su reino e incluso todo el universo pronto lo sabrían; pero el hada tenía un medio para impedir que el misterio se revelara. Hizo entonces algunos pases, a veces lentos y a veces precipitados; los acompañó con palabras que no entendimos y terminó levantando la mano, con el aspecto de una persona que ordena con un poder absoluto. Ese gesto, unido a las palabras que había pronunciado, fue tan poderoso que todos los que respiraban en el castillo quedaron inmóviles y fueron transformados en estatuas. Todavía están en el mismo estado. Son las figuras que has visto en distintos lugares, y en las mismas actitudes en que las órdenes perentorias del hada los sorprendieron.

La reina, que en ese momento echó una mirada al gran patio, percibió el cambio sufrido por un número prodigioso de personas.

El silencio que de pronto siguió a la agitación de una muchedumbre hizo nacer en el corazón de la reina sentimientos de compasión por tantos inocentes que perdían la vida por mi causa. Pero el hada la tranquilizó diciéndole que dejaría a sus súbditos en ese estado sólo mientras se necesitase su discreción. Era una precaución que había que tomar, pero el hada prometió que los recompensaría y que el tiempo que pasaran así no les sería descontado de la suma de sus días.

 

GABRIELLE DE VILLENEUVE

Fragmento del capítulo II de La Bella y la Bestia

Traducción, prólogo y notas de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán

Ediciones de La Mirándola, 2012, 2016, 2021

 

HISTOIRE DE LA BÊTE

LE roi mon père, avant que je vinsse au monde, était mort. La reine ne se fut pas consolée de sa perte, si l’intérêt de l’enfant qu’elle portait n’eût combattu sa douleur. Ma naissance lui causa une joie extrême ; ce fut à la douceur d’élever le fruit de l’amour d’un époux si chèrement aimé que le bonheur de dissiper son affliction était réservé.

Les soins de mon éducation et la peur de me perdre l’occupèrent uniquement. Elle fut secondée dans ses vues par une fée de sa connaissance, qui lui marqua n’avoir que de l’empressement à me préserver de toutes sortes d’accidents. La reine lui en sut un gré infini ; mais elle ne fut pas contente quand elle lui demanda de me remettre en ses mains. Cette intelligence n’avait pas la réputation d’être bonne ; elle passait pour capricieuse dans ses faveurs ; on la craignait plus qu’on ne l’aimait, et quand ma mère eût été même convaincue de la bonté de son caractère, elle ne se serait pas déterminée à me perdre de vue.

Cependant, conseillée par des personnes prudentes, de peur d’essuyer les funestes effets du ressentiment de cette fée vindicative, elle ne la refusa pas tout à fait. En me livrant à elle volontairement, il n’y avait pas d’apparence qu’elle me fît du mal. L’expérience avait fait connaître qu’elle ne se plaisait à nuire qu’à ceux de qui elle se croyait offensée. La reine en convenait, et elle n’avait que la répugnance de se voir privée du plaisir de me regarder continuellement avec des yeux de mère, qui lui faisaient découvrir en moi des grâces que je ne devais qu’à sa prévention.

Elle était encore irrésolue sur ce qu’elle avait à faire, lorsqu’un voisin puissant crut qu’il lui serait facile de s’emparer des États d’un enfant gouvernés par une femme. Il était entré dans mon royaume avec une armée formidable. La reine en leva une à la hâte, et avec un courage au-dessus de son sexe, elle se mit à la tête de ses troupes et alla défendre nos frontières. Ce fut alors que, forcée de me quitter, elle ne put se dispenser de confier à la fée le soin de mon éducation. Je fus remis entre ses mains, après qu’elle eût fait le serment le plus sacré pour elle, que sans aucune difficulté elle me ramènerait à la cour aussitôt que la guerre serait finie, que ma mère comptait être terminée dans un an au plus tard. Mais malgré tous les avantages qu’elle remporta, il ne lui fut pas possible de revoir sitôt notre capitale. Pour profiter de sa victoire, après avoir chassé l’ennemi hors de nos États, elle le poursuivit dans les siens.

Elle prit des provinces entières, gagna des batailles, et réduisit enfin le vaincu à demander une paix honteuse, qu’il n’obtint qu’à des conditions fort dures. Après ces heureux succès, la reine partit triomphante et goûta d’avance le plaisir de me revoir. Mais ayant appris sur sa route que, contre la foi des traités, l’indigne ennemi avait fait égorger nos garnisons et repris presque toutes les places qu’il avait été obligé de céder, elle fut contrainte de retourner sur ses pas. L’honneur l’emportait sur l’empressement qui la rappelait auprès de moi, et elle forma la résolution de ne point finir la guerre, qu’elle n’eût mis son ennemi hors d’état de lui faire de nouvelles trahisons.

Le temps qu’elle employa à cette seconde expédition fut fort considérable. [...]

Cependant la fée, conformément à sa parole, avait donné tous ses soins pour mon éducation. Depuis le jour qu’elle m’avait reconduit dans mon royaume, elle était restée auprès de moi et n’avait cessé de me donner des marques de son attention sur ce qui concernait ma santé et mes plaisirs. Par mon respect, je lui marquai combien j’étais sensible à ses bontés ; j’avais pour elle les mêmes égards et les mêmes empressements que j’eusse eu pour ma mère, et la reconnaissance m’inspirait en sa faveur des sentiments aussi tendres.

Pendant quelque temps, elle en parut satisfaite. Mais elle fit un voyage de quelques années, dont elle ne me communiqua point le secret, et à son retour, admirant l’effet de ses soins, elle conçut pour moi une tendresse différente de celle d’une mère. Elle m’avait permis de lui donner ce nom, mais alors elle me le défendit. J’obéis sans m’informer des raisons qu’elle pouvait avoir, ni la soupçonner de ce qu’elle exigeait de moi.

Je voyais bien qu’elle n’était pas contente : mais pouvais-je imaginer la raison des plaintes qu’elle me faisait sans cesse sur mon ingratitude ? J’étais d’autant plus surpris de ses reproches, que je ne croyais pas les mériter. Ils étaient toujours suivis ou précédés des plus tendres caresses. J’avais trop peu d’expérience pour les entendre. Il fallut qu’elle s’expliquât : elle le fit un jour que je lui témoignais un chagrin mêlé d’impatience, touchant le retardement de la reine. Elle m’en fit quelques reproches. Et sur ce que je l’assurais que ma tendresse pour ma mère n’altérait en aucune manière celle que je lui devais, elle me répondit qu’elle n’en était point jalouse, quoiqu’elle eût fait beaucoup pour moi, et qu’elle eût résolu de faire encore davantage. Mais elle ajouta que pour donner un libre cours aux desseins qu’elle formait en ma faveur, il fallait que je l’épousasse, qu’elle ne voulait pas être aimée de moi comme une mère, mais comme une amante, qu’elle ne doutait pas que je ne reçusse sa proposition avec reconnaissance, et que je n’eusse beaucoup de joie à l’accepter ; qu’il n’était donc plus question que de m’abandonner au plaisir que devait me causer la certitude de posséder une si puissante fée, qui me garantirait de tous les dangers et me procurerait une vie pleine de charmes et comblée de gloire.

À cette proposition, je fus embarrassé. Élevé dans mon propre pays, je connaissais assez le monde pour avoir observé parmi les personnes mariées qu’il y en avait d’heureuses par la conformité d’âge et d’humeur, et d’autres très à plaindre, parce que ces circonstances différentes avaient mis entre elles une antipathie qui pouvait faire leur supplice.

La fée vieille, laide et d’un caractère hautain, ne me faisait pas espérer une destinée aussi agréable qu’elle me la promettait. J’étais bien éloigné de sentir pour elle ce qu’il faut sentir pour une personne avec qui l’on veut passer agréablement sa vie. Je ne voulais pas d’ailleurs m’engager dans un âge si peu avancé. Je n’avais d’autre passion que celle de revoir la reine et de me signaler à la tête de ses armées. Je soupirais après ma liberté, c’était la seule chose qui pouvait me flatter, la seule qu’elle me refusait.

Je l’avais souvent suppliée de me permettre d’aller partager les périls où je savais que la reine se précipitait pour mes intérêts, mais mes prières jusqu’à ce jour furent inutiles. Pressé de répondre à l’étonnante déclaration qu’elle me faisait, je fus embarrassé, je la fis ressouvenir qu’elle m’avait dit souvent qu’il ne m’était pas permis de disposer de moi sans les ordres de ma mère et pendant son absence. « C’est comme je l’entends, reprit-elle, je ne voudrais pas vous obliger d’en user autrement : il me suffit que vous vous en rapportiez à la reine. »

Je vous ai déjà dit, belle princesse, que je n’avais pu obtenir de cette fée la liberté d’aller trouver la reine ma mère. Le désir qu’elle avait d’avoir son consentement, qu’elle s’attendait d’obtenir, l’obligea de m’accorder, sans même lui demander, ce qu’elle m’avait toujours refusé, mais elle y mit une condition qui ne me fut pas agréable : ce fut de m’accompagner. Je fis mes efforts pour l’en détourner, il me fut impossible, et nous partîmes suivis d’une nombreuse escorte.

[...]

Peu de temps après, nous reprîmes le chemin de la capitale, où nous entrâmes en triomphe. Les occupations de la guerre, et la présence éternelle de ma vieille conquête, m’avaient empêché de prévenir la reine sur cet incident. Elle eut la surprise entière, lorsque cette mégère lui dit sans détour qu’elle était résolue de m’épouser incessamment. Cette déclaration se fit dans ce même palais, non pas aussi superbe qu’il l’est aujourd’hui. C’était la maison de plaisance du feu roi, à l’embellissement de laquelle mille occupations n’avaient pu lui permettre de penser. Ma mère, qui chérissait ce qu’il avait aimé, le choisit par préférence pour s’y délasser des fatigues de la guerre.

À la déclaration de la fée, ne pouvant se rendre maîtresse de son premier mouvement, et ne sachant pas l’art de feindre, elle s’écria : « Songez-vous, madame, au bizarre assortiment que vous me proposez ? » Il est vrai qu’il était impossible d’en trouver un plus ridicule. Outre la vieillesse presque décrépite de la fée, elle était laide à faire peur. Ce n’était pas les années qui l’avaient enlaidie, si elle eût eu de la beauté dans sa jeunesse, elle aurait pu la conserver par le secours de son art ; mais laide naturellement, sa puissance ne lui pouvait donner des beautés artificielles pour plus d’un jour tous les ans, et ce jour passé, elle revenait dans son premier état.

La fée fut surprise de la déclaration de la reine. Son amour propre lui cachait tout ce qu’elle avait d’affreux, et elle comptait que sa puissance devait suppléer aux appas dont elle était dépourvue. « Qu’entendez-vous, dit-elle à la reine, par ce terme de bizarre assortiment ? Songez qu’il y a de l’imprudence à m’en faire souvenir, lorsque je daigne l’oublier. Vous ne devez penser qu’à vous féliciter d’avoir un fils assez aimable pour que son mérite me le fasse préférer aux plus puissants génies de tous les éléments ; et puisque je daigne m’abaisser jusqu’à lui, recevez avec respect l’honneur que j’ai la bonté de vous faire, sans me donner le temps de m’en dédire. »

La reine, aussi fière que la fée, n’avait jamais compris qu’il y eût un rang au-dessus du trône. Elle faisait peu de cas de l’honneur prétendu que lui offrait l’intelligence. Ayant toujours commandé à ce qui l’approchait, elle n’ambitionnait point l’avantage d’avoir une belle-fille à qui il fallût rendre des respects. Ainsi, loin de répondre, elle resta comme immobile et se contenta d’avoir les yeux fixés sur moi. J’étais aussi surpris qu’elle et, la regardant du même air qu’elle me regardait, il ne fut pas difficile à la fée de connaître que notre silence exprimait naïvement des sentiments fort opposés à la joie qu’elle voulait nous inspirer.

« Que signifie ce que je vois ? dit-elle avec aigreur, d’où vient que la mère et le fils ne disent rien ? Cette agréable surprise vous a-t-elle enlevé l’usage de la voix, ou seriez-vous assez aveugles et assez téméraires pour ne pas accepter mes offres ? Parlez, prince, me dit-elle, serez-vous assez ingrat et assez imprudent pour mépriser ma bonté ? Ne consentez-vous pas dès ce moment à me donner la main ?

— Non, madame, je vous assure, repris-je avec précipitation. Quoique j’aie une sincère reconnaissance de ce que je vous dois, je ne puis me résoudre à m’en acquitter de cette sorte, et avec la permission de la reine, je ne veux pas sitôt perdre ma liberté. Donnez-moi tout autre moyen de reconnaître vos bontés ; je n’en trouverai point d’impossible. Mais pour celui que vous me proposez, dispensez-moi, s’il vous plaît, de l’employer, car... Comment ! chétive créature, interrompit-elle avec fureur, tu oses me résister ? et vous, stupide reine, vous voyez sans indignation un tel orgueil ! Que dis-je sans indignation ? c’est vous-même qui l’autorisez, puisque c’est dans vos regards insolents qu’il a puisé l’audace de sa réponse. »

La reine, déjà piquée des expressions méprisantes dont la fée s’était servie, ne fut plus maîtresse de se contenir, et jetant par hasard les yeux sur une glace devant laquelle nous étions dans le temps que cette méchante fée la pressait encore : « Que puis-je vous dire, reprit-elle, que vous n’eussiez dû vous représenter vous-même ? Daignez donc considérer sans prévention les objets que cette glace vous présente, elle vous répondra pour moi. » La fée comprit aisément ce que la reine voulait dire. « C’est donc la beauté de ce précieux fils qui vous rend si vaine, lui dit-elle, et c’est ce qui m’expose à un refus honteux ; je vous parais indigne de lui. Eh bien, poursuivit-elle en élevant sa voix d’un ton furieux, après avoir donné tous mes soins à le rendre si charmant, il faut que je couronne mon ouvrage et que je vous donne à tous deux une matière aussi nouvelle que sensible pour vous faire souvenir de ce que vous me devez. Va, malheureux ! me dit-elle, vante-toi de m’avoir refusé ton cœur et ta main, fais-en le sacrifice à celle que tu trouveras en être plus digne que moi. »

En disant ces mots, ma terrible amante me donna un coup sur la tête. Il fut si pesant que je tombai la face contre terre, et que je me crus accablé par la chute d’une montagne. Tout courroucé de cette insulte, je voulus me relever, mais il me fut impossible : le poids de mon corps était si lourd, qu’il m’en empêcha ; tout ce que je pus faire, fut de me soutenir sur mes mains, devenues en un instant d’horribles pattes dont la vue me fit apercevoir de mon changement ; c’est le même sous lequel vous m’avez trouvé. Dans l’instant, je jetai les yeux sur la fatale glace, et il ne me fut plus permis de douter de ma cruelle et subite métamorphose.

La douleur que j’en ressentis me rendit immobile ; la reine, à ce tragique spectacle, fut hors d’elle-même. Pour mettre le dernier sceau à sa barbarie, cette furieuse fée me dit encore d’un air moqueur : « Va faire des conquêtes illustres, et plus dignes de toi qu’une auguste fée. Et comme on n’a point besoin d’esprit quand on est aussi beau, je t’ordonne de paraître aussi stupide que tu es affreux, et d’attendre dans cet état, pour reprendre ta première forme, qu’une fille belle et jeune vienne volontairement te trouver, quoiqu’elle soit persuadée que tu la doives dévorer. Il faut aussi, continua-t-elle, qu’après qu’elle ne craindra plus pour sa vie, elle prenne une assez tendre affection pour te proposer de l’épouser. Jusqu’à ce que tu rencontres cette rare personne, je veux que tu sois un sujet d’horreur pour toi-même et pour tous ceux qui te verront... Pour vous, trop heureuse mère d’un si aimable enfant, dit-elle à la reine, je vous avertis que si vous déclarez à quelqu’un que ce monstre est votre fils, il ne changera jamais de figure. C’est sans le secours de l’intérêt, de l’ambition et des charmes de son esprit qu’il la doit quitter. Adieu, ne vous impatientez point, vous n’attendrez pas longtemps. Il est assez mignon pour rencontrer bientôt un remède à ses maux. »

« Ah, cruelle ! s’écria la reine, si mon refus vous a offensée, vengez-vous sur moi. Prenez ma vie, mais ne détruisez pas votre ouvrage, je vous en conjure... — Vous n’y pensez pas, grande princesse, reprit la fée d’un ton ironique, vous vous abaissez trop, je ne suis pas assez belle pour que vous daigniez m’entretenir ; mais je suis ferme dans mes volontés. Adieu, puissante reine ; adieu, beau prince, il n’est pas juste que je vous fatigue davantage de mon odieuse présence. Je me retire, mais il me reste encore la charité de t’avertir, en se tournant de mon côté, qu’il faut oublier qui tu es. Si tu te laisses flatter par des vains respects ou par des titres fastueux, tu es perdu sans ressource, et tu te perds encore si tu oses faire usage de ton esprit pour plaire dans la conversation. »

Après ces mots, elle disparut et nous laissa, la reine et moi, dans un état qui ne se peut ni décrire ni imaginer. Les plaintes sont la consolation des malheureux ; c’était pour nous un trop faible secours : ma mère prit le parti de se poignarder, et moi, d’aller me précipiter dans le canal voisin ; nous allions l’un et l’autre, sans nous l’être communiqué, exécuter un si funeste dessein ; mais une personne d’une taille majestueuse, et dont l’air inspirait un respect profond, vint nous faire connaître qu’il y a de la lâcheté à succomber aux plus grands accidents, et qu’avec du temps et du courage il n’est point d’infortune qu’on ne puisse vaincre. Mais la reine était inconsolable, ses yeux versaient abondamment des larmes, et ne sachant comment apprendre à ses sujets que leur souverain était changé en une horrible Bête, elle n’avait pour unique ressource qu’un désespoir affreux. La fée (car c’en était une, et la même que vous voyez ici), sachant et sa douleur et son embarras, la fit souvenir de l’obligation indispensable ou elle était de cacher à ses peuples cette effroyable aventure ; elle lui remontra que, sans s’abandonner au désespoir, il valait mieux chercher un remède à ses maux.

« En est-il, s’écria la reine, qui soit assez puissant pour empêcher que les volontés d’une fée n’aient leur exécution ? — Oui, madame, répondit la fée, il y a des remèdes à tout. Je suis fée, comme celle de qui vous venez d’éprouver la fureur ; je n’ai pas moins de pouvoir ; il est vrai que je ne puis réparer à l’instant le mal qu’elle vous a fait, car il ne nous est pas permis de nous opposer directement à la volonté des unes et des autres. Celle qui cause votre infortune a plus vécu que moi ; parmi nous, l’ancienneté est un titre respectable. Comme elle n’a pu s’empêcher de mettre une condition qui peut faire cesser le charme funeste, je vous y servirai. J’avoue qu’il est difficile de terminer cet enchantement, mais la chose ne me paraît pas impossible ; en y donnant tous mes soins, voyons ce que je puis faire pour vous. »

Alors, elle tira un livre de sa robe, et après avoir fait quelques pas mystérieux, elle s’assit devant une table et lut pendant un temps considérable, avec une application qui la faisait suer. Ensuite elle ferma son livre et rêva profondément. Elle avait un air si sérieux, qu’elle nous donna lieu de croire pendant quelque temps que mon malheur était irréparable. Mais revenue de son extase, et sa physionomie reprenant sa beauté naturelle, elle nous apprit qu’elle avait un remède à nos maux. « Il sera lent, me dit-elle, mais il sera certain. Gardez votre secret, qu’il ne transpire pas et qu’aucun ne sache que vous êtes caché sous cet horrible déguisement, car vous m’ôteriez le pouvoir de vous en délivrer. Votre ennemie se flatte que vous le divulguerez, c’est pour cela qu’elle ne vous a pas ôté l’usage de la parole. »

La reine trouva cette condition impossible, parce que deux de ses femmes avaient été présentes à cette fatale aventure, et qu’elles étaient sorties toutes effrayées, ce qui n’aurait pas manqué d’exciter la curiosité des gardes et des courtisans. Elle s’imaginait que toute sa cour en était informée, et que son royaume et même tout l’univers en serait bientôt instruit ; mais la fée savait un moyen pour empêcher que ce mystère n’éclatât. Elle fit alors quelques tours, tantôt gravement, quelquefois précipités ; elle y joignit des mots que nous ne comprîmes pas, et finit par lever la main de l’air d’une personne qui commande avec un pouvoir absolu. Ce geste, joint à ce qu’elle avait prononcé, fut si puissant, que tous ceux qui respiraient dans le château devinrent immobiles et furent changés en statues. Ils sont encore dans le même état. Ce sont les figures que vous voyez en différents lieux, et dans les mêmes attitudes où les ordres pressants de la fée les ont surpris.

La reine, qui dans ce moment jeta les yeux sur la grande cour, s’aperçut du changement d’un nombre prodigieux de personnes.

Le silence qui succéda tout d’un coup à l’agitation d’un grand peuple, fit naître en son cœur des mouvements de compassion pour tant d’innocents qui perdaient la vie à cause de moi. Mais la fée la rassura en lui disant qu’elle ne laisserait ses sujets en cet état qu’autant que leur discrétion serait nécessaire. C’est une précaution dont il fallait user : mais elle promit qu’elle les dédommagerait, et que le temps qu’ils passeraient ainsi ne serait pas compté sur leurs jours.

 

Fragment du chapitre II de La Belle et la Bête

Norik ebooks, 2016


 

 


Alphonse de Lamartine y Teodoro Llorente: Bonaparte

$
0
0

BONAPARTE

 

Sur un écueil battu par la vague plaintive,

Le nautonier de loin voit blanchir sur la rive

Un tombeau près du bord par les flots déposé ;

Le temps n’a pas encor bruni l’étroite pierre,

Et sous le vert tissu de la ronce et du lierre

On distingue… un sceptre brisé !

Ici gît… point de nom !… demandez à la terre !

Ce nom ? il est inscrit en sanglant caractère

Des bords du Tanaïs au sommet du Cédar,

Sur le bronze et le marbre, et sur le sein des braves,

Et jusque dans le cœur de ces troupeaux d’esclaves

Qu’il foulait tremblants sous son char.

Depuis ces deux grands noms qu’un siècle au siècle annonce,

Jamais nom qu’ici-bas toute langue prononce

Sur l’aile de la foudre aussi loin ne vola.

Jamais d’aucun mortel le pied qu’un souffle efface

N’imprima sur la terre une plus forte trace,

Et ce pied s’est arrêté la !…

Il est là !… sous trois pas un enfant le mesure !

Son ombre ne rend pas même un léger murmure !

Le pied d’un ennemi foule en paix son cercueil !

Sur ce front foudroyant le moucheron bourdonne,

Et son ombre n’entend que le bruit monotone

D’une vague contre un écueil !

Ne crains rien, cependant, ombre encore inquiète,

Que je vienne outrager ta majesté muette.

Non. La lyre aux tombeaux n’a jamais insulté.

La mort fut de tout temps l’asile de la gloire.

Rien ne doit jusqu’ici poursuivre une mémoire.

Rien !… excepté la vérité !

Ta tombe et ton berceau sont couverts d’un nuage,

Mais pareil à l’éclair tu sortis d’un orage !

Tu foudroyas le monde avant d’avoir un nom !

Tel ce Nil dont Memphis boit les vagues fécondes

Avant d’être nommé fait bouillonner ses ondes

Aux solitudes de Memnom.

Les dieux étaient tombés, les trônes étaient vides ;

La victoire te prit sur ses ailes rapides

D’un peuple de Brutus la gloire te fit roi !

Ce siècle, dont l’écume entraînait dans sa course

Les mœurs, les rois, les dieux… refoulé vers sa source,

Recula d’un pas devant toi !

Tu combattis l’erreur sans regarder le nombre ;

Pareil au fier Jacob tu luttas contre une ombre !

Le fantôme croula sous le poids d’un mortel !

Et, de tous ses grands noms profanateur sublime,

Tu jouas avec eux, comme la main du crime

Avec les vases de l’autel.

Ainsi, dans les accès d’un impuissant délire

Quand un siècle vieilli de ses mains se déchire

En jetant dans ses fers un cri de liberté,

Un héros tout à coup de la poudre s’élève,

Le frappe avec son sceptre… il s’éveille, et le rêve

Tombe devant la vérité !

Ah ! si rendant ce sceptre à ses mains légitimes,

Plaçant sur ton pavois de royales victimes,

Tes mains des saints bandeaux avaient lavé l’affront !

Soldat vengeur des rois, plus grand que ces rois même,

De quel divin parfum, de quel pur diadème

L’histoire aurait sacré ton front !

Gloire ! honneur ! liberté ! ces mots que l’homme adore,

Retentissaient pour toi comme l’airain sonore

Dont un stupide écho répète au loin le son :

De cette langue en vain ton oreille frappée

Ne comprit ici-bas que le cri de l’épée,

Et le mâle accord du clairon !

Superbe, et dédaignant ce que la terre admire,

Tu ne demandais rien au monde, que l’empire !

Tu marchais !… tout obstacle était ton ennemi !

Ta volonté volait comme ce trait rapide

Qui va frapper le but où le regard le guide,

Même à travers un cœur ami !

Jamais, pour éclaircir ta royale tristesse,

La coupe des festins ne te versa l’ivresse ;

Tes yeux d’une autre pourpre aimaient à s’enivrer !

Comme un soldat debout qui veille sous les armes,

Tu vis de la beauté le sourire ou les larmes,

Sans sourire et sans soupirer !

Tu n’aimais que le bruit du fer, le cri d’alarmes !

L’éclat resplendissant de l’aube sur tes armes !

Et ta main ne flattait que ton léger coursier,

Quand les flots ondoyants de sa pâle crinière

Sillonnaient comme un vent la sanglante poussière,

Et que ses pieds brisaient l’acier !

Tu grandis sans plaisir, tu tombas sans murmure !

Rien d’humain ne battait sous ton épaisse armure :

Sans haine et sans amour, tu vivais pour penser :

Comme l’aigle régnant dans un ciel solitaire,

Tu n’avais qu’un regard pour mesurer la terre,

Et des serres pour l’embrasser !

…………………………

S’élancer d’un seul bond au char de la victoire,

Foudroyer l’univers des splendeurs de sa gloire,

Fouler d’un même pied des tribuns et des rois ;

Forger un joug trempé dans l’amour et la haine,

Et faire frissonner sous le frein qui l’enchaîne

Un peuple échappé de ses lois !

Être d’un siècle entier la pensée et la vie,

Émousser le poignard, décourager l’envie ;

Ébranler, raffermir l’univers incertain,

Aux sinistres clartés de ta foudre qui gronde

Vingt fois contre les dieux jouer le sort du monde,

Quel rêve ! et ce fut ton destin !…

Tu tombas cependant de ce sublime faîte !

Sur ce rocher désert jeté par la tempête,

Tu vis tes ennemis déchirer ton manteau !

Et le sort, ce seul dieu qu’adora ton audace,

Pour dernière faveur t’accorda cet espace

Entre le trône et le tombeau !

Oh ! qui m’aurait donné d’y sonder ta pensée,

Lorsque le souvenir de te grandeur passée

Venait, comme un remords, t’assaillir loin du bruit !

Et que, les bras croisés sur ta large poitrine,

Sur ton front chauve et nu, que la pensée incline,

L’horreur passait comme la nuit !

Tel qu’un pasteur debout sur la rive profonde

Voit son ombre de loin se prolonger sur l’onde

Et du fleuve orageux suivre en flottant le cours ;

Tel du sommet désert de ta grandeur suprême,

Dans l’ombre du passé te recherchant toi-même,

Tu rappelais tes anciens jours !

Ils passaient devant toi comme des flots sublimes

Dont l’œil voit sur les mers étinceler les cimes,

Ton oreille écoutait leur bruit harmonieux !

Et, d’un reflet de gloire éclairant ton visage,

Chaque flot t’apportait une brillante image

Que tu suivais longtemps des yeux !

Là, sur un pont tremblant tu défiais la foudre !

Là, du désert sacré tu réveillais la poudre !

Ton coursier frissonnait dans les flots du Jourdain !

Là, tes pas abaissaient une cime escarpée !

Là, tu changeais en sceptre une invincible épée !

Ici… Mais quel effroi soudain ?

Pourquoi détournes-tu ta paupière éperdue ?

D’où vient cette pâleur sur ton front répandue ?

Qu’as-tu vu tout à coup dans l’horreur du passé ?

Est-ce d’une cité la ruine fumante ?

Ou du sang des humains quelque plaine écumante ?

Mais la gloire a tout effacé.

La gloire efface tout !… tout excepté le crime !

Mais son doigt me montrait le corps d’une victime ;

Un jeune homme ! un héros, d’un sang pur inondé !

Le flot qui l’apportait, passait, passait, sans cesse ;

Et toujours en passant la vague vengeresse

Lui jetait le nom de Condé !…

Comme pour effacer une tache livide,

On voyait sur son front passer sa main rapide ;

Mais la trace du sang sous son doigt renaissait !

Et, comme un sceau frappé par une main suprême,

La goutte ineffaçable, ainsi qu’un diadème,

Le couronnait de son forfait !

C’est pour cela, tyran ! que ta gloire ternie

Fera par ton forfait douter de ton génie !

Qu’une trace de sang suivra partout ton char !

Et que ton nom, jouet d’un éternel orage,

Sera par l’avenir ballotté d’âge en âge

Entre Marius et César !

………………………….........

Tu mourus cependant de la mort du vulgaire,

Ainsi qu’un moissonneur va chercher son salaire,

Et dort sur sa faucille avant d’être payé !

Tu ceignis en mourant ton glaive sur ta cuisse,

Et tu fus demander récompense ou justice

Au dieu qui t’avait envoyé !

On dit qu’aux derniers jours de sa longue agonie,

Devant l’éternité seul avec son génie,

Son regard vers le ciel parut se soulever !

Le signe rédempteur toucha son front farouche !…

Et même on entendit commencer sur sa bouche

Un nom !… qu’il n’osait achever !

Achève… C’est le dieu qui règne et qui couronne !

C’est le dieu qui punit ! c’est le dieu qui pardonne !

Pour les héros et nous il a des poids divers !

Parle-lui sans effroi ! lui seul peut te comprendre !

L’esclave et le tyran ont tous un compte à rendre,

L’un du sceptre, l’autre des fers !

………………………….........................

Son cercueil est fermé ! Dieu l’a jugé ! Silence !

Son crime et ses exploits pèsent dans la balance :

Que des faibles mortels la main n’y touche plus !

Qui peut sonder, Seigneur, ta clémence infinie ?

Et vous, fléaux de Dieu ! qui sait si le génie

N’est pas une de vos vertus ?…

ALPHONSE DE LAMARTINE

 BONAPARTE

 

En un escollo mísero y distante,

donde el gemido de la mar retumba,

ve en la desierta orilla el navegante

blanquear una tumba.

¿Quién duerme en tan remoto

sepulcro? Aún no ha bruñido aquellas piedras

el tiempo, y si apartáis zarzas y hiedras

veréis allí no más... ¡un cetro roto!

Nombre, ¡ninguno!.. Pero

el nombre preguntad al mundo entero

desde el Vístula frío hasta la cumbre

que envuelve en nubes el Cedar austero;

preguntad a la inmensa muchedumbre

de combatientes bravos

que enardeció su gloria ;

preguntad al tropel de los esclavos

que aplastaba su carro de victoria.

Después de los dos nombres

de Alejandro y de César, que la Historia

de siglo en siglo repitió a los hombres,

ningún otro tan lejos tendió el vuelo

en las alas del rayo y la centella.

Nunca la humana planta en este suelo

marcó tan honda huella...

¡Y se detuvo aquí la planta aquella!

 

Aquí yace... La humilde sepultura

con tres pasos de niño está medida;

huella enemigo pie la losa dura;

y su pálida sombra entristecida

ni una queja murmura.

Zumba el insecto vil sobre la frente

que ciñó tan radiantes aureolas,

y el vencedor del mundo omnipotente,

en su fúnebre lecho, el son doliente

oye, no más, de las siniestras olas.

No temas, sombra inquieta,

que ultraje yo tu majestad callada;

jamás por el poeta

fue la piadosa tumba profanada.

No, no receles prevención injusta:

la muerte es el asilo de la gloria;

todos guardan respeto a tu memoria,

todos... ¡excepto la verdad augusta!

 

Entre nubes sombrías

tu cuna y tu sepulcro se ocultaron.

Como al súbito lampo, te engendraron

las tormentas. Aún nombre no tenías,

y ya fue el mundo por tu rayo herido.

Tal el Nilo, de orígenes inciertos,

antes de ser nombrado y conocido,

desborda su raudal en los desiertos.

Hallaste toda majestad hundida;

en tierra el trono, el ara escarnecida;

la victoria te dio su inmenso hechizo,

y acaudillando a un pueblo regicida,

su rey la gloria te hizo.

Un siglo audaz, indómito, triunfante,

arrastraba en su rápida corriente

costumbres, dioses, ley... Y hacia su fuente

retrocedió cuando te vio delante.

Combatiste en batalla tan reñida

al error, que aún tu triunfo nos asombra;

luchaste, cual Jacob, contra una sombra,

y la sombra a tus pies cayó vencida.

Pero, de todas las ideas santas

audaz profanador, cuando a tus plantas

todo lo viste ya, tomaste ejemplo

del sacrílego impío

que juega con los cálices del templo.

Así, cuando decrépito y sombrío

un siglo delirante,

victima de su propio desvarío,

grito de libertad lanza anhelante,

un héroe surge, que su frente dura

golpea con el cetro, y lo despierta,

y disipada la ilusión incierta,

de nuevo el sol de la verdad fulgura.

 

¡Ah, si el cetro usurpado

a su dueño legítimo volvieras;

si, el ultraje del trono al fin vengado,

por el monarca augusto despojado

hubieses levantado tus banderas!

Paladín de los reyes generoso,

más grande que los reyes todavía,

¡de qué esplendor tan puro y tan hermoso

aún la gloria tu sien coronaría!

¡Gloria, honor, libertad! Palabras vanas

para ti fueron siempre, nombres huecos

cual la sonora voz de las campanas

que repiten monótonos los ecos,

En vano hirió ese idioma tus oídos:

lograron sólo tu atención constante

el choque de las armas resonante

y del marcial clarín los alaridos.

Cuanto admiran los hombres desdeñando,

al mundo, que a tu antojo dominabas,

sólo pedías el poder y el mando.

Si a tu paso un obstáculo encontrabas,

ese era tu enemigo;

y fue tu voluntad fatal saeta

que va segura a la fijada meta,

aunque atraviese un corazón amigo.

 

Jamás, por disipar graves enojos,

llevaste al labio del festín la copa;

era grata otra púrpura a tus ojos.

Como el incorruptible centinela,

que cuando duerme la guerrera tropa,

el arma al brazo, vela,

la sonrisa feliz y el lloro triste

de la hermosura, que al amor desvela,

sin sonreír ni suspirar tú viste.

Sólo amabas la voz atronadora

del cañón, el fragor de las alarmas,

la claridad primera de la aurora

resplandeciendo en las bruñidas armas.

Tu mano acariciaba halagadora

no más a tu corcel, cuando ligero,

dando al viento veloz la crin flotante,

rompía, en su carrera galopante,

con duro casco el crujidor acero.

Nada había de humano

bajo de tu armadura. Nunca ufano

gozaste los triunfales esplendores;

no exhalaste una queja en tu caída.

Sin amor, sin rencores,

el pensamiento fue tu única vida.

Cual águila caudal, de alas audaces,

siempre sobre su presa suspendida,

tuviste, nada más, una mirada

para medir la tierra ambicionada,

y las garras tenaces

para asirla y tenerla aprisionada.

La cuadriga asaltar de la victoria;

desde ella fulminar rayos de gloria;

mirar vencidos y a tus pies temblando

fieros tribunos y orgullosos reyes;

bajo un yugo, a la vez áspero y blando,

regir, sumiso al imperioso mando,

un pueblo que rompió todas las leyes;

ser alma, vida, afán de un siglo todo;

embotar el puñal de la perfidia

y la venganza, anonadar la envidia;

conmover o afirmar del mismo modo

el universo, que a tu adusto ceño

tembló, y su suerte con ansioso empeño

jugar audaz contra el poder divino

una vez y otra vez... ¡Cuan loco sueño!

¡Y ese fue tu destino!

 

Pero caíste de la excelsa cumbre,

y en la roca funesta encadenado,

viste por la enemiga muchedumbre

roto el cetro y el manto desgarrado;

y quiso tu Dios único, la Suerte,

para que más tu espíritu sucumba,

este mezquino espacio concederte

entre el solio y la tumba.

¡Si hubiese yo podido

penetrar en tu oculto pensamiento,

cuando lejos del mundo y de su ruido,

el recuerdo fatal del bien perdido

te asaltaba como un remordimiento,

y cruzando los brazos tristemente

sobre tu pecho, al expirar el día,

a tu ceñuda y pensativa frente

el horror, con la noche, descendía!

Como el pastor, que al borde del torrente,

ve su sombra temblando sin reposo

flotar en el raudal vertiginoso,

tú, sobre las alturas

de tu antigua grandeza, ya ilusorias,

en las tinieblas del pasado obscuras

evocabas los días de tus glorias.

 

Y pasar los veías, cual gigantes

olas, que encumbran en la mar bravía

sus crestas espumosas y brillantes;

y halagaba tu oído su armonía

e inflamaban tu rostro sus reflejos,

y en pos de sus imágenes hermosas,

para seguir su vuelo allá a lo lejos,

saltaban tus pupilas codiciosas.

¡Qué cuadros! Ya en el campo de batalla

afrontas sobre un puente tembloroso

la tremenda explosión de la metralla;

ya remueves la arena del desierto;

ya se encabrita tu corcel fogoso

a orillas del Jordán o del Mar Muerto;

ya en el Alpe, del águila guarida,

guías tu hueste: ya en el templo santo

la espada ves en cetro convertida...

Pero ¿cuál te agitó súbito espanto?

¿Por qué apartas los ojos, y tu frente

cubre funérea palidez? ¿Qué triste

aparición entre las sombras viste

que evocaba tu espíritu doliente?

¿Viste ardiendo cien pueblos, y arrasados?

¿Viste en lagos de sangre transformados

los campos de victoria,

donde los ayes del dolor aún gimen?

Pero ¡ya todo lo borró la gloria!

No todo lo borró... no borró el crimen.

 

Con el índice trémulo, el coloso

señalaba su víctima, el inmoble

cadáver de un mancebo generoso

tinto en su sangre noble.

La ola que hasta sus pies lo conducía,

pasaba, y repasaba todavía,

una vez, y otra vez, y veinte y ciento...

y cada vez, cual vengador lamento,

el nombre de Condé le repetía.

Y él, como si quisiere la siniestra

mancha borrar, cuyo baldón le asusta,

levantaba febril la inquieta diestra

para pasarla por la frente adusta;

pero fija quedaba

la lívida señal, que nada lava,

cual sello que gravó mano suprema,

y que a sus sienes daba

su crimen por fatídica diadema.

¡Déspota inícuo! Manchará tu vida

la sangre de tu víctima; su muda

protesta, por los siglos recogida,

pondrá tu genio en duda;

y tu nombre, lanzado en curso vario,

por la eterna disputa de los hombres,

rebotará indeciso entre los nombres

de César y de Mario.

 

Obscura y vulgar muerte

te deparó por fin la aciaga suerte.

Cual segador que espera su salario,

y dormita cansado en el lindero

sobre la hoz, que su diestra aún acaricia,

tú, ciñendo el acero,

marchaste a demandar premio o justicia

al Dios que te eligió por mensajero.

Dicen que al ver llegar tu último instante,

al ver la fosca eternidad delante,

al cielo levantaste dulcemente

las miradas sombrías;

que el signo redentor tocó tu frente,

y un nombre comenzabas balbuciente,

un nombre, que acabar no te atrevías.

¡Acábalo! Ese nombre es el augusto

nombre del Dios que reina y que corona;

del Dios de amor, que si castiga justo,

magnánimo perdona.

Ese Dios, juzgador del universo,

para el genio tendrá peso diverso.

Háblale sin temor: será tu vida,

por él, por él tan sólo, comprendida.

El siervo y el tirano

han de rendirle cuentas igualmente:

uno, del cetro que empuñó su mano;

otro, del yugo al que dobló su frente.

 

Su tumba se cerró: ¡Dios le ha juzgado!

En la eterna balanza

sus hazañas y culpas ha pesado.

La mano del mortal a ella no alcanza.

Nadie juzgue atrevido:

la clemencia de Dios ¿quién ha medido?

¡Quién sabe, quién, oh rayos de la guerra,

si el genio que nos pasma y nos aterra,

llenándonos de horribles inquietudes,

lo ha de contar la trastornada tierra

entre vuestras virtudes!

 

Traducción de TEODORO LLORENTE

Poetas franceses del siglo XIX. Montaner y Simón Editores, Barcelona, 1906

 

Nota del traductor: Lamartine, que escribió esta poesía en 1821, pocos meses después de la muerte de Napoleón, rectificó más adelante su párrafo final. En los comentarios a sus Meditacionespoéticas dice así: « La última estrofa es un tributo inmoral a lo que se llama gloria. El genio, por sí mismo, no es ni puede ser una virtud; no es más que un don, una facultad, un instrumento. No disculpa, ni justifica nada: lo agrava todo. El genio mal empleado es un crimen más ilustre: ésta es la verdad en prosa ».


 


Vladislav Khodasevich: El poeta

$
0
0

ПОЭТ

Элегия

Не радостен апрель. Вода у берегов

Неровным льдом безвременно одета

В холодном небе - стаи облаков

Слезливо-пепельного цвета...

Ах, и весна, воспетая не мной

 (В румянах тусклых дряхлая кокетка!),

Чуть приоткрыла полог заревой, -

И вновь дождя нависла сетка.

 

Печален день, тоскливо плачет ночь,

Как плеск стихов унылого поэта:

Ему весну велели превозмочь

Для утомительного лета...

 

 “Встречали ль вы в пустынной тьме лесной

Певца любви, певца своей печали?»

О, много раз встречались вы со мной,

Но тайных слез не замечали.

                                            22 апреля 1907,

                                            Лидино

IL POETA

Elegia

 

Non è felice l’aprile. L’acqua delle rive

veste in perenne ghiaccio corrugato.

Nel cielo freddo – stormi di nuvole

colore cenere-lacrimoso...

E la primavera, che io certo non canto

 (vecchia decrepita in sfatto belletto!),

scosta appena la cortina di bagliori, –

e di nuovo pende la rete piovosa.

 

Triste il giorno, piange d’angoscia la notte,

come stillando versi di un uggioso poeta:

gli fu imposto di sopraffare la primavera

a favore di un’estate estenuata...

 

 “Avete voi incontrato nella solitaria oscurità del bosco

il cantore dell’amore, cantore della sua malinconia?”

Ah, molte volte mi avete incontrato,

senza notare le furtive lacrime.

                                            22 aprile 1907

Lidino

Traduzione di Caterina Graziadei

No è tempo di essere, Bompiani, 2019


EL POETA

Elegía

 

Abril no está contento. El agua en las orillas

Se reviste de hielo intempestivo.

En el cielo frío —bandadas de nubes

De color ceniza-lacrimógeno...

Y la primavera, que por cierto no canto

 (¡Vieja decrépita con el maquillaje deshecho!),

Apenas si corre la cortina del alba, —

Y de nuevo cuelga la red de la lluvia.

 

Triste es el día,  la noche llora lúgubremente

Como goteando versos malhumorados de un poeta:

Le ha sido impuesto subyugar a la primavera

En favor de un verano agotado...

 

"¿Has encontrado en la oscuridad solitaria del bosque

El cantante del amor, el cantante de su melancolía? "*

¡Ah!, muchas veces me has encontrado,

Pero nunca notaste mis lágrimas furtivas.

                                            22 de abril de 1907

                                            Lidino

*Versos de un poema de Pushkin, "El cantante".

 

VLADISLAV KHODASEVICH

Versión, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán


 

 

 

Remy de Gourmont: Octave Mirbeau

$
0
0

OCTAVE MIRBEAU

A los hombres o las obras se los juzga raramente de acuerdo con su valor propio, ése que es independiente del medio, del momento; se los juzga, y es algo que le conviene a nuestra pereza, de acuerdo con el recibimiento que les da el público. Pocos críticos son lo suficientemente razonables, o lo suficientemente fuertes, como para atreverse, en el momento en que leen un libro, a ignorar a su autor. La portada, la mayoría de las veces, dicta el prólogo de su opinión; piensan menos en sentir libremente que en disertar según el gusto del día, y más en lo que se dirá de ellos que en lo que se dirá de su lectura. Tienen miedo de que no se los siga y de que la autoridad que sólo tienen del pueblo, el pueblo se las quite. Entonces, ¡cuántos cuidados y cuántas artimañas para no llegar primero! ¡Cuántos desvíos para beber del manantial sólo después de que haya pasado la caravana!

Desde hace diez años, y más aún, casi ningún crítico profesional ha sido el primero en emitir un juicio decisivo sobre un escritor nuevo: esas felices e incluso gloriosas aventuras sólo les han estado reservadas a los novelistas, a los poetas, a los "contempladores", a Mirbeau, a Coppée, a de Vogüé. Ocurre que el crítico profesional, con todo el talento que pueda tener, está dominado por dos virtudes —o dos defectos, si se quiere—: la prudencia y el escepticismo. Si una obra nueva es original, le parece extravagante; saca la cuenta de las reglas que se incumplen, las costumbres que se hieren, y a medida que las infracciones se acumulan su placer disminuye. Termina persuadiéndose de que las obras verdaderamente superiores respetaron siempre la tradición de las ideas y la tradición de la forma, y coloca entre las producciones extrañas el libro que le había encantado al principio. El escepticismo profesional tiene los mismos efectos, pero más acentuados. El crítico escéptico, siempre desconfiando, incluso de su propia sensibilidad, se deja llevar por el miedo a ser engañado; adopta fácilmente el tono de la ironía o incluso de la broma. Le teme al entusiasmo como a una enfermedad y sale airoso de todas las dificultades mediante una sonrisa y, a veces, una mueca.

Esa actitud, más o menos acentuada, es tan inherente al oficio de la crítica, que la encontramos incluso en Sainte-Beuve, ese maestro y modelo de todos los jueces literarios. A veces era de una prudencia excesiva y, cosa extraordinaria en una mente tan sólida, de un escepticismo de mal gusto. Nos quedan los artículos sobre Balzac y Flaubert para demostrar que es bueno que, junto al crítico profesional, demasiado respetuoso de la tradición, aparezca de vez en cuando el crítico ocasional que dice francamente lo que siente y lo que piensa, sin más preocupación que la de complacerse a sí mismo y descargar su sensibilidad, como se descarga una batería eléctrica.

Pero lo que otros hicieron sólo por casualidad, Mirbeau lo hizo por vocación.

Hay misioneros o exploradores que parten atraídos por la miseria de las almas lejanas, por el doloroso rumor de los pueblos ocultos. Sus deseos son oscuros, pero obedecen a dos sentimientos, muy a menudo fecundos, cuando se mantienen dentro de ciertos límites: el amor por lo nuevo y el amor por  la justicia. Parten. ¿Adónde parten? Hacia los árboles desconocidos. ¿Adónde? Hacia los sufrimientos desconocidos. Les desagrada que se celebren siempre los mismos paisajes, los mismos bustos, las mismas miradas, las mismas lágrimas. Quieren renovar las formas de la piedad y las formas de la belleza.

Estos son precisamente los motivos que han dirigido a Octave Mirbeau en su carrera de crítico y periodista, ya que persiguió la injusticia social y la injusticia estética, por igual y con la misma profunda generosidad. Se entregó a esa doble guerra con un ardor maravilloso, pero a menudo excesivo; hirió a sus enemigos y también a algunos de sus amigos. Se había adentrado tanto en lo desconocido que se llegó a creer que se había perdido: pero regresó.

El gran dolor de los que viajan a tierras lejanas es que, después de haber recogido flores milagrosas y sonrisas increíbles, de haber luchado contra monstruos estúpidos y dioses malvados, de haber conocido cuerpos con escalofríos inhumanos y ojos con lágrimas sangrientas, después de haber visto lo indecible, sienten un día, el día del regreso, en sus corazones asustados y confusos, la inanidad de los viajes, de la entrega, de los peligros; y el leñador que nunca ha salido de su bosque los deja asombrados con preguntas simples. Pues hay que contar su paseo cuando llega la noche, y uno se da cuenta de repente que no ha entendido bien el sentido del mundo; uno se siente turbado, temeroso, y se acusa de pereza, de negligencia o de orgullo: miraba dentro de mí, mientras pasaba el vuelo salvaje de los cisnes. ¡Qué importa que no hayas visto los cisnes, viajero! Dinos lo que has visto. No lo sé, ¡he visto…!

Mirbeau experimentó ese cansancio y ese desánimo. Llegó un momento en su vida que parecía estar cansado de sí mismo más que de los demás. Durante años su propiedad, un bosque de hermosos árboles, permaneció abandonada, cubierta de zarzas, hiedra, aulaga y acebo. Luego volvió a su actividad normal, publicó varios libros curiosos, su extraordinario y paradójico Jardín de los suplicios y esa dura sátira, Los negocios son los negocios.

Contemporáneo de los primeros juegos del naturalismo, el despertar literario de Mirbeau fue violento. Mientras los pequeños maestros de las "Veladas de Médan", los cinco discípulos, dos de los cuales se convertirían a su vez en maestros, desarrollaban provisoriamente un genio mediano, según una estética absurda y limitada, Mirbeau preparaba novelas duras, violentas, de una ironía a veces un poco caricaturesca, pero en las que las páginas de emoción confesaban, como a regañadientes, la nobleza y los altos deseos de un alma amurallada en el pudor de su juventud.

Aunque Mirbeau no participó en aquel célebre manifiesto naturalista, su nombre debe quedar unido resueltamente con él. Era miembro del grupo, había prometido su adhesión, y si no leemos en él ninguna página suya, es por un vulgar malentendido. Si alguna vez lamentó su ausencia, se equivocó; eso le dio mayor libertad para navegar por la vida literaria. Las escuelas literarias, favorables a los jóvenes, son perjudiciales para los maduros.

La época naturalista fue un poco dura para la inteligencia. La moda era parecer tan estúpido como la vida misma. No se la juzgaba, se la padecía. Auténticos escritores, embrutecidos momentáneamente, contaban la existencia excluyendo del relato todo lo que le otorga interés, encanto, belleza o gracia. Mirbeau, que no estaba destinado realmente a ninguna esclavitud, se apartó de esa literatura de manual: escribió El calvario, tantas veces imitado, y algunos relatos en el mismo tono apasionado, adquiriendo en pocos años una reputación que, durante mucho tiempo, no se iba a preocupar en acrecentar.

¿Desprecio, aburrimiento o duda? Duda. Hacia 1890, Octave Mirbeau tenía dudas. Los paisajes que veía, las ideas que adivinaba, perturbaban su primitiva visión de la vida y el curso tumultuoso pero hasta entonces seguro y límpido de su pensamiento. Dudar de uno mismo: accidente terrible, pero que sólo les ocurre a las almas superiores, a las que se mueven con ansiedad y dolor, a las que buscan, con cándida obstinación, la triste e inhallable verdad. Ocupación absurda, tal vez, pero noble al fin y al cabo, y una de las que nos permiten no avergonzarnos de vivir.

Dudar de sí mismo interrumpe las carreras humanas; eso no disminuye a los hombres. Esa crisis, que a menudo determina una nueva carrera, es casi siempre saludable para los temperamentos demasiado activos, demasiado directos; interrumpe el camino principal y obliga a tomar por felices caminos laterales. Eso es lo que le ocurrió a Mirbeau. Abandonando las promesas de sus jóvenes y hermosos árboles, viajó como ya lo hemos expuesto: explorador, misionero e incluso apóstol.

Sin duda, uno no descubre un país habitado; en principio sus habitantes lo descubrieron primero. Sin embargo, es una gran bendición para los isleños estar por fin conectados con el resto de la humanidad, adquirir la posibilidad de lejanas y nuevas fraternidades. Mirbeau tuvo la generosidad de abrir un camino entre el público y una literatura nueva, entonces aislada por las arenas en un oasis: su artículo sobre Maurice Maeterlinck, en Le Figaro, abrió un camino entre las dunas, hasta entonces intransitables. ¡Cuántos jinetes, cuántos convoyes han pasado por allí desde entonces! No fue menos afortunado cuando quiso iniciar a las curiosidades rebeldes en nuevas fórmulas de arte o en ideas de justicia política y libertad extrema. En estos tres campos, su influencia reveladora ha sido verdaderamente afortunada y, a pesar de tantas victorias, a pesar de la creciente desconfianza del público engañado por las trompetas asalariadas, la voz fuerte y generosa de Mirbeau ha conservado su poder y su autoridad.

Tras esas afortunadas peregrinaciones y el acopio de un hermoso ramillete de amistades, el viajero comenzó a pensar en su bosque abandonado. Todavía hay princesas custodiadas por gigantes en torres mágicas, pero entre dos cabalgatas, entre dos amantes, Don Quijote ha encontrado por fin el momento propicio para completar las obras esperadas en las que acaba de contarnos su experiencia de los hombres, las ilusiones persistentes y los inevitables reveses de su madurez.

Una excelente biografía acaba de situar la figura de Octave Mirbeau en su verdadero lugar en las letras contemporáneas, mostrando en él no sólo al escritor apasionado, sino también al explorador literario y social, al filósofo que contempla el futuro mirando el presente y que no teme ni denunciar una iniquidad ni admirar el genio naciente de un joven, aunque sea el único que sienta así, que hable así. A menudo está solo, sobre todo cuando se trata de admirar, porque ya no se admira; se mira y se pasa de largo. Mirbeau fue quizás el último admirador, el último corazón capaz de entusiasmo espiritual. Leamos, por ejemplo, esta carta que le escribió a Maupassant; veremos cómo llega a depreciarse a sí mismo para exaltar a su amigo:

"...Vivo en una doble angustia y en una doble lucha. Lucho a brazo partido contra el adjetivo rebelde y el tono que huye; y cuando llega la noche, cansado de mis obras, asqueado de mi pluma, dejo siempre para mañana la redacción de mis cartas. Y el mañana no llega nunca.

"Eso, sin embargo, no me impidió leer tu libro… Realmente admiro la forma en que has llegado a dominar tu oficio. Hay en todo lo que haces una flexibilidad, una variedad, una soltura fuerte y libre que excluye el rastro de cualquier esfuerzo. Para usar una expresión de pintor, nunca hay en ti un error de valor, un quiebre en el matiz; y siempre le das importancia a la línea característica. Has llegado, mi querido amigo, a la perfección, y a una hermosa serenidad de arte que envidio, que me asombra y que me desespera..."

Octave Mirbeau, tanto en privado como en público, practicó más que ningún otro esa magnífica caridad intelectual que un filósofo singular, Ernest Hello, glorificaba, con la amargura de no haberla sentido en torno a su cabeza. A esa virtud, que podría ocupar casi el lugar del talento, le añadió las dotes puramente literarias que le habían sido generosamente concedidas. Eso aumenta su originalidad; le otorga a su fuerza el encanto rarísimo de la ternura; completa una figura donde la sonrisa es a veces triste.

 

REMY DE GOURMONT

Promenades littéraires vol.1

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán

 


OCTAVE MIRBEAU

LES hommes ou les œuvres, on les juge rarement d’après leur valeur propre, celle qui est indépendante du milieu, du moment ; on les juge, et cela convient bien à nos paresses, d’après l’accueil qu’ils reçoivent du public. Peu de critiques sont assez raisonnables, ou assez forts, pour oser, au moment où ils lisent un livre, en ignorer l’auteur. La couverture, la plupart du temps, dicte le prologue de leur opinion ; ils pensent moins à sentir librement qu’à disserter selon le goût du jour, et plutôt à ce qu’on dira d’eux qu’à ce qu’ils diront de leurs lectures. Ils ont peur de ne pas être suivis, et que l’autorité qu’ils ne tiennent que du peuple, le peuple la leur retire. Aussi que de soins et que de ruses pour ne pas arriver le premier ! Que de détours pour ne boire à la source qu’après le passage de la caravane !

Depuis dix ans, et plus, presque pas un critique de profession n’a porté le premier sur un écrivain nouveau un jugement décisif : de si heureuses et même glorieuses aventures ne sont échues qu’à des romanciers, à des poètes, à des «contemplateurs », à M. Mirbeau, à M. Coppée, à M. de Vogüé. C’est que le critique de métier, malgré tout le talent qu’il peut avoir, est dominé par deux vertus — ou deux défauts, si l’on veut : — la prudence et le scepticisme. Si une œuvre nouvelle est originale, elle lui paraît extravagante ; il fait le compte des règles qui sont méconnues, des usages qui sont blessés, et à mesure que les infractions s’accumulent son plaisir diminue. Il finit par se persuader que les œuvres vraiment supérieures ont toujours respecté la tradition des idées et la tradition de la forme, et il rejette parmi les productions bizarres le livre qui l’avait charmé tout d’abord. Le scepticisme professionnel a les mêmes effets, mais plus accentués. Le critique sceptique, toujours en défiance même contre sa propre sensibilité, est mené par la peur d’être dupe ; il adopte volontiers le ton de l’ironie ou même celui du badinage. Il craint l’enthousiasme comme une maladie et se tire de toutes les difficultés au moyen d’un sourire et parfois d’une grimace.

Cette attitude, plus ou moins accentuée, est tellement inhérente à la profession de critique, qu’on la rencontre jusque chez Sainte-Beuve, ce maître et ce modèle de tous les juges littéraires. Il fut parfois d’une prudence excessive et, chose extraordinaire dans un esprit aussi sûr, d’un scepticisme de mauvais goût. Les articles sur Balzac et sur Flaubert sont là pour prouver qu’il est bon qu’à côté du critique de profession, trop respectueux de la tradition, surgisse de temps en temps le critique occasionnel qui dit franchement ce qu’il sent et ce qu’il pense, sans autre souci que de se plaire à lui-même et de décharger sa sensibilité, comme on décharge une pile électrique.

Mais ce que d’autres ne firent que par occasion, M. Mirbeau le fit par vocation.

Des missionnaires ou des explorateurs s’en vont, attirés par la misère des âmes lointaines, par la rumeur douloureuse des peuples cachés. Leurs désirs sont obscurs, mais ils obéissent à deux sentiments, qui sont très souvent féconds, quand ils demeurent en de certaines limites, l’amour du nouveau et l’amour de la justice. Ils vont. Où ? Vers des arbres inconnus. Où ? Vers des souffrances ignorées. Il leur déplaît qu’on célèbre toujours les mêmes paysages, les mêmes bustes et les mêmes regards, les mêmes larmes. Ils veulent renouveler les formes de la pitié et les formes de la beauté.

Tels sont exactement les mobiles qui ont dirigé Octave Mirbeau dans sa carrière de critique et de journaliste, car il poursuivit également et avec la même générosité foncière, l’injustice sociale et l’injustice esthétique. Il s’adonna à cette double guerre avec une fougue merveilleuse à voir, mais souvent excessive ; il blessa ses ennemis et aussi quelques-uns de ses amis. Il était allé si loin dans l’inconnu qu’on le croyait perdu : il revint.

La grande douleur des voyageurs lointains, c’est qu’ayant cueilli des fleurs miraculeuses et des sourires incroyables, ayant combattu des monstres stupides et des dieux mauvais, ayant connu des chairs aux frissons inhumains et des yeux aux pleurs sanglants, ayant vu l’innommable, ils sentent un jour, le jour du retour, en leur cœur effaré et confus, l’inanité des voyages, des dévouements, des périls ; et le bûcheron qui n’a jamais quitté sa forêt les étonne par des questions simples. Car il faut raconter sa promenade, le soir venu, et on s’aperçoit soudain qu’on n’a pas bien compris la signification du monde ; on se trouble, on a peur, on s’accuse de paresse, de négligence ou d’orgueil : je regardais en moi, pendant que passait le vol sauvage des cygnes. Qu’importe que tu n’aies pas vu les cygnes, voyageur ! Dis-nous ce que tu as vu. Je ne sais plus, j’ai vu !…

M. Mirbeau a connu cette lassitude et ce découragement. À une heure de sa vie, c’est de lui-même plus que des autres qu’il sembla être fatigué. Pendant des années, son domaine, un bois de beaux arbres, demeura abandonné, envahi par les ronces, le lierre, l’ajonc et le houx. Puis il retrouva son activité normale, donna plusieurs livres curieux, son extraordinaire et paradoxal Jardin des supplices et cette rude satire, Les Affaires sont les affaires.

Contemporain des premiers jeux du naturalisme, l’éveil littéraire de M. Mirbeau fut violent. Pendant que les petits maîtres des « Soirées de Médan », les cinq disciples, dont deux devaient devenir des maîtres à leur tour, développaient provisoirement un génie moyen, selon une esthétique absurde et bornée, Mirbeau préparait des romans durs, violents, d’une ironie parfois un peu caricaturale, mais où des pages d’émotion avouaient, comme à regret, la noblesse et les hauts désirs d’une âme murée dans la pudeur de sa jeunesse.

Quoique M. Mirbeau n’ait pas pris part à ce célèbre manifeste naturaliste, il faut absolument y joindre son nom. Il faisait partie du groupe, il avait promis son adhésion, et si on n’y lit aucune page de lui, c’est par suite d’un vulgaire malentendu. S’il a jamais regretté son absence, il a eu tort ; cela lui a valu de naviguer dans la vie littéraire en une plus grande liberté. Les écoles littéraires, favorables aux jeunes gens, sont nuisibles aux maturités.

Époque un peu sévère pour l’intelligence que l’époque naturaliste. La mode était de paraître bête comme la vie. On ne la jugeait pas, on la subissait. Des écrivains véritables, momentanément abrutis, racontaient l’existence en excluant du conte tout ce qui en fait l’intérêt, le charme, la beauté ou la grâce. M. Mirbeau, qui n’était décidément voué à aucun esclavage, s’écarta de cette littérature de manuel : il écrivit Le Calvaire, tant de fois imité, quelques récits dans le même ton de passion, acquérant en peu d’années une réputation qu’il devait, pendant longtemps, dédaigner d’accroître.

Dédain, ennui ou doute ? Doute. Vers l’an 1890, Octave Mirbeau douta. Des paysages aperçus, des idées devinées troublèrent sa primitive vision de la vie et le cours tumultueux mais jusque-là sûr et limpide, de sa pensée. Douter de soi : accident terrible, mais qui n’arrive qu’aux âmes supérieures, à celles qui se meuvent inquiètes et douloureuses, à celles qui cherchent, avec une obstination candide, la triste et introuvable vérité. Occupation absurde, peut-être, mais tout de même noble, et l’une de celles qui permettent de ne pas rougir de vivre.

Douter de soi, cela interrompt les carrières humaines ; cela ne diminue pas les hommes. Cette crise, qui détermine souvent une carrière nouvelle, est presque toujours salutaire aux tempéraments trop actifs, trop directs ; elle coupe la grande route et force à prendre d’heureux chemins de traverse. C’est ce qui advint à M. Mirbeau. Abandonnant les promesses de ses jeunes beaux arbres, il voyagea comme nous l’avons déjà expliqué : explorateur, missionnaire et même apôtre.

Sans doute on ne découvre pas un pays habité ; il y a apparence que les habitants l’ont découvert d’abord. Cependant c’est un grand bienfait pour les insulaires d’être enfin reliés au reste de l’humanité, d’acquérir la possibilité de lointaines et nouvelles fraternités. M. Mirbeau eut cette générosité de frayer un chemin entre le public et une littérature nouvelle, alors isolée par les sables en une oasis : son article sur M. Maurice Maeterlinck, dans Le Figaro, troua les dunes, jusqu’alors infranchissables. Que de cavaliers, que de convois y ont passé depuis ! Il ne fut pas moins heureux quand il voulut initier les curiosités rebelles à de nouvelles formules d’art ou aux idées de justice politique et de liberté extrême. En ces trois domaines, son influence révélatrice a été vraiment heureuse et, malgré tant de victoires, malgré la méfiance croissante du public leurré par des trompettes salariées, la voix forte et généreuse de M. Mirbeau a gardé sa puissance et son autorité.

Après ces pérégrinations fortunées et la cueillaison d’une belle gerbe d’amitiés, le voyageur se mit donc à songer à son bois délaissé. Il y a encore des princesses gardées par des géants en des tours magiques, mais entre deux chevauchées, entre deux amants, Don Quichotte a trouvé enfin l’heure propice pour achever les œuvres attendues où il vient de nous dire son expérience des hommes, les illusions persistantes et les inévitables déboires de sa maturité.

Une excellente biographie vient de mettre à sa véritable place dans les lettres contemporaines la figure d’Octave Mirbeau, montrant en lui, non seulement l’écrivain passionné, mais aussi l’explorateur littéraire et social, le philosophe qui contemple l’avenir en regardant le présent et qui ne craint, ni de dénoncer une iniquité, ni d’admirer le génie naissant d’un jeune homme, fût-il seul à sentir ainsi, à parler ainsi. Il est souvent seul, surtout quand il s’agit d’admirer, car on n’admire plus ; on regarde et on passe. Mirbeau aura peut-être été le dernier admirateur, le dernier cœur capable d’enthousiasme spirituel. Qu’on lise par exemple cette lettre qu’il écrivait à Maupassant ; on verra comment il va jusqu’à se déprécier lui-même pour exalter son ami :

« …Je vis dans une double angoisse et une double lutte. Je m’escrime contre l’adjectif rebelle et le ton qui fuit ; et lorsque le soir vient, fatigué de mes œuvres, écœuré de ma plume, je remets toujours au lendemain le soin d’écrire mes lettres. Et le lendemain ne vient jamais.

« Cela ne m’a pas empêché, toutefois, de lire ton volume… J’admire vraiment comme tu t’es rendu maître de ton métier. Il y a dans tout ce que tu fais une souplesse, une variété, une aisance forte et libre qui exclut la trace de tout effort. Pour employer des expressions de peintre, jamais chez toi une faute de valeur, un enjambement de ton ; et toujours l’importance donnée à la ligne caractéristique. Tu es, mon cher ami, arrivé à la perfection, et à une belle sérénité d’art que j’envie, qui m’étonne et qui me désespère… »

Octave Mirbeau, dans l’intimité comme en public, a, plus que nul autre, pratiqué cette magnifique charité intellectuelle qu’un philosophe singulier, Hello, glorifiait, avec l’amertume de ne pas l’avoir sentie autour de sa tête. Cette vertu, qui tiendrait presque lieu de talent, il l’a jointe par surcroît aux dons purement littéraires qui lui furent libéralement dévolus. Cela augmente son originalité ; cela donne à sa force le charme très rare de la tendresse ; cela achève une figure où le sourire est parfois triste.

1898 et 1903.


 

 

 

 

Victor Hugo y Teodoro Llorente: Moisés en el Nilo

$
0
0


MOÏSE SUR LE NIL

En ce même temps, la fille de Pharaon vint au fleuve pour se baigner, accompagnée de ses filles, qui marchaient le long du bord de l’eau.

Exode.

 

« Mes sœurs, l’onde est plus fraîche aux premiers feux du jour.

Venez : le moissonneur repose en son séjour ;

La rive est solitaire encore ;

Memphis élève à peine un murmure confus ;

Et nos chastes plaisirs, sous ces bosquets touffus,

N’ont d’autre témoin que l’aurore.

 

« Au palais de mon père on voit briller les arts ;

Mais ces bords pleins de fleurs charment plus mes regards

Qu’un bassin d’or ou de porphyre ;

Ces chants aériens sont mes concerts chéris ;

Je préfère aux parfums qu’on brûle en nos lambris

Le souffle embaumé du zéphire.

 

« Venez : l’onde est si calme et le ciel est si pur !

Laissez sur ces buissons flotter les plis d’azur

De vos ceintures transparentes ;

Détachez ma couronne et ces voiles jaloux ;

Car je veux aujourd’hui folâtrer avec vous,

Au sein des vagues murmurantes.

 

« Hâtons-nous… Mais parmi les brouillards du matin,

Que vois-je ? — Regardez à l’horizon lointain…

Ne craignez rien, filles timides !

C’est sans doute, par l’onde entraîné vers les mers,

Le tronc d’un vieux palmier qui, du fond des déserts,

Vient visiter les Pyramides.

 

« Que dis-je ? Si j’en crois mes regards indécis,

C’est la barque d’Hermès ou la conque d’Isis,

Que pousse une brise légère.

Mais non ; c’est un esquif où, dans un doux repos,

J’aperçois un enfant qui dort au sein des flots,

Comme on dort au sein de sa mère.

 

« Il sommeille ; et, de loin, à voir son lit flottant,

On croirait voir voguer sur le fleuve inconstant

Le nid d’une blanche colombe.

Dans sa couche enfantine il erre au gré du vent ;

L’eau le balance, il dort, et le gouffre mouvant

Semble le bercer dans sa tombe.

 

« Il s’éveille : accourez, ô vierges de Memphis !

Il crie… Ah ! quelle mère a pu livrer son fils

Au caprice des flots mobiles ?

Il tend les bras ; les eaux grondent de toute part.

Hélas ! contre la mort il n’a d’autre rempart

Qu’un berceau de roseaux fragiles.

 

« Sauvons-le… — C’est peut-être un enfant d’Israël.

Mon père les proscrit ; mon père est bien cruel

De proscrire ainsi l’innocence !

Faible enfant ! ses malheurs ont ému mon amour,

Je veux être sa mère : il me devra le jour,

S’il ne me doit pas la naissance. »

 

Ainsi parlait Iphis, l’espoir d’un roi puissant,

Alors qu’aux bords du Nil son cortège innocent

Suivait sa course vagabonde ;

Et ces jeunes beautés qu’elle effaçait encor,

Quand la fille des rois quittait ses voiles d’or,

Croyaient voir la fille de l’onde.

Sous ses pieds délicats déjà le flot frémit.

Tremblante, la pitié vers l’enfant qui gémit

La guide en sa marche craintive ;

Elle a saisi l’esquif ! Fière de ce doux poids,

L’orgueil sur son beau front, pour la première fois,

Se mêle à la pudeur naïve.

 

Bientôt, divisant l’onde et brisant les roseaux,

Elle apporte à pas lents l’enfant sauvé des eaux

Sur le bord de l’arène humide ;

Et ses sœurs tour à tour, au front du nouveau-né,

Offrant leur doux sourire à son œil étonné,

Déposaient un baiser timide.

 

Accours, toi qui, de loin, dans un doute cruel,

Suivais des yeux ton fils sur qui veillait le ciel ;

Viens ici comme une étrangère ;

Ne crains rien : en pressant Moïse entre tes bras,

Tes pleurs et tes transports ne te trahiront pas,

Car Iphis n’est pas encor mère !

 

Alors, tandis qu’heureuse et d’un pas triomphant,

La vierge au roi farouche amenait l’humble enfant,

Baigné des larmes maternelles,

On entendait en chœur, dans les cieux étoilés,

Des anges, devant Dieu de leurs ailes voilés,

Chanter les lyres éternelles.

 

« Ne gémis plus, Jacob, sur la terre d’exil ;

Ne mêle plus tes pleurs aux flots impurs du Nil :

Le Jourdain va t’ouvrir ses rives.

Le jour enfin approche où vers les champs promis

Gessen verra s’enfuir, malgré leurs ennemis,

Les tribus si longtemps captives.

 

« Sous les traits d’un enfant délaissé sur les flots,

C’est l’élu du Sina, c’est le roi des fléaux,

Qu’une vierge sauve de l’onde.

Mortels, vous dont l’orgueil méconnaît l’Éternel,

Fléchissez : un berceau va sauver Israël,

Un berceau doit sauver le monde ! »

VICTOR HUGO

Odes et Ballades


MOISÉS EN EL NILO

 

«Venid, hermanas: a la luz naciente

Que aun tímido derrama el nuevo día

Sin fuerza y sin calor, está mas fría

Del caudaloso Nilo la corriente;

Aún descuidadamente

Duerme en su choza el segador; desierto

El ancho campo está; rumor incierto

Levanta apenas la ciudad lejana.

Nuestros castos placeres, al abrigo

Del frondoso ramaje, esta mañana

Sólo tendrán la aurora por testigo.»

 

« De las lujosas artes

El mágico esplendor por todas partes

En el palacio de mi padre brilla;

Pero más a mis ojos

Es bella con sus flores esta orilla,

Que la esculpida fuente

De blanco mármol o granitos rojos:

Los sencillos conciertos de las aves

Son para mí los cantos más suaves;

Y el soplo embalsamado del ambiente

Al aroma prefiero

Que humea en el dorado pebetero.»

 

« ¡Se desliza hoy tan mansa la corriente!

¡Con tan límpido azul brillan los cielos!

La corona quitadme de la frente,

Desnudadme estos velos,

Pues con vosotras en el seno frío

Quiero jugar del murmurante río.»

 

«Venid, démonos prisa;

Mas ¿qué es aquello, ¡oh Dios! que se divisa

Sobre el agua, cubierto

Por la bruma indecisa?

¡Oh! no temáis: será que del desierto

Sobre el agua ligera

Flotando una palmera

Viene a ver las pirámides. ¿Qué veo?

¡Oh! si a mis ojos creo

La barca es de Hermes o la concha de Isis

Que la brisa conduce cariñosa.

¡Oh! no, no; es un esquife do reposa

Un niño, que del río

Sobre las mansas aguas se adormece,

Cual de su madre sobre el blando pecho

Dormir pudiera en dulce paz: parece

Sobre el agua flotando el frágil lecho

De una blanca paloma el pobre nido.

Ya despierta, venid; ¿no habéis oído?

Llora! ¿Qué madre impía, santo cielo!

Habrá podido abandonarle? Tiende

Los brazos sin consuelo;

No hay salvación alguna,

Y de la muerte sólo le defiende

De mimbres frágil cuna. »

 

«¡Oh! salvemos, salvemos su existencia;

Quizá es un hijo de Israel. — Mi padre

Los proscribe; proscribe la inocencia!

¡Qué impía crueldad! ¡Infeliz niño!

Yo quiero ser tu madre;

Tu desgracia despierta mi cariño:

No te la di, mas guardaré tu vida. »

 

Ifis hablaba así, la hija querida

De un rey poderosísimo y sus huellas

Seguían juntas en alegre coro

Sus hermosas doncellas;

Y más hermosa que ellas,

Cuando la joven reina desceñía

La vestidura azul bordada de oro,

La diosa de las aguas parecía.

 

Ya tiembla, porque roza

Su delicada planta el agua fría;

Pero avanza, y al niño que solloza

La compasión le guía.

Ya la cuna alcanzó: por vez primera

Al candor inocente

Se une el orgullo en su serena frente.

A lentos pasos vuelve; en la ribera

Deja la pobre cuna

Sobre el margen florido,

Y sus hermanas todas, una a una,

Sonriendo al feliz recién nacido,

Con alegre embeleso

Imprimen en su frente dulce beso.

 

Ven, ven; tú que a lo lejos apartada,

Por duda horrible el corazón opreso,

Mirabas a ese niño, cuya vida

Dios guarda protector: no temas nada.

Ven cual desconocida;

Estrecha entre tus brazos

Al hijo de tu amor: esos abrazos,

Esas lágrimas, ¡ay!, ese cariño,

No tengas miedo que le vendan: Ifis

No es madre todavía !

 

Y mientras lleva la doncella pía

Al despiadado rey el tierno niño

Aún bañado en los lloros maternales,

En el cielo resuena la armonía

Del angélico coro,

Que al compás de las arpas inmortales

Dice en himno sonoro:

« No solloces, Jacob; no más tu llanto

En servidumbre dura

A la corriente impura

Unas del ancho Nilo. El Jordán santo

Te brinda sus riberas.

Llega el día; las horas van ligeras

Del tirano la cólera abatida,

Gesén verá las tribus prisioneras

Huyendo hacia la tierra prometida. »

 

«Ese niño en las aguas sumergido

Que liberta una virgen de la muerte,

En el Siná de Dios será escogido,

De las horribles plagas el Dios fuerte.

Humillaos, vosotros que altaneros

Miráis al cielo con desdén profundo:

¡Esa cuna que veis sin conmoveros

Ha de salvar al mundo! »

 

Traducción de TEODORO LLORENTE

Poesías selectas de Victor Hugo. Imprenta de Juan Antonio García, Madrid, 1860


 

 

Louis de Bonald: Sobre la muerte de Joseph de Maistre

$
0
0

 

SOBRE LA MUERTE DE JOSEPH DE MAISTRE

El conde de Maistre, Ministro de Estado del Rey de Cerdeña y caballero de sus órdenes, sucumbió el 26 de febrero a causa de una apoplejía. Nacido en Chambord, de familia senatorial y miembro él mismo del Senado, abandonó su país cuando fue invadido por los ejércitos revolucionarios y se retiró a Rusia, donde su soberano lo nombró su plenipotenciario. De vuelta a Turín, bajo la Restauración, se le encargaron allí, con el título de regente de la cancillería, las eminentes funciones de una dignidad a la que el estado de las finanzas no permitía restituir el título. Otros hablarán del estadista del Piamonte; el autor de este artículo hablará del estadista de Europa, del hombre de genio, del escritor religioso y político cuya amistad lo honró; y, aún más, de la conformidad de sentimientos y principios.

El conde de Maistre publicó, a principios de este siglo, sus Consideraciones sobre Francia. Nunca la sociedad, su constitución, sus doctrinas, sus revoluciones, habían sido consideradas desde un punto de vista más elevado; nunca estos temas, los más importantes que pueden ofrecerse a las meditaciones humanas, habían sido tratados con más profundidad de pensamiento y más originalidad de expresión; nunca se habían presentado de manera más viva y verdadera las causas de las desgracias de la sociedad, esas causas que tantas mentes superficiales han visto sólo en sus efectos.

Otro escrito de Maistre, menos conocido pero igualmente digno de ser conocido, es un Ensayo sobre el principio de las constituciones: el autor sólo lo halla en la naturaleza y no lo espera de las revoluciones que sólo pueden dar resultados desordenados y que siempre dejan a los pueblos en las vísperas, o al día siguiente, de una nueva revolución. En todas partes Maistre se muestra severamente religioso por principio político, y exclusivamente monárquico por principio religioso, igualmente amigo de la religión, de la unidad y de la unidad del poder. La obra Del Papa, una de las más notables de nuestro tiempo, ha puesto el sello a su gloria. Otros habían hecho la historia de los Papas, Maistre ha hecho la historia del Papado, siempre buena y saludable, incluso bajo los peores príncipes, ha mezclado algunas opiniones nacionales más que personales, pero pone admirablemente de relieve los inmensos beneficios de esa gran autoridad de la que Europa era deudora de todo cuanto poseía de verdadera ilustración y felicidad, y que es, para usar una expresión consagrada, una barca frágil en apariencia, y lanzada en medio de las tempestades, que carga con la sociedad y su fortuna. En este momento se está imprimiendo el tercer volumen de esa hermosa obra, junto con otro escrito, Las Veladas de San Petersburgo, de la que Maistre le había hablado a menudo en sus cartas al autor de este artículo, y por la que sentía un cariño especial. No se sabe si habrá podido darle los últimos retoques, pero compuesto, me parece, de piezas sueltas, puede estar completo, aunque no esté terminado.

El conde de Maistre tenía una memoria prodigiosa y una erudición inmensa y muy variada. Su expresión es viva y pintoresca, porque su pensamiento es delicado y sus sentimientos profundos. Su estilo es el hombre mismo, firme y absoluto; es el estilo de un genio que no busca la verdad, sino que la muestra, y al que poco le importa ser correcto, mientras sea auténtico y fuerte. Estos escritos permanecerán, ya sea como piedra de espera de lo que la sociedad puede y debe ser, o como el último monumento de lo que fue. No cerraba voluntariamente los ojos ante los peligros que amenazaban a Europa, pero no podía desesperar de la sociedad. "No tengo ninguna duda", escribió el 4 de diciembre al autor de este artículo, "de que al final prevaleceremos, y de que la victoria será para nuestras doctrinas. Pero sucederán cosas extraordinarias que es imposible divisar con claridad". ¿Y quién, en efecto, habría podido prever que el pueblo que debería levantar estatuas a este poderoso defensor de todas las verdades sociales, no esperaría a que se enfriaran sus cenizas, antes de abrazar ciegamente todos los errores que él había combatido, y lanzarse de lleno a una revolución cuyos terribles azares él mismo había padecido?

Maistre deseaba ante todo, para obtener el triunfo de la verdad, el acuerdo entre las personas de bien, y no temía nada tanto como sus disensiones en materia de religión. "No hay nada", escribió en la misma carta, "tan consolador como un acuerdo semejante; debería ser general, pues la desgracia del partido bueno es el aislamiento. Los lobos saben reunirse, pero el perro guardián siempre está solo. En fin, amigo mío, cuando hayamos hecho lo que podemos, moriremos en paz; pero en la medida en que podamos, pongámonos de acuerdo y trabajemos juntos. El hombre que ha sido capaz de persuadir a dos o tres más, y hacerlos caminar en la misma dirección, es, en mi opinión, muy feliz; ésa es una conquista formal".

Feliz, pues, este excelente hombre en su vida pública, ya que supo dar a la sociedad elevadas lecciones y a sus semejantes grandes ejemplos; más feliz aún por el momento de su muerte, que le evitó el inexpresable dolor de ver al país que gobernaba tan sabiamente, trastornado por la revuelta; y al soberano que le había llamado a su consejo, obligado a bajar del trono que no podía defender y que no quería mancillar.

Felix non tantum claritate vitae, sed etiam opportunitate mortis... non vidit obsessam curiam, clausum armit senatum. – “Feliz no tanto por la brillantez de su vida como por lo oportuno de su muerte; no vio el palacio de sus reyes asediado por la revuelta, ni la autoridad legítima obligada a ceder ante las armas”.  Tácito. Agricolae Vita).

En el momento en que el autor de este artículo rendía un último homenaje a la memoria de un ilustre amigo, la muerte se llevó a otro y apagó otra luz: Monsieur de Fontanes sucumbió a unos días de enfermedad. Primer talento literario de esta época, el mejor y más amable de los hombres, en la vida privada y en la pública amigo constante y sincero de todos los sentimientos generosos, de todos los pensamientos elevados, de todas las buenas doctrinas, pasó por los tiempos del libertinaje sin corromperse y por los de la servidumbre sin ser servil. Era natural que su hermosa y viva imaginación se sintiera impresionada por el gigantesco espectáculo que tenía delante de los ojos, y por el hombre extraordinario que lo protagonizaba; pero nadie mejor que él ha disfrazado elevadas lecciones bajo fórmulas de elogio obligado, nadie como él ha sabido engrandecer, a la vista de ese poder, las instituciones de las que era miembro, e incluso compadecerse de ilustres infortunios, en presencia de insolentes prosperidades; pero tampoco nadie se alegró más que Monsieur de Fontanes al ver llegar el momento en que, por una rara felicidad, para usar la expresión de Tácito, se puede decir todo lo que se siente, y sentir todo lo que se dice.

 

LOUIS DE BONALD

La Quotidienne, 25 de marzo de 1821

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán

 


SUR LA MORT DE M. DE MAISTRE

 

M. le comte de Maistre, ministre d’État du roi de Sardaigne, et chevalier de ses ordres, a succombé le 26 février dernier, à une attaque d’apoplexie. Né à Chambord, d’une famille sénatoriale, et membre lui-même du sénat, il s’éloigna de sa patrie, lorsqu’elle fût envahie par les armées révolutionnaires, et se retira en Russie, où son souverain le nomma son plénipotentiaire. Revenu à Turin, à la Restauration, il y fut chargé, sous le titre de régent de la chancellerie des fonctions éminentes d’une dignité, dont sans doute l’état des finances ne permettait pas de rétablir le titre. D’autres parleront de l’homme d’État du Piémont ; l’auteur de cet article parlera de l’homme d’État de l’Europe, de l’homme de génie, de l'écrivain religieux et politique dont l’amitié l’honorait ; et, plus encore de la conformité des sentiments et des principes.

M. le comte de Maistre publia au commencement de ce siècle, des Considérations sur la France. Jamais on n’avait considéré la société, sa constitution, ses doctrines, ses révolutions d’un point de vue plus élevé, jamais on n’avait traité ces sujets, les plus importants qui puissent s'offrir aux méditations humaines, avec plus de profondeur dans la pensée et plus d'originalité dans l’expression ; jamais on n’avait présenté d’une manière plus vive et plus vraie, les causes des malheurs de la société, ces causes que tant d’esprits superficiels n’ont vues que dans leurs effets.

Un autre écrit de M. de Maistre, moins connu mais aussi digne de l'être, est un Essai sur le principe des constitutions : l’auteur ne le trouve que dans la nature et ne l’attend pas des révolutions qui ne peuvent donner que des résultats désordonnés et qui laissent toujours les peuples à la veille, ou au lendemain d’une révolution nouvelle. Partout M. de Maistre se montre sévèrement religieux par principe politique, et exclusivement royaliste par principe religieux, également ami de la religion, de l’unité et de l’unité du pouvoir. L’ouvrage Du Pape un des plus remarquables de notre époque, a mis le sceau à sa gloire. D’autres avaient fait l’histoire des Papes, M. de Maistre a fait l'histoire de la Papauté, toujours bonne et salutaire, même sous les plus mauvais princes, il a mêlé quelques opinions plutôt nationales que personnelles, mais il relève admirablement les bienfaits immenses de cette grande autorité à qui l’Europe était redevable de ce qu’elle possédait de vraies lumières et de bonheur, et, pour me servir d’une expression consacrée, barque frêle en apparence, et lancée au milieu des tempêtes, qui porte la société et sa fortune. Dans ce moment on imprime le troisième volume de ce bel ouvrage, avec un autre écrit, LesSoirées de Saint-Pétersbourg, dont M. de Maistre avait souvent parlé dans ses lettres à l’auteur de cet article, et qu'il affectionnait particulièrement. On ne sait s’il aura pu y mettre la dernière main, mais composé, ce me semble, de morceaux détachés, il peut être complet, quoiqu'il ne soit pas fini.

M. le comte de Maistre avait une mémoire prodigieuse et une érudition immense et très variée. Son expression est vive et pittoresque, parce que sa pensée est délicate et ses sentiments profonds. Son style est l'homme lui-même, ferme et absolu, c’est le style du génie qui ne cherche pas la vérité, mais qui la montre, et qui se pique peu d’être correct, pourvu qu’il soit vrai et fort. Ces écrits resteront, ou comme pierre d'attente, pour ce que peut et doit être la société, ou comme dernier monument de ce qu’elle a été. Il ne s’aveuglait pas sur les dangers dont l’Europe était menacée, mais il ne pouvait désespérer de la société. « Je ne doute pas, »écrivait-il le 4 décembre, à l’auteur de cet article, « qu’à la fin nous ne l’emportions, et que la victoire ne demeure à nos doctrines. Mais il arrivera des choses extraordinaires qu’il est impossible d’apercevoir distinctement. » Et qui, en effet, aurait pu prévoir que le peuple qui aurait dû élever des statues à ce puissant défenseur de toutes les vérités sociales, n’attendrait pas que ses cendres fussent refroidies, pour embrasser aveuglément toutes les erreurs qu’il avait combattues, et se jeter à corps perdu dans une révolution dont il avait subi lui-même les terribles chances ?

M. de Maistre voulait surtout, pour obtenir le triomphe de la vérité, l’accord entre les gens de bien, et ne craignait rien tant que leurs dissensions en matière de religion. « Il n’y a rien, »écrivait-il, dans la même lettre, « de si consolant qu'un tel accord, il faudrait qu’il fût général, car le malheur du bon parti est l'isolement. Les loups savent se réunir, mais le chien de garde est toujours seul. Enfin, mon ami, quand nous aurons fait ce que nous pourrons nous mourront tranquilles ; mais autant que nous le pourrons, soyons d’accord et travaillons ensemble. L’homme qui a pu en persuader deux ou trois autres et les faire marcher dans le même sens, est très heureux à mon avis, c’est une conquête formelle. »

Heureux donc cet excellent homme dans sa vie publique, puisqu’il a pu donner à la société de hautes leçons et à ses semblables de grands exemples ! plus heureux encore par le moment de sa mort qui lui a épargné l'inexprimable douleur de voir le pays qu’il gouvernait avec tant de sagesse, bouleversé par la révolte ; et le souverain qui l’avait appelé à ses conseils, forcé de descendre du trône qu'il ne pouvait pas défendre, et qu’il ne voulait pas souiller !

Felix non tantum claritate vitae, sed etiam opportunitate mortis... non vidit obsessam curiam, clausum armit senatum. — « Heureux moins par l’éclat de sa vie, que par l à-propos de sa mort, il n’a point vu le palais de ses rois assiégé par la révolte, et l’autorité légitime forcée de céder aux armes. » Tacite. Agricolae Vita.)

Au moment où l’auteur de cet article rendait un dernier hommage à la mémoire d’un illustre ami, la mort lui en enlève un autre, et éteint une autre lumière: M. de Fontanes a succombé à quelques jours de maladie. Premier talent littéraire de cette époque, le meilleur et le plus aimable des hommes, dans la vie privée et dans la vie publique ami constant et sincère de tous les sentiments généreux, de toutes les pensées élevées, de toutes les bonnes doctrines, il a traversé les temps de licence sans être corrompu et le temps de servitude sans être servile. Il était naturel que sa belle et vive imagination fût frappée du spectacle gigantesque qu’il avait sous les yeux, et de l’homme extraordinaire qui y jouait le premier rôle ; mais nul n’a, mieux que lui, se déguiser de hautes leçons sous des formules d’éloges obligés, grandir devant ce grand pouvoir, les corps dont il était l’organe, et même compatir à d’illustres infortunes, en présence d'insolentes prospérités ; mais personne aussi ne s’est plus félicité que M. de Fontanes d’avoir vu arriver le temps où, par un bonheur rare, pour me servir de l’expression de Tacite, on peut dire tout ce qu’on sent, et sentir tout ce qu’on dit.


 

 

 


Juan Donoso Cortés y Melchior du Lac: Carta al cardenal Fornari

$
0
0

 

CARTA AL CARDENAL FORNARI

 

Eminentísimo señor:

Antes de someter a la alta penetración de vuestra eminentísima las breves indicaciones que se sirvió pedirme por su carta de mayo último, me parece conveniente señalar aquí los limites que yo mismo me he impuesto en la redacción de estas indicaciones.

Entre los errares contemporáneos no hay ninguno que no se resuelva en una herejía; y entre las herejías contemporáneas no hay ninguna que no se resuelva en otra, condenada de antiguo por la Iglesia. En los errores pasados, la Iglesia ha condenado los errores presentes y los errores futuros. Idénticos entre sí cuando se les considera desde el punto de vista de su naturaleza y de su origen, los errores ofrecen, sin embargo, el espectáculo de una variedad portentosa cuando se les considera desde el punto de vista de sus aplicaciones. Mi propósito hoy es considerarlos más bien por el lado de sus aplicaciones que por el de su naturaleza y origen; más bien por lo que tienen de político y social que por lo que tienen de puramente religioso; más bien por lo que tienen de vario que por lo que tienen de idéntico; más bien por lo que tienen de mudable que por lo que tienen de absoluto.

Dos poderosas consideraciones, de las cuales la una está tomada de mis circunstancias personales y la otra de la índole propia del siglo en que vivimos, me han inclinado a echar por este camino. Por lo que hace a mí, he creído que mi calidad de lego y de hombre público me imponía la obligación de recusar yo mismo mi propia competencia para resolver las temerosas cuestiones que versan sobre los puntos de nuestra fe y sobre las materias del dogma. Por lo que hace al siglo en que estamos no hay sino mirarle para conocer que lo que le hace tristemente famoso entre todos los siglos no es precisamente la arrogancia en proclamar teóricamente sus herejías y sus errores, sino más bien la audacia satánica que pone en la aplicación a la sociedad presente de las herejías y de los errores en que cayeron los siglos pasados.

Hubo un tiempo en que la razón humana, complaciéndose en locas especulaciones, se mostraba satisfecha de sí cuando había logrado oponer una negación a una afirmación en las esferas intelectuales; un error a una verdad en las ideas metafísicas; una herejía a un dogma en las esferas religiosas. Hoy día esa misma razón no queda satisfecha si no desciende a las esferas políticas y sociales para conturbarlo todo, haciendo salir, como por encanto, de cada error un conflicto, de cada herejía una revolución, y una catástrofe gigantesca de cada una de sus soberbias negaciones.

El árbol del error parece llegado hoy a su madurez providencial; plantado por la primera generación de audaces heresiarcas, regado después por otras y otras generaciones, se vistió de hojas en tiempos de nuestros abuelos, de flores en tiempos de nuestros padres, y hoy está, delante de nosotros y al alcance de nuestra mano, cargado de frutos. Sus frutos deben ser malditos con una maldición especial, como lo fueron en los tiempos antiguos las flores con que se perfumó, las hojas que le cubrieron, el tronco que las sostuvo y los hombres que le plantaron.

No quiero decir con esto que lo que ha sido condenado una vez no deba serlo nuevamente; quiero decir tan sólo que una condenación especial, análoga a la especial transformación por la que van pasando a nuestra vista los antiguos errores en el siglo presente, me parece de todo punto necesaria; y que en todo caso este punto de vista de la cuestión es el único para el que reconozco en mí cierto género de competencia.

Descartadas así las cuestiones puramente teológicas, he puesto mi atención en aquellas otras que, siendo teológicas en su origen y en su esencia, han venido a convertirse, sin embargo, en virtud de transformaciones lentas y sucesivas, en cuestiones políticas y sociales. Aun entre estas mismas me he visto en la necesidad de descartar, por sobra de ocupaciones y falta de tiempo, las que me han parecido de menos grave trascendencia, si bien he creído de mi deber tocar algunos puntos sobre los que no he sido consultado.

Por los mismos motivos de ocupaciones y de premura, me he visto en la imposibilidad de volver a leer los libros de los heresiarcas modernos para señalar en ellos las proposiciones que deben ser combatidas o condenadas. Meditando atentamente, sin embargo, sobre este particular he llegado a convencerme de que en los tiempos pasados era esto más necesario que en los presentes, habiendo entre ellos, si bien se mira, esta diferencia notable: que en los pasados, de tal manera estaban en los libros los errores que, no buscándolos en los libros, no podían encontrarse en parte ninguna; mientras que en los tiempos que alcanzamos, el error está en ellos y fuera de ellos, porque está en ellos y en todas partes: está en los libros, en las instituciones, en las le yes, en los periódicos, en los discursos, en las conversaciones, en las aulas, en los clubs, en el hogar, en el foro, en lo que se dice y en lo que se calla. Apremiado por el tiempo he preguntado a lo que está más cerca de mí, y me ha respondido la atmósfera.

Los errores contemporáneos son infinitos; pero todos ellos, si bien se mira, tienen su origen y van a morir en dos negaciones supremas: una, relativa a Dios, y otra, relativa al hombre. La sociedad niega de Dios que tenga cuidado de sus criaturas, y del hombre que sea concebido en pecado. Su orgullo ha dicho al hombre de estos tiempos dos cosas, y ambas se las ha creído: que no tiene lunar y que no necesita de Dios; que es fuerte y que es hermoso; por eso le vemos engreído con su poder y enamorado de su hermosura.

Supuesta la negación del pecado, se niegan, entre otras muchas, las cosas siguientes: que la vida temporal sea una vida de expiación y que el mundo en que se pasa esta vida deba ser un valle de lágrimas; que la luz de la razón sea flaca y vacilante; que la voluntad del hombre esté enferma; que el placer nos haya sido dado en calidad de tentación para que nos libremos de su atractivo; que el dolor sea un bien aceptado por un motivo sobrenatural, con una aceptación voluntaria; que el tiempo nos haya sido dado para nuestra santificación; que el hombre necesite ser santificado.

Supuestas estas negaciones, se afirman, entre otras muchas, las cosas siguientes: que la vida temporal nos ha sido dada para elevarnos por nuestros propios esfuerzos y por medio de un progreso indefinido a las más altas perfecciones; que el lugar en que esta vida se pasa puede y debe ser radicalmente transformado por el hombre; que siendo sana la razón del hombre no hay verdad ninguna a que no pueda alcanzar; y que no es verdad aquélla a que su razón no alcanza; que no hay otro mal sino aquél que la razón entiende que es el mal, ni otro pecado que aquél que la razón nos dice que es pecado; es decir, que no hay otro mal ni otro pecado sino el mal y el pecado filosófico; que siendo recta de suyo, no necesita ser rectificada la voluntad del hombre; que debemos huir el dolor y buscar el placer; que el tiempo nos ha sido dado para gozar del tiempo, y que el hombre es bueno y sano de suyo.

Estas negaciones y estas afirmaciones con respecto al hombre conducen a otras negaciones y a otras afirmaciones análogas con respecto a Dios. En la suposición de que el hombre no ha caído, procede negar, y se niega, que el hombre haya sido restaurado. En la suposición de que el hombre no haya sido restaurado, procede negar, y se niega, el misterio de la Redención y el de la Encarnación, el dogma de la personalidad exterior del Verbo y el Verbo mismo. Supuesta la integridad natural de la voluntad humana, por una parte, y no reconociendo, por otra, la existencia de otro mal y de otro pecado sino del mal y del pecado filosófico, procede negar, y se niega, la acción santificadora de Dios sobre el hombre, y con ella el dogma de la personalidad del Espíritu Santo. De todas estas negaciones resulta la negación del dogma soberano de la Santísima Trinidad, piedra angular de nuestra fe y fundamento de todos los dogmas católicos.

De aquí nace y aquí tiene su origen un vasto sistema de naturalismo, que es la contradicción radical, universal, absoluta de todas nuestras creencias. Los católicos creemos y profesamos que el hombre pecador está perpetuamente necesitado de socorro y que Dios le otorga ese socorro perpetuamente por medio de una asistencia sobrenatural, obra maravillosa de su infinito amor y de su misericordia infinita. Para nosotros, lo sobrenatural es la atmósfera de lo natural; es decir, aquello que sin hacerse sentir lo envuelve a un mismo tiempo y lo sustenta.

Entre Dios y el hombre había un abismo insondable: el Hijo de Dios se hizo hombre; y juntas en El ambas naturalezas, el abismo fue colmado. Entre el Verbo Divino, Dios y hombre a un mismo tiempo, y el hombre pecador había todavía una inmensa distancia; para acortar esa distancia inmensa, Dios puso entre su Hija y su criatura a la Madre de su Hijo, a la Santísima Virgen, a la mujer sin pecado. Entre la mujer sin pecado y el hombre pecador la distancia era todavía grande, y Dios, en su misericordia infinita, puso entre la Virgen Santísima y el hombre pecador a los santos pecadores.

¡Quién no admirará tan grande, y tan soberano, y tan maravilloso, y tan perfecto artificio! El más grande pecador no necesita de más sino de alargar su mano pecadora para encontrar quien le ayude a remontarse de escalón en escalón hasta las cumbres del cielo desde el abismo de su pecado.

Y todo esto no es otra cosa sino la forma visible y exterior, y como exterior y visible, hasta cierto punto imperfecta, de los efectos maravillosos de aquel socorro sobrenatural con que Dios acude al hombre para que transite con pie firme por el áspero sendero de la vida. Para formarse una idea de este sobrenaturalismo maravilloso es necesario penetrar con los ojos de la fe en más altas y más recónditas regiones; es menester poner los ojos en la Iglesia, movida perpetuamente por la acción secretísima del Espíritu Santo; es menester penetrar en el secretísimo santuario de las almas y ver allí cómo la gracia de Dios las solicita y las busca, y cómo el alma del hombre cierra o abre su oído a aquel divino reclamo, y de qué manera se entabla y se prosigue continuamente entre la criatura y su Criador un callada coloquio; es menester ver, por otro lado, lo que hace allí, y lo que dice allí, y lo que allí busca el espíritu de las tinieblas; y cómo el alma del hombre va y viene y se agita y se afana entre dos eternidades para abismarse al fin, según el espíritu a quien sigue, en las regiones de la luz o en las regiones tenebrosas.

Es menester mirar y ver a nuestro lado al ángel de nuestra guarda, y cómo va ojeando con un soplo sutil para que no nos molesten los pensamientos importunos, y cómo pone sus manos debajo de nuestros pies para que no tropecemos. Es menester poner los ojos en la Historia y ver la maravillosa manera con que Dios dispone los acontecimientos humanos, para su gloria propia y para el bien de sus elegidos, sin que porque El sea dueño de los acontecimientos, el hombre deje de serlo de sus acciones. Es menester ver cómo suscita en tiempo oportuno los conquistadores y las conquistas, los capitanes y las guerras, y cómo lo restaura y lo apacigua todo en un punto, derribando a los guerreros y domando el orgullo de los conquistadores; cómo permite que se levanten tiranos contra un pueblo pecador y cómo, consiente que los pueblos rebeldes sean alguna vez el azote de los tiranos; cómo reúne las tribus y separa las castas o dispersa las gentes; cómo da y quita a su antojo los imperios de la tierra; cómo los derriba por el suelo y cómo los levanta hasta las nubes. Es menester ver, por último, cómo los hombres andan perdidos y ciegos por este laberinto de la Historia, que van construyendo las generaciones humanas sin que ninguna sepa decir ni cuál es su estructura, ni dónde está su entrada, ni cuál es su salida.

Todo este vasto y espléndido sistema de sobrenaturalismo, clave universal y universal explicación de las cosas humanas, está negado implícita o explícitamente por los que afirman la concepción inmaculada del hombre, y los que esto afirman hoy no son algunos filósofos solamente, son los gobernadores de los pueblos, las clases influyentes de la sociedad y aun la sociedad misma, envenenada con el veneno de esta herejía perturbadora.

Aquí está la explicación de todo lo que vemos y de todo lo que tocamos, a cuyo estado hemos venido a parar por esta serie de argumentos. Si la luz de nuestra razón no ha sido oscurecida, esa luz es bastante, sin el auxilio de la fe, para descubrir la verdad. Si la fe no es necesaria, la razón es soberana e independiente. Los progresos de la verdad dependen de los progresos de la razón; los progresos de la razón dependen de su ejercicio; su ejercicio consiste en la discusión; por eso la discusión es la verdadera ley fundamental de las sociedades modernas y el único crisol en donde se separan, después de fundidas, las verdades de los errores. En este principio tienen su origen la libertad de la imprenta, la inviolabilidad de la tribuna y la soberanía real de las asambleas deliberantes. Si la voluntad del hombre no está enferma, le basta el atractivo del bien para seguir el bien sin el auxilio sobrenatural de la gracia; si el hombre no necesita de ese auxilio, tampoco necesita de los sacramentos que se lo dan ni de las oraciones que se lo procuran; si la oración no es necesaria, es ociosa; si es ociosa, es ociosa e inútil la vida contemplativa; si la vida contemplativa es ociosa e inútil, lo son la mayor parte de las comunidades religiosas. Esto sirve para explicar por qué en dondequiera que han penetrado estas ideas han sido extinguidas aquellas comunidades. Si el hombre no necesita de sacramentos, no necesita tampoco de quien se los administre; y sí no necesita de Dios, tampoco necesita de mediadores. De aquí el desprecio o la proscripción del sacerdocio en donde esas ideas han echado raíces. El desprecio del sacerdocio se resuelve en todas partes en el desprecio de la Iglesia, y el desprecio de la Iglesia es igual al desprecio de Dios en todas partes.

Negada la acción de Dios sobre el hombre y abierto otra vez (en cuanto esto es posible) entre el Criador y su criatura un abismo insondable, luego al punto la sociedad se aparta instintivamente de la Iglesia a esa misma distancia; por eso, allí donde Dios está relegado en el cielo, la Iglesia está relegada en el santuario.; y, al revés, allí donde el hombre vive sujeto al dominio de Dios, se sujeta también natural e instintivamente al dominio de su Iglesia. Los siglos todos atestiguan esta verdad, y lo mismo la da testimonio el presente que los pasados.

Descartado así todo lo que es sobrenatural y convertida la religión en un vago deísmo, el hombre que no necesita de la Iglesia, escondida en su santuario, ni de Dios, atado a su cielo como Encelado a su roca, convierte sus ojos hacia la fierra y se consagra exclusivamente al culto de los intereses materiales. Esta es la época de los sistemas utilitarios, de las grandes expansiones del comercio, de las fiebres de la industria, de las insolencias de los ricos y de las impaciencias de los pobres. Este estado de riqueza material y de indigencia religiosa es seguido siempre de una de aquellas catástrofes gigantescas que la tradición y la historia graban perpetuamente en la memoria de los hombres. Para conjurarlas se reúnen en consejo los prudentes y los hábiles; el huracán, que viene rebramando, pone en súbita dispersión a su consejo y se los lleva juntamente con sus conjuros.

Consiste esto en que es imposible de toda imposibilidad impedir la invasión de las revoluciones y el advenimiento de las tiranías, cuyo advenimiento y cuya invasión son una misma cosa; como que ambas se resuelven en la dominación de la fuerza, cuando se ha relegado a la Iglesia en el santuario y a Dios en el cielo. El intento de llenar el gran vacío que en la sociedad deja su ausencia con cierta manera de distribución artificial y equilibrada de los Poderes públicos, es loca presunción e intento vano; semejante al de aquél que en la ausencia de los espíritus vitales quisiera reproducir a fuerza de industria y por medios puramente mecánicos los fenómenos de la vida. Por lo mismo que ni la Iglesia ni Dios son una forma, no hay forma ninguna que pueda ocupar el gran vacío que dejan cuando se retiran de las sociedades humanas. Y al revés, no hay manera ninguna de gobernación que sea esencialmente peligrosa cuando Dios y su Iglesia se mueven libremente, si por otro lado la son amigas las costumbres y favorables los tiempos.

No hay acusación ninguna más singular y más extraña que la que consiste en afirmar, por una parte, con ciertas escuelas, que el catolicismo es favorable al gobierno de las muchedumbres, y por otra, con otros sectarios, que impide al advenimiento de la libertad que favorece la expansión de las grandes tiranías. ¿Dónde hay absurdo mayor que acusar de lo primero al catolicismo, ocupado perpetuamente en condenar las rebeldías y en santificar la obediencia como la obligación común a todos los hombres? ¿Dónde hay absurdo mayor que acusar de lo segundo a la única religión de la tierra que ha enseñado a las gentes que ningún hombre tiene derecho sobre el hombre, porque toda autoridad viene de Dios; que ninguno que no sea pequeño a sus propios ojos será grande; que las potestades son instituidas para el bien; que mandar es servir y que el principado es un ministerio y, por consiguiente, un sacrificio? Estos principios, revelados por Dios y mantenidos en toda su integridad por su santísima Iglesia, constituyen el Derecho público de todas las naciones cristianas. Ese Derecho público es la afirmación perpetua de la verdadera libertad, porque es la perpetua negación, la condenación perpetua, por un lado, del derecho en los pueblos de dejar la obediencia por la rebelión, y por otro, del derecho en los príncipes de convertir su potestad en tiranía. La libertad consiste precisamente en la negación de esos derechos, y de tal manera consiste en esa negación que con ella la libertad es inevitable; sin ella la libertad es imposible. La afirmación de la libertad y la negación de esos derechos son, si bien se mira, una misma cosa, expresada en términos diferentes y de diferente manera. De donde se sigue no sólo que el catolicismo no es amigo de las tiranías ni de las revoluciones, sino que sólo él las ha negado; no sólo que no es enemigo de la libertad, sino que sólo él ha descubierto en esa misma negación la índole propia de la libertad verdadera.

Ni es menos absurdo suponer, como suponen algunos, que la religión santa que profesamos y la Iglesia que la contiene y la predica, o detienen o miran con desvío la libre expansión de la riqueza pública, la buena solución de las cuestiones económicas y el crecimiento de los intereses materiales, porque si bien es cierto que la religión no se propone hacer a los pueblos potentes, sino dichosos; ni hacer a los hombres ricos, sino santos, no lo es menos que una de sus nobles y grandes enseñanzas consiste en haber revelado al hombre su encarga providencial de transformar la Naturaleza toda y de ponerla a su servicio por medio de su trabajo. Lo que la Iglesia busca es un cierto equilibrio entre los intereses materiales y los morales y religiosos; lo que en ese equilibrio busca es que cada cosa esté en su lugar y que haya lugar para todas las cosas; lo que busca, por último, es que el primer lugar sea ocupado por los intereses morales y religiosos y que los materiales vengan después. Y esto no sólo porque así lo exigen las nociones más elementales del orden, sino también porque la razón nos dice y la Historia nos enseña que esa preponderancia, condición necesaria de aquel equilibrio, es la única que puede conjurar y que conjura ciertamente las grandes catástrofes, prontas siempre a surgir allí donde la preponderancia o el crecimiento exclusivo de las intereses materiales pone en fermentación las grandes concupiscencias.

Otros hay que persuadidos, por un lado, de la necesidad en que está el mundo para no perecer, del auxilio de nuestra santa religión y de nuestra Iglesia santa, pero pesarosos, por otro lado, de someterse a su yugo, que si es suave para la humildad es gravísimo para el orgullo humano, buscan su salida en una transacción, aceptando de la religión y de la Iglesia ciertas cosas y desechando otras que estiman exageradas. Estos tales son tanto más peligrosos cuanto que toman cierto semblante de imparcialidad propio para engañar y seducir a las gentes; con esto se hacen jueces del campo, obligan a comparecer delante de sí al error y a la verdad, y con falsa moderación buscan entre los dos no sé qué medio imposible. La verdad, esto es cierto, suele encontrarse y se encuentra en medio de los errores; pero entre la verdad y el error no hay medio ninguno; entre esos dos polos contrarios no hay nada sino un inmenso vacío; tan lejos está de la verdad el que se pone en el vacío como el que se pone en el error; en la verdad no está sino el que se abraza con ella.

Estos son los principales errores de los hombres y de las clases a quienes ha cabido en estos tiempos el triste privilegio de la gobernación de las naciones. Volviendo los ojos a otro lado, y poniéndolos en los que se adelantan reclamando la grande herencia de la gobernación, la razón se turba y la imaginación se confunde al hallarse en presencia de errores todavía más perniciosos y abominables. Es una cosa digna de observarse, sin embargo, que estos errores, perniciosísimos y abominabilísimos como son, no son más que las consecuencias lógicas, y, como lógicas, inevitables de los errores arriba mencionados.

Supuesta la inmaculada concepción del hombre, y con ella la belleza integral de la naturaleza humana, algunos se han preguntado a sí propios: ¿por qué si nuestra razón es luminosa y nuestra voluntad recta y excelente, nuestras pasiones, que están en nosotros como nuestra voluntad y nuestra razón, no han de ser excelentísimas? Otros se preguntan: ¿por qué si la discusión es buena como medio de llegar a la verdad, ha de haber cosas sustraídas a su jurisdicción soberana? Otros no atinan con la razón de por qué en los anteriores supuestos la libertad de pensar, de querer y de obrar no ha de ser, absoluta. Los dados a las controversias religiosas se proponen la cuestión que consiste en averiguar por qué si Dios no es bueno en la sociedad se le consiente en el cielo, y por qué si la Iglesia no sirve para nada se la ha de consentir en el santuario. Otros se preguntan por qué siendo indefinido el progreso hacia el bien no se ha de acometer la hazaña de levantar los goces a la altura de las concupiscencias y de trocar este valle lacrimoso en un jardín de deleites. Los filántropos se muestran escandalizados al encontrar un pobre por las calles, no acertando a comprender cómo un pobre siendo tan feo puede ser hombre, ni cómo el hombre siendo tan hermoso puede ser pobre. En lo que convienen todos, sin que discrepe ninguna, es en la necesidad imperiosa de subvertir la sociedad, de suprimir los Gobiernos, de trasegar las riquezas y de acabar de un golpe con todas las instituciones humanas y divinas.

Hay todavía, aunque la cosa parezca imposible, un error que, no siendo ni con mucho tan detestable, considerado en sí es, sin embargo, más trascendental por sus consecuencias que todos estos: el error de los que creen que éstos no nacen necesaria e inevitablemente de los otros. Si la sociedad no sale prontamente de este error, y si saliendo de él no condena a los unos como consecuencia y a los otros como premisas, con una condenación radical y soberana, la sociedad, humanamente hablando, está perdida.

El que lea el imperfectísimo catálogo que acabo de hacer de esos errores atroces observará que de ellos unos van a parar a una confusión absoluta y a una absoluta anarquía, mientras que otros hacen necesario para su realización un despotismo de proporciones inauditas y gigantescas; corresponden a la primera categoría los que se refieren a la exaltación de la libertad individual y a la violentísima destrucción de todas las instituciones; corresponden a la segunda aquellos otros que suponen una ambición organizadora. En el dialecto de la escuela se llaman socialistas en general los sectarios que difunden los primeros, y comunistas los que difunden los segundos; lo que aquéllos buscan, sobre todo, es la expansión indeterminada de la libertad individual, a expensas de la autoridad pública suprimida; y, al revés, a lo que se dirigen los segundos es a la completa supresión de la libertad humana y a la expansión gigantesca de la autoridad del Estado. La fórmula más completa de la primera de estas doctrinas se halla en los escritos de M. Girardin y en el último libro de M. Proudhon. El primero ha descubierto la fuerza centrífuga, y el segundo, la fuerza centrípeta de la sociedad futura, gobernada por las ideas socialistas, la cual obedecerá a dos contrarios movimientos: a uno de repulsión, producido por la libertad absoluta, y a otro de atracción, producido por un torbellino de contratos. La esencia del comunismo consiste en la confiscación de todas las libertades y de todas las cosas en provecho del Estado.

Lo estupendo y monstruoso de todos estos errores sociales proviene de lo estupendo de los errores religiosos en que tienen su explicación y su origen. Los socialistas no se contentan con relegar a Dios en el cielo, sino que pasando más allá hacen profesión pública de ateísmo y le niegan en todas partes. Supuesta la negación de Dios, fuente y origen de toda autoridad, la lógica exige la negación de la autoridad misma con una negación absoluta; la negación de la paternidad universal lleva consigo la negación de la paternidad doméstica; la negación de la autoridad religiosa lleva consigo la negación de la autoridad política. Cuando el hombre se queda sin Dios, luego, al punto, el súbdito se queda sin rey y el hijo se queda sin padre.

Por lo que hace al comunismo, me parece evidente su procedencia de las herejías panteístas y de todas las otras con ellas emparentadas. Cuando todo es Dios y Dios es todo, Dios es, sobre todo, democracia y muchedumbre; los individuos, átomos divinos y nada más, salen del todo, que perpetuamente los engendra, para volver al todo, que perpetuamente lo absorbe. En este sistema, lo que no es el todo no es Dios, aunque participe de la divinidad; y la que no es Dios no es nada, porque nada hay fuera de Dios, que es todo. De aquí ese soberbio desprecio de los comunistas por el hombre y esa negación insolente de la libertad humana. De aquí esas aspiraciones inmensas a una dominación universal por medio de la futura demagogia, que ha de extenderse por todos los continentes y ha de tocar a los últimos confines de la tierra. De aquí esa furia insensata con que se propone confundir y triturar todas las familias, todas las clases, todos los pueblos, todas las razas de las gentes en el gran mortero de sus trituraciones. De ese oscurísimo y sangrientísimo caos debe salir un día el Dios único, vencedor de todo lo, que es vario; el Dios universal, vencedor de todo lo que es particular; el Dios eterno, sin principio ni fin, vencedor de todo lo que nace y pasa; ese Dios es la demagogia, la anunciada por los últimos profetas, el único sol del futuro firmamento, la que ha de venir traída por la tempestad, coronada de rayos y servida por los huracanes. Ese es el verdadero todo, Dios verdadero, armado con un solo atributo, la omnipotencia, y vencedor de las tres grandes debilidades del Dios católico: la bondad, el amor y la misericordia. ¿Quién no reconocerá en ese Dios a Luzbel, dios del orgullo?

Cuando se consideran atentamente estas abominables doctrinas es imposible no echar de ver en ellas el signo misterioso, pero visible, que los errores han de llevar en los tiempos apocalípticos. Si un pavor religioso no me impidiera poner los ojos en esos tiempos formidables, no me sería difícil apoyar en poderosas razones de analogía la opinión de que el gran imperio anticristiano será un colosal imperio demagógico, regido por un plebeyo de satánica grandeza, que será el hombre de pecado.

Después de haber considerado en general los principales errores de estos tiempos, y después de haber demostrado cumplidamente que todos ellos tienen su origen en algún error religioso, me parece no sólo conveniente, sino también necesario, descender a algunas aplicaciones que han de poner más en claro todavía esa dependencia en que están de los errores religiosos todos los errores políticos y sociales. Así, por ejemplo, me parece una cosa puesta fuera de toda duda que todo lo que afecta al gobierno de Dios sobre el hombre afecta en el mismo grado y del mismo modo a los Gobiernos instituidos en las sociedades civiles. El primer error religioso en estos últimos tiempos fue el principio de la independencia y de la soberanía de la razón humana; a este error en el orden religioso corresponde en el político el que consiste en afirmar la soberanía de la inteligencia; por eso la soberanía de la inteligencia ha sido el fundamento universal del Derecho público en las sociedades combatidas por las primeras revoluciones. En él tienen su origen las Monarquías parlamentarias, con su censo electoral, su división de poderes, su imprenta libre y su tribuna inviolable.

El segundo error es relativo a la voluntad, y consiste, por lo que hace al orden religioso, en afirmar que la voluntad, recta de suyo, no necesita para inclinarse al bien del llamamiento ni del impulso de la gracia; a este error en el orden religioso corresponde en el político el que consiste en afirmar que no habiendo voluntad que no sea recta, no debe haber ninguna que sea dirigida y que no sea directora. En este principio se funda el sufragio universal y en él tiene su origen el sistema republicano.

El tercer error se refiere a los apetitos, y consiste en afirmar, por lo que hace al orden religiosa, que supuesta la inmaculada concepción del hombre, sus apetitos son excelentes; a este error en el orden religioso corresponde en el político el que consiste en afirmar que los Gobiernos todos deben ordenarse a un solo fin: a la satisfacción de todas las concupiscencias; en este principio están fundados todos los sistemas socialistas y demagógicos que pugnan hoy por la dominación y que, siguiendo las cosas su curso natural por la pendiente que llevan, la alcanzarían más adelante.

De esta manera la perturbadora herejía, que consiste, por un lado, en negar el pecado original, y por otro, en negar que el hombre está necesitado de una dirección divina, conduce primero a la afirmación de la soberanía de la inteligencia y luego a la afirmación de la soberanía de la voluntad, y, por último, a la afirmación de la soberanía de las pasiones; es decir, a tres soberanías perturbadoras.

No hay como saber lo que se afirma o se niega de Dios en las regiones religiosas para saber lo que se afirma o se niega del Gobierno en las regiones políticas; cuando en las primeras prevalece un vago deísmo, se afirma de Dios que reina sobre todo lo criado y se niega que lo gobierne. En estos casos prevalece en las regiones políticas la máxima parlamentaria de que el rey reina y no gobierna.

Cuando se niega la existencia de Dios se niega todo del Gobierno, hasta la existencia. En estas épocas de maldición surgen y se propagan con espantable rapidez las ideas anárquicas de las escuelas socialistas.

Por último, cuando la idea de la divinidad y la de la creación se confunden hasta el punto de afirmar que las cosas criadas son Dios, y que Dios es la universalidad de las cosas criadas, entonces el comunismo prevalece en las regiones políticas, como el panteísmo en las religiosas; y Dios, cansado de sufrir, entrega al hombre a la merced de abyectos y abominables tiranos.

Volviendo ahora Las ojos hacia la Iglesia, me será fácil demostrar que ha sido objeto de los mismos errores, los cuales conservan siempre su identidad indestructible, ora se apliquen a Dios, ora conturben su Iglesia, ora trastornen las sociedades civiles.

La Iglesia puede ser considerada de dos maneras diferentes: en sí misma, como una sociedad independiente y perfecta, que tiene en sí cuanto necesita para obrar con desembarazo y para moverse con anchura, y en su relación con las sociedades civiles y con los Gobiernos de la tierra.

Considerada desde el punto de vista de su organismo interior, la Iglesia se ha visto en la necesidad de resistir la grande avenida de perniciosísimos errores, siendo digno de advertirse que entre ellos los más perniciosos son los que se dirigen contra lo que su unidad tiene de maravillosa y perfecta; es decir, contra el Pontificado, piedra fundamental del prodigioso edificio. En el número de estos errores está aquel en virtud del cual se niega al Vicario de Jesucristo en la tierra la sucesión única e indivisa del poder apostólico en lo que tuvo de universal, suponiendo que los Obispos han sido sus coherederos. Este error, si pudiera prevalecer, introduciría la confusión y el desconcierto en la Iglesia del Señor, convirtiéndola, por la multiplicación del Pontificado, que es la autoridad esencial, la autoridad indivisible, la autoridad incomunicable, en una aristocracia turbulentísima. Dejándole el honor de una vana presidencia y quitándole la jurisdicción real y el gobierno efectivo, el Sumo Pontífice, bajo el imperio, de este error, queda relegado inútilmente en el Vaticano, como Dios, bajo el imperio del error deísta, queda relegado inútilmente en el cielo, y como el rey, bajo el imperio del error parlamentario, queda relegado inútilmente en su trono.

Los que mal avenidos con el imperio de la razón, de suyo aristocrática, le prefieren al de la voluntad, democrática de suyo, van a caer en el presbiterianismo, que es la República en la Iglesia, como caen en el sufragio universal, que es la República en las sociedades civiles.

Los que enamorados de la libertad individual la exageran hasta el punto de proclamar su omnímoda soberanía y la destrucción de todas las instituciones reprimentes, van a caer, por lo que hace al orden civil, en la sociedad contractual de Proudhon, y por lo que hace al religioso, a la inspiración individual, proclamada como un dogma por algunos fanáticos sectarios en las guerras religiosas de Inglaterra y de Alemania.

Por último, los seducidos por los errores panteístas van a parar, en el orden eclesiástico, a la soberanía indivisa de la muchedumbre de los fieles, como en el orden divino a la deificación de todas las cosas, como en el orden civil a la constitución de la soberanía universal y absorbente de las falanges.

Todos estos errores relativos al orden jerárquico establecido por el mismo Dios en su Iglesia, importantísimos como son en la región de las especulaciones, pierden grandemente de su importancia en los dominios de los hechos, por ser imposible de toda imposibilidad que lleguen a prevalecer en una sociedad que las divinas promesas ponen a cubierto de sus estragos. Lo contrario sucede con aquellos otros errores que conciernen a las relaciones entre la Iglesia y la sociedad civil, entre el sacerdocio y el Imperio, los cuales fueron poderosos en otros siglos para turbar la paz de las gentes, y aún lo son hoy día, ya que no para impedir la expansión irresistible de la Iglesia por el mundo, para ponerle obstáculos y trabas y para retardar el día en que sus confines han de ser los confines mismos de la tierra.

Estos errores son de varias especies, según que se afirma de la Iglesia o que es igual al Estado, o que es inferior al Estado, o que nada tiene que ver con el Estado, o que la Iglesia no sirve para nada. La primera es la afirmación propia de los más templados regalistas; la segunda, de los regalistas más ardientes; la tercera, de los revolucionarios, que proponen como primera premisa de sus argumentos la última consecuencia del regalismo; la última, de los socialistas y comunistas, es decir, de todas las escuelas radicales, las cuales toman por premisa de su argumento la última consecuencia en que se detiene la escuela revolucionaria.

La teoría de la igualdad entre la Iglesia y el Estado da ocasión a los más templados regalistas para proclamar como de naturaleza laical lo que es de naturaleza mixta, y como de naturaleza mixta lo que es de naturaleza eclesiástica, siéndoles forzoso acudir a estas usurpaciones para componer con ellas la dote o el patrimonio que el Estado aporta en esta sociedad igualitaria. En este sistema, casi todos los puntos son controvertibles, y todo lo que es controvertible se resuelve por avenencias y concordias; en él es de Derecho común el pase de las bulas y de los breves apostólicos, así como la vigilancia, la inspección y la censura, ejercida sobre la Iglesia en nombre del Estado.

La teoría de la inferioridad de la Iglesia con respecto al Estado da ocasión a los regalistas ardientes para proclamar el principio de las iglesias nacionales, el derecho de la potestad civil de revocar las concordias ajustadas con el Sumo Pontífice, de disponer por si de los bienes de la Iglesia y, por último, el de gobernar la Iglesia por decretos o por leyes hechos en las asambleas deliberantes.

La teoría que consiste en afirmar que la Iglesia nada tiene que ver con el Estado da ocasión a la escuela revolucionaria para proclamar la separación absoluta entre el Estado y la Iglesia, y como consecuencia forzosa de esta separación, el principio de que la manutención del clero y la conservación del culto deben correr por cuenta exclusiva de los fieles.

El error que consiste en afirmar que la Iglesia no sirve para nada, siendo la negación de la Iglesia misma, da por resultado la supresión violenta del orden sacerdotal por medio de un decreto, que encuentra su sanción naturalmente en una persecución religiosa.

Por lo dicho se ve que estos errores no son sino la reproducción de los que vimos ya en otras esferas; como quiera que a las mismas afirmaciones y negaciones erróneas a que da lugar la coexistencia de la Iglesia y del Estado da lugar, en el orden político, la coexistencia de la libertad individual y de la autoridad pública; en el orden moral, la coexistencia del libre albedrío y la gracia; en el intelectual, la coexistencia de la razón y la fe; en el histórico, la coexistencia de la Providencia divina y de la libertad humana; y en las más altas esferas de la especulación, con la coexistencia del orden natural y del sobrenatural, la coexistencia de dos mundos.

Todos estos errores, en sus naturales idénticos, aunque en sus aplicaciones varios, producen por lo funestos los mismos resultados en todas sus aplicaciones. Cuándo se aplican a la coexistencia de la libertad individual y de la autoridad pública producen la guerra, la anarquía y las revoluciones en el Estado; cuando tienen por objeto el libre albedrío y la gracia, producen primero la división y la guerra interior, después la exaltación anárquica del libre albedrío y luego la tiranía de las concupiscencias en el pecho del hombre. Cuando se aplican a la razón y a la fe producen primero la guerra entre las dos, después el desorden, la anarquía y el vértigo en las regiones de la inteligencia humana. Cuando se aplican a la inteligencia del hambre y a la Providencia de Dios producen todas las catástrofes de que están sembrados los campos de la Historia. Cuando se aplican, por último, a la coexistencia del orden natural y del sobrenatural, la anarquía, la confusión y la guerra se dilatan por todas las esferas y están en todas las regiones.

Por lo dicho se ve que en el último análisis y en el último resultado todos estos errores, en su variedad casi infinita, se resuelven en uno sólo, el cual consiste en haber desconocida o falseado el orden jerárquico, inmutable de suyo, que Dios ha puesto en las cosas. Ese orden consiste en la superioridad jerárquica de todo lo que es sobrenatural sobre todo lo que es natural, y, por consiguiente, en la superioridad jerárquica de la fe sobre la razón, de la gracia sobre el libre albedrío, de la Providencia divina sobre la libertad humana y de la Iglesia sobre el Estado; y, para decirlo todo de una vez y en una sola frase, en la superioridad de Dios sobre el hombre.

El derecho reclamado por la fe de alumbrar a la razón y de guiarla no es una usurpación, es una prerrogativa conforme a su naturaleza excelente; y al revés, la prerrogativa proclamada por la razón de señalar a la fe sus límites y sus dominios no es un derecho, sino una pretensión ambiciosa que no está conforme con su naturaleza inferior y subordinada. La sumisión a las inspiraciones secretas de la gracia es conforme al orden universal, porque no es otra cosa sino la sumisión a las solicitaciones divinas y a los divinos llamamientos; y al revés, su desprecio, su negación o la rebeldía contra ella constituyen al libre albedrío en un estado interior de indigencia y en un estado exterior de rebelión contra el Espíritu Santo. El señorío absoluto de Dios sobre los grandes acontecimientos históricos que El obra y que El permite es su prerrogativa incomunicable, como quiera que la Historia es como el espejo en que Dios mira exteriormente sus designios; y al revés, la pretensión del hombre cuando afirma que él hace los acontecimientos y que él teje la trama maravillosa de la Historia, es una pretensión insostenible, como quiera que él no hace otra cosa sino tejer por sí solo la trama de aquellas de sus acciones que son contrarias a los divinos mandamientos y ayudar a tejer la trama de aquellas otras que son conformes a la voluntad divina. La superioridad de la Iglesia sobre las sociedades civiles es una cosa conforme a la recta razón, la cual nos enseña que lo sobrenatural es sobre lo natural y lo divino sobre lo humano; y al revés, toda aspiración por parte del Estado a absorber la Iglesia, o a separarse de la Iglesia, o a prevalecer sobre la Iglesia, o a igualarse con la Iglesia, es una aspiración anárquica, preñada de catástrofes y provocadora de conflictos.

De la restauración de estos principios eternos del orden religioso, del político y del social depende exclusivamente la salvación de las sociedades humanas. Esos principios, empero, no pueden ser restaurados sino por quien los conoce, y nadie los conoce sino la Iglesia católica; su derecho de enseñar a todas las gentes, que le viene de su fundador y maestro, no se funda sólo en ese origen divino, sino que está justificado también par aquel principio de la recta razón, según el cual toca aprender al que ignora y enseñar al que más sabe.

De manera que si la Iglesia no hubiera recibido del Señor este soberano magisterio todavía estaría autorizada para ejercerle por el hecho sólo de ser la depositaria de los únicos principios que tienen la secreta y maravillosa virtud de mantener todas las cosas en orden y en concierto, y la de poner concierto y orden en todas las cosas. Cuando se afirma de la Iglesia que tiene el derecho de enseñar, esa afirmación es legítima y razonable, pero no es completa del todo si no se afirma al mismo tiempo del mundo, que tiene derecho de ser enseñado por la Iglesia. Sin duda, las sociedades civiles están en posesión de aquella tremenda potestad, que consiste en no encumbrar los altísimos montes de las verdades eternas y en deslizarse blandamente hasta caer en el abismo por las rápidas pendientes de los errores; la cuestión consiste en averiguar si puede decirse que ejercita un derecho aquel que, perdida la razón, comete un acto de locura; o, para decirlo de una vez y con una sola palabra, si ejerce un derecho el que renuncia a todos los derechos por medio del suicidio.

La cuestión de la enseñanza, agitada en estos últimos tiempos entre los universitarios y los católicos franceses, no ha sido planteada por los últimos en sus verdaderos términos, y la Iglesia universal no puede aceptarla en los términos en que viene planteándose. Supuesta, por un lado, la libertad de cultos, y supuestas, por otro, las circunstancias especialísimas de la nación francesa, es cosa clara a todas luces que los católicos franceses no estaban en estado de reclamar otra cosa para la Iglesia sino la libertad que es aquí derecho común, y que por serlo podía servir a la verdad católica de amparo y de refugio. El principio, empero, de la libertad de la enseñanza, considerado en sí mismo y hecha abstracción de las circunstancias especiales en que ha sido proclamado, es un principio falso y de imposible aceptación para la Iglesia católica. La libertad de la enseñanza no puede ser aceptada por ella sin ponerse en abierta contradicción con todas sus doctrinas. En efecto, proclamar que la enseñanza debe ser libre no viene a ser otra cosa sino proclamar que no hay una verdad ya conocida que deba ser enseñada, y que la verdad es cosa que no se ha encontrado y que se busca por medio de la discusión amplia de todas las opiniones; proclamar que la enseñanza debe ser libre es proclamar que la verdad y el error tienen derechos iguales. Ahora bien: la Iglesia profesa, por un lado, el principio de que la verdad existe sin necesidad de buscarla, y por otro, el principio de que el error nace sin derechos, vive sin derechos y muere sin derechos, y que la verdad está en posesión del derecho absoluto. La Iglesia, pues, sin dejar de aceptar la libertad allí donde otra cosa es de todo punto imposible, no puede recibirla como término de sus deseos ni saludarla como el único blanco de sus aspiraciones.

Tales son las indicaciones que creo de mi deber hacer sobre los más perniciosos entre los errores contemporáneos; de su imparcial examen resultan, a mi entender, demostradas estas dos cosas: la primera, que todos los errores tienen un mismo origen y un mismo centro; la segunda, que considerados en su centro y en su origen, todos son religiosos. Tan cierto es, que la negación de uno solo de los atributos divinos lleva el desorden a todas las esferas y pone en trance de muerte a las sociedades humanas.

Si yo tuviera la dicha de que estas indicaciones no parecieran a vuestra eminentísima enteramente ociosas, me atrevería a rogarle que las pusiera a los pies de Su Santidad juntamente con el rendido homenaje de profundísima veneración y de altísimo respeto que profeso como católico hacia su sagrada persona, hacia sus juicios infalibles y hacia sus fallos inapelables.

Dios guarde a vuestra eminentísima muchos años.

París, 19 de junio de 1852.—Eminentísimo señor.—Besa la mano de vuestra eminentísima su atento seguro servidor.

EL MARQUÉS DE VALDEGAMAS

 


LETTRE AU CARDINAL FORNARI 

 

Éminentissime seigneur,

Avant de soumettre à la haute pénétration de Votre Éminence les indications sommaires qu’elle m’a demandées par sa lettre du mois de mai dernier, il me paraît convenable d’indiquer ici les limites que je me suis tracées à moi-même dans la rédaction de ces renseignements.

Il n’est pas une des erreurs contemporaines qui n’aboutisse à une hérésie, et il n’est pas une hérésie contemporaine qui n’aboutisse à une autre depuis longtemps condamnée par l’Église. Dans les erreurs passées l’Église a condamné les erreurs présentes et les erreurs futures. Identiques entre elles quand on les considère sous le point de vue de leur nature et de leur origine, les erreurs offrent cependant le spectacle d’une variété prodigieuse, quand on les considère sous le point de vue de leur application. Mon intention est de les considérer aujourd’hui plutôt par le côté de leur application que par celui de leur nature et de leur origine, plutôt par ce qu’elles ont de politique et de social que par ce qu’elles ont de purement religieux, par ce qu’elles ont de divers plutôt que par ce qu’elles ont d’identique, par ce qu’elles ont de changeant plutôt que par ce qu’elles ont d’absolu.

Deux puissantes considérations, tirées, l’une de ma position personnelle, l’autre du caractère propre du siècle où nous vivons, m’ont incliné vers cette voie. Pour ce qui me regarde, j’ai cru que ma qualité de laïque et d’homme public m’imposait l’obligation de récuser moi-même ma propre compétence dans la solution des redoutables questions qui sont relatives aux points de notre foi et aux matières du dogme. Quant au siècle où nous sommes, il n’y a qu’à ouvrir les yeux pour se convaincre que ce qui le rendra tristement fameux entre tous les siècles, ce n’est pas précisément l’arrogance à proclamer théoriquement ses hérésies et ses erreurs, mais l’audace satanique avec laquelle il applique à la société présente les hérésies et les erreurs où sont tombés les siècles passés.

Il y eut un temps où la raison humaine, se complaisant en de folles spéculations, se montrait satisfaite d’elle-même quand elle était parvenue à opposer une négation à une affirmation dans les sphères intellectuelles, une erreur à une vérité dans les sphères métaphysiques, une hérésie à un dogme dans les sphères religieuses : aujourd’hui elle n’est contente que lorsqu’elle a pu descendre dans les sphères politiques et sociales pour y jeter le désordre et le trouble ; faisant sortir comme par enchantement de chaque erreur un conflit, de chaque hérésie une révolution, et une catastrophe gigantesque de chacune de ses orgueilleuses négations.

L’arbre de l’erreur paraît aujourd’hui arrivé à sa maturité providentielle : planté par la première génération des audacieux hérésiarques, arrosé par une suite d’autres générations, il se couvrit de feuilles au temps de nos aïeux, de fleurs au temps de nos pères, et aujourd’hui il est devant nous et à la portée de notre main, chargé de fruits. Ses fruits doivent être maudits d’une malédiction spéciale, comme l’ont été, dans les temps anciens, les fleurs dont il s’est parfumé, les feuilles dont il s’est couvert, le tronc qui les a supportées, et les hommes qui l’ont planté.

Je ne veux pas dire par là que ce qui a été condamné une fois ne doit pas l’être de nouveau ; je dis seulement qu’une condamnation spéciale, analogue à la transformationspéciale par laquelle passent sous nos yeux les anciennes erreurs dans le siècle présent, me paraît de tout point nécessaire, et qu’en tout cas ce point de vue de la question est le seul pour lequel je reconnaisse en moi une sorte de compétence.

Les questions purement théologiques étant ainsi écartées, j’ai porté mon attention sur ces autres questions qui, théologiques dans leur origine et dans leur essence, sont devenues néanmoins, par suite de transformations lentes et successives, des questions politiques et sociales. De celles-ci encore la multiplicité de mes occupations et le manque de temps m’ont obligé d’écarter celles qui m’ont paru de moindre importance ; mais, d’un autre coté, j’ai cru de mon devoir de toucher quelques points sur lesquels je n’ai pas été consulté.

Les mêmes raisons, c’est-à-dire la multiplicité de mes occupations et le manque de temps, m’ont mis dans l’impossibilité d’examiner les livres des hérésiarques modernes, pour y signaler les propositions qui doivent être combattues ou condamnées. Mais, en réfléchissant attentivement sur ce sujet, je suis arrivé à me convaincre qu’aux temps passés ces sortes de condamnations étaient plus nécessaires que de nos jours. Entre ces temps et le nôtre, on remarque en effet cette différence notable, qu’autrefois les erreurs étaient renfermées dans les livres de telle sorte, que, lorsqu’on n’allait point les y chercher, on ne les trouvait pas ailleurs, tandis qu’aujourd’hui l’erreur est dans les livres et hors des livres ; elle y est et elle est partout. Elle est dans les livres, dans les institutions, dans les lois, dans les journaux, dans les discours, dans les conversations, dans les salons, dans les clubs, au foyer domestique, sur la place publique, dans ce qu’on dit et dans ce qu’on tait. Pressé par le temps, j’ai questionné ce qui m’entoure de plus près, et l’atmosphère m’a répondu.

Les erreurs contemporaines sont infinies : mais toutes, si l’on veut bien y faire attention, prennent leur origine et se résolvent dans deux négations suprêmes, l’une relative à Dieu, l’autre relative à l’homme. La société nie de Dieu qu’il ait aucun souci de ses créatures ; elle nie de l’homme qu’il soit conçu dans le péché. Son orgueil a dit deux choses à l’homme de nos jours, qui les a crues toutes deux, à savoir, qu’il est sans souillure et qu’il n’a pas besoin de Dieu ; qu’il est fort et qu’il est beau : c’est pourquoi nous le voyons enflé de son pouvoir et épris de sa beauté.

La négation du péché étant supposée, parmi beaucoup d’autres choses on nie les suivantes : — que la vie temporelle soit une vie d’expiation, et que le monde où elle se passe doive être une vallée de larmes ; — que la lumière de la raison soit faible et vacillante ; — que la volonté de l’homme soit infirme et malade ; — que le plaisir nous ait été offert plutôt comme une tentation que pour nous inviter à nous livrer à ses attraits ; — que la douleur soit un bien, lorsqu’elle est acceptée par un motif surnaturel, d’une acceptation volontaire ; — que le temps nous ait été donné pour notre sanctification ; — que l’homme ait besoin d’être sanctifié.

Ces négations étant supposées, on affirme, entre beaucoup d’autres choses : – que la vie temporelle nous a été donnée pour nous élever par nos propres efforts, et au moyen d’un progrès indéfini, aux plus hautes perfections ; – que le lieu où cette vie se passe peut et doit être radicalement transformé pour l’homme ; – que, la raison de l’homme étant saine, il n’y a pas de vérité à laquelle elle ne puisse atteindre, et que, hors de sa portée, il ne peut pas y avoir de vérité ; – qu’il n’y a pas d’autre mal que celui que la raison entend être mal, ni d’autre péché que celui que la raison dit être péché, c’est-à-dire qu’il n’y a pas d’autre mal ni d’autre péché que le mal et le péché philosophiques ; que la raison de l’homme, étant droite de soi, n’a pas besoin d’être rectifiée ; que nous devons fuir la douleur et rechercher le plaisir ; que le temps nous a été donné pour jouir du temps, et que l’homme est bon et sain de soi.

Ces négations et ces affirmations relatives à l’homme conduisent à des négations et affirmations analogues relatives à Dieu. De la supposition que l’homme n’est pas tombé, on arrive à nier et on nie qu’il ait été relevé ; de la supposition que l’homme n’a pas été relevé, on arrive à nier et on nie le mystère de la Rédemption et celui de l’Incarnation, le dogme de la personnalité extérieure du Verbe et le Verbe lui-même. En supposant, d’une part, l’intégrité naturelle de la volonté humaine, et en refusant, d’autre part, de reconnaître l’existence d’un autre mal et d’un autre péché que le mal et le péché philosophiques, on est conduit à nier et on nie l’action sanctifiante de Dieu sur l’homme, et avec elle le dogme de la personnalité de l’Esprit-Saint. De toutes ces négations résulte la négation du dogme souverain de la très sainte Trinité, pierre angulaire de notre foi et fondement de tous les dogmes catholiques.

De là naît, de là tire son origine un vaste système de naturalisme qui est la contradiction radicale, universelle, absolue, de toutes nos croyances. Nous, catholiques, nous croyons et professons que l’homme pécheur a perpétuellement besoin de secours, et que Dieu lui octroie perpétuellement ce secours par le moyen d’une assistance surnaturelle, œuvre merveilleuse de son amour infini et de son infinie miséricorde. Pour nous, le surnaturel est l’atmosphère du naturel, c’est-à-dire ce qui, sans se faire sentir, l’enveloppe et en même temps le soutient. Entre Dieu et l’homme il y avait un abîme insondable ; le Fils de Dieu s’est fait homme, et, réunissant en lui les deux natures, l’abîme fut comblé. Entre le Verbe divin, Dieu et homme en même temps, et l’homme pécheur, il y avait encore une immense distance ; pour la diminuer, Dieu mit entre son Fils et sa créature la mère de son Fils, la très sainte Vierge, la femme sans péché. Entre la femme sans péché et l’homme pécheur, la distance était encore grande, et Dieu, dans sa miséricorde infinie, mit entre la Vierge très sainte et l’homme pécheur les saints pécheurs. Qui n’admirera un si grand, si souverain, si merveilleux et si parfait artifice ? Le plus grand pécheur n’a besoin que d’étendre sa main pécheresse pour rencontrer qui l’aide à s’élever, de degré en degré, de l’abîme de son péché au plus haut des deux.

Et tout cela n’est que la forme visible et extérieure, et jusqu’à un certain point imparfaite, des effets merveilleux de ce secours surnaturel que Dieu donne à l’homme pour qu’il marche d’un pied ferme dans le rude sentier de la vie. Pour se faire une idée de ce surnaturalisme merveilleux, il faut pénétrer avec les yeux de la foi dans les régions les plus hautes et les plus reculées ; il faut regarder l’Église, mue perpétuellement par l’action très secrète de l’Esprit-Saint ; il faut pénétrer dans le sanctuaire retiré des âmes, et y voir comment la grâce de Dieu les sollicite et les recherche, comment l’âme de l’homme ouvre ou ferme son oreille à ce divin appel, et comment s’établit et se poursuit continuellement, entre la créature et son créateur, un silencieux entretien. Il faut voir, d’un autre côté, ce qu’y fait, ce qu’y dit, ce qu’y cherche l’esprit des ténèbres, et comment l’âme de l’homme va et vient, et s’agite et se fatigue entre deux éternités pour s’abîmer enfin, selon l’esprit qu’elle suit, dans les régions de la lumière ou dans celles des ténèbres. Il faut regarder et voir à notre côté notre ange gardien veillant attentivement pour que les pensées importunes ne nous tourmentent pas, mettant ses mains devant nos pieds pour que nous n’allions pas heurter contre quelque pierre. Il faut ouvrir l’histoire et y lire la manière merveilleuse dont Dieu dispose les événements humains pour sa propre gloire et pour le bien de ses élus, événements dont il est maître, sans que pour cela l’homme cesse d’être maître de ses actions. Il faut voir comment il suscite, en temps opportun, les conquérants et les conquêtes, les généraux et les guerres, et comment il rétablit et pacifie tout en un instant, renversant les guerriers et domptant l’orgueil des conquérants ; comment il permet que des tyrans se lèvent contre un peuple pécheur, et comment il permet que les peuples rebelles soient parfois le châtiment des tyrans ; comment il réunit les tribus et sépare les castes ou disperse les nations ; comment il donne et ôte à son gré les empires, comment il les couche à terre et comment il les élève jusqu’aux nues ; il faut voir enfin comment les hommes marchent, perdus et aveugles, dans ce labyrinthe de l’histoire, construisant les nations humaines sans qu’aucune sache dire quelle est sa structure, ni où est son entrée ni quelle est son issue.

Tout ce vaste et splendide système de surnaturalisme, clef universelle et universelle explication des choses humaines, est nié implicitement ou explicitement par ceux qui affirment la conception immaculée de l’homme. Et ceux qui affirment cela aujourd’hui ne sont pas quelques philosophes seulement ; ce sont les gouverneurs des peuples, les classes influentes de la société et la société elle-même, empoisonnée du venin de cette hérésie perturbatrice.

Là est l’explication de tout ce que nous voyons et de tout ce que nous touchons dans l’état où nous sommes tombés, entraînés par la logique de l’erreur. En premier lieu, si la lumière de notre raison n’a pas été obscurcie, cette lumière est suffisante, sans le secours de la foi, pour découvrir la vérité. Si la foi n’est pas nécessaire, la raison est souveraine et indépendante. Les progrès de la vérité dépendent des progrès de la raison ; les progrès de la raison dépendent de son exercice ; son exercice consiste dans la discussion ; la discussion est donc la vraie loi fondamentale des sociétés humaines et l’unique creuset où, après la fusion, la vérité, dégagée de tout alliage d’erreur, apparaisse dans sa pureté. De ce principe sortent la liberté de la presse, l’inviolabilité de la tribune et la souveraineté réelle des assemblées délibérantes. En second lieu, si la volonté de l’homme n’est pas malade, l’attrait du bien lui suffit pour suivre le bien sans le secours surnaturel de la grâce. Si l’homme n’a pas besoin de ce secours, il n’a pas besoin non plus des sacrements qui le lui donnent ni des prières qui le lui procurent : si la prière n’est pas nécessaire, elle est inutile, et la vie contemplative est une pure oisiveté. Si la vie contemplative n’est qu’oisiveté, la plupart des communautés religieuses n’ont aucune raison d’être : aussi, partout où ont pénétré ces idées, ces communautés ont-elles été détruites. Si l’homme n’a pas besoin des sacrements, il n’a pas besoin non plus de ceux qui les administrent, et, s’il n’a pas besoin de Dieu, il n’a pas besoin de médiateurs : de là le mépris ou la proscription du sacerdoce partout où ces idées ont jeté des racines. Le mépris du sacerdoce se résout partout dans le mépris de l’Église, et le mépris de l’Église se mesure au mépris de Dieu. L’action de Dieu sur l’homme étant niée, et un abîme insondable étant de nouveau ouvert (autant qu’il est possible) entre le créateur et sa créature, immédiatement la société s’écarte instinctivement de l’Église à une distance égale ; de sorte que, partout où Dieu est relégué dans le ciel, l’Église est reléguée dans le sanctuaire ; tandis qu’au contraire partout où l’homme vit assujetti à la domination de Dieu, il s’assujettit naturellement et instinctivement à la domination de son Église. Tous les siècles attestent cette vérité, et le siècle présent lui rend le même témoignage que les siècles passés.

Tout ce qui est surnaturel étant ainsi écarté, et la religion étant convertie en un déisme vague, l’homme, qui n’a pas besoin de l’Église, enfermée dans son sanctuaire, ni de Dieu, prisonnier dans son ciel comme Encelade sous son rocher, tourne ses yeux vers la terre et se consacre exclusivement au culte des intérêts matériels : c’est l’époque des systèmes utilitaires, des grands développements du commerce, des fièvres de l’industrie, des insolences des riches et des impatiences des pauvres. Cet état de richesse matérielle et d’indigence religieuse est toujours suivi d’une de ces catastrophes gigantesques que la tradition et l’histoire gravent perpétuellement dans la mémoire des hommes. Les prudents et les habiles se réunissent en conseil pour les conjurer ; mais la tempête arrive en grondant, met en déroute leur conseil et les emporte avec leurs conjurations.

De là une impossibilité absolue d’empêcher l’invasion des révolutions et l’avènement des tyrannies, qui ne sont au fond qu’une même chose, puisque révolutions et tyrannies se résument également dans la domination de la force, qui seule peut régner lorsqu’on a relégué Dieu dans le ciel et l’Église dans le sanctuaire. Tenter de combler le vide que leur absence laisse dans la société par une sorte de distribution artificielle et équilibrée des pouvoirs publics n’est qu’une folle présomption, une tentative semblable à celle d’un homme qui, en l’absence des esprits vitaux, voudrait reproduire, à force d’industrie et par des moyens purement mécaniques, les phénomènes de la vie. Dieu, l’Église, ne sont pas des formes, aussi n’y a-t-il aucune forme qui puisse remplir le grand vide qu’ils laissent quand ils se retirent des sociétés humaines. Au contraire, il n’y a aucune forme de gouvernement qui soit essentiellement dangereuse lorsque Dieu et son Église se meuvent librement, si, d’un autre côté, les mœurs lui sont amies et les temps favorables.

Il n’y a pas d’accusation plus singulière et plus étrange que celle qui consiste à affirmer, d’une part, avec certaines écoles, que le catholicisme est favorable au gouvernement des masses, et, de l’autre, avec d’autres sectaires, qu’il empêche le développement de la liberté, qu’il favorise l’expansion des grandes tyrannies. Y a-t-il absurdité plus grande que d’accuser du premier fait le catholicisme, continuellement occupé à condamner les révoltes et à sanctifier l’obéissance comme une obligation commune à tous les hommes ? Y a-t-il absurdité plus grande que d’accuser du second fait la seule religion de la terre qui enseigne aux peuples que nul homme n’a droit sur l’homme, parce que toute autorité vient de Dieu, que nul ne sera grand s’il n’est petit à ses propres yeux, que les pouvoirs sont institués pour le bien, que commander c’est servir, et que la souveraineté est un ministère, et par conséquent un sacrifice ? Ces principes révélés de Dieu, et maintenus dans toute leur intégrité par sa sainte Église, constituent le droit public de toutes les nations chrétiennes. Ce droit public est l’affirmation perpétuelle de la vraie liberté, parce qu’elle est la perpétuelle négation, la condamnation permanente, d’un côté, du droit des peuples de laisser les voies de l’obéissance pour celles de la révolte, et, d’un autre côté, du droit des princes de convertir leur pouvoir en tyrannie. La liberté consiste précisément dans la double négation de ce droit de tyrannie et de ce droit de révolte, et cela est tellement vrai, que, cette négation acceptée, la liberté est inévitable, tandis que, si on la rejette, la liberté est impossible : l’affirmation de la liberté et la négation de ces droits ne sont, à y bien regarder, que deux expressions différentes d’une seule et même chose. D’où il suit non seulement que le catholicisme n’est l’ami ni des tyrannies ni des révolutions, mais encore que lui seul les nie et les repousse véritablement : non seulement qu’il n’est pas l’ennemi de la liberté, mais encore que lui seul a découvert, par sa double négation de la tyrannie et de la révolte, le caractère propre de la vraie liberté.

Il n’est pas moins absurde de supposer, comme le font quelques-uns, que la sainte religion que nous professons, et l’Église qui la contient et la prêche, ou arrêtent ou regardent avec regret le libre développement de la richesse publique, la bonne solution des questions économiques et l’accroissement des intérêts matériels ; s’il est certain que la religion se propose, non pas de rendre les peuples puissants, mais heureux, non pas de rendre les hommes riches, mais saints, il ne l’est pas moins qu’un de ses nobles et grands enseignements impose à l’homme la mission de transformer la nature entière, et de la mettre à son service par le travail. Ce que l’Église cherche, c’est un certain équilibre entre les intérêts matériels et les intérêts moraux et religieux ; ce qu’elle cherche dans cet équilibre, c’est que chaque chose soit à sa place, et qu’il y ait place pour toutes choses ; ce qu’elle cherche enfin, c’est que la première place soit occupée par les intérêts moraux et religieux, et que les intérêts matériels ne viennent qu’après ; et cela, non seulement parce que les notions les plus élémentaires de l’ordre l’exigent, mais encore parce que la raison nous dit et l’histoire nous enseigne que cette prépondérance, condition nécessaire de cet équilibre, peut seule conjurer et qu’elle conjure infailliblement les grandes catastrophes, toujours prêtes à surgir partout où le développement exclusif des intérêts matériels met en fermentation les grandes concupiscences.

Certains hommes, de nos jours, se montrent persuadés de la nécessité où est le monde, pour ne pas périr, d’avoir l’appui et le secours de notre religion sainte et de la sainte Église ; mais, craignant de se soumettre à son joug, qui, s’il est doux pour les humbles, est lourd pour l’orgueil humain, ils cherchent une issue dans une transaction, acceptant de l’Église et de la religion certaines choses et en repoussant d’autres qu’ils estiment exagérées. Ces hommes sont d’autant plus dangereux, qu’ils prennent un certain air d’impartialité très propre à tromper et à séduire les peuples, et au moyen duquel ils se font juges du camp, obligeant l’erreur et la vérité à comparaître devant eux, et cherchant avec une fausse modération je ne sais quel milieu impossible entre elles. La vérité, cela est certain, se trouve entre les erreurs opposées et extrêmes ; mais entre la vérité et l’erreur il n’y a point de milieu : entre ces deux pôles contraires il n’y a rien qu’un vide immense ; celui qui se place dans ce vide est aussi loin de la vérité que celui qui se place dans l’erreur : on n’est dans la vérité que lorsqu’on est complètement en union avec elle.

Telles sont les principales erreurs des hommes et des classes à qui est échu de notre temps le triste privilège de gouverner les nations. Mais lorsque, tournant les yeux d’un autre côté, le regard s’arrête sur ceux qui se présentent pour réclamer le grand héritage du gouvernement, la raison est troublée et l’imagination confondue de se trouver en présence d’erreurs plus pernicieuses encore et plus abominables. C’est une chose digne de remarque pourtant que, si pernicieuses et abominables qu’elles soient, elles sortent logiquement, comme autant de conséquences rigoureuses et inévitables, des erreurs que je signalais tout à l’heure.

L’immaculée conception de l’homme et la beauté intégrale de la nature humaine étant supposées, voyons quelles questions se présentent naturellement à l’esprit. Les uns se disent : « Si notre raison est lumineuse et notre volonté droite et excellente, pourquoi nos passions, qui sont de nous et en nous, aussi bien que notre raison et notre volonté, ne seraient-elles pas également bonnes et excellentes ? » D’autres se demandent : « Si la discussion est bonne en soi, si elle est le moyen d’arriver à la vérité, comment peut-il y avoir des choses soustraites à sa juridiction souveraine ? » D’autres ne conçoivent pas pourquoi, en partant des prémisses acceptées, on n’arrive pas à cette conclusion : « La liberté de penser, de vouloir et d’agir, doit être absolue. » Ceux qui se livrent aux controverses religieuses sont conduits à poser cette question : « Si Dieu n’est pas bon dans la société, pourquoi le reconnaîtrait-on dans le ciel, et pourquoi, si l’Église ne sert de rien, l’admettrait-on dans le sanctuaire ? » Un plus grand nombre encore fait celle-ci : « Puisque le progrès vers le bien est indéfini, pourquoi ne pas tenter l’héroïque entreprise d’élever les jouissances à la hauteur des concupiscences, et de changer cette vallée de larmes en un jardin de délices ? » Les philanthropes se montrent scandalisés lorsqu’ils rencontrent un pauvre dans les rues, ils ne peuvent comprendre que le pauvre, étant si laid, soit réellement un homme, ni que l’homme, étant si beau, puisse être pauvre. Et ces questions, ces raisonnements, aboutissent à cette conclusion dernière, que, sous une forme ou sous une autre, tous proclament unanimement : « Il y a nécessité, nécessité impérieuse, de bouleverser la société, de supprimer les gouvernements, de partager les richesses et d’en finir d’un coup avec toutes les institutions humaines et divines. »

Il est encore, quoique la chose paraisse impossible, il est une erreur qui, n’étant pas à beaucoup près aussi détestable, considérée en elle-même, a néanmoins, par ses conséquences, une portée plus haute que toutes ces erreurs ; je veux parler de l’aveuglement de ceux qui ne voient aucun lien entre ces erreurs et les erreurs mères que j’ai d’abord signalées, de ceux qui refusent de croire que celles-là naissent nécessairement et inévitablement de celles-ci. Si la société ne sort pas bientôt de cette erreur pour condamner d’une condamnation radicale et souveraine toutes ces erreurs, les unes comme conséquences et les autres comme prémisses, la société, humainement parlant, est perdue.

En parcourant l’énumération incomplète que je viens de faire des erreurs monstrueuses de notre temps, on remarque que les unes aboutissent à la confusion absolue, à l’anarchie absolue, tandis que les autres rendent nécessaire, pour leur réalisation, un despotisme de proportions inouïes et gigantesques. La première catégorie comprend celles qui se rapportent à l’exaltation de la liberté individuelle et à la violente destruction de toutes les institutions ; la seconde, celles qui supposent une ambition organisatrice. Dans le dialecte de l’école, on appelle socialistes en général les sectaires qui répandent les premières, et communistes ceux qui sèment les secondes. Ce que ceux-là cherchent surtout, c’est l’expansion indéterminée de la liberté individuelle aux dépens de l’autorité publique supprimée ; les autres, au contraire, tendent à l’entière suppression de la liberté humaine et à un développement gigantesque de l’autorité de l’État. La formule la plus complète de la première de ces doctrines se trouve dans les écrits de M. Émile de Girardin et dans le dernier livre de M. Proudhon. Celui-là a découvert la force centrifuge, celui-ci la force centripète de la société future que gouverneront les idées socialistes, et qui obéira à deux mouvements contraires, l’un de répulsion, produit par la liberté absolue, l’autre d’attraction, produit par un tourbillon de contrats. Quant au communisme, son essence consiste dans la confiscation de toutes les libertés et de toutes choses au profit de l’État.

Ce que toutes ces erreurs sociales ont de monstrueux tient à la profondeur des erreurs religieuses, où elles ont leur explication et leur origine. Les socialistes ne se contentent pas de reléguer Dieu dans le ciel ; ils vont plus loin, ils font profession publique d’athéisme, ils nient Dieu en tout. La négation de Dieu, source et origine de toute autorité, étant admise, la logique exige la négation absolue de l’autorité même : la négation de la paternité universelle entraîne la négation de la paternité domestique ; la négation de l’autorité religieuse entraîne la négation de l’autorité politique. Quand l’homme se trouve sans Dieu, aussitôt le sujet se trouve sans roi et le fils sans père.

Il me semble évident que le communisme, de son côté, procède des hérésies panthéistes et de celles qui leur sont parentes. Lorsque tout est Dieu et que Dieu est tout, Dieu est surtout démocratie et multitude : les individus, atomes divins et rien de plus, sortent du tout qui les engendre perpétuellement pour rentrer dans le tout qui perpétuellement les absorbe. Dans ce système, ce qui n’est pas le tout n’est pas Dieu, quoique participant de la Divinité, et ce qui n’est pas Dieu n’est rien, parce qu’il n’y a rien hors de Dieu, qui est tout. De là le superbe mépris des communistes pour l’homme et leur négation insolente de la liberté humaine ; de là ces aspirations immenses à la domination universelle par la future démagogie, qui s’étendra sur tous les continents et jusqu’aux dernières limites de la terre ; de là ces projets d’une folie furieuse, qui prétend mêler et confondre toutes les familles, toutes les classes, tous les peuples, toutes les races d’hommes, pour les broyer ensemble dans le grand mortier de la révolution, afin que de ce sombre et sanglant chaos sorte un jour le Dieu unique, vainqueur de tout ce qui est divers ; le Dieu universel, vainqueur de tout ce qui est particulier ; le Dieu éternel, sans commencement ni fin, vainqueur de tout ce qui naît et passe ; le Dieu-Démagogie annoncé par les derniers prophètes, astre unique du firmament futur, qui apparaîtra porté par la tempête, couronné d’éclairs et servi par les ouragans. La démagogie est le grand Tout, le vrai Dieu, Dieu armé d’un seul attribut, l’omnipotence, et affranchi de la bonté, de la miséricorde, de l’amour, ces trois grandes faiblesses du Dieu catholique. À ces traits, qui ne reconnaîtrait le Dieu d’orgueil, Lucifer ?

Quand on considère attentivement ces abominables doctrines, il semble impossible de ne pas y voir quelque chose du signe mystérieux, mais visible, dont l’erreur sera marquée aux temps annoncés par l’Apocalypse. Si une crainte religieuse ne m’empêchait pas de chercher à soulever le voile qui couvre ces temps redoutables, je pourrais peut-être appuyer sur de puissantes raisons d’analogie cette opinion : que le grand empire antichrétien sera un empire démagogique colossal, gouverné par un plébéien de grandeur satanique, l’homme de péché.

Après avoir considéré en général les principales erreurs du temps et démontré que toutes ont leur origine dans quelque erreur religieuse, il me semble convenable et même nécessaire de m’arrêter à quelques applications qui mettront dans tout son jour cette vérité.

Ainsi, par exemple, il me paraît hors de doute que tout ce qui altère la notion du gouvernement de Dieu sur l’homme affecte au même degré et de la même manière les gouvernements institués dans les sociétés civiles. La première erreur religieuse des temps modernes a été le principe de l’indépendance et de la souveraineté de la raison humaine. À cette erreur dans l’ordre religieux correspond, dans l’ordre politique, celle qui consiste à affirmer la souveraineté de l’intelligence. Et de là vient que la souveraineté de l’intelligence a été le fondement universel du droit public dans les sociétés combattues par les premières révolutions. Telle est l’origine des monarchies parlementaires avec leur cens électoral, leur division des pouvoirs, leur presse libre et leur tribune inviolable.

La seconde erreur est relative à la volonté, et consiste, quant à l’ordre religieux, à affirmer que la volonté, droite de soi, n’a jamais besoin, pour se porter au bien, de la sollicitation ni de l’impulsion de la grâce. À cette erreur correspond, dans l’ordre politique, celle qui consiste à affirmer que, toute volonté étant de soi droite, il ne doit y en avoir aucune qui soit dirigée et aucune qui ne soit directrice. Ce principe est la base du suffrage universel, et c’est là l’origine du système républicain.

La troisième erreur se rapporte aux appétits et consiste à affirmer, dans l’ordre religieux, l’immaculée conception de l’homme étant supposée, que ses appétits sont tous et toujours légitimes. À cette erreur correspond, dans l’ordre politique, celle qui demande aux gouvernements de s’ordonner pour une seule fin : la satisfaction de toutes les concupiscences. Ce principe est la base de tous ces systèmes socialistes, dont les partisans combattent aujourd’hui pour la domination, et qui, les choses suivant leur cours naturel sur la pente où nous sommes, finiront par la conquérir.

On le voit donc : l’hérésie perturbatrice, qui, d’un côté, nie le péché originel, affirmant, de l’autre, que l’homme n’a pas besoin d’une direction divine, cette hérésie conduit d’abord à affirmer la souveraineté de l’intelligence, ensuite à affirmer la souveraineté de la volonté, et enfin à affirmer la souveraineté des passions, trois souverainetés perturbatrices.

Il n’y a qu’à savoir ce qui s’affirme ou se nie de Dieu dans les régions religieuses, pour savoir ce qui s’affirme ou se nie du gouvernement dans les régions politiques. Lorsqu’un vague déisme prévaut dans les premières, tout en reconnaissant que Dieu règne sur toute la création, on nie qu’il la gouverne. Alors, dans les régions politiques prévaut la maxime parlementaire : Le roi règne et ne gouverne pas.

Lorsqu’on nie l’existence de Dieu, on nie tout du gouvernement, et on lui refuse jusqu’au droit d’exister. À ces époques de malédiction surgissent et se propagent avec une épouvantable rapidité les idées anarchiques des écoles socialistes.

Enfin, lorsque l’idée de la Divinité et celle de la création se confondent dans cette affirmation que les choses créées sont Dieu, et que Dieu est l’universalité des choses créées, alors le communisme prévaut dans les régions politiques, comme le panthéisme dans les régions religieuses, et la justice de Dieu met l’homme à la merci d’abjects et abominables tyrans.

Ramenant les yeux vers l’Église, il me sera facile de démontrer qu’elle a été l’objet des mêmes erreurs, qui conservent toujours leur indestructible identité, soit qu’elles s’appliquent à Dieu, soit qu’elles troublent son Église, soit qu’elles bouleversent les sociétés civiles.

L’Église peut être considérée de deux manières différentes : ou en elle-même, comme une société indépendante et parfaite qui a en soi tout ce qu’il lui faut pour agir librement et pour se mouvoir largement ; ou dans ses rapports avec les sociétés civiles et les gouvernements de la terre.

Considérée sous le point de vue de son organisme intérieur, l’Église s’est vue dans la nécessité de contenir et de repousser un vaste débordement de pernicieuses erreurs, et il est digne de remarque que, parmi ces erreurs, les plus pernicieuses sont celles qui attaquent son unité dans ce qu’elle a de plus merveilleux et de plus parfait, le pontificat, pierre fondamentale du divin édifice. Au nombre de ces erreurs est celle qui refuse au vicaire de Jésus-Christ sur la terre la succession unique et indivise du pouvoir apostolique en ce qu’il a d’universel, et qui, partageant cette succession, fait des évêques ses cohéritiers. Si cette erreur pouvait prévaloir, elle introduirait la confusion et le désordre dans l’Eglise du Seigneur, et la convertirait par la multiplication du souverain pontificat, qui est l’autorité essentielle, l’autorité indivisible, l’autorité incommunicable, en une aristocratie des plus turbulentes. Conservant l’honneur d’une vaine présidence, mais dépouillé de la juridiction réelle et du gouvernement effectif, le Souverain Pontife, sous l’empire de cette erreur, vit, inutile, au Vatican, comme Dieu, sous l’empire de l’erreur déiste, vit, inutile, dans le ciel, et comme le roi, sous l’empire de l’erreur parlementaire, vit, inutile, sur le trône.

Ceux qui, s’accommodant mal de l’empire de la raison, de soi aristocratique, lui préfèrent celui de la volonté, de soi démocratique, tombent dans le presbytérianisme, qui est la république dans l’Église, comme ils tombent dans le suffrage universel, qui est la république dans les sociétés civiles.

Ceux qui, épris de la liberté individuelle, l’exagèrent jusqu’au point de lui reconnaître une souveraineté sans bornes et de demander la destruction de toutes les institutions répressives, ceux-là tombent, quant à l’ordre civil, dans la société contractuelle de Proudhon, et, quant à l’ordre religieux, dans ce système de l’inspiration individuelle que professèrent de fanatiques sectaires durant les guerres religieuses de l’Angleterre et de l’Allemagne.

Enfin, ceux qui sont séduits par les erreurs panthéistes aboutissent, dans l’ordre ecclésiastique, à la souveraineté indivise de la multitude des fidèles, comme dans l’ordre divin, à la déification de toutes choses, comme dans l’ordre civil, à la constitution de la souveraineté universelle et absorbante de l’État communiste.

Toutes ces erreurs relatives à l’ordre hiérarchique établi de Dieu dans son Église, si graves qu’elles soient dans la région des spéculations, perdent grandement de leur importance dans le domaine des faits, parce qu’il est absolument impossible qu’elles puissent prévaloir dans une société que les promesses divines mettent à l’abri de leurs ravages. Mais il n’en est pas de même des erreurs qui touchent aux rapports entre l’Église et la société civile, entre le sacerdoce et l’empire. Celles-ci ont eu, en d’autres siècles, la puissance de troubler la paix des peuples, et cette puissance, elles l’ont encore ; non pas qu’il leur soit donné d’empêcher l’expansion irrésistible de l’Église dans le monde, mais elles mettent à cette expansion des obstacles et des entraves et retardent ainsi le jour où son empire n’aura d’autres limites que les limites mêmes de la terre.

Ces erreurs sont de diverses espèces, selon qu’on affirme de l’Église ou qu’elle est égale à l’État, ou qu’elle lui est inférieure, ou qu’elle ne doit avoir aucun rapport avec l’État, ou qu’elle est de tout point inutile. La première est l’affirmation des régalistes modérés ; la seconde, celle des régalistes conséquents ; la troisième, celle des révolutionnaires qui proposent pour première prémisse de leurs arguments la dernière conséquence du régalisme ; la dernière est celle des socialistes et des communistes, c’est-à-dire de toutes les écoles radicales, lesquelles prennent pour prémisses de leur argument la dernière conséquence où s’arrête l’école révolutionnaire.

La théorie de l’égalité entre l’Église et l’État conduit les régalistes modérés à représenter comme étant de nature laïque ce qui est de nature mixte, et comme étant de nature mixte ce qui est de nature ecclésiastique. Ils sont forcés de recourir à ces usurpations pour en former la dot ou le patrimoine que l’État apporte dans cette société égalitaire. D’après cette théorie entre l’Église et l’État, presque tous les points sont controversables, et tout ce qui est controversable doit se résoudre par des arrangements amiables et des transactions : du reste le placet pour les bulles, les brefs apostoliques et tous les actes de l’autorité ecclésiastique, est de rigueur, de même que la surveillance, l’inspection et la censure exercée sur l’Église au nom de l’État.

La théorie de l’infériorité de l’Église vis-à-vis de l’État conduit les régalistes conséquents à proclamer le principe des églises nationales, le droit du pouvoir civil de révoquer les accords conclus avec le Souverain Pontife, de disposer à son gré des biens de l’Église, et enfin le droit de gouverner l’Église par des décrets ou des lois, œuvre des assemblées délibérantes.

La théorie qui consiste à affirmer que l’Église n’a rien de commun avec l’État conduit l’école révolutionnaire à proclamer la séparation absolue entre l’État et l’Église, et, comme conséquence forcée, ce principe que l’entretien du clergé et la conservation du culte doivent être à la charge exclusive des fidèles.

L’erreur qui consiste à affirmer que l’Église n’est ici-bas d’aucune utilité, étant la négation de l’Église même, donne pour résultat la suppression violente de l’ordre sacerdotal par un décret qui trouve naturellement sa sanction dans une persécution religieuse.

Ces erreurs, on le voit, ne sont que la reproduction de celles que nous avons déjà constatées dans les autres sphères : dans l’ordre politique, la coexistence de la liberté individuelle et de l’autorité publique ; dans l’ordre moral, la coexistence du libre arbitre et de la grâce ; dans l’ordre intellectuel, la coexistence de la raison et de la foi ; dans l’ordre historique, la coexistence de la providence divine et de la liberté humaine ; dans les sphères les plus élevées de la spéculation, la coexistence de deux mondes, par la coexistence de l’ordre naturel et de l’ordre surnaturel, donnent lieu aux mêmes affirmations et négations erronées que la coexistence de l’Église et de l’État.

Toutes ces erreurs, identiques dans leur nature, bien que diverses dans leurs applications, produisent dans toutes ces applications les mêmes résultats funestes. Quand elles s’appliquent à la coexistence de la liberté individuelle et de l’autorité publique, elles produisent la guerre, l’anarchie et les révolutions dans l’État ; quand elles ont pour objet le libre arbitre et la grâce, elles produisent d’abord la division et la guerre intérieure, puis l’exaltation anarchique du libre arbitre, et enfin la tyrannie des concupiscences dans le cœur de l’homme ; quand elles s’appliquent à la raison et à la foi, elles produisent d’abord la révolte de la raison contre la foi, ensuite le désordre, l’anarchie et le vertige dans les régions de l’intelligence humaine ; quand elles s’appliquent à l’intelligence de l’homme et à la providence de Dieu, elles produisent les catastrophes dont est semé le champ de l’histoire ; quand elles s’appliquent enfin à la coexistence de l’ordre naturel et de l’ordre surnaturel, l’anarchie, la confusion et la guerre se dilatent dans toutes les sphères et sont dans toutes les régions.

On voit par là qu’en dernière analyse et en dernier résultat toutes ces erreurs, dans leur variété presque infinie, se résolvent en une seule, laquelle consiste en ce qu’on a méconnu ou faussé l’ordre hiérarchique, immuable de soi, que Dieu a mis dans les choses. Cet ordre établit la supériorité hiérarchique de tout ce qui est surnaturel sur tout ce qui est naturel, et, par conséquent, la supériorité hiérarchique de la foi sur la raison, de la grâce sur le libre arbitre, de la providence divine sur la liberté humaine, de l’Église sur l’État, et, pour tout dire à la fois et en un seul mot la supériorité de Dieu sur l’homme.

Le droit réclamé par la foi d’éclairer la raison et de la guider n’est pas une usurpation, c’est une prérogative conforme à l’excellence de sa nature ; au contraire, la prérogative réclamée par la raison d’assigner à la foi ses limites et son domaine n’est pas un droit, mais une prétention ambitieuse que condamne sa nature inférieure et subordonnée. La soumission aux inspirations secrètes de la grâce est conforme à l’ordre universel, parce que ce n’est autre chose que la soumission aux sollicitations divines et aux appels divins ; au contraire, le mépris de la grâce, la négation de la grâce, la révolte contre la grâce, constituent le libre arbitre dans un état intérieur d’indigence et dans un état extérieur de rébellion contre l’Esprit-Saint. L’empire absolu de Dieu sur les grands événements historiques qu’il opère et qu’il permet est sa prérogative incommunicable : l’histoire est comme le miroir où Dieu regarde extérieurement ses desseins ; quand l’homme affirme que c’est lui qui fait les événements et qui tisse la trame merveilleuse de l’histoire, sa prétention est donc insensée : tout ce qu’il peut faire est de tisser pour lui seul la trame de celles de ses actions qui sont contraires aux divins commandements, et d’aider à tisser la trame de celles qui sont conformes à la volonté divine. De même, la supériorité de l’Église sur les sociétés civiles est conforme à la droite raison, car la raison nous dit que le surnaturel est au-dessus du naturel, le divin au-dessus de l’humain ; et c’est pourquoi toute tentative de l’État pour absorber l’Église, se séparer de l’Église, prévaloir sur l’Église, ou seulement s’égaler à l’Église, est une tentative anarchique, provocatrice de conflits et grosse de catastrophes.

De la restauration de ces principes éternels de l’ordre religieux, de l’ordre politique et social, dépend exclusivement le salut des sociétés humaines. Mais, pour les rétablir dans les intelligences, il faut les connaître, et l’Église catholique seule les connaît. Son droit d’enseigner toutes les nations, qui lui vient de son fondateur et maître, ne se base donc pas seulement sur cette origine divine, il est encore justifié par ce principe de la droite raison : que celui qui ignore doit recevoir l’enseignement de celui qui sait.

Oui, quand même l’Église n’aurait pas reçu du Seigneur le droit souverain d’enseignement, elle serait encore autorisée à l’exercer, par cela seul qu’elle est dépositaire des seuls principes qui aient la vertu de maintenir toutes choses en ordre et en harmonie, et de mettre l’harmonie et l’ordre en toutes choses. Quand on affirme de l’Église qu’elle a le droit d’enseigner, cette affirmation, si légitime et si conforme à la raison, n’est pourtant pas l’expression complète de la vérité : il faut affirmer en même temps que le devoir des sociétés civiles est de recevoir l’enseignement de l’Église. Sans doute les sociétés civiles possèdent la redoutable faculté de ne pas gravir les montagnes élevées des vérités éternelles et de se laisser mollement entraîner, sur les pentes rapides de l’erreur, jusqu’au fond des abîmes : la question est de savoir si on peut dire que celui-là exerce un droit, qui, ayant perdu la raison, commet un acte de folie, si celui-là exerce un droit, qui renonce à tous les droits par le suicide.

La question de l’enseignement, agitée dans ces derniers temps entre les universitaires et les catholiques français, n’a pas été posée par ceux-ci dans ses véritables termes : et l’Église universelle ne peut l’accepter dans les termes où elle se pose. Étant données, d’un côté la liberté des cultes, et de l’autre les circonstances toutes particulières où se trouve aujourd’hui la nation française, il est évident que les catholiques de France n’étaient pas en état de réclamer pour l’Église, en fait d’enseignement, autre chose que la liberté, et que cette liberté, étant dans ce pays de droit commun, pouvait pour cette raison y servir comme de bouclier et de refuge à la vérité catholique. Mais le principe de la liberté d’enseignement, considéré en lui-même, et abstraction faite des circonstances spéciales où il a été proclamé, est un principe faux que l’Église catholique ne peut accepter. L’Église, en l’acceptant, se mettrait manifestement en contradiction avec toutes ses doctrines : proclamer que l’enseignement doit être libre, c’est proclamer, d’une part, qu’il n’existe pas une vérité déjà connue qui doive être enseignée ; ou, en d’autres termes, que la vérité est une chose qu’on ne possède pas, que l’on cherche encore et qu’on n’espère trouver que par la discussion approfondie de toutes les opinions ; c’est proclamer, d’autre part, que la vérité et l’erreur ont des droits égaux. Or l’Église affirme que la vérité existe, qu’elle est connue et que, pour la trouver avec certitude, on n’a qu’à la recevoir d’elle, sans qu’il soit besoin de la chercher par la discussion ; elle affirme également que l’erreur naît, vit et meurt sans avoir jamais aucun droit, tandis que la vérité demeure toujours en possession du droit absolu. L’Église donc, tout en acceptant la liberté là où de fait rien de plus n’est possible, ne peut la recevoir comme terme de ses désirs, ni la saluer comme l’unique but de ses aspirations.

Telles sont les indications que je crois devoir soumettre à Votre Éminence sur les plus pernicieuses erreurs du temps. De cet examen impartial il résulte, ce me semble, que deux points sont démontrés : le premier, que toutes les erreurs ont une même origine et un même centre ; le second, que, considérées dans leur centre et dans leur origine, elles sont toutes des erreurs religieuses. Tant il est vrai que la négation d’un seul des attributs divins entraîne le désordre dans toutes les sphères et met en danger de mort les sociétés humaines.

Si j’étais assez heureux pour que ce travail ne parut pas à Votre Éminence tout à fait inutile, j’oserais la prier de le mettre aux pieds de Sa Sainteté avec l’hommage du profond respect que je professe comme catholique pour sa personne sacrée, pour ses jugements infaillibles et ses décisions sans appel.

Je suis de Votre Éminence, etc.

Paris, le 19 juin 1852.

Traduction de MELCHIOR DU LAC


 

 

Heinrich Heine: La doncella maravillosa

$
0
0

 

DIE WUNDERMAID

 

Ein Traum, gar seltsam schauerlich,

Ergötzte und erschreckte mich.

Noch schwebt mir vor manch grausig Bild,

Und in dem Herzen wogt mir’s wild.

 

Das war ein Garten wunderschön,

Da wolt’ ich lustig mich ergehn;

Viel Blümlein meine Augen sah’n,

Ich hatte meine Freude dran.

 

Es zwitscherten die Vögelein

Viel muntre Liebesmelodei’n;

Von Goldglanz war die Sonn’ umstrahlt,

Die Blümlein lustig bunt bemalt.

 

Viel Balsamduft aus Kräutern rinnt,

Die Lüfte wehen lieb und lind;

Und alles schimmert, alles lacht,

Und zeigt mir freundlich seine Pracht.

 

Inmitten in dem Blumenland

Ein klarer Marmorbronnen stand;

Da schaut’ ich eine schöne Maid,

Die emsig wusch ein weißes Kleid.

 

Die Wänglein süß, die Aeuglein mild,

Ein blondgelocktes Heil’genbild;

Und wie ich schau, die Maid ich fand

So fremd und doch so wohlbekannt.

 

Die schöne Maid beeilt sich sehr,

Sie summt ein seltsam Liedchen her:

 „Rinne, rinne Wässerlein,

 Wasche, wasche Hemde rein.“

 

Ich kam und nahete mich ihr,

Und flüsterte: O sage mir,

Du wunderschöne, süße Maid,

Für wen ist dieses weiße Kleid?

 

Da sprach sie schnell: Sey bald bereit,

Ich wasche dir dein Todtenkleid!

Und als sie dies gesprochen kaum,

Zerfloß das ganze Bild wie Schaum. –

 

Wie fortgezaubert stand ich bald

In einem düstern, wilden Wald.

Die Bäume ragten himmelan;

Ich stand erstaunt und sann und sann.

 

Und horch! welch dumpfer Wiederhall!

Wie ferner Aextenschläge Schall;

Ich eil’ durch Busch und Wildniß fort,

Und komm’ an einen freien Ort.

 

Inmitten in dem grünen Raum,

Da stand ein großer Eichenbaum;

Und sieh! mein Mägdlein wundersam

Haut mit dem Beil den Eichenstamm.

 

Und Schlag auf Schlag, und sonder Weil’,

Summt sie ein Lied und schwingt das Beil:

 „Eisen blink, Eisen blank,

 „Zimmre hurtig Eichenschrank.“

 

Ich kam und nahete mich ihr,

Und flüsterte: O sage mir,

Du wundersüßes Mägdelein,

Wem zimmerst du den Eichenschrein?

 

Da sprach sie schnell: Die Zeit ist karg,

Ich zimmre deinen Todtensarg!

Und wie sie dies gesprochen kaum,

Zerfloß das ganze Bild wie Schaum. –

 

Es lag so bleich, es lag so weit

Ringsum nur kahle, kahle Heid;

Ich wußte nicht wie mir geschah,

Und heimlich schauernd stand ich da.

 

Und nun ich eben fürder schweif’,

Gewahr’ ich einen weißen Streif;

Ich eilt’ drauf zu, und eilt’ und stand,

Und sieh! die schöne Maid ich fand.

 

Auf weiter Heid stand weiße Maid,

Grub tief die Erd’ mit Grabescheit.

Kaum wagt ich noch sie anzuschau’n,

Sie war so schön und doch ein Grau’n.

 

Die schöne Maid beeilt sich sehr,

Sie summt ein seltsam Liedchen her:

     „Spaten, Spaten, scharf und breit,

     „Schaufle Grube tief und weit.“

 

Ich kam und nahete mich ihr,

Und flüsterte: O sage mir,

Du wunderschöne, süße Maid,

Was diese Grube hier bedeut’t?

 

Da sprach sie schnell: Sey still, mein Knab’,

Ich schaufle dir ein kühles Grab.

Und als so sprach die schöne Maid,

Da öffnet sich die Grube weit;

 

Und als ich in die Grube schaut’,

Ein kalter Schauer mich durchgraut;

Und in die dunkle Grabesnacht

Stürzt’ ich hinein, – und bin erwacht.

HEINRICH HEINE


LA DONCELLA MARAVILLOSA

 

Un sueño tuve: extraño y pavoroso

espanto y alegría me inspiró.

Aún recuerdo la hórrida visión

y el corazón me late impetuoso.

 

Estaba paseándome, festivo,

por un jardín colmado de primores;

me saludaban muchas bellas flores

y no cabía en mí de regocijo.

 

Las avecillas todas dedicaban

gozosas melodías al amor;

entre el fulgor dorado, el rojo sol

todos los pétalos coloreaba.

 

Las balsámicas hierbas su perfume

vertían en el dulce y suave viento.

Todo resplandecía, placentero,

y me mostraba, cálido, su lustre.

 

Alzábase en aquel florido campo

una fuente de mármol de aguas límpidas;

en ella, una joven exquisita

con esmero limpiaba un paño blanco.

 

Ojitos tiernos, dulces mejillitas:

la viva imagen de una rubia santa;

extraña resultaba aquella estampa

y al mismo tiempo harto conocida.

 

Con premura lavaba la doncella,

canturreando versos peregrinos:

«Corre, corre, torrente cristalino,

y déjame sin mácula la tela».

 

Entonces me acerqué a la bella moza

y le dije al oído con voz suave:

«Respóndeme, doncella formidable,

¿para quién lavas esta blanca ropa?».

 

«¡Estate listo! —rauda contestó—.

Para ti esta mortaja estoy lavando».

Dichas estas palabras, de inmediato

la imagen cual espuma se esfumó.

 

Por artes hechiceras transportados,

me encontré en una selva tenebrosa;

el cielo no dejaban ver las copas

y empecé a cavilar, maravillado.

 

Hiriéronme el oído raros sones

cual del destral lejano el golpe seco;

corrí entre matas y por campo yermo

y al final descubrí un claro en el bosque.

 

En medio del verdor de la arboleda

un gigantesco roble se elevaba.

¡Vaya sorpresa! El leño con un hacha

hendía la enigmática doncella.

 

Una extraña canción canturreaba

mientras blandía el arma contra el árbol:

«Acero reluciente y acendrado,

corta deprisa y lábrame una caja».

 

Entonces me acerqué a la bella joven

y le dije al oído con voz suave:

«Respóndeme, doncella formidable,

¿para quién labras esta arca de roble?».

 

«¡Breve es la vida! —rauda contestó—.

Para ti el ataúd estoy labrando».

Dichas estas palabras, de inmediato

la imagen cual espuma se esfumó.

 

Alrededor de mí tan sólo había

un blanco erial sin árboles ni plantas;

yo no sabía lo que me pasaba;

se estremeció de miedo el alma mía.

 

A la ventura caminando estaba

cuando de pronto vi un brillo blanco;

hasta el lugar corrí a grandes pasos

y otra vez me encontré a la hermosa dama.

 

Armada de una fúnebre piqueta

en aquel vasto erial cavaba un hoyo;

miedo me daba levantar los ojos:

espanto me infundía su belleza.

 

Canturreaba versos misteriosos,

mientras hería el suelo, apresurada:

«Pico, pico afilado y grande, cava

un hoyo bien profundo y espacioso».

 

A la doncella entonces me acerqué

y le dije al oído con voz suave:

«Respóndeme, doncella formidable,

has cavado una fosa. ¿Para quién?».

 

«¡Guarda silencio! —rauda contestó—.

Para ti es esta fosa que he cavado».

Dichas estas palabras, de inmediato

ante mis pies el hoyo aquel se abrió.

 

Me recorrió un estremecimiento

al contemplar el fondo de la tumba

y en las tinieblas de la sepultura

me hundí… Entonces desperté del sueño.

Traducción de Sabine Ribka y Francisco López Martín


 

 

Léon Bloy: La que llora

$
0
0

HISTORIA DE ESTE LIBRO COMENZADO EN 1879

Hice la peregrinación a La Salette en otros tiempos, hace casi treinta años, cuando no existía el ferrocarril de Grenoble a La Mure. Una diligencia homicida tirada por doce caballos, en ciertas subidas les rompía la espalda a los viajeros, desde la aurora hasta el crepúsculo, en los días más largos. Uno refunfuñaba diez horas antes de quedar abandonado en manos de los muleros.

Por lo demás, así estaba muy bien. Era algo que espantaba a muchos turistas y el paisaje era afectuoso y consolador para con el peregrino. En algunos lugares había que bajar para dejar descansar a los animales, y era una dulzura exquisita andar lentamente bajo los grandes árboles, al son de las corrientes aguas que huían hacia los abismos. Recuerdo para siempre esos pocos cientos de pasos, en compañía de un misionero que, según creo, era genial, y que me contaba, con palabras extraordinarias, la majestuosidad de los Textos Sagrados. Murió tres semanas más tarde, habiéndole pedido a la Madre de Dios durante mucho tiempo terminar sus días en La Salette, donde fue enterrado. Ya estaba harto del horror de este mundo y de la farisaica piedad contemporánea que le parecía una apostasía.

No voy a nombrar a ese sacerdote. Su familia es muy poco digna de él, pero yo sé lo que me dio, dum loqueretur in via et aperiret mihi Scripturas*. ¡Querido difunto!, volví a ver su tumba el año siguiente: una humilde cruz sobre un humilde montículo de hierba; luego, otra vez el año pasado, veintiséis años después, pero abandonada, ya que sus restos habían sido trasladados a un panteón recién construido, a dos pasos de allí, donde se puede leer su nombre, bien conocido por los ángeles y por algunos amigos de Dios.

Ese misionero, más orador que escritor, recorría el mundo proclamando la gloria de la Madre de Jesucristo, y siempre regresaba a La Salette para abrevar, a los pies de La que Llora, las inspiraciones de su celo apostólico.

El discurso infinitamente extraordinario que los niños escucharon en esa Montaña se había vuelto el centro de sus pensamientos, y la comprensión que tenía de él era como uno de esos dones inefables que el Venerable Grignion de Montfort les atribuía proféticamente a los Apóstoles de los Últimos Tiempos.

Uno podría hacerse un nombre como exégeta con sólo las migajas del festín diario que les ofrecía a sus oyentes ese hombre tan humilde cuando hablaba de la Reina de los Patriarcas y de los Mártires. La especie de disfavor misterioso que pesa sobre La Salette en la mente de un gran número de cristianos le hacía desbordar el corazón. El presente libro, emprendido y comenzado ante sus ojos, en la misma Salette, fue interrumpido durante un cuarto de siglo, Dios sabe cómo y por qué. Esta obra de justicia era su deseo supremo, su esperanza.

Murió desde las primeras páginas, como si la Consoladora a la que servía no hubiera querido que esa alma, verdaderamente sacerdotal y crucificada, perdiera, en cierto modo, la aureola dolorosa que ella pone en la frente de esas víctimas del Amor de las que se habla en la Tercera Bienaventuranza y que no pueden ser consoladas en la tierra.

Esta obra, que hoy retomo, me parece aún más difícil y temible que antes. La muerte de aquél que me inspiró para escribirla me abrumó con un dolor que creí irreparable, y, después, la vida más desdichada que pueda imaginarse me apartó de ella indefinidamente.

El momento no había llegado. ¿Qué podría haber hecho yo entonces sino una paráfrasis exegética y literaria del Discurso, a lo sumo? Demasiadas cosas me eran desconocidas. Desconocía incluso el Secreto de Melania, publicado recién en noviembre de 1879, y tan impenetrablemente obnubilado por el espanto sacerdotal que, todavía hoy, casi todos los católicos lo ignoran o creen conocerlo.

Además, ¿no era necesario que se desplegaran las vilezas y las congénitas ignominias de la República Francesa, que ahora han llegado a un punto tal que uno se pregunta de qué se ocupa la muerte? ¿Todos los demonios no se habían levantado ya como un solo demonio para exigir el pleno florecimiento de la hedionda flor democrática, tan trabajosamente aclimatada por ellos en el Reino que fue la cuna de la Autoridad Cristiana? Por último, y sobre todo, ¿la Justicia del Brazo Pesado no tenía que esperar a que la Embajadora bañada en llanto, sesenta veces ultrajada, le dijera a su Hijo: —Ya no conozco a este pueblo, se ha vuelto demasiado horrendo?

Después de tan largo tiempo, habiendo llegado mi nombre a ser casi famoso, algunos enamorados pensaron que bien pudiera ser yo el designado para escribir sobre La Salette el libro que algunas almas necesitan, un libro piadoso que no sea hostil a la magnificencia divina, un libro que diga, al cabo de sesenta años, algunas plausibles palabras sobre ese Acontecimiento inaudito, absolutamente incomprendido e incluso ignorado por los llamados misioneros o sacerdotes seculares que se han sucedido en la Montaña.

"Transmitídselo a todo mi pueblo", dijo dos veces la Inefabilísima. Eso es lo que angustiaba a mi iniciador. —"¿Quién piensa en eso?", me decía, "¿y qué podría transmitírsele a todo el pueblo, es decir, a todos los hombres? ¿Sabe siquiera la gente de aquí lo que ha ocurrido en este lugar, y el más fuerte sería capaz de entender una palabra, sólo una palabra de ese Discurso que parece ser el Verbum novissimum del Espíritu Santo?

Por desgracia, la explicación, irremediablemente perdida, que ese hombre podría haber dado, será en lo sucesivo lo que pueda ser: una angustiosa visión de los tiempos actuales con respecto a las promesas y amenazas, igualmente desdeñadas, de la Madre del Hijo de Dios —una visión de terror enormemente agravada por la certeza adquirida y totalmente incontestable de ciertos acontecimientos preliminares. ¿Qué importa que mi obra quede mutilada de esta manera, si contiene todavía, después de todo, lo suficiente de esa palabra sumergida como para atraer a La Salette a algunas de esas magníficas almas capaces de percibir su belleza, incluso a través de las oscuridades o las faltas de una insuficiente predicación?

Me hubiera gustado poder decirles, como Bossuet hablando delante de la peluca del rey de Francia: "Escuchad, creed, sacad provecho, os estoy partiendo el pan de la vida"; pero una forma tan elevada de hablar, ¿no enajenaría, por el contrario, del modo más eficaz, a un gran número de corazones ya subyugados, aunque lo ignoren, por el Príncipe suntuoso de Cabeza Aplastada que no cesa de prometer a sus esclavos el imperio soberano del que él mismo está desposeído?... ¡Qué triunfo sería llegar a darles un vislumbre del Esplendor a los contemporáneos de los automóviles!

El sacerdote de Jerusalén, el misionero del que acabo de hablar, se llamaba Louis-Marie-René, y esto ya es mucho más de lo que yo hubiera querido decir. Que tal sea, pues, el patrocinio de este libro que será, sobre todo, un libro de dolor. La Salette es, por excelencia, el Lugar de las Lágrimas dolorosísimas.

Todos recordamos que cuando la Aparecida dejó de hablarles a los niños, se produjo un drama extraordinario. La resplandeciente Señora, cuyos pies, según el testimonio de sus pueriles oyentes, no tocaban el suelo, sino que sólo rozaban el "borde superior de la hierba", se aleja lentamente de ellos, con una especie de deslizamiento, y, después de cruzar el arroyito que la separa del valle, continúa haciendo ese asombroso Itinerario serpenteante, marcado hoy por esas Catorce Cruces del Camino Penoso que, en la translúcida meditación de los cruentos Misterios, parecen superponerse...

Ese Via Crucisúnico había sido decretado, como todas las cosas, antes de la creación de los espacios. Formaba parte de la integridad del Plan Divino que la genuflexión de los últimos habitantes cristianos de la tierra fuera determinada, con tanta precisión, en ese lugar salvaje, por el surco de los Pies de Luz. No es indiferente que nos prosternemos allí o en otro lugar. Las almas religiosas que van a llorar a La Salette hacen algo que resuena armoniosamente en toda la serie de Decretos Divinos relativos a la Redención de la humanidad. Sus lágrimas caen en ese suelo privilegiado, como la simiente de muchas otras lágrimas que acabarán, si Dios quiere, fluyendo allí, un día, como olas. "El abismo de las lágrimas de María invoca el abismo de nuestras lágrimas con la Voz de sus cataratas". Ella nos incita a esa efusión como su Hijo, desde lo alto de la Cruz, la incitó amorosamente a ella misma a la efusión total de su incomparable Corazón quebrantado.

LÉON BLOY

Traducción, para Literatura& Traducciones, de Miguel Ángel Frontán

* Bloy, con su dominio del latín hace una paráfrasis, en primera persona, del siguiente versículo que la Vulgata pone en boca de los discípulos de Emáus: Nonne cor nostrum ardens erat in nobis dum loqueretur in via, et aperiret nobis Scripturas ? (Lucas 24:32) "No es verdad que nuestro corazón estaba ardiendo dentro de nosotros, mientras nos hablaba en el camino, mientras nos abría las Escrituras?" (Straubinger).


HISTOIRE DE CE LIVRE COMMENCÉ EN 1879

 

J’AI fait le pèlerinage de la Salette autrefois, il n’y a pas loin de trente ans, lorsque le chemin de fer de Grenoble à la Mure n’existait pas. Une diligence homicide attelée de douze chevaux, dans certaines montées, cassait les reins des voyageurs, de l’aurore au crépuscule, dans les plus longs jours. On râlait dix heures avant d’être abandonné aux muletiers.

C’était fort bien ainsi, d’ailleurs. Cela dégoûtait plusieurs touristes et le paysage était affectueux et consolant pour le pèlerin. En certains endroits on descendait pour soulager les bêtes, et c’était une douceur exquise d’aller lentement sous les grands arbres, au bruit des courantes eaux qui fuyaient vers les abîmes. Je me souviens pour toujours de ces quelques centaines de pas, en compagnie d’un missionnaire qui avait, je crois, du génie et qui me disait, en mots extraordinaires, la majesté des Textes Saints. Il mourut, trois semaines plus tard, ayant demandé longtemps à la Mère de Dieu de finir à la Salette où on l’enterra. Il avait assez de la hideur de ce monde et de la pharisaïque piété contemporaine qui lui semblait une apostasie.

Je ne nommerai pas ce prêtre. Sa famille est trop peu digne de lui, mais je sais ce qu’il me donna, dum loqueretur in via et aperiret mihi Scripturas. Cher défunt ! je revis sa tombe, l’année suivante, une humble croix sur un humble tumulus de gazon ; puis, l’an dernier, vingt-six ans plus tard, mais abandonnée, sa dépouille ayant été transférée dans un caveau récemment construit à deux pas de là, où peut être lu son nom bien connu des Anges et de quelques amis de Dieu.

Ce missionnaire, plus orateur qu’écrivain, parcourait le monde, annonçant la Gloire de la Mère de Jésus-Christ, et c’est toujours à la Salette qu’il revenait puiser, au pieds de Celle qui pleure, les inspirations de son zèle apostolique.

Le Discours, infiniment extraordinaire, qu’entendirent les enfants sur cette Montagne, était devenu le centre de ses pensées, et l’intelligence qu’il en avait était comme un de ces dons inexprimables que le Vénérable Grignion de Montfort attribuait prophétiquement aux Apôtres des Derniers Temps.

On se ferait un renom d’exégète rien qu’avec les miettes du festin de chaque jour offert à ses auditeurs par ce très humble, quand il parlait de la Reine des Patriarches et des Martyrs. L’espèce de défaveur mystérieuse qui pèse sur la Salette dans la pensée d’un grand nombre de chrétiens faisait déborder son cœur. Le présent livre, entrepris et commencé sous ses yeux, à la Salette même, a été interrompu un quart de siècle, Dieu sait comment et pourquoi. Cette œuvre de justice était son désir suprême, son espérance.

Il mourut dès les premières pages, comme si la Consolatrice qu’il servait n’avait pas voulu que cette âme, vraiment sacerdotale et crucifiée, perdît, en une manière, l’auréole douloureuse qu’elle met au front de ces victimes de l’Amour dont il est parlé dans la Troisième Béatitude et qui ne doivent pas être consolées sur terre.

Cette œuvre, que je reprends aujourd’hui, me paraît encore plus difficile et redoutable qu’autrefois. La mort de celui qui me l’inspirait m’accabla d’un deuil que je croyais irréparable, et la vie la plus malheureuse qui puisse être imaginée m’en détourna ensuite indéfiniment.

Le moment n’était pas venu. Qu’aurais-je pu faire alors, sinon une paraphrase exégétique et littéraire du Discours, tout au plus ? Trop de choses m’étaient inconnues. J’ignorais même le Secret de Mélanie, publié seulement en novembre 1879, et si impénétrablement obnubilé par l’épouvante sacerdotale qu’aujourd’hui encore presque tous les catholiques l’ignorent ou le préjugent.

Puis ne fallait-il pas que se déroulassent les turpitudes et congénitales ignominies de la République française, qui sont maintenant à un tel point qu’on se demande ce que fait la mort ? Tous les démons ne s’étaient-ils pas levés déjà comme un seul démon pour réclamer l’épanouissement complet de la puante fleur démocratique, si laborieusement acclimatée par eux dans le Royaume qui fut le lieu de naissance de l’Autorité chrétienne ? Enfin et surtout la Justice du Bras pesant ne devait-elle pas attendre que l’Ambassadrice en pleurs, soixante fois outragée, dit à son Fils : — Je ne connais plus ce peuple, il est devenu trop épouvantable ?

Après si long temps, mon nom étant devenu quasi célèbre, quelques amoureux ont cru que je pourrais bien être désigné pour écrire sur la Salette le livre dont certaines âmes ont besoin, un livre pieux qui ne serait pas hostile à la magnificence divine, un livre qui dirait, à l’expiration de soixante années, quelques plausibles mots sur cet Événement inouï, absolument incompris et même ignoré des prétendus missionnaires ou prêtres séculiers qui se sont succédés sur la Montagne.

« Faites-le passer à tout mon peuple », a dit, par deux fois, la Toute-Ineffable. Voilà ce qui désolait mon initiateur. — Qui donc y pense ? me disait-il, et que pourrait-on faire passer à tout le peuple, c’est-à-dire à tous les hommes ? Les gens d’ici savent-ils seulement ce qui s’est accompli en ce lieu, et le plus fort est-il capable de comprendre un mot, rien qu’un mot de ce Discours qui paraît être le Verbum novissimum de l’Esprit-Saint ?

Hélas ! l’explication, irrémédiablement perdue, qu’aurait pu donner cet homme, sera, désormais, ce qu’elle pourra : une angoissante vision des temps actuels à propos des promesses et des menaces également dédaignées de la Mère du Fils de Dieu — vision de terreur énormément aggravée par la certitude acquise et tout à fait incontestable de certains événements préliminaires. Qu’importe, après tout, si mon œuvre ainsi mutilée, contient encore assez de cette parole engloutie pour attirer à la Salette quelques-unes de ces magnifiques âmes capables d’en pressentir la beauté, même à travers les obscurités ou les défaillances d’une insuffisante prédication ?

J’aurais voulu pouvoir leur dire, comme Bossuet parlant devant la perruque du roi de France : « Écoutez, croyez, profitez, je vous romps le pain de vie » ; mais une manière de parler si haute n’éloignerait-elle pas, au contraire, de la façon la plus sûre, un grand nombre de cœurs déjà subjugués, à leur insu, par le Prince fastueux à la Tête écrasée qui ne cesse de promettre à ses esclaves l’empire souverain dont il est lui-même dépossédé ?… Quel triomphe d’arriver seulement à faire entrevoir la Splendeur aux contemporains des automobiles !

Le prêtre de Jérusalem, le missionnaire dont je viens de parler, se nommait Louis-Marie-René, et c’est déjà beaucoup plus que je n’aurais voulu dire. Que tel soit donc le patronage de ce livre qui sera surtout un livre de douleur. La Salette est, par excellence, le Lieu des larmes très douloureuses.

On se rappelle que lorsque l’Apparue cessa de parler aux enfants, il y eut un drame extraordinaire. La resplendissante Dame dont les Pieds, au témoignage de ses puérils auditeurs, ne touchaient pas le sol, effleurant seulement « la cime de l’herbe », s’éloigne d’eux avec lenteur par une sorte de glissement et, après avoir franchi le ruisselet qui la sépare de l’escarpement du plateau, Elle commence à décrire cet étonnant Itinéraire serpentin, marqué aujourd’hui par ces Quatorze Croix de la Voie peineuse qui, dans la translucide méditation des sanglants Mystères, semblent se superposer…

Ce chemin de croix unique, avait été décrété comme toutes choses, antérieurement à la création des espaces. Il entrait dans l’intégrité du Plan divin que les agenouillements des derniers habitants chrétiens de la terre fussent déterminés, avec cette précision, dans ce lieu sauvage, par le sillon des Pieds de lumière. Il n’est pas indifférent de se prosterner là ou ailleurs. Les âmes religieuses qui viennent pleurer à la Salette, font une chose qui retentit harmonieusement dans toute la série des Décrets divins touchant la Rédemption de l’humanité. Leurs larmes tombent sur ce sol privilégié, comme une semence de beaucoup d’autres larmes qui finiront, si Dieu veut, par y couler, un jour, comme des ondes. « L’abîme des Larmes de Marie invoque l’abîme de nos larmes par la Voix de ses cataractes. » Elle nous provoque à cette effusion comme son Fils, du haut de la Croix, la provoquait amoureusement Elle-même à l’effusion totale de son incomparable Cœur brisé.


 

 

 

Thomas Bernhard: La flor de mi cólera

$
0
0


 

Wild wächst die Blume meines Zorns

und jeder sieht den Dorn

der in den Himmel sticht

dass Blut aus meiner Sonne tropft

es wächst die Blume meiner Bitternis

aus diesem Gras

das meine Füße wäscht

mein Brot

o Herr

die eitle Blume

die im Rad der Nacht erstickt

die Blume meines Weizens Herr

die Blume meiner Seele

Gott verachte mich

ich bin von dieser Blume krank

die rot im Hirn mir blüht

über mein Leid.

THOMAS BERNHARD


Salvaje crece la flor de mi cólera

y todos ven cómo la espina

atraviesa el cielo

y gotea la sangre de mi sol

crece la flor de mi amargura

de esta hierba

que lava mis pies

mi pan

oh Señor

la flor necia

que se ahoga en la rueda de la noche

la flor Señor de mi trigo

la flor de mi alma

despréciame Dios

estoy enfermo de esa flor

que se abre roja en mi cerebro

sobre mi pena.

Traducción de Miguel Sáenz


The ower of my anger grows wild

and everyone sees its thorn

piercing the sky

so that blood drips from my sun

growing the ower of my bitterness

from this grass

that washes my feet

my bread

o Lord

the vain ower

that is choked in the wheel of night

the ower of my wheat Lord

the ower of my soul

God despise me

I am sick from this ower

that blooms red in my brain

over my sorrow.

Translated by James Reidel

 


La fleur de ma colère pousse, sauvage,

et chacun voit lʼépine

qui sʼenfonce dans le ciel

et fait tomber des gouttes de sang de mon

soleil

la fleur de mon amertume pousse

dans cette herbe

qui me lave les pieds

mon pain

ô Seigneur

la vaine fleur

qui suffoque dans la roue de la nuit

la fleur de mon froment Seigneur

la fleur de mon âme

Dieu méprise-moi

je suis malade de cette fleur

qui fleurit rouge dans mon cerveau

par-dessus ma douleur.

Traduit par Odile Demange


 

Ovidio y Diego Mexía de Fernangil: Enone a Paris

$
0
0

 

EPÍSTOLA QUINTA

ENONE A PARIS

 

ARGUMENTO  DE LA EPÍSTOLA

Paris por otro nombre llamado Alejandro, fue hijo de Príamo y de Hécuba, reyes de Troya; y estando su madre preñada, soñó parir una encendida hacha que abrasaba y convertía en ceniza a toda Frigia. Su padre, lleno de temor (habiendo consultado sobre ello a Apolo), mandó a Hécuba que matase la criatura que pariese. Mas pariendo la madre, viendo la hermosura del niño con maternal compasión, mandó a un criado que le diese a criar a unos pastores del rey en el monte Ida. Llegando Paris a edad (por las muchas partes de virtud que en él resplandecían), fue amado de muchas pastoras; y la que más le amó fue Enone, ninfa hija del río Janto, o hablando a nuestro modo, pastora criada en su ribera, con la cual fue casado. Después, siendo el zagal conocido por hijo del rey Príamo, fue enviado a Grecia con veinte navíos, como por embajador, sobre la libertad de su tía Hesiona, y siendo en tratado de Menelao; en pago de lo cual, enamorándose de su mujer la hermosa Elena, se la robó (consintiéndolo ella) con todo el tesoro real. Volviendo, pues, a Troya Paris con su robo, donde le esperaba su mujer Enone, viéndose burlada y que se había casado Paris con Elena en menosprecio suyo, finge el poeta que le escribe esta carta, donde le representa su mucho amor y fe, y de ella mucha deslealtad aféale mucho a Elena, diciendo (y con mucha razón) que la que no tuvo fe con su primer marido, menos la tenía con un forastero.

 


¿Lees? ¿o la esposa nueva lo prohíbe?

Lee, que no es de Micenas enviada,

Ni es carta que enemigo te la escribe.

 

Yo Enone, hermosa ninfa celebrada

En las selvas de Frigia, me lamento

De ti, que fuiste mío y soy burlada.

 

¿Qué Dios se opuso a nuestro casamiento?

¿Qué culpa hice porque desmerezca

De ser tuya y tener tu ayuntamiento?

 

Bien es que con paciencia se padezca

El mal que por la culpa propia viene.

Mas do no hay culpa duele que acaezca.

 

El valor no tenía que ahora tiene

Tu persona, en el tiempo que por mío

Te escogí; y vales más porque más pene.

 

Yo era de Janto, caudaloso río,

Ninfa, y mi rostro con deidad cubierto

De grave majestad y señorío.

 

Y aunque hayas sido agora descubierto

Por hijo del rey frigio, entonces eras

Siervo y no infante, y cuando infante, incierto.

 

Y siendo siervo quise tan de veras.

Que te hice mi esposo y nos gozamos

Como si por tu igual me conocieras.

 

Muchas veces los hatos repastamos,

Y entre ellos con los árboles hojosos

Cubiertos, del cansancio descansamos.

 

Y estando allí a la sombra calurosos,

La tierra, grama, flores y mi pecho

Te eran cama en tus gustos amorosos.

 

Muchas veces durmiendo en nuestro lecho.

El heno por colchón, cayó la helada

Y oprimió de la choza el débil techo.

 

¿Quién te mostraba el puesto, la parada

(Aunque la selva más espesa fuera)

Para esperar la caza deseada?

 

¿Quién te era guía y dulce compañera.

Mostrándote las grutas do escondía

Sus hijuelos pequeños cualquier fiera?

 

Muchas veces, ay mísera, tendía

Las redes, y a los perros con mi grito

Incitaba, animaba y persuadía.

 

Guardan mi nombre en todo este distrito

Las hayas con las letras, que parecen

Decir Enone, y léome en tu escrito.

 

Y cuanto más aquellos troncos crecen,

Mis nombres tanto más crecen en ellos,

Y siempre en sus cortezas permanecen.

 

Creced, hayas; subid, árboles bellos.

En honor de mi nombre y de mi estado.

Títulos que me ilustra el poseellos.

 

Acuérdome de un álamo plantado

En la orilla del Janto caudaloso,

Do están memorias de mi bien pasado.

 

Álamo, vive tú que estás frondoso

Junto a las aguas, tú que en tu corteza

Contienes este verso mentiroso;

 

«Cuando olvidada Enone y su belleza,

Paris vivir pudiere, aqueste río

Atrás volverá el curso con presteza.»

 

Janto, vuélvete atrás; volved con brío

Vosotras, aguas, pues que Paris vive,

A su Enone olvidando como impío.

 

Aquel infausto día, aquel que escribe

Mi desventura en mí por tiempo eterno.

Le trajo al alma el mal que ahora recibe.

 

Desde aquel día comenzó el invierno

De tu mudado amor, y fue perdida

Mi dulce gloria, y se ordenó mi infierno.

 

Digo aquel día, cuando allá en el Ida

Llegó Venus y Juno a tu presencia,

Aquella y esta de beldad vestida.

 

También Minerva allí por más decencia

Con armas vino, aunque desnuda, ¡ay triste!

De su beldad pidiéndote sentencia.

 

Cobró miedo (según que me dijiste)

Tu pecho en aquel punto, y un helado

Temor dentro en tus huesos concebiste.

 

Y yo, que ya un pavor me había ocupado

Consulté hechiceras y hechiceros,

De la sentencia que a las tres has dado.

 

Salieron tristes todos los agüeros;

Sangre anunciaron, muerte arrebatada,

Maldad nefaria, fines lastimeros.

 

Cortose la madera, fue la armada

En astillero puesta, y sin contraste

Fue en el inmenso mar depositada.

 

Lloraste Paris (digo que lloraste)

Al partirte de mí; no niegues esto,

0 a lo menos concede que me amaste.

 

No te avergüences del amor honesto

Que me tuviste, que harto más te afrenta

Tu nuevo amor lascivo y deshonesto.

 

Lloraste, y viste no quedar exenta

Mi vista del aljófar que manaba.

Temiendo de tu ausencia la tormenta.

 

Con la tristeza cada cual mostraba

De nosotros sus lágrimas piadosas.

Viendo que un cuerpo de otro se apartaba

 

Y no así al olmo se asen las hermosas

Vides, como a mi cuello así se asieron

Tus brazos y tus manos poderosas.

 

¡Ay! ¡cómo y cuántas veces se rieron

Los tuyos cuando echabas culpa al viento

De la tardanza con que al mar se dieron!

 

¡Cuántas veces, dejándome en tormento

Volviste a darme besos reiterados.

Según que estabas de mi amor sediento!

 

¡Con qué dificultad, con qué turbados

Espíritus me dio tu lengua el vale

Y el queda con los dioses consagrados!

 

Embarcástete al fin, y luego sale

Un viento fresco que en las velas dando

Fuerza a tu armada por el mar resbale.

 

Las claras ondas se encanecen cuando

De los remeros la copiosa lista

Las iban con los remos azotando.

 

Yo, siguiendo, cuitada, con la vista

Lo más que pude el fugitivo paño.

Dejé la arena con el llanto mixta.

 

Por ti he rogado, oh padre del engaño,

A las Ninfas del mar embravecido.

Porque vinieses presto, y en mi daño.

 

Ya por mis ruegos, Paris, has venido,

No para Enón, veniste para Elena;

Para tu dama yo piadosa he sido.

 

Hay un monte, una cumbre inmensa, llena

De fragosa aspereza, cuya altura

Mira al profundo, donde el mar resuena.

 

En cuya falda impenetrable y dura

Neptuno hierve, y ella resistiendo

Convierte en blanda espuma la agua pura.

 

Aquí yo, pues, ¡ay mísera! subiendo,

Fui quien primero descubrí tu nave,

Sus velas como amante conociendo.

 

Diome deseo de volar como ave,

Ímpetus de ir a ti nadando tuve;

Que quien bien ama, cuanto quiere sabe.

 

Mientras perpleja en esto me detuve,

En la alta prora vi resplandecía

Púrpura; entonces más atenta estuve.

 

Gran recelo me dio, porque bien vía

Que no te era decente estar cubierto

De lo que solo a damas convenía.

 

Llegó la nave a tierra, tomó puerto,

Vi dentro de mujer la faz hermosa.

Quedó a miedo y dolor mi pecho abierto.

 

Y no solo vide esto, mas (furiosa,

¿Por qué me puse a verlo?) que abrazada

Contigo vi a tu amiga ignominiosa.

 

Aquí lloré mi muerte desdichada;

Di mil suspiros, aunque en vano, al viento,

Y mi madeja de oro fue arrancada.

 

Rasgué mi rostro con furor violento.

Que las uñas abrieron con fiereza

Un sulco y otro, y cada cual sangriento.

 

Al sacro monte de Ida y su aspereza

Henchí de aullidos hórridos, feroces.

Contando a los peñascos tu dureza.

 

Permita el justo cielo no la goces,

Y que ella brame ausente de su esposo,

Y cual me fuerza a dar, dé al aire voces.

 

Agora que estás rico y poderoso.

Mil damas tienes, y éstas son aquellas

Que a ti te siguen por el mar ondoso.

 

Contigo vienen estas damas bellas.

Dejando sus legítimos maridos;

¡Oh aleve amante, y más aleves ellas!

 

Cuando eras pobre y por el verde ejido

Pastoreabas con pobreza tanta.

Ninguna sino Enón tu esposa ha sido.

 

No me admira tu oro, ni levanta

Verte en pompa real ni en monarquía,

Ni ser nuera de Príamo me espanta.

 

Que muy bien sé que no rehusaría

De ser mi suegro Príamo, ni afrenta

De ser su nuera a Hécuba vernía.

 

Que digna soy, y el mérito me alienta

De ser mujer de un príncipe y matrona,

y hasta lo ser no me veré contenta.

 

Cabeza y manos tiene mi persona

Dignas (pues ser yo ninfa me bastaba)

De empuñar cetro y sustentar corona.

 

No me desprecies porque me acostaba

Contigo en suelo agreste, pues soy dina

De regia cama, y no de la que usaba.

 

Mi amor seguro en fin no te encamina

Guerra, ni trae por mar copiosa armada

Para vengar tu fuerza adulterina.

 

Aquesa fugitiva es demandada

Con armas; y ella ufana y desenvuelta.

Con esta dote viene a tu morada.

 

La cual si a gente griega ha de ser vuelta,

A Héctor, a Deifobo y Polidamas

Lo di, y pregunta el fin de esta revuelta.

 

Consulta el parecer, pues que los amas.

De Antenor y de Príamo tu padre.

Que por su larga edad sabrán de tramas.

 

Torpeza es grande, indigna que te cuadre.

Que una esclava antepongas impaciente

Al amor de la patria nuestra madre.

 

Tu causa es vergonzosa; y justamente

Su agraviado marido, por habella,

Te mueve guerra, junta y llama gente.

 

No te prometas, no, lealtad de aquella

Que en tus brazos se entregó en un hora

Y que te fue tan fácil gozar de ella.

 

Que si el menor Atrida grita agora

Las leyes rotas del violado lecho,

Y de amor forastero opreso llora;

 

Tú también gritarás y sin provecho.

Que si una vez se pierde la vergüenza.

Todo bien, todo honor queda deshecho.

 

En tu amor arde, y a te amar comienza;

También a Menelao amó esta dama;

Mas es frágil su amor más que una trenza.

 

Agora el triste arrepentirse brama.

Que a Elena dando y a su amor creencia.

Viudo yace en la desierta cama.

 

¡Oh Andrómaca felice! tu advertencia

Alabo, pues te diste por esposa

De un constante varón de gran prudencia.

 

¡Ay Paris! que yo fuera venturosa

Si casara con otro cual tu hermano;

Mas vedolo mi estrella rigurosa.

 

Eres más inconstante, más liviano

Que secas hojas que arrebata el viento

Y van volando por el aire vano.

 

Hay menos peso en ti, menos cimiento

Que en leve espiga insólida y vacía.

Seca del sol y de su ardor violento.

 

 

Esto es lo que tu hermana me decía.

Digo que dijo (agora se me acuerda),

Suelto el cabello, aquesta profecía:

 

"Di ¿qué haces, Enone? si estás cuerda,

¿Cómo en la arena siembras? ten mancilla

De ti, no siembres donde se te pierda,

 

"Aras del mar horrífico la orilla

Con bueyes sin provecho: no conviene

Que pierdas el trabajo y la semilla.

 

"¡Hola! una griega ternerilla viene,

Destruición tuya, de tu casa y tierra:

¡Hola! estórbalo tú; ¿qué te detiene?

 

"La griega ternerilla viene: ¡guerra,

Guerra agora que hay tiempo, y al navío

Hundid, que abominable carga encierra!

 

Frigios, no imaginéis viene vacío.

De sangre frigia y de minante fuego

Viene relleno aquel bajel impío".

 

Dijera más, si sus sirvientas luego

No la llevaran por estar furiosa,

Dejándome en mortal desasosiego.

 

Erizose el cabello ¡oh grave cosa!

(Que es en ser largo y rubio incomparable);.

Quedé admirada y aun quedé medrosa.

 

¡Ay, Casandra fatídica, admirable!

¡Cómo tu adivinar me satisface!

¡Cuán cierto ha sido a esta miserable!

 

Mira la vaca griega cómo pace

Mi dehesa, usurpando mi ventura,

Y de mis pastos a su gusto hace.

 

Insigne puede ser su hermosura;

Pero adúltera es, pues desampara

Su esposo y dioses con desenvoltura.

 

Ella robada ha sido, cosa es clara.

Otra vez de un Teseo, si en el nombre

No me ha engañado la memoria avara.

 

No sé yo quién él sea, en fin un hombre

Dicho Teseo, por su astucia bella

Robándola ganó fama y renombre.

 

¿Creeremos, pues, agora, oh Paris, de ella,

Que de poder de un mozo amante suyo

Se quedó virgen, y volvió doncella?

 

¿Preguntarás que todo cuanto arguyo

De quien lo deprendí? De amor, que esfuerza

Mi lengua ruda con que te concluyo.

 

Y aunque su robo se atribuya a fuerza

Y lo disfraces con tal nombre, es cierto

No haber habido quien su gusto tuerza.

 

Quien tantas veces tan al descubierto

Robar se deja y al ladrón se ofrece.

Ella da el orden, ella da el concierto.

 

Mas la constante Enone permanece

Casta, siendo alevoso su marido.

Viviendo ella más casta que él merece.

 

De Sátiros la turba con rüido

Y veloz planta en Ida me buscaba;

Mas yo me entraba al bosque más tejido.

 

El cornígero Fauno me acosaba,

De agudo pino ornada su cabeza,

Por los altos collados donde andaba.

 

Bien que el que a Troya puso pieza a pieza

Su fuerte muro (y siendo ardiente y rojo,

Desde el Oriente su camino empieza),

 

De mi virginidad llevó el despojo;

Mas llevolo por fuerza, y mi cabello

Y mi rostro rasgué de puro enojo.

 

Oro ni joyas no perdí por ello,

Ni puse en precio aquella afrenta indina,

Que el cuerpo es cosa infame el revendello.

 

Viendo esto Febo, me juzgó por dina

De grande premio, y diome infusa ciencia

Del arte santa de la medicina.

 

Dió a mis manos su don y suficiencia,

Y así cualquier raíz, cualquiera planta

Conozco, y me es notoria su potencia.

 

Mas ¡ay triste de Enone! que con tanta

Fuerza y virtud de yerbas, no hay ninguna

Que me aproveche, cosa que me espanta.

 

Al mal de amor no cura yerba alguna;

Mi mesma ciencia, mi arte me ha dejado;

La que me sigue siempre es mi fortuna.

 

El mesmo Apolo vacas ha guardado

De Admeto, según fama; diole guerra

Amor, y con mi fuego fue abrasado.

 

Aquel remedio que la fértil tierra

Con sus yerbas, ni Apolo darme puede.

Tú me lo puedes dar y en ti se encierra.

 

Puedes y lo merezco. No se vede

A mi fe lo que pido; ten mancilla

De esta que en un punto de tu amor no excede.

 

No vengo yo con griegos en cuadrilla,

Con armas de paz vengo a mi marido.

Tu esposa abraza, pues a ti se humilla.

 

Toda soy tuya, tuya sola he sido

Desde mi tierna edad, y en ti se emplea

Todo mi amor; y agora también pido

Que el resto de mi vida tuyo sea.

 

PUBLIO OVIDIO NASÓN

DIEGO MEXÍA DE FERNANGIL


 

 

 


 

Viewing all 645 articles
Browse latest View live