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Ovidio, Rolfe Humphries, Danièle Robert y Pedro Sánchez de Viana: Céfalo y Procris

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CÉFALO Y PROCRIS

Metamorfosis Libro VII

670-865

 

Talibus atque aliis longum sermonibus illi

inpleuere diem ; lucis pars ultima mensae

est data, nox somnis. Iubar aureus extulerat Sol,

flabat adhuc Eurus redituraque uela tenebat.

 

Con tales y otras pláticas gastaron

El largo día, y de él la mejor parte

Al banquete y las mesas entregaron.

La noche con el sueño se reparte,

Y ya el dorado rayo el sol sacaba,

Alumbrando el oriente y toda parte,

Y todavía el viento retardaba

A Céfalo el viaje, y luego fueron

Los hijos de Palante do él estaba.

Que por ser de más años le hicieron

Honor, y los tres juntos se han partido

Al alcázar real, a do supieron

Que estaba todavía el rey dormido.

Y a la portada rica cortésmente

A recibirlos Foco había salido,

Porque el hermano andaba haciendo gente

Con Telamón, y entrambos prevenían

Lo que para la guerra es conveniente.

Foco, a los caballeros que venían,

Por el palacio lleva paseando,

Y en aposentos ricos se metían.

Y en una hermosa sala reparando,

Con ellos juntamente se ha sentado,

Al valeroso Céfalo mirando.

Que de un hermoso dardo viene armado,

Y en la mano continuo le traía

Con un hierro riquísimo dorado.

De qué madera fuese no sabía;

Y habiendo algunas cosas de primero

Hablado con los tres, así decía,

Queriendo preguntar al caballero:

 

“Amigo soy de bosques y floresta,

Y de matar las fieras codicioso.

Mil armas he yo visto; pero ésta

Que vos tenéis, me tiene a mí dudoso.

Si de cerezo acaso fuera aquesta,

Mostráralo el astil en ser nudoso,

Y si de fresno, nada yo dudara,

Porque el color dorado lo mostrara.

 

“De qué madera sea, a mí se esconde ;

Mas no ser la más bella y escogida

Que mis ojos han visto, ni sé dónde

Se pueda hallar un arma tan pulida”.

De los hermanos uno le responde:

“Si su virtud tuvieses conocida,

Que es no errar jamás do la han tirado,

Con más razón te hubieras admirado.

 

“Dejaras de alabar su forma bella,

Si supieses que nunca fue tirada

Que errase el tiro, sin tener en ella

La fuerza de Fortuna alguna entrada.

Y que no es menester para traella

Trabajo alguno, ante ensangrentada,

A la mano se vuelve como un viento

Del mismo que la tira en un momento.

 

Creciole por saber mayor deseo

De quién, por qué, y adónde fuese dada

Un arma tal al nieto de Nereo.

A todo le responde, sin que en nada

Faltase a su pregunta, el valeroso

Céfalo; solamente fue callada,

De modesto, discreto y vergonzoso,

La causa, que sabida y clara era

Por do la mereció, y habló lloroso

Por la muerta mujer de esta manera:

 

“Aqueste dardo, hijo de la Diosa

(¡Quién lo podrá creer!), me tiene en llanto,

Sin poder emplearme en otra cosa,

Y mil años lo haré, si vivo tanto.

Por éste perdí yo mi cara esposa,

Perdí mi bien, quedé perdido; ¡oh, cuánto

Para mí, desdichado, mejor fuera,

Si de este mismo siempre careciera!

 

“Pocris era de Orithia bella hermana

(Si acaso Orithia ha sido más nombrada),

De belleza y costumbres soberana,

Y tal, que con Orithia comparada

Se pudiera tener por cosa llana

Más digna Pocri ser de ser robada.

Su padre Erícteo me hizo su marido,

Su aficionado amante el dios Cupido.

 

“Llamábanme dichoso, y yo lo era

Al parecer común (mas Dios no quiso),

Y por ventura agora yo estuviera

En el contento mismo y paraíso.

La boda celebrada en la manera

Que convenía, fuime de improviso

El mes segundo a caza, que pretendo

Con redes ir los ciervos persiguiendo.

 

 “Y estándolas armando, soy mirado,

Desde la cumbre del florido Himeto,

De la dorada Aurora, que ha lanzado

La obscura noche, y vime en tal aprieto,

Que, a mi pesar, la misma me ha llevado

(Perdóneme la Diosa, que prometo

Decir verdad), y púsome delante

Su hermosa faz de rosas y semblante.

 

“No la bastó mostrarme su hermosura,

Ni aprovechó decir que era señora

De los confines de la noche obscura

Y la luz clara, a la rosada Aurora,

Ni que el agua nectárea, dulce, pura,

Es su alimento, porque en cualquier hora

A mi querida Pocri siempre amaba,

Pocri en mi pecho y en mi boca estaba.

 

“La fuerza de la cama consagrada,

La bella esposa y nuevo ayuntamiento,

La fe matrimonial agora dada,

El tálamo refiero, y el intento

De no ofender a Pocri, que fiada

Estaba en mí. Airada en el momento,

La Diosa replicó: “Cese tu pena;

Ten a tu Pocri, tenla en horabuena.

 

“Ingrato a tanto bien, desconocido,

No gastes tiempo más en tal querella

Vete con Pocri, vete a ser marido

De dama que a tus ojos es tan bella.

Que si lo por venir he yo sabido,

Algún tiempo vendrá que de tenella

Te pesará”; y diciendo así, me envía

Con ira a mi señora y mi alegría.

 

“Partime de ella, y yendo reparando

En las palabras de la airada diosa,

Empiezo a tener miedo, imaginando

No hubiese quebrantado alguna cosa

De la fidelidad mi Pocri, dando

Ocasión al delito el ser hermosa.

Sus años y belleza la acusaban,

Mas sus costumbres castas la excusaban.

 

 “Adúltera la hacía su belleza,

Mas su bondad mostraba su inocencia.

Con todo eso, al fin naturaleza,

Por ser mujer, por causa de mi ausencia,

Me hacía temer, y dábame certeza,

La que poco antes tuve en mi presencia,

Haciendo, como dije, mil extremos;

Que los amantes todo lo tememos.

 

 “La causa del dolor buscar propongo

La castidad de Pocri combatiendo

Con dones, y temiendo me dispongo,

La Aurora a mi temor favoreciendo.

Por ir disimulado, yo me pongo

De otro semblante, y fueme pareciendo

Que la mañana el rostro me mudaba,

Cuando en Atenas disfrazado entraba.

 

“En mi ciudad y casa disfrazado

Entré, do vi castísimas señales.

Mi dama y mi palacio congojado

Con ansias y tormentos desiguales,

Por su señor, que había sido robado,

Haciendo sentimientos inmortales;

A Pocri apenas pude hallar entrada

Con mil engaños siendo procurada.

 

“En viéndola pasmé, casi dejando

Los modos de tentar pensados ante.

En poco estuve, en su presencia estando

Que no me descubriese allí delante,

Y la diese mil besos, confesando

Ser su marido y su querido amante.

Estaba triste, y triste parecía

Que nadie en hermosura la excedía.

 

“El fogoso deseo la inflamaba

Del robado marido de manera,

Que podrás colegir cuán bella estaba,

Oh Foco, quien una ansia lastimera

Y un sobrado dolor la hermoseaba.

No hay para qué yo agora te refiera

Las veces que ha estorbado cuanto digo

Su honestidad, de su valor testigo.

 

“¡Oh! Cuántas veces dijo: “Yo me guardo

Para uno solo, esté donde estuviere.

A éste quiero, a éste sólo aguardo ;

Mi corazón por él viviendo muere.

De gozo y de contento por él ardo;

Por suya me tendré mientras viviere”.

¿A quién, no siendo loco, no bastara

De fe señal tan grande, cierta y clara?

 

“Pues yo no me contento, que antes quiero

Con mi contentamiento dar al traste.

Prométola riquezas y dinero

Que a comprar mucha renta sólo baste.

A tanto prometer, dejó el sendero

De la virtud. Yo a voces digo: —Erraste

Traidora, desleal; yo soy testigo

De tu adulterio y poca fe conmigo. —

 

“Con tácita vergüenza, convencida,

No me responde, sino aborreciendo

El ruin marido y casa donde urdida

Tan gran traición la fue, se va huyendo,

De ya tratar con hombres despedida,

De su desdén yo solo causa siendo.

Andaba por los montes descontenta,

Al ejercicio de Dïana intenta.

 

“Mas cuando yo me vi desamparado,

Con más violencia Amor me derretía;

Pedíala perdón de mi pecado,

Y confesando serlo, la decía

Que a mí también me hubiera derrocado

Quien tanto me ofreciera; y ya que había

Vengádose, rindiose al manso ruego,

Y vivimos concordes desde luego.

 

“Concordes y contentos dulcemente

Pasamos nuestra vida enamorada,

Y allende de esto, hízome un presente,

Cual si lo que me daba fuera nada.

Un perro tan sagaz y diligente

Que fue merced de Cintia celebrada,

Y cuando se le daba dijo: “Es pieza

Que a todos vencerá su ligereza”.

 

“Y con el perro fueme entonces dado

El dardo que aquí ves; y si tú quieres

Que te relate el fin en que ha parado

El perro, quedarás, cuando lo oyeres,

Del hecho y novedad muy admirado.

Las Náyades mostraban sus saberes

Diciendo profecías claramente,

Mas no entendidas de la antigua gente.

 

“Satisfacían con ellas de manera

Que ya la santa Temis se olvidaba,

Porque su adivinar obscuro era,

Que con rodeos la respuesta daba.

Por el cual desacato echó una fiera

En la Tebana Aonia que mataba

A muchos, y dejaba destrozados

Los tristes labradores y ganados.

 

“Los mozos comarcanos acudimos,

Y por el ancho campo andando a ojeo,

Las redes y los lazos que pusimos

Saltaba con prestísimo meneo.

Soltárnosla los perros, pero vimos

Que de su diligencia y su deseo,

Aunque eran muchos, escapar se sabe

Con tanta ligereza como un ave.

 

 “Pídenme con instancia suelte el mío;

Lelepa (así era el nombre) las cadenas

Se pretende quitar, cuando le envío,

Y viéndose sin ellas aun apenas

Escapa tan ligero y con tal brío,

Que el rastro de él caliente en las arenas

Notamos, y de vista le perdimos:

Con tal celeridad partir le vimos.

 

“La piedra con presteza más perfecta

De honda rodeada nunca sale,

Ni del cretense arco la saeta,

Ni lanza puede haber que se le iguale.

Hay un otero en una montañeta;

Allí me subo, y noto cuánto vale

Mi perro, que a la fiera así seguía

Que herirla muchas veces parecía.

 

“Parecíame a las veces que la hería,

Mas otras que la fiera se escapaba.

Con carrera derecha no huía

La astuta, y aunque Lélepa volaba,

Con las continuas vueltas que hacía,

Del diente agudo y boca se burlaba.

Estorbando su ímpetu él la sigue

Y con igual presteza la persigue.

 

 “A do la fiera iba, en un momento

Estaba el perro mío; pareciendo

Tenerla, no la tiene, y en el viento

Bocados daba vanos: yo tal viendo,

A mi buen dardo vuelvo el pensamiento,

Y estándole mi diestra ya blandiendo,

Volví la vista, por no errar en nada,

Para poner el dedo en la lazada.

 

“Aquesto hecho, luego a do solía

Volví a mirar, y en medio el campo veo

Dos mármoles, que el uno parecía

Huir, y de ladrar hacer meneo

El otro, y esto fue porque quería

Dios (si allí estaba alguno), a lo que creo,

Que nadie en el correr se aventajase

Y a entrambos la victoria se negase”.

 

Hasta aquí dijo Céfalo, y callaba;

Mas Foco le replica, preguntando:

“¿Con qué delito el dardo se infamaba?”

Al cual así responde sollozando:

“De este dolor y pena que me acaba

Principio fue un regalo y gozo blando,

Del cual primero quiero darte cuenta,

Que la memoria suya me contenta.

 

“¡Oh Foco, qué sabrosa es la memoria

De aquel pasado tiempo tan dichoso,

En principio del cual estuve en gloria

Con mi mujer viviendo venturoso,

Y aun ella reputaba vil escoria

El resto, por gozar de mí su esposo!

Con un amor tiernísimo y cuidado

Estaba el pecho de los dos sellado.

 

“En mi respecto Jove fuera nada,

Ni otra a mí me hubiera satisfecho,

Aunque viniera Venus traspasada

Por causa mía el amoroso pecho.

Un alma está en dos cuerpos abrasada,

Con fuego igual y lazo muy estrecho.

Al tiempo que en Oriente el Sol salía

A caza por los montes ir solía.

 

“Solía partir sin perro ni criado,

Sin redes, sin caballo, ni otra cosa

Más que mi dardo, cierto y confiado

Había de ser mi caza bien gustosa.

Y de matar las fieras ya cansado,

Al fresco me acogía y hierba umbrosa

Del valle ameno, y érame gran fiesta

El aire frío en medio de la siesta.

 

“Descanso a mi trabajo el aire era:

—Aura (*) (porque me acuerdo), la decía;

Ven, Aura dulce, alegre compañera;

Ayúdame, mi bien y mi alegría;

Abrázame— y quizá por suerte fiera

Cien mil requiebros otros la diría.

Y solía decirla: —Mi consuelo,

Tú sola me das fuerza en este suelo.

 

“Tú haces que reciba yo contento

En tanta soledad, do por ti vivo,

Vivificado sólo de tu aliento,

Que con la boca mía yo recibo.—

A mis dudosas pláticas atento,

Un no sé quién estuvo tan esquivo,

Que imaginó que el Aura que llamaba

Alguna Ninfa era que yo amaba.

 

“Con lengua temeraria aquel parlero

A Pocri cuenta dio de lo fingido,

Y como amor se cree de ligero,

De súbito dolor (según he oído)

Cayose desmayada, y ya que el fiero

Desmayo se quitó y volvió el sentido,

A sí infeliz y mísera llamando,

De mi fidelidad se está quejando.

 

“De mi delito vano concitada,

Lo que no es sospecha, y temerosa

Del nombre cuyo cuerpo no era nada,

Cual si mi amiga fuera, está penosa.

Y muchas veces teme la cuitada

La engañan, y a la lengua mentirosa

No quiere de otra suerte haber creído

Que viéndose ofender de su marido.

 

“La clara Aurora había quitado el velo

De la morena noche, y yo saliendo

De casa, voy al monte como suelo,

La caza a mi contento sucediendo.

Cansado me tendí en el verde suelo,

Y dije: —¡Oh Aura, ven, porque yo entiendo

Tendré descanso habiendo tú venido.—

Y pareciome oír como un gemido.

 

“Como gemidos mientras yo hablaba

Me parecía oír; mas yo atendiendo

A mi contento, proseguí, y llamaba

El Aura que solía, así diciendo:

—¡Ven, oh bien mío!— Y vi que resonaba

Cual de caedizas hojas un estruendo.

Pensé ser fiera, y a do suena miro,

Y allá mi dardo en el momento tiro.

 

“Hacia donde el ruido se había hecho

Tiré, y estaba Pocri allí metida.

Y viéndose herir en medio el pecho,

“¡Ay de mí!” dijo; y siendo conocida

Su voz, yo, lleno de ira y de despecho

Contra mí mismo, acudo y vi su vida

Casi acabarse, y que de sí sacaba

Su don, y con su sangre le manchaba.

 

“El cuerpo hermoso, mucho más amado

De mí que el propio mío, levantando

Cuanto mejor yo puedo, he procurado

Ligarla la herida, restañando

La sangre, y he mil veces suplicado,

Con agrio lloro y sentimiento blando,

Que no me desampare con su muerte

Dejándome en miseria y dura suerte.

 

“Y estando ya espirando, al fin se esfuerza

A decir esto poco: “Yo te ruego

Por los sagrados dioses y la fuerza

De nuestra cama, lazo y nudo ciego,

El cual no tengas miedo se destuerza

Ni aun en el punto donde agora llego,

Si algún placer te hice, hazme tú este:

Que el Aura en nuestra cama no se acueste”.

 

“No dijo más; sentí el error extraño

Del nombre, y procuré desengañarla.

Mas ¿qué me aprovechaba el desengaño,

Pues no era ya posible el remediarla?

Sus fuerzas se acababan por mi daño,

Entendí con lo dicho consolarla.

Que en tanto que de vida los despojos

La duran, no apartó de mí sus ojos.

 

 “Pareciome algún tanto mitigada

Su ansia, pues de vida lo restante

Gastó en mirarme, menos fatigada

(Oído aquello) que solía estar ante.

Y en esta boca mía fue exhalada

Su alma desdichada, con semblante

Mejor, pues parecía en su figura

Morir con más contento y más segura”.

 

Contándolo lloraba, y los oyentes

Oyéndolo contar también lloraban,

Y derramaban lágrimas fervientes

Cuando Eaco y dos hijos allegaban

Con nueva gente armada apercibidos,

Que verse ya en Atenas deseaban

Y de Céfalo fueron recibidos.


NOTA: Aura significa aire, vientos ligeros, céfiros. Plinio habla de dos estatuas llamadas Aurae que en su tiempo eran admiradas en Roma. Las pinturas antiguas representan estas divinidades vestidas con ligeros y flotantes velos. Compañeras de Céfiro, siembran el aire de flores.

 


 

The lingering day

Ended in feasting, and the night in slumber.

But the wind still blew from the east in the golden morning,

There was no use spreading sail for the homeward voyage.

The sons of Pallas, attending Cephalus,

Went to the king, but Aeacus was sleeping,

And Phocus was the one who gave them welcome

As they drew near the threshold; the other princes

Were marshalling the warriors. Into the court,

Into the rich apartments, Phocus led them.

And they sat down together, and Phocus noticed

The javelin Cephalus carried, with head of gold.

And a shaft made out of a wood he did not know.

There was a little idle conversation.

Broken by Phocus. "I am fond of hunting,"

He said, "I know the woods, but I have never

Seen such a shaft; I am curious about it.

Surely, if it were ash, it would be yellow,

If it were cornel, knotty: what it comes from

I do not know. I do know I have never

Seen one more beautiful, or better balanced."

One of the brothers answered: "You will wonder

More at its use than at its beauty; always

It flies unfailing to the mark you aim at.

Chance never guides its flight, and it comes flying

With blooded barb, back to the hand that flung it."

Then Phocus, more than ever, kept asking questions:

Why njoas it so? where did it come jrom? who

Had been the giver of such a prized possession?

Cephalus answered all except one question.

What had it cost him? For a while, in silence,

He grieved for his lost wife, and then, with tears,

Began the story.

The Story of Cephalus and Procris

"This weapon makes me weep,

It will make me weep, as long as ever I live.

Would I had never owned it, the destruction

Of my dear wife, of both of us together.

Her name was Procris, or, if you have heard

Of Orithyia, the ravished Orithyia,

My Procris was her sister, and, if you ask me,

More worthy of ravishment than Orithyia.

Her father, King Erectheus, joined her to me,

Love joined her to me; people called me happy,

And I was happy, or lucky, but the gods

Had other ideas about it, or I might

Be happy to this day. We had been married

Only two months, and I was out one morning

Spreading my nets for the wide-antlered deer,

When the golden goddess of the morning saw me

From the top of Mount Hymettus, where the flowers

Are always blossoming. The golden goddess.

The Dawn, who drives the shadows away, beheld me,

Carried me off, against my will. She may

Forgive me for telling the truth, but I loved Procris,

I was in love with Procris, though Aurora

Is surely lovely with the blush of roses

Shining upon her, holding the double portals

Of day and night, and nourished by the nectar.

In silence and in speech I worshipped Procris,

Kept talking, always, of her, of our marriage.

Of our first night together, till the goddess

Was angry at me. 'You ungrateful fellow!

Stop your complaining! Keep your precious Procris!

Still, if I know one thing about the future.

You will come to wish that you had never had her!'

And so she sent me home, in rage and anger,

And as I went, I did a little thinking,

Turning over, in my mind, the goddess' warning.

I began to be afraid: had Procris kept

Her marriage vows? Her beauty and her youth

Pointed one way, her character another.

Still, I had been away; I was returning

From one who was no paragon of virtue.

And a man in love, besides, is always fearful.

So I decided to give myself a reason

To have a grievance; I would test her honor

With costly gifts. In this Aurora helped me,

Changing my form—I seemed to feel the change—

And so, unrecognized, I came to Athens,

Entered my house. The house itself seemed blameless,

No sign of anything wrong, but only anxious

For its lost master. Using a thousand ruses.

All kinds of trouble, I came at last to Procris,

And when I saw her, wanted to abandon

The silly test. It was not easy for me

Not to confess the truth, and not to kiss her

As she deserved being kissed. She was sorrowful,

But never was a woman lovelier

In sorrow than Procris, longing for her husband.

Imagine, Phocus, how beautiful she was.

Her very sorrow most becoming to her!

What use is there in telling you how often

Her chastity rejected my temptations?

'I keep myself for one,' she would always tell me,

'Wherever he is, I save my pleasure for him.'

What more could any sensible man have wanted?

I was not satisfied, I kept on fighting

To wound myself. I promised her a fortune

For just one night, and as I doubled the promise

I made her hesitate, and then, victorious.

Wickedly so, exclaimed: 'Ha, evil woman!

I was no real seducer, but your husband,

Both witness and detective!' She said nothing,

Never a word, but a shamed and beaten woman

Fled from her treacherous husband and his house,

And hating him and all the race of men

Went wandering the mountains, all devoted

To the worship of Diana, virgin huntress.

I was lonely, and my passion burned the fiercer

In loneliness; I pleaded for her pardon.

Confessed that I had sinned and might have yielded,

As she had, if such gifts were offered to me.

There was, it seemed, some satisfaction for her

In my confession: she came back to me,

And so we spent delightful years together.

As though the gift of her sweet self was nothing,

She brought me more, a hunting hound Diana

Had given her, swiftest of all in coursing,

And the javelin you see here in my hands.

The story of both gifts is worth repeating.

Oedipus, Laius' son, had solved the riddle

No man had fathomed, and the Sphinx lay broken,

But a second monster loosed itself on Thebes,

And all the country-dwellers fled in terror

From that fierce beast that ravaged herds and people.

We, young men all, came and spread wide our nets

Around the fields, but the monster overleapt them.

We loosed the hounds; they might as well have followed

Birds in the air, so then they came and asked me

To turn my Laelaps loose (that was the name

Of the hound that Procris gave me). He was straining

Against the leash, against the strap that held him.

We had hardly let him go when he was gone

Out of our sight completely. The warm dust

Still held his footprints, but we could not see him.

No spear was ever swifter, no arrow ever.

No leaden bullets from the curved sling flying.

I climbed a hill-top, watched the strange pursuit:

The beast was almost caught, in the grip of the jaws,

Then gone again, not running straight, but doubling.

Wheeling, eluding the charge, and Laelaps, :ifter him.

Has him, almost, then seems to have him, snapping

At empty air. I got the javelin ready.

Poised it, looked down a moment, to fit my fingers

Into the thong, looked up, and saw—a wonder! —

Two marble statues in the plain, one fleeing,

One in pursuit, or so it seemed. Some god,

If there was any god there, must have willed it

That neither one should lose."

As he fell silent,

Phocus began to prompt him: "And the javelin?

What could have been the matter with the javelin?"

So Cephalus went on: "The matter, Phocus,

Was that my grief began in happiness.

What joy it is, oh son of Aeacus,

To call to mind that blessed time, those days

When we were fortunate, she in her husband,

I in my wife. We loved each other dearly.

Even Jove's embrace was less to her than mine was,

And I would not have traded her for Venus,

So equally each heart burned for the other.

I was young then; I loved hunting; early mornings.

When the sun came over the mountains, off I went

To the deep woods, and no companions with me.

No hound, no horse, no nets. I trusted fully

In javelin alone, and when my hand

Had all the game it needed, I came back

To the cool shadows, and the stir of air

From the cool valleys, waiting for the breeze,

Wooing the breeze, that came to cool and rest me.

I even gave the breeze a name. 'Dear Aura,'

For that was what I called her, I remember,

'Dear Aura, come and comfort me; receive me

In your most welcome graces, and allay

The heat I bum with!' And I may have added

Further endearments (as my fate would have it),

Saying, 'You are my greatest joy, my comfort,

My recreation, and I love the woods

And solitudes because they bring you to me.

How sweet your breath on lips and cheek! Dear Aura!'

And someone overheard me, and thought Aura

Was the name of a girl or a nymph, and that I loved her,

And ran to Procris with a reckless story

Of my unfaithfulness, told in a whisper.

How credulous love is! Procris believed it.

Fell in a faint, revived, and called herself

Unhappy, doomed unfairly, all the while

Complaining of my faithlessness, and driven

By nothing more than idle talk to fear

Nothing at all, an empty name, no more.

As if a living woman was her rival.

Still, she would doubt, and hope, would not believe it,

It would take more than a story to convince her.

She said, she would not believe her husband guilty

Until she caught him in the act.

Next morning

In the early light, I left the house again.

Hunting, and sought the woods, and the hunt was good.

And I lay resting on the grass, and called

'Come to me. Aura!' And I thought I heard

A sigh, or a moan, in answer. 'Dearest, come!'

I cried, and the fallen leaves made a slight rustling.

I thought I heard a beast and flung the javelin.

It was Procris, not a beast, who cried in anguish.

I knew her voice, rushed to the sound, and found her

Dying, her clothes all bloodstained; she was trying,

Poor thing, to pull from her wounded breast the weapon

She once had given me. With loving arms

I raised her body, so much dearer to me

Than was my own; I tore aside the robes.

Bound up the wound, and tried to staunch the blood.

Begging her not to leave me, with the guilt

Of her death for my curse. Her strength was going.

But in her dying effort she could manage

To speak a little: 'By the gods

Above, by my own gods, and by the bonds

We shared in bed together, dearest husband.

I beg you, if you ever had reason to love me

As I love you, so much so that my love

Has brought me death, never allow this Aura

Inside our room!' And so I understood,

Mistake, misunderstanding of the name,

And made my explanation, but what good

Was explanation then? She fell back dying,

Her last strength going with her blood, but looking,

While she could look at anything, at me.

Whose lips took her last breath, unhappy spirit.

And yet, her face seemed, almost, to be smiling.

I think she died at peace."

The story ended

With every one in tears, as Aeacus

Entered with both his sons, and the new soldiers

Strong in their armor, for Cephalus to welcome.

 

Translated by ROLFE HUMPHRIES

Metamorphoses, Indiana University Press, Bloomington, 1958

 


 

Ils passèrent tout un jour à converser sur ce sujet

Et d’autres ; la fin de cette journée fut consacrée au repas,

La nuit au sommeil. L’or du soleil apparaissait dans tout son éclat,

L’Eurus soufflait encore et retenait les navires sur le départ

Quand les fils de Pallas vinrent voir Céphale, qui était leur aîné,

Puis Céphale et les Pallantides allèrent ensemble chez le roi ;

Mais celui-ci était encore plongé dans un profond sommeil.

C’est l’un des fils d’Éaque, Phocus, qui les reçut sur le seuil

Car Télamon et son frère enrôlaient des hommes pour la guerre.

Phocus conduisit à l’intérieur les Cécropides,

Dans une belle pièce à l’écart, et s’y installa avec eux.

Il remarqua que le descendant d’Éole tenait un javelot

Fabriqué dans un bois inconnu, et dont la pointe était en or.

Après un moment de conversation, il lui adressa ces quelques paroles :

“Je suis un amoureux des forêts et de la chasse au gros gibier ;

Dans quel bois a été taillée la javeline que tu tiens,

Je me le demande depuis un moment ; si c’était du frêne,

Il serait de couleur rousse ; du cornouiller, il serait noueux.

D’où il vient, je l’ignore, mais mes yeux n’ont jamais vu

Une arme plus belle que ce javelot-ci.”

L’un des deux frères de l’Acté se tourna vers lui et lui dit :

“Tu vas être étonné par son usage plus encore que par son aspect.

Il atteint son but quel qu’il soit, sa direction n’est pas aléatoire

Et il revient, sans qu’on l’ait renvoyé, ensanglanté.”

Alors le jeune homme, petit-fils de Nérée, veut tout savoir :

Pourquoi, par qui a-t-il été donné, qui est l’auteur d’un tel cadeau.

Le héros répond, et raconte tout ce que son honneur lui permet ;

Sur le prix qu’il a fallu payer, il garde le silence puis, tout à la douleur

D’avoir perdu son épouse, laissant couler ses larmes, il dit :

“Fils d’une déesse, c’est cette arme (qui pourrait le croire !)

Qui me fait pleurer et le fera longtemps si le destin m’accorde

Longue vie ; c’est elle qui nous a perdus, moi et mon épouse chérie ;

Plût au ciel que j’eusse toujours été privé de ce présent !

Procris était (mais sans doute le nom d’Orithye, plus que le sien,

Est-il parvenu à tes oreilles) la sœur d’Orithye qui fut enlevée.

Des deux, c’est elle qui méritait le plus – si l’on veut les comparer,

Au physique comme au moral – l’enlèvement ; son père Érechthée

Et l’Amour l’unirent à moi ; on me disait heureux et je l’étais ;

Tel n’était pas l’avis des dieux, sans quoi je le serais peut-être encore.

Deux mois après la cérémonie du mariage, un matin,

Alors que je tendais mes filets contre les cerfs cornus,

Du plus haut sommet de l’Hymette toujours en fleur

L’Aurore safranée, qui venait de chasser les ténèbres, me vit

Et m’enleva de force. Qu’il me soit permis de dire la vérité

Sans offense pour la déesse : que son teint de rose soit admirable,

Qu’elle définisse les limites du jour et celles de la nuit,

Que le nectar soit sa nourriture, j’en conviens ; moi, j’aimais Procris,

J’avais Procris dans le cœur, le nom de Procris aux lèvres.

J’invoquais l’hymen sacré, nos étreintes récentes, notre union toute fraîche

Et nos premiers serments dans un lit que j’avais déserté.

La déesse en fut outragée et me dit : « Cesse de te lamenter, ingrat,

Garde ta Procris ; si je vois clair dans l’avenir,

Tu le regretteras ! » et, furieuse, elle me renvoya.

Tandis que je rentrais, repassant dans mon esprit les paroles de la déesse,

Une angoisse me vint : mon épouse n’avait peut-être pas respecté

Le lien conjugal ; sa beauté, sa jeunesse m’incitaient

A croire à l’adultère, sa vertu me l’interdisait.

Mais j’avais été absent, mais celle de chez qui je revenais était un exemple

D’infidélité, mais nous redoutons tout, nous autres amants.

Je décidai, pour mon malheur, d’en avoir le cœur net et de tenter

Par des cadeaux son honnêteté et sa foi ; l’Aurore alla dans le sens

De mon inquiétude en changeant (je crois l’avoir perçu) mon aspect.

J’arrive incognito à Athènes, la ville de Pallas,

J’entre chez moi : la maison ne respirait pas la moindre faute,

On n’y voyait que loyauté et tourment à propos de l’enlèvement du maître ;

Je réussis péniblement, et par mille ruses, à approcher la fille d’Érechthée.

A sa vue, je restai interdit et faillis abandonner mon idée

De mettre à l’épreuve sa fidélité ; j’eus du mal à me retenir de lui avouer

La vérité, à me retenir de la couvrir de baisers comme il fallait le faire.

Elle était triste – mais dans cette tristesse, nulle autre

N’égalait sa beauté – et elle regrettait amèrement l’époux

Qu’on lui avait ravi ; tu peux imaginer, Phocus, le charme

De cette femme à qui la souffrance allait si bien.

Comment te dire le nombre de fois où son honnête pudeur

Repoussa mes avances, le nombre de fois où elle me dit : « Un seul homme

M’intéresse ; où qu’il soit, c’est à lui seul que je réserve mon plaisir » ?

Quel homme sensé n’aurait jugé satisfaisante une aussi grande preuve

De fidélité ? Or, je ne m’en contentai pas et retournai le couteau

Dans la plaie, lui promettant, pour une nuit, une fortune, la couvrant

De cadeaux jusqu’à ce qu’enfin je la force à hésiter.

Je criai : « C’est un amant fictif, totalement fictif qui est là devant toi !

En réalité, j’étais ton époux ; tu es prise sur le fait, traîtresse ! »

Elle ne dit rien ; mais, submergée par une honte silencieuse,

Elle fuit à la fois une demeure semée d’embûches et un méchant mari :

Me détestant, elle se mit à abhorrer le sexe masculin tout entier

Et à errer dans les montagnes, se consacrant aux travaux de Diane.

Alors, du fait de cet abandon, une passion plus violente encore

Me dévora le cœur ; j’implorai son pardon, je reconnus mes torts

Et ma capacité à me montrer pareillement coupable

Devant de tels cadeaux si on me les eût offerts.

Après cette confession, l’outrage fait à son honneur fut lavé,

Elle me revint et nous passâmes en parfaite harmonie de tendres années.

En outre, elle m’offrit, comme si le don d’elle-même était insuffisant,

Un chien que sa chère Cynthie lui avait confié en disant :

« Il dépassera tous les autres à la course. »

Elle m’offrit aussi le javelot que j’ai (tu le vois) entre les mains.

Tu veux savoir quel fut le sort de ce second présent ?

Écoute ce prodige : tu vas être bouleversé par cette aventure inouïe.

Le fils de Laïos avait résolu l’énigme qu’aucune intelligence avant lui

N’avait pu déchiffrer et le mystérieux oracle, jeté à bas,

Gisait, sans aucun souvenir de ses paroles énigmatiques.

[Bien sûr, Thémis la bienfaisante ne laisse pas de tels actes impunis.]

Un second fléau s’abat immédiatement sur Thèbes, en Aonie :

Une bête qui fait trembler de nombreux paysans pour leur vie

Et celle de leurs troupeaux. Avec des jeunes gens du voisinage,

Nous arrivons et posons des filets dans les champs alentour.

Agile, la bête franchit les rets en sautant légèrement,

Passant au-dessus de la corde supérieure des pièges tendus.

On détache les chiens ; la bête échappe à ses poursuivants

Et, plus vive que l’oiseau, se joue de la meute.

D’un commun accord, tous me réclament Lælaps (c’était le nom

De celui que j’avais reçu en cadeau) : depuis un moment, il se débat

Pour se libérer, et la chaîne qui le retient se tend sur son cou.

A peine a-t-il été lâché que déjà nous ne pouvons plus dire

Où il se trouve ; les traces de ses pas marquent la poussière brûlante

Mais lui-même se soustrait à nos yeux ; la lance ne part pas

Plus promptement, ni les balles que l’on tire d’une fronde impétueuse,

Ni la flèche légère de l’arc de Gortyne.

Dominant les champs alentour, s’élève une colline :

Je la gravis pour suivre des yeux cette course exceptionnelle

Où la bête paraît tantôt prise au piège, tantôt se dérober

Aux coups reçus ; la rusée ne fuit pas en traçant, dans sa course,

Une ligne droite mais échappe aux crocs de son poursuivant

En décrivant des cercles pour rendre vain l’élan de l’ennemi.

Quant à lui, il talonne, serre de près son adversaire, semble la saisir

Mais la manque, et donne dans le vide d’inutiles coups de dents.

J’ai recours à mon javelot : pendant que ma main le balance,

Que j’essaie de passer mes doigts dans la courroie,

Je détourne les yeux puis, les ayant ramenés vers le but,

J’aperçois, au milieu de la plaine – chose étrange ! –, deux statues

De marbre : l’une a l’air de s’enfuir et l’autre d’aboyer.

Sans doute la divinité a-t-elle voulu que, dans cette lutte de vitesse,

Tous deux soient invaincus – à supposer qu’un dieu les ait assistés.”

Ce fut tout et il se tut. “Mais que reproches-tu, en fait, au javelot ?”

Lui demanda Phocus ; sur ce qu’il reprochait au javelot, telle fut sa réponse :

“C’est mon bonheur, Phocus, qui causa ma souffrance ;

Je vais commencer par lui : oh ! Qu’il est bon de se rappeler,

Fils d’Éaque, ce temps béni, les premières années où, à juste titre,

Nous étions heureux, moi de mon épouse, elle de son mari !

Nous avions l’un pour l’autre même tendresse, même amour conjugal ;

A mon amour, le lit de Jupiter ne lui eût pas paru préférable

Et nulle femme, même si Vénus en personne était venue, n’aurait pu

Me séduire : nos cœurs brûlaient du même feu.

Quand les premiers rayons du soleil s’apprêtaient à frapper

Les sommets, le jeune homme que j’étais allait chasser dans les bois

Et je n’emmenais avec moi ni serviteurs ni chevaux,

Ni chiens au flair aiguisé, ni filets noueux.

Mon javelot me protégeait ; mais lorsque ma main avait tué

Assez de bêtes sauvages, je recherchais l’ombre rafraîchissante

Et la brise qui venait des frais vallons.

Je cherchais cette douce brise au plus fort de la canicule,

J’attendais la brise ; elle était mon repos après l’effort.

Je l’invoquais ainsi (je m’en souviens) : « Brise, viens à mon aide,

Ma très chère, glisse-toi sous mes vêtements et débarrasse-moi,

Comme tu sais le faire, de cette chaleur qui me brûle. »

Peut-être ai-je ajouté (ainsi entraîné par mon destin)

D’autres mots doux et ai-je souvent dit : « Tu es ma volupté

Suprême, tu me rassérènes, me revigores,

Tu me fais aimer les forêts, les lieux solitaires

Et ma bouche ne cesse de désirer ton souffle. »

Quelqu’un que j’ignore prêta l’oreille à ces propos ambigus

Qui l’abusèrent et, pensant que ce nom de « brise », si souvent invoqué,

Était celui d’une nymphe, me crut amoureux d’une nymphe !

Sur-le-champ, ce délateur irréfléchi d’un crime imaginaire

Alla chez Procris lui rapporter tout bas ce qu’il avait entendu.

L’amour est crédule : aussitôt, terrassée de douleur, elle défaillit

(A ce que l’on m’a dit) et, revenue à elle après un long moment,

Dit sa souffrance, l’injustice du sort contre elle, et se plaignit

De ma trahison ; bouleversée par cette accusation mensongère,

La malheureuse avait peur pour rien, peur d’un nom sans visage,

Et en souffrait comme d’une véritable rivale.

Elle se reprit pourtant à douter, à espérer – la pauvrette –

Qu’on la trompait, à refuser de croire le délateur et (à moins de voir

De ses propres yeux le délit) de condamner son mari.

Le lendemain, les feux de l’Aurore avaient chassé la nuit

Quand je sortis pour gagner la forêt puis, dans l’herbe, tout à mes victoires,

Je dis : « Brise, viens donc réparer ma fatigue ! »,

Et je crus entendre soudain, pendant que je parlais, des sortes

De gémissements. Je poursuivis toutefois : « Viens, ma toute belle » ;

Une feuille en tombant produisit de nouveau un léger bruissement.

Pensant qu’il s’agissait d’une bête, je lançai mon javelot rapide :

C’était Procris qui, blessée en plein cœur, cria : « A moi ! »

A peine eus-je reconnu la voix de ma fidèle épouse

Que je me précipitai vers cette voix, hors de moi.

Je la découvris à demi morte, ses vêtements ensanglantés, en lambeaux,

Et retirant de sa blessure – pauvre de moi ! – son présent

Je pris délicatement dans mes bras ce corps qui m’était

Plus cher que moi-même et, déchirant sur ma poitrine un morceau d’étoffe,

Je bandai sa terrible plaie en m’efforçant d’en arrêter le sang.

Et je la suppliai de ne pas me laisser ainsi, coupable de sa mort.

Perdant ses forces et déjà moribonde, elle fit un effort

Pour m’adresser ces quelques mots : « Au nom de nos liens conjugaux,

Au nom des dieux du ciel et des miens, je t’en prie, t’en conjure,

Au nom de tout ce que j’ai fait pour toi, et de cet amour qui demeure

Au moment où je meurs et où il est la cause de ma mort,

Ne souffre pas que cette Brise entre dans notre lit. »

Elle se tut et je compris enfin que l’erreur venait de ce nom ;

Je le lui expliquai mais à quoi bon les explications ?

Elle défaillait et ses faibles forces disparaissaient avec son sang ;

Tant qu’elle put regarder quelque chose, elle me regarda

Et c’est contre moi, contre ma bouche que la malheureuse rendit l’âme.

Mais à son expression plus heureuse, je sentis qu’elle mourait sereine.”

A ce souvenir, le héros était en larmes et tous pleuraient ;

Mais voici qu’arrivait Éaque avec ses deux autres fils et leur nouvelle

Troupe solidement armée, et Céphale les accueillit.

 

Traduit par DANIÈLE ROBERT
Les Métamorphoses, Actes Sud, 2001

San Juan de la Cruz y Roy Campbell: Oh llama de amor viva

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OH LLAMA DE AMOR VIVA

Canciones del alma en la íntima comunicación de unión de amor de Dios. Del mismo auctor

 

¡Oh llama de amor viva,

Que tiernamente hieres

De mi alma en el más profundo centro!

Pues ya no eres esquiva,

Acaba ya si quieres,

Rompe la tela deste dulce encuentro.

 

¡Oh cauterio suave!

¡Oh regalada llaga!

¡ Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado,

Que a vida eterna sabe,

Y toda deuda paga!

Matando, muerte en vida la has trocado.

 

¡Oh lámparas de fuego,

En cuyos resplandores

Las profundas cavernas del sentido,

Que estaba obscuro y ciego,

Con extraños primores

Calor y luz dan junto a su querido!

 

¡Cuán manso y amoroso

Recuerdas en mi seno,

Donde secretamente solo moras:

Y en tu aspirar sabroso

De bien y gloria lleno

Cuán delicadamente me enamoras!

 

SAN JUAN DE LA CRUZ

 

Song of the soul in intimate communication and union with the love of God

 

Oh flame of love so living,

How tenderly you force

To my soul’s inmost core your fiery probe!

Since now you’ve no misgiving,

End it, pursue your course

And for our sweet encounter tear the robe!

 

Oh cautery most tender!

Oh gash that is my guerdon!

Oh gentle hand! Oh touch how softly thrilling!

Eternal life you render.

Raise of all debts the burden

And change my death to life, even while killing!

 

Oh lamps of fiery blaze

To whose refulgent fuel

The deepest caverns of my soul grow bright,

Late blind with gloom and haze,

But in this strange renewal

Giving to the belov’d both heat and light.

 

What peace, with love enwreathing,

You conjure to my breast

Which only you your dwelling place may call:

While with delicious breathings

In glory, grace, and rest,

So daintily in love you make me fall!

ROY CAMPBELL


 
 

Rainer Maria Rilke y José Ángel Valente: La pantera

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LA PANTERA

(París, Jardin des Plantes.)

 

Cansada del pasar de los barrotes,

Su mirada ya no retiene nada.

Es igual que si hubiera mil barrotes,

Y detrás de ellos no quedara mundo.

 

Su blando andar de fuertes pasos ágiles,

En círculos más cortos cada vez,

Es danza de una fuerza en torno a un centro

Donde, aturdido, se alza un gran deseo.

 

Sólo, a veces, se apartan las cortinas

De la pupila, sin ruido: una imagen

Cruza la tensa calma de sus miembros,

Y allá en su corazón deja de ser.

 

 

 RAINER MARIA RILKE 

Neue Gedichte (1907)

 

DER PANTHER

Im Jardin des Plantes, Paris.

 

Sein Blick ist vom Vorübergehn der Stäbe

so müd geworden, daß er nichts mehr hält.

Ihm ist, als ob es tausend Stäbe gäbe

und hinter tausend Stäben keine Welt.

 

Der weiche Gang geschmeidig starker Schritte,

der sich im allerkleinsten Kreise dreht,

ist wie ein Tanz von Kraft um eine Mitte,

in der betäubt ein großer Wille steht.

 

Nur manchmal schiebt der Vorhang der Pupille

sich lautlos auf -. Dann geht ein Bild hinein,

geht durch der Glieder angespannte Stille -

und hört im Herzen auf zu sein. 

 

 

 

 


Mikhail Lérmontov y Marina Tsvetáyeva: La muerte del poeta

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Смертьпоэта

 

Погибпоэт! — невольникчести

Пал, оклеветанныймолвой,

Ссвинцомвгрудиижаждоймести,

Поникнувгордойголовой!..

Невынесладушапоэта

Позорамелочныхобид,

Воссталонпротивмненийсвета

Одинкакпреждеиубит!

Убит!.. кчемутеперьрыданья,

Пустыхпохвалненужныйхор,

Ижалкийлепетоправданья?

Судьбысвершилсяприговор!

Невыльсперватакзлобногнали

Егосвободный, смелыйдар

Идляпотехираздували

Чутьзатаившийсяпожар?

Чтож? веселитесь… — онмучений

Последнихвынестинемог:

Угас, каксветоч, дивныйгений,

Увялторжественныйвенок.

 

Егоубийцахладнокровно

Навелударспасеньянет:

Пустоесердцебьетсяровно,

Врукенедрогнулпистолет.

Ичтозадиво?.. издалёка,

Подобныйсотнямбеглецов,

Наловлюсчастьяичинов

Заброшенкнамповолерока;

Смеясь, ондерзкопрезирал

30 Земличужойязыкинравы;

Немогщадитьоннашейславы;

Немогпонятьвсеймигкровавый,

Начто́ онрукуподнимал!..

 

Ионубитивзятмогилой,

Кактотпевец, неведомый, номилый,

Добычаревностиглухой,

Воспетыйимстакоючуднойсилой,

Сраженный, какион, безжалостнойрукой.

 

Зачемотмирныхнегидружбыпростодушной

Вступилонвэтотсветзавистливыйидушный

Длясердцавольногоипламенныхстрастей?

Зачемонрукудалклеветникамничтожным,

Зачемповерилонсловамиласкамложным,

Он, сюныхлетпостигнувшийлюдей?..

 

Ипрежнийсняввеноконивенецтерновый,

Увитыйлаврами, наделинанего:

Ноиглытайныесурово

Язвилиславноечело;

Отравленыегопоследниемгновенья

Коварнымшопотомнасмешливыхневежд,

Иумеронснапраснойжаждоймщенья,

Сдосадойтайноюобманутыхнадежд.

Замолклизвукичудныхпесен,

Нераздаватьсяимопять:

Приютпевцаугрюмитесен,

Инаустахегопечать. —

 

Авы, надменныепотомки

Известнойподлостьюпрославленныхотцов,

Пятоюрабскоюпоправшиеобломки

Игроюсчастияобиженныхродов!

Вы, жадноютолпойстоящиеутрона,

Свободы, ГенияиСлавыпалачи!

Таитесьвыподсениюзакона,

Предвамисудиправдавсёмолчи!..

Ноестьибожийсуд, наперсникиразврата!

Естьгрозныйсуд: онждет;

Оннедоступензвонузлата,

Имыслииделаонзнаетнаперед.

Тогданапрасновыприбегнетекзлословью:

Оно вам не поможет вновь,

И вы не смоете всей вашей черной кровью

Поэтаправеднуюкровь!

 

1837

MIKHAIL LERMONTOV

 


LA MUERTE DEL POETA

 

Murió el Poeta, esclavo del honor,

por los vanos rumores difamado.

Con el plomo en el pecho,

sediento de venganza,

cayó inclinando la orgullosa frente.

Sucumbió el corazón ante el oprobio

de mezquinas injurias.

Haciendo frente a la opinión del mundo

él solo, como siempre... fue vencido.

¡Muerto!... Decid, ¿por qué eleváis ahora

un vano coro de alabanzas,

de tardíos elogios?

Se ha cumplido el designio de la suerte.

¿No habéis sido vosotros ya hace tiempo

los que ibais a la caza

de sus audaces, de sus libres dones;

los que por divertiros atizasteis

su fuego apenas escondido?

¿Entonces? ¡Alegraos!... No ha podido

resistir vuestros últimos ultrajes.

Como una llama se ha apagado

su genio milagroso,

como corona de lozanas flores.

A sangre fría, su asesino

ha descargado el golpe:

su corazón está vacío,

late sin alterarse,

en su mano no tiembla la pistola.

¿Os extraña?... De lejos

 

ha llegado a nosotros

—igual que tantos fugitivos

a la caza de honores, dignidades—,

llevado de la mano de la suerte.

Despectivo se burla

de nuestra lengua y nuestros usos...

¡Respetad nuestras glorias, comprended

este instante sangriento,

sobre quién osa levantar la mano!

 

Ha muerto,

le ha encerrado la tumba;

igual que su cantor

desconocido, amable,

ha sido presa de la ciega envidia;

el cantor que el Poeta ha celebrado

y que fue como él

abatido por mano despiadada.

¿Por qué dejó aquel mundo

de tranquilos placeres, de sincera amistad,

para entrar en el círculo ambicioso

que sofoca el espíritu, las ardientes pasiones?

 

¿Por qué tendió la mano

a bajos detractores,

por qué creyó en palabras, en juramentos falsos,

él, que desde tan joven

conocía a los hombres?

Quitando su corona,

le ciñeron la frente

de laureles tejidos con espinas;

sus puntas escondidas

ensangrentaban su gloriosa frente...

Sus últimos instantes

fueron envenenados

por infames rumores maldicentes.

Murió

con su sed de venganza no extinguida,

con secreto despecho

de traicionadas esperanzas...

Se apagaron los ecos

de sus mágicos cantos,

no volverán a oírse:

angosta, tenebrosa,

es la morada del Poeta,

y un sello para siempre ha cerrado sus labios.

 

¡Oh, vosotros, altivos descendientes

de padres conocidos por su infamia,

que con serviles pies hollasteis los vestigios

de linajes heridos por la suerte

con los juegos crueles del destino!

¡Vosotros, turba de ambiciosos

que rodeáis el trono,

verdugos de la gloria,

la libertad y el genio!

¡Os halláis escondidos

entre las sombras de la ley;

ante vosotros

callan los tribunales, la verdad!

Pero hay también, malvados,

un Tribunal divino,

un Juez terrible, que os espera

inaccesible al son del oro,

que sabe desde siempre

los pensamientos y las obras.

Serán vanas entonces las calumnias,

no os servirán de escudo.

¡Y vuestra sangre negra, toda,

no bastará para lavar

la sangre justa del Poeta!

Traducción de María Francisca de Castro Gil

Poetas rusos del siglo XIX

 

 

SUR LA MORT DU POÈTE

 

Sous une vile calomnie

Tombé, l’esclave de l’honneur!

Plein de vengeance inassouvie,

Du plomb au sein, la haine au cœur.

Ne put souffrir ce cœur unique

Les viles trames d’ici-bas,

Il se dressa contre la clique.

Seul il vécut – seul il tomba.

Tué! Ni larmes, ni louanges

Ne ressuscitent du tombeau.

Tous vos regrets – plus rien n’y change,

Pour lui le grand débat est clos.

Un noble don vous pourchassâtes –

Unique sous le firmament,

Incendiaires qui soufflâtes

Sans trêve sur le feu dormant.

Tu as vaincu, humaine lie!

Triomphe! Ton succès est beau.

A terre le divin génie,

A terre le divin flambeau!

 

Son assassin avec aisance

Visa – et le destin fut là.

Le vide cœur bat en cadence

Et l’arme ne bronchera pas.

Qui est-ce? Un maître de l’astuce,

Pas autre chose qu’un fuyard,

Chercheur de titre, par hasard

Il est venu en terre russe.

Est plein d’un souriant dédain

Pour nos statuts et nos coutumes.

Qu’a-t-il compris à sa victime?

A-t-il compris quelle sublime

Merveille détruisait sa main?

 

………………………………………

 

Et vous, seigneurs à l’âme basse,

De tristes pères tristes rejetons,

Vous dont les bottes insolemment terrassent

Les nobles au grand cœur, les pauvres au grand nom,

Vous, foule de mendiants sur l’escalier du trône,

Serviles assassins et orgueilleux valets,

La loi vous couvre, la rumeur vous prône,

Tout tremble devant vous, tout ploie et tout se tait.

Traduction de MARINA TSVETAEVA


 

E.E. Cummings y Octavio Paz: Hombre no...

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NO MAN...

 

no man, if men are gods; but if gods must

be men, the sometimes only man is this

(most common, for each anguish is his grief;

and, for his joy is more than joy, most rare)

 

a fiend, if fiends speak truth; if angels burn

 

by their own generous completely light,

an angel; or (as various worlds he’ll spurn

rather than fail immeasurable fate)

coward, clown, traitor, idiot, dreamer, beast—

 

such was a poet and shall be and is

 

-who ’ll solve the depths o f horror to defend

a sunbeam’s architecture with his life:

and carve immortal jungles o f despair

to hold a mountain’s heartbeat in his hand

E.E.CUMMINGS

 

HOMBRE NO...

 

Hombre no, si los hombres son dioses; mas si los dioses

han de ser hombres, el único hombre, a veces, es éste

(el más común, porque toda pena es su pena;

y el más extraño: su gozo es más que alegría)

 

un demonio, si los demonios dicen la verdad; si los ángeles

 

en su propia generosamente luz total se incendian,

un ángel; o (daría todos los mundos

antes que ser infiel a su destino infinito)

un cobarde, payaso, traidor, idiota, soñador, bruto:

 

tal fue y será y es el poeta,

 

aquel que toma el pulso al horror por defender

con el pecho la arquitectura de un rayo de sol

y por guardar el latido del monte entre sus manos

selvas eternas con su desdicha esculpe.

Traducción de OCTAVIO PAZ


 

 

 

 

Ezra Pound y Javier Calvo: La isla del lago

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THE LAKE ISLE

 

    O God, O Venus, O Mercury, patron of thieves,

    Give me in due time, I beseech you, a little tobacco-shop,

    With the little bright boxes

              piled up neatly upon the shelves

    And the loose fragrant cavendish

              and the shag,

    And the bright Virginia

              loose under the bright glass cases,

    And a pair of scales not too greasy,

    And the whores dropping in for a word or two in passing,

    For a flip word, and to tidy their hair a bit.

 

    O God, O Venus, O Mercury, patron of thieves,

    Lend me a little tobacco-shop,

              or install me in any profession

    Save this damn’d profession of writing,

              where one needs one’s brains all the time.

EZRA POUND

Lustra, 1917

 

LA ISLA DEL LAGO

 

    ¡Oh Dios! ¡Oh Venus! ¡Oh Mercurio, parrón de los ladrones!

    Dadme a su debido tiempo, os lo suplico, un pequeño estanco,

    con las cajitas de colores

              bien ordenaditas en los estantes,

    con el tabaco cavendish, suelto y fragante,

               y el tabaco picado

    y el vivaracho tabaco de Virginia

               a granel bajo las vitrinas,

    y unas balanzas no muy grasientas,

    y las putas que dejan caer algún comentario al pasar,

    dicen una palabra burlona y se arreglan un poco el pelo.

 

    ¡Oh Dios! ¡Oh Venus! ¡Oh Mercurio, patrón de los ladrones!

    Dejadme un pequeño estanco,

              o establecedme en cualquier profesión

    que no sea esta maldita profesión de escritor,

              en donde uno necesita devanarse los sesos todo el tiempo.

Traducción de JAVIER CALVO

Disfraces, Grijalbo-Mondadori, 1999


 

 

 

 

Osip Mandelstam: Tristia

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TRISTIA

 

Я изучил науку расставанья

В простоволосых жалобах ночных.

Жуют волы, и длится ожиданье —

Последний час вигилий городских,

И чту обряд той петушиной ночи,

Когда, подняв дорожной скорби груз,

Глядели вдаль заплаканные очи

И женский плач мешался с пеньем муз.

 

Кто может знать при слове «расставанье»

Какая нам разлука предстоит,

Что нам сулит петушье восклицанье,

Когда огонь в акрополе горит,

И на заре какой-то новой жизни,

Когда в сенях лениво вол жует,

Зачем петух, глашатай новой жизни,

На городской стене крылами бьет?

 

И я люблю обыкновенье пряжи:

Снует челнок, веретено жужжит.

Смотри, навстречу, словно пух лебяжий,

Уже босая Делия летит!

О, нашей жизни скудная основа,

Куда как беден радости язык!

Все было встарь, все повторится снова,

И сладок нам лишь узнаванья миг.

 

Да будет так: прозрачная фигурка

На чистом блюде глиняном лежит,

Как беличья распластанная шкурка,

Склонясь над воском, девушка глядит.

Не нам гадать о греческом Эребе,

Для женщин воск, что для мужчины медь.

Нам только в битвах выпадает жребий,

А им дано гадая умереть.

 

1918

OSIP MANDELSTAM

 

TRISTIA

 

    Yo aprendí la ciencia de la despedida

    Cráneo al descubierto en las nocturnas quejas.

    Los bueyes que rumian, se alarga la espera,

    La última hora de urbanas vigilias.

    Y cumplo aquel rito de noche de gallos,

    Cuando, alzando el peso del dolor del viaje,

    Miran a lo lejos los llorosos ojos

    Y se mezcla con el canto de las musas el llanto de mujer.

 

    Y quién puede saber, oyendo la palabra "despedida",

    Cuál es la desunión que nos espera,

    Qué es lo que nos promete la exclamación del gallo,

    Cuando en la acrópolis el fuego arde,

    Y en el amanecer de alguna nueva vida,

    Cuando el buey rumia en la puerta lentamente,

    ¿Con qué fin ese gallo, heraldo de una nueva vida,

    Bate las alas en el muro de la ciudad?

 

    Me gusta del hilado lo común:

    La lanzadera viene y va y zumba el huso.

    Mira, ¿no ves a Delia?

    ¡Descalza corre ya, como un plumón de cisne!

    Oh la escasa urdimbre de nuestra vida,

    ¡Qué pobre es el lenguaje de la dicha!

    Todo ya ocurrió antaño y todo se repite,

    Y es el reconocer el solo instante dulce.

 

    ¡Sea! En un plato limpio de barro,

    Una figura transparente yace

    Como una piel de ardilla extendida,

    Y una muchacha mira, asomada a la cera.

    No nos toca predecir el porvenir del griego Erebo;

    Para la mujer la cera, como para el hombre el cobre.

    Sólo en las batallas nos toca la suerte

    Y ellas pueden morir prediciendo el futuro.

 

Traducción de AMAYA LACASA y RAFAEL RUIZ DE LA CUESTA

Visor, Madrid, 2001.

 


TRISTIA

 

I have studied the science of separations

From nocturnal laments when hair flows loose.

Oxen chew, waiting lengthens,

This last hour of vigil in the city.

And I honour the rituals of that cock-crowing night

When, having lifted the journey’s burden of grief,

Tear-stained eyes gazed into the distance

And the singing of Muses blended with the weeping of women.

 

Who can know from the word goodbye

What kind of parting is in store for us,

What the cock’s clamour promises

When a light burns in the acropolis,

And at the dawn of some sort of new life

When the lazy ox chews in his stall

Why the rooster, herald of new life,

Flaps his wings on the city walls?

 

And I like the way of weaving:

The shuttle runs, the spindle hums,

And – flying to meet us like swan’s down –

Look, barefooted Delia!

Oh how meagre life’s weft,

How threadbare the language of rejoicing!

Everything existed of old, everything happens again,

And only the moment of recognition is sweet.

 

So be it: a translucent shape

Like a squirrel’s pelt

Lies on a clean clay dish

And a girl stares, bent over the wax.

Not for us to foretell the Grecian Erebus;

Wax is for women what bronze is for men.

On us our fate falls only in battles;

Their death is given in divination.

Translated by JAMES GREENE

Penguin  Books, London, 1991.


 

 

 

 

Stéphane Mallarmé: Oración fúnebre de Paul Verlaine

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ORACIÓN FÚNEBRE DE PAUL VERLAINE

 

La tumba ama, de inmediato, el silencio.

 

Aclamaciones, renombre, la palabra elevada cesa y el sollozo de los versos abandonados no seguirá hasta este lugar de discreción al hombre que en él se disimula para no ofuscar, con una presencia, su gloria.

Así que, por nuestra parte, para más de uno que lleva un luto fraternal, ninguna intervención literaria: ésta ocupa, unánimemente, los diarios, como si las blancas hojas de la obra interrumpida retomasen su amplitud, y levantan vuelo para llevar el grito de una desaparición hacia la bruma y al público.

La Muerte, sin embargo, instituye a propósito esta losa para que de ahora en adelante pueda afirmarse en ella un paso con vistas a alguna explicación o para disipar el malentendido. Un adiós del signo al querido difunto le tiende la mano, por si le conviniera a la soberana figura humana que él fue, volver a aparecer, una última vez, pensando que se lo entendió mal, y decir: Miren mejor lo que yo era.

Digámosle, señores, al transeúnte, a quienquiera que sea, ausente aquí, por cierto, que por incompetencia y vana visión se equivocó con el sentido exterior de nuestro amigo, que la apariencia de éste, por el contrario, fue, entre todas, correcta.

Sí, las Fêtes Galantes, la Bonne Chanson, Sagesse, Amour, Jadis et Naguère, Parallèlement, ¿no harían acaso fluir, generación tras generación, cuando se abren, por una hora, los juveniles labios, una corriente melodiosa que apague su sed con un agua suave, eterna y francesa? —condiciones, un poco, de tanta nobleza visible: que tendríamos profundamente que llorar y venerar, espectadores de un drama carentes del poder de obstaculizar en nada, ni siquiera por simpatía, la actitud absoluta que alguien se hizo a sí mismo frente al destino.

Paul Verlaine, ya habiendo huido su genio al tiempo futuro, sigue siendo héroe.

Solo, oh nosotros, varios, que encontraríamos con el mundo exterior determinado arreglo suntuoso o ventajoso, consideremos que —solo, como se repite este ejemplo rara vez en los siglos, nuestro contemporáneo asumió, con todo su espanto, el estado del cantante y del soñador. La soledad, el frío, la inelegancia y la penuria, que son insultos infligidos a los que su víctima tendría derecho a responder con otros dirigidos voluntariamente a sí misma —aquí la poesía casi ha bastado— suelen conformar el destino que afronta el niño cuando con su ingeniosa audacia camina por la existencia según su divinidad: bien, admitió el bello muerto, esas ofensas son necesarias, pero será hasta el final, dolorosa e impúdicamente.

Escándalo, ¿del lado de quién?, de todos, por uno transmitido, aceptado, buscado: su valentía, él no se escondió del destino, acosando, más bien por desafío, sus vacilaciones, se convirtió así en la terrible probidad. Nosotros vimos eso, señores, y de ello damos testimonio: de eso, o piadosa revuelta, el hombre mostrándose ante su Madre, quienquiera que ésta sea y velada, muchedumbre, inspiración, vida, el desnudo que hizo del poeta, y eso consagra un corazón arisco, leal, con sencillez y todo imbuido de honor.

 

Con este homenaje, Verlaine, saludaremos dignamente tus restos.

 

 STÉPHANE MALLARMÉ

 Traducción, para Literatura & Traducciones, de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán


ORAISON FUNÈBRE DE PAUL VERLAINE

 

La tombe aime tout de suite le silence.

 

Acclamations, renom, la parole haute cesse et le sanglot des vers abandonnés ne suivra jusqu’à ce lieu de discrétion celui qui s’y dissimule pour ne pas offusquer, d’une présence, sa gloire.

Aussi, de notre part, à plus d’un menant un deuil fraternel, aucune intervention littéraire : elle occupe, unanimement, les journaux, comme les blanches feuilles de l’œuvre interrompu ressaisiraient leur ampleur et s’envolent porter le cri d’une disparition vers la brume et le public.

La Mort, cependant, institue exprès cette dalle pour qu’un pas dorénavant puisse s’y affermir en vue de quelque explication ou de dissiper le malentendu. Un adieu du signe au défunt cher lui tend la main, si convenait à l’humaine figure souveraine que ce fut, de reparaître, une fois dernière, pensant qu’on le comprit mal et de dire : Voyez mieux comme j’étais.

Apprenons, messieurs, au passant, à quiconque, absent, certes, ici, par incompétence et vaine vision se trompa sur le sens extérieur de notre ami, que cette tenue, au contraire, fut, entre toutes, correcte.

Oui, lesFêtes Galantes, laBonne Chanson, Sagesse, Amour, Jadis et Naguère, Parallèlementne verseraient-ils pas, de génération en génération, quand s’ouvrent, pour une heure, les juvéniles lèvres, un ruisseau mélodieux qui les désaltérera d’onde suave, éternelle et française – conditions, un peu, à tant de noblesse visible : que nous aurions profondément à pleurer et à vénérer, spectateurs d’un drame sans le pouvoir de gêner même par de la sympathie rien à l’attitude absolue que quelqu’un se fit en face du sort.

Paul Verlaine, son génie enfui au temps futur, reste héros.

Seul, ô plusieurs qui trouverions avec le dehors tel accommodement fastueux ou avantageux, considérons que – seul, comme revient cet exemple par les siècles rarement, notre contemporain affronta, dans toute l’épouvante, l’état du chanteur et du rêveur. La solitude, le froid, l’inélégance et la pénurie, qui sont des injures infligées auxquelles leur victime aurait le droit de répondre par d’autres volontairement faites à soi-même – ici la poésie presque a suffi – d’ordinaire composent le sort qu’encourt l’enfant avec son ingénue audace marchant en l’existence selon sa divinité : soit, convint le beau mort, il faut ces offenses, mais ce sera jusqu’au bout, douloureusement et impudiquement.

Scandale, du côté de qui ? de tous, par un répercuté, accepté, cherché : sa bravoure, il ne se cacha pas du destin, en harcelant, plutôt par défi, les hésitations, devenait ainsi la terrible probité. Nous vîmes cela, messieurs, et en témoignons : cela, ou pieuse révolte, l’homme se montrant devant sa Mère quelle qu’elle soit et voilée, foule, inspiration, vie, le nu qu’elle a fait du poète et cela consacre un cœur farouche, loyal, avec de la simplicité et tout imbu d’honneur.

 

Nous saluerons de cet hommage, Verlaine, dignement, votre dépouille.


 

 


Juan Donoso Cortés y Melchior du Lac: Retrato de Daniel O’Connell

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RETRATO DE DANIEL OCONNELL

 

Mirad ahora a O’Connell, ese cíclope irlandés que ha hecho de Inglaterra su yunque. En los tres reinos reunidos, ninguno toca con su cabeza a su rodilla. Los hombres le miran con asombro, como si fuera un semi-dios o un gigante antidiluviano. Él hace con su palabra lo que Paganini hacia con su violín, en donde estaban como dormidos , para despertar obedientes a su voz, los sones de todos los instrumentos. La voz de O’Connell es apagada y atronadora, oscura y clarísima, blanda y vibrante: gime como una arpa, brama como el viento, entusiasma como un himno: O’Connell es ángel de la Irlanda, demonio de la Inglaterra. En los devastados campos irlandeses, su voz cae suave y consoladora: en el parlamento inglés, su voz lanza imprecaciones; mientras que su mano agita las serpientes de las furias. O’Connell es sublime como Demóstenes, impudente como Mirabeau, melancólico como Chateaubriand, tierno como Petrarca, grosero como un lacayo, brutal como un salvaje, prudente en el campo parlamentario como Ulises en el campo de los griegos, impetuoso, temerario y audaz como Áyax pidiendo al Cielo la luz para morir con el sol del mediodía. En aquella naturaleza riquísima, hay algo de la naturaleza del capitán, algo de la naturaleza del sargento, algo de la naturaleza de un rey, y algo de la naturaleza del paisano del Danubio: tiene mucho del hombre salvaje, mucho del hombre civilizado: es zorra y león a un mismo tiempo. Es malicioso y cáustico, como el Mefistófeles de Goethe. Es inocente y cándido como un niño. Es todo lo que es un pueblo: y un pueblo lo es todo.

No puedo negar que dejo la pluma con placer para mirar amorosamente con los ojos de mi imaginación esta figura sublime, si bien me asusta algún tanto.Mis ojos atónitos le miran, inclinada la frente augusta sobre el arpa nacional, de donde arranca su mano gemidos tan dolorosos y profundos, como no los escucharon jamás los hijos de los hombres. Cualquiera diría que es Osián, y que le piden venganza desde su trono de nubes las almas melancólicas y trasparentes de sus padres.

¡Irlanda!, ¡verde Irlanda!, ¡católica Irlanda!, ¡alégrate en medio de tu humillación y de tu servidumbre! Eres esclava, es verdad: andas vestida de jerga: no comes sino las cortezas de tus árboles y las yerbas de tus campos: no pisas sino abrojos: no arrastras sino cadenas: no duermes sino en tu lecho de paja. Pero en ese lecho has dado a luz a un rey: ese rey romperá las cadenas de su madre. ¡Irlanda!, ¡verde Irlanda!, ¡católica Irlanda!, ¡alégrate en medio de tu humillación y de tu servidumbre!

 

JUAN DONOSO CORTÉS

Carta al Heraldo de Madrid. París, 31 de julio de 1842.

 


Voyez maintenant O’Connell, ce cyclope irlandais qui a fait de l’Angleterre son enclume. Dans les trois royaumes unis, nulle tête ne s’élève jusqu’à ses genoux. Les hommes le regardent avec étonnement, comme s’il était un demi-dieu ou un géant antédiluvien. Il fait avec sa parole ce que Paganini faisait avec son violon, il veille et rend obéissants à sa voix les sons de tous les instruments. La voix d’O’Connell est douce et étourdissante, sourde et claire, caressante et tonnante ; elle soupire comme une harpe, elle mugit comme le vent, elle enthousiasme comme un hymne : O’Connell est l’ange de l’Irlande et le démon de l’Angleterre. Dans les champs dévastés d’Érin, sa voix descend suave et consolante ; dans le Parlement anglais, elle lance des imprécations, tandis que sa main agite les serpents des furies. O’Connell est sublime comme Démosthènes, impudent comme Mirabeau, mélancolique comme Chateaubriand, tendre comme Pétrarque, grossier comme un laquais, brutal comme un sauvage, prudent dans le camp parlementaire comme Ulysse dans le camp des Grecs, impétueux, téméraire et audacieux comme Ajax demandant au ciel la lumière pour mourir en plein jour. Dans cette riche nature il y a quelque chose de la nature du capitaine, de celle du sergent, de celle du roi et de celle du paysan du Danube. O’Connell a beaucoup du sauvage et beaucoup de l’homme civilisé ; il est renard et lion en même temps ; malicieux et caustique comme le Méphistophélès de Goethe, il est innocent et candide comme un enfant. Il est tout ce qu’est un peuple ; un peuple est tout cela.

Je quitte la plume avec plaisir, je l’avoue, pour contempler amoureusement, avec les yeux de mon imagination, cette ligure sublime, bien qu’elle m’effraye un peu. Je le vois le front incliné sur la harpe nationale ; sa main en tire des gémissements si douloureux et si profonds, que jamais les fils des hommes n’en ont entendu de pareils. On dirait Ossian, on dirait que, du haut de leur trône de nuées, les âmes mélancoliques et transparentes de ses pères lui demandent vengeance !

Irlande, verte Irlande, catholique Irlande, réjouis-toi au milieu de ton humiliation et de la servitude ! Tu es esclave, c’est vrai ; tu ne portes que des vêtements grossiers ; tu n’as pour nourriture que l’écorce de tes arbres et les herbes de tes champs ; tu no marches que sur des écueils ; tu ne portes que des chaînes ; tu ne dors que sur un lit de paille. Mais, sur ce lit, tu as donné le jour à un roi, et ce roi brisera les chaînes de sa mère. Irlande, verte Irlande, catholique Irlande, réjouis toi au sein de ton humiliation et de ta servitude.

Traduction de MELCHIOR DU LAC


 

 

Luis de Góngora y Philippe Jaccottet: Dos sonetos

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SONETO

DE UN CAMINANTE ENFERMO QUE SE ENAMORÓ DONDE FUE HOSPEDADO

 

Descaminado, enfermo, peregrino

en tenebrosa noche, con pie incierto

la confusión pisando del desierto,

voces en vano dio, pasos sin tino.

 

Repetido latir, si no vecino,

distinto, oyó de can siempre despierto,

y en pastoral albergue mal cubierto

piedad halló, si no halló camino.

 

Salió el sol, y entre armiños escondida,

soñolienta beldad con dulce saña

salteó al no bien sano pasajero.

 

Pagará el hospedaje con la vida;

más le valiera errar en la montaña,

que morir de la suerte que yo muero.

 

SONNET

 

Désorienté, malade, pèlerin

dans la nuit sombre, d'un pas inexpert

arpentant le désordre du désert,

il erra et longtemps héla en vain. 

 

Il ouït répété, sinon voisin,

l'aboi d'un chien à l'œil toujours ouvert

et sous un piètre et pastoral couvert

trouva pitié à défaut de chemin. 

 

Vint le soleil, et d'hermine voilée,

beauté dormeuse en tendre frénésie

assaillit l'encor faible voyageur. 

 

Il paiera le gîte de sa vie :

mieux eût valu en la montagne errer

que mourir de la sorte que je meurs.

 

 

SONETO

A UNOS ÁLAMOS BLANCOS

 

 Verdes hermanas del audaz mozuelo

por quien orilla el Po dejastes presos

en verdes ramas ya y en troncos gruesos

el delicado pie, el dorado pelo:

 

pues entre las rüinas de su vuelo

sus cenizas bajar en vez de huesos,

y sus errores largamente impresos

de ardientes llamas vistes en el cielo,

 

acabad con mi loco pensamiento

que gobernar tal carro no presuma,

antes que lo desate por el viento

 

con rayos de desdén la beldad suma,

y las reliquias de su atrevimiento

esconda el desengaño en poca espuma.

 

SONNET

 

Vertes sœurs du jeune homme téméraire

pour qui, devant le Pô, avez laissé

prendre en feuillage vert et troncs grossiers

votre pied dilaté, vos cheveux d'or, 

 

puisque parmi les ruines de son vol

vous vîtes au lieu d'os tomber des cendres

et ses erreurs largement imprimées

par de brûlantes flammes sur le sol, 

 

mettez un terme à ma folle pensée

– que de guider tel char je ne présume –,

avant que la beauté suprême au vent

 

de ses feux dédaigneux ne la disperse

et que ce qui restait de sa hardiesse,

la déception ne l'enrobe d'écume.

LUIS DE GÓNGORA
PHILIPPE JACCOTTET


 

 

Boris Pasternak: Shakespeare

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Шекспир

 

Извозчичий двор и встающий из вод

В уступах — преступный и пасмурный Тауэр,

И звонкость подков и простуженный звон

Вестминстера, глыбы, закутанной в траур.

 

И тесные улицы; стены, как хмель,

Копящие сырость в разросшихся бревнах,

Угрюмых, как копоть, и бражных, как эль,

Как Лондон, холодных, как поступь, неровных.

 

Спиралями, мешкотно падает снег.

Уже запирали, когда он, обрюзгший,

Как сползший набрюшник, пошел в полусне

Валить, засыпая уснувшую пустошь.

 

Оконце и зерна лиловой слюды

В свинцовых ободьях. — «Смотря по погоде.

А впрочем… А впрочем, соснем на свободе.

А впрочем — на бочку! Цирюльник, воды!»

 

И, бреясь, гогочет, держась за бока,

Словам остряка, не уставшего с пира

Цедить сквозь приросший мундштук чубака

Убийственный вздор.

А меж тем у Шекспира

Острить пропадает охота. Сонет,

Написанный ночью с огнем, без помарок,

За дальним столом, где подкисший ранет

Ныряет, обнявшись с клешнею омара,

Сонет говорит ему:

«Я признаю

Способности ваши, но, гений и мастер,

Сдается ль, как вам, и тому, на краю

Бочонка, с намыленной мордой, что мастью

Весь в молнию я, то есть выше по касте,

Чем люди, — короче, что я обдаю

Огнем, как на нюх мой, зловоньем ваш кнастер?

 

Простите, отец мой, за мой скептицизм

Сыновний, но сэр, но милорд, мы — в трактире.

Что мне в вашем круге? Что ваши птенцы

Пред плещущей чернью? Мне хочется шири!

 

Прочтите вот этому. Сэр, почему ж?

Во имя всех гильдий и биллей! Пять ярдов —

И вы с ним в бильярдной, и там — не пойму,

Чем вам не успех популярность в бильярдной?»

 

— Ему? Ты сбесился? — И кличет слугу,

И, нервно играя малаговой веткой,

Считает: полпинты, французский рагу —

И в дверь, запустя в приведенье салфеткой.

 


SHAKESPEARE

 

Una posada, Londres, la Torre en la lisera

surgiendo entre las aguas, convicta y taciturna,

y el tintineo ronco de Westminster, la piedra

revestida de luto, y un ruido de herraduras.

 

Las paredes de lúpulo, en las calles estrechas,

que guardan la humedad como troncos hinchados,

sombríos como hollín, ebrios como cerveza,

gélidos, como Londres, quebrados, como pasos.

 

Unos copos cayendo, lentamente al principio;

a la hora de cerrar, la nieve es ya tan recia

como un telón tendido que baja en duermevela

y empieza a tapizar el páramo dormido.

 

Un tragaluz y mica, de color lila en granos,

sobre anillos de plomo: «Y a la vista del tiempo,

o mejor… ¿por qué no?… dormiremos al raso…

o mejor… al tonel: ¡traed agua, barbero!»

 

Y no para, los brazos en jarra, de reír

el rapado las gracias del burlón, que en un éxtasis

y con la boca siempre pegada al chibuquí,

farfulla sus sandeces.

Mas para entonces Shakespeare

no está ya para bromas. El soneto sin tacha,

que por la noche ha escrito con un fuego en su cuarto,

en otra mesa, lejos, donde una reineta agria

sale a flote abrazando la pinza de un crustáceo…

el soneto le dice:

«No lo niego, tenéis

vuestro talento, pero, genio y maestro, acaso

¿creerá, como vos, aquél, sobre el tonel,

de cara enjabonada, que yo pinto a relámpagos

y que soy por mi casta superior a cualquier

persona… creerá que es fuego lo que emano,

como a mi olfato emana peste vuestro tabaco?

 

»Perdonad, padre mío, mi escepticismo de hijo;

pero señor, milord, esto es una taberna:

¿qué es para mí este círculo? ¿Y nos, criaturas vuestras

qué somos para el vulgo? ¡Más espacio, más sitio!

 

»Leed para éste, Sir, ¿por qué no?, a ver, ¿por qué no?

Por todos los demonios: dais unos pasos más

y estáis en el billar con él… no lo entiendo:

¿os parece poco éxito la fama en el billar?»

 

—¿Estás loco? ¿¡Para él!? —Llama de mal talante

al mozo; y dando vueltas a una raspa de Málaga,

cuenta: ragú francés y… cerveza, media jarra.

Lanza la servilleta contra el espectro, y sale.

 

BORIS PASTERNAK

Temas y variaciones (1919)

Traducción de JOSÉ MATEO y XENIA DYAKONOVA

Visor, Madrid, 2012.


SHAKESPEARE

 

A coaching yard, and, looming over the river

In terraces, the gloomy Tower set back.

The clanking of hoofs and the rheumy pealing

Of Westminster, from muffled piles in black.

 

The narrow streets. The reeking houses, crowded,

That hoard the damp in their branching timbers,

Morose from soot and sodden from ale;

And crooked lanes by London cold enshrouded.

 

The snow falls sluggishly in darkness.

It came tumbling at twilight, wrinkled somewhat,

Half drowsy, like a crumpling belly band,

And smothered each deserted sleepy lot.

 

A small window, with bits of violet mica

In leaden rims… "Damn this weather!

We may sleep in the cold, in the open yet.

Now on to a barrel! Hey, barber, water!"

 

As he shaves, he cackles, holding his sides

At the wit of a jester jabbering since dinner

And straining through a pipe stuck to his lips

His tedious trifles.

                                     But Shakespeare bides,

Impatient with jesting and bored by the saws.

The sonnet he wrote with not one blot,

At white heat, last night at that far table

Where curdled rennet laps at lobster claws—

The sonnet speaks to him:

                                                 "Sir, I acclaim

Your talents, but, O my poet and master,

Do you know —you and that dolt astride

That barrel there with soap on his mug,

I'm swifter than lightning, nobler by nature

Than mortals? In brief, that, scourged in my flame,

You begin to stink like your foul tobacco?

 

"Forgive me, old man, my filial skepticism,

But, Sir, my good lord, I believe we lie

At an inn. Are your cronies my kind? Your verse,

For the mob? Sir, grant me the infinite sky!

 

"Well, read it to him! Why not? In the name

Of all guilds and bills —in his company—

Five yards away —at billiards with him,

Do you like this sort of popularity?,

 

"Read to him? Are you mad?, He calls for the waiter.

And fiddling with a bunch of Malaga grapes,

He reckons: half pint, French stew. And he runs,

Flinging his napkin at the phantom shape.

 

Translated by EUGENE M. KAYDEN

The Kent State University Press, 1970.

 



 

 

Winston Churchill: T.E. Lawrence

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T. E. LAWRENCE

 

No conocí a Lawrence sino después de la guerra. Fue durante la primavera de 1919, cuando los gestores de la paz, o en todo caso los gestores de tratados, estaban reunidos en París, e Inglaterra estaba pendiente de sus decisiones. Tan grande había sido la presión durante la guerra, tan vasta su escala, tan absorbentes las batallas en Francia, que apenas había podido hacerme una noción confusa del papel representado en las campañas de Allenby por la rebelión árabe del desierto. Pero entonces alguien me dijo: "Tiene usted que conocer a ese muchacho maravilloso. Sus hazañas son épicas". Y así fue como invité a almorzar a Lawrence.

Por aquella época, tanto en Londres como en París, Lawrence solía llevar su traje árabe para identificarse con los intereses del emir Feisal y con las demandas árabes, sujetas entonces a un áspero debate. En aquella ocasión, sin embargo, vestía ropas corrientes y a primera vista parecía uno de los tantos oficiales jóvenes y bien perfilados que habían ganado alto rango y distinción durante la contienda.

Éramos sólo hombres y la conversación era general; pero de pronto alguien, no sin malicia, contó la actitud de Lawrence durante la ceremonia de la Investidura, pocos días antes. Lawrence iba a ser condecorado como Comandante de la Orden del Baño. La larga fila de distinguidos con honores pasaba ante el rey. Cuando llegó el turno del coronel Lawrence, el rey tomó la condecoración del almohadón de terciopelo y se dispuso a colgarla del gancho que en tales circunstancias los oficiales llevan en sus chaquetas. Pero Lawrence lo detuvo y en voz baja, con el más profundo respeto, declaró que le era imposible recibir ningún honor de Su Majestad cuando Gran Bretaña estaba a punto de violar los pactos que, en su nombre, él había establecido con los árabes, soldados tan aguerridos. La escena y el incidente no tenían precedentes. Desde luego, el rey se manifestó muy sorprendido y disgustado; Lawrence se inclinó, pasó y la ceremonia continuó [En realidad fue durante una precedente audiencia privada con el rey cuando Lawrence se negó a recibir condecoraciones; pero he admitido la versión inexacta del incidente porque, según palabras de Churchill, "entonces creí de veras que la cosa había ocurrido de ese modo y su propio hermano discutió conmigo dando por sentado que así había sucedido". Nota de Arnold W. Lawrence.]

Alcé las cejas al oír la historia; no la conocía. En mi carácter de Ministro de Guerra dije en seguida que la conducta de Lawrence era muy equivocada: injusta ante el rey como caballero y tremendamente irrespetuosa ante él como soberano. Cualquier hombre puede rechazar un título o una condecoración; cualquier hombre puede declarar las razones de principio que lo mueven a tal rechazo. Pero era monstruoso aprovechar para hacer una demostración política el momento en que Su Majestad, cumpliendo con su deber constitucional, estaba en vías de hacer el gracioso acto de investirlo personalmente. Como Lawrence era mi huésped no podía decir más, pero en mi posición oficial no podía decir menos.

Lawrence aceptó tranquilamente mi reproche. Ése, explicó, era el único medio a su alcance para hacer que las más altas autoridades del gobierno comprendieran que el honor de Gran Bretaña estaba comprometido por su actitud con los árabes y que traicionarlos con respecto a las demandas sirias de Francia sería una mancha imborrable en nuestra historia. El propio rey debía enterarse de lo que se hacía en su nombre y él no veía otro medio. Dije que eso no excusaba de ningún modo el método empleado; después llevé la conversación a temas más agradables.

Pero debo admitir que ese episodio me inspiró el ansia de conocer más de cerca lo que en realidad había ocurrido durante la guerra del desierto y me abrió los ojos sobre las pasiones latentes bajo las túnicas árabes. Pedí informes y los estudié. Hablé del asunto con el Primer Ministro. Me dijo que los franceses se proponían conseguir Siria y gobernarla desde Damasco y que nada los disuadiría. El acuerdo Sykes-Picot, hecho por Inglaterra durante la guerra, había causado gran confusión y sólo la Conferencia de la Paz podía resolver las demandas antagónicas. Eso era incontestable.

No volví a ver a Lawrence sino varias semanas después. Si la memoria no me traiciona, creo que fue en París. Llevaba sus ropas árabes y toda la magnificencia de su personalidad quedaba así revelada. La gravedad de su porte, la precisión de sus opiniones, la altura y calidad de su conversación parecían realzados hasta un punto impresionante por las vestiduras y el tocado árabes. Relucían, entre los pliegues flotantes, sus rasgos nobles, sus labios nítidamente dibujados y sus ojos centelleantes, cargados de fuego y comprensión. Parecía lo que era: uno de los más grandes príncipes de la naturaleza.

Esa vez nos entendimos mucho mejor y yo empecé a formarme de su fuerza y majestad una impresión que en lo futuro nunca habría de cambiar. Vestido con las prosaicas ropas cotidianas de Inglaterra o, después, con el uniforme de mecánico de la Air Force, siempre lo vi tal como aparece en el brillante esbozo de Augustus John. Empecé a oír hablar mucho de él a amigos que habían combatido bajo sus órdenes. Y la verdad es que de él se hablaba constantemente en todos los círculos, militares, diplomáticos y académicos.

Pronto fue evidente que su causa no marchaba bien en París. Lawrence acompañaba a todas partes a Feisal como amigo e intérprete. Y por cierto que lo interpretaba bien. Lo que consideraba su deber con respecto a los árabes le hacía desdeñar sus relaciones inglesas y hasta los pormenores de su propia carrera. Luchó con los franceses. Enfrentó a Clemenceau en largos y repetidos debates. Era éste un enemigo digno de su temple. El viejo "Tigre" tenía un rostro tan feroz como podía llegar a ser el de Lawrence y, como en éste, su mirada intrépida era fiel indicio de su fuerza de voluntad. Clemenceau tenía gran estima por Oriente; honraba a los paladines, admiraba las hazañas de Lawrence y reconocía su genio. Pero los sentimientos franceses con respecto a Siria tenían ya cien años. La idea de que Francia, desangrada en las trincheras de Flandes, pudiera salir de la Guerra Mundial sin su botín de territorios conquistados era insoportable para Clemenceau y de ningún modo habría sido tolerada por sus compatriotas.

Todos sabemos cómo acabaron las cosas. Después de largas y ásperas discusiones que tuvieron lugar tanto en París como en Oriente, la Conferencia de la Paz concedió el mando de Siria a Francia. Cuando los árabes se resistieron por la fuerza, las tropas francesas expulsaron de Damasco al emir Feisal, después de una refriega en que fueron muertos algunos de los jefes árabes más valientes. Los franceses consumaron la ocupación de esa espléndida provincia, reprimieron las revueltas subsiguientes con el más duro rigor y gobernaron desde entonces hasta el día de hoy con ayuda de un ejército muy numeroso.

Durante todo este período no vi a Lawrence. Y la verdad es que tantas cosas se desmoronaban en el mundo de la posguerra que el asunto de los árabes no parecía excepcional. Pero de cuando en cuando pensaba en ese tema y comprendía cuán intensas debían ser las emociones de Lawrence, que no sabía sencillamente qué hacer. Iba de un lado a otro, desesperado y como asqueado de la vida. En sus escritos públicos ha declarado que toda ambición personal había muerto en él antes de la entrada triunfal en Damasco, durante el período final de la guerra. Pero estoy persuadido de que la prueba de asistir al desamparo de sus amigos árabes —con quienes había empeñado su palabra y, en su concepto, la palabra de Inglaterra que quedaba tan mal parada— debió ser el principal motivo que decidió su renuncia definitiva a toda actuación en los asuntos importantes. Su naturaleza, maravillosamente forjada, había estado sometida a las tensiones más violentas durante la guerra; pero entonces lo sostenía su espíritu. Y ahora era su espíritu el que estaba herido.

Durante la primavera de 1921 fui enviado al Colonial Office para hacerme cargo de nuestros asuntos en el Medio Oriente y para imponer allí algún orden. Por entonces acabábamos de sofocar en Irak una revuelta altamente peligrosa y cruenta, y para mantener el orden se necesitaban alrededor de 40.000 soldados, con un costo de 30.000.000 de libras anuales. Las cosas no podían seguir así. En Palestina, el conflicto entre árabes y judíos amenazaba con transformarse en cualquier momento en violencia declarada. Los jefes árabes, expulsados de Siria con la mayor parte de su séquito —todos ellos habían sido aliados nuestros—, acechaban furiosos en los desiertos, más allá del Jordán. En Egipto crecía la agitación. De modo que todo el Medio Oriente presentaba un cuadro de lo más melancólico y alarmante.

Para solucionar estas nuevas responsabilidades creé un nuevo departamento del Colonial Office. Media docena de hombres de probada capacidad, algunos del India Office y otros que habían servido en Irak y Palestina durante la guerra, formaban su núcleo. Resolví incluir a Lawrence entre ellos, si lograba persuadirlo. Todos los demás lo conocían bien y varios de ellos habían luchado a su lado o bajo sus órdenes. Cuando les comuniqué mi proyecto todos se mostraron estupefactos. "¡Demonios! ¿Quiere usted ponerle un freno a ese potro salvaje del desierto?" Tal fue la reacción, sugerida no por una envidia mezquina o por una subestimación de la capacidad de Lawrence, sino por la sincera convicción de que en su estado de ánimo y con su temperamento nunca sería capaz de sujetarse a la rutina de una oficina pública. Sin embargo, persistí. Se ofreció un puesto importante a Lawrence y ante la sorpresa de muchos —aunque no completamente ante la mía— aceptó de inmediato.

No es éste el lugar para detallar los intrincados y abstrusos problemas que debíamos encarar. El esbozo más rápido bastará.

Los asuntos debían manejarse en su propio escenario. Por consiguiente concerté una conferencia en El Cairo a la que prácticamente estaban convocados todos los expertos y autoridades del Medio Oriente. Acompañado por Lawrence, Young y Trenchard, del Ministerio del Aire, partí hacia El Cairo. Allí y en Palestina permanecimos casi un mes. Sometimos al Gabinete las propuestas de mayor importancia. En primer término, repararíamos el daño hecho a los árabes y a la Casa de los Jefes de la Meca elevando a Feisal como rey en el trono de Irak y confiando al emir Abdulla el gobierno de Transjordania. En segundo término, retiraríamos prácticamente todas las tropas de Irak y confiaríamos su defensa a la Royal Air Force.

En tercer término, llegamos a un acuerdo en las dificultades más inmediatas entre judíos y árabes en Palestina, como base para el futuro. Las dos primeras propuestas suscitaron una tremenda oposición. El gobierno francés reaccionó violentamente ante el favor concedido al emir Feisal, considerado como un rebelde vencido; el Departamento de Guerra británico se mostró disgustado por el retiro de las tropas y predijo matanzas y desastres. Pero yo había comprobado para entonces que cuando Trenchard tenía el propósito de hacer algo solía llevarlo a cabo.

Fue preciso un año de la administración más difícil y azarosa para poner en práctica lo que habíamos resuelto tan de prisa. Ésta fue la etapa de la vida de Lawrence en que trabajó como empleado civil. Todos estaban asombrados por su serenidad y su comportamiento lleno de tacto. Su paciencia y su buena disposición para trabajar junto a otras personas sorprendían a quienes lo conocían más de cerca. Tremendas confabulaciones debieron suscitarse entre esos expertos, y en ocasiones la tensión ha de haber sido extrema. Pero en lo que a mí respecta, siempre recibí una opinión unánime de los dos o tres hombres más irreprochables con que mi fortuna me permitió trabajar.

Sería injusto atribuir únicamente a Lawrence el gran éxito logrado por la nueva política. Lo asombroso es que fuera capaz de domeñar su personalidad, de inclinar su imperiosa voluntad y compartir su experiencia en el esfuerzo común. Ésta es una prueba de la grandeza de su carácter y la versatilidad de su genio. Entrevió la esperanza de cumplir en gran parte las promesas que había hecho a los jefes árabes y de restablecer en cierta medida la paz en esas vastas regiones. Ese afán lo hizo capaz de convertirse en un chato funcionario, si me atrevo a emplear el término. Su esfuerzo no fue inútil. Sus propósitos se impusieron.

A fines de ese año las cosas empezaron a mejorar. Todas nuestras medidas se cumplieron, una tras otra. El ejército fue retirado de Irak; la Air Force se instaló en un recodo del Éufrates; Bagdad aclamó a Feisal como rey; Abdulla se estableció lealmente y cómodamente en Transjordania.

Un día dije a Lawrence: "¿Qué le gustaría hacer cuando todo esto quede solucionado? Los empleos más altos lo aguardan si tiene usted la intención de seguir con su nueva carrera en el Colonial Service". Sonrió con su dulce, radiante, enigmática sonrisa y contestó:

''Dentro de muy pocos meses habrá terminado mi trabajo aquí. La tarea está hecha, y habrá de perdurar".

—Pero ¿qué será de usted?

—Todo lo que verá usted de mí es una nubecilla de polvo en el horizonte.

Cumplió su palabra. Por esa época debía de estar sin recursos. Su sueldo era de mil doscientas libras anuales; los cargos de gobernador y las altas jefaturas estaban por entonces en mi mano. Nada lo atrajo. Como último recurso lo envié a Transjordania, donde habían surgido dificultades imprevistas. Tenía plenos poderes. Los empleó con su proverbial energía. Despidió a oficiales. Usó la fuerza. Restableció la tranquilidad total. Todos quedaron complacidos por el éxito de su misión; pero nada lo persuadió para que continuara. Con tristeza vi "la nubecilla de polvo" desvaneciéndose en el horizonte. Varios años pasaron antes de que volviéramos a encontrarnos.

Me he detenido en esta parte de sus actividades porque en una carta recientemente publicada el propio Lawrence le asigna una importancia mayor a la de sus hazañas durante la guerra. Pero ése no es un juicio exacto.

El episodio siguiente de su vida fue la redacción, la impresión, la encuadernación y la publicación de su libro Los Siete Pilares. Supimos que estaba entregado a esa labor y que algunas personas a quienes consideraba dignas de tal honor estaban invitadas a suscribirse por la suma de treinta libras el ejemplar. Acepté con gusto. En el ejemplar que por fin recibí escribió una dedicatoria que aprecio mucho. Se negó a permitirme que pagara el libro. Yo me lo merecía, según dijo.

Como relato de guerra y aventuras, como presentación de todo lo que significan los árabes para el mundo, Los Siete Pilares es insuperable. Figura entre los libros más grandes que se han escrito en lengua inglesa.

En principio, la estructura del relato es simple. Los ejércitos turcos dependían del ferrocarril del desierto. Esas delgadas vías de acero corrían a través de centenares de millas de quemante desierto. Si esas vías eran constantemente destruidas, perecerían los ejércitos turcos, con la subsiguiente derrota turca y la caída del tremendo poder teutónico, que aullaba su odio a través de los diez mil cañones apostados en las llanuras de Flandes. Ése era el talón de Aquiles y contra él dirigió ese hombre de menos de treinta años sus audaces, desesperados, románticos asaltos. Supimos de ellos en numerosa sucesión: largas, penosas incursiones en camello a través de tierras agostadas por el sol. La infinita desolación de la naturaleza espanta al viajero. En camión o en aeroplano podemos inspeccionar esas temibles soledades, sus arenas sin límites, sus rocas calcinadas y azotadas por los vientos, las gargantas montañosas de una luna roja y ardiente. Esos fueron los yermos que, con privaciones infinitas, atravesaron hombres cabalgando camellos y acarreando dinamita para destruir puentes ferroviarios y para ganar la guerra y, como entonces lo esperábamos, liberar el mundo.

No hay en el libro efectos de masas. Todo es intenso, individual, consciente. Y eso en condiciones que parecerían acabar con la existencia humana. Y por encima de todo, un propósito, un espíritu, una fuerza de voluntad. Una gesta, un prodigio, un relato de tormentos, y en su corazón... un Hombre.

Es interesante preguntarse qué habría sido de Lawrence si la Guerra Mundial hubiese continuado un año más. En Oriente las noticias, cuando son escasas, se difunden con rapidez. La fama de este hombre se extendía a través de Asia. Nada era imposible. Habría llegado a Constantinopla en 1919, con la mayoría de las razas y tribus de Asia Menor y Arabia tras de sí. Ya estaba en estrechas negociaciones con Mustafá Kemal. El sueño del joven Napoleón de conquistar Oriente, frustrado por el poder marítimo de Inglaterra y por Abercrombie en Acre —el "grano de arena"—, pudo cumplirse por obra de un hombre en que son notorias las cualidades de que están hechos los conquistadores del mundo. Pero el enemigo se desplomó. Sonaron las campanas del armisticio. Las grandes decisiones se interrumpieron. El horrible diluvio se apaciguó. Lawrence fue como un monstruo prehistórico arrastrado por la marea tierra adentro, donde quedó extrañamente varado al retirarse las aguas.

El resto de su vida puede abreviarse. Su orgullo y muchas de sus virtudes eran sobrehumanos. Era uno de esos seres cuya marcha por la vida es más rápida e intensa que lo normal. Así como un avión sólo puede volar merced a su velocidad y a su presión contra el aire, él sólo podía volar en un huracán. No guardaba armonía con lo normal y cuando se detenía el viento del temporal le era difícil encontrar una razón para existir. De haber sido un hombre religioso, el monasterio habría sido su refugio en una época religiosa. Pero una tarea más ardua le estaba reservada. La encontró en la Royal Air Force.

Cuando Clemenceau, anciano ya, regresó de la India, los periodistas le preguntaron: "¿Qué hará usted ahora?" Clemenceau respondió: "Viviré hasta morir". Ése fue el caso de Lawrence. Durante doce años trabajó como mecánico aviador. Su oscuro y valeroso trabajo, los buenos muchachos, camaradas ingleses de corazón abierto, el funcionamiento de los motores de avión, el diseño de los hidroaviones... ésa fue su vida. En una de las raras ocasiones en que lo vi le reproché que escondiera su talento cuando más lo necesitaba el Imperio. Me respondió que estaba dando un ejemplo y que nada en la vida es más importante que ser un buen mecánico aviador. Ciertamente lo era. Pero ¡cuántas otras cosas era al propio tiempo!

Su ascendiente sobre la imaginación del mundo actual se debió a su indiferencia por todos los halagos que la naturaleza ofrece a la multitud de sus criaturas. Él podía sentir más intensamente las angustias de la naturaleza. Sus galardones no lo seducían. Hogar, dinero, comodidad, fama, el poder mismo, poco o nada significaban para él. El mundo moderno no tenía medios para gravitar sobre él con el más leve influjo. Solitario, austero, inexorable, se movía en un plano distinto del nuestro, superior a nuestra condición común. La existencia no era para él más que un deber, pero un deber que debía cumplirse con absoluta lealtad.

Con Lawrence sólo pude hablar entre largos intervalos. Pero me sentía bajo su fascinación y me consideraba su amigo. A veces paraba su motocicleta frente a mi casa y entonces yo tenía que darme mucha prisa para matar el ternero cebado. Otras veces se detenía, pero en seguida salía disparando por miedo de importuna... donde siempre era bienvenido.

La última vez que pasó por mi casa fue pocas semanas antes de morir. ¡Andaba en bicicleta! Me dijo que estaba a punto de privarse de su motocicleta. No podía permitirse tales lujos. Le recordé que había tenido a su alcance la bolsa de Fortunato. Sólo hubiese debido extender la mano. Pero sacudió la cabeza desdeñosamente. Cosas como una motocicleta estaban más allá de sus medios... ¡Ay, no persistió en su decisión!

Considero a Lawrence uno de los seres más grandes que hayan vivido en nuestro tiempo. No conozco a nadie que pueda comparársele.

Y me temo que por más que lo necesitemos nunca encontraremos quien se le compare. El rey Jorge V escribió al hermano de Lawrence: "Su nombre vivirá en la historia". Es cierto. Vivirá en las letras inglesas; vivirá en los anales de la guerra; vivirá en las tradiciones de la Royal Air Force y en las leyendas de Arabia.

SIR WINSTON CHURCHILL 

Traducción de ENRIQUE PEZZONI

Revista Sur nº 235, Buenos Aires julio-agosto de 1955 

 


T.E. LAWRENCE

 

I did not meet Lawrence till after the First World War was over. It was in the spring of 1919, when the Peace-makers, or at any rate the Treaty-makers, were gathered in Paris and all England was in the ferment of the aftermath. So great had been the pressure in the War, so vast its scale, so dominating the great battles in France, that I had only been dimly conscious of the part played in Allenby’s campaigns by the Arab revolt in the desert. But now someone said to me: “You ought to meet this wonderful young man. His exploits are an epic.” So Lawrence came to luncheon.

Usually at this time in London or Paris he wore his Arab dress in order to identify himself with the interests of the Emir Feisal and with the Arabian claims then under harsh debate. On this occasion, however, he wore plain clothes, and looked at first sight like one of the many clean-cut young officers who had gained high rank and distinction in the struggle. We were men only and the conversation was general, but presently someone rather mischievously told the story of his behavior at an Investiture some weeks before.

The impression I received was that he had refused to accept the decorations which the King was about to confer on him at an official ceremony. I was Secretary of State for War, so I said at once that his conduct was most wrong, not fair to the King as a gentleman and grossly disrespectful to him as a sovereign. Any man might refuse a title or a decoration, any man might in refusing state the reasons of principle which led to his action, but to choose the occasion when His Majesty in pursuance of his constitutional duty was actually about to perform the gracious act of personally investing him, as the occasion for making a political demonstration, was monstrous. As he was my guest I could not say more, but in my official position I could not say less.

It is only recently that I have learned the true facts. The refusal did in fact take place, but not at the public ceremonial. The King received Lawrence in order to have a talk with him. At the same time His Majesty thought it would be convenient to give him the Commandership of the Bath and the Distinguished Service Order to which he had already been gazetted. When the King was about to bestow the Insignia, Lawrence begged that he might be allowed to refuse them. The King and Lawrence were alone at the time.

Whether or not Lawrence saw I had misunderstood the incident, he made no effort to minimize it or to excuse himself. He accepted the rebuke with good humour. This was the only way in his power, he said, of rousing the highest authorities in the State to a realization of the fact that the honour of Great Britain was at stake in the faithful treatment of the Arabs and that their betrayal to the Syrian demands of France would be an indelible blot on our history. The King himself should be made aware of what was being done in his name, and he knew no other way. I said that this was no defence at all for the method adopted, and then turned the conversation into other and more agreeable channels.

But I must admit that this episode made me anxious to learn more about what had actually happened in the desert war, and opened my eyes to the passions which were seething in Arab bosoms. I called for reports and pondered them. I talked to the Prime Minister about it. He said that the French meant to have Syria and rule it from Damascus, and that nothing would turn them from it. The Sykes-Picot Agreement, which we had made during the War, had greatly confused the issue of principle, and only the Peace Conference could decide conflicting claims and pledges. This was unanswerable.

I did not see Lawrence again for some weeks. It was, if my memory serves me right, in Paris. He wore his Arab robes, and the full magnificence of his countenance revealed itself. The gravity of his demeanor; the precision of his opinions; the range and quality of his conversation; all seemed enhanced to a remarkable degree by the splendid Arab head-dress and garb. From amid the flowing draperies his noble features, his perfectly-chiseled lips and flashing eyes loaded with fire and comprehension shone forth. He looked what he was, one of Nature’s greatest princes. We got on much better this time, and I began to form that impression of his strength and quality which since has never left me. Whether he wore the prosaic clothes of English daily life or afterwards in the uniform of an Air Force mechanic, I always saw him henceforward as he appears in Augustus John’s brilliant pencil sketch.

I began to hear much more about him from friends who had fought under his command, and indeed there was endless talk about him in every circle, military, diplomatic and academic. It appeared that he was a savant as well as a soldier: an archaeologist as well as a man of action: a brilliant scholar as well as an Arab partisan.

It soon became evident that his cause was not going well in Paris. He accompanied Feisal everywhere as friend and interpreter. Well did he interpret him. He scorned his English connections and all question of his own career compared to what he regarded as his duty to the Arabs. He clashed with the French. He faced Clemenceau in long and repeated controversies. Here was a foeman worthy of his steel. The old Tiger had a face as fierce as Lawrence’s, an eye as unfailing and a will-power well matched. Clemenceau had a deep feeling for the East; he loved a paladin, admired Lawrence’s exploits and recognized his genius. But the French sentiment about Syria was a hundred years old. The idea that France, bled white in the trenches of Flanders, should emerge from the Great War without her share of conquered territories was insupportable to him, and would never have been tolerated by his countrymen.

Everyone knows what followed. After long and bitter controversies both in Paris and in the East, the Peace Conference assigned the mandate for Syria to France. When the Arabs resisted this by force, the French troops threw the Emir Feisal out of Damascus after a fight in which some of the bravest of the Arab chiefs were killed. They settled down in the occupation of this splendid province, repressed the subsequent revolts with the utmost sternness, and rule there to this day by the aid of a very large army. [Written in 1935.]

I did not see Lawrence while all this was going on, and indeed when so many things were crashing in the postwar world the treatment of the Arabs did not seem exceptional. But when from time to time my mind turned to the subject I realized how intense his emotions must be. He simply did not know what to do. He turned this way and that in desperation, and in disgust of life. In his published writings he has declared that all personal ambition had died within him before he entered Damascus in triumph in the closing phase of the War. But I am sure that the ordeal of watching the helplessness of his Arab friends to whom he had pledged his word, and as he conceived it the word of Britain, maltreated in this manner, must have been the main cause which decided his eventual renunciation of all power in great affairs. His highlywrought nature had been subjected to the most extraordinary strains during the War, but then his spirit had sustained it. Now it was the spirit that was injured.

In the spring of 1921 I was sent to the Colonial Office to take over our business in the Middle East and bring matters into some kind of order. At that time we had recently suppressed a most dangerous and bloody rebellion in Iraq, and upwards of forty thousand troops at a cost of thirty million pounds a year were required to preserve order. This could not go on. In Palestine the strife between the Arabs and the Jews threatened at any moment to take the form of actual violence. The Arab chieftains, driven out of Syria with many of their followers— all of them our late allies—lurked furious in the deserts beyond the Jordan. Egypt was in ferment. Thus the whole of the Middle East presented a most melancholy and alarming picture. I formed a new department of the Colonial Office to discharge these new responsibilities.

Half a dozen very able men from the India Office and from those who had served in Iraq and Palestine during the war formed the nucleus. I resolved to add Lawrence to their number, if he could be persuaded. They all knew him well, and several had served with or under him in the field. When I broached this project to them, they were frankly aghast—”What! wilt thou bridle the wild ass of the desert?” Such was the attitude, dictated by no small jealousy or undervaluing of Lawrence’s qualities, but from a sincere conviction that in his mood and with his temperament he could never work at the routine of a public office.

However, I persisted. An important post was offered to Lawrence, and to the surprise of most people, though not altogether to mine, he accepted at once. This is not the place to enter upon the details of the tangled and thorny problems we had to settle. The barest outline will suffice. It was necessary to handle the matter on the spot. I therefore convened a conference at Cairo to which practically all the experts and authorities of the Middle East were summoned. Accompanied by Lawrence, Hubert Young, and Trenchard from the Air Ministry, I set out for Cairo. We stayed there and in Palestine for about a month. We submitted the following main proposals to the Cabinet: First, we would repair the injury done to the Arabs and to the House of the Sherifs of Mecca by placing the Emir Feisal upon the throne of Iraq as King, and by entrusting the Emir Abdullah with the government of Trans-Jordania. Secondly, we would remove practically all the troops from Iraq and entrust its defense to the Royal Air Force. Thirdly, we suggested an adjustment of the immediate difficulties between the Jews and Arabs in Palestine which would serve as a foundation for the future.

Tremendous opposition was aroused against the first two proposals. The French Government deeply resented the favour shown to the Emir Feisal, whom they regarded as a defeated rebel. The British War Office was shocked at the removal of the troops, and predicted carnage and ruin. I had, however, already noticed that when Trenchard undertook to do anything particular, he usually carried it through. Our proposals were accepted, but it required a year of most difficult and anxious administration to give effect to what had been so speedily decided.

Lawrence’s term as a Civil Servant was a unique phase in his life. Everyone was astonished by his calm and tactful demeanor. His patience and readiness to work with others amazed those who knew him best. Tremendous confabulations must have taken place among these experts, and tension at times must have been extreme. But so far as I was concerned, I received always united advice from two or three of the very best men it has ever been my fortune to work with. It would not be just to assign the whole credit for the great success which the new policy secured to Lawrence alone. The wonder was that he was able to sink his personality, to bend his imperious will and pool his knowledge in the common stock. Here is one of the proofs of the greatness of his character and the versatility of his genius. He saw the hope of redeeming in a large measure the promises he had made to the Arab chiefs and of re-establishing a tolerable measure of peace in those wide regions. In that cause he was capable of becoming—I hazard the word—a humdrum official. The effort was not in vain. His purposes prevailed.

Towards the end of the year things began to go better. All our measures were implemented one by one. The Army left Iraq, the Air Force was installed in a loop of the Euphrates, Baghdad acclaimed Feisal as King, Abdullah settled down loyally and comfortably in Trans-Jordania. One day I said to Lawrence: “What would you like to do when all this is smoothed out? The greatest employments are open to you if you care to pursue your new career in the Colonial Service.” He smiled his bland, beaming, cryptic smile, and said: “In a very few months my work here will be finished. The job is done, and it will last.”—”But what about you?”—”All you will see of me is a small cloud of dust on the horizon.”

He kept his word. At that time he was, I believe, almost without resources. His salary was £1,200 a year, and governorships and great commands were then at my disposal. Nothing availed. As a last resort I sent him out to Trans-Jordania where sudden difficulties had arisen. He had plenary powers. He wielded them with his old vigour. He removed officers. He used force. He restored complete tranquillity. Everyone was delighted with the success of his mission, but nothing would persuade him to continue. It was with sadness that I saw “the small cloud of dust” vanishing on the horizon. It was several years before we met again. I dwell upon this part of his activities because in a letter recently published he assigns to it an importance greater than his deeds in war. But this is not true judgment.

The next episode was the writing, the printing, the binding and the publication of his book, Seven Pillars of Wisdom. This is perhaps the point at which to deal with this treasure of English literature. As a narrative of war and adventure, as a portrayal of all that the Arabs mean to the world, it is unsurpassed. It ranks with the greatest books ever written in the English language. If Lawrence had never done anything except write this book as a mere work of the imagination his fame would last —to quote Macaulay’s hackneyed phrase— "as long as the English language is spoken in any quarter of the globe.” The Pilgrim’s Progress, Robinson Crusoe, Gulliver’s Travels are dear to British homes. Here is a tale originally their equal in interest and charm. But it is fact, not fiction. The author was also the commander. Caesar’s Commentaries deal with larger numbers, but in Lawrence’s story nothing that has ever happened in the sphere of war and empire is lacking. When most of the vast literature of the Great War has been sifted and superseded by the epitomes, commentaries and histories of future generations, when the complicated and infinitely costly operations of its ponderous armies are the concern only of the military student, when our struggles are viewed in a fading perspective and a truer proportion, Lawrence’s tale of the revolt in the desert will gleam with immortal fire.

We heard that he was engaged upon this work and that a certain number of those whom he regarded as worthy of the honor were invited to subscribe £30 for a copy. I gladly did so. In the copy which eventually reached me he wrote at an interval of eleven years two inscriptions which I greatly value, though much has changed since then, and they went far beyond the truth at the time. He refused to allow me to pay for the book. I had deserved it he said.

In principle the structure of the story is simple. The Turkish armies operating against Egypt depended upon the desert railway. This slender steel track ran through hundreds of miles of blistering desert. If it were permanently cut the Turkish armies must perish: the ruin of Turkey must follow, and with it the downfall of the mighty Teutonic power which hurled its hate from ten thousand cannons on the plains of Flanders. Here was the Achilles heel, and it was upon this that this man in his twenties directed his audacious, desperate, romantic assaults. We read of them in numerous succession. Grim camel-rides through sun-scorched, blasted lands, where the extreme desolation of nature appalls the traveler. With a motor-car or airplane we may now inspect these forbidding solitudes, their endless sands, the hot savage wind-whipped rocks, the mountain gorges of a red-hot moon. Through these with infinite privation men on camels with shattering toil carried dynamite to destroy railway bridges and win the war, and, as we then hoped, free the world.

Here we see Lawrence the soldier. Not only the soldier but the statesman: rousing the fierce peoples of the desert, penetrating the mysteries of their thought, leading them to the selected points of action and as often as not firing the mine himself. Detailed accounts are given of ferocious battles with thousands of men and little quarter fought under his command on these lava landscapes of hell. There are no mass-effects. All is intense, individual, sentient—and yet cast in conditions which seemed to forbid human existence. Through all, one mind, one soul, one will-power. An epic, a prodigy, a tale of torment, and in the heart of it —a Man.

The impression of the personality of Lawrence remains living and vivid upon the minds of his friends, and the sense of his loss is in no way dimmed among his countrymen. All feel the poorer that he has gone from us. In these days dangers and difficulties gather upon Britain and her Empire, and we are also conscious of a lack of outstanding figures with which to overcome them. Here was a man in whom there existed not only an immense capacity for service, but that touch of genius which everyone recognizes and no one can define. Alike in his great period of adventure and command or in these later years of self-suppression and self-imposed eclipse, he always reigned over those with whom he came in contact. They felt themselves in the presence of an extraordinary being. They felt that his latent reserves of force and will-power were beyond measurement. If he roused himself to action, who should say what crisis he could not surmount or quell? If things were going very badly, how glad one would be to see him come round the corner.

Part of the secret of this stimulating ascendancy lay of course in his disdain for most of the prizes, the pleasures and comforts of life. The world naturally looks with some awe upon a man who appears unconcernedly indifferent to home, money, comfort, rank, or even power and fame. The world feels, not without a certain apprehension, that here is someone outside its jurisdiction; someone before whom its allurements may be spread in vain; someone strangely enfranchised, untamed, untrammeled by convention, moving independently of the ordinary currents of human action; a being readily capable of violent revolt or supreme sacrifice, a man, solitary, austere, to whom existence is no more than a duty, yet a duty to be faithfully discharged. He was indeed a dweller upon the mountain tops where the air is cold, crisp and rarefied, and where the view on clear days commands all the Kingdoms of the world and the glory of them.

Lawrence was one of those beings whose pace of life was faster and more intense than the ordinary. Just as an airplane only flies by its speed and pressure against the air, so he flew best and easiest in the hurricane. He was not in complete harmony with the normal. The fury of the Great War raised the pitch of life to the Lawrence standard. The multitudes were swept forward till their pace was the same as his. In this heroic period he found himself in perfect relation both to men and events.

I have often wondered what would have happened to Lawrence if the Great War had continued for several more years. His fame was spreading fast and with the momentum of the fabulous throughout Asia. The earth trembled with the wrath of the warring nations. All the metals were molten. Everything was in motion. No one could say what was impossible. Lawrence might have realized Napoleon’s young dream of conquering the East; he might have arrived at Constantinople in 1919 or 1920 with many of the tribes and races of Asia Minor and Arabia at his back. But the storm wind ceased as suddenly as it had arisen. The skies became clear; the bells of Armistice rang out. Mankind returned with indescribable relief to its long-interrupted, fondly-cherished ordinary life, and Lawrence was left once more moving alone on a different plane and at a different speed.

When his literary masterpiece was written, lost and written again; when every illustration had been profoundly considered and every incident of typography and paragraphing settled with meticulous care; when Lawrence on his bicycle had carried the precious volumes to the few —the very few he deemed worthy to read them— happily he found another task to his hands which cheered and comforted his soul. He saw as clearly as anyone the vision of air power and all that it would mean in traffic and war.

He found in the life of an aircraftsman that balm of peace and equipoise which no great station or command could have bestowed upon him. He felt that in living the life of a private in the Royal Air Force he would dignify that honorable calling and help to attract all that is keenest in our youthful manhood to the sphere where it is most urgently needed. For this service and example, to which he devoted the last twelve years of his life, we owe him a separate debt. It was in itself a princely gift.

Lawrence had a full measure of the versatility of genius. He held one of those master keys which unlock the doors of many kinds of treasure-houses. He was a savant as well as a soldier. He was an archaeologist as well as a man of action. He was an accomplished scholar as well as an Arab partisan. He was a mechanic as well as a philosopher. His background of sombre experience and reflection only seemed to set forth more brightly the charm and gaiety of his companionship, and the generous majesty of his nature.

Those who knew him best miss him most; but our country misses him most of all; and misses him most of all now. For this is a time when the great problems upon which his thought and work had so long centred, problems of aerial defence, problems of our relations with the Arab peoples, fill an ever larger space in our affairs. For all his reiterated renunciations I always felt that he was a man who held himself ready for a new call. While Lawrence lived, one always felt—I certainly felt it strongly—that some overpowering need would draw him from the modest path he chose to tread and set him once again in full action at the center of memorable events.

It was not to be. The summons which reached him, and for which he was equally prepared, was of a different order. It came as he would have wished it, swift and sudden on the wings of Speed. He had reached the last leap in his gallant course through life.

All is over! Fleet career,
Dash of greyhound slipping thongs,
Flight of falcon, bound of deer,
Mad hoof-thunder in our rear,
Cold air rushing up our lungs,
Din of many tongues.

King George the Fifth wrote to Lawrence’s brother, “His name will live in history.” That is true. It will live in English letters; it will live in the traditions of the Royal Air Force; it will live in the annals of war and in the legends of Arabia.

 


 

Antonin Artaud: Plegaria

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PRIÈRE

 

  Ah donne-nous des crânes de braises

  Des crânes brûlés aux foudres du ciel

  Des crânes lucides, des crânes réels

  Et traversés de ta présence

 

  Fais-nous naître aux cieux du dedans

  Criblés de gouffres en averses

  Et qu’un vertige nous traverse

  Avec un ongle incandescent

 

  Rassasie-nous nous avons faim

  De commotions inter-sidérales

  Ah verse-nous des laves astrales

  À la place de notre sang

 

  Détache-nous. Divise-nous

  Avec tes mains de braises coupantes

  Ouvre-nous ces routes brûlantes

  Où l’on meurt plus loin que la mort

 

  Fais vaciller notre cerveau

  Au sein de sa propre science

  Et ravis-nous l’intelligence

  Aux griffes d’un typhon nouveau

  

ANTONIN ARTAUD

 

PLEGARIA

 

Ah concédenos cráneos de brasas

Cráneos quemados por los rayos del cielo

Cráneos lúcidos, cráneos reales

Y atravesados por tu presencia

 

Haznos nacer en los cielos de adentro

Acribillados de abismos en chubasco

Y que un vértigo nos atraviese

Con uñas incandescentes

 

Sácianos tenemos hambre

De conmociones intersiderales

Ah escáncianos lavas astrales

En lugar de nuestra sangre

 

Desátanos. Divídenos

Con tus manos de brasas cortantes

Ábrenos esas rutas ardientes

En las que se muere más allá de la muerte

 

Haz vacilar nuestro cerebro

En el seno de su propia ciencia

Y arrébatanos la inteligencia

Con las garras de un nuevo tifón

 

Traducción, para Literatura & Traduccions, de Miguel Ángel Frontán


 

Anna Akhmatova y María Teresa León: Para muchos

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Многим

 

Я — голос ваш, жар вашего дыханья,

Я — отраженье вашего лица.

Напрасных крыл напрасны трепетанья,

Ведь всё равно я с вами до конца.



Вот отчего вы любите так жадно

Меня в грехе и в немощи моей,

Вот отчего вы дали неоглядно

Мне лучшего из ваших сыновей.



Вот отчего вы даже не спросили

Меня ни слова никогда о нём,

И чадными хвалами задымили

Мой навсегда опустошённый дом.

 

И говорят — нельзя теснее слиться,

Нельзя непоправимее любить…

Как хочет тень от тела отделиться,

Как хочет плоть с душою разлучиться,

Так я хочу теперь — забытой быть.

 

ANNA AKHMATOVA

 


PARA MUCHOS

 

Soy vuestra voz, calor de vuestro aliento,

El reflejo de todos vuestros rostros,

Es inútil el batir del ala inútil:

Estaré con vosotros hasta el mismo final.

 

Y por eso me amáis ávidamente,

Con todos mis pecados y flaquezas,

Y por eso me entregasteis sin mirar

Al mejor de todos vuestros hijos,

Y por eso no me preguntasteis

Por ese hijo ni una sola vez,

Y llenasteis con el humo de alabanzas

Mi casa ya vacía para siempre.

Y dicen que más estrechamente ya no es posible unirse

Y que más irreversiblemente ya no se puede amar…

Como la sombra quiere separarse del cuerpo,

Como la carne quiere separarse del alma,

Así deseo yo que me olvidéis vosotros.

Traducción de MARÍA TERESA LEÓN


 

 

Alberto Girri, William Shand y Robert Choquette: La vida sale de la muerte

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LA VIE SORT DE LA MORT

 

Homme, pourquoi gémir devant la mort des feuilles

Et de ce que ton pied marche en sa vanité ?

Eh quoi ! n'as-tu jamais songé, quand tu les cueilles,

Que le charme des fleurs, c'est leur fragilité ?

 

Oui, tout paraît descendre aux entrailles de l'ombre.

La mort enlève à tout sa forme et sa couleur,

Non pas sa vie. Et toi, cœur aux désirs sans nombre,

Tu trouves l'espérance au fond de ta douleur.

 

La mort ne détruit pas : tout se transforme en elle.

La cendre des oiseaux ajoute à la forêt ;

Et le ver que l'oiseau becquète prend une aile

Et monte vers l'azur que son cœur désirait.

 

La neige qui des mains du ciel s'éboule et tombe

Efface les laideurs boueuses des étangs.

Des centaines de fleurs sortent de chaque tombe,

L'hiver à barbe blanche engendre le printemps.

 

Le cœur qui se flétri après bien des désastres,

Demain refleurira dans un nouvel amour.

L'ombre mourante éteint la douceur de ses astres,

Mais le soleil sourit dans le berceau du jour.

 

Et la cendre de l'homme et la cendre des choses

Se mêlent dans la mort profonde au ventre obscur,

Et sous le saint labeur de leurs métamorphoses

Rejaillissent de terre en gerbes de blé mûr.

 

C'est la morts des petits qui fait grande la vie.

L'arbre vieux qu'on abat, le vieillard qui s'endort,

Font la terra éclatante et plus jeune et ravie;

Et la Vie éternelle est debout sur la Mort.

ROBERT CHOQUETTE

 

LA VIDA SALE DE LA MUERTE

 

Hombre, ¿por qué dolerse de la muerte de las hojas,

y de lo que tu pie en su vanidad aplasta?

¡Y qué! ¿No has pensado alguna vez, al cortarlas,

que el encanto de las flores es su fragilidad?

 

Sí, todo parece descender a las entrañas de la sombra.

A todos despoja la muerte de su forma y su color,

pero no de su vida. Y tú, corazón de innúmeros deseos,

en el fondo del dolor hallas esperanza.

 

 

 

La muerte no destruye; en ella todo se transforma;

la ceniza de los pájaros se incorpora al bosque,

y el gusano que el pájaro arrebata toma alas

y se eleva hacia el azul que su corazón anhela.

 

De las manos del cielo la nieve se desploma y cae

y borra la fealdad barrosa del estanque.

Mil florecillas salen de cada tumba,

el invierno de blanca barba engendra la primavera.

 

Tras muchos desastres el corazón se derrumba y muere,

mas el amor puede sobrevivir al corazón que hizo el amor.

Agonizante, la sombra apaga la dulzura de sus astros,

pero en la cuna del día óyese un vagido del sol.

 

Y la ceniza del hombre y la ceniza de las cosas

se confunden en el vientre oscuro de la profunda muerte,

y por la santa labor de sus metamorfosis

irrumpen de la tierra en gavillas de maduro trigo.

 

De la muerte de los pequeños nace la vida inmensa.

El añoso árbol que abatimos, el anciano que se duerme,

hacen que la tierra resplandezca, más joven y arrebatadora;

y la Vida eterna está de pie sobre la Muerte.

 

Traducción de WILLIAM SHAND y ALBERTO GIRRI

Revista Sur nº 240, Buenos Aires, mayo y junio de 1956


 

 


Rainer Maria Rilke y José Ángel Valente: El cisne

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DER SCHWAN

 

Diese Mühsahl, durch noch Ungetanes

schwer und wie gebunden hinzugehn,

gleicht dem ungeschaffnen Gang des Schwanes.

 

Und das Sterben, dieses Nichtmehrfassen

jenes Grunds, auf dem wir täglich stehn,

seinem ängstlichen Sich-Niederlassen - :

 

in die Wasser, die ihn sanft empfangen

und die sich, wie glücklich und vergangen,

unter ihm zurückziehn, Flut um Flut;

während er unendlich still und sicher

immer mündiger und königlicher

und gelassener zu ziehn geruht.

  

RAINER MARIA RILKE

 

EL CISNE

 

Nuestro trabajo de avanzar, difíciles,

A través de lo informe, como atados,

Asemeja al hogar vago del cisne.

 

Y el morir, ese ya no más tocar

El suelo que pisamos diariamente,

Es parecido a su angustiosa entrega

 

En las aguas que suaves le reciben,

Y que, como felices y pretéritas,

Debajo se rezagan, onda a onda,

Mientras, sin fin maduro y soberano

Y sosegado, se digna pasar.

Traducción de JOSÉ ÁNGEL VALENTE


 

Ernest Hello: El hombre mediocre

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EL HOMBRE MEDIOCRE

 

El hombre mediocre, entonces, ¿es el que llamamos en filosofía, en política, en literatura, el justo medio? ¿Pertenece necesaria y seguramente a esa opinión?

No, todavía no.

El que es justo medio lo sabe: tiene la intención de serlo. El hombre mediocre es justo medio sin saberlo. Lo es por naturaleza, no por opinión; por carácter, no por accidente. Por más que sea violento, iracundo, extremado; por más que se aleje todo lo posible de las opiniones del justo medio, será mediocre. Habrá mediocridad en su violencia.

El rasgo característico, absolutamente característico del hombre mediocre, es su deferencia para con la opinión pública. Nunca habla, siempre repite. Juzga a un hombre por su edad, su posición, su éxito, su fortuna. Siente el más profundo respeto por los que son conocidos, no importa en calidad de qué, por los que han impreso mucho. Cortejaría a su enemigo más cruel, si éste se hiciera famoso; pero haría poco caso de su mejor amigo, si nadie lo alabara. No concibe que un hombre todavía oscuro, un hombre pobre, con el que uno se codea, al que se trata sin miramientos, al que se lo tutea, pueda ser un hombre de genio.

Aunque tú fueras el más grande de los hombres, pensaría que te hace demasiado honor al compararte con Marmontel, si le hubieras conocido de niño. No se atreverá a tomar la iniciativa en nada. Sus admiraciones son cautelosas, sus entusiasmos son oficiales. Desprecia a los que son jóvenes. Sólo que, cuando se reconozca tu grandeza, gritará: ¡Lo había adivinado bien! Pero nunca dirá ante la aurora de un hombre aún desconocido: ¡Aquí está la gloria y el futuro!Aquel que puede decir a un trabajador desconocido: ¡Hijo mío, tú eres un hombre de genio! merece la inmortalidad que promete. Comprender es igualar, dijo Rafael.

El hombre mediocre puede tener esta o aquella aptitud especial: puede tener talento. Pero la intuición le está prohibida. No tiene la segunda visión; no la tendrá nunca. Puede aprender; no puede adivinar. A veces admite una idea, pero no la sigue en sus diversas aplicaciones; y si se la presentas en términos diferentes, ya no la reconoce: la rechaza.

A veces admite un principio; pero si tú llegas a las consecuencias de ese principio, te dirá que estás exagerando.

Si la palabra exageración no existiera, el hombre mediocre la inventaría.

El hombre mediocre piensa que el cristianismo es una precaución útil, de la que sería imprudente prescindir. Sin embargo, lo odia interiormente; a veces, también le tiene un cierto respeto convencional, el mismo que tiene por los libros de moda. Pero aborrece el catolicismo: lo encuentra exagerado: prefiere, con mucho, el protestantismo, que considera moderado. Es amigo de todos los principios y de todos sus contrarios.

El hombre mediocre puede tener estima por las personas virtuosas y por los hombres de talento.

Teme y aborrece a los santos y a los hombres de genio; los encuentra exagerados.

Pregunta para qué sirven las órdenes religiosas, especialmente las contemplativas. Admite a las Hermanas de San Vicente de Paúl, porque su acción se desarrolla, al menos parcialmente, en el mundo visible. Pero las carmelitas, dice, ¿para qué sirven?

Si el hombre naturalmente mediocre se vuelve seriamente cristiano, deja absolutamente de ser mediocre. Puede que no se convierta en un hombre superior, pero la mano que sostiene la espada lo arranca de la mediocridad. El hombre que ama nunca es mediocre.

El hombre verdaderamente mediocre admira un poco todas las cosas; no admira nada con fervor. Si le presentas tus propios pensamientos, tus propios sentimientos, interpretados con cierto entusiasmo, se disgustará. Repetirá que exageras; le gustarán más sus enemigos si son fríos, que sus amigos si son fervientes. Lo que más odia es el fervor.

 

El hombre mediocre sólo tiene una pasión, y es el odio a la belleza. Tal vez repita a menudo una verdad banal con un tono banal. Expresa tú la misma verdad con esplendor, y te maldecirá; porque se habrá encontrado con lo bello, su enemigo personal.

El hombre mediocre ama a los escritores que no dicen ni sí ni no sobre ninguna cuestión, que no afirman nada, que tratan con indulgencia todas las opiniones contradictorias. Ama a Voltaire, a Rousseau y a Bossuet al mismo tiempo. Quiere que se niegue el cristianismo, pero que se niegue con educación, con cierta moderación en las palabras. Tiene cierto amor por el racionalismo y, curiosamente, también por el jansenismo. Adora la profesión de fe del vicario saboyano.

Le parece insolente cualquier afirmación, porque cualquier afirmación excluye la proposición contradictoria. Pero si eres un poco amigo y un poco enemigo de todas las cosas, le parecerás sabio y reservado. Admirará la delicadeza de tu pensamiento y dirá que tienes talento para las transiciones y los matices.

Para escapar al reproche de intolerancia dirigido por él a todo cuanto piensa fuertemente, habría que refugiarse en la duda absoluta; pero además a la duda no hay que llamarla por su nombre. Hay que darle la forma de una opinión modesta, que reserva los derechos de la opinión contraria, que hace como si dijera algo y no dice absolutamente nada. Hay que añadir una perífrasis suavizante a cada frase: parece, si se me permite decirlo, si está permitido expresarse así.

Al hombre mediocre en actividad, en el cargo, le queda una preocupación: es el miedo a comprometerse. Así expresa unos pensamientos robados al Sr. de Perogrullo con la reserva, la timidez, la prudencia de un hombre que teme que sus palabras demasiado atrevidas hagan temblar el mundo.

 

La primera palabra del mediocre que juzga un libro es siempre sobre un detalle, y generalmente sobre un detalle de estilo. Está bien escrito, dice, cuando el estilo es fluido, tibio, incoloro, tímido. Está mal escrito, dice, cuando la vida fluye a través de tu obra, cuando creas tu lenguaje hablando, cuando dices tus pensamientos con ese brío que es la franqueza del escritor. Le gusta la literatura impersonal, odia los libros que obligan a reflexionar. Le gustan los libros que se parecen a todos los demás, los libros que se adaptan a sus hábitos, que no rompen su molde, que se ajustan a su marco, los libros que uno se sabe de memoria antes de haberlos leído, porque son como todos los demás que uno leyó desde que sabe leer.

 

El hombre mediocre dice que Jesucristo debería haberse limitado a predicar la caridad y no tendría que haber hecho milagros; pero odia aún más los milagros de los santos, especialmente los de los santos modernos. Si le citas un hecho sobrenatural y contemporáneo, te dirá que las leyendas pueden tener un buen efecto en la vida de los santos, pero que hay que dejarlas ahí; y si le señalas que el poder de Dios es el mismo que en el pasado, te responderá que exageras.

El hombre mediocre dice que hay algo de bueno y algo de malo en todas las cosas, que no hay que ser absoluto en los juicios, etc., etc.

Si afirmas con fuerza la verdad, el hombre mediocre dirá que tienes demasiada confianza en ti mismo. ¡Él, que tiene tanto orgullo, no sabe lo que es el orgullo! Es modesto y orgulloso, sumiso ante Voltaire y rebelde ante la Iglesia. Su lema es el grito de Joiada: ¡Intrépido sólo contra Dios!

 

El hombre mediocre, con su temor a las cosas superiores, dice que estima el sentido común por encima de todo; pero no sabe lo que es el sentido común. Con estas palabras quiere expresar la negación de todo lo que es grande.

Puede que el hombre mediocre tenga esa cosa sin valor que se llama, en los salones, ingenio; pero no puede tener inteligencia, que es la facultad de leer la idea en el hecho.

El hombre inteligente levanta la cabeza para admirar y adorar; el hombre mediocre la levanta para burlarse: todo lo que está por encima de él le parece ridículo, lo infinito le parece nada.

El hombre mediocre no cree en el diablo.

El hombre mediocre lamenta que la religión cristiana tenga dogmas: le gustaría que enseñara únicamente la moral; y si le dices que su moral proviene de sus dogmas, como la consecuencia sale del principio, te responderá que exageras.

Confunde la falsa modestia, que es la mentira oficial de los orgullosos de baja estofa, con la humildad, que es la virtud ingenua y divina de los santos.

Entre esa modestia y la humildad, ésta es la diferencia:

El hombre falsamente modesto cree que su razón es superior a la verdad divina e independiente de ella, pero la cree inferior a la de Monsieur de Voltaire. Se cree inferior a los imbéciles más insulsos del siglo XVIII, pero se burla de Santa Teresa.

El hombre humilde desprecia todas las mentiras, aunque sean glorificadas por la tierra entera, y se arrodilla ante cualquier verdad.

El hombre mediocre parece, a menudo, modesto; no puede ser humilde, o deja de ser mediocre.

El hombre mediocre adora a Cicerón, ciegamente y sin restricciones; no lo llama por su nombre: lo llama el orador romano. Cita de vez en cuando: ubinam gentium vivimus?[Catilinarias: O di inmortales! ubinam gentium sumus? in qua urbe vivimus?¡Oh dioses inmortales! ¡Entre qué gentes estamos! ¡En qué ciudad vivimos!]

El hombre mediocre es el más frío y feroz enemigo del hombre de genio.

Le opone la fuerza de la inercia, resistencia cruel; le opone sus hábitos mecánicos e invencibles, la ciudadela de sus viejos prejuicios, su indiferencia malévola, su escepticismo mezquino, ese odio profundo que se parece a la imparcialidad; le opone el arma de los desalmados, la dureza de la estupidez.

El genio cuenta con el entusiasmo; pide que uno se rinda. El hombre mediocre nunca se rinde. No tiene entusiasmo ni piedad: esas dos cosas siempre van juntas.

Cuando el hombre de genio se desanima y se cree próximo a la muerte, el hombre mediocre lo mira con satisfacción; se complace en esa agonía; dice: Lo adiviné bien; este hombre seguía un camino equivocado; ¡tenía demasiada confianza en sí mismo! Si el hombre de genio triunfa, el hombre mediocre, lleno de envidia y de odio, le opondrá al menos los grandes modelos clásicos, como él dice, los hombres célebres del siglo pasado, y tratará de creer que el futuro lo vengará del presente.

El hombre mediocre es mucho más malvado de lo que piensa, y de lo que nosotros pensamos, porque su frialdad vela su maldad. Nunca se enfurece. En el fondo, le gustaría aniquilar a las razas superiores: se venga por no poder hacerlo, burlándose de ellas. Hace pequeñas infamias que, por ser pequeñas, no parecen ser infames. Pincha con alfileres y se alegra cuando sale sangre, mientras que el asesino, en cambia, tiene miedo de la sangre que derrama. El hombre mediocre nunca tiene miedo. Se siente apoyado por la multitud de los que son como él.

 

El hombre mediocre es, en el orden literario, lo que en el orden social llamamos un hombre de buena fortuna. El éxito fácil es su elemento. Olvidando el lado esencial y aferrándose al lado accidental de cada cosa, corre detrás de las circunstancias; está al acecho de las oportunidades; y cuando ha tenido éxito, es diez veces más mediocre todavía. Se juzga a sí mismo, como juzga a los demás, por el éxito. Mientras que el hombre superior siente su fuerza internamente, y la siente especialmente si los demás no la sienten, el hombre mediocre se creería un tonto si pasara por tal, y encuentra la seguridad en los cumplidos que recibe; su mediocridad aumenta en proporción de su importancia.

¿Pero por qué y cómo, me preguntas, alcanza el éxito?

Sentado en tu escritorio, frente a un libro firmado con un nombre conocido, y que el rumor público señaló a tu atención, ¿nunca lo has cerrado con una tristeza inquieta, y te has dicho a ti mismo: — ¿Cómo estas páginas llevaron al autor a la fama, en lugar de condenarlo al olvido? ¿Y cómo es que tal nombre, que podría figurar al lado de los grandes nombres, es absolutamente desconocido para la humanidad? ¿Por qué los pocos amigos del que estoy pensando en este momento susurran tímidamente su nombre entre ellos, sin atreverse a pronunciarlo ante todos, por qué no ha tenido la sanción de todos? ¿La gloria tiene secretos o bien tiene caprichos?

Aquí está la respuesta: la fama y el éxito no son lo mismo; la fama tiene secretos, el éxito tiene caprichos.

El hombre mediocre no lucha: puede alcanzar el éxito primero, pero siempre fracasa después.

El hombre superior lucha primero y luego triunfa.

El hombre mediocre triunfa porque sigue la corriente; el hombre superior triunfa porque va contra la corriente.

El procedimiento del éxito es caminar con los demás; el procedimiento de la gloria es caminar contra los demás.

Todo hombre que hace que su nombre sea conocido produce este efecto, porque es el representante de una determinada parte de la especie humana.

Ésta es la palabra de todos los enigmas.

Las razas superiores están representadas por los grandes; las razas inferiores, por los pequeños.

Ambas tienen sus diputados en la asamblea universal.

Pero las unas les dan el éxito a sus diputados, y las otras a sus diputados les dan la gloria.

Los que halagan los prejuicios, las costumbres de sus contemporáneos, medran y van al éxito: son los hombres de su tiempo.

Los que rechazan los prejuicios, las costumbres, los que respiran por adelantado el aire del siglo que les seguirá, hacen medrar a los demás y van hacia la gloria: ésos son los hombres de la eternidad.

Por eso el valor, inútil para el éxito, es la condición absoluta de la gloria. Son grandes los que se imponen a los hombres en lugar de someterse a ellos, los que se imponen a sí mismos en lugar de someterse a sí mismos, los que sofocan con el mismo esfuerzo sus propios desalientos y las resistencias exteriores. Lo que llamamos grandeza es el resplandor de la soberanía.

El hombre mediocre que tiene éxito responde a los deseos actuales de otros hombres.

El hombre superior que triunfa responde a los presentimientos desconocidos de la humanidad.

El hombre mediocre puede mostrar a los hombres la parte de sí mismos que conocen.

El hombre superior revela a los hombres la parte de sí mismos que desconocen.

El hombre superior se adentra en nosotros más de lo que estamos acostumbrados a aventurarnos. Les da voz a nuestros pensamientos. Es más íntimo con nosotros que nosotros mismos.

Nos irrita y nos deleita, como un hombre que nos despertara para ver un amanecer con él. Al sacarnos de nuestra casa para llevarnos a su dominio, nos inquieta y, al mismo tiempo, nos da una paz superior.

El hombre mediocre, que nos deja allí donde estamos, nos inspira una tranquilidad muerta que no es la calma.

El hombre superior, incesantemente atormentado, desgarrado por la oposición de lo ideal y lo real, siente la grandeza humana mejor que cualquier otro, y la miseria humana mejor que cualquier otro. Se siente más fuertemente llamado al esplendor ideal, que es el fin de todos nosotros, y más mortalmente dañado por la antigua degradación de nuestra pobre naturaleza: nos comunica estos dos sentimientos que él padece. Enciende en nosotros el amor al ser, y despierta en nosotros, sin descanso, la conciencia de nuestra nada.

El hombre mediocre no siente ni la grandeza ni la miseria, ni el Ser ni la nada. No se deleita ni se precipita; permanece en el penúltimo peldaño de la escalera, incapaz de subir, demasiado perezoso para bajar. En sus juicios como en sus obras, sustituye la realidad por la convención, aprueba lo que halla un lugar en su casillero, condena lo que escapa a las denominaciones, a las categorías que conoce, teme el asombro, y, sin acercarse nunca al terrible misterio de la vida, evita las montañas y los abismos por los que aquella pasea a sus amigos.

El hombre de genio, es superior a lo que hace. Su pensamiento es superior a su obra.

El hombre mediocre es inferior a lo que hace. Su obra no es la realización de un pensamiento: es un trabajo realizado según ciertas reglas.

El hombre de genio siempre encuentra su obra inacabada.

El hombre mediocre está lleno de la suya, lleno de sí mismo, lleno de nada, lleno de vacío, lleno de vanidad. ¡Vanidad! Ese odioso personaje cabe por entero en estas dos palabras: ¡frialdad y vanidad!

 

ERNEST HELLO

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán

 

L'HOMME MÉDIOCRE

 

L’homme médiocre est-il donc celui qu’on appelle en philosophie, en politique, en littérature, un juste milieu ? Appartient-il nécessairement et certainement à cette opinion-là ?

Non pas encore.

Celui qui est juste-milieu le sait : il a l’intention de l’être. L’homme médiocre est juste-milieu sans le savoir. Il l’est par nature, et non par opinion ; par caractère, et non par accident. Qu’il soit violent, emporté, extrême ; qu’il s’éloigne autant que possible des opinions du juste-milieu, il sera médiocre. Il y aura de la médiocrité dans sa violence.

Le trait caractéristique, absolument caractéristique de l’homme médiocre, c’est sa déférence pour l’opinion publique. Il ne parle jamais, il répète toujours. Il juge un homme sur son âge, sa position, son succès, sa fortune. Il a le plus profond respect pour ceux qui sont connus, n’importe à quel titre, pour ceux qui ont beaucoup imprimé. Il ferait la cour à son plus cruel ennemi, si cet ennemi devenait célèbre ; mais il ferait peu de cas de son meilleur ami, si personne ne lui en faisait l’éloge. Il ne conçoit pas qu’un homme encore obscur, un homme pauvre, qu’on coudoie, qu'on traite sans façon, qu’on tutoie, puisse être un homme de génie.

Fussiez-vous le plus grand des hommes, il croira vous faire trop d’honneur en vous comparant à Marmontel, s’il vous a connu enfant. Il n’osera prendre l'initiative de rien. Ses admirations sont prudentes, ses enthousiasmes sont officiels. Il méprise ceux qui sont jeunes. Seulement, quand votre grandeur sera reconnue, il s’écriera : Je l’avais bien deviné ! Mais il ne dira jamais devant l’aurore d’un homme encore ignoré : Voilà la gloire et l’avenir ! Celui qui peut dire à un travailleur inconnu : Mon entant, tu es un homme de génie ! celui-là mérite l’immortalité qu'il promet. Comprendre, c'est égaler, a dit Raphaël.

L'homme médiocre peut avoir telle ou telle aptitude spéciale : il peut avoir du talent. Mais l'intuition lui est interdite. Il n’a pas la seconde vue ; il ne l’aura jamais. Il peut apprendre; il ne peut pas deviner. Il admet quelquefois une idée, mais il ne la suit pas dans ses diverses applications ; et si vous la lui présentez en termes différents, il ne la reconnaît plus : il la repousse.

Il admet quelquefois un principe ; mais si vous arrivez aux conséquences de ce principe, il vous dira que vous exagérez.

Si le mot exagération n'existait pas, l’homme médiocre l’inventerait.

L'homme médiocre pense que le christianisme est une précaution utile, dont il serait imprudent de se passer. Néanmoins il le déteste intérieurement; quelquefois aussi, il a pour lui un certain respect de convention, le même respect qu’il a pour les livres en vogue. Mais il a horreur du catholicisme : il le trouve exagéré : il aime bien mieux le protestantisme, qu’il croit modéré. Il est ami de tous les principes et de tous leurs contraires.

L’homme médiocre peut avoir de l’estime pour les gens vertueux et pour les hommes de talent.

Il a peur et horreur des saints et des hommes de génie; il les trouve exagérés.

Il demande à quoi servent les ordres religieux, surtout les ordres contemplatifs. Il admet les sœurs de Saint-Vincent de Paul, parce que leur action se fait, au moins partiellement, dans le monde visible. Mais les carmélites, dit-il, à quoi bon ?

Si l'homme naturellement médiocre devient sérieusement chrétien, il cesse absolument d’être médiocre. Il peut ne pas devenir un homme supérieur, mais il est arraché à la médiocrité par la main qui tient le glaive. L’homme qui aime n'est jamais médiocre.

L'homme vraiment médiocre admire un peu toutes choses ; il n'admire rien avec chaleur. Si vous lui présentez ses propres pensées, ses propres sentiments rendus avec un certain enthousiasme, il sera mécontent. Il répétera que vous exagérez; il aimera mieux ses ennemis s'ils sont froids, que ses amis s'ils sont chauds. Ce qu’il déteste par-dessus tout, c’est la chaleur.

 

L'homme médiocre n'a qu'une passion, c'est la haine du beau. Peut-être répétera-t-il souvent une vérité banale sur un ton banal. Exprimez la même vérité avec splendeur, il vous maudira; car il aura rencontré le beau, son ennemi personnel.

L’homme médiocre aime les écrivains qui ne disent ni oui ni non sur aucune question, qui n'affirment rien, qui ménagent toutes les opinions contradictoires. Il aime à la fois Voltaire, Rousseau et Bossuet. Il veut bien qu'on nie le christianisme, mais qu'on le nie poliment, avec une certaine modération dans les mots. Il a un certain amour pour le rationalisme, et, chosé bizarre, pour le jansénisme aussi. Il adore la profession de foi du vicaire savoyard.

Il trouve insolente toute affirmation, parce que toute affirmation exclût la proposition contradictoire. Mais si vous êtes un peu ami et un peu ennemi de toutes choses, il vous trouvera sage et réservé. Il admirera la délicatesse de votre pensée, et dira que vous avez le talent des transitions et des nuances.

Pour échapper au reproche d’intolérance adressé par lui à tout ce qui pense fortement, il faudrait se réfugier dans le doute absolu ; mais encore ne faut-il pas appeler le doute par son nom. Il faut lui donner la forme d'une opinion modeste, qui réserve les droits de l’opinion contraire, fait semblant de dire quelque chose et ne dit absolument rien. Il faut ajouter à chaque phrase une périphrase adoucissante : ce semble, si j'ose le dire, s’il est permis de s'exprimer ainsi.

Il reste à l'homme médiocre en activité, en fonction, une inquiétude : c'est la crainte de se compromettre. Aussi il exprime quelques pensées volées à M. de La Palisse, avec la réserve, la timidité, la prudence d'un homme qui craint que ses paroles trop hardies n'ébranlent le monde.

 

Le premier mot de l’homme médiocre qui juge un livre porte toujours sur un détail, et habituellement sur un détail de style. C’est bien écrit, dit-il, quand le style est coulant, tiède, incolore, timide. C’est mal écrit, dit-il, quand la vie circule dans votre œuvre, quand vous créez votre langue en parlant, quand vous dites vos pensées avec cette verdeur qui est la franchise de l’écrivain. Il aime la littérature impersonnelle, il déteste les livres qui obligent à réfléchir. Il aime ceux qui ressemblent à tous les autres, ceux qui rentrent dans ses habitudes, qui ne font pas éclater son moule, qui tiennent dans son cadre, ceux qu'on sait par cœur avant de les avoir lus, parce qu’ils sont semblables à tous ceux qu’on lit depuis qu’on sait lire.

 

L’homme médiocre dit que Jésus-Christ aurait dû se borner à prêcher la charité, et ne pas faire de miracles ; mais il déteste encore plus les miracles des saints, surtout ceux des saints modernes. Si vous lui citez un fait à la fois surnaturel et contemporain, il vous dira que les légendes peuvent faire bon effet dans la vie des saints, mais qu'il faut lès y laisser ; et si vous lui faites observer que la puissance de Dieu est la même qu’autrefois, il vous répondra que vous exagérez.

L’homme médiocre dit qu’il y a du bon et du mauvais dans toutes choses, qu’il ne faut pas être absolu dans ses jugements, etc., etc.

Si vous affirmez fortement la vérité, l’homme médiocre dira que vous avez trop de confiance en vous-même. Lui, qui a tant d’orgueil, il ne sait pas ce que c'est que l’orgueil ! II est modeste et orgueilleux, soumis devant Voltaire et révolté contre l’Église. Sa devise, c’est le cri de Joad : Hardi contre Dieu seul !

 

L'homme médiocre, dans sa crainte des choses supérieures, dit qu’il estime avant tout le bon sens ; mais il ne sait pas ce que c’est que le bon sens. Il entend par ce mot-là la négation de tout ce qui est grand.

L’homme médiocre peut très bien avoir cette chose sans valeur qu’on appelle, dans les salons, de l’esprit ; mais il ne peut avoir l'intelligence, qui est la faculté de lire l’idée dans le fait.

L’homme intelligent lève la tête pour admirer et pour adorer ; l’homme médiocre lève la tête pour se moquer : tout ce qui est au-dessus de lui, lui paraît ridicule, l’infini lui parait néant.

L’homme médiocre ne croit pas au diable.

L’homme médiocre regrette que la religion chrétienne ait des dogmes : il voudrait qu’elle enseignât la morale toute seule ; et si vous lui dites que sa morale sort de ses dogmes, comme la conséquence sort du principe, il vous répondra que vous exagérez.

Il confond la fausse modestie, qui est le mensonge officiel des orgueilleux de bas étage, avec l’humilité, qui est la vertu naïve et divine des saints.

Entre cette modestie et l’humilité, voici la différence :

L’homme faussement modeste croit sa raison supérieure à la vérité divine et indépendante d’elle, mais il la croit en- même temps inférieure à celle de M. de Voltaire. Il se croit inférieur aux plus plats imbéciles du dix-huitième siècle, mais il se moque de sainte Thérèse.

L’homme humble méprise tous les mensonges, fassent-ils glorifiés par toute la terre, et s’agenouille devant toute vérité.

L’homme médiocre semble habituellement modeste; il ne peut pas être humble, ou bien il cesse d’être médiocre.

L’homme médiocre adore Cicéron, aveuglément et sans restriction ; il ne l’appelle pas par son nom : il l’appelle l’orateur romain. Il cite de temps en temps : ubinam gentium vivimus?

L’homme médiocre est le plus froid et le plus féroce ennemi de l’homme de génie.

Il lui oppose la force d’inertie, résistance cruelle; il lui oppose ses habitudes machinales et invincibles, la citadelle de ses vieux préjugés, son indifférence malveillante, son scepticisme méchant, cette haine profonde qui ressemble à de l'impartialité ; il lui oppose l’arme des gens sans cœur, la dureté de la bêtise.

Le génie compte sur l'enthousiasme; il demande qu’on s’abandonne. L’homme médiocre ne s’abandonne jamais. Il est sans enthousiasme et sans pitié : ces deux choses vont toujours ensemble.

Quand l’homme de génie est découragé et se croit près de mourir, l’homme médiocre le regarde avec satisfaction; il est bien aise de cette agonie; il dit : Je l’avais bien deviné ; cet homme-là suivait une mauvaise voie ; il avait trop de confiance en lui-même ! Si l’homme de génie triomphe, l’homme médiocre, plein d’envie et de haine, lui opposera au moins les grands modèles classiques, comme il dit, les gens célèbres du siècle dernier, et tâchera de croire que l’avenir le vengera du présent.

L’homme médiocre est beaucoup plus méchant qu’il ne le croit, et qu’on ne le croit, parce que sa froideur voile sa méchanceté. Il ne s’emporte jamais. Au fond, il voudrait anéantir les races supérieures : il se venge de ne le pouvoir pas, en les taquinant. Il fait de petites infamies, qui, à force d’être petites, n’ont pas l’air d’être infâmes. Il pique avec des épingles, et se réjouit quand le sang coule, tandis que l’assassin a peur, lui, du sang qu'il verse. L’homme médiocre n’a jamais peur. Il se sent appuyé sur la multitude de ceux qui lui ressemblent.

 

L’homme médiocre est, dans l’ordre littéraire, ce qu’on appelle dans l'ordre social un homme de bonne fortune. Les succès faciles sont pour lui. Oubliant le côté essentiel et saisissant le côté accidentel de chaque chose, il court après les circonstances  ; il est à l’affût des occasions ; et quand il a réussi, il est dix fois plus médiocre encore. Il se juge, comme il juge les autres, sur le succès. Tandis que l’homme supérieur sent sa force intérieurement, et la sent surtout si les autres ne la sentent pas, l’homme médiocre se croirait un sot s'il passait pour tel, et trouve son aplomb dans les compliments qu'on lui fait; sa médiocrité augmente en raison de son importance.

Mais enfin, me dites-vous, pourquoi et comment réussit-il?

Assis à votre bureau, en face d'un livre signé d'un nom connu, et que le bruit public désignait à votre attention, ne vous est-il jamais arrivé de le fermer avec une tristesse inquiète, et de vous dire : — Comment ces pages ont-elles conduit l'auteur à la réputation, au lieu de le condamner à l'oubli ? Et comment tel nom : qui pourrait figurer à côté des grands noms, est-il absolument inconnu aux hommes? Pourquoi les quelques amis, les rares amis de celui à qui je pense en ce moment murmurent-ils timidement son nom entre eux, n’osant pas le prononcer devant tous, parce qu'il n’a pas eu la sanction de tous? La gloire a-t-elle des secrets, ou bien a-t-elle des caprices ?

Voici la réponse : La gloire et le succès ne se ressemblent pas ; la gloire a des secrets, le succès a des caprices.

L'homme médiocre ne lutte pas : il peut réussir d’abord ; il échoue toujours ensuite.

L’homme supérieur lutte d’abord et réussit ensuite.

L’homme médiocre réussit parce qu’il suit le courant ; l’homme supérieur triomphe parce qu'il va contre le courant.

Le procédé du succès, c’est de marcher avec les autres ; le procédé de la gloire, c’est de marcher contre les autres.

Tout homme qui fait connaître son nom produit cet effet, parce qu’il est le représentant d’une certaine partie de l’espèce humaine.

Voilà le mot de toutes les énigmes.

Les races supérieures se font représenter par les grands; les races inférieures se font représenter par les petits.

Les unes et les autres ont leurs députés dans l’assemblée universelle.

Mais les unes donnent à leurs députés le succès, et les autres donnent à leurs députés la gloire.

Ceux qui flattent les préjugés, les habitudes de leurs contemporains, sont poussés et vont au succès : ce sont les hommes de leur temps.

Ceux qui refoulent les préjugés, les habitudes ; ceux qui respirent d’avance l’air du siècle qui les suivra, ceux-là poussent les autres, et vont à la gloire : ce sont les hommes de l’éternité.

Voilà pourquoi le courage, qui est inutile au succès, est la condition absolue de la gloire. Ceux-là sont grands qui s’imposent aux hommes au lieu de les subir, qui s’imposent à eux-mêmes au lieu de se subir, qui étouffent du même effort leurs propres découragements et les résistances extérieures. Ce que nous appelons grandeur, c’est le rayonnement de la souveraineté.

L’homme médiocre qui a du succès répond aux désirs actuels des autres hommes.

L’homme supérieur qui triomphe répond aux pressentiments inconnus de l’humanité.

L’homme médiocre peut montrer aux hommes la partie d’eux-mêmes qu’ils connaissent.

L’homme supérieur révèle aux hommes la partie d’eux-mêmes qu’ils ne connaissent pas.

L’homme supérieur descend au fond de nous plus profondément que nous n'avons l’habitude d’y descendre. Il donne la parole à nos pensées. Il est plus intime avec nous que nous-mêmes.

Il nous irrite et nous réjouit, comme un homme qui nous réveillerait pour aller voir avec lui un lever de soleil. En nous arrachant à nos maisons pour nous entraîner dans ses domaines, il nous inquiète et nous donne en même temps la paix supérieure.

L’homme médiocre, qui nous laisse là où nous sommes, nous inspire une tranquillité morte qui n’est pas le calme.

L’homme supérieur, incessamment tourmenté, déchiré par l’opposition de l’idéal et du réel, sent mieux  qu’un autre la grandeur humaine, et mieux qu’un autre la misère humaine. Il se sent plus fortement appelé vers la splendeur idéale, qui est notre fin à tous, et plus mortellement endommagé par la vieille déchéance de notre pauvre nature : il nous communique ces deux sentiments qu’il subit. Il allume en nous l’amour de l’être, et éveille en nous sans relâche la conscience de notre néant.

L'homme médiocre ne sent ni la grandeur, ni la misère, ni l'Être, ni le néant. Il n'est ni ravi, ni précipité ; il reste sur l'avant-dernier degré de l'échelle, incapable de monter, trop paresseux pour descendre. Dans ses jugements comme dans ses œuvres, il substitue la convention à la réalité, approuve ce qui trouve place dans son casier, condamne ce qui échappe aux dénominations, aux catégories qu'il connaît, redoute l'étonnement, et n'approchant jamais du mystère terrible de la vie, évite les montagnes et les abîmes à travers lesquels elle promène ses amis.

L’homme de génie est supérieur à ce qu'il exécute. Sa pensée est supérieure à son œuvre.

L’homme médiocre est inférieur à ce qu’il exécute. Son œuvre n'est pas la réalisation d’une pensée : c'est un travail fait d’après certaines règles.

L'homme de génie trouve toujours son œuvre inachevée.

L’homme médiocre est plein de la sienne, plein de lui-même, plein du néant, plein de vide, plein de vanité. Vanité ! cet odieux personnage est tout entier dans ces deux mots : froideur et vanité !

 




Madame Aupick: Mi hijo Charles Baudelaire

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 Hace doscientos años, el 9 de abril de 1821, en la Rue Hautefeuille, en una casa y  un París que ya no existen, nacía Charles Baudelaire. Para celebrar este aniversario fundamental, hoy le damos la palabra a Caroline Archenbaut-Defayis, más conocida como Madame Aupick, la madre del grand Charles.


MI HIJO CHARLES BAUDELAIRE

§

CARTA A THÉODORE DE BANVILLE
Miércoles 18 [1866].
 Señor:
 Ha debido usted enterarse por los diarios de la horrible desgracia que ha golpeado a mi pobre hijo Charles Baudelaire. En cuanto lo supe, acudí a Bruselas para estar a su lado y cuidarlo tres meses, durante los cuales la parálisis fue disminuyendo, pero sigue sin poder hablar, o al menos sólo puede decir muy pocas palabras. Instada por los médicos, tuve que ponerlo en un sanatorio. Como se negaba obstinadamente a venir conmigo a Honfleur, decidió por su propia voluntad entrar en el sanatorio del doctor Duval, donde está instalado muy adecuadamente e incluso con alegría. Es allí, señor, donde usted lo encontrará, si tiene la extrema bondad de ir a verlo; quiero que sepa que, cuando le propuse a Charles enviarle algunos amigos a visitarlo, recibió su nombre con muchísima alegría, porque siente por usted una gran amistad. Esa gran amistad es la que va a servirme de excusa para con usted, así como el dolor profundo que me agobia. Charles, aunque no pueda responderle, oirá y comprenderá todo lo que usted le diga. Aunque los dos ataques de parálisis le hayan dejado el cerebro reblandecido, ha conservado cierta lucidez. Por lo demás, dado que no es capaz de expresar sus ideas, ¿podemos saber hasta qué punto la inteligencia, esa hermosa y elevada inteligencia de élite, ha desaparecido? Si usted se rinde a la súplica que le hago de ir a ver a ese desdichado, le expreso de antemano mi agradecimiento y lo saludo atentamente,

  C. VIUDA DE AUPICK.
El sanatorio del doctor Duval está en la Rue du Dôme n° 2, la calle que desemboca en la Rue Lauriston, cerca del Arco de Triunfo. Se puede visitar a los enfermos todos los días y a cualquier hora.

Monsieur,
Vous avez dû apprendre par les journaux le coup affreux dont mon pauvre fils Charles Baudelaire a été frappé. Dès que je l’ai su, je suis accourue près de lui à Bruxelles pour le soigner pendant trois mois, durant lesquels la paralysie a été diminuant, mais il est resté privé de la parole, ou du moins il ne peut dire que très peu de mots. Pressée vivement par les médecins, j’ai dû le mettre dans une maison de santé. Comme il se refusait obstinément à venir chez moi à Honfleur, il s'est décidé de son plein gré à entrer dans la maison de santé du docteur Duval où il est installé très sainement et même gaîment. C'est là, Monsieur, que vous le trouverez, si vous avez l'extrême bonté d'aller le voir ; vous saurez qu'en lui proposant de lui envoyer quelques amis pour le visiter il a accueilli votre nom avec une grande joie, parce qu'il a pour vous beaucoup d’amitié. C'est cette amitié qui va servir d'excuse près de vous, pour cette importunité, ainsi que la douleur profonde dont je suis accablée. Charles, sans pouvoir vous répondre, entendra et comprendra tout ce que vous lui direz. Quoique à ses deux attaques de paralysie il y ait eu ramollissement du cerveau, il a conservé une certaine lucidité d'esprit. D'ailleurs, peut-on savoir jusqu'à quel point l'intelligence, cette belle et haute intelligence d'élite, a disparu, puisqu'il ne peut exprimer ses idées ? Si vous vous rendez à la supplique que je vous adresse d'aller voir cet infortuné, je vous offre d'avance mes remerciements avec l'assurance de mes sentiments les plus distingués.
C. Vve AUPICK
La maison de santé du docteur Duval, rue du Dôme, 2, donnant dans la rue Laurislon près de l'arc de Triomphe. On peut voir les malades tous les jours, à toute heure.


§

FRAGMENTO DE UNA CARTA A POULET-MALASSIS

18 de septiembre de 1867.
  [...]
 ¡Qué padecimiento el mío! ¡Me he quedado sola en el mundo, ya sin nada que me ate a la vida! ¡Mi pobre hijo, ese hijo al que yo idolatraba, ya no existe! Sufrió cruelmente, en los últimos tiempos, a causa de varias llagas ocasionadas por la prolongada permanencia en la cama, lo que a veces le arrancaba un grito cuando había que moverlo. Sin embargo, en los últimos tiempos se había vuelto afable y resignado. Los dos últimos días y las tres últimas noches que precedieron a su muerte fueron muy calmos. Parecía dormir con los ojos abiertos, se apagó suavemente, sin agonía ni sufrimiento; yo lo tenía abrazado desde hacía una hora, porque quería recoger su último suspiro; le decía mil cosas cariñosas, convencida de que, a pesar de su estado de postración y de mutismo, debía de comprenderme y podía responderme. Aimée, que estaba conmigo, me confirmaba en esta idea. “¡Ah, señora, cómo la mira! ¡Claro que sí, la oye, le sonríe!”. ¿Cómo pude resistir semejante golpe? ¡Y sigo viviendo! Hay que creer que Dios quiere concederme que goce, por algún tiempo aún, con la hermosa reputación que deja y con su gloria. Usted pierde un amigo que le tenía mucho cariño; guarde un buen recuerdo suyo, era digno de él.
[...]

Comme je suis éprouvée ! Me voilà seule au monde sans plus rien qui me rattache à la vie ! Mon pauvre fils, ce fils que j’idolâtrais, n’est plus ! Il a cruellement souffert, dans les derniers temps, de plusieurs plaies survenues par suite du séjour prolongé au lit, ce qui lui arrachait parfois un cri, quand il fallait le remuer. Cependant il était devenu, dans les derniers temps, très doux et résigné. Les deux derniers jours et les deux dernières nuits qui ont précédé sa mort ont été très calmes. Il paraissait dormir avec les yeux ouverts, il s’est éteint tout doucement, sans agonie ni souffrances ; je le tenais embrassé depuis une heure, voulant recueillir son dernier soupir ; je lui disais mille tendresses, persuadée que, malgré son état de prostration et de mutisme, il devait me comprendre et pouvait me répondre. Aimée qui était avec moi, me confirmait dans cette pensée. Elle me disait : « Oh ! madame, comme il vous regarde ! Bien sûr, il vous entend, il vous sourit ! » Comment ai-je pu résister à un tel coup ? Et je vis ! Il faut croire que Dieu veut m’accorder de jouir, quelque peu de temps, de la belle réputation qu’il laisse, et de sa gloire. Vous perdez un ami qui vous était bien tendrement attaché ; conservez-lui un bon souvenir, il en était digne.
[...]

§

FRAGMENTO DE UNA CARTA A CHARLES ASSELINEAU
  [1868.]
Querido señor Asselineau:

Ésta es mi respuesta a lo que usted me pregunta en relación con el viaje de Charles:
En primer lugar, tiene que saber que mi marido, el general Aupick, adoraba a Charles. Cuando éste era niño, se ocupó mucho él mismo de su educación. Había dado con una inteligencia tan hermosa, con una mente tan inquisitiva, tan estudiosa, que lo asombraba en grado sumo, que se apegaba a ella cada día más.
Cuando llegaron los logros escolares, en el Louis-le-Grand, y una vez terminados los estudios, concibió para Charles sueños dorados de un brillante porvenir: quería verlo llegar a una alta posición social, algo no irrealizable, puesto que era amigo del duque de Orleáns. Pero ¡qué estupefacción para nosotros cuando Charles se negó a todo lo que queríamos hacer por él, cuando quiso volar con sus propias alas y ser poeta! ¡Qué desencanto en nuestra vida familiar hasta entonces tan feliz! ¡Qué pesar! Se nos ocurrió entonces, para darle otro curso a sus ideas y sobre todo para romper algunas malas relaciones, hacerlo viajar.
 El general, que era oriundo de un puerto de mar, que amaba el mar con pasión, y a quien, a la edad de Charles, le hubiera encantado navegar, pensó que un viaje por mar era preferible a un viaje por tierra. Puede que se haya equivocado, pero tenía las mejores intenciones para con mi hijo. Éste, sin la menor duda, hubiera preferido quedarse; pero, sin manifestar rechazo, dejó que las cosas siguieran su curso. Así fue como, por intermedio de un amigo que teníamos en Burdeos, confiamos a Charles a los cuidados del capitán Saliz, hombre respetable, alegre y de gran ingenio, que debía de caerle bien a Charles y que, efectivamente, le cayó bien. Ese capitán partió para Calcuta y tenía que ir más lejos; el viaje tenía que durar dieciocho meses. Se embarcaron a fines de mayo de 1841, Charles tenía veinte años. Al cabo de muy poco tiempo, Charles se sumió en un estado de tristeza que inquietó al capitán, que ponía todos sus esfuerzos en distraerlo, sin poder lograrlo; vivía en un aislamiento completo, sin trato con los pasajeros, en su mayoría comerciantes y oficiales. Si hablaba, sólo era para expresar el deseo de volver a Francia.
 Un acontecimiento marítimo terrible, como el capitán Saliz, según me escribió, nunca había visto en su larga carrera de marino, y en el que casi pudieron ver la muerte de cerca, sin que Charles se sintiese, sin embargo, desmoralizado por esto, contribuyó a aumentar quizás su rechazo por un viaje que, a su modo de ver, no tenía objeto. Cuando llegaron a la isla Mauricio, su tristeza no hizo más que crecer. Allí, donde todo era nuevo para él, no vio nada, nada que despertase la facultad de observación que poseía; quería a todo precio partir para volver a París, y, si no había modo de hacerlo, prefería quedarse en la isla Mauricio antes que continuar el viaje. El capitán, temiendo que sufriese esa enfermedad cruel, la nostalgia, cuyos efectos son a veces tan funestos, le aconsejó vivamente que lo acompañara a Saint-Denis (Borbón), y, si allí insistía en querer volver a Francia, le daba su palabra de que le facilitaría los medios para hacerlo. En Borbón declaró, como en la isla Mauricio, que quería partir; de modo que Monsieur Saliz se puso de acuerdo con un capitán elegido por Charles, que se embarcaba para Burdeos, para que lo llevase con él. Así fue como Charles volvió a nuestro lado en el mes de febrero de 1842.
[...]

Mon cher monsieur Asselineau,

Pour répondre à ce que vous me demandez au sujet du voyage de Charles, voici :
D'abord, il faut que vous sachiez que mon mari, le général Aupick, adorait Charles. Quand il était enfant, il s'était beaucoup occupé lui-même de son éducation. Il était tombé sur une si belle intelligence, un esprit si curieux, si studieux, qui l'étonnait au dernier point, qu'il s'y attachait de jour en jour davantage.
Quand sont arrivés les succès de collège, à Louis-le-Grand, et les études terminées, il a fait pour Charles des rêves dorés d'un brillant avenir ; il voulait le voir arriver à, une haute position sociale, ce qui n’était pas irréalisable, étant l’ami du duc d’Orléans. Mais quelle stupéfaction pour nous, quand Charles s'est refusé à tout ce qu’on voulait faire pour lui, a voulu voler de ses propres ailes, et être auteur ! Quel désenchantement dans notre vie d’intérieur si heureuse jusque-là ! Quel chagrin ! Nous avons eu alors la pensée, pour donner un autre cours à ses idées, et surtout pour rompre quelques relations mauvaises, de le faire voyager.
Le général, qui était d’un port de mer, qui aimait la mer passion, qui, à l’âge où était Charles, aurait été enchanté de naviguer, a pensé qu’un voyage par mer était préférable à un voyage par terre. Il a pu se tromper, mais il était pénétré des meilleures Intentions pour mon fils. Celui-ci aurait préféré rester sans nul doute ; mais, sans témoigner de répugnance, il s’est laissé faire. C’est ainsi que, par l’entremise d’un ami, que nous avions à Bordeaux, Charles a été confié aux soins du capitaine Saliz, homme honorable, gai et de beaucoup d’esprit, qui devait plaire à Charles et qui, effectivement, lui a plu. Ce capitaine partait pour Calcutta, il devait aller plus loin ; le voyage devait durer dix-huit mois. Ils se sont embarqués fin de mai 1841, Charles avait vingt ans. Au bout de très peu de temps, Charles est tombé dans des tristesses qui inquiétaient le capitaine, qui faisait tous ses efforts pour le distraire, sans pouvoir y parvenir ; il vivait dans un isolement complet, ne frayant pas avec les passagers, commerçants pour la plupart et officiers. S’il parlait, ce n’était que pour émettre le désir de retourner en France.
Un événement terrible de mer, tel que le capitaine Saliz m’a écrit n’en avoir jamais vu dans sa longue carrière de marin, où ils purent presque toucher la mort du doigt, sans que Charles en fût démoralisé, cependant, vint ajouter peut-être à son dégoût pour un voyage qui, dans ses idées, était sans but. Arrivé à Maurice, sa tristesse ne fit qu’augmenter. Là, où tout était nouveau pour lui, il n’a rien vu, rien qui éveillât la faculté d’observation qu’il possédait  ; il voulait à tout prix partir pour retourner à Paris, et que, s’il n’y avait pas moyen, il préférait rester à Maurice, plutôt que de continuer ce voyage. Le capitaine, craignant qu’ii ne fût atteint de cette maladie cruelle la nostalgie, dont les effets parfois sont si funestes, l’a vivement engagé à l’accompagner à Saint-Denis (Bourbon) et que, s’il persistait là à vouloir rentrer en France, il lui donnait sa parole qu’il lui en faciliterait les moyens. À Bourbon, il a déclaré, comme à Maurice, qu’il voulait partir; de sorte que M. Saliz s’est entendu avec un capitaine du choix de Charles, qui s’embarquait pour Bordeaux, de l’emmener avec lui. Voilà comme Charles nous est revenu au mois de février 1842.
 [...]
§

FRAGMENTO DE UNA CARTA A CHARLES ASSELINEAU

24 de marzo [de 1868].
  [...]
Si el padre de Baudelaire hubiera visto crecer a su hijo, ciertamente no se habría opuesto a su vocación de literato, ¡él, que amaba con pasión la poesía y que tenía un gusto tan puro! [...] ¡Se hubiera sentido muy orgulloso de verlo entrar en esa carrera, pese a todos los sinsabores, todas las torturas ligadas a ella, y que Théo Gautier describe tan bien! ¡Ah, cuán cierto es todo lo que dice acerca de eso! ¿Mi pobre niño no ha sido el mártir de su gran inteligencia? ¡Cómo debía de sufrir, sintiendo su propio valor, cuando mendigaba que le dieran trabajo y lo rechazaban duramente editores que estaban por debajo de su nivel, con el pretexto de que lo que escribía era demasiado excéntrico! Cuando fui a pasar dos meses a París, entre nuestras dos embajadas, Constantinopla y Madrid, ¡en qué cruel situación lo encontré! ¡En qué miseria! ¡Y yo, su madre, con tanto amor en el corazón, tanta buena voluntad para con él, no pude sacarlo de ese estado!
Hay algo que no tengo que reprocharme, como algunos padres cuyos hijos se extravían por no haberse dejado guiar por ellos y que, al ver sus sufrimientos, frente a su desdicha, cometen la barbaridad de decirles: Yo te lo predije, tendrías que haberme hecho caso u otras tonterías semejantes, tan duras como impías. Después de luchar fuertemente contra su vocación, a partir del momento en que publicó algo, cambié de lenguaje, quizás, sin saberlo, de opinión; siempre lo estimulé, lo alenté, tanto como pude. Pero ¿lo necesitaba?
 Salvo por algunos escasos desfallecimientos, siempre me pareció fuerte; nunca vi que se dejara abatir en medio de sus mayores desdichas, ¡porque su amigo fue muy infeliz, más infeliz de lo que usted puede creer! La Venus negra lo torturó de todos los modos posibles. ¡Ah, si usted supiera! ¡Y cuánto dinero le hizo dilapidar! En sus cartas, tengo una pila de ellas, nunca veo una sola palabra de amor. Si lo hubiera amado la perdonaría, la querría, quizás; pero son pedidos incesantes de dinero. Siempre es dinero lo que le hace falta, e inmediatamente. Su última carta, de abril de 1866, cuando yo emprendía el viaje para ir a cuidar a mi hijo a Bruselas, cuando él estaba en su lecho de dolor y paralizado, y sumido en tan grandes apuros de dinero, ella la escribe por una suma que él tiene que enviarle de inmediato. ¡Cómo debió de sufrir por ese pedido que no podía satisfacer! Todos esos tironeos pueden haber agravado su mal, podrían incluso haberlo causado.
[...]

Si le père Baudelaire avait vu grandir son fils, il ne se serait certes pas opposé à sa vocation d'homme de lettres, lui qui était passionné pour la littérature et qui avait le goût si pur ! [...] Il aurait été bien fier de le voir entrer dans cette carrière, malgré tous les déboires, toutes les tortures qui y sont attachés, et que Théo Gautier décrit si bien ! Oh ! que c’est vrai, tout ce qu’il dit là-dessus ! Mon pauvre enfant n’a-t-il pas été le martyr de sa haute intelligence ? Comme il devait souffrir, sentant sa propre valeur, lorsqu’il mendiait de l’ouvrage et qu’il était refusé durement par des éditeurs qui ne le valaient pas, sous prétexte que ce qu’il écrivait était trop excentrique ! Lorsque je suis venue passer deux mois à Paris, entre nos deux ambassades, Constantinople et. Madrid, dans quelle cruelle position je l’ai trouvé ! Quel dénuement ! Et moi, sa mère, avec tant d’amour dans le cœur, tant de bonne volonté pour lui, je n’ai pu le tirer de là !
Je n’ai pas à me reprocher, comme quelques parents dont les enfants se fourvoient pour ne pas s’être laissé guider par eux [et qui], en voyant leurs souffrances, en face de leur malheur, ont la barbarie de leur dire : Je l'avais prédit, il fallait m'écouter [ou] autres sottises semblables, aussi dures qu’impies. Après avoir vivement lutté anciennement contre sa vocation, du moment qu’il a publié quelque chose, j’ai changé de langage, peut-être même, à mon insu, d’opinion ; je l’ai toujours stimulé, encouragé, tant que j’ai pu. Mais en avait-il besoin ?
À quelques rares défaillances près, je l’ai toujours trouvé fort ; je ne l’ai jamais vu se laisser abattre au milieu de ses plus grands malheurs, car votre ami a été bien malheureux, plus malheureux que vous ne pouvez croire ! La Vénus noire l’a torturé de toutes manières. Oh ! si vous saviez ! Et que d’argent elle lui a dévoré ! Dans ses lettres, j’en ai une masse, je ne vois jamais un mot d’amour. Si elle l’avait aimé, je lui pardonnerais, je l’aimerais peut-être ; mais ce sont des demandes incessantes d’argent. C’est toujours de l’argent qu’il lui faut, et immédiatement. Sa dernière, en avril 1866, lorsque je partais pour aller soigner mon pauvre fils à Bruxelles, lorsqu’il était sur son lit de douleur et paralysé, et qu’il était dans de si grands embarras d’argent, elle lui écrit pour une somme qu’il faut qu’il lui envoie de suite. Comme il a dû souffrir à cette demande qu’il ne pouvait satisfaire ! Tous ces tiraillements ont pu aggraver son mal et pouvaient même en être la cause.
[...]

Traducción, prólogo y notas de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán.
 


 

René Daumal: La piel del fantasma

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LA PEAU DU FANTÔME

 

Je traîne mon espoir avec mon sac de clous,

je traîne mon espoir étranglé à tes pieds,

toi qui n'es pas encore,

et moi qui ne suis plus.



Je traîne un sac de clous sur la grève de feu

en chantant tous les noms que je te donnerai

et ceux que je n'ai plus.

Dans la baraque, elle pourrit, la loque

où ma vie palpitait jadis ;

toutes les planches furent clouées,

il est pourri sur sa paillasse

avec ses yeux qui ne pouvaient te voir,

ses oreilles sourdes à ta voix,

sa peau trop lourde pour te sentir

quand tu le frôlais,

quand tu passais en vent de maladie.



Et maintenant j'ai dépouillé la pourriture,

et tout blanc je viens en toi,

ma peau nouvelle de fantôme

frissonne déjà dans ton air.

  

RENÉ DAUMAL

 


LA PIEL DEL FANTASMA

 

Arrastro mi esperanza con mi bolsa de clavos,

arrastro mi esperanza estrangulada a tus pies,

tú que aún no eres,

y yo que ya no soy.

 

Arrastro una bolsa de clavos por el arenal de fuego

mientras canto todos los nombres que voy a darte

y los que ya no tengo.

En el cobertizo se pudre el guiñapo

en el que antaño palpitaba mi vida;

todas las tablas están clavadas

y se pudre en el jergón

con sus ojos que no podían verte,

sus oídos sordos a tu voz,

su piel demasiado tosca para sentirte

cuando lo rozabas,

cuando pasabas como una ráfaga de enfermedad.

 

Y ahora me he despojado de la podredumbre,

y todo blanco entro en ti,

mi piel flamante de fantasma

se estremece ya en tu aire.

 

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán


 

 

Horacio y Tomás de Iriarte: El Arte Poética o la Epístola a los pisones

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Humano capiti ceruicem pictor equinam

iungere si uelit et uarias inducere plumas

undique collatis membris, ut turpiter atrum

desinat in piscem mulier formosa superne,

spectatum admissi, risum teneatis, amici?

QUINTO HORACIO FLACO

ARS POETICA


EL ARTE POÉTICA

O EPÍSTOLA A LOS PISONES

 

Si por capricho  uniera un dibujante

A un humano semblante

Un cuello de caballo, y repartiera

Del cuerpo en lo restante

Miembros de varios brutos, que adornan

De diferentes plumas, de manera

Que el monstruo cuya cara

De una mujer copiaba la hermosura,

En pez enorme y feo rematara;

Al mirar tal figura,

¿Dejarais de reíros, oh pisones?

Pues, amigos, creed que a esta pintura

En todo semejantes

Son las composiciones

Cuyas vanas ideas se parecen

A los sueños de enfermos delirantes,

Sin que sean los pies ni la cabeza

Partes que a un mismo cuerpo pertenecen.

Pero dirán que con igual franqueza

Siempre pudieron atreverse a todo

Pintores y poetas. Lo sabemos:

Y cuando esta licencia concedemos,

Pedimos nos la den del mismo modo;

Mas no será razón valga este fuero

Para mezclar con lo áspero lo suave,

Con la serpiente el ave,

O con tigre feroz manso cordero.

 

A veces  a un principio altisonante

Que grandes cosas entra prometiendo,

Suele alguno zurcir tal cual remiendo

De púrpura brillante;

Como cuando describe, por ejemplo,

Ya el bosque de Diana, ya su templo;

O el arroyuelo que la fértil vega

Acelerado y tortuoso riega;

O bien el caudaloso

Curso del Rin, o el Iris proceloso.

Pero allí nada de esto era del caso.

Sabrás  pintar acaso

Un ciprés: ¿y qué sirve? si el que viene

A darte su dinero, te previene

Le pintes un marítimo fracaso

En que él sobre una tabla destrozada,

Sin esperanza de la vida, nada.

Si hacer una tinaja era tu intento,

¿Por qué, dando a la rueda movimiento

Te ha de salir al fin un pucherillo?

Cualquier asunto, pues, o pensamiento

Debe siempre ser único y sencillo.

 

A todos, a los más, una apariencia

Del buen gusto deslumbra con frecuencia,

(¡Oh tú, padre pisón, pisones hijos

Dignos de padre  tal!) Cuando procuro

Que no pequen mis versos de prolijos,

Tan breve quiero ser, que soy obscuro:

Otro su estilo tanto pule y lima,

Que le quita el vigor, le desanima:

Quiere aquél ser sublime, y es hinchado:

Este que acobardado

Teme la tempestad, y no alza el vuelo,

Siempre humilde se arrastra por el suelo:

Y el que intenta, de un modo extraordinario,

El asunto más simple hacer muy vario,

Surcando el mar a un jabalí figura,

Y a un delfín penetrando la espesura;

Pues, sin el arte, quien un vicio evita,

En vicio no menor se precipita.

En la tienda más próxima a la escuela

En que a esgrimir enseña Emilio, habita

Un escultor que con primor cincela

Las uñas de una estatua, y aun imita

En bronce el pelo suave;

Pero el conjunto de la estatua entera

Le sale mal, porque ajustar no sabe

Las partes al total, como debiera.

Si acaso a este hombre copio,

Cuando de componer me da la idea,

Es contra mi intención; porque es lo propio

Que si yo presumiera de ojos bellos

Y de negros cabellos,

Y una nariz tuviera tosca y fea.

 

Tome el que escribe, asunto que no sea

Superior a sus fuerzas: reflexione

Cuál es la carga que en sus hombros pone,

Y si pueden con ella, o los abruma:

Piénselo bien; y en suma,

Quien elige argumento

Adecuado a su genio y su talento,

Hallará sin violencia

Método perceptible y elocuencia.

O me engaña mi propio entendimiento,

O no es la menor gracia y excelencia

Que este método mismo en sí contiene,

Que de las cosas que decir conviene,

Algunas desde luego se refieran,

Y otras para otro tiempo se difieran.

 

El que un poema escriba

Que al lector ponga en justa expectativa,

Algunos pensamientos aproveche,

Y otros con sabia crítica deseche.

 

El inventar palabras pide tiento,

Delicadeza pide y miramiento.

Hablarás elegante si reúnes

Diestramente dos términos comunes,

Y una voz nueva de los dos resulta.

Cuando a explicar te vieres obligado

Una cosa moderna, extraña, oculta,

Será lícito inventes

Vocablos que jamás hayan llegado

A oídos de tus rancios ascendientes;

Como tengas prudencia

Para usar con templanza esta licencia

Una dicción formada nuevamente

Será bien admitida,

Si su origen dimana

De alguna griega fuente,

Y con leve inflexión viene traída;

Pues la severa crítica romana

No ha de negar a Vario y a Virgilio

Lo que concedió a Plauto y a Cecilio.

¿Habrá algún envidioso que me impida

Aumentar ciertas voces a mi idioma,

Después que Ennio y Catón enriquecieron

El lenguaje de Roma,

Y nuevos nombres a las cosas dieron?

Siempre se pudo, y es razón se pueda

Fabricar algún término reciente

Con el sello corriente

Del día, a imitación de la moneda.

Bien así como el bosque se despoja,

Al declinar el año, de la hoja,

Y otra fresca se viste, así perecen

Los vocablos añejos,

Y otros nuevos retoñan y florecen.

Están los hombres y sus obras lejos

De la inmortalidad; aunque se emprenda

Abrir el Puerto Julio, en que defienda

Neptuno de los fríos

Vientos septentrionales los navíos,

(Obra digna de un rey) o se pretenda

Secar, y convertir en fértil prado

La laguna pontina,

Que el remo antes surcó, y hoy el arado,

Dando ya grano a la región vecina;

Osea que se intente

Refrenar la corriente

Del río que a las mieses fue dañino,

Y enseñarle a seguir mejor camino.

Mas si a este modo es fuerza que perezca

Toda mortal hechura,

¿Quién hará que la gracia y hermosura

De los idiomas viva y permanezca?

Muchas voces veremos renovadas

Que el tiempo destructor borrado había;

Y al contrario, olvidadas

Otras muchas que privan en el día;

Pues nada puede haber que no se altere,

Cuando el uso lo quiere,

Que es de las lenguas dueño, juez y guía.

 

El que enseñó primero

En qué especie de verso convenía

Cantar guerras fatales,

Y hazañas de los fuertes generales

Y de los reyes, fue el antiguo Homero.

 

Sólo era en algún tiempo la elegía,

Con versos desiguales,

Propia de quien se queja y de quien llora;

Pero también con ella suele ahora

Pintar su dicha el que algún bien consigue.

Sobre quién fue su autor, gran competencia

Hay entre los gramáticos; y aun sigue

El pleito sin que nadie dé sentencia.

 

Hicieron el enojo y la impaciencia

Que Arquíloco inventase versos yambos.

El sublime coturno en la tragedia,

Y el zueco en la comedia

Esta clase de metro usaron ambos,

Que imita bien el familiar discurso;

Que, aplacando el bullicio del concurso,

Llama las atenciones;

Y cuadra a las dramáticas acciones.

 

Caliope misma inspira

Para que se celebren con la lira

Los dioses, o los héroes, o el atleta

En la lucha triunfante,

O el caballo arrogante

Que en la carrera vence, o los amores

De juventud inquieta,

O ya del libre Baco los loores.

 

¿Por qué razón me han de llamar poeta,

Si no sé distinguir estos colores,

Ni dar a cada estilo su decoro?

¿Qué? tendré por afrenta, omenosprecio

Aprender lo que ignoro,

Antes que ser toda mi vida un necio?

 

Nunca el asunto cómico permite

Trágicos versos; ni el atroz convite

De Thïestes vulgares expresiones,

Como narración cómica, tolera.

Ninguna de estas dos composiciones

Se aparte de sus límites y esfera.

Con todo, hay ocasiones

En que, elevando el tono la comedia,

Declama airado Cremes en lenguaje

Adecuado a más alto personaje;

Y otras en que se queja la tragedia

Con el humilde y popular estilo.

Así, queriendo Télefo y Peleo,

Pobres y desterrados sin asilo,

A lástima incitar los circunstantes,

La afectación excusan y el rodeo

De términos pomposos, retumbantes.

 

No basta a los poemas que elegantes

A los preceptos del primor se ajusten,

Si dulcemente el ánimo no mueven.

Es menester que lleven

Tras sí los corazones donde gusten.

Como en el hombre es natural reírse

Siempre que oye reír, lo es igualmente,

Siempre que ve afligidos, afligirse;

Y si contigo quieres me lamente,

Tú mismo debes antes lamentarte:

Sólo así en tu dolor me cabrá parte.

Cualquiera de los dos que sin destreza,

(O Télefo y Peleo) represente

Su papel, ha de darme risa, o sueño.

Debe el triste explicarse con tristeza,

El enojado, amenazar con ceño,

Decir jocosos chistes el risueño,

Y el serio, conservar grave entereza;

Pues la Naturaleza

Desde luego formó los corazones

Propensos a sentir las variaciones

De la fortuna: infúndeles la ira;

O júbilo les causa; o les inspira

Melancólico humor que los abate;

Y hace que, fiel intérprete, relate

La lengua los afectos interiores.

Cuando a la situación de los actores

No vienen las palabras apropiadas,

La nobleza y la plebe

Se burlarán riendo a carcajadas.

Diferenciarse en gran manera debe

Lo que habla un dios, de lo que un héroe dice;

Lo que expresa un anciano

A quien la madurez caracterice,

De lo que un mozo intrépido y liviano;

Lo que una gran matrona representa,

De lo que su afectuosa confidenta;

Lo que habla un mercader que ansioso viaja,

De lo que un aldeano

Que su heredad fructífera trabaja.

Ni el asirio se explique

Como el nacido en Colcos; ni se aplique

De Argos al ciudadano

El estilo que es propio del tebano.

 

Si pintas, oh escritor, los caracteres,

O bien sigue la fama de la historia,

O haz que no tengan los que tú fingieres

Circunstancia o acción contradictoria.

Si a la escena sacar de nuevo quieres

Al afamado Aquiles, hazle activo,

Arrebatado, inexorable, altivo;

No reconozca ley, ni guarde fuero,

Y todo se lo apropie con su acero.

Sea inflexible y bárbara Medea;

Ino llore en acento lastimero;

Ío vagante sea;

Osténtese Ixïón traidor, malvado,

Y Orestes de las Furias agitado.

 

Cuando un carácter expresar dispones

No usado en algún drama,

O un héroe nuevo en el teatro expones,

Obre desde el principio de la trama

Hasta el fin de ella igual y consiguiente.

Difícil es pintar exactamente

Los caracteres que podemos todos

Fingir con libertad de varios modos.

Harás mejor si alguna acción imitas

Sacada de la Ilíada de Homero,

Que no en ser el primero

Que represente historias inauditas.

De esta suerte el asunto

Que para todos es un campo abierto,

Será ya tuyo propio; mas te advierto

No sigas (que esto es fácil) el conjunto,

La serie toda, el giro y digresiones

Que usa el original que te propones;

Ni a la letra le robes y traduzcas

Como intérprete fiel que nada inventa;

Ni seas tan servil, que te reduzcas,

Por copiar muy puntual aquel dechado,

A algún temible estrecho,

Del cual salir no puedas sin afrenta,

Cual fuera si te vieses obligado

A describir un hecho

Que no se acomodase

A la ley de un poema de otra clase.

 

Ni has de empezar diciendo

Como el otro poeta adocenado:

Cantar del celebrado

Príamo la fortuna y guerra emprendo.

¿Qué saldrá, al fin, de esta arrogante oferta

Pregonada con tanta boca abierta?

De parto estaba todo un monte; y luego

¿Qué vino a dar a luz? un ratoncillo.

¡Oh, cuánto más juicioso, más sencillo

Es el principio del poeta griego!

Dime, oh Musa, el varón que aniquilada,

Dejó de Troya la ciudad sagrada;

Y tanta muchedumbre

Vio de extrañas costumbres y naciones.

Su intención es dar humo, y después lumbre;

No lumbre, y después humo,

Hasta llegar por grados a lo sumo

Del primor en las bellas descripciones

De Caribdis, de Scila, del gigante

Polifemo, y del rey de lestrigones.

No así aquel escritor extravagante

Que cantó de Diomedes el regreso,

Y el poema empezó desde el instante

En que llevó la muerte

A Meleagro: de la misma suerte

Que el otro que escribir todo el suceso

De la guerra troyana se propuso

Desde que Leda los dos huevos puso.

Homero velozmente se adelanta

Al fin e intento de la acción que canta;

Y como si estuvieran sus lectores

Ya de antemano impuestos

En los diversos lances anteriores

Que a su poema sirven de supuestos,

Los arrebata al punto,

Y los pone en el medio de su asunto;

Dejando siempre aparte

Toda aquella porción de su argumento

Que no puede, aun limada por el arte,

Adquirir brillantez y lucimiento.

Su ficción es tan grata, y de tal modo

Mezcla con ella la verdad, que en todo

Con el principio el medio allí concuerda,

Y con el medio el fin nunca discuerda.

 

Ahora, pues, autor, oye y aprende

Lo que de ti deseo,

Y lo que todo el público pretende.

Si quieres atraer al coliseo

Oyentes que sentados se mantengan

Hasta que bajen el telón, y vengan

A pedir el aplauso acostumbrado,

Las diversas costumbres especiales

De cada edad observa con cuidado,

Distinguiendo las prendas naturales

Que a los mudables años pertenecen,

Y que en las varias índoles se ofrecen.

 

La tierna criatura

Que lo que oye, refiere,

Y ya en andar se suelta y asegura,

Sólo jugar con sus iguales quiere;

Sin causa muestra ceño, o alegría;

Y cada hora condición varía.

 

Ya libre de ayo el mozo

Que aun no empieza a trocar en barba el bozo

Caballos y lebreles apetece,

Y del campo de Marte el ejercicio,

Blando es cual cera a la impresión del vicio

A quien le da consejos aborrece;

Piensa tarde en lo útil; del dinero

Usa con desperdicio;

Es vano y altanero;

Codicia cuanto ve  y al punto olvida

Lo que antes fue la cosa mas querida.

 

En las inclinaciones diferente,

La varonil edad busca riqueza;

Busca también amigos; y ya empieza

A mirar por su honor; evita y siente

Cometer algún yerro, o bastardía

De que se afrente, o se desdiga un día.

 

Una tropa de afanes importuna

Al hombre anciano asalta,

Ya porque junta bienes de fortuna,

Y por ruindad mezquina

Para usar de ellos ánimo le falta,

Ya porque en él domina

La fría timidez y la tardanza.

Con su irresolución nada termina;

Difícilmente admite la esperanza;

Tiene a la vida un inmortal cariño;

Siempre gruñe, o se queja;

De la boca no deja

Los elogios del tiempo en que era niño;

Y aburre con sermones y regaños

A todos los que tienen menos años.

 

Si creciendo la edad, mil bienes trae,

Se los lleva tras sí cuando decae:

Y porque nunca a bulto

Papel de anciano al mozo se adjudique,

Ni al niño el de un adulto,

Conviene que se aplique

El autor a estudiar las propiedades

Que inseparables son de las edades.

 

Cualquier lance en la escena se reduce

O a representación, o a narrativa.

Cierto es que hace impresión menos activa

Lo que por los oídos se introduce

Que lo que por los ojos se aprehende,

Y el mismo espectador por sí lo entiende.

Mas tal vez no conduce

Que algún hecho en las tablas se practique;

Sino que al pueblo explique

Una fiel narración lo que no vea.

Ni sus hijos a vista de la gente

Despedace Medea;

Ni cueza las entrañas

De sus sobrinos el malvado Atreo;

Ni ave se vuelva Progne, ni serpiente

Cadmo; pues maravillas tan extrañas,

Cuando me las pintáis tan neciamente,

Repugnantes me son, y no las creo.

 

Para que un drama al público entretenga,

Y éste le pida siempre con deseo,

Ni más ni menos de cinco actos tenga.

Conducido en tramoya un dios no venga

Que el final desenredo facilite,

Cuando el enredo un dios no necesite.

Ni en cada escena llegarán a cuatro

Las personas que ocupen el teatro.

Haga las veces de un actor el coro;

Y entre los actos sea lo que entone

Tan conforme al propósito y decoro

De la acción, que con ella se eslabone.

Al hombre honrado aliente y patrocine;

Únase al buen amigo;

Aplaque al irritado; y apadrine

Al que de la maldad es enemigo;

Aplauda la inocencia y la delicia

De la mesa en que reina la templanza;

La debida alabanza

Tribute a la benéfica justicia;

Cante las leyes, y el estado quieto

De aquel pueblo feliz en que las puertas

Con libertad segura estén abiertas;

Sea fiel al secreto;

Y a las deidades ruegue

Que la fortuna a los soberbios niegue

El logro de sus gustos,

Y atienda a las miserias de los justos.

 

La flauta a los principios, como ahora,

Con cercos de latón no se adornaba,

Y no era del clarín competidora.

Con sencillez al coro acompañaba,

Siendo corta y de pocos agujeros.

Del soplo a los impulsos más ligeros

En todos los asientos bien se oía,

Los cuales todavía

No eran, como hoy, estrechos y apiñados.

Allí un escaso número asistía

De vecinos contados,

Tan pies y modestos como honrados.

Pero más adelante,

Cuando el pueblo latino

Se vio con más haciendas, más triunfante,

Extendiendo sus muros, y en las fiestas

Impunemente se entregaba al vino,

Y al pasatiempo en público y de día;

Música y poesía

Más libres fueron ya, más descompuestas.

¿Y qué otra cosa producir podía

La ignorancia del rústico aldeano

Que al fin de su labor se hallaba ocioso,

Unido con el culto ciudadano,

Y la mezcla del ruin con el virtuoso?

Así después al arte primitivo

Movimiento más vivo,

Más variedad y lujo dio el flautista;

Y en el tablado con desenvoltura

Arrastraba, a la vista

Del pueblo, rozagante vestidura.

De la propia manera

La lira, que antesfue grave instrumento,

En sus cuerdas y voces tuvo aumento;

Y remontó su estilo hasta la esfera

El coro con insólita osadía.

Su moral documento

Que indagar pretendía

Cuanto es útil al hombre, y las secretas

Sendas investigar de lo futuro,

Usó un idioma enfático y obscuro,

Cual era el de los deíficos profetas.

 

El mismo autor que a disputar se puso

De la tragedia el premio, que algún día

Era el vil padre de la grey cabría,

Inventó luego el uso

De sátiros desnudos en la escena;

Y una farsa mordaz, de burlas llena

Introducir pensó, sin detrimento

Del serio y grave estilo. Fue su intento

Que hallase el vulgo en las festivas sales

La grata novedad y el atractivo,

Cuando en los sacrificios bacanales

La excesiva licencia

Del comer y beber era incentivo

Del desenfreno y pública insolencia.

Si alegrar deben la tragedia triste

Los sátiros burlescos, decidores,

Alternen los autores

De tal modo las veras con el chiste,

Que aquel dios, o aquel héroe que se viste

De rica grana y oro anterioremente,

Después no se presente

Hablando en el lenguaje humilde y llano

De las tiendas más viles de la plebe;

O por querer usarle muy lozano,

Y distante del ínfimo, se eleve

A la excelsa región del aire vano.

Aquestos versos frívolos, chanceros,

Mezclarse en la tragedia no debieran;

Mas ya que ella sátiros se ingieran,

No sean disolutos ni groseros.

Súfralos con modestia y parcimonia,

A imitación de la matrona honesta

Que se ve en ciertos días de gran fiesta

Precisada a bailar por ceremonia.

 

Si yo, pisones míos, me ocupara

En satíricos dramas de de este modo,

No me explicara libremente en todo

Con locución desaliñada y clara;

Ni del trágico estilo me apartara

Tanto que confundiera

Con lo que hablase Davo,

Que hace en comedias el papel de esclavo,

Y la atrevida Pitias que el dinero

Saca al viejo Simón, lo que dijera

Sileno, ayo de un dios y compañero.

Fingiera yo sobre un trivial asunto

Una acción bien seguida, de manera

Que oyéndola cualquiera,

Se figurase al punto

Que él otro tanto haría,

Y poniéndose a ello, viese que era

Inútil el sudor y la porfía.

 

¡Tanto puede una serie de incidentes

Ligados a un buen plan, y consiguientes!

Tantos primores caben

Aun en lo mismo que ya todos saben!

 

Los faunos que en las selvas se han criado,

Por mi voto, jamás en el tablado

Han de hablar el idioma

Que por calles y plazas se usa en Roma;

Ni pronunciar cual jóvenes galanes

Tiernas y delicadas expresiones;

Ni decir indecencias de truhanes,

O soeces dicterios y baldones;

Que aunque esto es lo que agrada

A los que compran nueces y tostones,

Nunca lo escucha con paciencia el gremio

De gente bien nacida y bien criada,

Como digno de aplausos o de premio.

 

Llaman yambo el pie rápido en que venga

Una sílaba larga tras la breve.

El verso yambo de seis de ellos nace;

Y esta rapidez hace

Que de trímetro yambo el nombre lleve,

Aunque seis y no tres medidas tenga.

Solía constar antes

De yambos puros todos semejantes;

Pero después acá, porque al oído

Más noble y más pausado sonar pueda,

Los graves espondeos ha admitido.

Complaciente y sufrido;  

Con tal que no les ceda

Segundo o cuarto puesto.

Que reservarse para sí ha dispuesto.

Pocos trímetros hechos de esta suerte

Se hallan en los poetas Accio y Enio,

(Aunque  se aplauda de ambos el ingenio)

En los cuales se advierte

De lentos espondeos la abundancia.

Que o bien arguyen una incuria omisa,

O demasiada prisa,

O del arte y sus reglas ignorancia.

Pero no, no son todos jueces rectos,

Que en un poema vean los defectos

De harmonía y cadencia;

Y es grande la licencia

Que a nuestros escritores

Han dado injustamente los lectores.

Mas ¿esto me valdrá para que escriba

Sin regla ni concierto?

O bien ¿será razón que aunque conciba

Que todos, si cometo un desacierto,

Me le habrán de notar, quiera, no obstante.

Seguro, confiado y con descuido.

Llevar mis desatinos adelante.

Porque otros el perdón han obtenido?

Y al fin, aun cuando acierto

A observar bien las reglas en mi escrito,

¿Qué habré logrado? la censura evito;

Pero ¿merezco elogio? no por cierto.

Revolved, pues, vosotros, o Pisones,

Las obras de los griegos noche y día.

Mas podrán replicar ¿no merecía

En el tiempo de antaño aclamaciones

La aguda poesía

En que Plauto mezclaba sus gracejos?

Sí; pero aquellos viejos

Los admiraron con bondad paciente,

Y aun estoy por decir que neciamente;

Si ya no es tanta la torpeza mía

Y la vuestra también, que confundamos

La gracia con la vil chocarrería,

Y cuando los pies métricos contamos

Ya por los dedos, ya por el oído,

Apenas distingamos

Lo que es verso arreglado y bien medido.

 

Fue Thespis el poeta

 

Que en la Grecia inventó, según es fama.

Nuevo trágico drama,

Y que en una carreta

Por los pueblos llevó representantes,

Recitando unas veces,

Y otras cantando con las turbias heces

Del vino embarnizados los semblantes,

Formando luego Esquilo

De no muy altos leños un tablado,

De una ropa talar ordenó el uso

A los actores; máscara les puso;

Y haciéndolos hablar más alto estilo,

Les destinó el coturno por calzado.

De esta misma tragedia

Fue la antigua comedia

Sucesora feliz, bien aplaudida;

Pero siendo insolente sin medida.

Degeneraba en vicio tan nocivo.

Que presto dio motivo

A que se contuviera

Su audacia con ley pública y severa;

Y enmudeciendo ignominiosamente

El coro a su despecho.

Perdió el libre derecho

De ser ultrajador y maldiciente.

 

Ya no han dejado asunto

Por tocar nuestros hábiles poetas;

Pero hoy en ningún punto

Merecen alabanzas más completas

Que en separarse de la griega historia,

Y al teatro sacar con nueva gloria

Las notables acciones de romanos,

Unos en las comedias pretextatas,

En que entran los primeros ciudadanos;

Otros en las togatas,

En que hablan gentes de inferior esfera.

Y acaso en letras más ilustre fuera

Que lo es en armas el país del Lacio,

Si ya las obras de la docta pluma

Limasen los ingenios con espacio.

Vosotros, descendientes del gran Numa,

Condenad todo verso

Que con diez correcciones.

Después de muchos días y borrones,

No haya quedado bien pulido y terso.

 

Porque pensó Demócrito que el arte

Es menos esencial en el poeta

Oye el genio, y porque rígido decreta

Que todo el que no tenga alguna parte

De loco, no ha de entrar en el Parnaso,

Se ven a cada paso

Algunos que se dejan

Crecer uñas y barba expresamente;

Se retiran del trato de la gente,

Y de los baños públicos se alejan.

Tienen por evidente

Que del renombre de poeta ufanos

Pueden estar, con no poner en manos

Del barbero Licino

Las testas en que el tino

Perdieron de tal modo

Que acaso restaurarle no podría

El heléboro todo

Que en tres islas Antíciras se cría.

¡Harto necio soy yo, por vida mía,

Que me tomo al entrar la primavera

Para evacuar la bilis un purgante!

Si no fuera por esto, ¿quién pudiera

Versificar mejor, más elegante?

Mas yo no expongo a tanta costa el juicio.

De piedra de amolar haré el oficio,

Que, aunque por sí no corta,

Hace que corte el hierro: y nada importa

El no ser yo escritor, para que explique

Cuál es la obligación y el ejercicio

De todo aquél que a serlo se dedique:

Cómo encuentra caudal la poesía;

Qué es lo que a un buen poeta instruye y forma;

De lo decente, o no, cuál es la norma;

Adonde el arte, adondeel error guía.

 

Del escribir con propiedad y peso

El principio y la fuente es tener seso.

En su filosofía

Sócrates la materia nos enseña

De cosas que decir: y al que ya tiene

Bien previsto el asunto en que se empeña,

Laexplicación naturalmente viene.

Así, quien sabe el proceder humano

Que con patria y amigo usar conviene,

Cómo ha de amar al padre y al hermano,

Cómo a su huésped; qué cuidado encierra

O el empleo de un padre del Senado,

O el de otro magistrado,

O ya el de un general que va a la guerra,

Ese es quien bien adapta y establece

Lo que a cada sujeto pertenece.

El sabio imitador con gran desvelo

Ha de atender, si observa mi mandato,

A la naturaleza, que el modelo

Es de la humana vida y moral trato;

De cuyo original salga una copia

Con la expresión más verdadera y propia.

La comedia, tal vez, que se hermosea

Con las varias sentencias, y observancia

De buenos caracteres, aunque sea

Pobre de arte, energía y elegancia,

Más entretiene al pueblo, y le recrea,

Que el verso sin substancia,

Que suena bien, y al fin es fruslería.

 

Las musas a los griegos el ingenio

Dieron, y del lenguaje la harmonía.

Aspiran todos por nativo genio

A ser sólo de honor y fama ricos.

Pero acá los romanos desde chicos

Saben hacer prolijas particiones

De un as ode una libra, en cien porciones.

Diga el hijo de Albino el Usurero,

Si de cinco dozavas

Descontar una quiero,

¿Cuánto resta? Ea, di: ¿por qué no acabas?—

Queda un tercio cabal— Bien ajustado.

Sabrás cuidar tu hacienda. Y di ¿si añado

Una dozava más a aquellas cinco,

¿Qué suma? Una mitad cuando este ahínco

En allegar caudal, y esta carcoma

Del perverso interés domina en Roma,

¿Qué versos esperamos que hoy se escriban

Que con jugo de cedro preservados,

Y en tablas colocados

De bruñido ciprés, durables vivan?

 

Los poetas desean

O que sus obras instructivas sean,

O divertidas, o contengan cosas

Al paso que agradables, provechosas.

Si enseñar quieres, concisión observa;

Que el humano concepto,

Cuando es breve el precepto,

Percibe dócil, y puntual conserva,

Y todo lo superfluo, y no del caso

Rebosa, cual licor que colma el vaso.

Lo que con fin de recrear se invente,

A la verdad se acerque en lo posible:

La cómica ficción no represente

Por antojo o capricho lo increíble;

Ni a la bruja que un niño tragó entero,

Se le saquen del vientre carnicero.

Senadores ancianos

Vituperan las obras que no instruyen,

Y caballeros jóvenes romanos

De las muy serias y profundas huyen.

Mas todos con su voto contribuyen

Al que enseñar y deleitar procura,

Y une la utilidad con la dulzura.

El libro en que ambos méritos se incluyen,

A los libreros socios da dinero;

Pasar el mar merece;

Al autor ennoblece,

Y le asegura un nombre duradero.

 

Pero son disculpables ciertas faltas;

Pues no siempre despide

La cuerda el son que el tocador la pide,

Que en vez de voces bajas, da las altas;

Ni siempre el tirador al blanco acierta.

Cuando yo en un poema acaso advierta

Gran numero de gracias singulares,

Perdonaré lunares,

Si fueren pocos; porque habrán nacido

O de leve descuido,

O de humana flaqueza.... Mas a espacio

Que no siempre hay perdón. Cuando reacio

Escribe el mal copiante (aunque le enmiendan)

Una misma mentira,

No, no merece que su excusa atiendan.

Si el que tañe la lira

En una cuerda siempre se equivoca,

¿Quién no se ha de reír de lo que toca?

Al que todo lo yerra, yo comparo

Con Chérilo el poeta,

De quien me admiro y rio, si reparo

Que, por acierto raro,

Una cosa discreta,

O a lo más, dos o tres, hay en suescrito;

Y al contrario, me irrito,

Si el buen Homero se descuida o duerme.

Pero también es fuerza convencerme

De que en libro tan lato

No es mucho que al autor dé sueño un rato.

 

Pintura y poesía se parecen;

Pues en ambas se ofrecen

Obras que gustan más vistas de lejos;

Y otras, no estando cerca, desmerecen.

Cuál debe colocarse en parte obscura;

Cuál de la luz no teme los reflejos,

Ni del perito la sutil censura:

Por la primera vez agrada aquélla;

Esta, diez veces vista, aun es más bella.

 

Oh tú, hermano mayor de los Pisones,

Aunque el cielo prudencia darte quiso,

Y de tan sabio padre las lecciones,

Ten en memoria este importante aviso.

En ciertas profesiones

Se puede tolerar la medianía.

Suele un Jurisconsulto, un Abogado,

No tener la elocuente valentía

De Mésala, ni ser tan gran letrado

Como es Aulo Caselio; y aun, con todo,

Mérito no le falta en cierto modo;

Mas poetas medianos,

Ni los sufren los dioses soberanos,

Ni tampoco los hombres,

Ni menos los aguantan

Los mismos duros postes en que plantan

Carteles con sus obras y sus nombres.

Cual suele en un banquete regalado

Causar gran desagrado

De una orquesta infeliz la disonancia,

O, para ungirse, una pomada rancia,

O bien la adormidera

Con la miel de Cerdeña mal mezclada;

Porque aquella función muy bien pudiera

Ser buena, sin que de esto hubiera nada;

Así la poesía,

Que para dar recreo fue inventada,

En vil y despreciable degenera,

Si del perfecto grado se desvía.

El que de lidiar bien no se gloría,

No va al Campo de Marte;

Y el que ignora con qué arte

Pelota, disco, y trompo se manejan,

Se abstiene de jugar, por si motejan

Con risas insolentes

Su poca habilidad los concurrentes.

Mas cualquier necio ya, si se le antoja,

A hacer versos se arroja.

Y ¿por qué no, si es hombre que proviene

De estirpe noble y clara;

Mucho más, cuando tiene

Suficiente dinero

Para ser recibido caballero,

Y nadie puede echarle nada en cara?

 

Tal es tu entendimiento y tu cordura,

Que no harás ni dirás violentamente

Cosa en que el numen obre renitente;

Mas si algo, por ventura,

Escribes algún día,

Sujétalo de Mecio a la censura,

Como a la de tu padre y a la mía;

Y tenlo hasta nueve años reservado;

Porque mientras inéditos guardares

Tus pergaminos, puedes con cuidado,

Corregir los defectos que repares;

Mas es inútil esperar la vuelta

De la palabra que una vez se suelta.

 

A los hombres feroces

EI sacro Orfeo, intérprete divino,

Separó con lo dulce de sus voces

Del estado brutal en que vivían,

Siendo uno de otro bárbaro asesino:

Y por tales acciones

Todos le atribuían

Que domó fieros tigres y leones.

Del mismo modo los tebanos muros

Edificó Anfión, que con los sones

Del acorde instrumento

Tras sí llevaba los peñascos duros,

Dóciles al poder del blando acento.

Entonces la mejor sabiduría

Era la que prudente discernía

Ya del público bien el bien privado,

O ya de lo profano lo sagrado;

Refrenaba la torpe demasía

De tener las mujeres por comunes;

Los matrimonios conservaba inmunes,

Sanas reglas dictando a los esposos;

Se aplicaba a fundar pueblos dichosos,

Y grababa las leyes en madera.

Llegaron a adquirir de esta manera

Los divinos poetas alta gloria,

Dando a sus versos inmortal memoria.

Luego la poesía

Del celebrado Homero y de Tirteo

Los varoniles ánimos movía

Al logro ilustre del marcial trofeo.

Ya el respetable oráculo de Apolo

Explicaba tan sólo

En verso sus decretos;

Ya de naturaleza los secretos

En verso se enseñaban igualmente:

El favor de los reyes soberanos

Solicitar en verso era frecuente;

Y hallaron los humanos

En las varias poéticas ideas

Gusto y descanso al fin de sus tareas.

Esto refiero aquí, noble mancebo,

Porque el arte canoro

De las discretas musas y de Febo

Alguna vez no tengas por desdoro.

 

Dudan si el verso digno de alabanza

Del natural ingenio se deriva,

O bien del artificio y enseñanza.

Yo creo que el estudio nada alcanza

Sin la fecundidad de la inventiva;

Ni la imaginación inculta y ruda

Es capaz por sí sola del acierto;

Pues han de darse, unidas de concierto,

Naturaleza y arte mutua ayuda.

El atleta robusto que su brío

Desea ver premiado en la carrera,

Se agitó mucho cuando joven era,

Sufrió mucho también; expuesto anduvo

Siempre al calor y al frío;

Y en fin, del vino y del amor se abstuvo.

El flautista que diestro

Hoy el cántico pitio entonar sabe,

Aprendió con un rígido maestro.

Mas ya basta decir en tono grave:

Nadie, nadie me excede

En hacer un poema prodigioso.

Ruin sea por quien quede:

Que otro me deje atrás no es decoroso;

Ni confesar con injuriosa nota

Que en lo que no aprendí soy un idiota.

 

Como al puesto en que hay géneros de venta

Convoca un pregonero

Numeroso tropel de compradores:

Así el poeta a quien su campo renta,

Y tiene medios de imponer dinero,

Atrae a la ganancia aduladores.

Si da una buena mesa, además de esto,

Y sale por fiador del que en pobreza

Ha caído por ser mala cabeza,

Y de un pleito funesto

Le liberta benévolo; yo apuesto

Que no tendrá la dicha, ni el buen tino

De conocer qué amigo es falso o fino.

A quien hubieres hecho algún presente,

O hacérsele medites,

Para oír versos tuyos no le cites;

Pues si lleno de júbilo se siente,

Clamará: ¡bueno! ¡lindo! ¡bravamente!

Pálido se pondrá; y aun por ventura

Llorará de amistad y de ternura;

Saltará en el asiento,

Dando fuertes patadas de contento.

Cual suelen demostrar los que alquilados

Van a llorar a un duelo,

En acciones y en voz, más desconsuelo

Que los que están de veras angustiados;

Tal siente, al parecer, el lisonjero

Más que el panegirista verdadero.

 

Cuéntase de los grandes potentados,

Que para hacer de alguno confianza,

Le dan a beber vino sin templanza:

Con repetidos brindis le atormentan,

Hasta que experimentan

Si de amistad, por su reserva, es digno,

En caso de que escribas poesías,

Harás mal si te fías

De adulador maligno

Que en astucias imita a la raposa.

 

Cuando a Quintilio Varo

Un autor recitaba alguna cosa,

Le decía bien claro:

Corrige sin temor esto o aquello.

Si el otro replicaba: no es posible,

Pues dos veces o tres me he puesto a ello,

Le ordenaba inflexible

Volver al yunque el verso mal forjado.

Mas si el autor buscaba en su pecado

Disculpas, en lugar de correcciones,

Ya no empleaba en vano

Ni tiempo ni razones;

Y al escritor dejaba mano a mano

Con su obra idolatrada,

Sin más rival que le estorbase en nada.

 

El que es hombre de bien, y hombre de pulso,

Sabrá tachar el verso flojo, insulso;

Condenará los ásperos e ingratos;

Su pluma borrará con negra raya

Aquéllos en que gracia y arte no haya;

Cercenará los frívolos ornatos;

Lo que está obscuro, mandará se aclare;

Sin que tampoco apruebe

El equívoco ambiguo en que repare;

Notando, en fin, cuanto mudarse debe.

Aristarco será, censor severo;

No de aquéllos que dicen: yo no quiero

En materia tan leve

Disgustar a un amigo por sincero.

Estas leves materias

Algún día tendrán resultas serias

Cuando ya el adulado se haya visto

Entre todos ridículo y malquisto;

Pues el hombre sensato

No menos que a un ictérico, a un leproso,

Y a un demente lunático y furioso,

Huye y teme al Poeta mentecato.

La turba, de muchachos imprudente

Es sólo quien le acosa y quien le hostiga;

Y alguno que inocente

No ve cuánto se expone el que le siga.

S i, vomitando versos remontados,

Se extravía aquel loco, y se desmanda,

Corriendo a todos lados,

Cual cazador que tras los mirlos anda,

Y se cae en un hoyo o en un pozo,

Clamando con sollozo:

¡Favor, Señores! ¿no hay quién me socorra?

Nadie hallará que a libertarle corra,

Mas si alguno, acudiendo en tal fracaso,

Le echa una cuerda, yo diré al momento:

¿Qué sabes tú si acaso

Se arrojó por su gusto, y si su intento

Es que no se le saque del mal paso?

Y citaré la muerte

De Empédocles, poeta de Agrigento;

La cual fue de esta suerte:

Como pasar quería

Por un dios inmortal, se arrojó un día

Con la mayor frescura al Etna ardiente.

Piérdanse los poetas libremente

Cada vez que les diere tal manía;

Pues conservar la vida al que se muere

Por gusto propio, es tanta tiranía

Como matar al que morir no quiere.

No es ya la vez primera

Que ha intentado este raro desatino;

Y aunque de aquel conflicto bien saliera,

No quisiera dejar de ser divino,

Ni olvidara el anhelo que le inflama

De adquirir con tal muerte nombre y fama.

No se sabe, en verdad, por qué delito

Al poeta infundió su mala estrella

De escribir siempre versos el prurito:

Si profanó tal vez la sepultura

De su padre, orinándose sobre ella;

O arrancó por ventura,

Cometiendo un sacrílego atentado,

La señal que denota ser sagrado

El lugar triste en que cayó centella.

Lo cierto es que frenético y rabioso,

A manera del oso

Que de su jaula quebrantó la reja,

Va ahuyentando a ignorantes y discretos

Con los atroces versos que recita;

Al que una vez cogió ya no le deja;

Le asesina leyendo mamotretos;

Y a sanguijuela terca se asemeja,

Que de la piel que chupa no se quita,

Hasta que está de sangre bien ahíta.

 

TOMÁS DE IRIARTE


 

 

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