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René Crevel: El período de los sueños

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EL PERÍODO DE LOS SUEÑOS

Tantas voces sonaban falsas a pesar de las sonrisas que mis oídos no querían oír más. Sobre los adoquines demasiado cotidianos, mis pies arrastraban distancias pesadas, bordeadas por una sombra que, sin embargo, estaba desprovista de espesor. Todos los árboles eran de madera de horca, y eran innumerables en el bosque de la represión, con su follaje de plomo tan apretado que, desde el alba hasta el crepúsculo y desde el crepúsculo hasta el alba, uno no se atrevía a imaginar que un día, más allá del horizonte y más allá de la costumbre, brillaría un Sol todo de azufre y amor. Las hojas repetían los dislates druídicos de los robles, la hipocresía mediterránea de los olivos, la amargura fatal del boj, el puritanismo gélido de los sauces y las insinuaciones malsanas susurradas por los álamos de la Tercera República. Todos los troncos de los árboles se dividían en una infinidad de ramas sinuosas e insinuantes, que ofrecían sus habilidades solapadas para estrangular sin demora, si no a las criaturas demasiado imprudentes, al menos y con seguridad a las palabras en su garganta. Bajeles naufragados en medio de la tierra. Los ancianos sacudían la cabeza, seguros de que nadie se atrevería a responder a su sonrisa satisfecha negándose a aferrarse a los escombros de los dogmas, a las boyas de la educación clásica o a las raíces flotantes de los prejuicios.

Hoy, el período de los sueños perdura, sobre todo para mí, como la negativa de un corazón empecinado, empecinado en latir incluso en el vacío de un pecho al que todas las hormigas del desencanto ya habían atacado y carcomido tanto que estaba muy cerca de hundirse.

Sí, yo había pasado mi decimoquinto cumpleaños, mi vigésimo cumpleaños. Era algo natural, como también era natural que mi frente ardiente anhelara una corona de manos frescas.

Y antes, y durante, y después de la guerra, el clima en Francia siempre había sido eso con lo que se hacen las cabezas escépticas y las cabezas vacías.

Desde la época de mi infancia, apenas hubo pasado la época de mis primeras lecturas hechas en secreto, un realismo abiertamente exhibido había pretendido obligarme a no ver nada en el mundo que no fuera  ampulosidad o esclerosis. En la práctica, el idealismo oficial se expresaba en un sórdido materialismo. Cuando estaba en clase de filosofía, Kant se me apareció, en el halo gélido de su noúmeno inmaterial, como un justiciero, y se me apareció tanto más bajo esos rasgos cuanto que el oportunismo de las circunstancias no dejaba de procurarse buenas razones para no tener razones. Unos años más tarde, fueron los cuadros de De Chirico los que, gracias a los montantes de sus marcos, les abrieron una serie de avenidas a mis sueños. En el corazón de la ciudad metafísica, a la sombra de las estatuas, las almohadas-alcachofas me incitaban al sueño mientras que, al leer a Lautréamont, París dejaba de ser la capital de Francia y volvía a la vida renaciendo de sus piedras. El Sena... la Rue Vivienne... La luz de la Isla de Francia, que la gente común encuentra tan agradable, no fueron pronto más que un pedazo de papel para mí. El plomo de los cielos, el plomo de las cabezas, se iluminó, se coronó, se desgarró, se iluminó con un trueno revelador. E incluso ahora, después de todos estos años, para que yo vuelva a encontrar esos momentos ardientes, la tormenta de mayo tiene que acelerarme el pulso hasta el punto de crear la impresión de que, a partir de las muñecas, compañías subterráneas de pájaros se expanden en pesadas flores de materia gris bajo los montículos de las palmas.

Me gustaría poder escribir estos recuerdos con letras fosforescentes. Si los escribo a pesar de todo, es porque en este momento, en la avenida de la Ópera, el sol poniente bañó los rostros con suficiente azufre como para volverlos amarillos, de un amarillo insoportable, al mismo tiempo que el bombín, inicialmente negro, de un caminante un poco extraño, se volvió azul, de un azul intolerable.

Es así que puedo recordar que Desnos tenía los ojos desorbitados. Dos ostras en sus valvas que reflejaban, en su pasividad glauca y ronca, el movimiento del mar. En la orilla, al principio, de su mar, había una playa, de arena de día, de carne de noche. En el páramo, cerca de la playa, en un huerto demasiado florido, una chica se había dejado caer al suelo y me pidió que pasara toda la tarde apretándole geranios entre los pechos.

Por la noche, me invitó a casa de su madre, que era un pozo de teosofía y ciencias ocultas. En el comedor de la casita había también una anciana que, como podía rascarse la nariz con el mentón, se había apodado a sí misma la señora Dante. Entre dos vaticinios, esa supuesta descendiente del célebre Alighieri recogía en invierno hiedra del parque Monceau para adornar las diademas que rodeaban su cabeza En verano, hacía estragos en la costa normanda.

La chica de los pechos de geranio, su madre, la señora Dante y yo nos sentamos lo suficientemente cerca como para juntar las manos alrededor de una pesada mesa. La señora Dante había anunciado que habría encarnaciones. Mi cabeza se complació en inclinarse sobre la madera. Me había quedado dormido. La madre de la chica con pechos de geranio se apresuró a despertarme. Muy orgullosa de sus poderes terapéuticos, me propuso, por razones espiritualistas poco convincentes, iniciarme, pero era absolutamente imposible, yo estaba por entonces cumpliendo mis obligaciones militares y tenía que estar de vuelta en París al día siguiente. Y allí le conté a Breton esta aventura. Él, Desnos, Éluard, Péret y algunos otros la renovaron durante las varias sesiones que se evocan en Los Pasos perdidos.

En su estudio titulado Entrada de los mediums, que dedicó especialmente a esta fase de la actividad surrealista, Breton trata de dar una idea más clara de la misma recordando cómo "en 1919 (su) atención se había fijado en las frases más o menos parciales que, en medio de la soledad, al acercarse el sueño, se hacen perceptibles a la mente sin que sea posible descubrirles una determinación previa".

Anteriormente, Breton había señalado que "esta palabra(surrealismo), que no es de nuestra invención y que tan fácilmente podríamos haber abandonado al vocabulario crítico más vago, nosotros la utilizamos con un sentido preciso. Hemos convenido en designar con ella un cierto automatismo psíquico que se corresponde bastante bien con el estado onírico, un estado que hoy es muy difícil de delimitar".

Por supuesto, es perfectamente vano intentar trazar los límites de los propios estados en un período de sueño como en cualquier otro momento. Del sueño a la simulación, tales eran las palabras que había pensado utilizar como título para estas evocaciones y, al mismo tiempo, para agrupar la serie de experimentos que después se llevaron a cabo hasta las recientes consideraciones de Dalí sobre la paranoia (La Mujer visible) y los intentos de remedar enfermedades mentales (Breton y Éluard, La Inmaculada Concepción). 

En Nadja, Breton pidió que "alguno de los que asistieron a esas innumerables sesiones se tomara la molestia de describirlas con precisión, de situarlas en su verdadera atmósfera".

En consecuencia —aunque mis recuerdos no deban interpretarse en modo alguno como confesiones a posteriori, aunque no tenga ninguna intención o ambición oculta de poner en duda la autenticidad de los hechos, ni de plantear la cuestión de la sinceridad, por la buena y sencilla razón de que no puede plantearse en este caso, debido a la dificultad misma de delimitar nuestros estados o de establecer quién tomó tal o cual parte en una empresa esencialmente colectiva—, trato de recordar... Y recuerdo que antes de una de esas sesiones una frase hecha llegó a los oídos de mi conciencia despierta: "Los vestidos de Madame de Lamballe van a ser subastados".

No puedo dejar de sospechar que esa frase permaneció presente en mi mente simplemente porque merodeaba en ella algún recuerdo de infancia, el de las figuras de cera del Museo Grévin, y por la fascinación turbia que se había apoderado de mí ante el espectáculo de escenas como la que se revela en el recodo de un pasillo, de la cabeza recién cortada de Madame de Lamballe que le están mostrando a María Antonieta.

Una noche, en casa de Éluard, colocamos nuestras manos en círculo sobre una mesa. Yo decido dormirme antes que Desnos, pero tengo miedo de no poder hacerlo. Así que, para acelerar las cosas, digo la frase de la que no he podido librarme en todo el día. Las palabras son pesadas, me arrastran. Mi cabeza golpea contra la madera. Dejo de existir. Cuando me despierto, me dicen lo que he dicho. Como mi discurso no fue tan malo, me complace oírlo de boca de los mismos que me escucharon, pero sólo porque así le gano a Desnos, mi rival en mediumnidad. De lo contrario, no me importaría nada de nada. Cada una de esas sesiones me produce una satisfacción inmensa. Por la noche me duermo con un sueño de plomo. Mis despertares no son demasiado difíciles. Todo el tiempo que asisto y participo en esas sesiones, no tengo vida sexual ni deseo tenerla. Ni siquiera se me ocurre que podría tener una.

A pesar de la manera en que Desnos y yo hemos llegado a desconfiar el uno del otro —nuestra desconfianza se convirtió en una enemistad que me llevó a pensar que Desnos podría sacarme los ojos, por ejemplo, por la misma razón por la que yo lo había empujado haciendo que pegara con la cabeza contra una chimenea—, cuando me encuentro con Desnos en otras ocasiones, esas sesiones son nuestro único tema de conversación.

El día en que no puedo más, cuando me doy cuenta de que si sigo, perderé la vida en eso, o al menos la cabeza, decido hacerme operar del apéndice para despistar, no sin antes haber dado lo mejor de mí para que Desnos (que por cierto estaba encantado de tener las manos libres) se entregara furiosamente al juego hasta perder la razón.

Nunca he dejado de extrañar esa época. Como una huella dejada por lo que podría haber dicho entonces, por lo que no me había oído decir, odié cada vez más el sonido de mi voz. Sin embargo, la semana pasada, cuando me indujeron a escribir estas páginas, la lectura de un viejo número de Literatura, que contiene el único discurso mío de aquella época que se ha conservado, me produjo un desasosiego que, extrañamente, anulaba los diez años transcurridos.

Recordé, como para persuadirme de su exactitud, el proverbio que había acuñado para mi propio uso: "Un manzano no se come sus manzanas... Un manzano no se come sus manzanas". Y, sin embargo, el árbol solitario, el árbol de la meditación, ¿hará con su fruto lo que otros árboles hacen con él, pan, manteca o queso? Ningún prado pone a sus pies la alfombra de su gentileza, y la tierra, que se niega a satisfacer sus antojos de hoy, tampoco recibirá mañana los frutos maduros que tal vez estén a punto de caer.

En lo que se refiere a Desnos y al dilema que sigue constituyendo su caso, para arrojar luz sobre las cosas, basta con citar estos dos pasajes de Breton:

"Vuelvo a ver ahora a Robert Desnos en la época en que aquellos de entre nosotros que la conocimos designamos como la época de los sueños. "Duerme", pero escribe, habla. Es de noche, estamos en mi casa, en el taller, encima del cabaret del Cielo. De fuera llegan voces: "¡Entremos, entremos al Gato Negro!". Y Desnos continúa viendo lo que yo no veo, lo que sólo veo en la medida en que me lo va mostrando. Para eso, adopta a menudo la personalidad del hombre vivo más raro, más inimaginable, más decepcionante, el autor del Cementerio de los Uniformes y Libreas, Marcel Duchamp, a quien jamás ha visto en la realidad. Lo que se consideraba como más inimitable de Duchamp, gracias a algunos misteriosos "juegos de palabras" (Rrose Sélavy — Rrosa Eslavida), se encuentra en Desnos en toda su pureza y adquiere de pronto un extraordinario alcance". (Nadja.) 

"Desde entonces, Desnos, muy perjudicado en ese terreno por los mismos poderes que durante algún tiempo lo habían elevado, y que aún parece desconocer que eran poderes de las tinieblas, decidió desgraciadamente actuar en el plano real, donde no es sino un hombre más solo y más pobre que cualquier otro". (Segundo Manifiesto del Surrealismo.)

Y eso se debe, como señala Breton, a una carencia de cultura, a una carencia de espíritu filosófico.

Por haber fijado desde hacía tiempo los límites de los estados, la antigua idolatría analítica hacía imposible pasar de uno a otro. Un cierto dualismo, que no podían superar, fue lo que alejó no sólo a Desnos, sino a muchos otros del surrealismo, porque, dialéctico en su esencia, el surrealismo no pretende sacrificar ni el sueño a la acción ni la acción al sueño, sino que prefiere nutrir su síntesis.

Por poco que se inmovilice, el pensamiento se deja aprisionar voluntariamente en las palabras que lo expresan, en una escritura cuyos trazos gruesos y finos imponen su ritmo a la propia conciencia.

Una cáscara de huevo se endurece en cuanto entra en contacto con el aire. En cada momento, debemos condenar esa esclerosis que se intenta hacer pasar por algo sólido y definitivo.

Las fronteras entre los diferentes estados psíquicos no están más justificadas que entre los Estados geográficos. El surrealismo tiene el deber de luchar contra ambas, de condenar todas las formas de patriotismo, incluso el patriotismo del inconsciente.

RENÉ CREVEL

Traducción, para Literatura& Traducciones, de Miguel Ángel Frontán

  

LA PÉRIODE DES SOMMEILS

Tant de voix sonnaient faux en dépit des sourires que mes oreilles ne voulaient plus entendre. Sur les pavés trop quotidiens, mes pieds traînaient des distances pesantes, bordées d’une ombre qui se trouvait pourtant dépourvue d’épaisseur. Tous les arbres étaient en bois de potence, et ils étaient innombrables dans la forêt de la répression, avec leur feuillage de plomb si épais que, de l’aube au crépuscule et du crépuscule à l’aube, on n’osait imaginer qu’un jour, au-delà de l’horizon et au-delà de l’habitude, brillerait un Soleil tout de soufre et d’amour. Les feuilles répétaient les inepties druidiques des chênes, l’hypocrisie méditerranéenne des oliviers, l’amertume fatale du buis, le puritanisme glacé des saules, et les allusions malsaines chuchotées par les peupliers de la Troisième République. Tous les troncs des arbres se divisaient en une infinité de branches sinueuses et insinuantes, qui offraient leurs aptitudes sournoises à étrangler prestement, sinon les créatures trop imprudentes, du moins et à coup sûr les mots dans leur gorge. Vaisseaux naufragés en plein milieu des terres. Des vieillards secouaient la tête, certains que personne n’oserait répliquer à leur sourire satisfait en refusant de se raccrocher aux décombres des dogmes, aux bouées de l’éducation classiques ou aux racines flottantes des préjugés.

Aujourd’hui, la période des sommeils demeure pour moi avant tout comme le refus d’un cœur obstiné, obstiné à battre même dans le vide d’une poitrine que toutes les fourmis du désenchantement avaient déjà tellement attaquée et rongée qu’elle était bien près de s’affaisser.

Oui j’avais dépassé mon quinzième anniversaire, mon vingtième anniversaire. C’était naturel comme il était naturel aussi que mon front en feu se languît d’une couronne de mains fraîches.

Et avant, et pendant, et après la guerre, le climat en France, sempiternellement, avait été ce dont on fait les têtes sceptiques et les têtes vides.

Du temps de mon enfance, sitôt passée l’époque de mes premières lectures en cachette, un réalisme ouvertement affiché avait prétendu me contraindre à ne rien voir dans le monde qui ne fût boursouflure ou sclérose. Dans la pratique, l’idéalisme officiel s’exprimait par un matérialisme sordide. Quand j’étais en classe de philosophie, Kant m’apparut, dans le halo glacé de son noumène immatériel, comme un justicier, et il m’apparaissait d’autant plus volontiers sous ces traits que l’opportunisme de circonstance n’avait de cesse de se donner de bonnes raisons de ne pas avoir de raisons. Quelques années plus tard, ce furent les tableaux de Chirico qui, à travers les montants de leurs cadres, ouvraient à mes rêves une série d’avenues. Au cœur de la ville métaphysique, à l’ombre des statues, les oreillers-artichauts invitaient au sommeil tandis que, comme je lisais Lautréamont, Paris cessait d’être la capitale de la France et revenait à la vie en renaissant de ses pierres. La Seine… la rue Vivienne… La lumière d’Île-de-France que les gens ordinaires trouvent si agréable ne représentait bientôt plus pour moi qu’un chiffon de papier. Le plomb des cieux, le plomb des crânes, se trouvait éclairé, couronné, déchiré, illuminé par un coup de tonnerre révélateur. Et maintenant encore, après toutes ces années, pour retrouver ces moments brûlants, il faut que la tempête de mai accélère mon pouls au point de créer l’impression que, partant des poignets, des compagnies souterraines d’oiseaux se développent en lourdes fleurs de matière grise sous les monticules des paumes.

J’aimerais pouvoir écrire ces souvenirs en lettres phosphorescentes. Si je les écris malgré tout, c’est parce qu’à cet instant, avenue de l’Opéra, le soleil couchant a baigné les visages avec assez de soufre pour les rendre jaunes, d’un jaune insupportable, en même temps que devient bleu, d’un bleu intolérable, le chapeau melon, initialement noir, d’un promeneur un peu bizarre.

Ainsi puis-je me rappeler que Desnos avait les yeux exorbités. Deux huîtres dans leur coquille qui reflétaient, dans leur passivité glauque et rauque, le mouvement de la mer. Au bord, au commencement, de sa mer, il y avait une plage, de sable le jour, de chair la nuit. Sur la lande près de la plage, dans un verger trop fleuri, une fille s’était laissée choir à terre et m’avait demandé de passer l’après-midi entier à lui presser des géraniums entre les seins.

Le soir, elle m’avait invité chez sa mère, laquelle était un puits de théosophie et de sciences occultes. Dans la salle à manger de la petite maison, il y avait aussi une vieille femme qui, parce qu’elle pouvait se gratter le nez avec le menton, s’était elle-même surnommée Madame Dante. Entre deux vaticinations, cette soi-disant descendante du célèbre Alighieri l’hiver ramassait du lierre parc Monceau pour en parer les bandeaux qui enserraient sa tête En été, elle faisait des ravages sur la côte normande.

La fille aux seins de géraniums, sa mère, madame Dante et moi nous assîmes assez près tous les quatre pour joindre nos mains autour d’une lourde table. Madame Dante avait annoncé qu’il y aurait des incarnations. Ma tête prit plaisir à s’incliner sur le bois. J’étais endormi. La mère de la fille aux seins géraniums s’empressa de me réveiller. Très fière de ses pouvoirs thérapeutiques, elle se proposa, pour des raisons spiritualistes à vrai dire peu convaincantes, de m’initier, mais c’était absolument impossible, je m’acquittais alors de mes obligations militaires et je devais être de retour à Paris le lendemain. Et là, je parlai à Breton de cette aventure. Lui, Desnos, Éluard, Péret et quelques autres la renouvelèrent au cours de plusieurs séances qui sont évoquées dans Les Pas perdus.

Dans son étude intitulée "Entrée des médiums", qu’il a spécialement consacrée à cette phase de l’activité surréaliste, Breton cherche à en donner une idée plus claire en rappelant combien "en 1919 (son) attention s’était fixée sur les phrases plus ou moins partielles, qui, en pleine solitude, à l’approche du sommeil, deviennent perceptibles pour l’esprit sans qu’il soit possible de leur découvrir une détermination préalable".

Auparavant, Breton avait noté que "ce mot (surréalisme), qui n’est pas de notre invention et que nous aurions si bien pu abandonner au vocabulaire critique le plus vague, est employé par nous dans un sens précis. Par lui nous avons convenu de désigner un certain automatisme psychique qui correspond assez bien à l’état de rêve, état qu’il est aujourd’hui fort difficile de délimiter".

Il est bien sûr parfaitement vain de vouloir tracer les limites de ses propres états dans une période de sommeil comme à tout autre moment. Du sommeil à la simulation, tels étaient les mots que j’avais envisagé d’utiliser pour intituler ces évocations et en même temps pour regrouper les séries d’expérimentations que l’on conduisit ensuite jusqu’aux récentes considérations de Dali sur la paranoïa (La Femme visible) et aux essais de simulation des maladies mentales (Breton et Éluard, L’Immaculée Conception). 

Dans Nadja, Breton demandait que "l’un de ceux qui ont assisté à ces séances innombrables prît la peine de les décrire avec précision, de les situer dans leur véritable atmosphère".

En conséquence, bien que mes souvenirs ne doivent en aucun cas être interprétés comme des confessions a posteriori, bien que je n’aie la moindre intention ou ambition cachée de laisser planer un doute sur l’authenticité des faits, ni non plus de poser la question de la sincérité, pour la bonne et simple raison qu’elle ne peut être posée en la circonstance, du fait même des difficultés à délimiter nos états ou encore à établir qui avait pris telle ou telle part dans une entreprise essentiellement collective, j’essaie de me rappeler… Et je me rappelle qu’avant une de ces séances une phrase arriva toute faite aux oreilles de ma conscience éveillée : "Les robes de Mme de Lamballe vont être mises aux enchères."

Je ne peux m’empêcher de soupçonner que cette phrase demeurait présente dans mon esprit simplement parce qu’y rôdait un souvenir d’enfance, celui des personnages de cire du musée Grévin, et la fascination trouble qui m’avait saisi au spectacle de scènes comme celle, précisément, révélée au détour d’un couloir, de la tête récemment tranchée de Mme de Lamballe qu’on présentait à Marie-Antoinette.

Un soir, chez Éluard, nous disposons nos mains en cercle sur une table. J’ai décidé de m’endormir avant Desnos, mais j’ai peur de ne pas y parvenir. Alors, pour hâter les choses, je prononce la phrase dont je n’ai pu me débarrasser tout au long de la journée. Les mots sont lourds, ils m’entraînent. Ma tête frappe le bois. Je cesse d’exister. À mon réveil, on me raconte ce que j’ai dit. Comme mon discours n’a pas été si mauvais, je suis ravi d’en prendre connaissance de la bouche même de ceux qui m’ont écouté, mais seulement parce que je l’emporte alors sur Desnos, mon rival en médiumnité. Sinon cela ne m’importerait nullement. Je retire de chacune de ces séances une satisfaction extrême. La nuit, je dors d’un sommeil de plomb. Mes réveils ne sont pas trop difficiles. Pendant tout le temps que j’assiste et que je participe à ces séances, je n’ai pas de vie sexuelle et ne désire pas en avoir. Il ne me vient même pas à l’idée que je pourrais en avoir une.

En dépit de la manière dont Desnos et moi en sommes arrivés à nous méfier l’un de l’autre, — notre suspicion se transformant en une inimitié qui, pensais-je, pourrait conduire Desnos à me crever les yeux, par exemple, pour la même raison que je l’avais bousculé de sorte que sa tête avait heurté une cheminée —, quand je rencontre Desnos en d’autres occasions, ces séances constituent notre seul sujet de conversation.

Le jour où je n’en puis plus, où je me rends compte que, si je continue, je vais y laisser la vie, ou pour le moins ma tête, je décide de me faire opérer de l’appendicite pour faire diversion, mais non sans avoir donné au préalable le meilleur de moi-même pour que Desnos (assurément ravi d’avoir les coudées franches) se livre furieusement au jeu jusqu’à perdre la raison.

Je n’ai cessé de regretter cette époque. Comme une trace laissée par ce que j’avais pu dire alors, par ce que je ne m’étais pas entendu dire, j’ai de plus en plus détesté le son de ma voix. Pourtant, la semaine dernière, quand je fus amené à écrire ces pages, la lecture d’un vieux numéro de Littérature, qui contient le seul de mes discours de cette époque ayant été conservé, me procura un malaise qui, étrangement, annulait les dix années écoulées.

Je me suis rappelé, comme pour me persuader de sa justesse, le proverbe que j’avais forgé pour mon usage personnel : "Un pommier ne mange pas ses pommes… Un pommier ne mange pas ses pommes." Et pourtant, l’arbre solitaire, l’arbre à méditation, fera-t-il de ses fruits ce qu’en font les autres arbres, à pain, à beurre, ou à fromage ? Aucun pré n’étend à ses pieds le tapis de son obligeance, et la terre, qui se refuse à satisfaire ses fringales d’aujourd’hui, demain ne recevra pas davantage les fruits mûrs peut-être prêts à tomber.

En ce qui concerne Desnos et le dilemme que son cas constitue toujours, pour éclairer les choses, il suffit de citer ces deux passages de Breton :

"Je revois maintenant Robert Desnos à l’époque que ceux d’entre nous qui l’ont connue appellent l’époque des sommeils. Il "dort", mais il écrit, il parle. C’est le soir, chez moi, dans l’atelier, au-dessus du cabaret du Ciel. Dehors, on crie : "On entre, on entre, au Chat Noir !" Et Desnos continue à voir ce que je ne vois pas, ce que je ne vois qu’au fur et à mesure qu’il me le montre. Pour cela souvent il emprunte la personnalité de l’homme vivant le plus rare, le plus infixable, le plus décevant, l’auteur du Cimetière des Uniformes et Livrées, Marcel Duchamp qu’il n’a jamais vu dans la réalité. Ce qui passait de Duchamp pour le plus inimitable à travers quelques mystérieux "jeux de mots" (Rrose Sélavy) se retrouve chez Desnos dans toute sa pureté et prend soudain une extraordinaire ampleur" (Nadja). 

"Depuis lors, Desnos, grandement desservi dans ce domaine par les puissances mêmes qui l’avaient quelque temps soulevé et dont il paraît ignorer encore qu’elles étaient des puissances des ténèbres, s’avisa malheureusement d’agir sur le plan réel où il n’était qu’un homme plus seul et plus pauvre qu’un autre" (Second Manifeste du surréalisme).

Et cela tenait, comme Breton le remarque, à un manque de culture, à un manque d’esprit philosophique.

Pour avoir depuis longtemps fixé les limites des états, la vieille idolâtrie analytique rendait impossible de passer de l’un à l’autre. Un certain dualisme qu’ils ne parvenaient pas à surmonter, voilà ce qui détourna du surréalisme, non seulement Desnos, mais beaucoup d’autres, parce que, dialectique dans son essence, le surréalisme n’entend sacrifier ni le rêve à l’action, ni l’action au rêve, préférant plutôt nourrir leur synthèse.

Si peu figée soit-elle, la pensée se laisse volontiers emprisonner dans les mots qui l’expriment, dans une écriture dont les pleins et les déliés imposent leur cadence à la conscience elle-même.

Une coquille d’œuf durcit dès qu’elle est au contact de l’air. À chaque instant, il faut condamner cette sclérose qu’on tente de faire passer pour quelque chose de solide et de définitif.

Les frontières entre les différents états psychiques ne se justifient pas davantage qu’entre des États géographiques. Le surréalisme se doit de combattre les unes et les autres, de condamner toute forme de patriotisme, fût-ce le patriotisme de l’inconscient.


 

 

 


Louis-Ferdinand Céline: Cristianismo y felicidad

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CRISTIANISMO Y FELICIDAD 

La superioridad práctica de las grandes religiones cristianas consistía en que no doraban la píldora. No intentaban emborrachar, no buscaban al votante, no sentían la necesidad de caer bien, no andaban revoleando el traste. Agarraban al hombre en la cuna y le decían todo bien clarito. Lo ponían al tanto sin vueltas: "Vos, pequeño putrículo sin forma, nunca serás más que basura... Desde que nacés no sos más que una mierda... ¿Me estás oyendo?... ¡Es la evidencia misma, el principio de todo! Sin embargo, tal vez... tal vez... si prestás mucha atención... todavía tengas una pequeña posibilidad de hacerte perdonar de ser así tan asqueroso, excrementicio, increíble... Consiste en ponerle buena cara a todas las penas, pruebas, miserias y torturas de tu corta o larga existencia. Con perfecta humildad... ¡La vida, hijo de puta, es una amarga prueba! ¡No te cansés! ¡No le busqués cinco patas al gato! Salvá tu alma, ¡ya es bastante! Tal vez al final del calvario, si sos extremadamente cumplidor, un héroe del "cerrá la jeta", podrás espichar de acuerdo con los principios... Pero no es seguro... capaz con algún pelo un poco menos pútrido cuando reventés que cuando naciste... y cuando te estrellés en la noche más respirable que la aurora... Pero no te llenés la cabeza con pajaritos. ¡En eso consiste todo!... ¡Tené cuidado! No especulés con cosas grandes. ¡Por un sorete, pena máxima!"

¡Eso era hablar bien en serio! ¡Por verdaderos padres de la Iglesia! ¡Que conocían las herramientas! ¡Que no se deslumbraban con ilusiones !

La gran pretensión a la felicidad, ¡ésa es la enorme impostura! Eso es lo que complica toda la vida! Lo que hace que la gente sea tan venenosa, sinvergüenza, insoportable. No hay felicidad en la existencia, lo único que hay son desgracias, más o menos grandes, más o menos tardías, flagrantes, secretas, diferidas, solapadas... "Es con la gente feliz con la que se hacen los mejores condenados". El principio del diablo sigue siendo válido. Tenía razón, como siempre, cuando hizo que el Hombre se obsesionara con la materia. No tardó mucho. En dos siglos, totalmente loco de orgullo, dilatado por la mecánica, se volvió imposible. Así lo vemos hoy, demacrado, saturado, borracho de alcohol, de gasolina, desafiante, pretencioso, ¡el universo con el poder en cosa de segundos! Desconcertado, pasmado, irremediable, mezcla de oveja y de toro, de hiena también. Encantador. Cualquier pelotudo cree ser Júpiter cuando se mira al espejo. Ese es el gran milagro moderno. Una fatuidad gigantesca, cósmica. La envidia mantiene al planeta rabioso, con tétanos, bajo perfusión. Ocurre, necesariamente, lo contrario de lo que se quería. Ahora cualquier creador con la primera palabra se encuentra aplastado de odios, triturado, vaporizado. El mundo entero se las da de crítico y, por lo tanto, es horriblemente mediocre. Crítica colectiva, amenazante, lacaya, idiota, esclava absoluta.

Rebajar al Hombre al nivel de la materia, ésa es la ley secreta, nueva, implacable... Cuando se mezclan dos sangres, una pobre, otra rica, nunca se enriquece al pobre, siempre se empobrece al rico... Todo lo que contribuya a confundir a la masa embrutecida por los elogios es bienvenido. Cuando los ardides ya no son suficientes, cuando el sistema explota, ¡entonces se recurre al garrote!, ¡a la ametralladora!, ¡a las bombas!... Cuando llega el momento, ¡se despliega todo el arsenal!, ¡con el gran impulso del optimismo de las últimas Resoluciones! Masacres por miríadas, todas las guerras desde el Diluvio han tenido como música el Optimismo... Todos los asesinos ven el futuro en rosa, es parte del oficio. Amén

LOUIS-FERDINAND CÉLINE

Mea Culpa (Denoël, 1936)

Traducción al español del Río de la Plata, para Literatura& Traducciones, de Miguel Ángel Frontán

 


La supériorité pratique des grandes religions chrétiennes, c' est qu' elles doraient pas la pilule. Elles essayaient pas d'étourdir, elles cherchaient pas l'électeur, elles sentaient pas le besoin de plaire, elles tortillaient pas du panier. Elles saisissaient l'Homme au berceau et lui cassaient le morceau d'autor. Elles le rencardaient sans ambages : " Toi petit putricule informe, tu seras jamais qu'une ordure... De naissance tu n'es que merde... Est-ce que tu m'entends ?... C'est l'évidence même, c'est le principe de tout ! Cependant, peut-être... peut-être... en y regardant de tout près... que t'as encore une petite chance de te faire un peu pardonner d'être comme ça tellement immonde, excrémentiel, incroyable... C'est de faire bonne mine à toutes les peines, épreuves, misères et tortures de ta brève ou longue existence. Dans la parfaite humilité... La vie, vache, n'est qu'une âpre épreuve ! T'essouffle pas ! Cherche pas midi à quatorze heures ! Sauve ton âme, c'est déjà joli ! Peut-être qu'à la fin du calvaire, si t'es extrêmement régulier, un héros, 'de fermer ta gueule', tu claboteras dans les principes... Mais c'est pas certain... un petit poil moins putride à la crevaison qu'en naissant... et quand tu verseras dans la nuit plus respirable qu'à l'aurore... Mais te monte pas la bourriche ! C'est bien tout !...Fais gaffe ! Spécule pas sur des grandes choses ! Pour un étron c'est le maximum !... "

Ça ! c'était sérieusement causé ! Par des vrais pères de l'Église ! Qui connaissaient leur ustensile ! qui se miroitaient pas d'illusions !

La grande prétention au bonheur, voilà l'énorme imposture ! C'est elle qui complique toute la vie ! Qui rend les gens si venimeux, crapules, imbuvables. Y a pas de bonheur dans l'existence, y a que des malheurs plus ou moins grands, plus ou moins tardifs, éclatants, secrets, différés, sournois... "C'est avec des gens heureux qu'on fait les meilleurs damnés." Le principe du diable tient bon. Il avait raison comme toujours, en braquant l'Homme sur la matière. Ça n'a pas traîné. En deux siècles, tout fou d'orgueil, dilaté par la mécanique, il est devenu impossible. Tel nous le voyons aujourd'hui, hagard, saturé, ivrogne d'alcool, de gazoline, défiant, prétentieux, l'univers avec un pouvoir en secondes ! Éberlué, démesuré, irrémédiable, mouton et taureau mélangé, hyène aussi. Charmant. Le moindre obstrué trou du cul, se voit Jupiter dans la glace. Voilà le grand miracle moderne. Une fatuité gigantesque, cosmique. L'envie tient la planète en rage, en tétanos, en surfusion. Le contraire de ce qu'on voulait arrive forcément. Tout créateur au premier mot se trouve à présent écrasé de haines, concassé, vaporisé. Le monde entier tourne critique, donc effroyablement médiocre. Critique collective, torve, larbine, bouchée, esclave absolue.

Rabaisser l'Homme à la matière, c'est la loi secrète, nouvelle, implacable... Quand on mélange au hasard deux sangs, l'un pauvre, l'autre riche, on n'enrichit jamais le pauvre, on appauvrit toujours le riche... Tout ce qui aide à fourvoyer la masse abrutie par les louanges est bienvenu. Quand les ruses ne suffisent plus, quand le système fait explosion, alors recours à la trique ! à la mitrailleuse ! aux bonbonnes !... On fait donner tout l'arsenal l'heure venue ! avec le grand coup d'optimisme des ultimes Résolutions ! Massacres par myriades, toutes les guerres depuis le Déluge ont eu pour musique l'Optimisme... Tous les assassins voient l'avenir en rose, ça fait partie du métier. Ainsi soit-il.


 

William Butler Yeats: La canción del pastor feliz

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THE SONG OF THE HAPPY SHEPHERD

 

  The woods of Arcady are dead,

  And over is their antique joy;

  Of old the world on dreaming fed;

  Grey Truth is now her painted toy;

  Yet still she turns her restless head:

  But O, sick children of the world,

  Of all the many changing things

  In dreary dancing past us whirled,

  To the cracked tune that Chronos sings,

  Words alone are certain good.

  Where are now the warring kings,

  Word be-mockers?—By the Rood

  Where are now the warring kings?

  An idle word is now their glory,

  By the stammering schoolboy said,

  Reading some entangled story:

  The kings of the old time are dead;

  The wandering earth herself may be

  Only a sudden flaming word,

  In clanging space a moment heard,

  Troubling the endless reverie.

 

  Then nowise worship dusty deeds,

  Nor seek, for this is also sooth,

  To hunger fiercely after truth,

  Lest all thy toiling only breeds

  New dreams, new dreams; there is no truth

  Saving in thine own heart. Seek, then,

  No learning from the starry men,

  Who follow with the optic glass

  The whirling ways of stars that pass—Seek,

  then, for this is also sooth,

  No word of theirs—the cold star-bane

  Has cloven and rent their hearts in twain,

  And dead is all their human truth.

  Go gather by the humming sea

  Some twisted, echo-harbouring shell,

  And to its lips thy story tell,

  And they thy comforters will be,

  Rewarding in melodious guile

  Thy fretful words a little while,

  Till they shall singing fade in ruth

  And die a pearly brotherhood;

  For words alone are certain good:

  Sing, then, for this is also sooth.

 

  I must be gone: there is a grave

  Where daffodil and lily wave,

  And I would please the hapless faun,

  Buried under the sleepy ground,

  With mirthful songs before the dawn.

  His shouting days with mirth were crowned;

  And still I dream he treads the lawn,

  Walking ghostly in the dew,

  Pierced by my glad singing through,

  My songs of old earth’s dreamy youth:

  But ah! she dreams not now; dream thou!

  For fair are poppies on the brow:

  Dream, dream, for this is also sooth.

WILLIAM BUTLER YEATS

Crossways (1889)

 


LA CANCIÓN DEL PASTOR FELIZ

 

    Los bosques de la Arcadia yacen muertos,

    su lejana alegría ya no existe;

    de sueños se nutría el mundo antiguo;

    hoy es verdad gris su juego de colores;

    pero aún vuelve inquieto la cabeza:

    con todo, oh hijos hastiados del mundo,

    de cuantas cosas mudan, incontables,

    siguiendo la cascada melodía

    que Cronos canturrea, solamente

    las palabras son un bien verdadero.

    ¿Dónde están ya los reyes aguerridos

    que del Verbo se burlaban? Por Dios,

    ¿dónde están ya los reyes aguerridos?

    Una palabra vana es hoy su gloria

    dicha por el alumno balbuciente

    que lee alguna historia enrevesada:

    los reyes de antaño ahora están muertos;

    incluso la errante tierra puede ser

    una palabra sólo, luz muy breve,

    casi inaudible en el sonoro espacio,

    que perturba el ensueño interminable.

 

    No adores, pues, hazañas polvorientas

    ni quieras —pues esto es cierto también—

    ansiar intensamente la verdad,

    no sea que tus afanes alimenten

    sueños y sueños: la verdad no existe

    sino en tu propio corazón. No busques

    el vano conocer de esos ilusos

    que con cristales ópticos persiguen

    las sendas rotatorias de los astros.

    Ni busques, pues esto es cierto también,

    palabra alguna de ellos, pues la ruina

    de una estrella rompió sus corazones:

    muerta está toda su verdad humana.

    Ve y recoge junto al bullente mar

    una concha espiral que abrigue un eco,

    y nárrale tu historia entre sus labios,

    pues ellos te podrán reconfortar

    con arte melodioso repitiendo

    tus palabras de queja unos instantes

    hasta que el canto compasivo acabe

    y una fraternidad de nácar muera.

    Sólo las palabras son un bien cierto:

    canta entonces, que esto es cierto también.

 

    Tengo que marchar: hay una sepultura

    en que se mecen lirios y narcisos,

    quisiera complacer al pobre fauno

    que yace bajo el suelo soñoliento

    con cantos de alegría antes del alba.

    El gozo coronó sus días de gritos

    y todavía sueño que huella el césped

    caminando espectral sobre el rocío,

    penetrado de mi alegre cantar,

    mis canciones de aquella juventud

    soñadora de la ya anciana tierra:

    pero ¡ah! ya ella no sueña. ¡Sueña tú!

    Hermosa es la amapola de la cumbre.

    Sueña, sueña, que esto es cierto también.

Traducción de ANTONIO RIVERO TARAVILLO


 

Gerard Manley Hopkins: Pied Beauty

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PIED BEAUTY

 

Glory be to God for dappled things – 

   For skies of couple-colour as a brinded cow; 

      For rose-moles all in stipple upon trout that swim; 

Fresh-firecoal chestnut-falls; finches’ wings; 

   Landscape plotted and pieced – fold, fallow, and plough; 

      And áll trádes, their gear and tackle and trim. 

 

All things counter, original, spare, strange; 

   Whatever is fickle, freckled (who knows how?) 

      With swift, slow; sweet, sour; adazzle, dim; 

He fathers-forth whose beauty is past change: 

                                Praise him.

 

GERARD MANLEY HOPKINS

 

ABIGARRADA BELLEZA

 

Gloria a Dios por las cosas moteadas.

Por los cielos jaspeados, bicolores cual si berrenda vaca fueran;

Por los ocelos rosados que salpican a la trucha que en torrente nada;

Por las castañas, que en sazón como candentes ascuas caen; y por las alas del pinzón ribeteadas;

Por el parcelado y dividido paisaje: majada, barbecho y sementera;

Y todos los oficios, con sus pertrechos, utillaje y vestimenta.

 

Por toda criatura distinta, original, extraña, escasa;

Y aquella que es variable y variopinta (¿quién sabe la manera?)

Y la que es a la vez clara y oscura, agria y dulce, rauda y lenta;

A él, que todo lo crea y sustenta y cuya belleza invariable nunca pasa:

                                                                                                             Alabadle.

 

Versión de ABELARDO MORALEJO ÁLVAREZ  



 

Blaise Cendrars: La Pascua en Nueva York

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LA PASCUA EN NUEVA YORK

 

Para Agnès

 

Flecte ramos, arbor alta, tensa laxa viscera

Et rigor lentescat ille quem dedit nativitas

Ut superni membra Regis miti tendas stipite…

                                 Fortunat, Pange lingua.

 

Fléchis tes branches, arbre géant, relâche un peu la tension des viscères,

Et que ta rigueur naturelle s’alentisse,

N’écartèle pas si rudement les membres du Roi supérieur...

 

[Inclina tus ramas, árbol gigante, alivia un poco la tensión de las entrañas,

Y que tu rigor natural se aplaque,

No descuartices con tanta rudeza los miembros del Rey de lo alto.]

             Remy de Gourmont, Le Latin mystique.

 

 

Señor, hoy es el día de tu Nombre,

Leí en un viejo libro la gesta de tu Pasión

 

Y tu angustia y tus esfuerzos y tus buenas palabras

Que lloran en el libro, suavemente monótonas.

 

Un monje de un tiempo antiguo me habla de tu muerte.

Dibujaba tu historia con letras de oro

 

En un misal puesto sobre sus rodillas.

Trabajaba  piadosamente inspirándose en Ti.

 

Amparado por el altar, sentado con su túnica blanca,

Trabajaba lentamente de lunes a domingo.

 

Las horas se detenían ante el umbral de su retiro.

Y él, abstraído, se inclinaba sobre tu imagen.

 

En las vísperas, cuando las campanas salmodiaban en la torre,

El buen hermano no sabía si era su amor

 

O si se era el Tuyo, Señor, o el de tu Padre,

Que daba grandes golpes en las puertas del monasterio.

 

Yo soy como ese buen monje, esta noche, estoy inquieto.

En la pieza de al lado un ser triste y mudo

 

Espera tras la puerta, ¡espera que lo llame!

Eres Tú, es Dios, soy yo, —es el Eterno.

 

No te conocía entonces, —ni ahora.

Nunca recé cuando era niño.

 

Esta noche sin embargo pienso en Ti con espanto,

Mi alma es una viuda vestida de duelo al pie de tu Cruz.

 

Mi alma es una viuda vestida de negro, —es tu Madre

Sin lágrimas y sin esperanza, como Carrière la pintó.

 

Conozco a todos los Cristos colgados en los museos;

Pero Tú caminas, Señor, esta noche a mi lado.

 

 

Desciendo a zancadas a la parte baja de la ciudad,

Con la espalda encorvada, el corazón arrugado, la mente febril.

 

Tu costado del todo abierto es como un gran sol

Y alrededor tus manos palpitan a fuerza de destellos.

 

Los cristales de las casas están llenos de sangre,

Y las mujeres son como flores de sangre tras ellos.

 

 

Extrañas flores malas marchitas, orquídeas,

Cálices derramados abiertos bajo tus tres llagas.

 

Nunca bebieron Tu sangre recogida.

Tienen los labios pintados y encajes en el culo.

 

Las Flores de la Pasión son blancas como cirios,

Son las flores más dulces en el Jardín de la Santa Virgen.

 

Es en esta hora, hacia la hora nona,

Cuando tu Cabeza, Señor, cayó sobre tu Corazón.

 

Estoy sentado a la orilla del océano

Y me acuerdo de un cántico alemán

 

En el que con palabras muy dulces, muy puras, muy simples

Se dice la belleza de tu Rostro en la tortura.

 

En una iglesia de Siena, en una cripta,

Vi el mismo Rostro, en el muro, detrás de una cortina.

 

Y en una ermita, en Bourrié-Wladislaz,

Está recamado de oro en una urna.

 

Turbios cabujones ocupan el lugar de los ojos

Y los campesinos besan Tus ojos, de rodillas.

 

En el pañuelo de la Verónica está impreso

Y es por eso que Santa Verónica es Tu santa.

 

Es la mejor reliquia que va por los campos.

Cura a todos los enfermos, a todos los malvados.

 

Hace también miles y miles de otros milagros,

Pero yo nunca he asistido a ese espectáculo.

 

Quizás carezco de fe, Señor, y de bondad,

Para ver el resplandor de Tu Belleza.

 

Sin embargo, Señor, hice un viaje peligroso

Para contemplar Tu imagen grabada en un berilo.

 

Señor, haz que mi cara apoyada en mis manos

Deje caer en ellas la máscara de angustia que me oprime.

 

Señor, haz que mis manos apoyadas contra mi boca

No laman en ella la espuma de una desesperación feroz.

 

Estoy triste y enfermo; quizás por causa de Ti,

Quizás por causa de otro. Quizás por causa de Ti.

 

 

Señor, la multitud de los pobres por quienes hiciste el Sacrificio

Está aquí, aparcada, amontonada, como ganado, en los hospicios.

 

Inmensos barcos negros llegan de los horizontes,

Y los desembarcan, sin orden ni concierto, en los pontones.

 

Hay allí italianos, griegos, españoles,

Rusos, búlgaros,  persas, mongoles.

 

Son animales de circo que saltan sobre los meridianos.

Les arrojan un pedazo de carne negra, como a los perros.

 

Para ellos es la felicidad ese sucio sustento.

Señor, ten piedad de los pueblos que sufren.

 

 

Señor, en los guetos pulula la turba de los judíos,

Vienen de Polonia y todos son fugitivos.

 

Sé muy bien que ellos te sometieron a Juicio,

Pero te aseguro que no son del todo malos.

 

Están en sus comercios bajo lámparas de bronce,

Venden ropa usada, armas y libros.

 

A Rembrandt  le gustaba mucho pintarlos con su ropa vieja.

Yo, esta tarde, estuve regateando un microscopio.

 

¡Ay!, Señor, ¡ya no estarás aquí después de Pascua!

Señor, ten piedad de los judíos que viven en casuchas.

 

 

Señor, las humildes mujeres que te acompañaron hasta el Gólgota

Se ocultan. En el fondo de los tugurios, sobre inmundos sofás

 

Son mancilladas por la miseria de los hombres,

Los perros les han roído los huesos y en el ron

 

Mojan su vicio endurecido que se descascara.

Señor, cuando una de esas mujeres me habla, desfallezco.

 

Yo querría ser Tú para amar a las prostitutas.

Señor, ten piedad de las prostitutas.

 

Señor, estoy en el barrio de los ladrones buenos,

De los vagabundos, los desarrapados, los encubridores.

 

Pienso en los dos ladrones que estaban contigo en el Patíbulo

Sé que Tú te dignas ser benevolente con su desdicha.

 

Señor, hay quien querría una cuerda con un nudo en la punta,

Pero una cuerda no sale gratis, cuesta veinte centavos.

 

Razonaba como un filósofo aquel viejo bandido,

Le di algo de opio para que llegase más pronto al Paraíso.

 

También pienso en los músicos callejeros,

En el violinista ciego,  en el manco que toca el organillo,

 

En la cantante con sombrero de paja con rosas de papel:

Sé que son ellos los que cantan toda la eternidad.

 

Señor, dales una limosna que no sea el brillo de la luz a gas.

Señor, dales la limosna de los buenos centavos aquí abajo.

 

 

Señor, cuando moriste el velo se rasgó,

Lo que se vio detrás, nadie lo ha dicho.

 

La calle en la noche es un desgarramiento,

Llena de oro y de sangre, de fuego y desperdicios.

 

Aquéllos que arrojaste del templo con tu látigo

Flagelan a los paseantes con un puñado de fechorías.

 

La Estrella que desapareció del tabernáculo entonces

Brilla en las paredes en la cruda luz de los espectáculos.

 

Señor, el Banco iluminado es como una caja fuerte

En la que la Sangre de tu muerte se coagula.

 

Las calles se quedan desiertas y se vuelven más oscuras.

Yo titubeo como un borracho por las aceras.

 

Me dan miedo las grandes sombras que las casas proyectan.

Tengo miedo. Alguien me sigue. No me atrevo a darme vuelta.

 

Un paso rengueante da saltos cada vez más cerca.

Tengo miedo. Tengo vértigo. Y me detengo adrede.

 

Un espantoso granuja me lanzó una mirada

Aguda, luego  pasó, malvado, como un puñal.

 

Señor, nada ha cambiado desde que ya no eres Rey.

El Mal se ha hecho una muleta con tu Cruz.

 

 

Bajo por los malos escalones de un café,

Y  aquí estoy, delante de una taza de té, sentado.

 

Estoy en un lugar de chinos que parece que sonrieran

Con las espaldas, que se inclinan y son amables como monigotes.

 

El local es pequeño, cubierto de pintura roja,

Y láminas curiosas están enmarcadas con bambú.

 

Hokusai pintó los cien aspectos de una montaña.

¿Cómo se vería tu Rostro pintado por un chino?…

 

 

Esta última idea, Señor, primero me hizo sonreír.

Creía verte en escorzo durante Tu martirio.

 

Pero el pintor, sin embargo, habría pintado tu tormento

Con mayor crueldad que nuestros pintores de Occidente.

 

Cuchillas retorcidas habrían aserrado tus carnes,

Tenazas y cepillos habrían estriado tus nervios,

 

Te hubieran puesto el cuello en una argolla,

Te habrían arrancado las uñas y los dientes,

 

Inmensos dragones negros se habrían arrojado sobre Ti

Y te habrían soplado sus llamas en el cuello,

 

Te habrían arrancado la lengua y los ojos,

Te habrían empalado en una estaca.

 

 Así, Señor, habrías sufrido toda la infamia,

Porque no existe posición más cruel.

 

Después te habrían arrojado a los puercos

Que te habrían roído el vientre y las entrañas.

 

 

Ahora estoy solo, los demás se han ido,

Me acosté en un banco pegado a la pared.

 

Habría querido entrar, Señor, en una iglesia;

Pero no hay campanas, Señor, en esta ciudad.

 

Pienso en las campanas calladas —¿Dónde están las campanas antiguas?

¿Dónde están las letanías y las dulces antífonas?

 

¿Dónde están los largos oficios y los hermosos cánticos?

¿Dónde están las liturgias y las músicas?

 

¿Dónde están tus altivos prelados, Señor, dónde tus monjitas?

¿Dónde el alba pura, el amito de las Santas y de los Santos?

 

La alegría del Paraíso se ahoga en el polvo,

Los fuegos místicos no resplandecen ya en los vitrales.

 

 

El alba tarda en llegar, y en el tugurio estrecho

Sombras crucificadas agonizan en los tabiques.

 

Es como un Gólgota de noche en un espejo

Al que se lo ve temblar, rojo contra la oscuridad.

 

El humo, bajo la lámpara, es como un paño desteñido

Que  da vueltas, retorcido, alrededor de tus caderas.

 

Arriba, la lámpara pálida está suspendida

Como tu Cabeza, triste y muerta y exangüe.

 

Reflejos insólitos palpitan en los cristales...

Tengo miedo —y estoy triste, Señor, de estar tan triste.

 

 

"Dic nobis, Maria, quid vidisti in via?"

—La luz que tiritaba, humilde, en la mañana.

 

"Dic nobis, Maria, quid vidisti in via?"

—Frenéticas blancuras que temblaban como manos.

 

"Dic nobis, Maria, quid vidisti in via?"

—El augurio de la primavera que palpitaba en mi pecho

 

Señor, el alba se ha deslizado, fría como un sudario

Y ha dejado del todo desnudos los rascacielos en el aire.

 

Ya un ruido inmenso resuena sobre la ciudad.

Ya los trenes brincan, gruñen y desfilan.

 

Los trenes subterráneos ruedan y retumban bajo tierra.

Los puentes son sacudidos por las vías férreas.

 

La ciudad tiembla. Hay gritos, fuego y humaredas,

Sirenas a vapor de voz ronca como abucheos.

 

Una multitud enfebrecida por los sudores del oro

Se atropella y se hunde en los largos pasillos.

 

Borroso, en el revoltijo empenachado de los techos,

El sol es tu Rostro mancillado por los escupitajos.

 

 

Señor, regreso fatigado, solo, y muy lúgubre...

Mi cuarto está desnudo como una tumba...

 

Señor, estoy completamente solo y tengo fiebre...

Mi cama está fría como un féretro...

 

Señor, cierro los ojos y mis dientes castañetean...

Estoy demasiado solo. Tengo frío. Te llamo...

 

Cien mil trompos dan vueltas delante de mis ojos…

No, cien mil mujeres… No, cien mil violoncelos...

 

Pienso, Señor, en las horas mías desdichadas…

Pienso, Señor, en las horas mías que se fueron...

 

Ya no pienso en Ti. Ya no pienso en Ti.

Nueva York, abril de 1912.

 

BLAISE CENDRARS

Traducción, para Literatura& Traducciones, de Miguel Ángel Frontán

 

 


 Seigneur, c’est aujourd’hui le jour de votre Nom,

J’ai lu dans un vieux livre la geste de votre Passion,

 

Et votre angoisse et vos efforts et vos bonnes paroles

Qui pleurent dans un livre, doucement monotones.

 

Un moine d’un vieux temps me parle de votre mort.

Il traçait votre histoire avec des lettres d’or

 

Dans un missel, posé sur ses genoux.

Il travaillait pieusement en s’inspirant de Vous.

 

À l’abri de l’autel, assis dans sa robe blanche,

Il travaillait lentement du lundi au dimanche.

 

Les heures s’arrêtaient au seuil de son retrait.

Lui, s’oubliait, penché sur votre portrait.

 

À vêpres, quand les cloches psalmodiaient dans la tour,

Le bon frère ne savait si c’était son amour

 

Ou si c’était le Vôtre, Seigneur, ou votre Père

Qui battait à grands coups les portes du monastère.

 

Je suis comme ce bon moine, ce soir, je suis inquiet.

Dans la chambre à côté, un être triste et muet

 

Attend derrière la porte, attend que je l’appelle!

C’est Vous, c’est Dieu, c’est moi, —c’est l’Eternel.

 

Je ne Vous ai pas connu alors, —ni maintenant.

Je n’ai jamais prié quand j’étais un petit enfant.

 

Ce soir pourtant je pense à Vous avec effroi.

Mon âme est une veuve en deuil au pied de votre Croix;

 

Mon âme est une veuve en noir, —c’est votre Mère

Sans larme et sans espoir, comme l’a peinte Carrière.

 

Je connais tous les Christs qui pendent dans les musées;

Mais Vous marchez, Seigneur, ce soir à mes côtés.

 

 

 

Je descends à grands pas vers le bas de la ville,

Le dos voûté, le cœur ridé, l’esprit fébrile.

 

Votre flanc grand-ouvert est comme un grand soleil

Et vos mains tout autour palpitent d’étincelles.

 

Les vitres des maisons sont toutes pleines de sang

Et les femmes, derrière, sont comme des fleurs de sang,

 

D’étranges mauvaises fleurs flétries, des orchidées,

Calices renversés ouverts sous vos trois plaies.

 

Votre sang recueilli, elles ne l’ont jamais bu.

Elles ont du rouge aux lèvres et des dentelles au cul.

 

Les fleurs de la Passion sont blanches, comme des cierges,

Ce sont les plus douces fleurs au Jardin de la Bonne Vierge.

 

 

 

C’est à cette heure-ci, c’est vers la neuvième heure,

Que votre Tête, Seigneur, tomba sur votre Cœur.

 

Je suis assis au bord de l’océan

Et je me remémore un cantique allemand,

 

Où il est dit, avec des mots très doux, très simples, très purs,

La beauté de votre Face dans la torture.

 

Dans une église, à Sienne, dans un caveau,

J’ai vu la même Face, au mur, sous un rideau.

 

Et dans un ermitage, à Bourrié-Wladislasz,

Elle est bossuée d’or dans une châsse.

 

De troubles cabochons sont à la place des yeux

Et des paysans baisent à genoux Vos yeux.

 

Sur le mouchoir de Véronique Elle est empreinte.

Et c’est pourquoi Sainte Véronique est Votre sainte.

 

C’est la meilleure relique promenée par les champs,

Elle guérit tous les malades, tous les méchants.

 

Elle fait encore mille et mille autres miracles,

Mais je n’ai jamais assisté à ce spectacle.

 

Peut-être que la foi me manque, Seigneur, et la bonté

Pour voir ce rayonnement de votre Beauté.

 

Pourtant, Seigneur, j’ai fait un périlleux voyage

Pour contempler dans un béryl l’intaille de votre image.

 

Faites, Seigneur, que mon visage appuyé dans les mains

Y laisse tomber le masque d’angoisse qui m’étreint.

 

Faites, Seigneur, que mes deux mains appuyées sur ma bouche

N’y lèchent pas l’écume d’un désespoir farouche.

 

Je suis triste et malade. Peut-être à cause de Vous,

Peut-être à cause d’un autre. Peut-être à cause de Vous.

 

 

 

Seigneur, la foule des pauvres pour qui vous fîtes le Sacrifice

Est ici, parquée, tassée, comme du bétail, dans les hospices.

 

D’immenses bateaux noirs viennent des horizons

Et les débarquent, pêle-mêle, sur les pontons.

 

Il y a des Italiens, des Grecs, des Espagnols,

Des Russes, des Bulgares, des Persans, des Mongols.

 

Ce sont des bêtes de cirque qui sautent les méridiens.

On leur jette un morceau de viande noire, comme à des chiens.

 

C’est leur bonheur à eux que cette sale pitance.

Seigneur, ayez pitié des peuples en souffrance.

 

 

 

Seigneur dans les ghettos grouille la tourbe des Juifs

Ils viennent de Pologne et sont tous fugitifs.

 

Je le sais bien, ils ont fait ton Procès;

Mais je t’assure, ils ne sont pas tout à fait mauvais.

 

Ils sont dans des boutiques sous des lampes de cuivre,

Vendent des vieux habits, des armes et des livres.

 

Rembrandt aimait beaucoup les peindre dans leurs défroques.

Moi, j’ai, ce soir, marchandé un microscope.

 

Hélas! Seigneur, Vous ne serez plus là, après Pâques!

Seigneur, ayez pitié des Juifs dans les baraques.

 

 

 

Seigneur, les humbles femmes qui vous accompagnèrent à Golgotha,

Se cachent. Au fond des bouges, sur d’immondes sophas,

 

Elles sont polluées par la misère des hommes.

Des chiens leur ont rongé les os, et dans le rhum

 

Elles cachent leur vice endurci qui s’écaille.

Seigneur, quand une de ces femmes me parle, je défaille.

 

Je voudrais être Vous pour aimer les prostituées.

Seigneur, ayez pitié des prostituées.

 

 

 

Seigneur, je suis dans le quartier des bons voleurs,

Des vagabonds, des va-nu-pieds, des recéleurs.

 

Je pense aux deux larrons qui étaient avec vous à la Potence,

Je sais que vous daignez sourire à leur malchance.

 

Seigneur, l’un voudrait une corde avec un nœud au bout,

Mais ça n’est pas gratis, la corde, ça coûte vingt sous.

 

Il raisonnait comme un philosophe, ce vieux bandit.

Je lui ai donné de l’opium pour qu’il aille plus vite en paradis.

 

Je pense aussi aux musiciens des rues,

Au violoniste aveugle, au manchot qui tourne l’orgue de Barbarie,

 

À la chanteuse au chapeau de paille avec des roses de papier;

Je sais que ce sont eux qui chantent durant l’éternité.

 

Seigneur, faites-leur l’aumône, autre que de la lueur des becs de gaz,

Seigneur, faites-leur l’aumône de gros sous ici-bas.

 

 

 

Seigneur, quand vous mourûtes, le rideau se fendit,

Ce que l’on vit derrière, personne ne l’a dit.

 

La rue est dans la nuit comme une déchirure,

Pleine d’or et de sang, de feu et d’épluchures.

 

Ceux que vous avez chassé du temple avec votre fouet,

Flagellent les passants d’une poignée de méfaits.

 

L’Étoile qui disparut alors du tabernacle,

Brûle sur les murs dans la lumière crue des spectacles.

 

Seigneur, la Banque illuminée est comme un coffre-fort,

Où s’est coagulé le Sang de votre mort.

 

Les rues se font désertes et deviennent plus noires.

Je chancelle comme un homme ivre sur les trottoirs.

 

J’ai peur des grands pans d’ombre que les maisons projettent.

J’ai peur. Quelqu’un me suit. Je n’ose tourner la tête.

 

Un pas clopin-clopant saute de plus en plus près.

J’ai peur. J’ai le vertige. Et je m’arrête exprès.

 

Un effroyable drôle m’a jeté un regard

Aigu, puis a passé, mauvais, comme un poignard.

 

Seigneur, rien n’a changé depuis que vous n’êtes plus Roi.

Le Mal s’est fait une béquille de votre Croix.

 

 

 

Je descends les mauvaises marches d’un café

Et me voici, assis, devant un verre de thé.

 

Je suis chez des Chinois, qui comme avec le dos

Sourient, se penchent et sont polis comme des magots.

 

La boutique est petite, badigeonnée de rouge

Et de curieux chromos sont encadrés dans du bambou.

 

Ho-Kousaï a peint les cent aspects d’une montagne.

Que serait votre Face peinte par un Chinois?…

 

 

 

Cette dernière idée, Seigneur, m’a d’abord fait sourire.

Je vous voyais en raccourci dans votre martyre.

 

Mais le peintre, pourtant, aurait peint votre tourment

Avec plus de cruauté que nos peintres d’Occident.

 

Des lames contournées auraient scié vos chairs,

Des pinces et des peignes auraient strié vos nerfs,

 

On vous aurait passé le col dans un carcan,

On vous aurait arraché les ongles et les dents,

 

D’immenses dragons noirs se seraient jetés sur Vous,

Et vous auraient soufflé des flammes dans le cou,

 

On vous aurait arraché la langue et les yeux,

On vous aurait empalé sur un pieu.

 

Ainsi, Seigneur, vous auriez souffert toute l’infamie,

Car il n’y a pas plus cruelle posture.

 

Ensuite, on vous aurait forjeté aux pourceaux

Qui vous auraient rongé le ventre et les boyaux.

 

 

 

Je suis seul à présent, les autres sont sortis,

Je suis étendu sur un banc contre le mur.

 

J’aurais voulu entrer, Seigneur, dans une église;

Mais il n’y a pas de cloches, Seigneur, dans cette ville.

 

Je pense aux cloches tues: —où sont les cloches anciennes?

Où sont les litanies et les douces antiennes?

 

Où sont les longs offices et où les beaux cantiques?

Où sont les liturgies et les musiques?

 

Où sont les fiers prélats, Seigneur, où tes nonnains?

Où l’aube blanche, l’amict des Saintes et des Saints?

 

La joie du Paradis se noie dans la poussière,

Les feux mystiques ne rutilent plus dans les verrières.

 

 

 

L’aube tarde à venir, et dans le bouge étroit

Des ombres crucifiées agonisent aux parois.

 

C’est comme un Golgotha de nuit dans un miroir

Que l’on voit trembloter en rouge sur du noir.

 

La fumée, sous la lampe, est comme un linge déteint

Qui tourne, entortillé, tout autour de vos reins.

 

Par au-dessus, la lampe pâle est suspendue,

Comme votre Tête, triste et morte et exsangue.

 

Des reflets insolites palpitent sur les vitres…

J’ai peur, —et je suis triste, Seigneur, d’être si triste.

 

 

 

« Dic nobis, Maria, quid vidisti in via?

— La lumière frissonner, humble dans le matin.

 

« Dic nobis, Maria, quid vidisti in via?

— Des blancheurs éperdues palpiter comme des mains.

 

« Dic nobis, Maria, quid vidisti in via?

— L’augure du printemps tressaillir dans mon sein.

 

Seigneur, l’aube a glissé froide comme un suaire

Et a mis tout à nu les gratte-ciel dans les airs.

 

Déjà un bruit immense retenti sur la ville.

Déjà les trains bondissent, grondent et défilent.

 

Les métropolitains roulent et tonnent sous terre.

Les ponts sont secoués par les chemins de fer.

 

La cité tremble. Des cris, du feu et des fumées,

Des sirènes à vapeur rauquent comme des huées.

 

Une foule enfiévrée par les sueurs de l’or

Se bouscule et s’engouffre dans de longs corridors.

 

Trouble, dans le fouillis empanaché de toits,

Le soleil, c’est votre Face souillée par les crachats.

 

 

 

Seigneur, je rentre fatigué, seul et très morne…

Ma chambre est nue comme un tombeau…

 

Seigneur, je suis tout seul et j’ai la fièvre…

Mon lit est froid comme un cercueil…

 

Seigneur, je ferme les yeux et je claque des dents…

Je suis trop seul. J’ai froid. Je vous appelle…

 

Cent mille toupies tournoient devant mes yeux…

Non, cent mille femmes… Non, cent mille violoncelles…

 

Je pense, Seigneur, à mes heures malheureuses…

Je pense, Seigneur, à mes heures en allées…

 

Je ne pense plus à Vous. Je ne pense plus à Vous.


 

 

Drieu La Rochelle y Julio Cortázar: Relato secreto

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RELATO SECRETO

 

"Aquel que diga: insensato, a su hermano, será sometido a la gehena del fuego".

Mateo 5:22

"La fuerza del discurso de Platón sobre la inmortalidad del alma, impulsó a algunos de sus discípulos a la muerte, para gozar con mayor prontitud de las esperanzas que les daba".

Montaigne, Apologie de Raymond Sebond.

 

"...esta muerte material, temporal, normal y no irregular, por así decirlo esencial y no accidental, regular y no anormal, fisiológica y no mecánica, esta muerte usual del ser, esta muerte habitual, se la alcanza cuando el ser material está colmado de su costumbre, colmado de su memoria, colmado del endurecimiento de su costumbre y de su memoria, cuando todo el ser material está ocupado por la costumbre, la memoria, el endurecimiento, cuando toda la materia del ser está ocupada en la costumbre, en la memoria, en el endurecimiento, cuando no queda ni un átomo de materia para lo nuevo, que es la vida".

Péguy,Note sur M. Descartes.

 

Durante la adolescencia, me prometí guardar fidelidad a la juventud; un día traté de cumplir mi palabra.

Odiaba y temía la vejez; de mis primeros años me había quedado este sentimiento. Los niños conocen a los viejos mejor que los adolescentes y los adultos. Son los que viven más próximos a ellos en la promiscuidad familiar; observan, sienten los efectos más enojosos de la edad. Cuanto mayor cariño tienen a sus abuelos, más sufren de verlos poco a poco disminuidos y minados. Yo quise al abuelo y a la abuela con quienes vivía, mucho más que a mi padre y a mi madre, y asistir al avance de su decrepitud fue una de mis primeras calamidades. Mi resolución se fundó en eso.

Más tarde, cuando fui capaz de aproximar unas a otras mis observaciones y prolongarlas en dilatadas inducciones, concebí que el hombre deseoso de escapar de los inconvenientes de la edad debía decidirse lo bastante pronto para no dejarse atrapar por las primeras insinuaciones de aquélla, que son imperceptibles. Tal es el rasgo terrible del envejecimiento: pronto nos da la alegría de corazón que permite aceptar, como cosa natural, las mermas de los sentidos y del corazón que anteriormente considerábamos monstruosos deterioros. Y cuando este estado espiritual se declara, el desgaste del ser es ya tal que no habría tiempo ni sustancia para interrumpir esta derrota, si sintiera el deseo de hacerlo. Concluía yo entonces que era necesario morir lo bastante pronto para no entrar del todo en la condición de fatiga en que la indulgencia y el abandono pueden germinar temprano; me había puesto en la cabeza que no había de morir después de los cincuenta años.

La fijación de esta época se determinó por un pretexto bastante fortuito. No soy muy supersticioso; sin embarco, lo soy un tanto; pensemos lo que pensemos, todos tenemos una cierta dosis de cálculo místico para desleír en nuestras conjeturas. Es un elemento de la economía íntima, que en nadie falta enteramente: siempre, bajo otros nombres, vuelve a encontrarse este sistema de especulación. Cuando llegué a los dieciocho años, cierta persona, tan ignorante en quiromancia como podía serlo yo, pretendía haber leído en mi mano que me casaría dos veces, no tendría hijos, y moriría a los cincuenta años, rico, teniéndolo todo para ser feliz, pero arrebatado por una espantosa enfermedad. Esta persona era un americano, mucho mayor que yo, quien se había interesado por mi juventud colmándome de beneficios. Por lo que pudiera ser, no olvidé aquella profecía.

Cuando me puse a reflexionar sobre el mejor tiempo para morir, la recordé otra vez, y en ella encontró mi razonamiento un punto de apoyo imaginativo. Máxime cuando uno de los artículos de la predicción se realizó: me casé dos veces. De ahí que me decidiera a complacerme en la credulidad, concediendo valor a una frase lanzada al aire. Me convenía que esa frase cayera parada sobre sus cuatro patas.

Las circunstancias de mi vida parecieron, por otra parte, prestarse cada vez más a mi deseo. Pasados los cuarenta años, germinaban en mí dos o tres graves enfermedades entre las cuales cabría al hado elegir prontamente; cada una de ellas podía fácilmente adquirir el carácter espantoso indicado por la profecía. Junto con eso, y a pesar de no haberme preocupado jamás por el dinero en la forma activa en que lo hacen otros, terminé por tenerlo a pesar mío; aunque fuera poco, llegaba hasta el límite de mis gustos bastante modestos, de modo que podía llamarme rico aun a riesgo de hacer sonreír a tanta gente. En fin, desde hacía mucho me había embarcado en una acción o una especulación política que amenazaba arrastrarme, al menor giro de los acontecimientos, a todos los extremos.

Esta última coyuntura me pareció plenamente probatoria y capaz de eliminar mi última duda, en caso de haberla sentido: evidentemente estaba destinado a morir en la época fatídica, sea de una espantosa enfermedad, sea de una muerte violenta que equivaldría a aquélla. Con el lenguaje de un tiempo pacífico, mi amigo americano no había señalado otra forma para mi muerte.

La aceptación, con todo, no me pareció suficiente, y la espera resultaba incierta. Otras diversas consideraciones se abrieron camino en mí, impulsándome a tomar la delantera y recurrir al suicidio.

Para llegar a la comprensión de una cosa semejante, preciso es seguir otro camino que el que acabo de haceros recorrer.

 

Vuelvo una vez más a la infancia, no por el hecho de que allí se encuentran todas las causas, sino porque el ser está entero en su germen, y porque en todas las edades de la vida se encuentran correspondencias. Nací melancólico, salvaje. Aún antes de ser golpeado y herido por los hombres, o de alimentar el remordimiento de haberlos herido, me ocultaba ya de ellos. Me cerraba sobre mí mismo en los rincones de la casa o del jardín, para gustar allí de algo furtivo y secreto. Adivinaba ya, o sabía, mucho mejor que después, cuando lo mundano me sometió y arrastró, que en mí habitaba algo que no era yo y que era mucho más precioso que yo. Presentía también que aquello podía saborearse más exquisitamente en la muerte que en la vida, y me sucedía jugar, no sólo a “estar perdido”, huido por siempre de los míos, sino también a “estar muerto”. Triste y deliciosa embriaguez de tenderse debajo de una cama, en una silenciosa habitación de la casa, a la hora en que no estaban mis padres y yo podía imaginarme en una tumba. A pesar de mi educación religiosa, y de todo lo que se me repetía sobre el cielo y el infierno, estar muerto no era estar aquí o allá —lugares habitados donde lo veían a uno— sino estar en un sitio tan oscuro, tan desconocido que no era ninguna parte, y donde se podía escuchar la caída, gota a gota, de algo indecible que no era mío ni de otro, sino algo desgajado de todo lo que vivía y que uno veía, v también de todo lo que uno no veía pero que también estaba vivo, viviendo de otra manera infinitamente

Un día supe de un movimiento que a veces tenía lugar entre los hombres y que se llamaba suicidio. Recuerdo muy bien que, después de escuchar una conversación, comprendí que un hombre puede "darse la muerte". No sé, no creo haber establecido una relación precisa entre el juego que he citado, y que me era tan familiar, y la revelación de este acto. El hecho es que su posibilidad inmediata y su extremada facilidad —yo imaginaba el prodigioso resultado, la potencia de irrevocabilidad de ese gesto—, me fascinaron. Tal fascinación me traía la misma calidad de emoción dulce y fina, un poco lancinante y maravillosamente rara que muchas veces había experimentado debajo de la cama. Lo que en ese gesto me placía más allá de todo placer, era que también él fuese solitario, robado a todas las miradas, perpetrado en la sombra y el silencio, y que me dejara perdido fuera de mí mismo para siempre y al infinito, adorablemente entregado a esa potencia que, gota a gota, había oído caer en mí.

Recuerdo el lugar y la hora. Era una mañana de invierno, veo todavía el cielo gris: hacía frío en el comedor. Miraba por la ventana el gris y desconchado muro del fondo de la casa situada al otro lado del pasaje que llevaba a la cité Malesherbes. Abrí suavemente un cajón del aparador; sin hacer ruido, lentamente, tomé un cuchillo. Miraba el cuchillo. Todavía no había mirado nunca un cuchillo. Repentinamente me daba cuenta de todo lo que había en ese acero. Esto era lo que yo utilizaba diariamente, sin saber: esto era lo que mis manos habían empuñado. El soñoliento misterio de los objetos circundantes se revelaba suavemente. La hoja relucía sobre el fondo de fieltro rojo que forraba el cajón. Y no era solamente una, había veinte, treinta, grandes y pequeñas. Alcé un enorme cuchillo de trinchar, pero volví a dejarlo sin que me atrajera. Prefería algo más fino, sutil, delicado. Ese cuchillito de postre tan agudo, que tan prontamente entraba en la carne de una pera o un durazno. Con el dedo probé la punta; la probé y la sentí. Apreté suavemente, apreté más fuerte. Aquello empezaba a doler, y me detenía. Insistí, con un nuevo impulso de curiosidad, de deseo, apreté más fuerte. El dolor cambió súbitamente de carácter, se hizo más concentrado y agudo; brotó una gota de sangre. Boquiabierto, yo miraba: entonces, era posible. Por primera vez miraba mi sangre sin llorar, sin retroceder. No sin miedo, pero aceptaba mi miedo, me adaptaba a él, quería aprisionarlo, identificarlo en mí con otra cosa.

Jugué un momento con mi sangre, haciéndola brotar gota a gota. Entonces se ovó un ruido en el corredor; devolví rápidamente el cuchillo a su alvéolo rojo, el cuchillo que había seguido siendo el mismo, indiferente, enigmático, inefable, y huí a mi habitación. Huir, cómo me gustaba huir. Era como un animalito de los bosques, pulcro y ágil, obstinado, lleno de reserva, ardilla o comadreja, que desaparecía al menor ruido, y que jamás hombre o mujer alguno apresaría.

Debía tener seis o siete años, porque a esta edad dejamos el departamento donde claramente veo que esto sucedía. Por la ventana veo el muro de al lado, con grandes grietas.

Volví a hacerlo. Pero entre tanto me parece que lo había olvidado todo, y que mis sensaciones y reflexiones de aquella mañana se habían perdido instantáneamente en otras sensaciones. Si volví al cajón forrado de fieltro rojo, lo hice por un comienzo de costumbre, porque en el hombre el hábito nace instantáneo igual que en el animal. Esta vez fui más lejos; después de sacar el cuchillito y examinarlo a mi antojo, probando filo y punta, me abrí la chaqueta y la camisa, y apoyé la punta del lado del corazón. No tuve una emoción más punzante el día en que desabotoné mis pantalones para considerar una parte mía como mi sexo. Apreté un poco, no mucho. Apreté, menos que sobre mi dedo, porque me daba cuenta de que aquello era más serio. Tuve, en efecto, un súbito miedo. Miraba con terror el cuchillo que permanecía sujeto por la ropa, y cuya punta sentía. Mi voluntad, posible, se transmitía a él y en él se me escapaba. Se tornaba probable; la fatalidad empezaba a acumularse en ese mango, en esa madera, en ese hierro. Lo retiré, lo traje ante mis ojos mirándolo con una mirada enteramente nueva, con esa mezcla de terror y veneración que el hombre pone en los objetos consagrados por su experiencia, por su fatalidad, objetos misteriosos y familiares, numina. Ídolos, ideas. Volví a apoyar contra mí el objeto, ese objeto que decididamente tenía una forma particular, singular, perversa. Esta vez apreté hasta que me hizo daño, como en el dedo. Pero mi pecho no era mi dedo; se trataba de algo enteramente distinto, y era necesario que fuese en un todo la misma cosa. Me dice daño, mucho más daño: me hacía daño. Él me hacía daño. Ya no fue miedo; me invadió una reacción de descontento, de cólera. El cuchillo y yo éramos dos. Era el cuchillo que me hacía daño, que quería hacerme daño; en él una voluntad, escapada de la mía, se oponía a la mía. El cuchillo era malo, peligroso, aborrecible. Lo tiré violentamente a su cajón, sin ubicarlo en su sitio, y cerré el aparador. Poco rato después ya no pensaba en él. La costumbre se desvaneció. Sin eso, ¿quién sabe?

 

Aquélla había sido la idea del suicidio gratuito, en sí. Desde entonces la idea reapareció frecuentemente, pero sólo para prestarse a las circunstancias. Yo me había embarcado más hondo en la vida; surgían las dificultades, las penas, los vejámenes. Pensé entonces en el suicidio. Pero ya no era en absoluto la misma cosa, ya no eran la fuerza, la exuberancia, la curiosidad las que me excitaban, sino la debilidad y la fatiga.

Y la idea de lo que encontraría más allá del suicidio no era tampoco la misma. La primera vez, el más allá era lo ignoto, tenía algo de perfectamente indeterminado, innominado, indecible. Ahora era la nada. En ésta como en muchas otras cosas, el adolescente y el adulto habían retrocedido con relación al niño. Porque la nada... Iba a decir: la “nada” es una noción “absurda”. Pero ¿pueden chocarse dos palabras misteriosas? ¿Y qué es lo que yo llamaba la nada? ¿No era un lugar muy dulce, es decir todavía la vida, una vida dulce, retardada, algo así como el nacimiento del sueño, algo así como los grises Campos Elíseos de que habla Virgilio?

Me pregunto no obstante si mi idea del suicidio, cuando reaparecía aún en la peor circunstancia de tormento y de opresión, era verdaderamente impura. Y no digo esto por mí en particular. Casi siempre, quizá siempre, hay en el suicida un elemento de pureza. Aun en aquel para quien el suicidio es un acto puramente social, un gesto en un todo encadenado a sus gestos precedentes que pertenecían a la vida y se dirigían hacia la vida, ¿no es necesario que exista una abertura hacia el más allá, por estrecha que sea, para que pueda perpetrar su acto? Es necesario que haya tenido una familiaridad cualquiera, por inconsciente que haya sido —y siendo inconsciente, ha podido ser profunda y constante— con un universo pleno de subyacencias y de secretos y de sorpresa. Ese hombre piensa que cree en la nada, piensa darse a la nada, pero bajo esa palabra negativa, bajo esa palabra aproximativa, bajo esa palabra-límite, algo se le oculta.

Por lo que a mí se refiere, de todos modos, es muy posible que jamás me haya desligado completamente de aquel fantaseo nostálgico, y que tan sólo esperara pretextos para volver a él. Pretextos que podían ser considerables, pero que con todo eran pretextos. ¿No guardaba siempre despiertos el gusto y la necesidad de la soledad? En mi vida no ha habido un solo día —por pleno y feliz que fuera con la presencia de los seres, o de un ser, y con mi rica y exuberante adhesión al mundo inmediato— en que no haya pensado en la soledad, que no me haya arreglado para regalarle algunos minutos —aunque eso sucediera en los excusados, en una cabina telefónica, un baño, un corredor donde me detenía un instante, más de lo que conviene al animal social. Y bien, la soledad es el camino del suicidio; por lo menos es el camino de la muerte. Es verdad que en la soledad se goza más del mundo y de la vida que de toda otra manera; ¿cómo gustar mejor de una flor, un árbol, una nube, los animales, hasta los hombres que pasan a lo lejos, y las mujeres? Pero ya es asimismo la pendiente por la cual uno se pierde del mundo.

En todo momento, además, estaba mi curiosidad. No hablo sólo de la curiosidad del conocimiento; me refiero a una curiosidad audaz, imprudente, que se quiere activa, experimental. Es una curiosidad maga, mágica, que sueña con empresas e infracciones. El suicidio es uno de los medios prohibidos; no es el único, es el último, pero quizá no sea el supremo de entre los medios inventados y ensayados por el hombre para horadar en vida, y de otro modo que con las ideas, de otro modo que con la imaginación, el muro de su cárcel. Por eso Baudelaire, el meditativo, ha incluido en las Letanías a Satán el suicidio en la lista de las audacias más o menos criminales —según la mirada social— que se ofrecen al hombre para moverse, agitarse, protestar y esquivar, junto con las drogas, la lujuria, el alcohol, el robo y el asesinato, la alquimia, el lucro, la ciencia, la rebelión.

Esta curiosidad ha sido magníficamente representada por Dostoievsky en el personaje de Krilov aunque dentro del estrecho ángulo del dilema: cristiano o suicida, creyente o anti-teo (mejor que ateo). Prisionero del horizonte cristiano, Dostoievsky no podía imaginar, fuera del cristiano, más que a un hombre que lo sigue siendo cuando odia paradójicamente al dios que cree no existente, cuando lo provoca, cuando lo persigue hasta su guarida: la muerte.

Contaré brevemente las circunstancias principales en que pensé seriamente en suicidarme, antes de llegar al hecho.

 

No recuerdo haber tenido deseo alguno de suicidio entre los siete y veinte años. Probablemente no se había presentado ninguna ocasión lo bastante seria; la vida ya me había sorprendido, decepcionado, atormentado, pero sin alcanzar a herirme profundamente. Y sin embargo la vida de familia sólo me ofreció experiencias repugnantes. Viví entre un padre y una madre a quienes el adulterio, los celos y los ajetreos de dinero desgarraban. Fuera de ellos tenía camaradas, ante quienes el contragolpe de todos esos pesares me volvía tímido y desconfiado. A los veinte años, después de fracasar en un examen, pensé durante algunos días en desaparecer. ¿No lo había hecho ya anteriormente, cuando contraje una enfermedad venérea menor? Nada que lo ponga a uno más melancólico; pero no me acuerdo con suficiente claridad. Mi fracaso tenía una significación tan grave como la que yo le daba. Había aprobado anteriormente muchos exámenes pero con un buen éxito decreciente. Ahora, este fracaso quería decir que acababa de entrar en una crisis grave. A medida que mi espíritu se desarrollaba, iba tomando el giro de una fantasía más y más apartada, más y más desviada de los usos, el giro de una pereza soñadora, inestable, cambiando con frecuencia de pretexto, el giro de una curiosidad devorante y devorada. Había entrado en un mundo de presentimientos, de tendencias que se destruían como consecuencia de bruscos sobresaltos, de altibajos de la gracia. De ello extraía el angustiado sentimiento de ser presa de una fatalidad oscura. De golpe me di cuenta de las dificultades que mi carácter me creaba para siempre con la sociedad; mi antigua soledad, por lo regular dulce y melancólica, se había vuelto originalidad involuntaria y hasta agresiva, excentricidad que buscaba restringir pero que chocaba. Los hombres empezaban a mirarme mal.

Preciso es decir que en este examen fui aplazado por razones deliberadas de las autoridades, y no a causa de mi insuficiencia. Era a la salida de la Escuela de Ciencias Políticas, y se quiso castigar lo que parecía el desorden peligroso de mi espíritu, cerrándome así la carrera diplomática, lo que en realidad era sensato, pues mi familia estaba arruinada y mi timidez no podría permitirme por mucho tiempo el menor dominio sobre mi sentimiento de inferioridad social. Este fracaso venía además a complicar un drama sentimental, que había pesado asimismo sobre mi estado de ánimo durante los días de examen y que, al privarme de buena parte de mi lucidez, me libró a mis jueces en plena confesión de mi íntima, todavía semi-inconsciente rebelión contra sus rutinas de pensamiento.

En suma, pensé con bastante seriedad en tirarme al Sena. En todo caso, viví largamente un estado espiritual desesperado donde empezaba a experimentar, a gustar esta embriaguez de alejamiento que precede y facilita el suicidio.

Tras eso, tuve idea de plantarlo todo al comienzo de la guerra de 1914, es decir al año siguiente. En esa ocasión reparé en un presentimiento cuya penetración provoca hoy mi sorpresa.

Al partir a la guerra era presa de sentimientos confusos y alternados. Sucesivamente me abandonaba por completo al entusiasmo que se había apoderado de la multitud y quizá hasta del ejército, y volvía a vislumbrar resplandores de escepticismo y desconfianza: me costaba creer que una guerra universal pudiera funcionar, dudaba de las virtudes de mis jefes, de mis camaradas, de mí mismo. Al cabo de algunos días de marchas y contramarchas, bajo la lluvia o el sol canicular, en las cercanías de la Ardenas, entreví claramente una noche que la guerra no era lo que podía creer un estudiante ingenuo y repleto de ficciones literarias; era muy fastidiosa, no pasaba nada o, cuando por encima de mí se componía alguna cosa, todo era como si no pasara nada en ninguna parte; los camaradas y los jefes resultaban sórdidos y opacos como en la paz. Aquella noche, en ese villorrio de las Ardenas, tuve el sentido preciso de cuatro monótonos años de fajinas, velas, enfermedades, heridas, cortados por brevísimos instantes de gran terror y de gran orgullo.

Por otra parte, en el curso de las interminables colas que por millones hacíamos a lo largo de las rutas que llevaban a los campos de batalla demasiado vastos, había recibido por primera vez en mi vida la impresión aplastante, definitiva, de que un hombre está ahogado en la humanidad. Se disipaban todas las apariencias de personalidad, originalidad, reserva, excepción, que pueden multiplicarse en el mundo ilusorio de la paz —que podían multiplicarse en aquellos tiempos tranquilos y serenos anteriores a 1914—, y yo era finalmente una hormiga enteramente sumida en el hormiguero. Carente de miradas que me distinguieran, me volví indistinto para mí mismo. Esto me trajo de un solo golpe a una mística de la soledad, y de la pérdida para mí mismo del solitario en su soledad, y de la extravasación al interior del yo de algo que no es el yo. Ya que estaba perdido, ¿por qué no perderme más? Sólo había un medio de curarme de la pérdida que yo hacía de mí mismo en todo, y de mí y de todo en la nada: era el de perderme absolutamente. La embriaguez subía, y con ella el deseo de beber más, ese deseo que en un momento dado muerde al borracho de alcanzar en el fondo del vaso la gota verdaderamente destructora. Todo se alejaba de mí, cada vez más rápidamente, los que estaban lejos y los que estaban cerca, los intereses de mi vida y los de esas entidades —Francia, Alemania, etc.—. La enorme y obscena presencia de este ejército del que no era sino una parcela más y más inconsciente y abandonada, me volvía ciego a todo: la tierra, el cielo, los árboles. La naturaleza desaparecía ante esta gigantesca intrusión que colmaba el entero campo visual como un monstruo creciendo en una pesadilla. La desaparición de la naturaleza, en la cual tan deliciosamente me había apoyado antaño —antaño— para delicia de mi soledad ornada y provisoria, fue lo que se llevó todo.

Estaba en una granja; no era ya de noche sino la mañana siguiente, y me había quedado solo; los camaradas andaban afuera, ocupados en el jardín. Sabía cómo se mata uno con un fusil; hay que quitarse el zapato y la media; con el caño en la boca, se aprieta el gatillo con el dedo del pie. Había escrito una breve carta a mi padre, locamente tierna; incluso fue en esa ocasión que descubrí que quería a mi padre, tanto más joven que yo, tan gentil, tan indefenso. Después miré el agujerito negro, anillado de acero.

Y tuve miedo. Cómo tuve miedo, no lo sé. El hecho es que al otro día, en el primer combate, no tuve miedo alguno. Sin duda no estaba maduro para la soledad, yo que sin embargo la había practicado tanto. Esta suprema soledad del suicida era todavía demasiado para mí; prefería morir con todo el mundo, abismarme en la muerte con una entera carretada de compañeros, a quienes tanto había desdeñado, despreciado, un momento antes.

Conservo consideración por el personaje que fui en ese momento. Amo a ese tonto delicado que prefiere su charquito personal al gran engolfamiento colectivo, y que entre los cien millones de balas que en adelante silbarán y maullarán en torno suyo, pretende elegir una como una alhaja en su estuche. Así era como agonizaba el individualismo tres años antes de la revolución de octubre.

 

Muchas otras veces, desde entonces, he sentido el deseo del suicidio. No puedo recordarlas todas. Pero sólo en estos últimos años llegó a convertirse en una manía, un reclamo con cualquier pretexto. Este reclamo llegó a ser tan frecuente que poco a poco se fue transformando en un refrán que canturreaba entre dientes, con el que acunaba a mi alma cada vez más fatigada, más gastada —cada vez más viva en su carozo, pero tan abrumada por las repeticiones de lo cotidiano.

Mi deseo más violento surgió en el curso de una historia de amor. La he contado en una de mis novelas, y no siento gran deseo de volver sobre ella. Máxime cuando las historias de amor no interesan ya para nada, tanto las mías como las de los demás. Hela aquí en dos palabras; una mujer me había abandonado. Era la primera vez que me pasaba. En lo hondo de mi corazón, empero, había algo que no estaba bastante atado a ella; justamente ese algo que en mí no era yo, que roía mi yo.

El solo detalle que recuerdo de esta aventura banal, pero que cumplió un papel capital en mi destino, es la exquisita presciencia que me pareció entonces tener de la nada. Ocurría en Lyon, la más inhospitalaria ciudad de Francia, en un cuarto de hotel. De acuerdo con el bien conocido método humano, me curaba de la tierra fabricándome un cielo: lo llamaba la nada. A partir del momento en que me creí seguro de mi resolución, el sufrimiento empezó a disminuir minuto a minuto. Había entrado la idea del suicidio, yo la había introducido para cuidarme, para curarme de aquello mismo que la engendraba. Entonces, cuando el sufrimiento hubo cedido, la idea del suicidio se vino abajo. Ahí tenéis: no fue más difícil que eso.

Tal cosa no me impidió recomenzar a sufrir un poco más adelante, y por la misma mujer. Pero no era ya la primera sorpresa: ahora entraba ahí la resignación.

 

He dicho cómo esta idea de la nada me parece engañosa. En todo caso lo era para mí. Me acuerdo perfectamente que, en Lyon, la nada con que acariciaba mi dolor era algo concreto, sabroso —era dulzura, delicia. Era el sí en el yo.

He querido también interrupirme dos o tres veces a causa de humillaciones harto infantiles. Al repetirse, la idea del suicidio se había poco a poco embotado, y llegó a ser algo banal. No es bueno que nuestros sentimientos se familiaricen, porque se mezclan con lo nuestro más corriente, que es sórdido; llegan a ser de una total trivialidad.

Cuando, después de eso, llegué a conocer mi pasión más violenta, nuevamente volví a pensar en la muerte. No me habían abandonado, salvo que me abandonaban todas las noches. Esas mínimas ausencias de la mujer adúltera que vuelve junto a su marido, me exasperaban, me consumían. Y luego, en el fondo, siempre esa necesidad de huir, de huir de aquello que más se desea, de quedarse solo. Cuando fui abandonado enhorabuena por la primera mujer, en medio de mi insoportable dolor había sentido una punzada de alegría: estaba liberado, estaba libre. En medio de mi segunda gran pasión, aspiraba todavía más a la liberación: tenía cuarenta y cinco años, y no ya veinticinco. Y me había adentrado en ella contra mi voluntad; aunque después pudiera entregarme a ella de todo corazón.

 

PIERRE DRIEU LA ROCHELLE

Traducción de JULIO CORTÁZAR

Revista Sur nº 192-194, octubre-diciembre de 1950.

Nota de la Redacción: Estas páginas inéditas nos fueron entregadas por Jean Paulhan, en París, en el otoño de 1946.


 

 

 

Benjamin Fondane: Rechazo del poema

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REFUS DU POÈME

 

    Les filles du chant sont venues:

    —« Veux-tu de nous ? Nous sommes nues,

    nos lèvres sentent la lavande »...

 

    —Je songe aux ravins de Finlande

    où dorment des soldats de gel...

 

    Les vierges de sel du poème

    m’ont dit:—« Il est temps qu’on nous aime!

    Nous sommes nues sous la peau. »

 

    —Je songe aux navires sous l’eau

    noyés derrière les vitrines...

 

    Les molles putains de mon songe

    me crient:—« Lâche pied et plonge,

    que les poissons sont frais et muets !»

 

    —Je songe aux forçats d’Allemagne:

    ils sont maigres maigres sous le fouet...

 

    Les douces mères du sommeil

    me choient: « Couche-toi ! Les orteils

    dressés vers la pointe du somme.

 

    La belle-au-bois qui dort dans l’homme

    ne se nourrit que de baisers... »

 

    —Je songe aux énormes brasiers

    qui brûlent autour de la terre...

 

    La vieille édentée de la mort

    m’a dit:— « Chaque cheval a son mors.

Ton lot sur terre est la mort lente.

    Que ça te déplaise ou non, chante !

    Nul être n’a droit au merci...

    A quoi penses-tu, ombre vague ? »

 

    —O très chère, je songe à Prague !

    Je n’entends pas, je n’entends plus

    les prières de ses synagogues...

  

BENJAMIN FONDANE


RECHAZO DEL POEMA

 

Las muchachas del canto vinieron:

—"¿Nos deseas? Aquí estamos desnudas,

con los labios que huelen a lavanda..."

 

—Pienso en los barrancos de Finlandia

donde duermen soldados de hielo...

 

Las vírgenes de sal del poema

me dijeron: —"¡Es tiempo de ser amadas!

Estamos desnudas debajo de la piel".

 

—Pienso en los navíos bajo el agua

hundidos detrás de las vitrinas...

 

Las blandas putas de mi sueño

me gritan: —"¡Pierde pie y húndete,

los peces son frescos y son mudos!"

 

—Pienso en los presidiarios de Alemania:

están flacos flacos bajo el látigo...

 

Las dulces madres del sueño

me miman: —¡Acuéstate! Con los dedos

de los pies dirigidos a la punta del sueño.

 

La bella durmiente que en el hombre duerme

solamente se alimenta de besos..."

 

—Pienso en los enormes incendios

que arden alrededor de la tierra...

 

La vieja desdentada de la muerte

me dijo: —"A cada caballo su bocado.

Tu destino en la tierra es la muerte lenta.

Que te guste o no te guste, ¡canta!

Ningún ser tiene derecho a la piedad...

¿En qué estás pensando, sombra vaga?"

 

—¡Ah, querida mía, pienso en Praga!

Ya no oigo, ya no oigo más

las plegarias de sus sinagogas...

 

Traducción, para Literatura& Traducciones, de Miguel Ángel Frontán


 

 

 

Paul Valéry y Carlos Ramírez de Dampierre: La joven parca

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LA JOVEN PARCA

 

¿Quién llora ahí? ¿Es el viento sencillo en esta hora,

sola con los diamantes extremos?... ¡Ah! ¿Quién llora

tan cerca de mí misma, cuando empieza a llorar?

 

Esta mano que sueña mi rostro acariciar,

distraídamente dócil a una intención profunda,

de mi ternura espera que en lágrimas se funda,

y que de mis destinos lentamente extraído,

lo más puro ilumine mi corazón herido.

La sombra de un reproche la mar me está diciendo,

o a sus grutas de roca, con suavidad, sorbiendo

—como cosa que hastía, bebida amargamente—

un rumor de congoja y de queja doliente...

¿Qué haces tú, erizada, y qué esta mano helada,

y qué estremecimiento, como de hoja esquivada,

persiste entre las islas de mis senos sin velo?

Yo brillo al reflejarte, desconocido cielo.

Mi sed fatal alumbra racimos luminosos.

Astros inevitables, ausentes, poderosos,

que vertéis de tan lejos sobre lo temporal

un no sé qué de puro y sobrenatural;

que hundís hasta la fuente de los llantos humanos

las armas invencibles, los rayos soberanos

y las palpitaciones de vuestra eternidad:

yo estoy entre vosotros, temblando, en soledad.

He dejado mi lecho, y en el escollo, alerta,

le pregunto a mi alma qué dolor la despierta,

qué crimen sobre mí o por mí consumado...

...O si el mal me persigue de un sueño clausurado

cuando (muerto en las lámparas a un soplo el oro inquieto)

con mis brazos espesos mis dos sienes sujeto

y un resplandor del alma sobre la carne espero.

¿Toda? Sí, toda mía. Yo vi mi ser entero,

la extensión de mi carne que en un temblor se tensa,

y dorada, sinuosa, y a mi sangre suspensa

yo me veía verme, llevando un resplandor,

de mirada en mirada, a mi selva interior.

Por ella me internaba, siguiendo a una serpiente

que me había mordido.

 

 

                                ¡Qué repliegue insistente

de deseos su cola! .. ¡Qué caos de ansiedad,

y qué sombría sed de toda claridad!

 

¡Oh, qué astucia! A la luz con el dolor venida

aún más que vulnerada me sentí conocida...

En lo oscuro del alma siento un punzante roce;

mi veneno, el veneno, me alumbra y se conoce;

a una virgen colora a sí misma enlazada,

celosa... ¿mas de quién celosa, amenazada?

¿Y cuál es el silencio que habla a mi posesor?

 

Una secreta hermana arde en el interior de mi llaga,

y suplanta a la atenta extremada.

 

 

Ya de ti, sierpe ingenua, no necesito nada.

A mí misma me enlazo ¡vertiginoso ser!

La trama de tus nudos ya no he de menester,

ni tu fidelidad que me huye y me adivina...

Mi alma propia me basta —ornamento de, ruina—

que, esparciendo el dolor sobre mi sombra, sabe

de mi pecho en las noches morder la roca suave;

la leche de los sueños mamarme largamente...

Deja, pues, desmayar el brazo reluciente

que amenaza de amor cuanto el alma recrea

Sobre mí nada puedes que menos cruel me sea,

cruel y deseable... Calma esas ondas, esas

vorágines que mueven tus inmundas promesas...

La sorpresa se abrevia en mis ojos abiertos.

Yo no esperaba menos de mis ricos desiertos

que un tal engendramiento de furor y ansiedad:

su fondo apasionado brilla de sequedad,

y hasta donde en mis ojos la sed de ver avanza

de infiernos pensativos ve el fin sin esperanza...

Lo sé: como un teatro mi cansancio parece.

Yo es tan puro el espíritu que a desear no empiece

su fuga solitaria, como la antorcha iría

apartando los muros de su tumba sombría.

De una espera infinita todo aquí nacer puede;

a una cierta agonía la sombra misma cede,

se entreabre el alma avara, de un monstruo cede al ruego

que gime ante el dintel de una puerta de fuego...

Pero, aunque caprichoso y pronto a las delicias,

¡oh reptil recorrido de vivientes caricias!,

tu próxima impaciencia, tu grave laxitud

¿qué son ante mi noche de eterna longitud?

Contemplabas dormir mi hermosa negligencia...

Mas para mis peligros ¡ya tengo inteligencia!

que en perfidia y astucia los vence con exceso.

¡Toma el hilo viscoso del oscuro regreso!

Ofrece a ojos más ciegos esas danzas lascivas,

resbala hacia otros lechos tus pieles sucesivas,

incuba en otros pechos el germen de su mal.

¡Que en la anillada cárcel de tu sueño animal

hasta el alba jadee una inocencia ansiosa!

Yo velo. Yo resurjo, pálida y prodigiosa,

toda húmeda de un llanto que jamás he vertido,

de una ausencia con formas de mortal, que ha mecido

aquel llanto... Y rompiendo la tumba encantadora,

yo me incorporo inquieta y al par dominadora,

pues cuando la mirada con la noche se junta

el orgullo alucina cuanto el alma pregunta.

 

 

Mas temía perder una angustia divina,

y besando en mi mano la mordedura fina

ya, de mi antiguo cuerpo insensible, sabía

tan sólo aquella llama que en mis bordes ardía.

 

¡Adiós, mi yo, mi hermana mortal y evanescente!...

 

 

Armoniosa yo, de un sueño diferente,

mujer flexible y firme, con silencios seguidos

de actos puros!... Cabellos, que en ondas esparcidos,

desde la frente el viento velludo se los lleva,

—largas briznas que el vuelo esparce, mezcla, eleva...—

¡Decid!... Yo era la igual y la esposa del día,

sólo apoyo sonriente que de amor se ofrecía

a aquella omnipotente altitud adorada...

 

¡Qué chispa en mis pestañas ciegamente dorada,

oh párpados que oprimen un nocturno tesoro!

Yo estaba orando a tientas en vuestra gruta de oro.

A lo eterno porosa y en lo eterno encerrada,

me ofrendaba en mi fruto para ser devorada

por lo eterno, ignorando que un ansia de acabar

en esta rubia pulpa pudiese madurar :

aun mi sabor amargo estaba en su trasluz;

sólo un hombro desnudo sacrifiqué a la luz,

y en el pecho de miel en cuyo nacimiento

¡tan tierno! encuentra el cielo su dulce cumplimiento,

la figura del mundo dormía desposada.

Luego, en el dios brillante, errante encarcelada,

yo me agitaba ardiente, pisando el firme suelo,

atando y desatando mis sombras bajo el velo.

Feliz entre la altura de umbelas florecidas

que al aire de mi falda se inclinan sometidas,

de su frágil orgullo en breve abatimiento;

feliz cuando refrenan su libre movimiento,

y el velo, luchar quiere con la rebelde espina,

y el cuerpo, en arco brusco, me afirma y se adivina,

desnudo bajo el velo de vivientes colores

que disputa mi raza a un abrazo de flores.

 

Sólo a medias añoro esta vana potencia...

Una con el deseo, yo he sido la obediencia

inminente, a estas suaves rodillas sometida;

mi voluntad nacía plena de acción cumplida,

y apenas si más ágil su causa resultaba.

En pos de mis sentidos luminosos nadaba

mi rubia y ciega arcilla, y en esa paz ardiente

que llenaba de sueños naturales mi mente,

lo que es sólo infinito eterno parecía.

Si no fuese ¡Esplendor! que a mis pies se escondía,

inesperadamente, mi sombra, la enemiga,

la momia inquieta y ágil que al buscarme me hostiga

de mi ausencia pintada, besando siempre inerte

el suelo, donde huyo de esta ligera muerte.

Entre la rosa y yo se abriga; se intercala

entre el polvo que baila; por las hojas resbala

que su paso no irrita; rota y reconstruida

resbala ¡oh barca fúnebre!...

 

 

                                 Y yo, viviente, erguida,

dura, de mi vacío secretamente armada,

como para el amor la mejilla inflamada,

y aspirando una brisa que aromó el limonero,

sólo devuelvo al día un mirar extranjero...

¡Cuánto puede crecer en mi noche curiosa,

del corazón aislada, la parte misteriosa,

y acendrarse mi arte con ensayos oscuros!

Estoy cautiva, lejos de los entornos puros;

de un desvanecimiento de aromas abatida,

sintiendo por el sol mi estatua estremecida;

del capricho del oro su mármol recorrido...

Mas yo sé lo que ve mi mirar evadido:

su negrura es el atrio de una infernal morada.

A la brisa del tiempo, yo pienso, abandonada,

—de su amarga raíz ya el alma sin retorno—

pienso (del Universo sobre áureo contorno),

en esa sed de muerte que a la Pitia transida

le hace mugir su anhelo de que acabe la vida.

Mis enemigas, mis dioses, renuevo en mis sentidos;

mis pasos, de palabras al cielo interrumpidos;

mis pausas, ya con sueño sobre el pie vacilante,

que, con reflejos de alas sigue un ave cambiante,

que cien veces al sol con la nada porfía

y arde, en la cima atenta de mi estatua sombría...

 

 

¡Oh, peligrosamente botín de su mirada!

 

El ojo espiritual, en su playa dorada,

vio el alba y el ocaso de tanto y tanto día,

cuyo color y curso mi mente predecía.

El claro aburrimiento de ver sus variaciones

me daba de mi vida funestas previsiones:

el alba me anunciaba todo un día de tedio:

yo estaba medio muerta y acaso también medio

inmortal, sospechando que sólo sea una gema

el porvenir: diamante que cierra la diadema

en que se cambia el frío de los males futuros

entre otros tantos fuegos que en mi frente arden puros.

 

¿Osará el Tiempo alzar, de mis tumbas diversas,

la tarde favorita de palomas dispersas

que se lleva en la estela de un jirón andariego

de mi dócil infancia un reflejo de fuego

y un rosa pudoroso por la esmeralda extiende?

 

 

¡Recuerdo, ardiente pira cuyo viento me ofende!

En mi máscara apaga la roja rebeldía

de ser yo, en llamas, otra que la que ser solía...

¡Ven mi sangre, y enciende la tibia circunstancia

que ennobleció el azul de la santa distancia

y el iris insensible del tiempo que he querido!

Ven, y en mí se consume tu don descolorido.

Ven, para que los odie y reconozca al par,

la niña taciturna, el cómplice mirar,

la turbia transparencia que en los bosques se baña,

y que en mi pecho helado brote la voz extraña

que ignoraba tan ronca y de amor tan velada...

Busca el hermoso cuello la cazadora alada.

 

¿No tuve el corazón sobre sí desmayado?

 

¡Oh tierra, oh luz del cielo! ¿No estuvo ya enterrado

en la postrer dulzura que a tu violencia ríe?...

¿Pámpano que en mi rostro tercos hilos deslíe,

o telar de pestañas y de troncos fluidos,

luz tierna y tarde rota de brazos confundidos?

 

 

"¡Que al cielo alce mi vista y en él trace mi templo,

y sobre mí repose un altar sin ejemplo!"

 

Grita en todo mi cuerpo la piedra su Palor...

La tierra me es ya sólo un aro de color

que se esquiva a la frente que el vértigo blanquea...

Sobre mi tallo el mundo tiembla y se tambalea;

a mí misma te escapas, corona pensativa;

la muerte aspirar quiere tu rosa fugitiva

y a su fin tenebroso su dulzura endereza.

 

Que si mi aroma embriaga tu vacía cabeza,

a esta esclava de rey, respira al fin, oh muerte.

Desátame, interpélame, desespérame, oh inerte

cansada de ti misma, oh imagen condenada.

No esperes más... Escucha... La primavera alada

secretos movimientos para mi sangre anuncia;

a sus diamantes últimos el hielo al fin renuncia...

Mañana, con suspiros de bondad sonrientes,

viene la primavera a desellar las fuentes.

¡Primavera asombrosa!... ¿Por dónde habrá llegado?

Ríe y ríe..., viola... Su candor, goteado

casi en palabras, hinche la tierra enternecida.

Los árboles vibrantes de savia estremecida,

cargados y agobiados de horizontes y ramas,

arden sonoros, bailan en crepitantes llamas,

suben al aire, baten todas sus alas (levas

de millaradas hojas que ellas se sienten nuevas)

Son como nombres aéreos. ¿No escuchas su zumbido,

oh sorda? ¿En el espacio de mil lazos prendido,

ves la copa insumisa que, hacia el cielo vibrante,

por y contra los dioses rema el árbol constante?

¿Ves la flotante selva cuyos troncos potentes

llevan piadosamente a sus inquietas fuentes,

—al adiós desgarrado de sus islas felices—

un río tierno, oh muerte, oculto en sus raíces?

 

 

¿Quién a este remolino, siendo mortal, resiste?

¿Qué mortal?

                              Yo, tan pura, en las mías persiste

el terror de rodillas sin defensa. Estoy rota

por el aire. Las aves traspasan con su nota

inaudita de infancia la sombra en que se apiña

mi corazón. ¡Y rosas!, mi suspiro os aniña,

vencedor, en los brazos que os llevan en bandeja...

Entre mi cabellera pesa como una abeja

—siempre más ebrio hundiéndose con beso más ansioso—

de mi jornada ambigua el cénit delicioso...

¡Luz!... ¡Y tú también, muerte!, al más pronto me entrego.

¡Late mi corazón, que arde y me arrastra ciego!

¡Ah, que se hinche, se llene y se tense este duro

dulce testigo, preso en mi red de azul puro!...

Duro en mí... y a la boca infinita ofrecido...

 

Caras sombras nacientes cuyo afán me está unido.

¡Deseos! ¡Rostros claros!... ¡Frutos de amor carnal!

¿Los dioses no me dieron mi forma maternal,

mi orilla sinuosa, mi cáliz, mis caricias,

para que arda la vida en su altar de delicias,

donde, al retorno eterno el alma entretejiendo,

simiente, sangre y leche estén siempre surtiendo?

¡No! ¡El horror me ilumina, execrable armonía!

Cada beso presagia una nueva agonía...

Del honor de la carne fluyen, huyen, corrientes

de millones amargos de manes impotentes...

No, soplos; no, ternuras... a quien mi ser convida;

pueblo de mí sediento que me implora la vida,

no la obtendréis de mí: marchad, id, angustiados

espectros por la noche vanamente exhalados.

Juntaréis de los muertos el número impalpable.

No quiero que a unas sombras la luz concierte y hable.

Lejos vuestro mi mente vive clara y siniestra:

¡No pasará la chispa de mi boca a la vuestra!

Y a más... mi corazón su rayo os ha negado...

Me apiado de nosotros ¡polvo arremolinado!

 

¡Dioses! ¡Pierdo en vosotros, desconcertada, el pie!

Tu débil claridad ya sólo imploraré,

tanto tiempo a mi rostro de asomar impaciente

y única en contestarme, oh lágrima inminente,

que haces temblar delante de mis ojos mortales

una diversidad de sendas funerales.

Gloria del laberinto; tú en el alma nacida,

me traes del corazón esta gota exprimida,

de mi zumo interior distracción misteriosa

que en mis ojos mis sombras sacrifica piadosa,

¡del ante-pensamiento libación delicada!

En la gruta de espanto, dentro de mí excavada,

rezuma muda el agua su misteriosa sal.

¿fíe dónde naces, lágrima? ¿Cuál es tu manantial?

¿Qué trabajo tan nuevo y triste, eternamente

desde mi sombra amarga te exprime lentamente?

De madre y de mortal vas mis gradas subiendo,

¡oh, testaruda carga!, desgarrando y rompiendo

tu camino en mi tiempo. Tu lentitud segura

me, ahoga... Yo, en silencio, beberé tu amargura...

¿Quién te llama en auxilio de mi joven herida?...

 

Sollozo, herida, esfuerzo, ¿por qué vuestra venida?

¿Vara quién, crueles joyas, marcáis el cuerpo helado,

al que una mano abierta la esperanza ha ocultado?

¿A dónde puede ir en la eterna distancia,

sin encontrar respuesta a su propia ignorancia,

este cuerpo en la noche pasmado de su fe?

Tierra turbia de algas, ofrécete a mi pie,

sostenme dulcemente... ¿Mi laxitud nevada

podrá caminar tanto que encuentre su celada?

¿Dónde boga mi cisne? ¿Dónde, busca su vuelo?

 

...¡Consistencia preciosa! ¡Sentimiento del suelo!

Fundaba en ti mi paso su firmeza sagrada,

mas bajo el pió viviente de nuevo eres creada,

y al tocar con horror en tu pacto natal,

esta tierra tan firme hiere mi pedestal.

Cercano, entre estos pasos, sueña mi precipicio.

Resbaladizo de algas y a la fuga propicio

el insensible escollo (siempre en sí solitario)

comienza... El viento teje al través de un sudario

una confusa trama de añoranzas marinas,

de remos que se mezclan a las olas en ruinas...

Tantos entrechocados estertores de muertes,

rotos, recomenzados... y echadas ya las suertes

desesperadamente diversas y flotando

en el voraz olvido... ¡Ay!, quien vaya encontrando

mis huellas ¿dejará de pensar en sí mismo?

 

¡Tierra turbia de algas, sostenme en el abismo!

 

 

¡Misteriosa yo, que vives todavía!...

Vas a reconocerte, al despertar el día,

amargamente igual a tu antigua figura...

Un espejo se eleva en el mar que fulgura...

Y una risa de ayer sobre el labio sediento,

que anuncia de los Signos el desvanecimiento,

hiela ya en el oriente la blanca alineación

de luces y de piedras, y la total prisión

en que flotará luego del único horizonte

el anillo perfecto... Ya es la hora... Disponte

a mirar: se ve un brazo que, puro, se desnuda...

Te vuelvo a ver. mi brazo me traes el alba...

                                                                               ¡Oh ruda

presencia de una víctima sin consumar! Umbral

tan dulce y transparente cual banco de coral

lavado en la mar baja por una onda postrera...

Al dejarme la sombra. hostia imperecedera,

a unos nuevos deseos me descubre al dorar

mi carne, del recuerdo sobre el terrible altar.

 

La escama allí se esfuerza por hacerse visible,

y allí, titubeando en la barca sensible

y a lomo de las olas va el pescador eterno.

Cumplirá cada cosa su fin grave y materno

de siempre renacer incomparable y casta,

y le será devuelto a la tumba entusiasta

el estado de gracia del gozo universal.

 

 

¡Salve, divinidades por la rosa y la sal!

Seréis de la luz joven el juguete primero.

¡Islas!... Pronto colmenas, cuando el sol mañanero

haga que en vuestra roca, islas ya presentidas,

pujantes paraísos reclamen nuevas vidas.

Cimas que el sol fecunda y la luz no intimida,

selvas resonadoras de ideas y de vida

caliente de animales y felices criaturas.

¡Islas!... Entra un rumor de marinas cinturas

madres vírgenes siempre, a pesar de esas marcas,

sois como arrodilladas, maravillosas Parcas:

nada iguala las flores que regaláis al mundo,

pero os tiemblan de frío los pies en lo profundo.

 

 

¡Oh adorno de mi alma, bajo mi sien creada!

¡Oh muerte, hija secreta y ya entera formada!

¡Divinas repugnancias, castas separaciones

que fuisteis el impulso de mis elevaciones!

¡Oh fervor! ¿No habréis sido más que noble constancia?

Ninguna osó oponer a más corta distancia

la frente de los dioses y su soplo raptor,

e implorando a la noche perfecta su espesor

aspirar por el labio al murmullo supremo.

 

De la muerte purísima soportaba el extremo

resplandor, como otrora al del sol resistía...

Desnudo, exasperado, mi cuerpo se tendía

y el alma ebria de sí, de silencio y de gloria,

pronta a desvanecerse en su propia memoria,

escucha esperanzada tras sus muros piadosos

llamar el corazón... que a golpes misteriosos

se arruina, y que tan sólo debe a su complacencia

un último temblor de hoja... mi presencia.

 

Vana esperanza, vana... Morir no puede ahora

quien, para enternecerse, ante su espejo llora.

 

 

¿No hubiese mejor sido, oh loca, en cumplimiento

de mi fin asombroso, preferir por tormento

el lúcido desdén del matiz de la suerte?

¿Encontrarás jamás más transparente muerte,

ni pendiente más pura que a mi pérdida ascienda,

que esta larga mirada de víctima en ofrenda,

sangrando resignada, pálida y sin objeto?

¿Qué le importa una sangre que ya no es su secreto?

¡En qué paz blanca queda, su púrpura al perder,

bella de ser tan débil y al extremo del ser!...

Ella ha calmado al Tiempo que a aboliría venía...

Mas pálida el momento dejarla no podría,

¡tan cerca está la carne de su oscura fontana!

Se torna cada vez más sola y más lejana,

y el corazón tan cerca de su destino, crece,

se mece de cipreses... y hacia morir se mece...

¡Hacia un futuro de humo oloroso llevada

me sentía: ofrecida, total y consumada,

a las nubes felices prometida en mi ser!

Al árbol vaporoso me llegué a parecer,

de quien la majestad perdida levemente

se abandona al amor fundiéndose al ambiente.

¡Me gana el ser inmenso, y en mi pecho crepita

el incienso que expira una forma infinita...

¡Tiemblan todos los cuerpos radiantes en mi esencia!

 

¡No! ¡No! ¡No irrites más esta reminiscencia,

lirio oscuro, del cielo alusión tenebrosa!

Tu vigor no ha logrado zozobrar mi preciosa

barca. Entre los instantes llegabas al supremo.

—¿Pero quién vencería a aquel poder extremo,

ávido por tus ojos de admirar el día claro,

y que escogió tu frente por luminoso faro?

 

Pregúntate a lo menos por qué sordo arcaduz,

vuelves, de entre los muertos, por la noche a la luz.

Recuérdate a ti misma, del instinto separa

el hilo que tu mano disputa al alba clara,

y cuya delgadez, ciegamente seguida,

hasta estas mismas playas ha devuelto tu vida...

¡Sé sutil... y cruel... más sutil todavía!

¡Miente, pero conoce!... Di, ¿por qué hechicería

no has sabido esquivar su tibia vaharada,

ni la obsesión de un pecho de arcilla perfumada?

¿Por dónde has vuelto, oh Sierpe, a tu guarida eterna,

a tus tristes espíritus y a tu olor de caverna?

 

 

Ayer me traicionó la carne dominante

y profunda... ¡Oh, sin sueños ni caricias de amante!

Ni demonio ni aroma me tendió la celada

de entregarme a unos brazos virilmente enlazada,

ni de aquel Cisne-dios, de plumas ofendida,

la ardorosa blancura me acarició dormida.

 

¡En mí hubiera encontrado el mejor de los nidos!,

pues toda por la gracia de mis miembros unidos,

en la sombra fui, virgen, una ofrenda adorable...

Mas se enamoró el sueño de un dulzor tan amable,

que anudada a mí misma entre el hueco sedoso

de mi pelo, perdí mi dominio nervioso.

En medio de mis brazos me sentí, otra mujer

¿que se ajena?... ¿que vuela? ¿que no puede caer

ya más sobre su carne?... Y el corazón hundido

repite ¿en qué lugar? el nombre que ha perdido.

¿Sé acaso qué reflujo traidor me ha retirado

tan pura y prematura de mi ser extremado,

y ha robado el sentido a mi vasto gemir?

Como el ave se posa me tuve que dormir.

 

Acaso fue en la hora gastada y aun naciente,

y el alma, la adivina, se volvió indiferente.

Ella ya no es la misma. Es una niña triste

que a las gradas oscuras vanamente resiste

y reclama a lo lejos sus manos olvidadas.

Hay que acatar los ruegos de muertes coronadas

y aceptar para rostro un soplo...

                                                            Dulcemente

heme aquí: a esa renuncia se somete mi frente...

Yo perdono a este cuerpo y gusto su ceniza,

feliz a la pendiente me entrego escurridiza,

entre negros testigos, las manos supliciadas,

entre voces sin fin, y sin mí balbuceadas.

Duerme, cordura, duérmete. Fórmate de esa ausencia:

vuelve al germen, regresa a la oscura inocencia;

entrégate a las sierpes tan vivamente inerme.

¡Desciende!... Duerme siempre..., desciende.., duerme..., duerme...

(Sólo pasa la gasa por esta baja puerta...

Todo muere y se ríe en la boca entreabierta...

Bebe el ave en tu labio, pero no oyes su canto...

Ven más bajo..., habla quedo... Lo negro no lo es tanto...)

 

 

Deliciosos sudarios, desorden tibio y ledo,

lecho donde me extiendo, me interrogo y me cedo,

donde del corazón sofocaba el latido;

sepulcro casi vivo, en mi alcoba erigido

y sobre el cual se escucha la eternidad entera.

Lugar lleno de mí que de mí se apodera

—oh forma de mi forma y tibieza vacía—

forma que imprimió el sueño y reconozco mía.

He aquí que tanto orgullo que en tus pliegues se hunde,

con todas las bajezas del sueño se confunde.

Sobre el lienzo en que, laxo, su muerte imita, inerme,

ídolo a pesar suyo, se dispone y se duerme,

lacia mujer total, los ojos en sus llantos,

sus secretos desnudos, sus antros, sus encantos

y aquel resto de amor que al cuerpo retenían,

su pérdida en acordes mortales corrompían.

Arca toda secreta y que tan cerca estabas,

mi transporte, esta noche, pensó romper tus trabas,

y he mecido tan sólo con mis lamentaciones

tus flancos, ay, cargados de luz y de creaciones.

¡Qué fríamente mis ojos, que el azul extravía,

del astro fino y raro miraron la agonía!,

y este sol juvenil de mis deslumbramientos

parece de una abuela alumbrar los tormentos,

tanto su alegre llama la presencia evapora

de los remordimientos, y compone de aurora

el cuerpo que de tumba se empezaba a formar!...

¡Oh, qué bello a mis pies y sobre todo el mar!

¡Ven!... Sigo siendo aquella que siempre has respirado.

¡Me huye hacia tu imperio mi velo evaporado!...

 

¡Ay! Entonces, si vivo ¿seré la despedida

eterna de mis sueños?... De un éxtasis vestida

sí vengo, sin horror, a ver la espuma airada,

y a beber su amargura riente en la mirada

por lo vivo del aire sintiéndome abrazar,

recibiendo en el rostro la llamada del mar;

si el alma intensa sopla, lanzando enfurecida

la onda fuerte y pujante sobre la onda abatida;

si en el cabo tonante su ofrenda blanca inmola;

si el secreto del mar viene a arrojar la ola

contra el acantilado, y salta hasta mi frente

un resplandor de chispas, helado y reluciente

y por mi piel mordida del agrio despertar:

mi corazón, entonces, oh sol, a mi pesar

adoraré, al que bajas para reconocerte,

del placer de nacer, retorno dulce y fuerte,

fuego hacia el que una virgen de sangre se levanta,

en las especies de oro de un pecho que te canta.

PAUL VALÉRY

Traducción de Carlos Ramírez de Dampierre. 

 

LA JEUNE PARQUE

 

à André Gide
Depuis bien des années
j’avais laissé l’art des vers :
essayant de m’y astreindre encore
 j’ai fait cet exercice
que je te dédie.
1917

Le Ciel a-t-il formé cet amas de merveilles

Pour la demeure d’un serpent ?

PIERRE CORNEILLE.

 

Qui pleure là, sinon le vent simple, à cette heure

Seule, avec diamants extrêmes ?… Mais qui pleure,

Si proche de moi-même au moment de pleurer ?

 

Cette main, sur mes traits qu’elle rêve effleurer,

Distraitement docile à quelque fin profonde,

Attend de ma faiblesse une larme qui fonde,

Et que de mes destins lentement divisé.

Le plus pur en silence éclaire un cœur brisé.

La houle me murmure une ombre de reproche,

Ou retire ici-bas, dans ses gorges de roche,

Comme chose déçue et bue amèrement,

Une rumeur de plainte et de resserrement…

Que fais-tu, hérissée, et cette main glacée,

Et quel frémissement d’une feuille effacée

Persiste parmi vous, îles de mon sein nu ?…

Je scintille, liée à ce ciel inconnu…

L’immense grappe brille à ma soif de désastres.

Tout-puissants étrangers, inévitables astres

Qui daignez faire luire au lointain temporel

Je ne sais quoi de pur et de surnaturel ;

Vous qui dans les mortels plongez jusques aux larmes

Ces souverains éclats, ces invincibles armes,

Et les élancements de votre éternité,

Je suis seule avec vous, tremblante, ayant quitté

Ma couche ; et sur l’écueil mordu par la merveille,

J’interroge mon cœur quelle douleur l’éveille,

Quel crime par moi-même ou sur moi consommé ?…

… Ou si le mal me suit d’un songe refermé,

Quand (au velours du souffle envolé l’or des lampes)

J’ai de mes bras épais environné mes tempes,

Et longtemps de mon âme attendu les éclairs ?

Toute ? Mais toute à moi, maîtresse de mes chairs,

Durcissant d’un frisson leur étrange étendue,

Et dans mes doux liens, à mon sang suspendue,

Je me voyais me voir, sinueuse, et dorais

De regards en regards, mes profondes forêts.

 

J’y suivais un serpent qui venait de me mordre.

 

 

Quel repli de désirs, sa traîne !… Quel désordre

De trésors s’arrachant à mon avidité,

Et quelle sombre soif de la limpidité !

 

Ô ruse !… A la lueur de la douleur laissée

Je me sentis connue encor plus que blessée…

Au plus traître de l’âme, une pointe me naît ;

Le poison, mon poison, m’éclaire et se connaît :

Il colore une vierge à soi-même enlacée,

Jalouse… Mais de qui, jalouse et menacée ?

Et quel silence parle à mon seul possesseur ?

 

Dieux ! Dans ma lourde plaie une secrète sœur

Brûle, qui se préfère à l’extrême attentive.

 

 

« VA ! je n’ai plus besoin de ta race naïve,

Cher Serpent… Je m’enlace, être vertigineux !

Cesse de me prêter ce mélange de nœuds

Ni ta fidélité qui me fuit et devine…

Mon âme y peut suffire, ornement de ruine !

Elle sait, sur mon ombre égarant ses tourments,

De mon sein, dans les nuits, mordre les rocs charmants ;

Elle y suce longtemps le lait des rêveries…

Laisse donc défaillir ce bras de pierreries

Qui menace d’amour mon sort spirituel…

Tu ne peux rien sur moi qui ne soit moins cruel,

Moins désirable… Apaise alors, calme ces ondes,

Rappelle ces remous, ces promesses immondes…

Ma surprise s’abrège, et mes yeux sont ouverts.

Je n’attendais pas moins de mes riches déserts

Qu’un tel enfantement de fureur et de tresse :

Leurs fonds passionnés brillent de sécheresse

Si loin que je m’avance et m’altère pour voir

De mes enfers pensifs les confins sans espoir…

Je sais… Ma lassitude est parfois un théâtre.

L’esprit n’est pas si pur que jamais idolâtre

Sa fougue solitaire aux élans de flambeau

Ne fasse fuir les murs de son morne tombeau.

Tout peut naître ici-bas d’une attente infinie.

L’ombre même le cède à certaine agonie,

L’âme avare s’entr’ouvre, et du monstre s’émeut

Qui se tord sur le pas d’une porte de feu…

Mais, pour capricieux et prompt que tu paraisses.

Reptile, ô vifs détours tout courus de caresses,

Si proche impatience et si lourde langueur,

Qu’es-tu, près de ma nuit d’éternelle longueur ?

Tu regardais dormir ma belle négligence…

Mais avec mes périls, je suis d’intelligence,

Plus versatile, ô Thyrse, et plus perfide qu’eux.

Fuis-moi ! du noir retour reprends le fil visqueux !

Va chercher des yeux clos pour tes danses massives.

Coule vers d’autres lits tes robes successives,

Couve sur d’autres cœurs les germes de leur mal,

Et que dans les anneaux de ton rêve animal

Halète jusqu’au jour l’innocence anxieuse !…

Moi, je veille. Je sors, pâle et prodigieuse,

Toute humide des pleurs que je n’ai point versés,

D’une absence aux contours de mortelle bercés

Par soi seule… Et brisant une tombe sereine,

Je m’accoude inquiète et pourtant souveraine,

Tant de mes visions parmi la nuit et l’œil,

Les moindres mouvements consultent mon orgueil. »

 

 

Mais je tremblais de perdre une douleur divine !

Je baisais sur ma main cette morsure fine,

Et je ne savais plus de mon antique corps

Insensible, qu’un feu qui brûlait sur mes bords :

 

Adieu, pensai-je, MOI, mortelle sœur, mensonge…

 

 

Harmonieuse MOI, différente d’un songe,

Femme flexible et ferme aux silences suivis

D’actes purs !… Front limpide, et par ondes ravis,

Si loin que le vent vague et velu les achève,

Longs brins légers qu’au large un vol mêle et soulève,

Dites !… J’étais l’égale et l’épouse du jour,

Seul support souriant que je formais d’amour

À la toute-puissante altitude adorée…

 

Quel éclat sur mes cils aveuglément dorée,

Ô paupières qu’opprime une nuit de trésor,

Je priais à tâtons dans vos ténèbres d’or !

Poreuse à l’éternel qui me semblait m’enclore,

Je m’offrais dans mon fruit de velours qu’il dévore ;

Rien ne me murmurait qu’un désir de mourir

Dans cette blonde pulpe au soleil pût mûrir :

Mon amère saveur ne m’était point venue.

Je ne sacrifiais que mon épaule nue

A la lumière ; et sur cette gorge de miel,

Dont la tendre naissance accomplissait le ciel,

Se venait assoupir la figure du monde.

Puis dans le dieu brillant, captive vagabonde,

Je m’ébranlais brûlante et foulais le sol plein,

Liant et déliant mes ombres sous le lin.

Heureuse ! À la hauteur de tant de gerbes belles,

Qui laissais à ma robe obéir les ombelles,

Dans les abaissements de leur frêle fierté ;

Et si, contre le fil de cette liberté,

Si la robe s’arrache à la rebelle ronce,

L’arc de mon brusque corps s’accuse et me prononce,

Nu sous le voile enflé de vivantes couleurs

Que dispute ma race aux longs liens de fleurs !

 

Je regrette à demi cette vaine puissance…

Une avec le désir, je fus l’obéissance

Imminente, attachée à ces genoux polis ;

De mouvements si prompts mes vœux étaient remplis

Que je sentais ma cause à peine plus agile !

Vers mes sens lumineux nageait ma blonde argile,

Et dans l’ardente paix des songes naturels,

Tous ces pas infinis me semblaient éternels.

Si ce n’est, ô Splendeur, qu’à mes pieds l’ennemie,

Mon ombre ! la mobile et la souple momie,

De mon absence peinte effleurait sans effort

La terre où je fuyais cette légère mort.

Entre la rose et moi, je la vois qui s’abrite ;

Sur la poudre qui danse, elle glisse et n’irrite

Nul feuillage, mais passe, et se brise partout…

Glisse ! Barque funèbre…

                                               Et moi vive, debout,

Dure, et de mon néant secrètement armée,

Mais, comme par l’amour une joue enflammée,

Et la narine jointe au vent de l’oranger,

Je ne rends plus au jour qu’un regard étranger…

Oh ! combien peut grandir dans ma nuit curieuse

De mon cœur séparé la part mystérieuse,

Et de sombres essais s’approfondir mon art !…

Loin des purs environs, je suis captive, et par

L’évanouissement d’aromes abattue,

Je sens sous les rayons, frissonner ma statue,

Des caprices de l’or, son marbre parcouru.

Mais je sais ce que voit mon regard disparu ;

Mon œil noir est le seuil d’infernales demeures !

Je pense, abandonnant à la brise les heures

Et l’âme sans retour des arbustes amers,

Je pense, sur le bord doré de l’univers,

A ce goût de périr qui prend la Pythonisse

En qui mugit l’espoir que le monde finisse.

Je renouvelle en moi mes énigmes, mes dieux,

Mes pas interrompus de paroles aux deux,

Mes pauses, sur le pied portant la rêverie,

Qui suit au miroir d’aile un oiseau qui varie,

Cent fois sur le soleil joue avec le néant,

Et brûle, au sombre but de mon marbre béant.

 

 

Ô dangereusement de son regard la proie !

Car l’œil spirituel sur ses plages de soie

Avait déjà vu luire et pâlir trop de jours

Dont je m’étais prédit les couleurs et le cours.

L’ennui, le clair ennui de mirer leur nuance,

Me donnait sur ma vie une funeste avance :

L’aube me dévoilait tout le jour ennemi.

J’étais à demi morte ; et peut-être, à demi

Immortelle, rêvant que le futur lui-même

Ne fut qu’un diamant fermant le diadème

Où s’échange le froid des malheurs qui naîtront

Parmi tant d’autres feux absolus de mon front.

 

Osera-t-il, le Temps, de mes diverses tombes,

Ressusciter un soir favori des colombes,

Un soir qui traîne au fil d’un lambeau voyageur

De ma docile enfance un reflet de rougeur,

Et trempe à l’émeraude un long rose de honte ?

 

 

Souvenir, ô bûcher, dont le vent d’or m’affronte,

Souffle au masque la pourpre imprégnant le refus

D’être en moi-même en flamme une autre que je fus…

Viens, mon sang, viens rougir la pâle circonstance

Qu’ennoblissait l’azur de la sainte distance,

Et l’insensible iris du temps que j’adorai !

Viens consumer sur moi ce don décoloré ;

Viens ! que je reconnaisse et que je les haïsse,

Cette ombrageuse enfant, ce silence complice,

Ce trouble transparent qui baigne dans les bois…

Et de mon sein glacé rejaillisse la voix

Que j’ignorais si rauque et d’amour si voilée…

Le col charmant cherchant la chasseresse ailée.

 

Mon cœur fut-il si près d’un cœur qui va faiblir ?

 

Fut-ce bien moi, grands cils, qui crus m’ensevelir

Dans l’arrière douceur riant à vos menaces…

Ô pampres sur ma joue errant en fils tenaces,

Ou toi… de cils tissue et de fluides fûts,

Tendre lueur d’un soir brisé de bras confus ?

 

 

« Que dans le ciel placés, mes yeux tracent mon temple !

Et que sur moi repose un autel sans exemple ! »

 

Criaient de tout mon corps la pierre et la pâleur…

La terre ne m’est plus qu’un bandeau de couleur

Qui coule et se refuse au front blanc de vertige…

Tout l’univers chancelle et tremble sur ma tige,

La pensive couronne échappe à mes esprits,

La Mort veut respirer cette rose sans prix

Dont la douceur importe à sa fin ténébreuse !

 

Que si ma tendre odeur grise ta tête creuse,

Ô Mort, respire enfin cette esclave de roi :

Appelle-moi, délie !… Et désespère-moi,

De moi-même si lasse, image condamnée !

Écoute… N’attends plus… La renaissante année

À tout mon sang prédit de secrets mouvements :

Le gel cède à regret ses derniers diamants…

Demain, sur un soupir des Bontés constellées,

Le printemps vient briser les fontaines scellées :

L’étonnant printemps rit, viole… On ne sait d’où

Venu ? Mais la candeur ruisselle à mots si doux

Qu’une tendresse prend la terre à ses entrailles…

Les arbres regonflés et recouverts d’écailles

Chargés de tant de bras et de trop d’horizons,

Meuvent sur le soleil leurs tonnantes toisons,

Montent dans l’air amer avec toutes leurs ailes

De feuilles par milliers qu’ils se sentent nouvelles…

N’entends-tu pas frémir ces noms aériens,

Ô Sourde !… Et dans l’espace accablé de liens,

Vibrant de bois vivace infléchi par la cime,

Pour et contre les dieux ramer l’arbre unanime,

La flottante forêt de qui les rudes troncs

Portent pieusement à leurs fantasques fronts,

Aux déchirants départs des archipels superbes,

Un fleuve tendre, ô Mort, et caché sous les herbes ?

 

 

Quelle résisterait, mortelle, à ces remous ?

Quelle mortelle ?

                                     Moi si pure, mes genoux

Pressentent les terreurs de genoux sans défense…

L’air me brise. L’oiseau perce de cris d’enfance

Inouïs… l’ombre même où se serre mon cœur,

Et, roses ! mon soupir vous soulève, vainqueur

Hélas ! des bras si doux qui ferment la corbeille…

Oh ! parmi mes cheveux pèse d’un poids d’abeille,

Plongeant toujours plus ivre au baiser plus aigu,

Le point délicieux de mon jour ambigu…

Lumière !… Ou toi, la Mort ! Mais le plus prompt me prenne !…

Mon cœur bat ! mon cœur bat ! Mon sein brûle et m’entraîne !

Ah ! qu’il s’enfle, se gonfle et se tende, ce dur

Très doux témoin captif de mes réseaux d’azur…

Dur en moi… mais si doux à la bouche infinie !…

 

Chers fantômes naissants dont la soif m’est unie,

Désirs ! Visages clairs !… Et vous, beaux fruits d’amour,

Les dieux m’ont-ils formé ce maternel contour

Et ces bords sinueux, ces plis et ces calices,

Pour que la vie embrasse un autel de délices,

Où mêlant l’âme étrange aux éternels retours,

La semence, le lait, le sang coulent toujours ?

Non ! L’horreur m’illumine, exécrable harmonie !

Chaque baiser présage une neuve agonie…

Je vois, je vois flotter, fuyant l’honneur des chairs

Des mânes impuissants les millions amers…

Non, souffles ! Non, regards, tendresses… mes convives,

Peuple altéré de moi suppliant que tu vives,

Non, vous ne tiendrez pas de moi la vie !… Allez,

Spectres, soupirs la nuit vainement exhalés,

Allez joindre des morts les impalpables nombres !

Je n’accorderai pas la lumière à des ombres,

Je garde loin de vous, l’esprit sinistre et clair…

Non I Vous ne tiendrez pas de mes lèvres l’éclair !…

Et puis… mon cœur aussi vous refuse sa foudre.

J’ai pitié de nous tous, ô tourbillons de poudre !

 

Grands Dieux ! Je perds en vous mes pas déconcertés !

Je n’implorerai plus que tes faibles clartés,

Longtemps sur mon visage envieuse de fondre,

Très imminente larme, et seule à me répondre,

Larme qui fais trembler à mes regards humains

Une variété de funèbres chemins ;

Tu procèdes de l’âme, orgueil du labyrinthe.

Tu me portes du cœur cette goutte contrainte,

Cette distraction de mon suc précieux

Qui vient sacrifier mes ombres sur mes yeux,

Tendre libation de l’arrière-pensée !

D’une grotte de crainte au fond de moi creusée

Le sel mystérieux suinte muette l’eau.

D’où nais-tu ? Quel travail toujours triste et nouveau

Te tire avec retard, larme, de l’ombre amère ?

Tu gravis mes degrés de mortelle et de mère,

Et déchirant ta route, opiniâtre faix,

Dans le temps que je vis, les lenteurs que tu fais

M’étouffent… Je me tais, buvant ta marche sûre…

— Qui t’appelle au secours de ma jeune blessure ?

 

Mais blessures, sanglots, sombres essais, pourquoi ?

Pour qui, joyaux cruels, marquez-vous ce corps froid,

Aveugle aux doigts ouverts évitant l’espérance !

Où va-t-il, sans répondre à sa propre ignorance,

Ce corps dans la nuit noire étonné de sa foi ?

Terre trouble… et mêlée à l’algue, porte-moi,

Porte doucement moi… Ma faiblesse de neige

Marchera-t-elle tant qu’elle trouve son piège ?

Où traîne-t-il, mon cygne, où cherche-t-il son vol ?

… Dureté précieuse… O sentiment du sol,

Mon pas fondait sur toi l’assurance sacrée !

Mais sous le pied vivant qui tâte et qui la crée

Et touche avec horreur à son pacte natal,

Cette terre si ferme atteint mon piédestal.

Non loin, parmi ces pas, rêve mon précipice…

L’insensible rocher, glissant d’algues, propice

À fuir, (comme en soi-même ineffablement seul),

Commence… Et le vent semble au travers d’un linceul

Ourdir de bruits marins une confuse trame,

Mélange de la lame en ruine, et de rame…

Tant de hoquets longtemps, et de râles heurtés,

Brisés, repris au large… et tous les sorts jetés

Éperdument divers roulant l’oubli vorace…

 

Hélas ! de mes pieds nus qui trouvera la trace

Cessera-t-il longtemps de ne songer qu’à soi ?

 

Terre trouble, et mêlée à l’algue, porte-moi !

 

 

Mystérieuse MOI, pourtant, tu vis encore !

Tu vas te reconnaître au lever de l’aurore

Amèrement la même…

                                            Un miroir de la mer

Se lève… Et sur la lèvre, un sourire d’hier

Qu’annonce avec ennui l’effacement des signes,

Glace dans l’orient déjà les pâles lignes

De lumière et de pierre, et la pleine prison

Où flottera l’anneau de l’unique horizon…

Regarde : un bras très pur est vu, qui se dénude.

Je te revois, mon bras… Tu portes l’aube…

                                                           Ô rude

Réveil d’une victime inachevée… et seuil

Si doux… si clair, que flatte, affleurement d’écueil,

L’onde basse, et que lave une houle amortie !…

L’ombre qui m’abandonne, impérissable hostie,

Me découvre vermeille à de nouveaux désirs,

Sur le terrible autel de tous mes souvenirs.

 

Là, l’écume s’efforce à se faire visible ;

Et là, titubera sur la barque sensible

À chaque épaule d’onde, un pêcheur éternel.

Tout va donc accomplir son acte solennel

De toujours reparaître incomparable et chaste,

Et de restituer la tombe enthousiaste

Au gracieux état du rire universel.

 

 

Salut ! Divinités par la rose et le sel,

Et les premiers jouets de la jeune lumière,

Iles !… Ruches bientôt, quand la flamme première

Fera que votre roche, îles que je prédis,

Ressente en rougissant de puissants paradis ;

Cimes qu’un feu féconde à peine intimidées,

Bois qui bourdonnerez de bêtes et d’idées,

D’hymnes d’hommes comblés des dons du juste éther,

Iles ! dans la rumeur des ceintures de mer,

Mères vierges toujours, même portant ces marques,

Vous m’êtes à genoux de merveilleuses Parques :

Rien n’égale dans l’air les fleurs que vous placez,

Mais, dans la profondeur, que vos pieds sont glacés !

 

 

De l’âme les apprêts sous la tempe calmée,

Ma mort, enfant secrète et déjà si formée,

Et vous, divins dégoûts qui me donniez l’essor,

Chastes éloignements des lustres de mon sort,

Ne fûtes-vous, ferveur, qu’une noble durée ?

Nulle jamais des dieux plus près aventurée

N’osa peindre à son front leur souffle ravisseur,

Et de la nuit parfaite implorant l’épaisseur,

Prétendre par la lèvre au suprême murmure…

 

Je soutenais l’éclat de la mort toute pure

Telle j’avais jadis le soleil soutenu…

Mon corps désespéré tendait le torse nu

Où l’âme, ivre de soi, de silence et de gloire,

Prête à s’évanouir de sa propre mémoire,

Écoute, avec espoir, frapper au mur pieux

Ce cœur, — qui se ruine à coups mystérieux,

Jusqu’à ne plus tenir que de sa complaisance

Un frémissement fin de feuille, ma présence…

 

Attente vaine, et vaine… Elle ne peut mourir

Qui devant son miroir pleure pour s’attendrir.

 

 

Ô n’aurait-il fallu, folle, que j’accomplisse

Ma merveilleuse fin de choisir pour supplice

Ce lucide dédain des nuances du sort ?

Trouveras-tu jamais plus transparente mort

Ni de pente plus pure où je rampe à ma perte

Que sur ce long regard de victime entr’ouverte,

Pâle, qui se résigne et saigne sans regret ?

Que lui fait tout le sang qui n’est plus son secret ?

Dans quelle blanche paix cette pourpre la laisse,

A l’extrême de l’être, et belle de faiblesse !

Elle calme le temps qui la vient abolir,

Le moment souverain ne la peut plus pâlir,

Tant la chair vide baise une sombre fontaine !…

Elle se fait toujours plus seule et plus lointaine…

Et moi, d’un tel destin, le cœur toujours plus près,

Mon cortège, en esprit, se berçait de cyprès…

Vers un aromatique avenir de fumée,

Je me sentais conduite, offerte et consumée,

Toute, toute promise aux nuages heureux !

Même, je m’apparus cet arbre vaporeux,

De qui la majesté légèrement perdue

S’abandonne à l’amour de toute l’étendue.

L’être immense me gagne, et de mon cœur divin

L’encens qui brûle expire une forme sans fin…

Tous les corps radieux tremblent dans mon essence !...

 

Non, non !… N’irrite plus cette réminiscence !

Sombre lys ! Ténébreuse allusion des cieux,

Ta vigueur n’a pu rompre un vaisseau précieux…

Parmi tous les instants tu touchais au suprême…

— Mais qui l’emporterait sur la puissance même,

Avide par tes yeux de contempler le jour

Qui s’est choisi ton front pour lumineuse tour ?

 

Cherche, du moins, dis-toi, par quelle sourde suite

La nuit, d’entre les morts, au jour t’a reconduite ?

Souviens-toi de toi-même, et retire à l’instinct

Ce fil (ton doigt doré le dispute au matin),

Ce fil dont la finesse aveuglément suivie

Jusque sur cette rive a ramené ta vie…

Sois subtile… cruelle… ou plus subtile !… Mens

Mais sache !… Enseigne-moi par quels enchantements

Lâche que n’a su fuir sa tiède fumée,

Ni le souci d’un sein d’argile parfumée,

Par quel retour sur toi, reptile, as-tu repris

Tes parfums de caverne et tes tristes esprits ?

 

 

Hier la chair profonde, hier, la chair maîtresse

M’a trahie… Oh ! sans rêve, et sans une caresse !…

Nul démon, nul parfum ne m’offrit le péril

D’imaginaires bras mourant au col viril ;

Ni, par le Cygne-Dieu, de plumes offensée

Sa brûlante blancheur n’effleura ma pensée…

 

Il eût connu pourtant le plus tendre des nids !

Car toute à la faveur de mes membres unis,

Vierge, je fus dans l’ombre une adorable offrande…

Mais le sommeil s’éprit d’une douceur si grande,

Et nouée à moi-même au creux de mes cheveux,

J’ai mollement perdu mon empire nerveux.

Au milieu de mes bras, je me suis faite une autre…

Qui s’aliène ?… Qui s’envole ?… Qui se vautre ?…

À quel détour caché, mon cœur s’est-il fondu ?

Quelle conque a redit le nom que j’ai perdu ?

Le sais-je, quel reflux traître m’a retirée

De mon extrémité pure et prématurée,

Et m’a repris le sens de mon vaste soupir ?

Comme l’oiseau se pose, il fallut m’assoupir.

 

Ce fut l’heure, peut-être, où la devineresse

Intérieure s’use et se désintéresse :

Elle n’est plus la même… Une profonde enfant

Des degrés inconnus vainement se défend,

Et redemande au loin ses mains abandonnées.

Il faut céder aux vœux des mortes couronnées

Et prendre pour visage un souffle…

                                                                 Doucement,

Me voici : mon front touche à ce consentement…

Ce corps, je lui pardonne, et je goûte à la cendre.

Je me remets entière au bonheur de descendre,

Ouverte aux noirs témoins, les bras suppliciés,

Entre des mots sans fin, sans moi, balbutiés…

Dors, ma sagesse, dors. Forme-toi cette absence ;

Retourne dans le germe et la sombre innocence.

Abandonne-toi vive aux serpents, aux trésors…

Dors toujours ! Descends, dors toujours ! Descends, dors, dors !

(La porte basse c’est une bague… où la gaze

Passe… Tout meurt, tout rit dans la gorge qui jase…

L’oiseau boit sur ta bouche et tu ne peux le voir…

Viens plus bas, parle bas… Le noir n’est pas si noir…)

 

 

Délicieux linceuls, mon désordre tiède,

Couche où je me répands, m’interroge et me cède,

Où j’allai de mon cœur noyer les battements,

Presque tombeau vivant dans mes appartements,

Qui respire, et sur qui l’éternité s’écoute,

Place pleine de moi qui m’avez prise toute,

Ô forme de ma forme et la creuse chaleur

Que mes retours sur moi reconnaissaient la leur,

Voici que tant d’orgueil qui dans vos plis se plonge

À la fin se mélange aux bassesses du songe !

Dans vos nappes, où lisse elle imitait sa mort

L’idole malgré soi se dispose et s’endort,

Lasse femme absolue, et les yeux dans ses larmes,

Quand, de ses secrets nus les antres et les charmes,

Et ce reste d’amour qui se gardait le corps

Corrompirent sa perte et ses mortels accords.

Arche toute secrète, et pourtant si prochaine,

Mes transports, cette nuit, pensaient briser ta chaîne ;

Je n’ai fait que bercer de lamentations

Tes flancs chargés de jour et de créations !

Quoi ! mes yeux froidement que tant d’azur égare

Regardent là périr l’étoile fine et rare,

Et ce jeune soleil de mes étonnements

Me paraît d’une aïeule éclairer les tourments,

Tant sa flamme aux remords ravit leur existence,

Et compose d’aurore une chère substance

Qui se formait déjà substance d’un tombeau !…

Ô, sur toute la mer, sur mes pieds, qu’il est beau !

Tu viens !… Je suis toujours celle que tu respires,

Mon voile évaporé me fuit vers tes empires…

 

… Alors, n’ai-je formé, vains adieux si je vis,

Que songes ?… Si je viens, en vêtements ravis,

Sur ce bord, sans horreur, humer la haute écume,

Boire des yeux l’immense et riante amertume,

L’être contre le vent, dans le plus vif de l’air,

Recevant au visage un appel de la mer ;

Si l’âme intense souffle, et renfle furibonde

L’onde abrupte sur l’onde abattue, et si l’onde

Au cap tonne, immolant un monstre de candeur,

Et vient des hautes mers vomir la profondeur

Sur ce roc, d’où jaillit jusque vers mes pensées

Un éblouissement d’étincelles glacées,

Et sur toute ma peau que morde l’âpre éveil,

Alors, malgré moi-même, il le faut, ô Soleil,

Que j’adore mon cœur où tu te viens connaître,

Doux et puissant retour du délice de naître,

Feu vers qui se soulève une vierge de sang

Sous les espèces d’or d’un sein reconnaissant !

 


François Coppée y Teodoro Llorente: San Vicente de Paúl

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MONSIEUR VINCENT DE PAUL

 

Monsieur Vincent de Paul, aumônier des galères,

Vieux prêtre humble de cœur et de mœurs populaires,

Quand il vient à Paris, demeure à l’hôpital

Du couvent qu’a fondé Madame de Chantal.

Sa chambre n’a qu’un lit et deux chaises de paille,

Et l’unique tableau pendu sur la muraille

Représente la Vierge avec l’enfant Jésus.

Tout entier aux projets pieux qu’il a conçus,

Le saint prêtre, est toujours en course ; il se prodigue,

Et revient tous les soirs, épuisé de fatigue.

Le zèle ne s’est pas un instant refroidi

De l’ancien précepteur des enfants de Gondi.

Quand il a visité la mansarde indigente,

Il s’en va demander l’aumône à la Régente.

Il sollicite, il prie, il insiste, emporté

Par son infatigable et forte charité,

Recevant de la gauche et donnant de la droite.

Pourtant il est malade et vieux ; et son pied boite,

Car, afin d’obtenir la grâce qu’il voulait,

Il a traîné six mois la chaîne et le boulet

D’un forçat innocent dont il a pris la place.

Déjà dans les faubourgs la pauvre populace,

Qui connaît bien son nom, et qui le voit passer

Le long des murs, alors qu’il vient de ramasser

Un nouveau-né jeté sur la borne et qu’il sauve,

Commence à saluer ce bonhomme au front chauve

Et le suit en chemin d’un œil reconnaissant.

 

Mais ce soir, vers minuit, le bon monsieur Vincent,

Regagnant son logis chez les Visitandines,

Au moment où les sœurs sont à chanter matines,

Traîne son pied boiteux d’un air découragé,

Tout le jour, bien qu’il soit souffrant, qu’il soit âgé,

Sous une froide pluie il a couru la ville.

Certes, on l’a reçu d’une façon civile ;

Mais il demande trop, même aux meilleurs chrétiens,

Pour ses enfants trouvés et ses galériens ;

Et plus d’un poliment déjà s’en débarrasse.

Tout l’argent de la reine est pour le Val-de-Grâce,

Et Mazarin, si fort pour dire : « Je promets »,

Devient, en vieillissant, plus ladre que jamais.

C’est donc un mauvais jour ; mais enfin le pauvre homme

Revient en se disant qu’il va faire un bon somme.

Il se hâte, parmi la bruine et le vent,

Lorsque, arrivé devant la porte du couvent,

Il aperçoit par terre et couché dans la boue

Un garçon d’environ dix ans ; il le secoue,

L’interroge ; l’enfant depuis l’aube est à jeun,

N’a ni père ni mère, est sans asile aucun,

Et répond au vieillard d’une voix basse et dure.

 

« Viens ! » dit Vincent, mettant la clef dans la serrure.

 

Et prenant dans ses bras l’enfant qui le salit,

Il monte à sa cellule et le couche en son lit ;

Puis, songeant qu’à minuit, en janvier, le froid pince

Et que sa courtepointe est peut-être bien mince,

Il ôte son manteau tout froid du vent du nord

Et l’étend sur les pieds du petit qui s’endort.

Alors, tout grelottant et très mal à son aise,

Le bon monsieur Vincent s’accouda sur sa chaise,

Et, devant le tableau pendu contre le mur,

Il pria. Mais, soudain, la madone au front pur,

Qui parut resplendir des clartés éternelles,

S’anima. Dans ses yeux aux profondes prunelles,

Brillèrent des regards qu’ils n’avaient jamais eus,

Et, dégageant son cou des bras du doux Jésus

Qu’elle tenait d’abord serré sur son épaule,

Elle tendit l’enfant à saint Vincent de Paule

Et, d’un accent rempli de céleste bonté,

Lui dit : « Embrasse-le. Tu l’as bien mérité ».

FRANÇOIS COPPÉE


SAN VICENTE DE PAÚL

 

Vicente de Paúl es un piadoso

y anciano capellán de las Galeras,

de corazón humilde y candoroso,

de caridad sin tregua y sin reposo,

y franco y popular en sus maneras.

En París, cuando viene,

le prestan unas monjas aposento

en el hospitalillo del convento:

cama y dos sillas duras allí tiene,

y por todo regalo y todo aliño,

un cuadro de la Virgen con el Niño.

A merced del impulso que en él arde,

trajina haciendo bien mañana y tarde.

Si visitó con paternal cariño

la guardilla indigente,

a Palacio después sin vano alarde

va y demanda limosna a la Regente.

Pide, ruega tenaz, su empeño muestra,

por todos los que sufren se desvive,

y da con santo afán su mano diestra

lo que la otra recibe.

Pero está cada día

más viejo, más enfermo, y anda cojo.

Por alcanzar su caridad ardiente

la gracia que pedía

para un forzado, que juzgó inocente,

tomó su puesto, y con amarga pena

seis meses arrastró, cansado y flojo,

la bala de cañón y la cadena.

Allá en los populosos arrabales,

las gentes que le ven volver sombrío

a la ciudad, y entrar por los portales

llevando en el manteo arrebujado

algún recién nacido yerto y frío

que halló en cualquier rincón abandonado,

y de la muerte salva,

van repitiendo el nombre

del viejecillo aquel de cerviz calva,

y son amigas ya de tan buen hombre.

 

Pero esta noche, cuando el toque lento

retumba de las doce campanadas,

y las monjas entonan los maitines,

vuelve triste Vicente a su convento,

arrastrando las piernas, fatigadas

de tanto andar con fracasados fines.

Corrió París entero sin fortuna,

sufriendo lluvias y pisando lodos;

no le reciben mal en parte alguna;

pero tanto pidió, que casi todos

van haciéndose atrás con buenos modos.

La Reina guarda todo su dinero

para la Val-de-Gracia; Mazarino,

en prometer ligero,

cada vez, para dar, es más mezquino.

Mala fue la jornada;

pero el anciano, de alma resignada,

piensa echar un buen sueño, y más erguido,

apresura el regreso a su posada.

 

Al llegar a la puerta, ve un chicuelo

en el lodo tendido;

y se inclina sobre él con santo celo.

Aletargado está y entumecido;

lo llama, lo acaricia, ruega, insiste...

¡Pobre muchacho! ¡qué vivir tan triste!

Llevársele los padres a Dios plugo;

no tiene hogar ni albergue;

no comió en todo el día un mal mendrugo.

 

Al llamamiento de Vicente suave,

la frente adusta yergue,

y contesta con voz áspera y dura.

"Ven", dice el viejo, y la oxidada llave

mete en la rechinante cerradura.

 

En los brazos tomando sin reproche

al niño aquél, que suciedad derrama,

 

 

subió a su celda y lo acostó en su cama;

y pensando después que a medianoche

es febrero muy frío, y que está helado

el huérfano infeliz mal arropado,

lleno de buen deseo

tiende a sus pies el húmedo manteo.

 

El, tiritando trémulo, se sienta

en incómoda silla,

frente al cuadro que hermosa representa

la Virgen sin mancilla,

y comienza a rezar. ¡Oh maravilla!

Anímase la Imagen; con destello

dulcísimo sus ojos parpadean;

separa blandamente de su cuello

los brazos de Jesús, que lo rodean;

a San Vicente de Paúl ofrece

el Niño que sonríe y resplandece,

y le dice con labio conmovido:

—"Toma: Bésalo tú; lo has merecido".

Traducción de TEODORO LLORENTE


 

Novalis y Jean Gebser: Fragmentos

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ENTRE todas las obras del conde Friedrich von Hardenberg-Novalis son los Fragmentossus escritos más importantes. Los concibió según cierto plan para que más tarde formasen una biblia científica que sea ejemplo y germen reales e ideales para todos los libros. Sobrevino una muerte temprana (murió el año 1801 a la edad de veintinueve años), de modo que este montón de más de dos mil fragmentos no llegó a formar una obra completa. Nos quedó sólo un conglomerado de apuntes y de frases a veces hasta insignificantes, juveniles, sin formación ni ordenación algunas. Entre aquéllos, sin embargo, se encuentra cierto número que deja entrever rasgos geniales. Digo genial, entendiendo por tal no a un empírico, sino a un hombre capaz de saltar por encima de cualquier experiencia, dando con resultados y hechos, anticipándolos, adivinándolos de un modo certero. No hay duda de que esto sucedió en Novalis. Aparte de su profunda religiosidad, de la cual brotaron unas Canciones religiosas de gran intensidad y belleza, aparte de que él, sosteniéndose en esta religiosidad, concibió el mundo como un ente total, rompiendo con toda herencia filosófica, más que milenaria, es Novalis, con Schelling y Hölderlin, el primero en fraguar los cimientos de un concepto nuevo del mundo, que hoy día, corroborado por experiencias, va cundiendo cada vez más.

A menudo se suele oponer Hölderlin a Novalis. Los que así proceden se fundan en el ambiente aparentemente pagano de la obra del autor de Hiperión. Olvidan que este ambiente no tiene importancia alguna para el aprecio del valor esencial de Hölderlin, como tampoco el escenario medieval del Heinrich von Ofterdingen puede influir en el enjuiciamiento verdadero de Novalis. En ambos poetas este acto de crear un ambiente extraño al de su tiempo es un expediente puramente romántico: la trasplantación de los sucesos exteriores a un nivel que mejor corresponda o menos estorbe la manifestación de un nuevo sentimiento de vida que por medio de ellos querría exteriorizarse. Es cierto que este sentimiento, presentido ya en parte por Leibniz y Goethe, se manifestó lo mismo en Novalis que en Hölderlin, pero en ambos sólo de una manera poco consciente. Novalis se limitó a unas afirmaciones más o menos abstractas e intelectuales: sus Fragmentos. Le falta cierta intensidad humana, aunque no carezca de sensibilidad y religiosidad iguales a las de Hölderlin. Pero éste, sobrellevando una muerte casi el mismo año que Novalis se entregó a la suya, llega a humanizar, ya estando tras ella, un concepto del mundo que no reconoce límites intermedios, mientras que Novalis lo adivinó de una manera puramente cerebral. Si Hölderlin en una de las poesías de sus últimos tiempos dice:

Und herrlich ist die Luft in offenen Räumen.

Das weite Tal ist in die Welt gedehnet,

Und Turm und Hang an Hügeln angelehnet

(y es magnífico el aire en los espacios abiertos;

el ancho valle está dilatado en el mundo

y torre y ladera en las colinas se reclinan),

no indican estos versos otra cosa que la expresión de un sentimiento absolutamente nuevo del mundo, que le sitúa a gran distancia de los llamados clásicos, acercándole, emparentándole con Novalis. De la amplitud de aquellas palabras no hay más que un solo paso para llegar a la frase: Leben ist Tod, und Tod ist auch ein Leben. (La vida es muerte, y la muerte también es una vida). Esta sentencia de Hölderlin bien puede considerarse como variación de un tema calderoniano, variación que Novalis inició y que sigue hasta el día.

Estriba la diferencia entre Novalis y Hölderlin, como acabamos de ver, en sus distintas actitudes. Hölderlin llegó a verificar por medio de su propia vida lo difícil que es la empresa de vivir anticipadamente ideas que todavía no están desarrolladas en los coetáneos. Novalis, en quien todo quedó reducido a lo fragmentario, supo exteriorizar ejemplos y gérmenes que después de más de un siglo están engendrando casi todos los libros que forman los fundamentos del mundo venidero.

La selección siguiente de los Fragmentos abarca unos cuantos que fueron publicados por primera vez pocos años ha. Cuando Novalis murió, se encargaron los hermanos Schlegel de editar sus obras póstumas, de las cuales formaron parte casi todos los fragmentos. (También publicaron la obra de Hölderlin, no obstante que éste vivía todavía en su apartamiento.) Quizá sea significativo que el interés redivivo tanto por Hölderlin como por Novalis date sólo del tercer lustro de nuestro siglo. En esta época estaban recién comprobadas por hechos, experiencias e investigaciones gran número de las ideas y relaciones anticipadas por Novalis, y, por otra parte, se despertó también en Alemania una nueva conciencia, interrumpida, mas no apagada, por la guerra de 1914. Fue entonces cuando se editaron por primera vez los últimos poemas de Hölderlin. Estos volvieron a publicarse en 1923 notablemente aumentados. El mismo año edita L. P. Landsberg su selección de los Fragmentos bajo el título Escritos religiosos, a la cual siguió, en 1929, la edición más completa hasta la fecha, aunque arbitrariamente ordenada.

JEAN GEBSER

Revista Cruz y Raya nº 39.

Madrid, junio de 1936.

 

FRAGMENTOS de esta clase son semillas literarias. Bien puede ser que se encuentre entre ellas algún grano vacío, ¿pero qué importa si una no prende?

Experiencias aisladas son como fragmentos.

Toda ceniza es polen — y su cáliz el cielo.

 

LA filosofía es de raíz anti-histórica. Del porvenir y de lo necesario se vuelve hacia la realidad, siendo ciencia del sentido general de la adivinación. Explica el pasado por medio del futuro, lo que ocurre al revés con la historia. (Observa todo de una manera aislada, en estado natural, sin conexiones.)

El filósofo vive de problemas como el hombre de manjares. Un problema insoluble es un manjar indigesto. Lo que los condimentos son para los manjares, las paradojas para los problemas. Verdaderamente solucionado está un problema cuando se ha destruido como tal. Lo mismo en los manjares. Lo que se sale ganando en ambos casos es la actividad que por ellos se origina. Pero hay problemas nutritivos, como existen manjares nutritivos, cuyos elementos llegan a provocar un acrecentamiento de mi inteligencia. Por el acto de filosofar, siempre que sea una operación absoluta, se mejora continuamente mi inteligencia además de renovarse sin cesar —lo que no tienen lugar en los manjares sino sólo hasta cierto punto. Una mejoría rápida de nuestra inteligencia es tan peligrosa como un fortalecimiento rápido. El ritmo propio de la salud y de la mejoría es lento, aunque haya también aquí, según las diferentes constituciones, grados diversos de velocidad. Así como no comemos para suministrarnos materias extrañas y absolutamente nuevas, tampoco filosofamos para dar con verdades extrañas y absolutamente nuevas. Filosofamos exactamente por el porqué del vivir. Supuesto el caso que se llegase un día a vivir sin alimentos dados, entonces se llegaría también a filosofar sin problemas dados —si es que no han logrado ya algunos este fin.

¿No sería posible que hubiera un cielo en la filosofía, es decir, un caudal infinito de fuerza sistematizadora?, siempre bajo el supuesto de un cuerpo central infinito que no fuese otro que el cielo mismo donde vivimos, oscilamos y estamos.

Las ideas de Platón: habitantes de la fuerza pensante, del cielo interior.

Nada más accesible al espíritu que lo infinito.

El lenguaje significa para la filosofía lo mismo que para la música o para la pintura: de ninguna manera es el medio adecuado de la representación.

Si la insolubilidad constituye el carácter de un problema dado, lo solucionaremos si demostramos su insolubilidad. (Sabemos bastante de a al saber que su predicado es a.)

Toda desesperación es determinista — pero también el determinismo es un elemento del universo o sistema filosófico. La desmembración y la creencia equivocada en la realidad de los elementos es el origen de la mayoría de los errores, si no de todos los que hasta el día surgieron.

 

NUESTRA vida no es sueño, pero tiene que volverse sueño y quizás llegará a serlo.

La vida es una enfermedad del espíritu, una acción apasionada.

Quien conciba la vida de otra manera que como una ilusión que se aniquila a sí misma, es aún prisionero de la vida.

Caso de que existiese una esfera más sublime, sería la que está entre el Ser y el No-ser, sería un estar entre los dos —algo inefable; aquí tenemos la noción: la vida.

La vida es principio de la muerte. La vida es por la muerte. La muerte es al mismo tiempo final y comienzo, separación y unión, más íntima, consigo mismo. Con la muerte se acaba la limitación.

Morir es una actitud genuinamente filosófica.

La muerte es una victoria sobre sí mismo —la cual, como todo vencimiento de sí mismo, proporciona una nueva existencia más fácil.

Como seres terrestres aspiramos al perfeccionamiento espiritual, hacia el cuerpo. Como seres no terrestres, sino espirituales, aspiramos al perfeccionamiento terrestre, hacia el cuerpo. Solamente por medio de la moral logramos los dos fines. Un demonio que pueda aparecer, efectivamente aparecer, tiene que ser un espíritu bueno. Tiene que ser lo mismo que el hombre que sabe efectuar maravillas verdaderas, y que verdaderamente sepa tratar con los espíritus. Un hombre que se vuelve espíritu es al mismo tiempo espíritu que se vuelve cuerpo. Esta especie más sublime de la muerte —si se me permite hablar de este modo— no tiene nada que ver con la muerte común; será algo que podemos llamar transfiguración.

 

LA ocupación del hombre es el ensanchamiento de su existencia hacia lo infinito.

¿Tienen todos los hombres que ser hombres? Bien puede ser que haya seres con estatura humana completamente diferentes de los hombres.

El hecho de pensar con tanto desprecio de nuestros progresos, de nuestro nivel, es una fuerte prueba de lo adelantado que ya estamos.

El hombre: una metáfora.

El hombre es un sol, y sus sentidos son los planetas.

Describir hombres ha sido imposible hasta ahora por no saber lo que el hombre es. Cuando se sepa lo que es, se sabrá también describir genéticamente a los individuos.

Hace falta que no seamos meramente hombres, sino más que hombres. O dicho de otra manera: ser hombre es tanto como ser Universo. No es nada determinado. Tiene y debe ser al mismo tiempo algo determinado e indeterminado.

Soñamos viajes a través del Universo: pero, ¿no está el Universo dentro de nosotros? No conocemos las profundidades de nuestro espíritu. —Hacia dentro va el camino misterioso. En ninguna parte, sino dentro de nosotros, está la eternidad con sus mundos, el pasado y el porvenir.

El hombre progresa sucesivamente, más ligero a cada paso, creciendo el espacio a medida de la velocidad adquirida.

La fuerza se deja reemplazar por el equilibrio, y todo hombre tiene que sostenerse en equilibrio por ser éste el estado genuino de la libertad.

Los dolores deben ser soportables por el solo hecho de ser nosotros mismos los que los originamos, pues no sufrimos más que en la medida en que somos activos en el sufrir.

Hay que estar orgulloso del dolor —cada dolor es un recuerdo de nuestro alto rango.

La humanidad es, por así decirlo, el sentido más excelso de nuestro planeta, el ojo que levanta hacia el cielo, el nervio que une este miembro con el mundo superior.

A la humanidad le toca desempeñar un papel humorístico.

Quien busca, duda. Pero el genio dice de una manera franca y certera lo que ve desarrollarse dentro de sí mismo, porque no es captado por la representación de lo que ve, y, por consiguiente, tampoco ésta es cautiva del genio. Al contrario, parecen concordar libremente su contemplación y lo contemplado, uniéndose desembarazadamente para una obra.

 

LO desconocido, lo misterioso, es resultado y comienzo de todo. (Conocemos sólo lo que a sí mismo se conoce.) Lo que no se comprende, se halla en un estado imperfecto y tiene que ser paulatinamente hecho comprensible. La Naturaleza es incomprensible per se.

EL mundo es el resultado de una inteligencia infinita, y nuestra propia pluralidad interior es el fundamento del concepto del mundo.

Toda marcha está en su ritmo: habiendo comprendido la del mundo, se comprende el mundo.

Cada línea es un eje del mundo.

Todo parece que fluye hacia nosotros porque salimos de nosotros. Somos negativos porque queremos. Cuanto más positivos nos volvemos, tanto más negativo se vuelve el mundo que nos rodea, hasta que, por fin, no haya ninguna negación, sino que seamos todo en el todo.

El mundo es la suma del pasado y de lo que se desprendió de nosotros.

El espacio traspasa al tiempo como el cuerpo al alma.

Tiempo es espacio interior. —Espacio es tiempo exterior.

 

BUSCAMOS por todas partes lo no causado y siempre tropezamos con causas o cosas.

Acomodarse a las cosas o que se acomoden las cosas a nosotros, es lo mismo.

 

LA propiedad, según nuestro concepto jurídico, es sólo una noción positiva, es decir, una noción que cesará tan pronto como cese el estado de barbarie. El derecho positivo tiene que tener fundamentos positivos a priori. Propiedad es aquello que nos da la posibilidad de exteriorizar nuestra libertad en el mundo de los sentidos.

 

LA mayoría de los que estudian la revolución, especialmente los inteligentes y nobles, la han declarado enfermedad mortal y contagiosa. Se han parado en los síntomas, interpretándolos y mezclándolos de una manera abundante. Algunos la consideraron sólo como un mal local. Los adversarios más avisados insistieron en su castración. Bien se daban cuenta de que esta supuesta enfermedad no era nada menos que crisis de pubertad.

La hipótesis antigua de que los cometas fueron las antorchas de la revolución del universo, es valedera también para otra clase de cometas que periódicamente revolucionan y rejuvenecen el universo intelectual. El astrónomo espiritual nota desde hace mucho la influencia de un tal cometa sobre una parte considerable del planeta espiritual, parte que llamamos la humanidad. Inundaciones fuertes, cambios de climas, alteraciones del centro de gravedad, tendencia general a fundirse, meteoros singulares son los síntomas de esta incitación aguda cuyas consecuencias decidirán el contenido de una nueva era mundial. Tan necesario como pueda ser poner todo en marcha durante ciertos períodos para crear nuevas mezclas indispensables y facilitar nuevas cristalizaciones más puras, tan imprescindible es, por otra parte, mitigar esta crisis y obstaculizar la fusión total para que quede un trozo, un núcleo al cual se una la nueva materia y forme alrededor de él nuevas formas hermosas. Que lo sólido se contraiga cada vez más sólidamente para que disminuya el calórico superfluo —y tampoco se ahorre esfuerzo alguno para evitar el ablandamiento de los huesos y la descomposición de la fibra típica.

¿No sería un disparate hacer permanente una crisis, creyendo que el estado febril es el verdadero y sano, aquel cuya duración importara mucho al hombre? ¿Quién, por otra parte, osa dudar de su necesidad, de su bienhechora eficacia ?

 

LA república es un estado filosófico. Republicanismo es filosofismo político.

La comunicación más íntima de todos los conocimientos, una república científica, he aquí el fin sublime del sabio.

 

NUESTRO pensar fue hasta el día meramente mecánico, discursivo, atomístico o intuitivo tan sólo, dinámico. Acaso ha llegado ahora la época de la unión.

Pensar es un movimiento muscular.

No sólo la facultad de reflexión funda la teoría. Pensar, sentir y contemplar hacen una sola cosa.

También nuestros pensamientos son factores eficaces del Universo.

Quizá sea el pensar una fuerza demasiado rápida, demasiado inmensa para ser eficaz; o las cosas son buenas conductoras (o no-conductoras) de la fuerza pensante.

 

LA separación entre el poeta y el pensador es sólo aparente y desventajosa para ambos. Es indicio de enfermedad y de constitución enfermiza.

El verdadero poeta es omnisciente; es un mundo verdadero en pequeño.

El poeta comprende la naturaleza mejor que el sabio.

El poeta se sirve de las cosas y palabras cual teclas, y la poesía entera se funda en una asociación activa de ideas, en una azarosa producción automática, intencional e ideal.

El poeta ordena, reúne, escoge, inventa —y a él mismo se le escapa por qué lo hace, exactamente, de ésta y no de otra manera.

La poesía es una parte de la técnica filosófica.

El mundo humano es el órgano común de los dioses. La poesía les une con nosotros.

Cuentos, sin conexión, pero con asociación, como los sueños. Poesías, meramente armoniosas y llenas de palabras bellas, pero también sin sentido ni conexión —a lo más estrofas sueltas inteligibles— como nada más que fragmentos de cosas diversísimas.

Un poema tiene que ser tan absolutamente inagotable, como un hombre o una buena sentencia.

La poesía es el héroe de la filosofía. Ésta la eleva como principio, mostrándonos su valor. La filosofía es la teoría de la poesía que nos enseña lo que la poesía es, a saber: una cosa y todas las cosas.

El pensador sabe hacer, de cada cosa, el todo. El filósofo se vuelve poeta. El poeta representa sólo el grado más sublime del pensador o de aquél que en vez de pensar, siente.

Comprendo que la poesía no tiene que provocar afecciones. Estas son absolutamente algo fatal, como las enfermedades. La retórica misma es un arte falso siempre que no sea metódicamente empleada en la curación de los estados patológicos de un pueblo o de la locura. Las afecciones son medicinas —no hay que jugar con ellas.

La poesía es el gran arte de construir la salud trascendental. El poeta, por consiguiente, es el médico trascendental.

 

LA medicina tiene que llegar a ser algo muy distinto de lo que hoy día es: ciencia del arte de vivir y ciencia natural de la vida.

El aire es también órgano del hombre, como la sangre.

Tan acertadamente como se deducen causas corporales de meteoros espirituales y de los movimientos extraordinarios y violentos, intentando con buen éxito hacer desaparecer el estado patológico por medios corporales, de la misma manera se puede proceder en los males corporales, partiendo del lado psíquico, mitigando y haciendo desaparecer por funciones y efectos psíquicos estos síntomas; la misma influencia que el cuerpo ejerce sobre el alma, ejerce ésta sobre aquél. La mayoría de las enfermedades son complejas y hay que buscar el foco del mal a la vez en el alma y en el cuerpo, tanto en las partes consistentes como en los humores.

 

LAS enfermedades son un objeto sumamente importante para la humanidad, pues es su número tan inmenso y tan grande la lucha que cada hombre tiene que sostener con ellas. Todavía conocemos de una manera muy incompleta el arte de ponerlas a nuestro servicio. Es probable que sean el estímulo y el objeto más interesantes de nuestra reflexión y de nuestra actividad. De seguro se podrán obtener en este terreno frutos infinitos, especialmente, a lo que me parece, en el intelectual, en el moral, en el religioso y en no sé qué campo maravilloso más. ¿Llegaré a ser el profeta de este arte?

¿No sería posible curar enfermedades por medio de enfermedades?

Nuestras enfermedades son todas fenómenos de una sensibilidad más elevada, que quisieran transformarse en fuerzas superiores.

El ser de la enfermedad es tan oscuro como el de la vida.

Tenemos que considerar las enfermedades como locuras orgánicas, o sea, al menos en parte, como ideas fijas.

 

ES extraño que el interior del hombre haya sido observado tan escasamente hasta el día, y que haya sido tratado de una manera tan poco intelectual. La llamada psicología pertenece también a las larvas que ocupan hoy aquellos lugares del santuario donde tendrían que estar las verdaderas imágenes de los dioses. Cuán poco se ha utilizado la física para el alma, cuán poco el alma para el mundo exterior. Inteligencia, fantasía, razón, éstos son los pobres armazones del Universo dentro de nosotros. De sus fusiones maravillosas, de sus formaciones y de sus transiciones, ni una palabra. A nadie se le ocurre buscar fuerzas nuevas, nunca mentadas, ni escudriñar sus intrincamientos. Quién sabe qué clase de uniones y generaciones maravillosas están por llegar aún en nuestro interior.

 

LOS sueños son de gran importancia para los psicólogos —también para los historiadores de la humanidad. Los sueños contribuyeron muchísimo a su civilización y educación. Por eso el gran aprecio que los antiguos hicieron de los sueños.

Parece ser el sueño una perturbación del mundo orgánico por el inorgánico.

El sueño es un estado mixto del cuerpo y del alma. En él están ambos químicamente ligados; esparcida el alma homogéneamente por el cuerpo todo, el hombre se halla neutralizado. La vigilia es un estado de escisión, un estado extremo, en el que el alma se halla cercada, localizada.

El sueño es digestión del alma: el cuerpo digiere al alma.

Dormir es digerir las impresiones sensitivas. Los sueños son excreciones; se originan por el movimiento peristáltico del cerebro.

Quizá se origina ahora la necesidad del sueño por la desproporción entre los sentidos y el resto del cuerpo. El sueño tiene que reparar las consecuencias de una excitación excesiva de los sentidos en beneficio del resto del cuerpo. El sueño lo conocen sólo los habitantes del planeta. Un día el hombre dormirá continuamente al tiempo que vela. La mayor parte de nuestro cuerpo, de nuestra humanidad misma, duerme aún un sueño profundo.

Cuando soñamos que soñamos es que ya nos vamos acercando al despertar.

 

LA ciencia es sólo una mitad. La otra mitad es la fe. —En todo saber hay fe. —Todo saber desde lejos es fe. —Todo saber empieza por la fe y acaba en ella.

La fe es la sensación del saber; la idea es el saber de la sensación. El pensamiento, el pensar, predominan en el saber, como el sentir en la fe.

De la fe depende el Mundo. Fe y prejuicio son una misma cosa. Tal como acojo una cosa, tal es ella para mí.

 

CUANDO nuestra inteligencia y nuestro mundo armonizan, nos igualamos a Dios.

Nos imaginamos a Dios de una manera personal, como también nos figuramos a nosotros mismos de esta manera. Dios es tan absolutamente personal e individual como nosotros —pues lo que llamamos nuestro yo no es verdaderamente nuestro, sino su reflejo.

Dios quiere dioses.

Hay que separar a Dios de la Naturaleza. Dios no tiene nada que ver con ella. Él es la meta de la Naturaleza, aquello con lo cual tendrá un día ésta que armonizarse

Todo lo que llamamos azar proviene de Dios.

Hay que buscar a Dios entre los mortales. El espíritu del cielo se revela del modo más nítido en los sucesos humanos, en nuestros pensamientos y en nuestros sentires.

Comprenderemos el mundo cuando nos comprendamos a nosotros mismos, porque él y nosotros somos mitades integrantes. Somos hijos de Dios, gérmenes divinos. Un día seremos lo que nuestro Padre.

Es extraordinario que los dioses de tantas religiones parezcan amantes de la fealdad.

 

PARA los antiguos la religión era ya hasta cierto punto lo que tendrá que llegar para nosotros: poesía práctica.

Parece que todas nuestras inclinaciones no son otra cosa que religión aplicada. El corazón figura poco más o menos el órgano de la religión. Quizá su producto más sublime no sea otro que el cielo.

Para el verdaderamente religioso nada hay que sea pecado.

Amor absoluto, independientemente del corazón, fundado en la fe, esto es religión.

La llamada religión de los filisteos actúa como una planta opiácea: de una manera excitante, narcótica, aplacadora de dolores que provienen de debilidad.

Todo sentir absoluto es religión.

 

EL cielo es el alma del sistema solar y éste su cuerpo.

Por mediación de un contacto se origina una sustancia cuyo efecto dura tanto tiempo como el contacto mismo. Ésta es la causa de toda modificación sintética del individuo. Hay, sin embargo, contactos unilaterales y contactos recíprocos. Aquéllos motivan a éstos.

Estamos encargados de una misión: la de formar la tierra.

Lo pesado proviene del espíritu.

Todo cuerpo transparente se encuentra en un estado más sublime —parece tener una especie de conciencia.

El bien mayor es la fuerza de imaginación.

No hay duda de que nuestro cuerpo es un río encauzado.

¿Serán los cuerpos del sistema solar petrificaciones?, acaso de ángeles.

Los azares de nuestra vida son materiales con los cuales podemos hacer lo que queramos.

Cada empresa tiene que ser tratada artísticamente, si se quiere que salga bien y de una manera segura, duradera y absolutamente conveniente.

Un inglés es una isla.

Nada más reconfortante que hablar de nuestros deseos cuando ya están realizándose.

Las novelas sentimentales pertenecen a la disciplina médica, es decir: a las historias clínicas.

¿Por qué no tenemos un sentido eléctrico o magnético?

Problema: si la Naturaleza no se habrá modificado esencialmente con la civilización creciente.

¿Qué es una ley sino expresión de la voluntad de una persona querida y valiosa?

Darwin hace la observación que la luz nos ciega menos al despertar si hemos soñado con cosas visibles. ¡Qué bien para aquellos que ya aquí sueñan con ver! Antes podrán soportar la gloria de aquel otro mundo.

Un instinto absoluto de perfección e integridad es una enfermedad tan pronto como se muestre destructor y nocivo para lo que es imperfecto e incompleto.

La verdad es un error total como la salud una enfermedad también total.

Si pregunto por lo que una cosa es, entonces pregunto por su idea y por su aspecto; es decir, pregunto por mí mismo.

Generalmente se comprende mejor lo artificial que lo natural. Hace falta más genio, pero menos talento para lo sencillo que para lo complicado.

La destrucción del aire equivale a la implantación del reino divino.

El sentimiento moral es un sentimiento de la facultad absolutamente creadora, de la libertad productiva, de la personalidad infinita, del microcosmos y de la divinidad propia de dentro de nosotros.


 

 

Luc-Olivier d'Algange: Viático para tiempos oscuros

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VIÁTICO PARA TIEMPOS OSCUROS

"Estamos exiliados en tiempos oscuros".

Giorgio Cavalcanti

Quizás nunca somos realmente los únicos a los que estos tiempos en que vivimos les parecen algo oscuros. Un velo opaco, que difumina las formas y los colores, parece haber caído, como un temprano crepúsculo brumoso, sobre los seres y las cosas. Las ciudades se extienden llenas de fealdad, las verdaderas libertades se reducen en esas almas ignorantes de sí mismas que aspiran a gobernar nuestras costumbres y nuestros pensamientos más íntimos. El resentimiento y la queja, despóticos, reniegan de las horas felices y de la cantarina urbanidad cuya hermosa herencia florecía en iris y en lirios.

Paralizados frente a sus pantallas, como estatuas de sal, nuestros contemporáneos rinden culto a Hipnos, bañados en una luz lívida, y Mnemósine, abandonada, busca y encuentra, pero sólo en unos pocos afortunados, a sus aliados y amigos. El centelleante río del tradere pasa desapercibido, y a los que oyen su curso se los tiene por iluminados, malvados y locos. La titánica alquimia inversa, equipada con diferentes tecnologías, trabaja para cambiar el oro del tiempo en plomo —en tinieblas tenaces e inexpugnables.

Ni la misericordia concedida al pasado, ni el amor por el presente, ni la disposición providencial del futuro, ordenan ya los entendimientos humanos, oscurecidos por el reproche y el rencor. El arte del agradecimiento parece haberse perdido, y, con él, la noción de las felicidades frágiles. Nuestra civilización misma, en sus fastos y en sus debilidades, semejante a nuestras vidas fugaces, se aleja, y descuidamos lo que tiene de bello y de grande para comentar, con acusaciones histéricas, sólo sus errores y sus defectos.

Lo que quedará de esos estragos críticos serán sólo otros errores, adornados con virtudes morales pero, una vez quitada la película que los recubre, vengativos como lo fueron las Harpías y las Erinias, que, menos rutilantes que en el pasado, tienen su sitial en esas nuevas ligas de la virtud, donde la "benevolencia" por cualquier cosa se combina con el odio a sí mismo —menos individual, por lo demás, que colectivo; el moralista aprecia aún, como escribió La Rochefoucauld, el desprecio por sí mismo.

Nuestra lengua misma, que nos posibilitaba reinventarlo todo en medio de los peores desastres, está desfigurada y envilecida. El resentimiento marca el tono de toda ideología, y la alegría, entregada al mutismo, cede la palabra —la logorrea, deberíamos decir— a la queja y a la envidia. No basta con decir que esta época penal, penada  y punitiva, ya no honra a los dioses, que son poderes; en realidad, se esfuerza por destruir en nosotros todo rastro de ellos, todo recuerdo. Un hombre que honra a los dioses está perdido para el culto de la tecnología y las finanzas —esos ídolos de los realistas a los que siempre se les escapará lo Real.

Tiempos oscuros, decíamos, pero se impone un matiz. Si bien nuestros tiempos son oscuros, no es en lo Oscuro de Heráclito donde se aventuran, ni en la sombra de Tanizaki, y menos todavía en la noche de Novalis. No son luces mortecinas de albas o atardeceres las que nos llegan, ya no es ni siquiera el Untergang, la crepuscular decadencia, a la que Baudelaire le encontraba  su encanto y Oswald Spengler su necesidad, sino un nudo negro que se anuda en nosotros bajo la luz scialítica, como en un quirófano, del control universal. Este mundo es tan enemigo de las gloriosas epifanías como de las sombras secretas. En su odio por lo secreto, perfecciona lo que llama "progreso", que no es sólo, como escribió Cocteau, "el progreso de un error", sino el del achatamiento, el de la planificación global de los seres y las cosas.

El mensaje es claro: "Ustedes, que aún se distinguen por algunas fidelidades a las antiguas sapiencias, de las más humildes a las más altivas, se van a morir y dejarán únicamente, de eso nos ocupamos, la posibilidad de ser remplazados, al principio por bárbaros, y una vez que estos últimos hayan hecho su trabajo, por una ciberhumanidad, aumentada, chipeada, controlada. Desaparezcan cuanto antes, Hombres Antiguos, con sus vicios y sus virtudes entremezcladas, con sus sueños, sus ritos, sus canciones, sus reminiscencias, su tiempo ha pasado, están atascando las autopistas de la Información, están ralentizando los flujos financieros; el apego que ustedes tienen a sus tierras, sus cielos, sus obras, es una ofensa al Mejor de los Mundos; nosotros los haremos desaparecer porque somos el Bien en hipóstasis, somos el futuro sin Providencia, nuestra Benevolencia nos da el derecho y hasta el deber de matarlos". Conocer el discurso de las fuerzas contrarias, lo que pretende hacer con nosotros, es el primer viático, el que nos permite atrevernos a seguir un camino fuera del sendero común, una huida legítima.

La acusación permanente de toda belleza y de toda grandeza no es un accidente de la Historia, sino, de ahora en adelante, su significado. Así, tendremos que escapar de la Historia, pero no de la memoria; entrar en los secretos del Tiempo, que no es esa cosa lineal que querrían hacernos creer que es. La experiencia, por muy peligrosa que sea, es salvífica. Será lo que fue para Dante la "salutación angélica" a Beatriz. Cierta luz lateral encendida a su paso por la verdad secreta de los colores toca de repente nuestra frente y nuestros párpados, de modo que, incluso con los ojos cerrados, la percibimos, y el suave foco de oro que despierta en nuestras pupilas anuncia una Vita Nova, una vida nueva, o más exactamente, renovada. El tiempo vuelve a su base, que es el ritmo, el latido del corazón, o el triple movimiento susurrante de la ola que siempre vuelve a empezar.

La Feliz Anunciación triunfa sobre la Historia, todas las derrotas quedan abolidas, la resolución nueva entonces ya no es del orden de la voluntad, esa gran extraviadora, sino de la evidencia ligera. Sería muy vano querer vencer a este pesado mundo mediante otra pesadez, mediante algún despliegue de fuerzas titánicas, pues él mismo es súbdito del reino de los Titanes. Lo que se requiere es una ligereza divina, un entendimiento semejante al vuelo del polen, a las iridiscencias de las alas de una libélula, a la profundidad infinita de la contemplación de lo ínfimo —de lo casi indiscernible, que hace señas. ¿De qué noche de los tiempos provienen ese brillo, ese centelleo? Aquí está, protectora, como el vasto manto de las constelaciones.

En tiempos oscuros, en este exilio que amenaza con hacernos perder el sentido mismo del exilio —y no hay nada más fatal que un exilio olvidadizo de sí mismo—, es importante reconocer y honrar a nuestros aliados. La inmemorial distinción entre amigos y enemigos sigue siendo válida. Fuerza es reconocer que la gran reconciliación universal que hubiera podido esperarse, esa parusía, aún no se ha producido. Los tiempos son oscuros, ya que nuestros enemigos tienen por ahora más poder que nuestros amigos. Sin embargo, la enemistad que tenemos que enfrentar no es sólo la de los bárbaros puritanos, sino el Enemigo-en-sí, es decir que está también dentro de nosotros, y la enemistad de los bárbaros no está sólo en los lugares donde se manifiesta con fuerza, con su falsa piedad y sus reglamentaciones obtusas, sino también en las áreas en las que nuestra pusilanimidad se niega a discernirla y combatirla; no actúa entonces como una espada sino como un veneno, una tristeza que nos parece no tener causa —y de la que no podemos defendernos.

¿Quiénes, en este desastre, serán nuestros aliados? Así como es importante discernir, en la confusión y el alboroto modernos, lo que quiere exactamente dañarnos, empezando por esa misma confusión, es importante reconocer a nuestros aliados allí donde estén o donde surjan. Una noche, recuerdo, un ave marina que pasaba por el cielo me salvó la vida. Se había producido una transferencia misteriosa, yo era ella y ella era yo. La tentación de arrojarme por la ventana en ese momento había quedado suspendida por el imponderable intercambio entre la magnífica criatura alada de alas plateadas en el azul del cielo matutino y mi persona, tambaleante, abrumada, ensordecida, con la garganta atenazada por el horror del mundo, y como empujada por una fuerza activa hacia la muerte, que siempre es banal.

Esa gaviota salvadora, ahora, mientras escribo estas líneas, lo recuerdo, me hacía también otro tipo de señas; me devolvía, sin que yo fuera consciente de ello en el momento en que se me apareció, para que yo siguiera viviendo, a un espacio-tiempo de la infancia, el de nuestras largas estadías en la costa de Liguria, en Alassio. Con mis jóvenes amigos italianos, habíamos recogido un gabbiano, varado en la playa, con las alas sucias de fuel-oil. Lo pusimos en el balcón del hotel, le limpiamos delicadamente las alas y lo alimentamos hasta que recobró fuerzas para volar de vuelta a su extraña patria de aire y de mar. El pájaro que, mucho más tarde, me envió su saludo desde lo profundo del cielo, era quizás un "Gracias" dirigido a mí desde lo profundo del Tiempo.

Así, lo profundo del tiempo volvió a ser una profundidad de cielo, y la muerte hacia la que me empujaba una decepción atroz quedó abolida. Lo que nos salva viene de lejos, de lejanías de las que no éramos lo bastante conscientes, de una lejanía perdida. Contemplé como el hermoso aliado desaparecía de mi vista del mismo modo en que había llegado, y la vida retomó su curso, Vita nova.

Algunas fechas son importantes, fue el 11 de marzo de 2018 —el genio numerológico de Dante descifrará su significado— cuando se me ocurrió la idea de la obra que estoy escribiendo en este momento, y, sobre todo, el ánimo para escribirla, más exactamente en Alassio, donde nos habíamos detenido en el camino que debía llevarnos a Florencia. El sonido del mar en la noche, frente a un altar floral dedicado a San Francisco de Asís, la impresión, bajo el manto de la noche que se iba llenando de estrellas, de haber encontrado refugio en una caracola del Tiempo, el puente entre la infancia y aquel día, con las Alas de Merced del gabbiano entre ambos, una alquimia imponderable que llegaba a su fin, un fruto del opus nigrum.

Cuando los aliados humanos flaquean, al menos los que son contemporáneos nuestros, y a los que no podemos, en estos tiempos desastrosos, reprochárselo mucho, otros vienen a nuestro rescate en la linde, allí donde, en palabras de Heráclito, “la naturaleza no muestra, no oculta, sino que hace señas”. Lo que nos hace señas es anterior a la visión, es el vacío del cielo antes de que aparezcan las alas —espera, atención. Entre el que ve y lo que se ve, ha surgido el signo que los armoniza en el secreto del corazón. Toda vida es espera y sacrificio —y cuando es posible esperar algo más que la muerte, y sacrificarse por algo más que el utilitarismo de los “realistas”, entonces los dioses se sienten felices porque supimos honrarlos.

Sin duda, todos somos exiliados de nuestra infancia. En la realidad adulterada que se nos brinda, estamos en el exilio de lo Real. Lo Real no es sólo "aquello con lo que tropezamos", como decía Lacan, sino una doble naturaleza, oculta-revelada, sombreada y clara, visible e invisible, interior y exterior. Lo Real es el adversario del mundo planificado, que se esfuerza por instaurar en todas partes lo no-real “realista”, la ficción común en la que deberíamos creer, y cuya naturaleza consiste en ignorar esas gradaciones, esos misterios, esas temporalidades circulares o transversales que escapan al tiempo del desgaste y nos invitan a recomenzar o a trascender. El mundo de los realistas —que hace de nuestra tierra una tierra de exilio— ya no es ni pagano ni cristiano, y sin embargo lo rodea una espantosa devoción, una devoción invertida, ya que la ficción que quiere imponer sólo existe gracias a la creencia, a la doxa más obtusa y menos proclive a la duda.

El Misterio de Delfos, el Misterio cristiano, seguían velando en nuestras fronteras temblorosas y dejaban a los que los experimentaban la sensación de su mañana profunda. A estas latitudes y longitudes del alma, el realista moderno opone una certeza tan totalitaria que ya no le parece una certeza que una incertidumbre podría contradecir o matizar, sino una evidencia, algo “fuera de toda duda”, un perpetuum mobile. El realista ignora el exilio; se encuentra plenamente en el lugar donde ha reducido el mundo, y si sufre por ello, no lo sabe. Lo idéntico es su fin último —y por tal motivo trabaja por la uniformización del mundo, para escapar de la experiencia fundamental, propia de la especie humana, que consiste en vislumbrar una profundidad del Tiempo en la que es tan posible perderse como reencontrarse. Sabiendo que siempre estamos perdiéndonos, nos damos, por medio de este conocimiento, la oportunidad de reencontrarnos.

La peor de las decadencias no es la desesperación, sino el olvido de lo que hemos perdido. El sentido del exilio es la posibilidad del reencuentro; el exilio del exilio nos aprisiona para siempre en la ilusión de que no existieron jamás, en ninguna parte, ni en la tierra ni en el cielo, los prados floridos, las orillas, los bosques, los jardines de una patria amada. Mientras el exilio del exilio, el olvido del olvido, no haya extendido su tiranía sobre todas las cosas y en todas las almas, la mayor de las esperanzas sigue viva, la que nos viene del Carro Alado, de la platónica reminiscencia.

Todo le resulta útil al mundo planificado y planificador para prohibir u oscurecer estos advenimientos. En las orillas del mundo moderno no se esperan Afroditas Anadiomenas, sino una resaca de botellas de plástico y charcos de fuel-oil. Todo lo que pueda perjudicar, desmoralizar, exacerbar el instinto de muerte, es favorecido, los medios de comunicación se encargan de ello. ¿Tenemos todavía en nosotros la predisposición a una expectativa feliz? El hombre sin nostalgia, el perfecto consumidor, será también un hombre sin presentimientos. Cuando un mundo perdido ya no brilla en los confines de la memoria, cuando una palabra perdida ya no palpita en el corazón del silencio anterior, somos, por el hecho de ignorar que estamos perdidos, como amnésicos extraviados en el horror de una zona comercial y que creen estar en casa.

Rodeados por los Siniestros y los Amargados, esos mayoritarios, ¿cómo no tener ese presentimiento de nostalgia, esa intuición de que hubo, y quizás habrá, un mundo más intenso y más ligero, un mundo de gradaciones felices y de matices que hacen soñar, como las nubes, allá en lo alto, sus hermanas etimológicas? Entre los diversos procesos de neutralización de las obras que son, en su esencia y en su manifestación, puentes que llevan a ese mundo perdido, el método psicologizante, después de las muchas excomuniones ideológicas, es el más común. Lo que se dice ya no es un aspecto de la palabra, un espejo del Verbo, sino un síntoma que hay que clasificar en tal o cual categoría.

Todo autor y toda obra y, más profundamente, toda distinción, se toman ahora en cuenta sólo para ser neutralizados. Los tiempos del exilio dentro del exilio, del olvido dentro del olvido, son fundamentalmente tiempos de neutralización, como atestiguan, por ejemplo, la llamada escritura inclusiva y sus teorías afines. Sin embargo, en el lenguaje de los servicios especiales y de los maleantes, "neutralizar" significa lisa y llanamente matar, y es efectivamente un instinto de muerte el que actúa en la uniformización de los estilos, el odio a toda distinción, a toda superioridad y a todo secreto. Todo ser vivo es la eclosión de un secreto.

En el mundo moderno, los únicos secretos protegidos son los bancarios, y las únicas jerarquías son las del dinero y la técnica, que colocan precisamente en la cúspide a los que tienen el mayor poder de neutralización, e inmediatamente debajo de ellos, a los técnicos subalternos, al personal menor, a las manos menores de la neutralización, a los políticos, los periodistas, los semiintelectuales, los agentes de la actual papilla “cultural” y subvencionada que sólo existe para sofocar los escasos brotes de libertad de expresión y de belleza. Se promueve cualquier tontería, eso sí, una tontería totalitaria, vulgar y denigrante, siempre que tenga el poder de neutralizar el medio a través del cual algo se comunica, ya sea la palabra, la imagen o el sonido. Por consiguiente, la lengua francesa se escribirá en traducidodel, la imagen será elegida por su extrema fealdad y el sonido por su función ensordecedora o embrutecedora.

La civilización se ha convertido en nuestro pensamiento más impensado, el más neutralizado. Como las costumbres, la forma de reaccionar ante los seres y las cosas, ya no pueden remitirse a él, las llamadas ciencias humanas hacen todo lo posible para analizar el comportamiento humano en términos de psicología y sociología. Ahora bien, lo que le respondemos al mundo, e incluso las respuestas que éste nos da, dependen tanto o más de la civilización que heredamos como de nuestra particular complexión psicológica o nuestra clase social —las que a su vez adquieren significado por la manera en que las interpretamos, según nuestras propias modalidades civilizacionales. En una cultura determinada, el padre que degüella a su hija al ser sorprendida coqueteando salva su honor y el de su familia; en otra, sería considerado un criminal. El heredero de Rabelais, Montaigne, el Príncipe de Ligne o Pierre Louÿs no tiene la misma relación con el alma y el cuerpo que el salafista o el puritano anglosajón. Esta relación, menos estrecha, más suelta, nunca, como toda cosa humana, la peor o la mejor, resulta evidente por sí misma. Se aprende y se transmite, la inventa una libertad conquistada, no en abstracto, sino en el ejercicio espiritual y carnal, transmitido de persona a persona, que atenúa nuestros furores y refina nuestros matices.

Sin ánimo de hacerles tragar a los escritores su proverbial orgullo (recordaremos esta deliciosa frase de Montherlant, al final de un poema: “Dios me besó la mano cuando acabé de escribir esto”), y en un mundo mediocrático, algunos de ellos tienen mucha razón, frente a la arrogancia de todos, de enarbolar ese supuesto vicio que a menudo se confunde con la virtud del valor —fuerza es reconocer que nuestros buenos escritores, hasta en sus menores epítetos, sus comas más meditadas y, sobre todo, el ritmo que imprimen a sus frases, son ante todo, en especial los más singulares entre ellos, herederos de una civilización, a la que le deben sus imágenes y símbolos, los temas que tratan y su estilo.

Aquello a lo que pertenecemos —profundamente—, a pesar de todos los efectos superficiales deliberados, se revela en dos frases, de modo tal que las obras más “originales” no son más que una parte del follaje que extrae su savia y recibe su sol de una urbanidad más antigua, sin la cual sólo seríamos, por obra del Diablo, “Comunicadores”. Lo que nos es propio, nuestra persona, lo que en nosotros es irreductible, será, sepámoslo —sin que podamos hacer nada para evitarlo y cualesquiera sean nuestras transigencias, nuestras amabilidades—, objeto del odio más acérrimo. Por un instinto maligno, lo que nos funda será odiado, o nos será cuestionado, tanto como los seremos nosotros mismos, en nuestras particularidades adquiridas. Esa libertad de movimiento, ese porte, ese estilo que ya no se ajusta a las conveniencias mediático-mediocráticas, esas posibilidades de ejercer la vida durante nuestra breve estadía, fuera de las normas de la servidumbre voluntaria, despertarán voluntades que se unirán contra nosotros.

No son sólo los bárbaros los que devastan nuestra civilización, sino también nuestras abjuraciones más íntimas, que les dejan a los bárbaros el poder que ella extingue en nuestros propios corazones. Los “Derechos Humanos” (que, por lo demás, sólo se ejercen cuando no contradicen algún interés financiero o tecnomórfico) han sustituido, en la doxa común, a los derechos del Alma, y acaban siendo, en definitiva, en el reino de la cantidad, sólo la obligación de ser intercambiables. Ahora bien, cuando los hombres se vuelven intercambiables, el pensamiento les falla y la conciencia sorda de su miseria les hace inventar tenebrosas conspiraciones, causalidades maléficas, externas a ellos mismos, mientras que en un mundo planificado, un mundo literalmente neutralizado, los seres intercambiables sólo son dominados por otros seres intercambiables, y los agentes de la servidumbre ya no tienen identidad, como la que hace tiempo tenían en las novelas de Eugène Sue.

A partir de ahora, ya no son los hombres los que se comunican entre sí por medio de las máquinas, sino que es la Máquina la que se comunica consigo misma por medio de los hombres. El gran Controlador, que se ve a sí mismo como “jefe”, está controlado por el aparato al que sirve; lo que puede ganar, en dinero o en poderes ilusorios, es infinitamente inferior a lo que pierde: la relación sensible con los seres y las cosas —y su alma. Cada vez son más los que han perdido hasta tal punto su alma que ya no creen que nadie tenga una. Poco a poco se van haciendo a imagen y semejanza de su dios, que es Máquina, y sueñan con acoplarse, perpetuarse, aumentarse, como lo hacen las Máquinas. El alma negada subsiste en ellos como esa ausencia que los vuelve locos, con una locura insaciable. Pero, ¿qué es el Alma? El alma es vida, movimiento, literalmente “lo que anima”, es florecimiento y misterio, profundidad en la profundidad; el alma es una mañana de primavera en la que estamos en casa, de pronto, aunque sabemos que el mundo es nuestro exilio.

Cuenten ustedes las horas que pasan delante de una pantalla, es decir, lo más radicalmente separados del mundo que es posible. Cada una de esas horas es una plegaria sustraída a los recursos del alma — un triunfo de lo abstracto en detrimento de lo sensible. El primer viático para tiempos oscuros será mirar al lado y por encima de la pantalla, de todo lo que se interpone como pantalla, más allá de esa falsa perfección, hacia todo lo que es imperfecto y cambiante, hacia todo lo que descansa en su fragilidad original, hacia todas las potencias en proceso de eclosión, las del día que nace, las de las nubes que se deshacen y se juntan, las de la lluvia que golpea los cristales y, quizás, las del rostro del prójimo. Por muy pequeña que sea la pantalla, aunque quepa en la palma de la mano, hay ahora nuevas generaciones a las que les bastará para suprimir el mundo que las rodea.

El Diablo está en la falta de atención que nos separa del mundo y nos deja a disposición de los pensamientos venenosos que él nos inspira. Abstraídos del mundo, quedamos librados, indiscutiblemente, a su triste palabrería. Todas las envidias amargas y las quejas dolorosas que nos quiere inspirar nos ensordecen en un silencio de muerte. Abstraídos del mundo, quedamos indefensos ante las malas tentaciones de la tristeza. Esto significa comprender suficientemente que los tiempos oscuros están en primer término dentro de nosotros mismos, en forma de deprimentes pensamientos, por cierto, pero también en forma de un Tiempo cuya linealidad, la medida puramente cuantitativa, no le deja ninguna esperanza a lo que resplandece, ni a la calidad exquisita.

Al tiempo lineal, que nos aleja de cualquier patria amada, opongamos el tiempo en forma de rayos, de corolas, como supieron representarlos los rosetones de nuestras catedrales. A la cantidad omnipotente opongamos las cualidades de los seres y de las cosas y su irreductible misterio, y sus sabores que son sapiencia. “Los gustos y los colores no se discuten”, dice el proverbio. Si no se discuten, se interpretan a la manera del hermeneuta o del músico —es también una cuestión de gusto. Lo que una civilización desarrolla en nosotros es el gusto.

El progreso notorio de la vulgaridad se debe a que, constantemente, se la premia, como se hace también con el mal gusto y la mala fe. Vivimos en tiempos en los que toda distinción es vilipendiada en nombre de una moral que considera que toda virtud aristocrática es un mal en sí misma. El favor del que goza la vulgaridad es ideológico y supera la aprobación que los vulgares dan a sus semejantes. Para convencerse de ello, basta con encender la televisión: todo lo que es vil y degradante nos salta a la cara. Esa vulgaridad no es sólo la ausencia de distinción, es su destrucción duramente programada, establecida con determinación, con arrogancia absoluta.

¿Quizás sería conveniente detenerse en la naturaleza de lo que está condenado a desaparecer bajo la embestida? ¿Cuáles son ese gusto, esa ética, ese estilo, esa sapiencia que ya no interesan y que, según la buena moral en curso, hay que erradicar? ¿Cuáles son los criterios con los que el mundo utilitario, global, planificador identifica a esa urbanidad como el Enemigo? Para entenderlo cabalmente, sería necesario —y no es un ejercicio habitual— concebir lo que es a la vez lo más impersonal y lo más íntimo, y restablecer entre esos dos extremos una relación fulgurante.

Este mundo que nos exilia de nosotros mismos es en primer lugar un mundo de subjetividades en serie, separadas, abstraídas, no sólo de los demás sino de la misma corriente del río de la tradición, y lo que por ello nos falta no es tanto una “identidad” —el mundo moderno está plagado de ellas— como un armónico, una gradación de lo posible, cuyo ejercicio fue en un principio musical, incluso en el silencio de la letra y la contemplación de la imagen. Lo que nos falta, pero que entonces se manifiesta como un deseo creativo por medio de la ausencia así designada, un propósito de reconquista de un país perdido librado a los bárbaros, no es otra cosa que el coro de voces sensibles e intelectuales, tal como las encontramos intactas, sin embargo, como ejemplos entre otros, felizmente diversos, en las voces recibidas y transmitidas por Hildegarda de Bingen o también en las Novecientas conclusiones de Pico della Mirandola.

¿Qué nos dicen esas obras mayores, aunque un tanto secretas, sobre nuestra civilización? Nos dicen que los seres y las cosas no son sólo lo que parecen ser. La vida y la muerte no son sólo un proceso biológico y su terminación. Un rostro no es sólo una realidad morfológica. Un árbol no es sólo una planta, sino un símbolo. Los dioses son realidades a la vez interiores y exteriores. La aventura del alma es conocer las gradaciones entre lo sensible y lo inteligible, que velan y desvelan lo que es único, indivisible.

Las nociones más difundidas, discutidas y criticadas suelen ser las más incomprendidas y las menos indagadas. Así ocurre con el “individuo” —objeto de considerables disputas entre nuestros ideólogos. A los partidarios del individuo y de su libertad universal se oponen los críticos, de izquierdas y de derechas, a veces pertinentes dentro de sus propios límites, salvo que parecen olvidar que el individuo intercambiable del mundo global es el sujeto mismo del colectivismo más radical, cuyo triunfo es la indiferenciación.

¿Qué es un individuo? ¿En qué es característico de la cultura europea un determinado modo de ser individuado, con, por supuesto, todos los peligros inherentes a ese proceso de individuación? Tiene su importancia constatar que las diversas vertientes de la filosofía moderna —alzadas contra la filosofía estoica y platónica y contra la tradición teológica de Occidente—, desde el marxismo clásico hasta los filósofos de la "deconstrucción", se esforzaron en primer lugar en hacer la crítica del “sujeto” como individuo. Al rescate de estas teorías llegaron, más tarde, ideologías más ingenuas: “tribus” de la New Age, comunitarismos vindicativos, colectivismo empresarial o gerencial —todas con un mismo impulso dedicado a hacer desaparecer esa disposición frágil, inquieta, pero tanto más creativa cuanto que se halla perpetuamente en peligro, y matizada por su propia experiencia del nihilismo, que llamamos civilización—, como si no hubiera más, en nuestro horizonte político, que la notable oposición existente entre el individuo y lo colectivo, sea cual sea, y el individuo se limitara a ser sólo el sinónimo del liberalismo económico, cuando éste en realidad, en su modus operandi y en sus fines —el sometimiento a la producción y al consumo—, es un colectivismo como cualquier otro, y no el menor, ya que supone el sometimiento voluntario.

Algunos antiliberales argumentan que el liberalismo concede la libertad a los individuos sólo para quitársela a los pueblos, pero el argumento parece ingenuo, ya que la libertad concedida a los individuos no sólo es abstracta, sino que es un engaño. El individuo carente de lazos cae bajo el yugo del poder más evidente: el del dinero y la técnica, esos déspotas inflexibles. ¿En qué soy un sujeto libre, individuado, si no puedo decir ni manifestar nada de lo que heredo, y si mi lengua misma se reduce a ser sólo el vector del utilitarismo y de la comunicación de masas; o si, habiendo aprendido a leer, a pensar, con Montaigne o Valéry, ya nadie me comprende y, por lo tanto, quedo condenado a un exilio sin fin en mi propio uso del lenguaje?

El individuo verdaderamente diferenciado es lo indiviso, lo que en mí es irreductible y no puede dividirse, ese núcleo de ser que establece mi relación con el núcleo del ser, el fuego central del ser, según la fórmula de Dominique de Roux —que es a la vez lo más íntimo y lo más objetivo. ¿Qué se proponen las teorías de la deconstrucción, si no a hacer desaparecer lo indiviso en el flujo de la sociedad, en la indiferenciación global? Ahora bien, la sociedad, convertida en la enemiga de la civilización, no puede ser de ninguna ayuda contra el drama de la existencia insólita, aislada en la masa, que prohíbe la experiencia misma de la soledad esencial, la del contemplador del mar de nubes, la de Nietzsche que quiere librarse de su asco al ver a la canalla sentada junto a la fuente. La crítica al individualismo es de poco alcance cuando el individuo al que se dirige ya no es más que esa unidad intercambiable y perfectamente entrenada con la que soñaron, sin lograr alcanzarla, los totalitarismos de ayer. Lo verdaderamente indiviso no se divide ni se intercambia; se arraiga en la tierra y en el tiempo y se multiplica. Si nuestra herencia no nos aligera y aumenta nuestro poder, si no es más que cortezas muertas y peso atmosférico, es hora, no de rechazarla, sino de ir a buscar en ella, más lejos y más profundamente, el misterio que nos mantiene exiliados de nuestra verdad más abisal.  “Conviértete en quien eres”, dice el adagio. Vamos, amigos míos, a Delfos y Eleusis, recibamos la enseñanza de los bosques y los mares, seamos artúricos y odiseanos hasta la locura, acordémonos de las Musas, para que ellas se acuerden de nosotros y nos protejan.

LUC-OLIVIER D'ALGANGE

Adelanto de su próximo libro, publicado con la autorización del autor

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán y Carlos Cámara

 

Viatique pour des temps obscurs

(Extrait d'un ouvrage à paraître)

 

«  Nous sommes en exil dans des temps obscurs  »

Giorgio Cavalcanti

 

Sans doute ne sommes-nous jamais entièrement seuls à trouver ces temps que nous vivons quelque peu obscurs. Un voile terne, qui estompe les formes et les couleurs, semble être tombé, comme un précoce crépuscule brumeux, sur les êtres et les choses. Les cités s'étendent dans la laideur, les véritables libertés se restreignent dans ces âmes ignorantes d'elles-mêmes qui prétendent à gouverner nos mœurs et nos plus intimes pensées. Le ressentiment et la plainte despotisent et renient les heures heureuses et la chantante civilité dont fleurissait, en lys et en iris, le bel héritage.

Figés devant leurs écrans, en statues de sel, nos contemporains rendent leur culte à Hypnos, dans une clarté blafarde, et Mnémosyne délaissée cherche, et trouve, mais seulement chez de rares heureux, ses amis et ses alliés. La scintillante rivière du tradere passe inaperçue et ceux qui entendent son cours passent pour des illuminés, des fous et des méchants. La titanesque alchimie à rebours, appareillée de technologies diverses, travaille à changer l'or du temps en plomb, — en ténèbres tenaces et inexpugnables.

Ni la miséricorde accordée au passé, ni l'amour du présent, ni la disposition providentielle de l'avenir n'ordonnent plus les entendements humains qu’obscurcissent le grief et la rancune. L'art de la gratitude semble s'être perdu, et, avec lui, le sens des bonheurs fragiles. Notre civilisation elle-même, dans ses fastes et ses défaillances, semblable à nos vies fugitives, s'éloigne et nous négligeons ses beautés et ses grandeurs pour n'en plus commenter, en accusations hystériques, que les erreurs et les fautes.

Ce qui subsistera de ces ravages critiques, ne seront que d'autres erreurs, parées de vertus morales, mais, la pellicule ôtée, vengeresses comme le furent les Mégères et les Erynnies, lesquelles, moins rutilantes qu'autrefois, siègent dans ces nouvelles ligues de vertus, où la «  bienveillance  » pour n'importe quoi se conjugue à une haine de soi, — moins individuelle au demeurant, que collective ; le moralisateur prise encore, selon le mot de La Rochefoucauld, de se mépriser.

Notre langue elle-même, qui nous donnait la chance de tout réinventer au cœur des pires désastres, est défigurée et avilie. Le ressentiment donne le la de toute idéologie, et, rendue mutique, la joie laisse la parole, la logorrhée devrait-on dire, à la plainte et à la jalousie. C'est peu dire que cette époque pénale, punie et punitive, n'honore plus les dieux, qui sont puissances; elle s'applique à en détruire en nous toute trace, tout ressouvenir. Un homme qui honore les dieux est perdu pour le culte de la technique et de la finance, — ces idoles des réalistes auxquels le Réel échappera toujours.

Temps obscurs disions-nous, mais une nuance s'impose. Si nos temps sont obscurs, ce n'est pas dans l'Obscur d'Héraclite qu'ils s'aventurent, ni dans l'ombre de Tanizaki, et moins encore dans la nuit de Novalis. Ce ne sont point des demi-jours d'aurore ou de tombée du soir qui nous viennent, ce n'est plus même l'Untergang, la crépusculaire décadence, à laquelle Baudelaire trouvait son charme et Oswald Spengler, sa nécessité, mais un nœud noir qui se noue en nous sous la clarté scialytique, comme dans une salle d'opération, du contrôle universel. Ce monde est l'ennemi tout autant des glorieuses épiphanies que des secrets ombrages. En sa haine du secret, il parachève ce qu'il nomme le «  progrès  », qui n'est pas seulement, comme l'écrivait Cocteau, «  le progrès d'une erreur  », mais celui de l'aplatissement, de la planification globale des êtres et des choses.

Le message est clair: «  Vous qui vous distinguez encore par quelque fidélités aux anciennes sapiences, des plus humbles aux plus hautaines, vous allez mourir et ne laisserez, comme nous y veillons, que la possibilité de vous remplacer, dans un premier temps par des barbares, et ceux-ci ayant accompli leur travail, par une cyber-humanité, augmentée, pucée, contrôlée. Disparaissez au plus vite, Hommes Anciens, avec vos vices et vos vertus mêlées, vos songes, vos rites, vos chants, vos réminiscences, votre temps est passé, vous encombrez les autoroutes de l'Information, vous ralentissez les flux financiers, votre attachement à vos terres, vos ciels, vos œuvres, est une offense au Meilleur des mondes, nous vous ferons disparaître car nous sommes le Bien en hypostasie, nous sommes le futur sans Providence, notre Bienveillance nous donne le droit et même le devoir de vous tuer.  » Connaître le discours des forces adverses, ce qu'il nous veut, est le premier viatique, celui qui permet d'oser un cheminement hors des sentiers communs, une fuite légitime.

La mise en accusation permanente de toute beauté et de toute grandeur n'est pas un accident de l'Histoire, mais son sens, désormais. Ainsi nous faudra-t-il échapper à l'Histoire, mais non à la mémoire; entrer dans les secrets du Temps, qui n'est point cette chose linéaire que l'on voudrait nous faire accroire. L'expérience, si périlleuse soit-elle, est salvatrice. Elle sera ce que fut pour Dante, la «  salutation angélique  » de Béatrice. Telle clarté latérale qu'allume sur son passage la vérité secrète des couleurs  soudain touche notre front et nos paupières, si bien que, même les yeux fermés, nous la percevons et ce doux foyer d'or qu'elle éveille dans nos prunelles annonce une Vita nova, une vie nouvelle, ou, plus exactement, renouvelée. Le temps revient à sa base qui est le rythme, le battement du cœur, ou le triple mouvement bruissant de la vague qui toujours recommence.

L'Annonce heureuse est victorieuse de l'Histoire, toutes les défaites sont abolies, la résolution nouvelle alors n'est plus de l'ordre de la volonté, cette grande fourvoyeuse, mais de l'évidence légère. Ce monde lourd, il serait bien vain de le vouloir vaincre par une autre lourdeur, par quelque déploiement de forces titanesques, car il est lui-même sujet du règne des Titans. C'est une légèreté divine qui est requise, un entendement semblable à l'envol du pollen, aux irisations d'une aile de libellule, à la profondeur infinie de la contemplation de l'infime, — du presque indiscernable, qui fait signe. De quelle nuit des temps adviennent cet éclat, ce scintillement ? La voici, protectrice, telle le vaste manteau des constellations.

Par temps obscurs, dans cet exil qui menace de nous faire perdre le sens même de l'exil, — et il n'est rien de plus fatal qu'un exil oublieux de lui-même — il importe de reconnaître et d'honorer ses alliés. L'immémoriale distinction entre amis et ennemis demeure de bon usage. Force est de reconnaître que la grande réconciliation universelle que l'on eût espéré, cette parousie, n'est pas encore advenue. Les temps sont obscurs car nos ennemis, pour lors, ont plus de pouvoir que nos amis. Cependant l'inimitié à laquelle nous devons faire face n'est pas seulement celle des barbares puritains, mais l'Ennemi-en-soi, c'est dire qu'il est aussi en nous-mêmes, et l'inimitié des barbares n'a pas seulement pour espace les lieux où elle se manifeste en force, avec sa fausse piété et ses règlementations obtuses, mais aussi les aires où notre pusillanimité refuse de la discerner et de la combattre; elle agit alors non comme un glaive mais comme un poison, une tristesse qui nous semble sans cause, —et dont nous ne pouvons nous défendre.

Quels, dans ce désastre, seront nos alliés ? De même qu'il importe de discerner, dans la confusion et le brouhaha moderne, ce qui veut exactement nous nuire, à commencer par cette confusion elle-même, il importe de reconnaître, là où ils se trouvent ou adviennent, nos alliés. Un soir, il m'en souvient, un oiseau marin passant dans le ciel, me sauva la vie. Une translation mystérieuse s'était opérée, j'étais lui et il était moi. La tentation de me jeter par la fenêtre à ce moment-là avait été suspendue par cet impondérable échange entre la magnifique créature ailée aux ailes argentées dans le bleu du ciel au matin et ma personne, chancelante, accablée, assourdie, prise à gorge par l'horreur du monde, et comme poussée par une force active vers la mort, qui est toujours banale.

Cette mouette salvatrice, il m'en souvient maintenant, alors que j'écris ces lignes, me faisait signe aussi d'une autre façon; me ramenant, sans que j'en eusse conscience au moment où elle m'apparut, pour que je vive, à un espace-temps de l'enfance, celui de nos longs séjours sur la côte ligure, à Alassio. Avec mes jeunes amis italiens, nous avions recueilli un gabbiano, échoué sur la plage, dont les ailes avaient été souillé par du mazout. Nous l'avions installé sur le balcon de l'hôtel, nettoyé délicatement ses ailes et nourri jusqu'à ce que lui vint l'allant de s'envoler vers son étrange patrie d'air et de mer. L'oiseau qui, bien plus tard, m'avait adressé son salut, du fond de l'azur, était peut-être un "Merci" qui m'était adressé du fond du Temps.

Ainsi le fond du temps redevenait une profondeur de ciel, et la mort vers laquelle une déconvenue atroce me poussait, se trouvait abolie. Ce qui nous sauve vient de loin, d'un lointain dont nous n'avions pas assez conscience, d'un lointain perdu. Je contemplais le bel allié disparaître de ma vue comme il était venu, et la vie repris son cours, Vita nova.

Quelques dates sont importantes, c'est le 11 Mars 2018, — le génie numérologique de Dante en déchiffrera le sens, — que l'idée me vint de l'ouvrage que j'écris en ce moment, et surtout, le courage de l'écrire, plus exactement à Alassio, où nous nous étions arrêté sur la route qui devait nous conduire à Florence. Le bruit de la mer la nuit, en face d'un autel floral dédié à Saint-François d'Assise, l'impression, sous le manteau de la nuit qui s'étoilait progressivement, d'avoir trouvé refuge dans une conque du Temps, la passerelle entre l'enfance et ce jour-là, avec, entre les deux les Ailes de Mercy du gabbiano, une alchimie impondérable s'accomplissait, une sortie de l'œuvre-au-noir.

Lorsque les alliés humains défaillent, ceux du moins qui nous sont contemporains, et auxquels on ne saurait, par ces temps désastreux, trop le reprocher, d'autres viennent à notre rescousse sur l'orée, là où, selon la formule d'Héraclite, «  la nature ne montre pas, ne dissimule pas, mais fait signe  ». Ce qui nous fait signe est antérieur à la vision, il est ce vide du ciel avant que les ailes n'y paraissent, —attente, attention. Entre celui qui voit et la chose vue, le signe a surgi, qui les accorde dans le secret du cœur. Toute vie est attente et sacrifice —et quand il est possible d'attendre autre chose que la mort, et de se sacrifier à autre chose qu'à l'utilitarisme des «  réalistes  », alors les dieux sont heureux car nous sûmes les honorer.

Sans doute sommes-nous tous les exilés de notre enfance. Dans la réalité adultérée qui nous est faite, nous sommes en exil du Réel. Celui-ci n'est pas seulement «  ce à quoi l'on se heurte  » selon le mot de Lacan, mais une double-nature, cachée-révélée, ombrée et claire, visible et invisible, intérieure et extérieure. Le Réel est l'adversaire du monde planifié, lequel s'efforce d'établir partout le non-réel «  réaliste  », la fiction commune à laquelle il faudrait croire, et dont le propre est d'ignorer ces gradations, ces mystères, ces temporalités circulaires ou transversales qui échappent au temps de l'usure et nous invitent au recommencement ou à la transcendance. Le monde des réalistes, — qui fait de notre terre une terre d'exil, — n'est plus ni païen, ni chrétien, et cependant une effroyable dévotion, une dévotion inversée, l'entoure, car la fiction qu'il veut imposer n'existe que par la croyance, la doxa la plus butée et la moins encline au doute.

Le Mystère de Delphes, le Mystère chrétien veillaient encore sur nos frontières tremblantes et laissaient à celui qui les éprouvait le sentiment de son matin profond. À ces latitudes et ces longitudes de l'âme le réaliste moderne oppose une certitude si totalitaire qu'elle ne lui apparaît plus comme une certitude qu'une incertitude pourrait contredire ou nuancer mais comme une évidence, une chose «  qui va de soi  », perpetuum mobile. Le réaliste ignore l’exil  ; il est entièrement là où il a réduit le monde, et s'il en souffre, il ne le sait pas. L'identique est sa fin dernière, — et c'est ainsi qu'il travaille à l'uniformisation du monde, afin d'échapper à cette expérience fondamentale, propre de l'espèce humaine, qui est d'entrevoir une profondeur du Temps dans laquelle il est tout aussi possible de se perdre que de se retrouver. Sachant que nous ne cessons de nous perdre, nous nous donnons, par ce savoir, une chance de nous retrouver.

La pire déchéance n'est pas le désespoir mais l'oubli de ce que nous avons perdu. Le sens de l'exil est la chance des retrouvailles; l'exil de l'exil nous incarcère à jamais dans l'illusion qu'il n'y eut jamais, nulle part, ni sur la terre, ni au ciel, les prairies fleuries, les rives, les forêts, les jardins d'une patrie aimée. Tant que l'exil de l'exil, l'oubli de l'oubli n'a pas étendu sa tyrannie sur toute chose et dans toute âme, la plus grande espérance demeure vive, elle qui nous vient de l'Attelage Ailé, de la platonicienne réminiscence.

Tout est bon au monde planifié et planificateur pour nous interdire ou obscurcir ces advenues. Sur les rivages du monde moderne, ce ne sont pas des Aphrodites Anadyomènes qui sont attendues mais un ressac de bouteilles en plastique et de flaques de mazout. Tout ce qui peut nuire, démoraliser, exacerber l'instinct de mort, est favorisé, les médias s'en chargent. Avons-nous encore, en nous, la disposition d'une attente heureuse ? L'homme sans nostalgie, le parfait consommateur, sera aussi un homme sans pressentiment. Lorsqu'un monde perdu ne luit plus aux confins de la mémoire, lorsqu'une parole perdu ne palpite plus au cœur du silence antérieur, nous sommes, de ne plus nous savoir perdus, semblables à des amnésiques égarés dans l'horreur d'une zone commerciale, et croyant qu’ils sont chez eux.

Entourés des Sinistres et des Rabat-joie, ces majoritaires, comment n'aurions-nous pas ce pressentiment de nostalgie, cette intuition qu'il y eut, et qu'il y aura peut-être, un monde plus intense et plus léger, un monde de gradation heureuses et de nuances qui font rêver, comme les nuées, là-bas, leurs sœurs étymologiques ? Parmi divers processus de neutralisation des œuvres qui sont, dans leur essence et dans leur manifestation, des passerelles vers ce monde perdu, la méthode psychologisante,  après les nombreuses excommunications idéologiques, est la plus courue. Ce qui est dit n'est plus un aspect de la parole, un miroir du Verbe, mais un symptôme à classer dans telle ou telle catégorie.

Tout auteur et toute œuvre, et, plus profondément, toute distinction, ne sont désormais pris en considération que pour être neutralisées. Les temps de l'exil dans l'exil, de l'oubli dans l'oubli sont, fondamentalement des temps de neutralisation, comme en témoignent, par exemple, l'écriture, dite inclusive, et ses théories afférentes. Cependant, dans la langue des services spéciaux et des malfrats, «  neutraliser  » veut bien dire tuer, et c'est bien un instinct de mort qui est à l'œuvre dans l'uniformisation des styles, la haine de toute distinction, de toute supériorité et de tout secret. Toute chose vivante est l'éclosion d'un secret.

Dans le monde moderne, les seuls secrets protégés sont bancaires et les seules hiérarchies, celles de l'argent et de la technique qui mettent précisément au plus haut ceux qui ont le plus grand pouvoir de neutralisation et juste en dessous, les techniciens subalternes, le petit personnel, les petites mains de la neutralisation, politiciens, journalistes, semi-intellectuels, agents de l'actuelle bouillie «  culturelle  » et subventionnée qui n'existe que pour étouffer les rares surgissements de la parole libre et de la beauté. Tout ce qui peut être produit de niais, mais d'une niaiserie totalitaire, de vulgaire et d'avilissant est promu, à la condition de disposer du pouvoir de neutraliser le médium par lequel quelque chose est communiqué, que ce soit le mot, l'image ou le son. La langue française sera ainsi écrite en traduidu, l'image choisie pour sa hideur et le son pour sa fonction assourdissante ou abrutissante.

La civilisation est devenue notre plus impensé, notre pensée la plus neutralisée. Les mœurs, la façon de réagir aux êtres et aux choses, ne pouvant plus lui être rapportée, les sciences dites humaines s'évertuent à analyser les comportements humains en fonction de la psychologie et la sociologie. Or, ce que nous répondons au monde, et même les réponses que nous en recevons, tiennent tout autant, sinon plus, à la civilisation dont nous héritons qu'à notre complexion psychologique particulière ou à notre classe sociale, — qui elles-mêmes prennent sens par la façon dont nous les interprétons, selon nos propres modalités civilisationnelles. Dans telle culture, le père qui égorge sa fille surprise à fleureter, sauve son honneur et celui de sa famille; dans telle autre, il serait considéré comme criminel. L'héritier de Rabelais, de Montaigne, du Prince de Ligne ou de Pierre Louÿs n'entretient pas les mêmes relations avec l'âme et le corps que le salafiste ou le puritain anglo-saxon. Cette relation moins nouée, plus déliée, ne va, comme toute chose humaine, la pire ou la meilleure, jamais de soi. Elle est apprise et transmise, inventée par une liberté conquise, non dans l'abstrait mais dans l'exercice spirituel et charnel, de proche en proche, qui atténue nos rages et affine nos nuances.

Sans vouloir en rabattre à l'orgueil proverbial des écrivains (on se souviendra de cette phrase délicieuse de Montherlant, à la fin d'un poème: «  Dieu baisa ma main lorsque j'eus écrit ceci  ») et dans un monde médiocratique, certains ont bien raison, face à l'arrogance de tous, de faire flamber haut ce soi-disant vice qui, souvent, se confond avec la vertu du courage, — force est de reconnaître que jusqu'en leurs moindres épithètes, leur virgule la mieux méditée, et surtout dans le rythme qu'ils impriment à leurs phrases, nos bons écrivains sont d'abord, et les plus singuliers d'entre eux, héritiers d'une civilisation, à laquelle ils doivent leurs images et leurs symboles, les sujets dont ils traitent et leur style.

Ce à quoi nous appartenons — en profondeur, — en dépit de tous les effets de surface voulus, se trahit en deux phrases, si bien que les œuvres les plus «  originales  » ne sont encore qu'une part de la frondaison qui vient puiser sa sève et recevoir son soleil d'une civilité plus ancienne, et sans laquelle nous ne serions, par le Diable, que des «  Communiquants  ». Ce qui nous est propre, notre personne, ce qui, en nous, est irréductible, sachons-le, sera sans que nous n'y puissions rien, et quelles que soient nos transigeances, nos douceurs, l'objet de la haine la plus noire. Par un instinct malfaisant, ce qui nous fonde sera haï, ou nous sera contesté, autant que nous le serons nous-mêmes, dans nos particularités acquises. Ce mouvement dégagé, cette allure, ce style qui ne convient plus aux convenances média-médiocratiques, ces possibilités d'exercer la vie durant notre bref séjour, hors des normes de la servitude volontaire, suscitera contre nous des volontés agrégées.

Notre civilisation est dévastée non seulement par les barbares, mais par nos reniements les plus intimes, lesquels laissent aux barbares la puissance qu'elle éteint dans notre propre cœur. Les «  Droits de l'homme  » (qui au demeurant ne sont exercés que lorsqu'ils ne contredisent pas quelque intérêt financier ou technomorphe) ont remplacés, dans la doxa commune, les droits de l'Âme, et finissent par ne plus être, somme toute, dans le règne de la quantité, que le devoir d'être interchangeables. Or, lorsque les hommes sont devenus interchangeables, la pensée leur fait défaut et la conscience sourde de leur misère leur fait inventer de ténébreuses conspirations, des causalités maléfiques, extérieures à eux-mêmes alors que dans un monde planifié, un monde littéralement neutralisé, les interchangeables ne sont jamais dominés que par d'autres interchangeables, et que les agents de la servitude n'ont plus d'identité, comme ils en eurent naguère dans les romans d'Eugène Sue.

Désormais ce ne sont plus les hommes qui communiquent entre eux par l'entremise des machines mais la Machine qui communique avec elle-même par l'entremise des hommes. Le grand Contrôleur qui se figure lui-même «  en chef  » est lui-même contrôlé par le dispositif qu'il sert  ; ce qu'il peut y gagner, en argent ou en pouvoirs illusoires, est infiniment inférieur à ce qu'il y perd: le rapport sensible avec les être et les choses, — et son âme. De plus en plus nombreux sont ceux qui ont tant et si bien perdu leur âme qu'ils ne croient plus en son existence pour personne. Ils se font progressivement à l'image de leur dieu, qui est Machine, et rêvent de s'appareiller, de se perpétuer, de s'augmenter, comme le font les Machines. L'âme niée demeure cette absence en eux qui les rend fou, d'une folie insatiable. Mais qu'est-ce que l'Âme ? L'âme est vive, mouvement, littéralement «  ce qui anime  », elle est floraison et mystère, profondeur dans la profondeur; l'âme est un matin de printemps où nous sommes chez nous, soudain, alors même que nous savons que le monde est notre exil.

Comptez les heures que vous passez devant un écran, c'est dire aussi radicalement séparés du monde que possible. Chacune de ces heures est une prière ôtée aux ressources de l'âme, — un triomphe de l'abstrait au détriment du sensible. Le premier viatique par temps obscurs sera de regarder à côté et au-dessus de l'écran, de tout ce qui fait écran, par-delà cette fausse perfection, vers tout ce qui est imparfait et changeant, vers tout ce qui repose dans sa fragilité originelle, vers toutes les puissances en train d'éclore, celles du jour qui point, des nuages qui se défont et s'assemblent, de la pluie qui heurte la vitre, et, peut-être, du visage de son semblable. Si petit que soit l'écran, tenant au creux de la main, voici de nouvelles générations auquel il suffira pour abolir le monde autour d'eux.

Le Diable est dans l'inattention qui nous sépare du monde et nous laisse à disposition des pensées venimeuses qu'il nous inspire. Abstraits du monde, nous sommes livrés, sans contredits, à ses tristes palabres. Ce qu'il veut nous inspirer de jalousies amères et de griefs lancinants nous assourdit dans un silence de mort. Abstraits du monde, nous sommes sans défenses face aux mauvaises tentations de la tristesse. Est-ce assez comprendre que les temps obscurs sont d'abord en nous-mêmes, sous forme d'attristantes pensées, certes, mais aussi sous la forme d'un Temps dont la linéarité, la mesure purement quantitative ne laisse aucun espoir à ce qui rayonne, ni à la qualité exquise.

Au temps linéaire, qui nous éloigne de toute patrie aimée, opposons le temps en rayons, en corolles, telles que surent les figurer les rosaces de nos cathédrales. À la quantité omnipotente opposons les qualités des êtres et des choses et leur irréductible mystère, et leurs saveurs qui sont sapience. «  Les goûts et les couleurs ne se discutent  » dit le proverbe. S'ils ne se discutent, ils s'interprètent à la façon de l'herméneute ou du musicien, — c'est encore une affaire de goût. Ce qu'une civilisation développe en nous, c'est le goût.

Les progrès notoires de la vulgarité tiennent à ce qu'elle ne cesse d'être récompensée, comme le sont aussi le mauvais goût et la mauvaise foi. Nous vivons ces temps où toute distinction est honnie au nom d'une morale qui tient toute vertu aristocratique pour un mal en soi. La faveur dont jouit la vulgarité est idéologique et dépasse l'assentiment que les vulgaires donnent à leurs semblables. Pour s'en convaincre, il suffit d'allumer le poste : tout ce qu'il y a de vil et d'avilissant nous saute au visage. Cette vulgarité n'est pas seulement l'absence de distinction, elle est sa destruction âprement programmée, voulue avec détermination, avec une arrogance absolue.

Peut-être conviendrait-il de s'attarder sur la nature de ce qui est ainsi voué à disparaître sous l'assaut ? Quel est ce goût, cette éthique, ce style, cette sapience dont on ne veut plus, et qu'il convient, selon la bonne morale en cours, d'éradiquer ? À partir de quels critères cette civilité est-elle reconnue comme l'Ennemie par le monde utilitaire, global, planificateur ? Pour bien le comprendre, il faudrait, et l'exercice n'est pas coutumier, concevoir ce qui est à la fois le plus impersonnel et le plus intime et rétablir entre ces deux extrêmes une relation fulgurante.

Ce monde qui nous exile de nous-mêmes est d'abord un monde de subjectivités en série, séparées, abstraites, non seulement d'autrui mais du courant même de la rivière de la tradition, et ce qui nous en vient à manquer, ce n'est pas tant une «  identité  », le monde moderne en pullule, qu'une harmonique, une gradation des possibles dont l'exercice fut d'abord musical, y compris dans le silence de la lettre et la contemplation de l'image. Ce qui nous manque, mais se manifeste alors comme un désir créateur par l'absence ainsi désignée, un dessein de reconquête d'un pays perdu livré aux barbares, n'est autre que le chœur des voix sensibles et intellectuelles, telles que nous les retrouvons intactes cependant, exemples parmi d'autres, diverses avec bonheur, dans les voix reçues et transmises par Hildegarde de Bingen ou encore, dans les Neufs cents conclusions de Pic de la Mirandole.

Que nous disent ces œuvres majeures, mais secrètes quelque peu, de notre civilisation ? Elles nous disent que les êtres et les choses ne sont pas seulement ce qu'ils paraissent être. La vie et la mort ne sont pas seulement un processus biologique et sa cessation. Un visage n'est pas seulement une réalité morphologique. Un arbre n'est pas seulement une plante, mais un symbole. Les dieux sont des réalités à la fois intérieures et extérieures. L'aventure de l'âme est de connaître les gradations entre le sensible et l'intelligible, qui voilent et dévoilent ce qui est unique, indivisible.

Les notions les plus généralement répandues, traitées, critiquées sont souvent les plus incomprises et les moins interrogées. Ainsi en est-il de «  l'individu  », — objet de notables disputes de la part de nos idéologues. Aux adeptes de l'individu et de sa liberté universelle s'opposent les critiques, de gauche et de droite, parfois pertinentes dans leurs limites propres, sinon qu'elles semblent oublier que l'individu interchangeable du monde global est le sujet même du collectivisme le plus radical, dont le triomphe est l'indifférenciation.

Qu'est-ce qu'un individu ? En quoi une certaine façon d'être individué, est-il le propre de la culture européenne, avec, certes, tous les périls inhérents à ce processus d'individuation ? Il n'est pas indifférent de constater que les occurrences diverses de la philosophie moderne, — dressées contre la philosophie stoïcienne, platonicienne, et contre la tradition théologique de l’Occident, — du marxisme classique aux philosophes de la «  déconstruction  », se sont d'abord évertuées à la critique du «  sujet  » en tant qu'individu. À la rescousse de ces théories sont venues, par la suite, des idéologies plus naïves  : «  tribus  » new âge, communautarismes vindicatifs, collectivisme entrepreneurial ou managérial, — tout cela dans un même mouvement appliqué à faire disparaître cette disposition fragile, inquiète, mais d'autant plus créatrice que perpétuellement en péril, et nuancée par sa propre expérience du nihilisme, que l'on nomme une civilisation, — comme s'il n'y avait plus, sur notre horizon politique, que cette notable opposition entre l'individu et le collectif, quel qu'il soit, et que l'individu se bornait à n'être que la figure du libéralisme économique, alors que celui-ci, dans son mode opératoire et ses fins, — l'asservissement à la production et à la consommation, — est un collectivisme comme les autres, et non le moindre car il suppose la servitude volontaire.

Certains anti-libéraux arguent du fait que le libéralisme n'accorde la liberté aux individus que pour l’ôter aux peuples, mais l'argument semble naïf, car la liberté accordé aux individus n'est pas seulement abstraite, elle est un leurre. L'individu irrélié tombe sous le joug du pouvoir le plus évident: celui de l'argent et de la technique, ces despotes sans défaillances. En quoi suis-je libre, individué, si rien de ce dont j'hérite ne peut plus être dit ni manifesté, et si ma langue elle-même se réduit à n'être que le vecteur de l'utilitarisme et de la communication de masse  ; ou si, ayant appris à lire, à penser, avec Montaigne ou Valéry, je ne suis plus compris de personne, et condamné ainsi à un exil sans fin dans mon propre usage de la langue ?

L'individu véritablement différencié est l'indivis, ce qui, en moi, est irréductible et ne peut être divisé, ce noyau d'être qui établit ma relation avec le noyau de l'être, le feu central de l'être, selon la formule de Dominique de Roux, — qui est à la fois la chose la plus intime et la plus objective. À quoi visent les théories de la déconstruction, sinon à fondre l'indivis dans le flux de la société, dans l’indifférenciation globale ? Or, la société, devenue l'ennemie de la civilisation, ne saurait être d'aucun recours contre le drame de l'existence insolite, isolée dans la masse, qui interdit l'expérience même de la solitude essentielle, celle du contemplateur de la mer de nuages, celle de Nietzsche qui veut se délivrer de son dégoût à voir la canaille assise près de la fontaine. La critique de l'individualisme tourne court dès lors que l'individu qu'elle vise n'est déjà plus que cette unité interchangeable, parfaitement rodée, que rêvèrent, sans pouvoir la réaliser, les totalitarismes de naguère. Le véritable indivis, ne se divise ni ne s'interchange, il s'enracine dans la terre et le temps et se démultiplie. Si notre héritage ne nous allège et n'accroît notre puissance, s'il n'est qu'écorces mortes et pesanteur atmosphérique, il est temps, non de le renier, mais d'aller chercher en lui, plus loin, plus profond, jusqu'au mystère, qui nous tient en exil de notre plus abyssale vérité.  «  Deviens qui tu es  » dit l'adage. Allons, mes amis, vers Delphes et vers Éleusis, recevons l'enseignement des forêts et des mers, soyons arthuriens et odysséens à la folie, souvenons-nous des Muses, afin qu'elles se souviennent de nous et nous protègent.


 


Robert Payne: Los últimos días de Dostoievski

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LOS ÚLTIMOS DÍAS DE DOSTOIEVSKI

 

Estaba terminando de escribir Los Hermanos Karamázov cuando a Dostoievski le sobrevino esa fatiga que sobreviene a casi todos los escritores cuando se aproximan al fin de una obra larga. No era, desde luego, que se estuviera cansando de sus personajes: se trataba simplemente de que los prolongados meses de atención constantemente fija en la evolución de sus vidas —esas vidas tan cargadas de peligro y agitación— lo habían agotado. Durante tres años había trabajado de firme en el libro: escribía de noche, con el tiempo contado, porque desgraciadamente el enviado del Russky Vestnik llegaba con gran regularidad. Estaba enfermo, y los médicos le habían pedido que descansara, pero aunque hubiera querido, o hubiera podido permitirse un descanso, sabía que habría sido imposible. Estaba volcando su vida entera en Los Hermanos Karamázov, todas sus experiencias, todo lo que sabía sobre sí mismo y sobre el pueblo ruso.

Era una larga historia, y a veces le parecía que la historia no tendría fin. Cuando se preguntaba cómo había empezado, se decía que había sido parte de su vida desde el comienzo. Era la historia de un asesinato, de un asesinato muy simple. Cuando era joven, su padre, un hombre de carácter impetuoso, había sido cruelmente muerto por unos siervos que nunca fueron juzgados, y por lo tanto nunca se había determinado la responsabilidad del crimen. En cierto sentido, Los Hermanos Karamázov era la historia del asesinato de su padre: era un intento de llenar el lugar del responsable, con Dostoievski mismo desempeñando el papel de asesino, atormentándose con su culpa, entregándose a ese pequeño foco de un rojo sangre, oscuro, donde se junta todo el horror. El asesinato lo fascinaba, y durante años había vivido en comunión imaginaria con criminales, declarando a veces como de paso, en alguna reunión, que él también había asesinado, que había violado niñas y cometido delitos aún más atroces. En realidad, había cometido innumerables delitos, había blasfemado con violencia extraordinaria y había hecho temblar los pilares del gobierno —pero sólo en sus novelas.

La historia, entonces, era una pesadilla compuesta de sus propios sueños, su propia carne, de aquellos a quienes tenía más cerca y a quienes más quería, y a veces descubrimos en ella la influencia de personajes de novelas anteriores. Aliosha Karamázov tiene mucho del príncipe Myshkin, y el talentoso Iván mucho de Raskólnikov. Una vez, estando en Florencia, Dostoievski había planeado una vasta epopeya en cinco tomos que se llamaría La Vida de un Gran Pecador, la cual pintaría la vida de un joven corrompido que huye del colegio y se ve complicado en un asesinato. Escapa a un monasterio, cae bajo la influencia de un sacerdote santo, se vuelve contra la religión, cree estar destinado a convertirse en el hombre más grande del mundo, y continúa cometiendo más asesinatos. Lo detienen, lo condenan a muerte, y a último momento se suspende la ejecución de la sentencia y lo envían a Siberia, donde prosigue su carrera de delitos, se mezcla con muchas mujeres, pero, una vez más, bajo la influencia de la religión, borra sus crímenes mediante una serie de grandes obras humanitarias. La Vida de un Gran Pecador no se escribió nunca, y sólo quedan unas pocas notas preliminares, pero en ellas, como en tantas otras notas de diversas épocas de su vida, hallamos las semillas de Los Hermanos Karamázov, que tanto tardaron en germinar.

En el otoño de 1880, cuando estaba terminando la novela, Dostoievski tenía cincuenta y nueve años, pero parecía mucho mayor. La epilepsia lo había consumido. Cuando se sentaba frente al escritorio y proseguía la tarea de la noche, iba empalideciendo y demacrándose cada vez más, hasta que a la madrugada, cuando se acostaba, parecía un esqueleto con marcadas ojeras bajo sus ojos grises y hundidos. En la frente ancha, en otro tiempo lisa, habían aparecido protuberancias y arrugas, y tenía las sienes también hundidas, como si las hubieran golpeado con un martillo. Todo él tenía aspecto frágil. La piel era fina como papel, los pómulos salientes, y los labios bien dibujados a veces temblaban inexplicablemente. Por cierto que estaba viejo, viejo y agotado, y muy cansado; pero quien lo observara de paso en la calle, cuando caminaba rápidamente, con los hombros ligeramente encorvados, podría creer que era un hombre mucho más joven. Durante todo el tiempo que había estado escribiendo Los Hermanos Karamázovno había tenido un solo ataque de epilepsia.

Desde luego que había padecido otros males: resfríos, fiebres, terribles ataques de asma, períodos de postración nerviosa durante los cuales le resultaba imposible escribir, imposible ordenar las ideas. En esos momentos solía mirar fija y tristemente la pila de manuscritos que estaba sobre la mesa, preguntándose si alguna vez podría terminar la novela. Para combatir el asma tomaba unas pastillas contra la tos llamadas pastillas Ems. Durante los períodos de abatimiento nervioso, sólo su mujer, Ania, podía acercársele. Ania era muy activa, tenía ojos grises y penetrantes y veinticinco años menos que su marido, a quien adoraba con devoción firme e invariable.

Noche tras noche trabajaba en su manuscrito, escribiendo precipitadamente con su mano fuerte y entumecida, garabateando a veces, dibujando los perfiles de sus personajes en los márgenes, de modo que sabemos exactamente cómo veía a esos personajes. Escribía a la luz de la vela: siempre tenía dos sobre el escritorio. Por lo general, había también un vaso de té con azúcar, que sorbía a intervalos —un vaso de ese té aceitoso y espeso le duraba toda la noche. En un cajón tenía algunas pasas, nueces, una caja de rahat-lucum y las inevitables pastillas. Cuando estaba inspirado, escribía sin interrupción durante tres o cuatro horas, y lo único que se oía era el ruido que hacía al mojar la pluma.

Su cuarto de trabajo era pequeño, tranquilo, horrible con ese aire de pasada grandeza. El escritorio de caoba, pesado, estaba colocado contra la pared, mirando a la puerta, porque Dostoievski tenía el temor de ser tomado desprevenido que tiene todo ex penado. Frente a ese escritorio había otro más pequeño, donde Ania o su secretario escribían lo que él les dictaba por la tarde o en las primeras horas de la noche. Justo detrás, mientras escribía, tenía un pesado armario en donde guardaba parte de su ropa, incluso un gabán liviano, de verano, que invariablemente usaba en vez de bata. Encima del escritorio había algunas fotografías pequeñas de él y de su mujer. Sobre la otra pared, en un marco dorado, una reproducción de la Virgen de la Sixtina. Debajo de la Virgen, una cama turca, larga y baja. Las ventanas estaban cubiertas por pesadas cortinas, y el piso, por una alfombra descolorida —nada más. El cuarto era tan pequeño, tan helado y poco acogedor, que rara vez recibía en él a las visitas. Las recibía en cambio en la sala contigua. No era elegante ese departamento del nº 5 de Kuznechny Pereulok, situado en un sector poco distinguido de San Petersburgo: todo era viejo, de mal gusto, o comprado barato. Excepto algunos capítulos escritos durante las vacaciones de verano en Staraya Russa, Los Hermanos Karamázovfue íntegramente escrito en ese cuarto, tan frío como cualquiera de los descriptos en sus novelas. Dostoievski era indiferente a las comodidades materiales: para él sólo existía el estudio inacabable de los Karamázov, la pluma, el papel blanco, las dos velas sobre la mesa y la certeza de que Ania estaba por ahí cerca.

Las vacaciones de verano habían terminado, y el invierno, que llega temprano a San Petersburgo, se estaba acercando. El escritor se aproximaba al final, pero todavía estaba lejos del final. Febrilmente revisaba, cotejaba, redactaba, cambiando escenas enteras, estudiaba el desarrollo de un argumento secundario casi intratable, reflexionaba sobre varios finales posibles.

La obra no avanzaba tan bien como había esperado. Los parlamentos del gran juicio son de calidad eximia. En los últimos capítulos parece haber luchado por alcanzar el lirismo que asoma a intervalos en Un adolescente, pero que entonces casi siempre se le escapaba. Hay signos de precipitación y una sensación de esfuerzo tal como podría esperarse en cualquier otra de sus novelas; pero en Los Hermanos Karamázov hay una música grave y sonora, y a Dostoievski le interesaba mantener un ritmo lento, una marcha firme y pesada hasta el final. A mediados de octubre escribía: He estado descuidando todo, hasta mis deberes más sagrados, para no hablar de mí mismo, con el único objeto de concluir mi obra. Son las seis de la mañana. La ciudad está despertando, pero yo no me he acostado todavía, y los médicos me dicen que no tengo que desgastarme a fuerza de trabajo ni estar inclinado sobre el escritorio durante diez o doce horas sin interrupción...

Durante tres semanas más siguió trabajando, agotándose con revisiones constantes. El fuego se estaba apagando. Brilló por un momento en el grito admirable de Dimitri al final del proceso: "¡Juro por Dios y por el terrible Día del Juicio que no soy culpable de la muerte de mi padre!", y volvió a brillar en el último grito extático: "¡Viva Karamázov!", pero entre esos dos gritos hay muchos pasajes áridos en los cuales Dostoievski parece dudar de sus propios fines. Gran parte del juicio es tan sólo periodismo: peor aún, es periodismo de segunda mano, ya que mucho se basa en informaciones de los diarios acerca del proceso a Vera Zasulich por la tentativa de homicidio del General Trepov en enero de 1878, mes en que Dostoievski empezó la novela. Cuidó en forma desusada de que su relato del juicio fuera exacto en todos los detalles, y hasta envió copias de los capítulos concernientes a unos abogados para que lo aconsejaran y los corrigieran. Le preocupaba la precisión, el procedimiento exacto, los métodos de la justicia. Nunca le habían preocupado esas cosas. Tres cuartas partes de la novela están escritas con esa claridad violenta e implacable de una imaginación indagadora que podía escarbar en las grietas más remotas del alma humana. Pero la claridad se estaba desvaneciendo, el periodista que había en él ocupaba su lugar, y se estaba volviendo descuidado.

También estaba mucho más enfermo de lo que sospechaba. Tenía extrañas fiebres y agitaciones repentinas parecidas a sus ataques de epilepsia. No exageraba al decir que trabajaba diez o doce horas por día, obligándose a un esfuerzo que le dañaba la espalda. Aun Ania, que pocas veces intentaba apartarlo del escritorio, se lamentaba de que estaba más ojeroso que de costumbre, y le rogaba descansara. Dostoievski se negaba a descansar. Tenía que terminar la novela, a cualquier precio. Por último, el 8 de noviembre llegó el enviado del Russky Vestnik y se mandaron imprimir los últimos capítulos. Con el manuscrito del epílogo, Dostoievski envió un mensaje al director diciéndole que se sentía mejor de lo que se había sentido desde hacía mucho tiempo, y que esperaba seguir escribiendo durante veinte años más. Le dijo a Ania que se tomaría un breve descanso, que dedicaría los próximos dos años al Diario de un Escritor, esa miscelánea de reflexiones y recuerdos que escribía esporádicamente cuando abandonaba las novelas, y que pasado ese tiempo empezaría el segundo tomo de Los Hermanos Karamázov. El primero se refería a los años medios de la década del 60; el segundo alcanzaría la época contemporánea.

Dostoievski había planeado su programa con un admirable sentido de la verdad de la situación. Estaba en la cima de su fama y su influencia. Todavía tenía deudas, pero la publicación del libro, que hasta el momento sólo había aparecido mensualmente en el Russky Vestnik en forma de folletín, probablemente le reportaría dinero suficiente para estar tranquilo por un tiempo. Tenía relaciones importantes en círculos cortesanos, donde los capítulos religiosos de las novelas habían sido recibidos con entusiasmo: y algunas damas distinguidas habían hecho un culto del santo Aliosha. Pobedonostzev, el Procurador del Santo Sínodo, hasta había insinuado que Dostoievski había cumplido una gran obra en pro del gobierno y de la iglesia, y que sus habilidades artísticas serían recompensadas "en los círculos más altos". Esperaba que la sola publicación del Diario de un Escritorle proporcionaría lo suficiente para vivir. Tenía por delante dos años de ocio y la compañía de aristócratas cultos, porque la aristocracia, que veía en él al defensor de sus privilegios, lo reverenciaba tanto como los estudiantes, para quienes era una figura de protesta, el dirigente espiritual de "la conspiración contra el zar". Dostoievski no se veía ni como lo uno ni como lo otro. Era un profeta, que guiaba tanto a los aristócratas como a los estudiantes hasta un poco más cerca del Reino de Dios sobre la tierra.

Era un hombre sin modestia. Sabía que estaba en la cumbre de su fama y de sus facultades, y que el Diario de un Escritor sería escuchado en toda Rusia. Lo que no sabía es que le quedaban sólo dos meses de vida.

 

*

El 5 de febrero de 1880 un ebanista de origen campesino, Stepan Khalturin, encendió una mecha unida a una carga de dinamita en una de las habitaciones del sótano del Palacio de Invierno y salió tranquilamente del edificio. Eran casi las seis y media de la tarde, y en la ciudad ya había oscurecido. A esa hora el zar se estaba preparando para comer en el gran Salón Amarillo, demorado por una recepción ofrecida al Gran Duque de Hesse y al príncipe Alejandro de Bulgaria, y no se hallaba en la comida cuando explotó la dinamita, que destrozó mil cristales de las ventanas y mató a once de los sirvientes y guardias del palacio. De los numerosos ataques terroristas al zar, ése fue el más espantoso y el que estuvo más cerca de lograr su objetivo.

Dostoievski, como todos en San Petersburgo, oyó la explosión, que lo inquietó profundamente. No simpatizaba con los rebeldes, sino que miraba con despego burlón la guerra entre la corte y los estudiantes. Temía sobre todo lo demás la caída en la anarquía, el gobierno caótico de un puñado de revolucionarios empedernidos que tomara posesión del poder careciendo de sentido de responsabilidad hacia la Iglesia o las tradiciones permanentes de Rusia. Admiraba al zar, y al mismo tiempo le resultaba inevitable pagar el tributo de una admiración callada por los estudiantes. Los comprendía muy bien. En Los Poseídos describe a un grupo de vehementes revolucionarios dominado por un rebelde talentoso y despiadado, para el cual le sirvió de modelo el famoso Sergey Nechayev, detenido y condenado a prisión perpetua en la fortaleza de San Pedro y San Pablo unos años antes.

Dos semanas después de la explosión en el Palacio de Invierno, Alexéi Suvorin se presentó de visita en el departamento de Dostoievski. Era buen mozo, estaba bien vestido, había sido siervo, luego maestro, y a los cuarenta y un años había llegado a ser director del diario más influyente de San Petersburgo. Lenin lo odiaba lo suficiente como para llamarlo "ese millonario sirvergüenza y terco que apoya a la burguesía". Chéjov, que lo quería, decía: "Nunca nadie ayudó más a nuestros escritores rusos: a nadie debemos estar más agradecidos". Dostoievski confiaba tanto en él que solía cambiar con Suvorin sus pensamientos más ocultos.

Estaba trabajando cuando le anunciaron la visita, pero salió del estudio para reunirse con Suvorin en la sala. Este último observó que Dostoievski estaba traspirando como si acabara de salir de un baño turco.

Se saludaron, se sentaron junto a una mesa redonda, y hablaron de negocios. Suvorin era director del Novoye Vremya, y en sus prensas se estaba imprimiendo el Diario de un Escritor. Dostoievski liaba cigarrillos sobre la mesa. Parecía perdido en sus sueños. De pronto levantó la vista y dijo: "Dime, Alexéi Sergéyevich, ¿qué harías tú si estuvieras mirando los retratos de la vidriera de Daziaro, y hubiera junto a ti otra persona que también finge mirar los retratos, y de pronto alguien viniera corriendo hasta él y dijera: '¡Pronto va a explotar el Palacio de Invierno! ¡Acabo de colocar una bomba!'¿Qué harías tú?”

Suvorin sonrió. Otras veces había oído a Dostoievski decir cosas semejantes, y sabía que no esperaba de él respuesta alguna.

—Escucha —prosiguió Dostoievski —, ahí están esos dos hombres, tan agitados que no nos prestan atención, ni siquiera bajan la voz. Pero dime, ¿qué deberíamos hacer? ¿Deberíamos correr hasta el Palacio de Invierno y advertirles, o informar a la policía? Imagina que hay un alguacil parado ahí cerca. ¿Deberíamos ir y decirle que arrestara a los hombres? ¿Lo harías tú?

—No.

—Yo tampoco. Pero sigo preguntándome por qué. ¡En verdad que es una cosa terrible! Va a haber un crimen terrible. Seguramente deberíamos hacer algo. Cuando llegaste, estaba liando cigarrillos, pero todo el tiempo he estado pensando en esto, y pensé en todas las razones que me llevarían a impedir el crimen —razones de peso, esenciales— y luego pensé en todas las razones por las cuales no haría absolutamente nada. Y en realidad, es porque hacer algo sería perfectamente ridículo. ¿Por qué? Porque temería se me tomara por delator. ¡Imagínate! Voy al Palacio de Invierno, me miran, me preguntan y repreguntan, me ofrecen una recompensa, o tal vez sospechen que soy cómplice. Se publica en los diarios: "Dostoievski delata a los delincuentes". ¡Qué absurdo! Es una cuestión policial. Después de todo, Ies pagan para eso. Los liberales no me perdonarían jamás: me harían desesperar y me atormentarían hasta la muerte. En este país todo es anormal: por eso suceden estas cosas, y nadie sabe cómo comportarse, no sólo en las circunstancias más difíciles, sino en las más simples. Me gustaría escribir sobre esto. Podría decir gran cantidad de cosas, agradables y desagradables, sobre la sociedad y el gobierno, pero es claro que no lo haré. ¡En Rusia no le está a uno permitido hablar de las cosas más importantes!

La conversación recayó sobre Los Hermanos Karamázov. Dostoievski insinuó que Aliosha se uniría a los revolucionarios y quizá cometería algunos delitos, pero no entró en detalles. Suvorin tuvo la extraña sensación de que su amigo realmente había visto a los revolucionarios que habían planeado la explosión del Palacio de Invierno pocos minutos después de la colocación de la bomba (1). Por otra parte, como bien sabía, Dostoievski solía inventar escenas impulsivamente, introduciéndolas en la conversación como si realmente hubieran ocurrido. También estaba planteando un acertijo moral, y sus novelas estaban llenas de tales acertijos. Suvorin no insistió en una respuesta.

Once meses más tarde, durante el último de su vida, Dostoievski tuvo otra entrevista con Suvorin. Otra vez volvieron a discutir cuestiones de negocios, y una vez más la conversación recayó sobre Los Hermanos Karamázov. Suvorin insinuó que la novela prefiguraba muchas cosas futuras: estaba impregnada de una especial clarividencia, de un sentido pavoroso del destino que le esperaba a toda la nación.

—Tienes razón —exclamó Dostoievski —. Si crees que hay una gran clarividencia detrás de mi última novela, espera a leer la continuación. Estoy trabajando en ella ahora. Lo sacaré a Aliosha Karamázov de su santo refugio en el monasterio y haré que se una a los nihilistas. ¡Mi puro Aliosha matará al zar!

Suvorin no nos cuenta nada más sobre esa entrevista, y el mismo Dostoievski guardaba un silencio desconcertante acerca de la dirección que tomaría el segundo volumen. Tenemos sólo la prueba de sus cartas y las conversaciones casuales durante los últimos meses de su vida. El breve epílogo de Los Hermanos Karamázov, consistente en no más de veintitrés páginas en el número de noviembre del Russky Vestnik, había aparecido, intercalado entre un ensayo sobre los viajes por Europa de Pedro el Grande y un poema titulado "Un idilio londinense", de Robert Buchanan, y por entonces todo el mundo preguntaba por el segundo volumen. El nombre de Dostoievski estaba en todas las bocas. La gente hablaba de los Karamázov como si realmente existieran. Esas figuras trágicas ya habían entrado en la corriente de la literatura y de la conciencia rusas.

Dostoievski parece haber pasado gran parte de los primeros días de descanso meditando acerca del segundo volumen. A menudo hablaba de él con su mujer, entrando en bastantes detalles. En sus recuerdos, Ania menciona cómo discutía su marido ese segundo volumen "con gran vehemencia", pero en lo referente al proyecto que estaba tomando forma en su mente, sólo dice que "los personajes reaparecerían veinte años después, casi en nuestros días, y durante el intervalo se las habrían ingeniado para lograr grandes cosas". Dostoievski escribió a Pobedonostzev que el segundo tomo trataría de "un Cristo no crucificado". Esas afirmaciones son en realidad los únicos indicios que tenemos sobre la forma que revestiría el segundo volumen, aparte de algunas sugerencias que se encuentran en los pasajes proféticos de Los Hermanos Karamázov. Hay pasajes deliberadamente proféticos que pintan la suerte de los tres hermanos, y es razonable creer que Dostoievski tenía intención de que se cumplieran las profecías.

La intención de que en el segundo volumen Aliosha fuera la figura central es clara: el libro pintaría las tribulaciones de un hombre bueno en un mundo entregado al mal natural. Aliosha no era un santo, puesto que era un sensual como su padre y sus hermanos; pero alcanzaría la santidad. En uno de sus últimos encuentros el padre Zósimo había profetizado el rumbo que tomaría su vida:

"Todavía tienes un largo camino por delante. Tendrás que casarte, también, y tendrás que pasar por todo eso antes de volver otra vez. Tendrás que hacer muchas cosas. Pero no dudo de ti, y por eso te envío al mundo. Cristo está contigo. No lo abandones y él no te abandonará. Éste es el último mensaje que te doy; en el dolor busca la felicidad. Trabaja, trabaja incesantemente".

Sobre tan escasos indicios los críticos alemanes han levantado edificios especulativos. Han resucitado las notas imprecisas para La Vida de un Gran Pecador con el propósito de cubrir de carne el esqueleto débilmente perceptible. Adivinamos que Aliosha se casaría con Lisa y regresaría, quizás herido o muy enfermo, al monasterio, donde acabaría sus días como el padre Zósimo, rodeado por un rebaño de niños que lo adorarían. Suvorin pensaba que Aliosha era un revolucionario empedernido, a quien sus crímenes llevarían al cadalso; Pobedonostzev creía que llevaría una vida santa y tranquila, derramando beneficios alrededor de sí. Es posible que ambos tuvieran razón en parte. También es posible que Dostoievski no tuviera ni la más remota idea acerca de la forma que por último cobraría su novela.

Ese invierno se lo ensalzó como nunca. En el verano, había sido el disertante principal durante las celebraciones en honor de Pushkin que habían tenido lugar en Moscú, y su discurso, impreso en una edición especial del Diario de un Escritor, se citaba en toda Rusia. Su fama como autor de Los Hermanos Karamázov era sólo igualada por su fama como profeta que había anunciado la unión de todos los rusos en una era de hermandad y paz. Siempre que aparecía en público le pedían que recitara "El Profeta", el famoso poema de Pushkin. Empezaba a recitarlo con una voz baja y ronca, afirmándose poco a poco. El último verso "¡Inflama con tu palabra el corazón del hombre!" caía con efecto de trueno, sacudiendo el lugar, encendiendo el corazón de las gentes. Parecía un profeta; era un profeta; y en su presencia las gentes tenían conciencia de que nunca más aparecería otro como él.

PDF 48  Recitaba "El Profeta" en las reuniones de la condesa Sofía Tolstói, la viuda del poeta, una mujer culta, inclinada a las funciones teatrales de aficionados — y Dostoievski convino en desempeñar el papel del santo asceta en la representación de la pieza de su marido, La Muerte de Iván el Terrible. Se trata de un papel sin importancia: el asceta aparece sólo una vez. Iván el Terrible está a punto de morir, y desvaría. Ha matado a casi todos sus amigos y cómplices, y de pronto recuerda que treinta años atrás había mandado a la cárcel a un asceta por profetizar su suerte. Iván ruega al ermitaño que lo ayude. El ermitaño contesta: "Llama a tus amigos". "No tengo amigos", dice Iván, "porque todos han muerto, o están desterrados, o se han pasado al enemigo. ¿Cómo es que no has sabido estas cosas?" Y el ermitaño responde:

¿Cómo habría de saber? Mi celda era una cerrada

Puerta contra el mundo, donde sólo el silencio

Penetraba esas paredes oscuras y espectrales.

Oía el rugido de la tormenta de Dios

Y el débil toque de las campanas del templo.

Hicieron bien en elegir a Dostoievski para ese papel: él había oído la tormenta de Dios y el toque de las campanas del templo, y durante muchos años había vivido oscuramente solo en su celda. Concurrió a los ensayos de la pieza, que se habría de representar el primer domingo de febrero.

El 16 de diciembre Dostoievski fue recibido por el zarévich, a quien le dio un ejemplar de Los Hermanos Karamázov. Ya se había encontrado extraoficialmente con él en algunas reuniones, pero ésta fue su primera presentación formal a ese hombre grandote y tumultuoso, de mejillas coloradas, que pronto ocuparía el trono. El zarévich era afable. Lo felicitó por el éxito de la novela e hizo algunas averiguaciones para saber si Dostoievski sería un preceptor adecuado para sus hijos. Las averiguaciones no dieron ningún resultado, pero Pobedonotzev convenció al zarévich de que concurriera a una conferencia que Dostoievski daría una semana después. El zarévich se aburrió y se fue. A través del Gran Duque Constantino Constantinovich, sobrino del zar, hombre excepcionalmente dotado y que escribía excelente poesía, se estableció una relación más agradable con la familia imperial. Salvo Catalina la Grande, el joven Gran Duque era el único miembro de la familia imperial que tenía talento literario. Dostoievski lo conocía desde hacía por lo menos un año, y a menudo había comido en su palacio. Terminado Los Hermanos Karamázov, se renovaron las invitaciones a comer. Dostoievski se movía en círculos elevados. Todos los sábados por la noche se encontraba con Pobendonostzev para discurrir sobre religión y política, y todos los domingos por la tarde había funciones de teatro en casa de la condesa Sofía Tolstói.

Desde luego que había visitas menos eminentes, entre ellos el joven poeta Dimitri Merezhkovsky, que fue a verlo poco después del encuentro con el zarévich. Merezhkovsky estaba en los comienzos de su carrera literaria, y pidió consejo a Dostoievski. "No puedo darle ningún consejo —le respondió Dostoievski —, salvo éste: para escribir hay que aprender a sufrir". Merezhkkovsky se conmovió profundamente con estas palabras. En otro momento las habría sentido como un insulto, pero entonces provenían de un hombre que evidentemente estaba muy enfermo, con el rostro marcado por el dolor: era un rostro tan delgado y destruido que en cierto modo parecía un cuadro de todo el sufrimiento padecido en Rusia, con una frente nudosa y hendida, una verruga sobre la mejilla derecha, ojos de un gris ahumado, "con una mirada empañada y una pesadez indecible". "Lo más penoso de su rostro —diría más tarde Merezhkovsky—, era una especie de inmovilidad en medio del movimiento, un empeño detenido y petrificado en el colmo del esfuerzo". En un momento de la conversación, Merezhkovsky le preguntó si escribía con facilidad. "No —respondió Dostoievski con voz temblorosa—. Últimamente, le aseguro que se me ha vuelto aborreciblemente difícil".

Merezhkovsky abandonó la casa con la sensación de que el fin estaba cerca. También hubo otros a quienes llenó de espanto la tirantez de sus rasgos. Nikolái Strakhov, primero su amigo íntimo y luego su biógrafo, se encontró con Dostoievski en una de las reuniones aristocráticas. "Estaba extraordinariamente delgado y consumido —escribió Strakhov—. Se cansaba fácilmente, y era claro que sólo lo sostenían sus nervios. Su cuerpo había llegado a un estado tal de debilidad que todos pensábamos que un solo golpe lo derribaría, aunque fuera un golpe muy leve".

Sin embargo Dostoievski se conducía como si gozara de perfecta salud. No sufría. De cuando en cuando sobrevenían momentos inexplicables de debilidad, y entonces se recostaba en la cama turca después de sacar una frazada y una almohada del cajón que había debajo, y dormía un rato. Mientras trabajaba en los últimos capítulos de Los Hermanos Karamázov no había tenido tiempo de jugar con sus hijos, Lyubov y Fyodor. Durante los últimos días le gustaba conversar con ellos, y le gustaba especialmente leerles las historietas cómicas que se publicaban en un semanario para niños llamado La Libélula. Habían llegado a un acuerdo con su mujer: ninguno de los dos hablaría sobre su salud.

Así pasó diciembre, y en enero todavía se hallaba bien de ánimo. Hacia mediados de mes empezó a trabajar en el número siguiente del Diario de un Escritor. Como siempre, se permitía la más absoluta libertad, tratando cualquier tema que le pasara por la cabeza —economía, política, estrategia militar, las relaciones entre Rusia y Europa, el orgullo de las gentes de San Petersburgo en relación con el resto de Rusia. Exigía a las clases dirigentes que comprendieran sus deficiencias. Había demasiados burócratas —cuatro podrían hacer el trabajo de cuarenta, y ¡qué ahorro significaría! Los campesinos necesitaban ayuda. ¿Era cierto que los hombres del gobierno habían sondeado sus corazones y habían comprendido la naturaleza de la gente del campo, que es la única que proporciona alimento y sustento para todos los rusos, y posee tan gran calidad espiritual que todos deberían temblar ante ellos? Pedro el Grande había hecho que Rusia mirara hacia Occidente, pero los europeos siempre habían despreciado a los rusos. Bueno, era culpa de los europeos, que nunca habían comprendido las inmensas posibilidades espirituales de los campesinos rusos. El general Skobelev había ganado una importante batalla contra los turcomanos en Asia Central, y la noticia, llegada a San Petersburgo en diciembre, había entusiasmado a la gente sólo moderamente. La noticia de la victoria, por el contrario, debería haber sido considerada como una señal celestial, como una gran profecía: ¡el futuro de Rusia estaba en el despertar de Asia! En cuanto a los europeos:

"Desde luego que comprenden que nuestros hombres de ciencia han realizado un trabajo notable y hasta trabajos que se han puesto al servicio de la ciencia europea. Pero si bien admiten que tenemos algunos científicos de talento, nunca se permitirán creer que podemos dar hombres de genio y conductores de la humanidad como Bacon, Kant y Aristóteles. Se niegan a creerlo porque se niegan a creer en el valor de nuestra civilización, y no saben nada de nuestro florecimiento futuro.

Y en todo esto tienen razón, porque no tendremos un Bacon, un Newton ni un Aristóteles hasta que nosotros mismos no hayamos señalado el camino de nuestro progreso y seamos espiritualmente independientes; y esto es verdad también con respecto a nuestras artes y nuestras industrias. Europa siempre está dispuesta a elogiarnos, pero nunca reconocerá que pertenecemos a Europa, porque nos desprecia, abierta o encubiertamente, considerándonos de raza inferior. Nos desprecia en particular cuando extendemos los brazos hacia ella en fraternal abrazo.

Con todo, es enormemente difícil apartarse de "la ventana a Europa"; y ése es nuestro destino. Entretanto, Asia nos llama. ¡Si sólo comprendiéramos lo importante que Asia es para nosotros! Asia, nuestra Rusia asiática —¡una planta enferma, pronta a renovarse, a resucitar, a transformarse! Necesitamos ante todo un principio nuevo, una nueva visión".

Así, soñando con los espacios inmensos de una Rusia limítrofe de Persia y la India, escribía constantemente la noche entera, haciendo una pausa a veces y preguntándose qué harían los censores con esas páginas desorganizadas y apasionadas en las cuales atacaba a los burócratas y defendía a Europa, "nuestra segunda madre", contra los eslavófilos, para defender luego a los eslavófilos contra el resto del mundo.

Había retomado su paso, gozaba, escribía con tanto vigor como siempre. Sí, retomaba el antiguo ritmo, escribiendo todas las noches y durmiendo hasta tarde por la mañana. Se levantaba alrededor de las once, cantaba alegremente en el baño con su voz de graznido mientras se arreglaba, tomaba un vaso de té caliente y después se encaminaba al estudio para echar un vistazo a las páginas que había escrito durante la noche. En las primeras horas de la tarde, el dictado, y la inevitable caminata que casi siempre lo llevaba hasta Ballet, la confitería de la esquina del Yekaterininskaya. Era goloso, y le gustaba llevar dulces a sus hijos. Había hecho planes para los próximos quince o dieciséis años de trabajo —el segundo volumen de Los Hermanos Karamázov, una autobiografía, un libro sobre Jesús, y siempre el Diario de un Escritor, que aparecería en cualquier momento que lo necesitara. Entre las muchas obras que esperaba terminar figura un largo poema en conmemoración de los muertos.

 

*

Según Ania, la primera hemorragia se produjo bien entrada la noche del 25 de enero, y por causa de la lapicera. Tenía la costumbre de enrollar el papel de los cigarrillos alrededor de la lapicera, que se le resbaló de las manos, cayó al piso, y rodó debajo del pesado armario de caoba que estaba justo detrás del escritorio. Trató de alcanzarla, pero no la pudo encontrar, y empezó a mover el armario, que pesaba mucho. De pronto descubrió que estaba escupiendo sangre. La sangre era tan poca que decidió no despertar a su mujer, y se echó a dormir sobre la cama turca, como hacía tantas veces. A la mañana siguiente le contó a Ania lo sucedido. Estaba extraordinariamente pálido y evidentemente agitado. Ania envió a Pedro, el mandadero, en busca del doctor von Bretzel, el médico de la familia. Pedro regresó diciendo que von Bretzel había salido y no se lo esperaba de vuelta hasta las cinco.

Con gran sorpresa de Ania, su marido se conducía como todos los días. Tomó su vaso de té caliente, abrió el diario de la mañana, conversó y jugó con sus hijos. En las primeras horas de la tarde dos amigos íntimos, Apollon Maikov y Nikolái Strakhov, fueron a visitarlo. Dostoievski había terminado el Diario de un Escritor y esperaba publicarlo a fin de mes. Había habido dificultades con el censor, pero no graves. Después llegó al departamento Orest Miller, para recordarle que se había comprometido a hablar en la reunión en honor de Pushkin el domingo 29 de enero. Miller le sugirió que sería una excelente idea que recitara algunos versos de Eugenio Oneguin, la gran tragedia de Pushkin. Dostoievski se enfureció:

—No necesito que me digan qué tengo que recitar —exclamó—. ¡Sé exactamente lo que voy a hacer!

A Miller le molestó ese arranque. Ania oyó la disputa, corrió a la sala, y advirtió a Miller, que era muy excitable, que no le gritara a un hombre que evidentemente no se encontraba bien. Volvió la paz. Ya se había publicado el anuncio de que Dostoievski recitaría trozos de Eugenio Oneguin, y Miller se ofreció a corregirlo. Alrededor de las cinco se retiraron las visitas.

Poco antes de las seis, hora habitual de la comida, Ania entró en el estudio y halló a su marido sentado en la cama, con la mirada fija delante de sí. En el mentón y en la barba tenía gotas de sangre. Ania gritó con todas sus fuerzas: "¡Busquen a! médico!" Los hijos —Lyubov tenía once años y Fyodor nueve— empezaron a gritar, y Dostoievski los tranquilizó mostrándoles La Libélula, que acababa de llegar. Había una caricatura de dos pescadores luchando dentro de una red, y Dostoievski leyó las palabras escritas debajo —en Rusia los dibujos siempre traían una breve leyenda en verso. Hacia las siete llegó el doctor von Brezel y empezó a examinar al paciente. Estaba auscultándole el pecho cuando se produjo otra hemorragia tan violenta que perdió el conocimiento. Tan pronto como se recobró, pidió a su mujer que mandara a llamar a un sacerdote.

—Tengo que confesarme y recibir los últimos sacramentos —dijo, y su voz sonó con autoridad inusitada.

El departamento de la Kuznechny Pereulok estaba a corta distancia de la iglesia de Vladimirsky. El padre Megorsky llegó media hora después. Dostoievski se confesó, recibió los sacramentos bajo ambas especies, pan y vino, y permaneció un rato encerrado con el sacerdote. Después entraron al estudio su mujer y sus hijos para recibir su bendición. Pidió a los hijos que vivieran en paz, que se quisieran uno a otro y que cuidaran a su madre; y una vez que ellos salieron de la habitación, habló serenamente con Ania, diciéndole que la quería, agradeciéndole la felicidad que le había dado y pidiéndole que lo perdonara si alguna vez la había hecho sufrir. En ese momento entró el médico, y dijo que no debía seguir conversando, porque el menor movimiento o la menor emoción significaban un peligro. Más tarde se llamó a un tal doctor Koshlakov, y ambos discutieron sobre la salud del paciente. Convinieron en que no se encontraba irremediablemente mal —después de todo, sólo había perdido un poco de sangre, y todavía podía curarse la arteria del pulmón que se había roto. El doctor von Bretzel se quedó toda la noche con Dostoievski, y Ania se fue a dormir.

El martes 27 de enero, el paciente se había reanimado y ya no hablaba de morir. Estaba alegre, hablaba dulcemente con sus hijos, y preguntaba sobre las pruebas de galera del Diario de un Escritor. En el transcurso de la tarde llegaron las pruebas de la imprenta de Suvorin, y Dostoievski pasó un tiempo revisándolas. Sobraban siete renglones en la última página, y Ania se ofreció para hacer las correcciones necesarias. Skobolev había logrado una victoria tras otra, y la última declaración pública de Dostoievski fue, como él quería, un gran grito de alabanza al ejército conquistador ruso. "¡En Europa éramos esclavos; en Asia seremos amos!"

Entretanto, por todo San Petersburgo se había difundido la noticia de su enfermedad y llegaban visitas a preguntar por él. No se les permitía entrar al estudio, pero a Dostoievski le agradaba que fueran. De vez en cuando Ania salía sigilosamente del estudio y Ies informaba acerca de la mejoría. El doctor Koshlakov creía hallar signos de curación definitiva, y opinaba que en dos semanas el paciente se habría recobrado por completo. Esa noche Ania durmió en un colchón a los pies de la cama. A las siete de la mañana se despertó y vio a su marido mirándola tristemente.

—Hace tres horas que estoy despierto —susurró— y todo el tiempo he estado pensando. Pero sólo en este momento acabó de comprender que hoy moriré.

Con terrible angustia Ania se oyó a sí misma diciendo: "Querido, no deberías decir esas cosas. Ya estás mejor, no hay hemorragia, y probablemente todo marche bien, como dice Koshlakov. ¡Por amor de Dios, no te atormentes con dudas! Te aseguro que vivirás muchos años más".

—¡No, moriré hoy! Enciende la vela, Ania, y dame el Nuevo Testamento.

La mujer se acercó al escritorio y sacó la Biblia encuadernada en cuero negro que le habían dado cuando estaba en Siberia, prisionero. Dostoievski la abrió al azar, y le pidió que leyera las primeras palabras con que tropezara en la página. Ania leyó: "Juan, empero, se resistía, diciendo: ¡Yo debo ser bautizado de ti, y tú vienes a mí! A lo cual respondió Jesús diciendo: Déjame hacer ahora, que así es como conviene que nosotros cumplamos toda justicia".

—Ves, Ania —dijo—. "Déjame hacer ahora". Eso quiere decir que voy a morir.

A las diez de la mañana se durmió, para despertar una hora más tarde con otra hemorragia por la boca. Durante la tarde, su hijastro, un joven extraño, de tez amarillenta, llegó al departamento y trató de entrar por la fuerza al estudio. Vociferaba diciendo que su padre se moría y que había llegado el momento de que el abogado fuera a dar fe al testamento. Alejaron al hijastro y el día trascurrió apaciblemente, con Ania y los niños arrodillados junto a la cama. Cada tanto Dostoievski le susurraba a su mujer: "Va a ser duro para ti".

A las seis y media le entregó el nuevo testamento a su hijo y lo bendijo. Permitieron a Apollon Maikov entrar al estudio, para que hablara brevemente con su amigo. También se permitió que otros visitantes vieran al moribundo. De pronto, alrededor de las ocho, tuvo un leve estremecimiento, tosió, escupió sangre, y perdió el conocimiento. Respiraba con mayor dificultad y el pulso se debilitaba. Murió exactamente a las ocho y treinta y ocho.

Esa noche lavaron el cadáver y lo vistieron con sus mejores ropas, colocándolo sobre una mesa de la sala. De la iglesia de Vladimirsky enviaron unos altos candelabros dorados y un paño también dorado para cubrir el cadáver; y el sacerdote recitó la panikida, la oración por los muertos. Fue tanta la gente que acudió a rendirle homenaje mientras yacía ahí, con las manos cruzadas sobre el pecho, que el aire de la habitación era insuficiente para mantener encendidos los cirios; y entonces salieron.

Tres días después, una multitud de treinta mil personas acompañó el ataúd a la Lavra del monasterio de Alejandro Nevsky. Los monjes atravesaron las puertas del monasterio para recibirlo, honor generalmente reservado al zar. Toda esa noche los estudiantes velaron en la Iglesia del Espíritu Santo. Lo enterraron al día siguiente.

Un mes más tarde, los estudiantes arrojaron una bomba al zar, mientras regresaba éste al Palacio de Invierno después de una revista. Había empezado la larga noche de Rusia.

 

NOTA Daziaro era un negocio de fotografías situado en la esquina de la Nevsky Prospekt y la plaza del Almirantazgo. Se sabe que Stepan Khalturin se encontró con Zhelyabov, el jefe del partido revolucionarioNarodnaya Volya, poco después de encendida la mecha. Khalturin, habitualmente impasible, estaba nervioso y excitable cuando se encontró con Zhelyabov, y era perfectamente capaz de divulgar su secreto. Es entonces posible que Dostoievski haya alcanzado a oír la conversación sostenida entre ellos.

 

ROBERT PAYNE

Traducción de María Raquel Bengolea
Revista Sur nº 263, marzo y abril de 1960


 

 

Octave Uzanne: Barbey d'Aurevilly, el Caballero de las Letras

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EL CABALLERO DE LAS LETRAS

La muerte de Barbey d'Aurevilly debe considerarse, en realidad, hacia finales del siglo XIX, como el verdadero ocaso del Romanticismo. Victor Hugo, que murió antes que él, arrojó ciertamente menos claridad sobre su poniente que este Titán de Normandía que, en el anochecer de su vida, todavía llenaba el horizonte literario con un haz de luz exuberante, dando testimonio de truculentas policromías no menos suntuosas que las de los más hirsutos jóvenes de Francia de 1830.

Este maestro de las metáforas audaces y de las pinturas de tono ardiente, semejantes a los vitrales encendidos por los rayos del sol, tenía la modestia de llamarse a veces el Príncipe de las Tinieblas. Amaba la sombra, no como un artificio, para oponerla al resplandor deslumbrante de su verbo opulento, para duplicar su valor, sino más bien por la razón de que, habiéndose sentido siempre exiliado en un mundo tan diferente y tan distante del que había conocido, se había establecido voluntariamente en el crepúsculo de sus melancolías. Cada día el placer que allí encontraba era mayor, a pesar de sus pretensiones de mundanidad y de su innegable gusto por brillar en los salones con ese arte de la conversación del que fue el inefable maestro.

El romanticismo se desprendía de su persona heroica, de su porte altivo, de su lenguaje nutrido de imágenes audaces y sorprendentes, de sus escritos marcados por todas las cualidades de movimiento, sensibilidad, riqueza y altura sublime que constituían su excepcional originalidad. También emanaba, sobre todo, de su carácter de caballero salido, al parecer, del Ciclo Artúrico y de su espíritu de jactancia, generosidad, gallardía y cuestión de honor, de los que hizo gala todo a lo largo de su vida de escritor sin temor y sin reproche.

No fue, en mi opinión, un romántico retrasado en los círculos del realismo, del naturalismo y del simbolismo naciente, sino un romántico de vanguardia, un prerromántico desenfrenado, a la manera de aquel Lord Byron e incluso de aquel ardiente Alfieri que tan profundamente habían excitado su entusiasmo al principio de su noviciado intelectual.

En cualquier caso, personificó más que nadie en el siglo XIX, en todas las expresiones de su vehemente entidad, al romántico heráldico. Mejor que todos los anarquistas que lucharon defendiendo a  Hernanicontra la intransigencia de los clásicos, llevó siempre con él y en él la magnificencia estilizada del Romanticismo, con una nobleza de porte que ni Victor Hugo, ni Vigny, ni Gautier mostraron jamás. Él, Barbey d'Aurevilly, era la estatua viviente del romanticismo individualizado. Incluso a pie, de pie, aparecía ecuestre como el condottiero de las ideas épicas, y se mostraba con poderoso aplomo en la vida como el Colleone en su alto pedestal de Venecia. Sólo el potente Verrocchio podría haber ejecutado su efigie monumental a la perfección.

Dominó su tiempo con su dignidad tan incomprendida como su genio. Quiso, en su imperturbable voluntad de preservar su individualismo, permanecer aislado y despreció honores, asambleas, vanidades y distinciones de todo tipo.  Nada hubiera podido glorificar su primacía espiritual, ni siquiera, sin duda, el título de Mariscal de las Letras que Balzac había imaginado para elevar a la cima de la jerarquía intelectual a ciertos escritores orgullosos de su raro valor y de su alta estatura moral.

Decía con su orgullo habitual: "Los éxitos de este tiempo han hecho de la gloria una abominable prostituta. ¿No es acaso el destino más hermoso tener genio y permanecer en la oscuridad?

 

 

OCTAVE UZANNE

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán

(continuará)

 


LE GENTILHOMME DE LETTRES

La mort de Barbey d’Aurevilly  doit dater, en réalité, vers la fin du XIXe siècle, le véritable coucher de soleil du Romantisme. Victor Hugo qui disparut avant lui, jeta certes moins de feux sur son déclin que ce Titan de la Normandie qui, au couchant de sa vie, empourpra encore l’horizon littéraire d’un faisceau de lumières opulentes, témoignant de truculentes polychromes non moins fastueuses que celles des plus hirsutes jeunes France de 1830.

Ce maître des audacieuses métaphores et des peintures ardentes de ton, semblables à des vitraux embrasés d’éclats solaires, avait la modestie de se nommer parfois le Prince des Ténèbres. Il aimait l’ombre, non par artifice, dans le but de l’opposer à l’éblouissant éclat radiant de son verbe opulent, afin d’en doubler la valeur, mais, plutôt, par cette raison que s’étant toujours senti exilé dans un monde si différent et si distant de celui qu’il avait connu, il s’était volontiers établi dans le crépuscule de ses mélancolies. Il s’y complaisait chaque jour davantage, malgré ses prétentions à la mondanité et son indéniable goût de briller dans les salons par cet art de la causerie dont il fut l’inexprimable maître.

Le Romantisme transsudait de sa personne héroïque, de son allure altière, de son langage nourri d’images hardies et surprenantes, de ses écrits marqués de toutes les qualités de mouvement, de sensibilité, de richesse, de sublimité qui constituaient son exceptionnelle originalité. Il émanait également, et avant tout, de son caractère de chevalier issu, semblait-il, du Cycle d’Arthur et de son esprit de bravade, de générosité, de galanterie et de point d’honneur dont il témoigna à toutes les heures de sa vie d’écrivain sans peur et sans reproche.

Il était, à mon sentiment, non pas, comme on l’a dit, un romantique attardé dans les milieux du réalisme, du naturalisme et du symbolisme naissant, mais plutôt un Romantique d’avant-garde, un pré-Romantique échevelé dans la manière de ce lord Byron et même de cet ardent Alfiéri qui avaient si profondément exalté ses enthousiasmes au début de son noviciat intellectuel.

En tout cas, il personnifia plus que quiconque au XIXe siècle, dans toutes les expressions de sa véhémente entité, le Romantique héraldique. Mieux que tous les Bousingots qui combattirent à Hernanicontre l’intransigeance des classiques, il porta toujours avec lui et en lui la magnificence stylisée du Romantisme, avec une noblesse d’allure dont ne firent jamais montre ni Victor Hugo, ni Vigny, ni Gautier. Lui Barbey d’Aurevilly  fut la statue vivante du Romantisme individualisé. Même à pied, debout, il apparaissait équestre comme le condottière des idées épiques, et il s’offrait campé aussi puissamment dans la vie que le Colleone sur son haut piédestal à Venise. Seul le puissant Verrocchio aurait pu réaliser à souhait son effigie monumentale.

Il dominait son temps par sa dignité aussi incomprise que son génie. - Il voulut, dans son imperturbable volonté de ménager son individualisme, rester isolé et dédaigneux des honneurs, des assemblées, des vanités, des distinctions de toute sorte.  Rien n’aurait pu glorifier sa primauté spirituelle, pas même, sans doute, ce titre de Maréchal des lettres que Balzac avait imaginé pour porter au plus haut de la hiérarchie intellectuelle certains fiers écrivains de sa rare valeur et de sa haute stature morale.

Il disait avec sa fierté coutumière : « Les succès de ce temps ont fait de la gloire une abominable prostituée. La plus belle destinée, n’est-ce pas d’avoir du génie et de rester obscur ? »


 

 

 

 

José María de Heredia y Leopoldo Díaz: El olvido

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L'OUBLI

 

Le temple est en ruine au haut du promontoire.

Et la Mort a mêlé, dans ce fauve terrain,

Les Déesses de marbre et les Héros d'airain

Dont l'herbe solitaire ensevelit la gloire.

 

Seul, parfois, un bouvier menant ses buffles boire,

De sa conque où soupire un antique refrain

Emplissant le ciel calme et l'horizon marin,

Sur l'azur infini dresse sa forme noire.

 

La Terre maternelle et douce aux anciens Dieux

Fait à chaque printemps, vainement éloquente,

Au chapiteau brisé verdir une autre acanthe ;

 

Mais l'Homme indifférent au rêve des aïeux

Écoute sans frémir, du fond des nuits sereines,

La Mer qui se lamente en pleurant les sirènes.

JOSÉ MARÍA DE HEREDIA

 

EL OLVIDO

A Eugenio de Castro.

El alto promontorio corona un templo en ruinas,

Y, sobre el mismo espacio, la muerte ha confundido

Las Diosas y los Héroes. Sobre ellos han crecido

La solitaria yerba, y el musgo, y las espinas.

 

Algún boyero trepa las húmedas colinas,

Suspira el refrán triste de un canto envejecido,

Y erige su distante perfil ennegrecido

En la quietud que envuelve las márgenes marinas.

 

La Madre Tierra es dulce con los antiguos Dioses:

Nuevos acantos ciñen el capitel ya roto,

En cada primavera trae fugitivos goces:

 

Y el Hombre, indiferente de su pasado ignoto,

Escucha desde el fondo de las noches serenas

Al Mar que se lamenta llorando las Sirenas.

Traducción de LEOPOLDO DÍAZ


 

 

Dylan Thomas y Juan Rodolfo Wilcock: Cinco poemas

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The force that through the green fuse drives the flower…

 

The force that through the green fuse drives the flower

Drives my green age; that blasts the roots of trees

Is my destroyer.

And I am dumb to tell the crooked rose

My youth is bent by the same wintry fever.

 

The force that drives the water through the rocks

Drives my red blood; that dries the mouthing streams

Turns mine to wax.

And I am dumb to mouth unto my veins

How at the mountain spring the same mouth sucks.

 

The hand that whirls the water in the pool

Stirs the quicksand; that ropes the blowing wind

Hauls my shroud sail.

And I am dumb to tell the hanging man

How of my clay is made the hangman’s lime.

 

The lips of time leech to the fountain head;

Love drips and gathers, but the fallen blood

Shall calm her sores.

And I am dumb to tell a weather’s wind

How time has ticked a heaven round the stars.

 

And I am dumb to tell the lover’s tomb

How at my sheet goes the same crooked worm.

 

La fuerza que a través del tallo verde mueve la flor,

mueve mi verde edad; la que arde las raíces de los árboles

es la que me destruye.

y no puedo decirle a la rosa torcida

que la misma fiebre invernal tuerce mi juventud.

 

La fuerza que mueve el agua entre las rocas

mueve mi sangre roja; la que seca la boca de los ríos

vuelve cera mi sangre.

Y no puedo decides a mis venas

cómo la misma boca chupa en el manantial de la montaña.

 

La mano que arremolina el agua en la laguna

agita el fondo; la que encorda el viento

iza mi vela de mortaja.

y no puedo decirle al que me cuelga

que la cal del verdugo se saca de mi arcilla. (*)

 

Los labios del tiempo succionan en la fuente misma;

el amor gotea y se junta, pero la sangre caída

calmará sus heridas.

Y no puedo decide a un viento cualquiera

cómo el tiempo ha formado un cielo entre las estrellas.

 

y no puedo decide a un sepulcro de amante

cómo el mismo gusano se curva entre mis sábanas.

 

(*) Nota del traductor: Los ahorcados, en Inglaterra, son enterrados en cal viva.

 

Shall gods be said…

 

Shall gods be said to thump the clouds

When clouds are cursed by thunder,

Be said to weep when weather howls?

Shall rainbows be their tunics’ colour?

 

When it is rain where are the gods?

Shall it be said they sprinkle water

From garden cans, or free the floods?

 

Shall it be said that, venuswise,

An old god’s dugs are pressed and pricked,

The wet night scolds me like a nurse?

 

It shall be said that gods are stone.

Shall a dropped stone drum on the ground,

Flung gravel chime? Let the stones speak

With tongues that talk all tongues.

 

¿Diremos que los dioses golpean las nubes

cuando el trueno las maldice?

¿Diremos que lloran cuando aúlla el viento?

¿que los arco-iris son el color de sus túnicas?

 

¿Adónde están los dioses cuando llueve?

¿Diremos que salpican agua

con regaderas, o liberan torrentes?

 

¿Diremos que, venusinamente,

se aprietan y pellizcan las viejas tetas de un dios,

que la noche lluviosa me reta como una niñera?

 

Se dirá que los dioses son piedra.

¿Una piedra caída retumbará en el suelo,

repicará el puñado de gravilla? Que hablen las piedras

con lenguas que hablan toda lengua.

 

 

Was there a time…

 

Was there a time when dancers with their fiddles

In children’s circuses could stay their troubles?

There was a time they could cry over books,

But time has set its maggot on their track.

 

Under the arc of sky they are unsafe.

What’s never known is safest in this life.

Under the skysigns they who have no arms

Have cleanest hands, and, as the heartless ghost

Alone’s unhurt, so the blind man sees best.

 

¿Hubo épocas en que los bailarines con sus violines

podían calmar sus afanes en circos para niños?

Hubo un tiempo en que podían llorar ante un libro,

pero el tiempo les ha puesto su gusano sobre la pista.

Bajo el arco del cielo corren peligro.

Lo que no se conoce, en esta vida, es lo seguro.

Bajo los avisos del cielo los que no tienen brazos

tienen las manos más limpias, y así como sólo está a salvo

el fantasma sin corazón, así ve mejor el ciego.

 

The hand that signed the paper…

 

The hand that signed the paper felled a city;

Five sovereign fingers taxed the breath,

Doubled the globe of dead and halved a country;

These five kings did a king to death.

 

The mighty hand leads to a sloping shoulder,

The finger joints are cramped with chalk;

A goose’s quill has put an end to murder

That put an end to talk.

 

The hand that signed the treaty bred a fever,

And famine grew, and locusts came;

Great is the hand that holds dominion over

Man by a scribbled name.

 

The five kings count the dead but do not soften

The crusted wound nor stroke the brow;

A hand rules pity as a hand rules heaven;

Hands have no tears to flow.

 

La mano que firmó el papel abatió una ciudad;

cinco dedos soberanos pusieron tasa al aliento,

duplicaron el mundo de los muertos, partieron un país;

esos cinco reyes dieron muerte a un rey.

 

La mano poderosa asciende a un hombro enclenque,

sus articulaciones están duras de tiza;

una pluma de ganso puso fin al crimen

que puso fin a las palabras.

 

La mano que firmó el tratado impuso fiebres,

y aumentó el hambre, vinieron las langostas;

grande es la mano que así impera sobre

el hombre con un nombre mal escrito.

 

Los cinco reyes cuentan los muertos pero no

ablandan las heridas coriáceas, no acarician las frentes;

una mano rige la piedad, como una rige el cielo;

las manos no tienen lágrimas que verter.

 

 

Twenty-four years…

 

Twenty-four years remind the tears of my eyes.

(Bury the dead for fear that they walk to the grave in labour.)

In the groin of the natural doorway I crouched like a tailor

Sewing a shroud for a journey

By the light of the meat-eating sun.

Dressed to die, the sensual strut begun,

With my red veins full of money,

In the final direction of the elementary town

I advance for as long as forever is.

 

Veinticuatro años recuerdan las lágrimas de mis ojos.

(Enterremos a los muertos para que no marchen con trabajo a la tumba).

En la ingle del portal natural me acuclillé como un sastre

cosiendo una mortaja para el viaje

a la luz del sol carnívoro.

Vestido para morir, iniciada ya la parada sensual,

con mis venas rojas llenas de dinero

en la dirección final de la ciudad elemental

avanzo hasta donde dure siempre.

 

DYLAN THOMAS

JUAN RODOLFO WILCOCK

Entregas de La Licorne nº 8. Montevideo, 1956


 

 


Fernando Pessoa y Octavio Paz: Oda triunfal, de Álvaro de Campos

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ODE TRIUNFAL

 

À dolorosa luz das grandes lâmpadas eléctricas da fábrica

Tenho febre e escrevo.

Escrevo rangendo os dentes, fera para a beleza disto,

Para a beleza disto totalmente desconhecida dos antigos.

 

Ó rodas, ó engrenagens, r-r-r-r-r-r-r eterno!

Forte espasmo retido dos maquinismos em fúria!

Em fúria fora e dentro de mim,

Por todos os meus nervos dissecados fora,

Por todas as papilas fora de tudo com que eu sinto!

Tenho os lábios secos, ó grandes ruídos modernos,

De vos ouvir demasiadamente de perto,

E arde-me a cabeça de vos querer cantar com um excesso

De expressão de todas as minhas sensações,

Com um excesso contemporâneo de vós, ó máquinas!

 

Em febre e olhando os motores como a uma Natureza tropical —

Grandes trópicos humanos de ferro e fogo e força —

Canto, e canto o presente, e também o passado e o futuro,

Porque o presente é todo o passado e todo o futuro

E há Platão e Virgílio dentro das máquinas e das luzes eléctricas

Só porque houve outrora e foram humanos Virgílio e Platão,

E pedaços do Alexandre Magno do século talvez cinquenta,

Átomos que hão-de ir ter febre para o cérebro do Ésquilo do século cem,

Andam por estas correias de transmissão e por estes êmbolos e por estes volantes,

Rugindo, rangendo, ciciando, estrugindo, ferreando,

Fazendo-me um acesso de carícias ao corpo numa só carícia à alma.

 

Ah, poder exprimir-me todo como um motor se exprime!

Ser completo como uma máquina!

Poder ir na vida triunfante como um automóvel último-modelo!

Poder ao menos penetrar-me fisicamente de tudo isto,

Rasgar-me todo, abrir-me completamente, tornar-me passento

A todos os perfumes de óleos e calores e carvões

Desta flora estupenda, negra, artificial e insaciável!

 

Fraternidade com todas as dinâmicas!

Promíscua fúria de ser parte-agente

Do rodar férreo e cosmopolita

Dos comboios estrénuos,

Da faina transportadora-de-cargas dos navios,

Do giro lúbrico e lento dos guindastes,

Do tumulto disciplinado das fábricas,

E do quase-silêncio ciciante e monótono das correias de transmissão!

 

Horas europeias, produtoras, entaladas

Entre maquinismos e afazeres úteis!

Grandes cidades paradas nos cafés,

Nos cafés — oásis de inutilidades ruidosas

Onde se cristalizam e se precipitam

Os rumores e os gestos do Útil

E as rodas, e as rodas-dentadas e as chumaceiras do Progressivo!

Nova Minerva sem-alma dos cais e das gares!

Novos entusiasmos de estatura do Momento!

Quilhas de chapas de ferro sorrindo encostadas às docas,

Ou a seco, erguidas, nos planos-inclinados dos portos!

Actividade internacional, transatlântica, Canadian-Pacific!

Luzes e febris perdas de tempo nos bares, nos hotéis,

Nos Longchamps e nos Derbies e nos Ascots,

E Piccadillies e Avenues de L’Opéra que entram

Pela minh’alma dentro!

 

Hé-lá as ruas, hé-lá as praças, hé-lá-hô la foule!

Tudo o que passa, tudo o que pára às montras!

Comerciantes; vários; escrocs exageradamente bem-vestidos;

Membros evidentes de clubes aristocráticos;

Esquálidas figuras dúbias; chefes de família vagamente felizes

E paternais até na corrente de oiro que atravessa o colete

De algibeira a algibeira!

Tudo o que passa, tudo o que passa e nunca passa!

Presença demasiadamente acentuada das cocotes

Banalidade interessante (e quem sabe o quê por dentro?)

Das burguesinhas, mãe e filha geralmente,

Que andam na rua com um fim qualquer;

A graça feminil e falsa dos pederastas que passam, lentos;

E toda a gente simplesmente elegante que passeia e se mostra

E afinal tem alma lá dentro!

 

(Ah, como eu desejaria ser o souteneur disto tudo!)

 

A maravilhosa beleza das corrupções políticas,

Deliciosos escândalos financeiros e diplomáticos,

Agressões políticas nas ruas,

E de vez em quando o cometa dum regicídio

Que ilumina de Prodígio e Fanfarra os céus

Usuais e lúcidos da Civilização quotidiana!

 

Notícias desmentidas dos jornais,

Artigos políticos insinceramente sinceros,

Notícias passez à-la-caisse, grandes crimes —

Duas colunas deles passando para a segunda página!

O cheiro fresco a tinta de tipografia!

Os cartazes postos há pouco, molhados!

Vients-de-paraîtreamarelos como uma cinta branca!

Como eu vos amo a todos, a todos, a todos,

Como eu vos amo de todas as maneiras,

Com os olhos e com os ouvidos e com o olfacto

E com o tacto (o que palpar-vos representa para mim!)

E com a inteligência como uma antena que fazeis vibrar!

Ah, como todos os meus sentidos têm cio de vós!

 

Adubos, debulhadoras a vapor, progressos da agricultura!

Química agrícola, e o comércio quase uma ciência!

Ó mostruários dos caixeiros-viajantes,

Dos caixeiros-viajantes, cavaleiros-andantes da Indústria,

Prolongamentos humanos das fábricas e dos calmos escritórios!

 

Ó fazendas nas montras! Ó manequins! Ó últimos figurinos!

Ó artigos inúteis que toda a gente quer comprar!

Olá grandes armazéns com várias secções!

Olá anúncios eléctricos que vêm e estão e desaparecem!

Olá tudo com que hoje se constrói, com que hoje se é diferente de ontem!

Eh, cimento armado, beton de cimento, novos processos!

Progressos dos armamentos gloriosamente mortíferos!

Couraças, canhões, metralhadoras, submarinos, aeroplanos!

Amo-vos a todos, a tudo, como uma fera.

Amo-vos carnivoramente.

Pervertidamente e enroscando a minha vista

Em vós, ó coisas grandes, banais, úteis, inúteis,

Ó coisas todas modernas,

Ó minhas contemporâneas, forma actual e próxima

Do sistema imediato do Universo!

Nova Revelação metálica e dinâmica de Deus!

 

Ó fábricas, ó laboratórios, ó music-halls, ó Luna-Parks,

Ó couraçados, ó pontes, ó docas flutuantes —

Na minha mente turbulenta e encandescida

Possuo-vos como a uma mulher bela,

Completamente vos possuo como a uma mulher bela que não se ama,

Que se encontra casualmente e se acha interessantíssima.

Eh-lá-hô fachadas das grandes lojas!

Eh-lá-hô elevadores dos grandes edifícios!

Eh-lá-hô recomposições ministeriais!

Parlamentos, políticas, relatores de orçamentos,

Orçamentos falsificados!

(Um orçamento é tão natural como uma árvore

E um parlamento tão belo como uma borboleta).

 

Eh-lá o interesse por tudo na vida,

Porque tudo é a vida, desde os brilhantes nas montras

Até à noite ponte misteriosa entre os astros

E o mar antigo e solene, lavando as costas

E sendo misericordiosamente o mesmo

Que era quando Platão era realmente Platão

Na sua presença real e na sua carne com a alma dentro,

E falava com Aristóteles, que havia de não ser discípulo dele.

 

Eu podia morrer triturado por um motor

Com o sentimento de deliciosa entrega duma mulher possuída.

Atirem-me para dentro das fornalhas!

Metam-me debaixo dos comboios!

Espanquem-me a bordo de navios!

Masoquismo através de maquinismos!

Sadismo de não sei quê moderno e eu e barulho!

 

Up-lá hô jockey que ganhaste o Derby,

Morder entre dentes o teu cap de duas cores!

 

(Ser tão alto que não pudesse entrar por nenhuma porta!

Ah, olhar é em mim uma perversão sexual!)

 

Eh-lá, eh-lá, eh-lá, catedrais!

Deixai-me partir a cabeça de encontro às vossas esquinas.

 

E ser levado da rua cheio de sangue

Sem ninguém saber quem eu sou!

 

Ó tramways, funiculares, metropolitanos,

Roçai-vos por mim até ao espasmo!

Hilla! hilla! hilla-hô!

Dai-me gargalhadas em plena cara,

Ó automóveis apinhados de pândegos e de putas,

Ó multidões quotidianas nem alegres nem tristes das ruas,

Rio multicolor anónimo e onde eu me posso banhar como quereria!

Ah, que vidas complexas, que coisas lá pelas casas de tudo isto!

Ah, saber-lhes as vidas a todos, as dificuldades de dinheiro,

As dissensões domésticas, os deboches que não se suspeitam,

Os pensamentos que cada um tem a sós consigo no seu quarto

E os gestos que faz quando ninguém pode ver!

Não saber tudo isto é ignorar tudo, ó raiva,

Ó raiva que como uma febre e um cio e uma fome

Me põe a magro o rosto e me agita às vezes as mãos

Em crispações absurdas em pleno meio das turbas

Nas ruas cheias de encontrões!

 

Ah, e a gente ordinária e suja, que parece sempre a mesma,

Que emprega palavrões como palavras usuais,

Cujos filhos roubam às portas das mercearias

E cujas filhas aos oito anos — e eu acho isto belo e amo-o! —

Masturbam homens de aspecto decente nos vãos de escada.

A gentalha que anda pelos andaimes e que vai para casa

Por vielas quase irreais de estreiteza e podridão.

Maravilhosamente gente humana que vive como os cães

Que está abaixo de todos os sistemas morais,

Para quem nenhuma religião foi feita,

Nenhuma arte criada,

Nenhuma política destinada para eles!

Como eu vos amo a todos, porque sois assim,

Nem imorais de tão baixos que sois, nem bons nem maus,

Inatingíveis por todos os progressos,

Fauna maravilhosa do fundo do mar da vida!

 

(Na nora do quintal da minha casa

O burro anda à roda, anda à roda,

E o mistério do mundo é do tamanho disto.

Limpa o suor com o braço, trabalhador descontente.

A luz do sol abafa o silêncio das esferas

E havemos todos de morrer,

Ó pinheirais sombrios ao crepúsculo,

Pinheirais onde a minha infância era outra coisa

Do que eu sou hoje...)

 

Mas, ah outra vez a raiva mecânica constante!

Outra vez a obsessão movimentada dos ónibus.

E outra vez a fúria de estar indo ao mesmo tempo dentro de todos os comboios

De todas as partes do mundo,

De estar dizendo adeus de bordo de todos os navios,

Que a estas horas estão levantando ferro ou afastando-se das docas.

Ó ferro, ó aço, ó alumínio, ó chapas de ferro ondulado!

Ó cais, ó portos, ó comboios, ó guindastes, ó rebocadores!

 

Eh-lá grandes desastres de comboios!

Eh-lá desabamentos de galerias de minas!

Eh-lá naufrágios deliciosos dos grandes transatlânticos!

Eh-lá-hô revoluções aqui, ali, acolá,

Alterações de constituições, guerras, tratados, invasões,

Ruído, injustiças, violências, e talvez para breve o fim,

A grande invasão dos bárbaros amarelos pela Europa,

E outro Sol no novo Horizonte!

 

Que importa tudo isto, mas que importa tudo isto

Ao fúlgido e rubro ruído contemporâneo,

Ao ruído cruel e delicioso da civilização de hoje?

Tudo isso apaga tudo, salvo o Momento,

O Momento de tronco nu e quente como um fogueiro,

O Momento estridentemente ruidoso e mecânico,

O Momento dinâmico passagem de todas as bacantes

Do ferro e do bronze e da bebedeira dos metais.

 

Eia comboios, eia pontes, eia hotéis à hora do jantar,

Eia aparelhos de todas as espécies, férreos, brutos, mínimos,

Instrumentos de precisão, aparelhos de triturar, de cavar,

Engenhos brocas, máquinas rotativas!

 

Eia! eia! eia!

Eia electricidade, nervos doentes da Matéria!

Eia telegrafia-sem-fios, simpatia metálica do Inconsciente!

Eia túneis, eia canais, Panamá, Kiel, Suez!

Eia todo o passado dentro do presente!

Eia todo o futuro já dentro de nós! eia!

Eia! eia! eia!

Frutos de ferro e útil da árvore-fábrica cosmopolita!

Eia! eia! eia! eia-hô-ô-ô!

Nem sei que existo para dentro. Giro, rodeio, engenho-me.

Engatam-me em todos os comboios.

Içam-me em todos os cais.

Giro dentro das hélices de todos os navios.

Eia! eia-hô! eia!

Eia! sou o calor mecânico e a electricidade!

 

Eia! e os rails e as casas de máquinas e a Europa!

Eia e hurrah por mim-tudo e tudo, máquinas a trabalhar, eia!

 

Galgar com tudo por cima de tudo! Hup-lá!

 

Hup-lá, hup-lá, hup-lá-hô, hup-lá!

Hé-la! He-hô! H-o-o-o-o!

Z-z-z-z-z-z-z-z-z-z-z-z!

 

Ah não ser eu toda a gente e toda a parte!

 

                        Londres, 1914 — Junho.

ALVARO DE CAMPOS

 


ODA TRIUNFAL

 

A la dolorosa luz de las grandes lámparas eléctricas de la fabrica

Tengo fiebre y escribo.

Escribo rechinando los dientes, rabioso ante esta belleza,

Esta belleza totalmente desconocida para los antiguos.

 

¡Oh ruedas, engranajes, eterno r-r-r-r-r-!

¡Fuerte espasmo retenido de los mecanismos en furia!

En furia dentro y fuera de mí,

En todos mis nervios distendidos

Y en todas las papilas abiertas hacia afuera y hacia todo.

Tengo los labios secos de tanto oír tan cerca

Los grandes ruidos modernos

Y mi cabeza arde por cantarlos con una demasía de expresión

De todas mis sensaciones excesivas,

Con un exceso contemporáneo de vosotras, oh máquinas.

 

Febril y mirando los motores como una naturaleza tropical,

Grandes trópicos humanos de hierro y fuego y fuerza,

Canto, canto al presente y también al pasado y al futuro,

Porque el presente es todo el pasado y todo el futuro

Y hay Platones y Virgilios en las máquinas y las luces eléctricas

Porque los hubo antes y Virgilio y Platón fueron hombres

Y pedazos del Alejandro Magno tal vez del siglo l ,

Átomos que tal vez darán fiebre al Esquilo del siglo C,

Corren por estas correas de transmisión y por estos émbolos y volantes,

Rugiendo, rechinando, repicando, taladrando, retumbando,

Con un exceso de caricias al cuerpo que son una sola caricia para el espíritu.

 

¡Ah, poder expresarme totalmente como se expresa un motor!

Ser completo como una máquina.

Poder circular triunfalmente por la vida como un auto último modelo.

Poder al menos impregnarme físicamente de todo esto,

Rasgarme enteramente, abrirme completamente, permeable

A todos los perfumes de los aceites y a los carbones

De esta flora estupenda, negra, artificial, insaciable.

 

Fraternidad con todas las dinámicas.

Furia promiscua de ser parte-agente

Del rodar férreo y cosmopolita

De los trenes que avanzan intrépidos,

De los barcos de carga y sus faenas de transporte,

Del girar lento y lúbrico de las grúas,

Del disciplinado tumulto de las fábricas

Y del casi silencio susurrante y monótono de las correas de transmisión.

 

Horas europeas, productoras, comprimidas

Entre máquinas y afanes utilitarios,

Grandes ciudades varadas en los cafés,

Nuestros cafés, oasis de inutilidades ruidosas

Donde cristalizan y se precipitan

Los rumores y los gestos de lo Útil

Y las ruedas y las ruedas dentadas y los cojinetes del progreso.

Nueva Minerva desalmada de los muelles y las estaciones.

Nuevos entusiasmos del tamaño del Momento.

Quillas de chapas de hierro sonriente acostadas en los embarcaderos

O en seco, erguidas en los planos inclinados de los puertos.

Actividad internacional, transatlántica, Canadian-Pacific.

Luces y febril perdida del tiempo en bares y hoteles,

En los Longchamps y Derby y Ascot

Y Picadilly y Avenida de la Ópera que entran

Por mi alma hacia dentro.

 

¡E-ya, las calles, e-ya, las plazas, e-ya, e-ya, la foule!

Todo el que pasa y todo el que se para frente a los escaparates,

Comerciantes, vagos, escrocs exageradamente bien vestidos,

Miembros notorios de los clubes aristocráticos,

Escuálidas figuras dudosas, jefes de familia vagamente felices

Y paternales hasta en la cadena de oro que les cruza

El chaleco de bolsillo a bolsillo.

¡Todo lo que pasa, todo lo que pasa y nunca pasa!

Presencia demasiado acentuada de las cocottes,

Banalidad interesante (¿y quien sabe lo que sucede dentro?)

De las burguesitas, madre e hija generalmente,

Recorriendo las calles sin propósito fijo,

La gracia femenina y falsa de los pederastas que pasan con lentitud,

¡Y toda la gente simplemente elegante que pasea y se exhibe,

Dueña, después de todo, de un alma!

 

(¡Ah, como desearía ser el souteneur de todo esto!)

 

La maravillosa belleza de las corrupciones políticas,

Deliciosos escándalos financieros y diplomáticos,

Agresiones políticas en las calles,

Y de vez en cuando el cometa de un regicidio

Iluminando de prodigio y fanfarria los cielos

Rutinarios y brillantes de la civilización cotidiana.

 

Noticias desmentidas de los periódicos,

Artículos políticos insinceramente sinceros,

Noticias passez-a-la caisse, grandes crímenes

(A dos columnas y pase a la segunda página),

Olor fresco de la tinta de imprenta,

Carteles pegados hace poco humedos todavia,

Vient-de-paraître amarillos con una faja blanca,

Como amo a todos, a todos,

Como os amo a todos de todas las maneras,

Con los ojos y los oídos y con el olfato

Y con el tacto (¡lo que para mi significa palparos!)

Y con la inteligencia que es como una antena que vibra.

Mis sentidos en celo por vosotros.

 

Abonos, trilladoras de vapor, progresos de la agricultura

Química agrícola ¡y el comercio casi una ciencia!

Los muestrarios de los agentes viajeros,

Los agentes viajeros, caballeros andantes de la Industria,

Prolongaciones humanas de las fabricas y las calladas oficinas.

 

Novedades en las vitrinas, maniquíes, últimos figurines,

Articulos inutiles que toda la gente suena comprar,

¡Hola!, grandes almacenes con múltiples departamentos,

Anuncios eléctricos que brillan, parpadean y desaparecen,

¡Todo lo que hoy se fabrica y por lo que hoy es diferente de ayer!

¡E-ya, cemento armado, betón, procedimientos novísimos!,

Avance en los armamentos gloriosamente mortíferos,

Acorazados, submarinos, cañones, ametralladoras, aeroplanos,

Os amo a todos, a todos, como una fiera,

Os amo carnívoramente,

Perversamente — y me veo ante mí mismo enroscado

En vosotras, oh cosas grandes, banales, útiles, inútiles,

Cosas totalmente modernas,

Mis contemporáneas, forma actual y próxima

Del sistema inmediato del universo,

Nueva revelación metálica y dinámica de Dios.

 

Fábricas, laboratorios, music-halls, Luna Parks,

Puentes, docks flotantes, acorazados,

En mi mente turbulenta e incandescente

Os poseo como a una mujer hermosa,

Completamente os poseo como a una mujer hermosa y no amada,

A la que encontramos por casualidad y juzgamos interesantísima.

¡E-ya-o-e-ya, fachadas de las grandes lonjas,

Ascensores de los grandes edificios,

E-ya-o-ya, cambios de gabinete,

Parlamentos políticos, relatores de presupuesto,

Presupuestos adulterados!

(Un presupuesto es tan natural como un árbol,

Un parlamento es bello como una mariposa.)

 

¡E-ya, interés por todas las cosas de la vida!,

Porque todo es la vida, desde los brillantes del escaparate

Hasta la noche, puente misterioso entre los astros

Y el mar antiguo y solemne, bañando las costas

Y misericordiosamente siendo el mismo que era

Cuando Platón era realmente Platón

En su presencia real y en su cuerpo con un alma dentro

Y hablaba con Aristóteles, que no sería su discípulo.

 

Yo podría morir triturado por un motor

Con el sentimiento delicioso de entrega de la mujer poseída.

¡Arrójenme a los altos hornos!

¡Tírenme debajo de los trenes!

¡Azótenme a bordo del crucero!

Masoquismo a través del maquinismo,

Sadismo de no se qué moderno y yo mismo y barullo.

 

¡Jipa, jipi, jockey que ganaste el Derby,

¡Hincar los dientes en tu cap de dos colores!

 

(¡Ser tan alto que no pudiese entrar por ninguna puerta!

Mirar es en mi una perversión sexual.)

 

¡Epa, epa, catedrales!

Caer y partirme el cráneo contra vuestras piedras.

 

Y que me levanten de un charco de sangre

Sin que nadie sepa quien soy.

 

Tramways, funiculares, metropolitanos,

Frotadme hasta el espasmo,

¡Hila, hila, hila, oh! Reíd, reíd en mi cara,

Automóviles repletos de juerguistas y rameras,

Multitudes cotidianas ni alegres ni tristes en las calles,

Río multicolor y anónimo donde me baño a mis anchas.

¡Ah, cuantas vidas complejas, cuantas cosas en todas estas casas!

Enterarse de la vida de todos, las dificultades monetarias,

Los pleitos domésticos, los desórdenes que nadie sospecha,

Los pensamientos que cada uno tiene a solas en su cuarto

Y los gestos que hace cuando nadie lo puede ver.

No saber nada de esto es ignorarlo todo, oh rabia,

Rabia que como si fuese fiebre y celo y hambre

Me enflaquece la cara y me hace temblar las manos

Con absurdas crispaciones en mitad de las turbas,

En mitad de las calles llenas de encontronazos.

 

Y la gente vulgar y sucia que parece siempre la misma,

Que cada dos palabras suelta una palabrota,

Cuyos hijos roban en las puertas de los tendajones,

Cuyas hijas a los ocho años —¡todo esto es hermoso y lo amo!—

Masturban a hombres de aspecto decente en los huecos de la escalera,

La gentuza que trepa los andamios y regresa a su casa

Por callejas casi irreales de estrechas y podridas,

Maravillosa gente humana que vive como los perros,

Abajo de todos los sistemas morales,

Para la que ninguna religión se ha inventado,

Ningún arte ha sido creado,

Ninguna política,

¡Como os amo a todos, por ser así,

Ni siquiera inmorales de tan bajos, ni buenos ni malos,

Inaccesibles a todos los cambios,

Fauna maravillosa del fondo del mar de la vida!

 

(En la noria del patio de mi casa

Da vueltas el burro, da vueltas,

Y el misterio del mundo no es más grande que esto.

Limpia el sudor con tu manga, trabajador descontento.

La luz del sol humilla el silencio de las esferas

Y todos vamos a morir,

Oh pinares sombríos en el crepúsculo,

Pinares donde mi infancia era otra cosa,

Otra cosa y no esto que soy...)

 

Pero de nuevo esta rabia mecánica, constante.

Otra vez la obsesión del movimiento de los autobuses,

Otra vez la furia de estar al mismo tiempo en todos los trenes

De todos los lugares de todo el mundo,

Otra vez estar diciendo adiós a bordo de todos los barcos

Que a esta hora levan el ancla o despegan de los muelles,

¡Oh hierro, acero, aluminio, chapas de metal ondulado,

Muelles, puertos, convoyes, grúas, remolcadores!

 

¡E-ya, los grandes desastres ferroviarios,

E-ya, los derrumbes en las galerías de las minas,

E-ya, los naufragios deliciosos de los grandes trasatlánticos,

E-ya, las revoluciones aquí, allá, acullá,

Los cambios de constituciones, guerras, tratados, invasiones,

Ruido, injusticias, violencias y tal vez dentro de poco

La gran invasión de los bárbaros amarillos en Europa

Y otro Sol en un nuevo Horizonte!

 

¿Qué importa todo esto, qué puede importarle todo esto

Al fúlgido y rojizo ruido contemporáneo,

Al ruido cruel y delicioso de la civilización de ahora?

Todo esto acalla todo, salvo al Momento,

Al Momento de tronco desnudo y caliente como un fogonero,

Momento estridente, ruidoso, mecánico,

Momento, pasaje dinámico de todas las bacantes

Del hierro y del bronce y de la borrachera de metales.

 

¡E-ya, ferrocarriles, puentes, hoteles a la hora de la comida,

Aparatos de todas clases, férreos, brutales, mínimos,

Instrumentos de precisión, trituradoras, cavadoras,

Émbolos, tornos, rotativas,

 

E-ya, e-ya, e-ya,

Electricidad, nervios enfermos de la materia,

Telegrafía sin hilos, simpatía metálica del inconsciente,

Túneles, canales, Panamá, Kiel, Suez,

E-ya, todo el pasado dentro del presente,

E-ya, todo el futuro ya en nosotros, e-ya,

E-ya, e-ya, e-ya,

Frutos de hierro del árbol-fábrica cosmopolita,

E-ya, e-ya, e-ya, jo, jo, jo-o-o-ooo,

No existo por dentro, giro, ruedo, corro,

Me enganchan en todos los trenes,

Me izan en todos los muelles,

Giro en las hélices de todos los barcos,

E-ya, e-ya, e-ya, jo-ooo,

Soy el calor mecánico y la electricidad,

 

Y los rieles y los depósitos de maquinaria y Europa,

E-ya, hurra por mí en todo y por todo, hurra, maquinas !al trabajo!, e-ya,

 

Saltar con todo por encima de todo, upa,

 

Upa, epa, upa, epa, op, jop, jop,

Z-z-z-z-z-z-z-z-z-z-z-z,

 

¡Ah, no ser toda la gente y estar en todas partes!

Traducción de OCTAVIO PAZ 

Versiones y Diversiones,  México, 1973



Francis Jammes: Plegaria para ir al Paraíso con los asnos

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PLEGARIA PARA IR AL PARAÍSO CON LOS ASNOS

 

Cuando el momento llegue de ir hacia Ti, Dios mío,

Haz que sea un día en que el campo esté de fiesta,

Bañado en luz. Deseo, como lo he hecho aquí abajo,

Elegir qué camino seguir, el que a mí más me guste, para

Llegar al Paraíso donde en su pleno día brillan las estrellas.

Tomaré mi bastón y por la ancha ruta me iré

Andando y le diré a los asnos, mis amigos:

Yo soy Francis Jammes y me voy al Paraíso

Porque no hay infierno en el país del Dios Bueno.

Y les diré: vengan, dulces amigos del cielo azul,

Pobres queridos animales que sacudiendo la oreja

Se sacuden las moscas, las abejas y los golpes.

Que me veas aparecer, Señor, rodeado de esos animales

Que quiero tanto porque agachan la cabeza

Dulcemente, y se detienen juntando los piecitos

De un modo tan dulce que a uno le da pena.

Llegaré seguido por miles de esas orejas,

Por los que llevan canastas colgando de sus flancos,

Por los que tiran de los carros de los acróbatas,

O de los coches cubiertos con penachos de pluma y hojalata,

Por los que llevan latas abolladas en los lomos,

Por las asnas redondas como vasijas, de pasito corto,

Por los que llevan pequeños pantalones

Debido a las llagas azules y supurantes que les han hecho

Las moscas obstinadas que se agrupan a su alrededor.

Dios mío, concédeme llegar a Ti junto con esos asnos.

Concédeme que en paz los ángeles nos guíen

Hacia los arroyos frondosos donde tiemblan las cerezas

Lisas como la risueña carne de las muchachas,

Y concédeme que en la morada de las almas,

Pueda inclinarme sobre tus aguas divinas, y que yo pueda ser

Como los asnos que verán su humilde y dulce pobreza

Reflejarse en la limpidez del amor eterno.

  

FRANCIS JAMMES

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán

 

PRIERE POUR ALLER AU PARADIS AVEC LES ÂNES

 

Lorsqu'il faudra aller vers vous, ô mon Dieu, faites

que ce soit par un jour où la campagne en fête

poudroiera. Je désire, ainsi que je fis ici-bas,

choisir un chemin pour aller, comme il me plaira,

au Paradis, où sont en plein jour les étoiles.

Je prendrai mon bâton et sur la grande route

j'irai, et je dirai aux ânes, mes amis :

Je suis Francis Jammes et je vais au Paradis,

car il n'y a pas d'enfer au pays du Bon Dieu.

Je leur dirai : " Venez, doux amis du ciel bleu,

pauvres bêtes chéries qui, d'un brusque mouvement d'oreille,

chassez les mouches plates, les coups et les abeilles."

Que je Vous apparaisse au milieu de ces bêtes

que j'aime tant parce qu'elles baissent la tête

doucement, et s'arrêtent en joignant leurs petits pieds

d'une façon bien douce et qui vous fait pitié.

J'arriverai suivi de leurs milliers d'oreilles,

suivi de ceux qui portent au flanc des corbeilles,

de ceux traînant des voitures de saltimbanques

ou des voitures de plumeaux et de fer-blanc,

de ceux qui ont au dos des bidons bossués,

des ânesses pleines comme des outres, aux pas cassés,

de ceux à qui l'on met de petits pantalons

à cause des plaies bleues et suintantes que font

les mouches entêtées qui s'y groupent en ronds.

Mon Dieu, faites qu'avec ces ânes je Vous vienne.

Faites que, dans la paix, des anges nous conduisent

vers des ruisseaux touffus où tremblent des cerises

lisses comme la chair qui rit des jeunes filles,

et faites que, penché dans ce séjour des âmes,

sur vos divines eaux, je sois pareil aux ânes

qui mireront leur humble et douce pauvreté

à la limpidité de l'amour éternel.


 

Remy de Gourmont: La vida de Barbey d'Aurevilly

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LA VIDA DE BARBEY D'AUREVILLY

I

BARBEY d'Aurevilly es una de las figuras más originales de la literatura del siglo XIX. Es probable que durante mucho tiempo siga despertando la curiosidad, que durante mucho tiempo siga siendo uno de esos clásicos singulares y subterráneos que son la verdadera vida de la literatura francesa. Su altar está en el fondo de una cripta, pero a la que los fieles descienden de buen grado, mientras que el templo de los grandes santos abre al sol su vacío y su aburrimiento. Son en las letras, en cierta medida, lo que los mœchi de Sainte-Beuve son en la vida, adúlteros. Los mantenemos alejados de la familia, tememos acercarnos a ellos, pero los miramos y nos alegramos de haberlos visto. No son monstruos; al contrario, uno los encuentra muy hermosos y demasiado libres. Poco a poco, con perseverantes precauciones, los eclesiásticos y los maestros los alejan de las bibliotecas, los esconden en los armarios: bien puestos a la luz, cubiertos de polvo, brillan la moral y la razón.

Pero siempre hay un clan que se ríe de la moral y subestima la razón. Esos villanos, que nos preservaron a Marcial y a Petronio, ahora prefieren Baudelaire a Lamartine, D'Aurevilly a George Sand, Villiers a Daudet, Verlaine a Sully-Prudhomme. Esto significa que hay dos literaturas, una que da cabida a las tendencias conservadoras y otra a las tendencias destructivas de la humanidad. Y así, nada se conserva del todo, ni se destruye del todo; a cada uno le toca ganar una vez la lotería, y eso proporciona a los hombres cultos eternos temas de controversia.

Barbey d'Aurevilly no es uno de esos hombres que se imponen a la admiración banal. Es complejo y caprichoso. Algunos lo consideran un escritor cristiano, convirtiéndolo en una especie de Veuillot romántico; otros denuncian su inmoralidad y su diabólica audacia. Hay un poco de todo esto en él: de ahí sus contradicciones, que no sólo fueron sucesivas. Está claro que al principio era ateo e inmoralista; pero cuando una crisis lo empujó hacia la religión, siguió siendo inmoralista como en su primera fase, y esto parecía singular. Nunca quedó claro, quizás ni siquiera para él mismo, si su catolicismo baudeleriano coincidía con una fe muy profunda. "Cree que cree", se había dicho de Chateaubriand. Barbey d'Aurevilly estaba quizás, por el contrario, tan seguro de su creencia que se tomó todo tipo de libertades con ella, incluso la de serle infiel. Hay que tomar también en cuenta que había estudiado la historia con la suficiente profundidad como para haber aprendido que los mejores católicos, y los más útiles para su religión y su partido, fueron al mismo tiempo grandes paganos.

La raza de la que procede es una de las menos religiosas de Francia, aunque una de las más apegadas a las prácticas exteriores y tradicionales del culto. La influencia del suelo, del clima, es allí claramente visible; los daneses que permanecieron en su propio país se han inclinado, con el paso de los siglos, hacia una religiosidad sombría, replegada por entero en la oscuridad de su conciencia; llevan su fe en el corazón como el campesino lleva una serpiente en el regazo. Convertida en normanda, esa raza ingenua ha florecido en el escepticismo con una prudente lentitud. De una incredulidad íntima, manifiesta una fe pública, casi exclusivamente social. Tiene poco apego por la predicación del Evangelio, pero mucho por la misa, que es una fiesta; ama sus iglesias y se desinteresa por los párrocos. Después de haber construido algunas de las más bellas abadías y catedrales de Francia, se olvidó de dotarlas de monjes y canónigos, de rentas y de tierras. Mucho antes de la Revolución, las abadías estaban desiertas. Cuando se pusieron a la venta los bienes del clero, la nobleza, más aún que los campesinos despreocupados por la religión, compró sin vacilar, sin perturbarse: los jefes de la raza dieron ejemplo de escepticismo.

Muy poco religioso, el normando (nos referimos a la Baja Normandía, la región que formó a Barbey d'Aurevilly) sólo soporta la autoridad cuando se mantiene lejana, invisible; es profundamente individualista, con un patriotismo muy moderado. Amante de la tierra, se desprende sin embargo fácilmente de ella, porque tiene otro gusto que lo empuja a las aventuras. Antes se iba a la guerra, lejos; en nuestros días se va a ejercer el comercio. Con una gran curiosidad mental, disfruta de la educación y de todas las actividades intelectuales o que giran en torno al ejercicio de la inteligencia. La región entre Valognes y Granville, que proporcionó algunos de los más audaces impresores de los siglos XV y XVI, ha hecho un verdadero monopolio del comercio de libros; entre los escritores, la proporción de normandos es siempre enorme.

Esas características generales se encuentran claramente en Barbey d'Aurevilly. Como el normando medio, carece de una religiosidad profunda, pero está apegado a ciertas formas y tradiciones religiosas; es individualista hasta el escándalo, y de la autoridad sólo apoya la idea que se hace de ella; al principio lleno de ternura por su tierra natal, la abandona sin remordimientos, para volver más tarde a amarla de nuevo; nacido en un entorno en el que la cultura gira en torno a la tradición, siente la necesidad de nociones más nuevas y se lanza a conquistarlas, con la imprevisión de un caballero de aventuras. Como está dotado muy sumariamente y su carácter es de los menos flexibles, la lucha resulta ser larga. Tardará cincuenta años en tocar con mano temblorosa una gloria incierta.

Barbey d'Aurevilly nació en 1808 en Saint-Sauveur-le-Vicomte, no lejos de Valognes, en el seno de una de esas familias burguesas en las que el antiguo régimen reclutaba incansablemente a su aristocracia. El rey confería la nobleza como hoy la cruz de la Legión de Honor, pero con más sobriedad y mejor criterio; la familia era condecorada al mismo tiempo que el hombre, y así un grupo cuya importancia aumentaba con cada año que pasaba se interesaba por la grandeza del Estado. La nobleza se aseguraba con cargos comprados; también la nobleza podía comprarse, y esto es lo que más vincula la moral actual con la del pasado. La nobleza de Barbey d'Aurevilly data exactamente del año 1765; hay otras más recientes. Su abuela era una La Blaierie, su madre una Ango (los Angos ya se habían aliado con los Barbeys), ella misma nieta, muy probablemente, de Luis XV. Tenemos, entonces, una ascendencia felizmente variada: sólidos campesinos y aristócratas de la región del Cotentin, los armadores de Dieppe, los Borbones. ¿Se necesita tanto para hacer un Barbey d'Aurevilly? Quizás. Las razas puras dan productos más simples.

Ernestine Ango sólo amaba a su marido, sólo lo veía a él. Théophile Barbey, sombrío, mudo, vivía encerrado en su religión monárquica. El niño era mimado únicamente por su abuela La Blaierie; ella había conocido al caballero Des Touches y le contaba sus aventuras. La otra influencia que tuvo, fue la de su primo Édelestand du Méril, siete años mayor que él. De ese futuro maestro de la erudición medieval recibió su iniciación literaria: romántica, templada por Corneille y Racine, que su tutor, Monsieur Groult, le hizo amar. Con quince años, envió versos a Casimir Delavigne, quien le respondió. Luego fue enviado al Liceo Stanislas, donde "perdió la fe" y, como excelente compensación, se ganó la amistad de su compañero de estudios, Maurice de Guérin, que entonces estaba muy alejado del cristianismo, y que tal vez nunca volvió a él salvo en las ilusiones de su hermana.

De 1829 a 1833, Barbey d'Aurevilly estudia derecho en Caen, conoce a Trébutien, funda una "revista republicana", la Revue de Caen, mientras que su hermano le opone una revista monárquica, el Momus Normand, publica su primer cuento, Léa, y defiende una tesis "de una rara chatura de pensamiento y de estilo" sobre Las causas que suspenden el curso de la prescripción. Por esa época comenzó a interesarse por la política; era republicano y comunista: "¡Despleguemos la bandera municipal! ¡Que se alcen las comunas nuevas como se alzaron, en el siglo XII, las viejas comunas francesas!..." Defiende el sufragio universal y desea que el movimiento social, iniciado en 1789 y continuado en julio de 1830, llegue a su fin. Como querían casarlo, se escapó, provisto de una pequeña herencia personal, se instaló en París, viajó, volvió, soñó, rimó, blasfemó, escribió poemas en prosa y una singular novela, Germaine, que no vería la luz hasta 1884, con el título: Lo que no muere. La política, que iba a volver a apoderarse de él, lo aburría como casi todo lo demás; sus únicas alegrías eran sensuales: un "bello animal" lo consolaba por no creer ya en nada, por no interesarse por nada. Un regreso momentáneo a Saint-Sauveur le demostró que incluso había perdido el amor por su tierra natal: "La patria—escribió en sus Memorandason los hábitos, y los míos no están aquí, nunca han estado aquí". Sin embargo, sus ideas republicanas lo abandonan; él que, por principio, sólo quería llevar su antiguo y corto nombre, "Barbey", le añade ahora el "d'Aurevilly" al que tiene derecho; se acuerda de que su bisabuelo compró una vez un cargo y un título de escudero. ¿Era eso una prueba de sabiduría y razón? Es posible, pues hay que aprovechar todas las ventajas de la vida, rehuir la modestia como un vicio y, si se quiere triunfar, aparentar de antemano lo que se llegará a ser.

Maurice de Guérin va a casarse; esto le hace pensar: "¿Quién no necesita un hogar? Byron sólo fue tan crítico con suyo porque había sido destruido". El romántico sufre tal crisis de sabiduría que acepta escribir en el Diario Oficial de la Instrucción Pública, que dirige su amigo Amédée Renée. Se somete a la disciplina. En agosto de 1837, dice: "Creo que me estoy enfriando interiormente, tanto mejor; la poesía de las pasiones ya apenas me conmueve". En otoño, colaboró en L'Europe, apoyando la política de Thiers. Ahí lo tenemos metido en el periodismo; no lo dejará hasta su muerte, después de haber pasado en él más de cincuenta años.

(continuará)

REMY DE GOURMONT

Promenades littéraires, vol. 1

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán

 

LA VIE DE BARBEY D'AUREVILLY

I

BARBEY d'Aurevilly est une des figures les plus originales de la littérature du dix-neuvième siècle. Il est probable qu’il excitera longtemps la curiosité, qu’il restera longtemps l’un de ces classiques singuliers et comme souterrains qui sont la véritable vie de la littérature française. Leur autel est au fond d’une crypte, mais où les fidèles descendent volontiers, cependant que le temple des grands saints ouvre au soleil son vide et son ennui. Ils sont un peu dans les lettres ce que sont dans la vie les mœchi de Sainte-Beuve, les adultères. On les tient à l’écart de la famille, on craint de les approcher, mais on les regarde et on est content de les avoir vus. Ce ne sont pas des monstres ; au contraire, on les trouve trop beaux et trop libres. Lentement, avec de persévérantes précautions, les ecclésiastiques et les professeurs les écartent des bibliothèques, les cachent dans les armoires : bien en lumière, en pleine poussière, brillent la morale et la raison.

Mais il y a toujours un clan qui se rit de la morale et qui mésestime la raison. Ces méchants, qui nous conservèrent Martial et Pétrone, préfèrent aujourd’hui Baudelaire à Lamartine, d’Aurevilly à George Sand, Villiers à Daudet, Verlaine à M. Sully-Prudhomme. Cela fait qu’il y a deux littératures, l’une qui s’accommode aux tendances conservatrices, l’autre aux tendances destructrices de l’humanité. Et ainsi rien n’est jamais tout à fait conservé, ni tout à fait détruit ; chacun gagne à son tour à la loterie et cela fournit aux hommes cultivés d’éternels sujets de controverse.

Barbey d’Aurevilly n’est pas un de ces hommes qui s’imposent à l’admiration banale. Il est complexe et capricieux. Les uns le tiennent pour un écrivain chrétien, en font une sorte de Veuillot romantique ; d’autres dénoncent son immoralité et sa diabolique audace. Il y a de tout cela en lui : de là des contradictions qui ne furent pas seulement successives. On voit bien qu’il fut d’abord athée et immoraliste ; mais quand une crise l’eut rejeté vers la religion, il demeura immoraliste ainsi qu’en sa première phase, et cela parut singulier. On ne sut jamais bien, ni peut-être lui-même, si son catholicisme baudelairien coïncidait avec une foi très profonde. « Il croit croire », avait-on dit de Chateaubriand. Barbey d’Aurevilly était peut-être au contraire tellement assuré de sa croyance, qu’il prenait avec elle toutes sortes de libertés, même celle de lui être infidèle. C’est aussi qu’il avait étudié assez profondément l’histoire pour avoir appris que les meilleurs catholiques et les plus utiles à leur religion et à leur parti furent en même temps de grands païens.

La race d’où il sortait est une des moins religieuses de la France, quoiqu’une des plus attachées aux pratiques extérieures et traditionnelles du culte. L’influence du sol, du climat, est ici nettement visible ; les Danois demeurés dans leur pays ont incliné, avec les siècles, vers une religiosité sombre, toute repliée dans l’obscurité de la conscience ; ils portent leur foi en leur cœur comme le paysan portait un serpent dans son giron. Devenue normande, cette race naïve s’est épanouie au scepticisme avec une prudente lenteur. D’une incrédulité intime, elle manifeste une foi publique, presque uniquement sociale. Elle tient peu au prône, mais beaucoup à la messe, qui est une fête ; elle aime ses églises et se désintéresse des curés. Ayant construit quelques-unes des plus belles abbayes et cathédrales de France, elle oublia de les pourvoir de moines et de chanoines, de rentes et de terres. Bien avant la Révolution, les abbayes étaient désertes. À la mise en vente des biens du clergé, encore plus que les paysans désintéressés dans la religion, la noblesse acheta, sans hésitation, sans trouble : les chefs de la race donnaient l’exemple du scepticisme.

Très peu religieux, le Normand (on entend la Basse-Normandie, la région qui forma Barbey d’Aurevilly) ne supporte l’autorité que lointaine, invisible ; il est profondément individualiste, d’un patriotisme fort modéré. Aimant la terre, il s’en détache pourtant facilement, car un autre goût le porte aux aventures. Il allait volontiers guerroyer au loin ; à cette heure il y va faire du commerce. D’une assez grande curiosité d’esprit, il goûte l’instruction et toutes les activités intellectuelles ou qui gravitent autour de l’exercice de l’intelligence. La région d’entre Valognes et Granville, qui fournit quelques-uns des plus hardis imprimeurs des XVe et XVIe siècles, s’est fait du commerce des livres un véritable monopole ; parmi les écrivains, la proportion des Normands est toujours énorme.

Ces caractères généraux se retrouvent assez précis en Barbey d’Aurevilly. Comme le Normand moyen, il est dénué de religiosité profonde, mais attaché à certaines formes et traditions religieuses ; il est individualiste jusqu’au scandale, ne supporte de l’autorité que l’idée qu’il s’en fait ; d’abord plein de tendresse pour sa terre natale, il la quitte sans regret, pour revenir plus tard l’aimer encore ; né dans un milieu où la culture est toute de tradition, il sent le besoin de notions plus nouvelles et part à leur conquête, avec l’imprévoyance d’un chevalier d’aventure. Comme il est armé très sommairement et que son caractère est des moins souples, la lutte sera longue. Il lui faudra cinquante ans pour toucher d’une main tremblante une gloire incertaine.

Barbey d’Aurevilly naquit en 1808 à Saint-Sauveur-le-Vicomte, non loin de Valognes, d’une de ces familles bourgeoises où l’ancien régime recrutait infatigablement son aristocratie. Le roi conférait la noblesse comme aujourd’hui la croix, mais avec plus de sobriété et à meilleur escient ; on décorait la famille en même temps que l’homme, on intéressait à la grandeur de l’État un groupe dont chaque année augmenterait l’importance. Des charges vénales assuraient la noblesse ; on pouvait aussi l’acheter, et c’est cela encore qui rattache le plus étroitement les mœurs d’aujourd’hui à celles d’avant-hier. La noblesse de Barbey d’Aurevilly date exactement de l’année 1765 ; il en est de plus récentes. Sa grand-mère fut une La Blaierie, sa mère une Ango (les Ango s’étaient déjà alliés avec les Barbey), elle-même petite-fille, très probablement, de Louis XV. Voilà donc une ascendance heureusement variée : de solides paysans et des aristocrates du Cotentin, les armateurs dieppois, les Bourbons. En faut-il tant pour faire un Barbey d’Aurevilly ? Peut-être. Les races pures donnent des produits plus unis.

Ernestine Ango n’aimait que son mari, ne voyait que lui. Théophile Barbey, sombre, muet, vit forclos dans sa religion royaliste. L’enfant n’est choyé que par sa grand-mère La Blaierie ; elle a connu le chevalier des Touches et lui en conte les aventures. L’autre influence qu’il subit est celle de son cousin Édelestand du Méril, qui a sept ans de plus que lui. C’est de ce futur maître de l’érudition médiévale qu’il reçoit l’initiation littéraire : elle est romantique, tempérée par Corneille et par Racine que lui fait aimer son précepteur, M. Groult. Il a quinze ans, il envoie des vers à Casimir Delavigne, qui lui répond[51]. Ensuite on le dépêche à Stanislas, où « il perd la foi » et, excellente compensation, gagne l’amitié de son condisciple, Maurice de Guérin, alors très loin du christianisme, et qui n’y retourna peut-être jamais que dans les illusions de sa sœur[52].

De 1829 à 1833, Barbey d’Aurevilly étudie le droit à Caen, fait la connaissance de Trébutien, fonde une « revue républicaine », la Revue de Caen, cependant que son frère lui oppose une revue royaliste, le Momus Normand, publie son premier conte, Léa, et soutient une thèse « d’une platitude rare de pensée et de style » sur Les Causes qui suspendent le cours de la prescription. À cette époque, il commence à s’intéresser à la politique ; il est républicain et communaliste : « Déployons donc la bannière municipale ! Que les communes nouvelles se lèvent, comme se levèrent, au XIIe siècle, les vieilles communes françaises !… » ; il préconise le suffrage universel, entend que l’on pousse à sa conclusion « le mouvement social commencé en 89 et continué en juillet 1830 ». Comme on veut le marier, il s’échappe, muni d’un petit héritage personnel, s’établit à Paris, voyage, revient, rêve, rime, blasphème, écrit des poèmes en prose et un roman singulier, Germaine, qui ne verra le jour qu’en 1884, sous ce titre : Ce qui ne meurt pas. La politique, qui va le reprendre, l’ennuie comme presque tout le reste ; ses seules joies sont de sensualité : un « bel animal » le console de ne plus croire à rien, de ne s’intéresser à rien. Un retour momentané à Saint-Sauveur lui prouve qu’il a même perdu l’amour de son sol natal : « La patrie, écrit-il dans sonMémorandum, ce sont les habitudes, et les miennes ne sont pas ici, n’y ont jamais été. » Cependant, ses idées républicaines l’abandonnent ; lui qui, par principe, n’a voulu porter que son vieux nom tout bref, « Barbey », y ajoute maintenant le « d’Aurevilly » auquel il a droit ; il se souvient que son arrière-grand-père acheta jadis une charge et un titre d’écuyer. Était-ce une preuve de sagesse et de raison ? C’est possible, car il faut user dans la vie de tous ses avantages, fuir la modestie comme un vice, et, si l’on veut arriver, paraître tout d’abord ce que l’on deviendra.

Maurice de Guérin va se marier ; cela le fait réfléchir : « Qui n’a pas besoin d’un foyer ? Byron n’en médisait tant que parce qu’on avait détruit le sien. » Le romantique traverse une telle crise de sagesse qu’il consent à écrire dans le Journal officiel de l’Instruction publique, que dirige son ami Amédée Renée. Il se discipline : « Je crois, dit-il en août 1837, que je me refroidis intérieurement, ce serait tant mieux ; la poésie des passions ne me touche guère plus. » Dès l’automne, il collabore à L’Europe, soutenant la politique de M. Thiers. Le voilà entré dans le journalisme ; il n’en sortira qu’à sa mort, après y avoir passé plus de cinquante ans.


 

 

Anna Akhmatova y Omar Lobos: Dedicatoria

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Посвящение

 

Перед этим горем гнутся горы,

Не течет великая река,

Но крепки тюремные затворы,

А за ними «каторжные норы»

И смертельная тоска.

Для кого-то веет ветер свежий,

Для кого-то нежится закат —

Мы не знаем, мы повсюду те же,

Слышим лишь ключей постылый скрежет

Да шаги тяжелые солдат.

Подымались как к обедне ранней.

По столице одичалой шли,

Там встречались, мертвых бездыханней,

Солнце ниже и Нева туманней,

А надежда все поет вдали.

Приговор... И сразу слезы хлынут,

Ото всех уже отделена,

Словно с болью жизнь из сердца вынут,

Словно грубо навзничь опрокинут,

Но идет... Шатается... Одна...

Где теперь невольные подруги

Двух моих осатанелых лет?

Что им чудится в сибирской вьюге,

Что мерещится им в лунном круге?

Им я шлю прощальный мой привет.

 

1940

ANNA AKHMATOVA

 


DEDICATORIA

 

Ante este dolor se doblan las montañas,

No corre el anchuroso río,

Pero son fuertes los cerrojos carcelarios,

Y tras ellos las “cuevas del presidio”

Y una angustia mortal.

Para algunos sopla el viento fresco,

Para algunos arrulla el ocaso…

Nosotros no sabemos, somos siempre los mismos,

Oímos el odioso rechinar de las llaves

Y pesados pasos de soldados.

Nos levantábamos como para misa,

Íbamos por la capital embrutecida,

Allá nos encontrábamos, inertes como un muerto,

El sol está más bajo y el Neva más brumoso,

Mas la esperanza sigue cantando a lo lejos

una sentencia… y allí las lágrimas que fluyen,

de todos ya ha quedado separada,

Como si le arrancaran del corazón la vida,

Como si la voltearan brutalmente de espaldas,

Pero camina… Tambalea… Sola…

¿Dónde están ahora involuntarias amigas

De estos dos años furibundos míos?

¿Qué ven en la tormenta de nieve siberiana,

Qué creen ver en el círculo lunar?

A ellas envío mi saludo de adiós.

  

Traducción de OMAR LOBOS


 


Lord Byron y Teodoro Llorente: El sueño

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THE DREAM

 

I

Our life is twofold: Sleep hath its own world,

A boundary between the things misnamed

Death and existence: Sleep hath its own world,

And a wide realm of wild reality,

And dreams in their developement have breath,

And tears, and tortures, and the touch of Joy;

They leave a weight upon our waking thoughts,

They take a weight from off our waking toils,

They do divide our being; they become

A portion of ourselves as of our time,

And look like heralds of Eternity;

They pass like spirits of the past,—they speak

Like Sibyls of the future; they have power—

The tyranny of pleasure and of pain;

They make us what we were not—what they will,

And shake us with the vision that's gone by,

The dread of vanished shadows—Are they so?

Is not the past all shadow?—What are they?

Creations of the mind?—The mind can make

Substance, and people planets of its own

With beings brighter than have been, and give

A breath to forms which can outlive all flesh

I would recall a vision which I dreamed

Perchance in sleep—for in itself a thought,

A slumbering thought, is capable of years,

And curdles a long life into one hour.

 

 

II

I saw two beings in the hues of youth

Standing upon a hill, a gentle hill,

Green and of mild declivity, the last

As 'twere the cape of a long ridge of such,30

Save that there was no sea to lave its base,

But a most living landscape, and the wave

Of woods and cornfields, and the abodes of men

Scattered at intervals, and wreathing smoke

Arising from such rustic roofs;—the hill

Was crowned with a peculiar diadem

Of trees, in circular array, so fixed,

Not by the sport of nature, but of man:

These two, a maiden and a youth, were there

Gazing—the one on all that was beneath40

Fair as herself—but the Boy gazed on her;

And both were young, and one was beautiful:

And both were young—yet not alike in youth.

As the sweet moon on the horizon's verge,

The Maid was on the eve of Womanhood;

The Boy had fewer summers, but his heart

Had far outgrown his years, and to his eye

There was but one belovéd face on earth,

And that was shining on him: he had looked

Upon it till it could not pass away;50

He had no breath, no being, but in hers;

She was his voice; he did not speak to her,

But trembled on her words; she was his sight,

For his eye followed hers, and saw with hers,

Which coloured all his objects:—he had ceased

To live within himself; she was his life,

The ocean to the river of his thoughts,

Which terminated all: upon a tone,

A touch of hers, his blood would ebb and flow,

And his cheek change tempestuously—his heart

Unknowing of its cause of agony.

But she in these fond feelings had no share:

Her sighs were not for him; to her he was

Even as a brother—but no more; 'twas much,

For brotherless she was, save in the name

Her infant friendship had bestowed on him;

Herself the solitary scion left

Of a time-honoured race. —It was a name

Which pleased him, and yet pleased him not—and why?

Time taught him a deep answer—when she loved

Another: even now she loved another,

And on the summit of that hill she stood

Looking afar if yet her lover's steed

Kept pace with her expectancy, and flew.

 

III

A change came o'er the spirit of my dream.

There was an ancient mansion, and before

Its walls there was a steed caparisoned:

Within an antique Oratory stood

The Boy of whom I spake;—he was alone,

And pale, and pacing to and fro: anon

He sate him down, and seized a pen, and traced

Words which I could not guess of; then he leaned

His bowed head on his hands, and shook as 'twere

With a convulsion—then arose again,

And with his teeth and quivering hands did tear

What he had written, but he shed no tears.

And he did calm himself, and fix his brow

Into a kind of quiet: as he paused,

The Lady of his love re-entered there;

She was serene and smiling then, and yet

She knew she was by him beloved—she knew,

For quickly comes such knowledge, that his heart

Was darkened with her shadow, and she saw

That he was wretched, but she saw not all.

He rose, and with a cold and gentle grasp

He took her hand; a moment o'er his face

A tablet of unutterable thoughts

Was traced, and then it faded, as it came;

He dropped the hand he held, and with slow steps

Retired, but not as bidding her adieu,

For they did part with mutual smiles; he passed

From out the massy gate of that old Hall,

And mounting on his steed he went his way;

And ne'er repassed that hoary threshold more.

 

 

IV

A change came o'er the spirit of my dream.

The Boy was sprung to manhood: in the wilds

Of fiery climes he made himself a home,

And his Soul drank their sunbeams: he was girt

With strange and dusky aspects; he was not

Himself like what he had been; on the sea

And on the shore he was a wanderer;

There was a mass of many images

Crowded like waves upon me, but he was

A part of all; and in the last he lay

Reposing from the noontide sultriness,

Couched among fallen columns, in the shade

Of ruined walls that had survived the names

Of those who reared them; by his sleeping side

Stood camels grazing, and some goodly steeds

Were fastened near a fountain; and a man

Clad in a flowing garb did watch the while,

While many of his tribe slumbered around:

And they were canopied by the blue sky,

So cloucdless, clear, and purely beautiful,

That God alone was to be seen in Heaven.

 

 

V

A change came o'er the spirit of my dream.

The Lady of his love was wed with One

Who did not love her better:—in her home,

A thousand leagues from his,—her native home,

She dwelt, begirt with growing Infancy,

Daughters and sons of Beauty,—but behold!

Upon her face there was the tint of grief,

The settled shadow of an inward strife,

And an unquiet drooping of the eye,

As if its lid were charged with unshed tears.

What could her grief be?—she had all she loved,

And he who had so loved her was not there

To trouble with bad hopes, or evil wish,

Or ill-repressed affliction, her pure thoughts.

What could her grief be?—she had loved him not,

Nor given him cause to deem himself beloved,

Nor could he be a part of that which preyed

Upon her mind—a spectre of the past.

 

 

VI

A change came o'er the spirit of my dream.

The Wanderer was returned.—I saw him stand

Before an Altar—with a gentle bride;

Her face was fair, but was not that which made

The Starlight[16] of his Boyhood;—as he stood

Even at the altar, o'er his brow there came

The self-same aspect, and the quivering shock

That in the antique Oratory shook

His bosom in its solitude; and then—

As in that hour—a moment o'er his face

The tablet of unutterable thoughts

Was traced,—and then it faded as it came,

And he stood calm and quiet, and he spoke

The fitting vows, but heard not his own words,

And all things reeled around him; he could see

Not that which was, nor that which should have been—

But the old mansion, and the accustomed hall,

And the remembered chambers, and the place,

The day, the hour, the sunshine, and the shade,

All things pertaining to that place and hour

And her who was his destiny, came back

And thrust themselves between him and the light:

What business had they there at such a time?

 

 

VII

A change came o'er the spirit of my dream.

The Lady of his love;—Oh! she was changed

As by the sickness of the soul; her mind

Had wandered from its dwelling, and her eyes

They had not their own lustre, but the look

Which is not of the earth; she was become

The Queen of a fantastic realm; her thoughts

Were combinations of disjointed things;

And forms, impalpable and unperceived

Of others' sight, familiar were to hers.

And this the world calls frenzy; but the wise

Have a far deeper madness—and the glance

Of melancholy is a fearful gift;

What is it but the telescope of truth?

Which strips the distance of its fantasies,

And brings life near in utter nakedness,

Making the cold reality too real!

 

 

VIII

A change came o'er the spirit of my dream.

The Wanderer was alone as heretofore,

The beings which surrounded him were gone,

Or were at war with him; he was a mark

For blight and desolation, compassed round

With Hatred and Contention; Pain was mixed

In all which was served up to him, until,

Like to the Pontic monarch of old days,

He fed on poisons, and they had no power,

But were a kind of nutriment; he lived

Through that which had been death to many men,

And made him friends of mountains: with the stars

And the quick Spirit of the Universe

He held his dialogues; and they did teach

To him the magic of their mysteries;

To him the book of Night was opened wide,

And voices from the deep abyss revealed

A marvel and a secret—Be it so.

 

 

IX

My dream was past; it had no further change.

It was of a strange order, that the doom

Of these two creatures should be thus traced out

Almost like a reality—the one

To end in madness—both in misery.

 

LORD BYRON

July, 1816.


EL SUEÑO

I

Doble es la vida del mortal: el Sueño

Tiene también su misterioso mundo,

Que en los inciertos límites se extiende

De la Vida y la Muerte, o lo que ilusos

Llaman así los hombres. Él gobierna

De fantásticos seres reino mudo,

Cuyas visiones, cual nosotros, vida

Tienen y aliento y lágrimas, y agudos

Dolores sufren y placeres gozan.

Al pensamiento humano dan impulso

Ellas secreto, y a la par engendro

De nuevas sombras los azares duros

De nuestra suerte son. Nuestra existencia

Divide el vago sueño; sus obscuros

Cuadros en nuestra mente vida cobran,

Y cual heraldos mira del futuro

Sus sombras el espíritu medroso.

Del pasado recuerdos importunos

O del velado porvenir sibilas,

El alma rinden al pesado yugo

Del placer y el dolor. De su capricho

Juguete es nuestro ser, y su conjuro

Evoca los que hielan nuestra sangre

Pavorosos fantasmas del sepulcro.

¿Fingidas sombras son o ciertos seres?

¿Son también vanas sombras los confusos

Recuerdos de otra edad? ¿Son de la mente

Soñadora ilusiones? Da robusto

Aliento el alma a imaginarios seres,

Que de espléndidos orbes los augustos

Recintos pueblan, y su vida vence

De la vida del hombre el breve curso.

Yo os diré la visión que en el letargo

Mi sueño perturbó: funesto augurio

Quizás, o fiel memoria, que compendia

Luengos años en rápido minuto!

 

II

Dos sombras vi risueñas. Dio sus rosas

La juventud a su semblante. El musgo

Leve hollaba su pie de alta colina.

¡Colina pintoresca! En el fecundo

Llano se pierde su tendida falda,

Y de enlazada cordillera el último

Promontorio parece; mas no, inquieto,

Ruge áa sus pies el piélago iracundo:

Bello y gozoso panorama extiende

Horizonte sereno en torno suyo.

En mar de espigas y ondulantes selvas,

De desparcidas chozas viejos muros

Pardos se elevan, y sobre ellos vagan

En tenues espirales nubes de humo

 Coronan la colina añosos árboles

Que formados en círculo, sus rudos

Troncos levantan, y a su sombra inmobles

El mancebo y la virgen en profundo

Silencio miran, ella el cuadro inmenso

Que a sus pies se dilata, cual su puro

Semblante hermoso, y él la faz divina

De la doncella. Breves, mas no en número,

Son sus años iguales. Cual la luna

Que naciente destácase en el turbio

Confín del horizonte, en la alborada

Brilla la virgen de su abril fecundo.

Un niño es el doncel; mas ya su pecho

Voraz consume el fuego prematuro

De temprana pasión. La azul pupila

Del ángel, que contempla taciturno,

Su alma inflamó, que alienta sólo y vive

Para su amor. Ella es su voz: si el húmedo

Labio de rosas abre, estremecido

Su melodioso acento escucha él mudo.

Sólo por ella ve: de su mirada,

Que de celestes tintas baña el mundo,

Va su mirada en pos. Ya en sí no vive;

Vive en ella tan sólo. Cual tributo

Dan los ríos al mar, sus pensamientos

Van a morir al pensamiento que único

Consuela su alma ansiosa. Si oye el timbre

Sonoro de su voz; si al blando impulso

Del viento volador, le roza un pliegue

De su flotante falda, en hervor rudo

Su sangre late y borrascoso cambia

El color de su faz; y aún el oculto

Motivo ignora de su interna lucha.

El tierno pecho de la niña, duro

Cerrose a los afanes del mancebo.

En él mira un hermano; mas no pudo

Dar a su amor más que fraterno afecto.

Sola en la tierra, de linaje augusto

Vástago solitario, ella su amigo

Le nombra. Mas ¿por qué vago disgusto

Siente a ese nombre su infeliz amante?

A ese del corazón enigma obscuro

Respuesta el tiempo dio, ¡respuesta amarga!

¡Ella amaba también! Otro ese triunfo

Logró feliz, y en la fatal colina

Mira a lo lejos si el erial inculto

Galopando atraviesa el que anhelante

Su amador espolea noble bruto.

 

III

Trocáronse las sombras de mi sueño.

De altivo alcázar ante el viejo muro

Embridado corcel jinete aguarda;

Y en oratorio que al divino culto

Los siglos consagraron, solo, triste,

Pálido, pensativo, con adusto

Aspecto el mozo, el pavimento hiere

Con paso desigual. Meditabundo

Siéntase; oprime su crispada mano

La leve pluma, y rápido y convulso

Escribe, y luego entre sus manos trémulas

La frente dobla, que inclinara el mustio

Dolor, desfallecida. Y se levanta

Y el pliego que escribió rasga iracundo

Con rencor ciego, y de benigno llanto

Ni una gota bañó sus ojos turbios.

Calma aparente su inquietud esconde,

Y oye tranquilo que el umbral robusto

Huella del viejo alcázar con pie leve

La reina de su amor. Cándido y puro

Es de sus ojos el destello, y ríe

Dulce al mancebo. ¿El torcedor agudo

Que es su tormento, ignora? No; ella sabe

(El amor escondido nunca estuvo

A la más inexperta de las niñas)

Que es por él adorada, que es el núcleo

Su imagen de sus locos pensamientos,

Que es infeliz; mas ¡ay! Hasta qué punto

Dolor y amor llegaron, aún ignora.

Él se levanta y con gentil saludo

Ceremonioso a la doncella tiende

La mano, que ella oprime, y brillan súbito

Del triste mozo en la sombría frente

Lúgubres pensamientos, que en tumulto

Loco se agitan, y cual vagas sombras

Nebulosos disípanse. Confuso

Deja caer la mano de la bella,

Y cortés parte el mozo. ¿Su adiós último

Es aquel a su amada? Con sonrisa

Que apacible y serena no es augurio

De eterna despedida, se separan.

Cruza con paso rápido el obscuro

Portal; oprime osado los ijares

Del volador corcel; sin fijo rumbo

Lejos corre, y tornar ya no le vieron

Del viejo alcázar los altivos muros.

 

 

 

IV

Trocáronse las sombras de mi sueño.

El niño es hombre ya. Donde los rústicos

Bosques región selvática decoran,

Busca una patria, y su alma a los fecundos

Rayos del sol tranquila se despliega.

Ya no es hoy quien fue ayer: el mar sañudo,

La agreste sierra y el tendido llano

Cruzar le ven indiferente el mundo.

Múltiples perspectivas miro en torno

Y pasan y disípanse, y descubro

Siempre su imagen solitaria en ellas.

Y pasan, y por fin vano refugio

Buscar le miro del candente rayo

Que vibra vertical el sol de julio,

Los fatigados miembros extendiendo

Al pie de las columnas que el orgullo

Alzó y al nombre sobreviven rotas

Del que labró ambicioso el mármol duro.

Duerme y en torno los camellos pacen.

Cerca de claro manantial algunos

De noble raza indómitos caballos

Ligan a firme tronco dobles nudos.

Suelta al viento la túnica flotante,

Guardián de árida tez y rostro enjuto

Vela y sus toscos camaradas yacen

En rojo suelo de verdor desnudo,

Y sobre ellos dilátase el espacio

Tan sereno, tan diáfano y tan puro,

Que la sombra de Dios se transparenta

En el azul firmamento augusto.

 

V

Trocáronse las sombras de mi sueño.

La amada del mancebo al blando yugo

Rindió del himeneo el albedrío.

Es de su esposo apasionado culto

El idólatra amor: y lejos goza

Del desdeñado mozo, en el seguro

Asilo de su hogar felices días,

Viendo crecer cual vírgenes capullos,

Sus risueños infantes, dulces hijos

De la Hermosura. Mas ¿por qué, cual nuncio

De interna lucha y comprimido anhelo,

Su faz signo fatal nubla importuno?

¿Por qué velan sus húmedas pupilas

Los párpados caídos, cual si el turbio

Raudal del lloro contener quisieran?

¿Cuál es su interno afán? Contempla suyo

Cuanto en el mundo anhela, y del que un día

Loco la amaba, el pensamiento impuro

Y la esperanza criminal, no pueden

Ser a su honor inmaculado insulto.

¿Cuál es su interno afán? Ni ella amó nunca

Al doncel, ni a su amor inoportuno

Dio pábulo jamás. No, ser no puede

Su inocente memoria el que sañudo

En su alma herida sin piedad se ceba,

¡Buitre devorador en ella oculto!

 

VI

Trocáronse las sombras de mi sueño.

Ya volvió el peregrino: ante el vetusto

Altar le miro, y a su lado hermosa

Desposada gentil. Es noble orgullo

De la beldad su rostro peregrino;

Mas no es el sol que iluminó fecundo

De su infantil amor los dulces sueños.

Ante el ara sombrío y taciturno,

Luchar él siente en su oprimido pecho

Las emociones que en combate rudo

En el sacro oratorio del antiguo

Alcázar sufrió un día, y brillan súbitos

Cual brillaron entonces, en su frente

Lúgubres pensamientos que en tumulto

Loco se agitan, y cual vagas sombras

Nebulosos disípanse. Convulso

Duda; mas pronto reprimió su anhelo,

Y con sereno rostro y con seguro

Acento, dice un «sí» que niega su alma.

Y todo vago gira en torno suyo;

Templo y altar, esposa y sacerdote,

Borrarse mira, y a sus ojos turbios

El hogar aparece de su infancia

Y el del altivo alcázar viejo muro,

Y el amado aposento, el día, la hora,

La colina, las sombras del crepúsculo

Y la que estrella fue de su destino.

Y todos esos cuadros en confuso

Vaivén entre la luz y su pupila

Ruedan veloces. ¿Para qué, importuno,

La pompa turba del solemne instant

El de ya muerta edad aspecto mudo?

 

VII

Trocáronse las sombras de mi sueño.

La amada del doncel (¿quién la luz pudo

Así extinguir de su beldad?) la amada

Del doncel sufre la que ignora el mundo

Dolencia oculta, que emponzoña su alma.

De la razón burlando el roto yugo,

Libre vuela su espíritu, y sus ojos

Con sobrehumana luz brillan adustos.

En región tenebrosa su alma reina:

Su fantasía, lóbrego conjunto

De desacordes pensamientos, tiende

En su vaga extensión vuelo inseguro.

Locura llamó el hombre a su dolencia;

Mas ¡ay! En alma noble acerbo fruto

Es la locura del dolor. Él presta

Luz radiante y profética a los mustios

Ojos que el llanto empaña. Es la locura.

Entonces claro prisma, que desnudo

De engañadores velos el espectro

De la verdad nos muestra, y los ocultos

Arcanos revelando, brotar hace

La horrible realidad a su conjuro.

 

VIII

Trocáronse las sombras de mi sueño.

De nuevo el peregrino taciturno

La tierra cruza solitario, muertos

O en lucha ya con él todos los suyos.

Blanco a las flechas del dolor, en su alma

Hincaron el rencor y el odio injusto

Hierro acerado, y ponzoñosa mana

La fuente, donde el néctar libó puro

Del amor y la vida. Cual un tiempo

Del celebrado Ponto el rey astuto,

El de nocivas pócimas nutrido,

La ponzoña letal bebe seguro.

Lo que a los hombres todos muerte fuera,

Para él es vida. Escala los robustos

Peñascos, de los montes fiel amigo,

Contempla las estrellas, y el nocturno

Silencio oye las pláticas que entabla

Con el velado ser que anima al mundo.

Y le dicen los astros su secreto,

Y del cielo en los ámbitos profundos

A sus ojos la noche abre su libro,

Y la voz que habla en el abismo obscuro

Le dice, revelándole su arcano:

«¡Sé cual las sombras de mi reino mudo!»

 

IX

Y la visión se disipó. Y absorto

Yo la verdad del pavoroso augurio

Hoy pensador medito. ¡Ambos amantes,

Tras vida escasa de agitado curso,

Lloran, él desdichado, ella demente,

El infausto rigor de su infortunio!

Traducción de TEODORO LLORENTE


 

 

 

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