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Paul Éluard. La estrella en la frente. Homenaje a Raymond Roussel

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LA ESTRELLA EN LA FRENTE
Homenaje a Raymond Roussel

Allí, impertérritos, están los narradores. Uno comienza, el otro continúa. Están marcados por el mismo signo, son presa de la misma imaginación que sostiene sobre la cabeza la tierra y los cielos. Todas las historias del mundo están tejidas con sus palabras, todas las estrellas del mundo las llevan en la frente, espejos misteriosos de la magia de los sueños y acontecimientos más extraños, más maravillosos. ¿Lograrán distraer a esos insectos que hacen una música monótona mientras piensan y comen, que apenas los escuchan y que no comprenden la grandeza de su delirio?

Como prestidigitadores, transforman las palabras más simples y puras en una multitud de personajes trastornados por los objetos de la pasión, y lo que tienen en la mano es un rayo de oro, y es la eclosión de la verdad, de la dignidad, de la libertad, de la felicidad y el amor.

Que Raymond Roussel nos muestre todo lo que nunca ha existido. Para algunos de nosotros esa realidad es lo único que importa.


PAUL ÉLUARD.
La Révolution surréaliste n° 4 (15 de julio de 1925)
Traducción para Literatura & Traducciones, de  Miguel Ángel Frontán.

L’ETOILE AU FRONT
Hommage à Raymond Roussel


Là se tiennent les conteurs. L'un commence, l'autre continue. Ils sont marqués du même signe, ils sont la proie de la même imagination qui porte sur sa tête la terre et les cieux. Toutes les histoires du monde son tissées de leur paroles, toutes les étoiles du monde sont sur leurs fronts, miroirs mystérieux de la magie des rêves et faits les plus bizarres, les plus merveilleux. Distrairont-ils ces insectes qui font une musique monotone en pensant et en mangeant, qui les écoutent à peine et qui ne comprennent pas la grandeur de leur délire?
Prestidigitateurs, voici qu'ils transforment les mots simples et purs en une foule de personnages bouleversés par les objets de la passion et c'est un rayon d'or qu'ils tiennent dans leur main, et c'est l'éclosion de la vérité, de la dignité, de la liberté, de la félicité et de l'amour.
Que Raymond Roussel nous montre tout ce qui n'a pas été. Nous sommes quelques-uns à qui cette réalité seule importe."
Paul Eluard.
La Révolution surréaliste n° 4 (15 juillet 1925).




Torquato Tasso y Juan de Jáuregui: Prólogo a Aminta

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AMINTA
PROLOGO


CHI crederia, che sotto humane forme,
E sotto queste pastorali spoglie,
Fosse nascosto un Dio non mica un Dio
Selvaggio, ò de la plebe de gli Dei,
Ma tra grandi, e celesti il più potente,
Che fà spesso cader di mano à Marte
La sanguinosa spada, & à Nettuno,
Scotitor de la terra, il gran Tridente,
Et i folgori eterni al sommo Giove,
In questo aspetto certo, e questi panni,
Non riconoscerà si di leggiero
Venere madre me suo figlio Amore.
Io da lei son constretto di fuggire,
E celarmi da lei, perch’ella vuole,
Ch’io di me stesso, e de le mie saette
Faccia à suo senno; e, qual femina, e quale
Vana, & ambitiosa, mi rispinge
Pur trà le corti, e trà corone, e scettri;
E quivi vuol, che impieghi ogni mia prova;
E solo al volgo de’ ministri miei,
Miei minori i fratelli, ella consente
L’albergar trà le selve, & oprar l’armi
Ne’ rozi petti. Io, che non son fanciullo,
Se ben hò volto fanciullesco, & atti,
Voglio dispor di me, come à me piace;
Ch’à me fù, non à lei, concessa in sorte
La face onnipotente, e l’arco d’oro.
Però, spesso celandomi, e fuggendo,
L’imperio nò, che in me non hà, ma i preghi,
C’han forza porti da importuna madre,
Ricovero ne’ boschi, e ne le case
De le genti minute, ella mi segue,
Dar promettendo à chi m’insegna à lei,
O dolci baci, ò cosa altra più cara,
Quasi io di dare in cambio non sia buono
A chi mi tace, ò mi nasconde à lei,
O dolci baci, ò cosa altra più cara.
Questo io so certo almen, che i baci miei
Saran sempre più cari à le fanciulle,
Se io, che son l’Amor, d’amor m’intendo:
Onde sovente ella mi cerca in vano,
Che rivelarmi altri non vuole, e tace.
Ma, per istarne anco più occolto, ond’ella
Ritrovar non mi possa à i contrasegni,
Deposto hò l’ali, la faretra, e l’arco.
Non però disarmato io qui ne vengo,
Che questa, che par verga, è la mia face.
Cosi l’hò trasformata, e tutta spira
D’invisibili fiamme: e questo dardo,
Se bene egli non hà la punta d’oro,
È di tempre divine, e imprime Amore
Dovunque fiede. io voglio hoggi con questo
Far cupa, e immedicabile ferita
Nel duro sen de la più cruda Ninfa,
Che mai seguisse il Choro di Diana.
Nè le piaga di Silvia sia minore,
(Che questo è ’l nome de l’alpestre Ninfa)
Che fosse quella, che pur feci io stesso
Nel molle sen d’Aminta, hor son molt’anni,
Quando lei tenerella, ei tenerello
Seguiva ne le caccie, e ne i diporti:
E, perche il colpo mio più in lei s’interni,
Aspetterò, che la pietà mollisca
Quel duro gelo, che d’intorno al core
L’hà ristretto il rigor de l’honestate,
E del virginal fasto; & in quel punto,
Ch’ei fia più molle, lancerogli il dardo;
E, per far si bell’opra à mio grand’agio,
Io ne vò à mescolarmi infra la turba
De’Pastori festanti, e coronati,
Che già quì s’è inviata, ove à diporto
Si stà ne’dì solenni, esser fingendo
Uno di loro schiera: e in questo luogo,
In questo luogo à punto io farò il colpo,
Che veder non potrallo occhio mortale.
Queste selve hoggi ragionar d’Amore
S’udranno in nuova guisa: e ben parrassi,
Che la mia Deità sia qui presente
In se medesima, e non ne’suoi ministri.
Spirerò nobil sensi à’rozi petti;
Raddolcirò de le lor lingue il suono;
Perche, ovunque i mi sia, io sono Amore.
Ne’pastori non men, che ne gli heroi;
E la disagguaglianza de’soggetti,
Come à me piace, agguaglio: e questa è pure
Suprema gloria, e gran miracol mio,
Render simili à le più dotte cetre
Le rustiche sampogne; e, se mia madre,
Che si sdegna vedermi errar frà boschi,
Ciò non conosce, è cieca ella, e non io,
Cui cieco à torto il cieco volgo appella.


AMINTA

PRÓLOGO



¿Quién creyera que en esta humana forma
y así en estos despojos pastoriles
estaba oculto un dios? no un dios agora
salvaje, o de la plebe de los dioses,
mas entre los celestes y los grandes
el de mayor poder, que muchas veces
derriba a Marte la sangrienta espada
de la robusta mano; y a Neptuno,
que las tierras combate, el gran Tridente;
y los rayos a Júpiter supremo.
En este aspecto y en aquestos paños
no reconocerá tan fácilmente
mi madre Venus al Amor su hijo,
esme forzoso andar huyendo della
y disfrazarme así, porque ella quiere
disponer a su gusto de mis flechas
y de mí mesmo; y de ambición movida
cual liviana mujer, me insiste y lleva
a las ilustres cortes y  los cetros,
y allí procura que mi fuerza emplee,
y sólo al vulgo de ministros míos
(mis menores hermanos) da licencia
que puedan alojarse entre las selvas,
y usar las armas en silvestres pechos.
yo que no soy criatura, aunque mi rostro
lo representa, y mi ademán travieso,
quiero usar de mis armas a mi gusto,
y disponer de mí según mi antojo,
que a mí fue concedido, y no a mi madre,
el fuego omnipotente y arco de oro.
Por esto disfrazándome y huyendo
no su imperio, que en mí no tiene alguno,
mas los ruegos, que al fin siendo de madre
tienen fuerza, me escondo entre las selvas
y en las cabañas de la gente humilde.
Ella me sigue y busca, prometiendo,
a quien me manifieste, un dulce abrazo
o algún premio mayor; cual si no fuese
yo poderoso para dar en cambio
regalos semejantes o mayores
a quien me encubre della; esto a lo menos
de cierto sé: que los halagos míos
a las doncellas les serán mas gratos
(si yo que soy Amor de amor entiendo);
así me busca de ordinario en vano.
que nadie quiere revelarme, y callan.
Pues por estar aún más oculto y que ella
no pueda descubrirme por las señas,
dejé las alas, el aljaba y arco,
mas no por esto vengo desarmado,
que aquesta que parece simple vara
es mi encendida hacha, transformada,
y toda espira llamas invisibles;
también aqueste dardo, aunque no tiene
la punta de oro, es de divino temple
y doquiera que pica, amor imprime.
Hoy  he de hacer una profunda herida
no menos incurable al duro pecho
de la más cruda ninfa que en los campos
siguió jamás el coro de Diana.
Será tan grande llaga la de Sylvia
(que este es el nombre de la ninfa fiera),
como una que yo hice habrá algún tiempo
al tierno pecho del zagal Aminta,
cuando los dos de un modo pequeñuelos,
él por el campo a caza la seguía;
y porque el golpe en ella más encarne,
esperaré que la piedad primero
ablande el duro yelo, que apretado
alrededor del corazón le ha puesto
la honestidad y virginal decoro,
y en el instante mismo que lo sienta
algo más tierno, lanzarele el dardo.
Pues, para ejecutar cómodamente
mi empresa noble, ir quiero a entremeterme
envuelto con la turba de pastores,
que todos festejantes, coronados
aquí se juntan ya, donde los días
solemnes gastan en solaz y fiesta,
y fingiré ser uno de su escuadra.
En este puesto, en éste haré mi golpe
que no le puedan ver mortales ojos;
hoy estas selvas en manera nueva
se oirán hablar de amor, hoy ha de verse
que aquí presente mi deidad asiste
ella en sí misma y no en ministros suyos;
inspiraré sentido noble y puro
a los rústicos pechos, y en sus lenguas
pondré un estilo dulce y delicado,
pues en qualquiera parte que yo asista
soy Amor en efeto: en los pastores
no menos que en los héroes poderosos,
y la desigualdad de los sujetos
como me place igualo; ésta es la suma
gloria que alcanzo, el gran milagro mío,
que suelo hacer las rústicas zampoñas
a la lira más docta semejantes.
Y si mi madre, que desdeña el verme
andar errando por agrestes bosques,
esta verdad no reconoce acaso,
ella es ciega, no yo que falsamente
usa llamarme ciego el ciego vulgo.
Traducción de JUAN DE JÁUREGUI.
En Roma, 1607, por Esteban Paulino.

Stéphane Mallarmé y Federico Gorbea: Angustia

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ANGOISSE

Je ne viens pas ce soir vaincre ton corps, ô bête
En qui vont les péchés d'un peuple, ni creuser
Dans tes cheveux impurs une triste tempête
Sous l'incurable ennui que verse mon baiser :

Je demande à ton lit le lourd sommeil sans songes
Planant sous les rideaux inconnus du remords,
Et que tu peux goûter après tes noirs mensonges,
Toi qui sur le néant en sais plus que les morts.

Car le Vice, rongeant ma native noblesse
M'a comme toi marqué de sa stérilité,
Mais tandis que ton sein de pierre est habité

Par un coeur que la dent d'aucun crime ne blesse,
Je fuis, pâle, défait, hanté par mon linceul,
Ayant peur de mourir lorsque je couche seul.


ANGUSTIA

ESTA noche no vengo a vencer tu cuerpo, oh bestia
En la que se juntan los pecados de un pueblo,
Ni a surcar en tu impuro pelo una triste borrasca
Bajo el hastío incurable que vierte mi beso:

A tu lecho le pido dormir hondo y sin sueños
Cerniéndose bajo el dosel de los remordimientos
Que puedes saborear tras tus negras mentiras.
Tú, que sobre la nada sabes más que los muertos.

Porque el Vicio, que roe mi natural nobleza,
Me ha como a ti marcado con su esterilidad,
Pero mientras que tú guardas en tu seno de piedra

Un corazón que el diente de ningún crimen hiere.
Yo huyo, pálido, exhausto, viendo en todo un sudario,
Y temiendo morir cuando me acuesto solo.


Traducción de FEDERICO GORBEA.

Jules Barbey d'Aurevilly: Dante, Byron y Baudelaire

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DANTE

EL infierno no ha tenido su poeta. El mismo Dante no lo es. ¡No! Dante, pese a todo su genio, pese a las divinizantes influencias con las que el catolicismo impregnó su pensamiento, no es el poeta del infierno cristiano. Ebrio, como los demás, de antigüedad, Dante nos ha dado un infierno del Renacimiento, un infierno de mitología. No por nada tomó a Virgilio por guía y maestro, en esas sombras en que la Eneida se refleja como una media luz. Hay algo más aún: el infierno que él llena con su personalidad atormentada y sus implacables resentimientos no es más que una forma sublime, descubierta por el genio de la venganza. Sin sus enemigos políticos, sin esos Papas a los que osó condenar sin pensar que ya era bastante con insultarlos y maldecirlos, Dante —ese Juvenal de la Edad Media, ese panfletario más grande que Tácito, al que algunos críticos que se parecen un poco a los chiquilines de Florencia han querido dar un aire de inspirado profeta que vuelve del otro mundo, cuando sólo se trata de un hombre de su tiempo, muy lúcido, por el contrario, que sostiene con una mano muy fría su estilete de fuego—, Dante no hubiera pensado jamás en hundir su profunda mirada, hecha para juzgar a los hombres y mandar sobre ellos, en esa concepción del infierno, cuya visión se une en él con otros sueños, y que falseó en provecho de sus odios y bajo el peso de sus sufrimientos.
(Les Poètes, Amyot, 1862.)

L'enfer n'a pas eu son poète. Dante lui-même ne l'est pas. Non ! Dante avec tout son génie, avec les influences divinisantes dont le Catholicisme avait pénétré sa pensée, n'est pas le poète de l'enfer chrétien. Ivre d'antiquité comme les autres, Dante nous a donné un enfer de Renaissance, un enfer de mythologie. Ce n'est pas sans dessein qu'il a pris Virgile pour conducteur et pour maître, dans ces ombres où l’Énéide se reflète comme un demi-jour. Il y a plus : l'enfer qu'il emplit de sa personnalité tourmentée et de ses implacables ressentiments, n'est qu'une forme sublime, découverte par le génie de la vengeance. Sans ses ennemis politiques, sans ces papes qu'il osait damner, ne croyant pas que ce fût assez de les insulter et de les maudire, Dante, ce Juvénal du Moyen-âge, ce pamphlétaire plus grand que Tacite, auquel des critiques qui ressemblent un peu aux petits garçons de Florence ont voulu donner l'air inspiré d'un prophète revenant de l'autre monde, tandis qu'il est un homme du temps, se possédant fort bien, au contraire, et tenant d'une main très froide son stylet de feu, Dante n'aurait jamais songé à enfoncer son profond regard, fait pour juger les hommes et leur commander, dans cette conception de l'enfer, dont la vision pour lui se mêle à d'autres rêves, et qu'il a faussée au profit de ses haines et sous le coup de ses douleurs.



LORD BYRON

SE ha dicho, bien lo sé, que todos los poetas son, en mayor o menor grado, niños sublimes, pero no por antigua esta observación es verdadera. Dante y Shakespeare, que son grandes poetas, ciertamente nunca son niños. Son siempre hombres, sublimes, si se quiere, pero perfectamente hombres; mientras que Byron, para quien sabe ver, no es ni un poeta ni un hombre como Shakespeare y Dante lo fueron. La infancia, con su gracia y sus mil cosas divinas, y también con sus niñerías, puesto que es la infancia, se une a la grandeza de Byron, de ese Byron que es el mayor poeta de nuestro tiempo, y una de cuyas niñerías, por ejemplo, entre tantas otras, fue la de querer ser un dandy...
Cierto día escribió en Rávena, en 1821: “Uno de los sentimientos más abrumadores y mortales de mi vida ha sido el de sentir que ya no era un niño”. Pero ¡cómo se equivocaba al escribir eso! Nunca había dejado de ser un niño, siempre lo fue. Nunca pudo borrar enteramente los tintes de aurora de la infancia de esa hermosa frente de hombre joven que, como Aquiles, tan prematuramente se llevó a la tumba. Los tenía aún allí a la hora de la muerte, cuando, uniendo la niñería al heroísmo, mandó que le hicieran, antes de salir en viaje rumbo a Grecia, el hermoso casco de oro de forma homérica con el que le gustaba ornar su cabeza [...] Fue, tal vez, la oscura conciencia de lo que era lo que le inspiró la idea de intitular Childe Harold el poema que dio inicio a su gloria. ¡Childe Harold, es decir, el niño Harold! [...] Como los niños, por otra parte, Byron fue en todo, tanto en su vida como en sus obras, el ser auténtico de todos los contrastes, y nunca hizo falta dar otra explicación de su genio y de sus obras fuera de esta verdad. ¡Sí, el ser auténtico de todos los contrastes! Puesto que era violento y manso, indolente y apasionado, afeminado y heroico, magnánimo y mezquino, entusiasta y burlón, moral e inmoral, escéptico y religioso; era todas esas cosas a la vez y por turno —como los niños son lo que son—, y como ellos, siéndolo, obedecía a su propia naturaleza.

(Les Bas-bleus, Victor Palmé, 1878.)

On a dit que tous les poètes étaient, plus ou moins, des enfants sublimes ; mais pour être déjà ancien, le mot n'en est pas plus vrai. Dante et Shakespeare, qui sont de grands poètes, ne sont, certes, jamais des enfants... Ce sont toujours des hommes sublimes, si on veut, mais parfaitement des hommes ; tandis que Byron, pour qui sait voir, n'est ni un poète ni un homme comme Shakespeare et Dante l'ont été. L'enfance, avec sa grâce et ses mille choses divines, et aussi avec ses enfantillages, puisqu'elle est l'enfance, se mêle à la grandeur de Byron, — de ce Byron le plus grand des poètes de notre âge, et dont un des enfantillages, par exemple, et parmi tant d'autres, fut de vouloir être un dandy...
Un jour, il écrivait, en 1821, à Ravenne: « Un des plus accablants et mortels sentiments de ma vie, c'est de sentir que je ne suis plus un enfant. » Mais quand il écrivait cela, comme il se trompait ! Il n'avait jamais cessé de l'être et il le fut toujours. Ce beau front de jeune homme qu'il emporta comme Achille si prématurément dans la tombe, il ne put jamais entièrement l'essuyer des teintes d'aurore de l'enfance. Elles y étaient encore à l'heure de mourir, quand mêlant l'enfantillage à l'héroïsme, il se fit faire, avant de partir pour la Grèce, ce beau casque d'or, de forme homérique, dont il aimait à parer son front [...] Ce fut peut-être la conscience obscure de ce qu'il était, qui lui inspira d'intituler Childe Harold le poème qui commença sa gloire. Childe Harold, c'est-à-dire, l’enfant Harold ! [...] Comme les enfants, du reste, Byron, partout, autant dans sa vie que dans ses œuvres, a été l'être vrai de tous les contrastes, et il n'y eut jamais d'autre explication à donner de son génie et de ses œuvres que cette vérité. Oui, l'être vrai de tous les contrastes ! Car il était violent et doux, indolent et passionné, efféminé et héroïque, magnanime et mesquin, enthousiaste et moqueur, moral et immoral, sceptique et religieux ; il était tout cela en même temps et tour à tour, — comme les enfants sont ce qu'ils sont — et comme eux, en l'étant, il obéissait à sa nature.


CHARLES BAUDELAIRE

HAY algo de Dante en el autor de Las Flores del Mal, pero de un Dante de una época decadente, un Dante ateo y moderno, un Dante que vino después de Voltaire, en un tiempo que no tendrá nunca un Santo Tomás. El poeta de esas Flores, que lastiman el pecho en que descansan, no tiene el imponente aspecto de su majestuoso predecesor, y eso no es culpa suya. Pertenece a una época confusa, escéptica, burlona, nerviosa, que se retuerce con las ridículas esperanzas de las transformaciones y las metempsicosis; no tiene la fe del gran poeta católico, esa fe que le daba la calma augusta de la serenidad en todos los dolores de la vida. El carácter de la poesía de Las Flores del Mal, excepto en algunas escasas composiciones que la desesperación terminó volviendo heladas, es el desconcierto, la furia, la mirada convulsa y no la mirada oscuramente clara y límpida del Visionario de Florencia. La Musa de Dante vio soñadoramente el infierno, la de Las Flores del Mal lo respira con la nariz crispada del caballo que presiente el obús. Una viene del infierno, la otra va hacia él. Si la primera es más augusta, la otra es quizás más conmovedora. No posee el maravilloso sentido épico que lleva tan alto la imaginación y calma su terror con la serenidad con la que los genios, seres del todo excepcionales, saben revestir sus obras más apasionadas. Tiene, por el contrario, horribles realidades que conocemos, y que nos producen una repulsión tal que ni siquiera nos permiten la abrumadora serenidad del desprecio.
(Les Poètes, Amyot, 1862.)

Il y a du Dante, en effet, dans l'auteur des Fleurs du Mal, mais c'est du Dante d'une époque déchue, c'est du Dante athée et moderne, du Dante venu après Voltaire, dans un temps qui n'aura point de saint Thomas. Le poète de ces Fleurs, qui ulcèrent le sein sur lequel elles reposent, n'a pas la grande mine de son majestueux devancier, et ce n'est pas sa faute. Il appartient à une époque troublée, sceptique, railleuse, nerveuse, qui se tortille dans les ridicules espérances des transformations et des métempsychoses ; il n'a pas la foi du grand poète catholique, qui lui donnait le calme auguste de la sécurité dans toutes les douleurs de la vie. Le caractère de la poésie des Fleurs du Mal, à l'exception de quelques rares morceaux que le désespoir a fini par glacer, c'est le trouble, c’est la furie, c'est le regard convulsé et non pas le regard, sombrement clair et limpide, du Visionnaire de Florence. La Muse du Dante a rêveusement vu l'Enfer, celle des Fleurs du Mal le respire d'une narine crispée comme celle du cheval qui hume l'obus! L'une vient de l'Enfer, l'autre y va. Si la première est plus auguste, l'autre est peut-être plus émouvante. Elle n'a pas le merveilleux épique qui enlève si haut l'imagination et calme ses terreurs dans la sérénité dont les génies, tout à fait exceptionnels, savent revêtir leurs œuvres les plus passionnées. Elle a, au contraire, d'horribles réalités que nous connaissons, et qui dégoûtent trop pour permettre même l'accablante sérénité du mépris.

Traducción, prólogo, apéndices, notas y cronología de
Ediciones De La Mirándola, diciembre de 2012.



Chesterton y Leonor Acevedo de Borges: El triunfo de la tribu

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EL TRIUNFO DE LA TRIBU

Toda persona con edad suficiente para recordar, siquiera de un modo borroso, los últimos días de la reina Victoria, así como el paulatino cambio de la Gran Guerra, se asombrará de dos cosas referentes al triunfo que hoy festeja Alemania.
El primer hecho desconcertante es que una generación joven pueda hervir con tan inútil alboroto a causa de algo tan totalmente anticuado. El segundo hecho desconcertante es que todo un vasto país pueda basar su tradición histórica en algo que es menos una leyenda que una mentira.
Una leyenda es algo que crece lentamente y de una manera natural, y que simboliza algo así como una relativa verdad histórica. La leyenda del rey Arturo es legendaria en este sentido, pero simboliza la enorme y hoy día olvidada verdad de que si Inglaterra no hubiera tenido una base romana, hubiera carecido de toda base. Pero el mito de los alemanes modernos, especialmente en sus relaciones con los antiguos germanos, ha sido fabricado hace poco y de manera artificial. Fue inventado por profesores y divulgado por maestros de escuela. Desde luego, no tiene la más remota conexión con ninguna verdad histórica.
El primer hecho, la extraña ranciedad que hace llegar a nuestro olfato la religión racial con un olor a podrido, a algo exhumado tras haber permanecido largo tiempo enterrado, no es lo que más nos interesa. Un hombre que se entusiasmó con Carlyle, cuando era muchacho, que reaccionó contra él, como hombre, que volvió a reaccionar con más sano juicio y que ha concluido, le parece, por verlo más o menos tal como era, sólo puede asombrarse de esta brusca resurrección de cuanto había en Carlyle de bárbaro, de estúpido, y de ignorante, sin un adarme de lo que había en él de realmente original y humorístico. El verdadero Carlyle, que era escocés, y por lo tanto comprendía las bromas, ha sido substituido enteramente por el Carlyle teórico, que era prusiano, y al que no le era dado comprender bromas. Y que, desde luego, nunca apreció la inefable broma que significaba aquella gran Teoría Teutónica que en mi juventud era la chifladura de moda en la educación tanto inglesa como alemana.
El que todas estas estupideces infantiles pudieran surgir de pronto, como un fantasma en mi camino normal hacia la sepultura, es cosa casi increíble.  Tan increíble como ver al príncipe Alberto bajando del Albert Memorial para pasearse por los jardines de Kensington. Y es especialmente increíble dado que, a partir de aquel día, la teoría histórica que Froude y Freeman compartieron con Carlyle (teoría de una raíz teutónica en toda verdadera nobleza de Europa) ha sido criticada por historiadores más lúcidos, con una amplitud de miras que los victorianos no pudieron imaginar, y, a menudo, con un cúmulo de hechos nuevos que no pudieron conocer. Actualmente, ninguna persona informada tiene derecho a ignorar el papel efectivo desempeñado en la civilización —o semicivilización— de todos los países (incluso de Alemania) por el orden romano y la fe católica, no por el caos germánico. Examinemos a la luz de este grado elemental de educación algunas declaraciones hechas recientemente por los más aplaudidos y entusiastas escritores nazis  —pasando de largo, por ahora, los ejemplos de crasa contradicción, en los que el dictamen, nórdico contradice, no solamente toda virtud cristiana, sino toda la común generosidad humana, al decir que “el concepto de la caridad cristiana provoca la degeneración nacional, puesto que propugna el cuidado de los físicamente débiles o inválidos”.  Consideremos, para empezar, aquellas virtudes en que tanto el cristiano como el nórdico están de acuerdo,  aunque el nórdico tiene la insolencia de reclamarlas como únicamente suyas. Tomemos la declaración ridícula, tantas veces repetida, de que hay algo esencialmente alemán en el “concepto del honor”.  Esta pretensión carece por completo de verdad histórica, y ni siquiera tiene significado histórico. Imaginemos a un profesor prusiano leyendo, lenta y cuidadosamente, la versión de Horacio de la historia de Régulo y anotando debidamente el hecho de que ni los latinos ni los hombres del Mediterráneo tuvieron jamás la menor idea del honor. El más torpe comprende en seguida que semejante afirmación es absurda. Todo el mundo sabe, de un modo general, que el concepto de fidelidad a la palabra dada, de renuncia a un cobarde y cómodo retraimiento, de considerar la rendición como un deshonor, son características que han llegado hasta nosotros a través de los filósofos paganos que desafiaban a los tiranos, a través de los mártires que aceptaban el tormento, a través de los caballeros y paladines cristianos, celosos en el cumplimiento de un voto o en las condiciones de una proeza. Considerar que esto es una idea alemana es tan ridículo como considerarla finesa o islandesa. Puesto que todos los hombres, incluso los más rudos, tienen alguna forma tosca de conciencia, este concepto, indudablemente, existió en algunos teutones, del mismo modo que en algunos celtas, eslavos y árabes semitas. Pero los ejemplos más poderosos, los más claros y lógicos, la más larga tradición, llegan a nosotros por el largo camino romano que une la antigua civilización a la nueva.
En estas pocas líneas me he limitado a la literatura nazi, que se opone al sentido común y a la verdad histórica, a la conciencia católica y a la principal autoridad religiosa de Europa. Vale la pena notar hasta qué punto los dos elementos del instinto normal y de la doctrina sobrenatural se hallan momentáneamente de acuerdo. En estos momentos, Roma defiende no sólo la razón, sino más bien, y especialmente, el sentido común. Y en este caso, la justicia común del común de las gentes. Esta influencia del Sur, que, penetrando hacia el Norte, por las selvas vírgenes, corrompió a los sencillos germanos acostumbrándolos a edificar casas, construir caminos, montar a caballo, y hablar de una manera inteligible, o más o menos inteligible. Porque aquellos grandes dioses, aquellos primeros germanos de las selvas a quienes se debe toda la energía “creadora”, no levantaron un solo edificio que haya perdurado, ni tallaron una sola estatua de valor prehistórico, ni expresaron en ningún ara o símbolo la confusa mitología con que algunos quisieron sustituir la lucidez de la fe. La gran civilización alemana ha sido creada por la gran civilización cristiana, y sus antecesores paganos no le legaron nada, salvo un intermitente afán de alardear.

The End of the Armistice.
Revista Sur, julio-octubre de 1947, año XVI.
THE TRIBAL TRIUMPH

ANYONE old enough to remember even faintly the last days of Queen Victoria, and the gradual change in international information which had appeared even before the Great War, will be astounded at two things about the tribal triumph now parading among the Germans.  The first staggering fact is the fact that a fresh generation can boil up again, in so frothy a fuss, over anything so utterly stale.  The second staggering fact is that a whole huge people should base its whole historical tradition on something that is not so much a legend as a lie.  A legend is something that grows slowly and naturally and generally does symbolize some sort of relative truth about history.  The legend of Arthur is legendary in this sense; but it does symbolize the enormous and once neglected truth, that if Britain had not once had a Roman basis, it would never have had any basis at all.  But the myth of the modern Germans, especially in its relation to the ancient Germans, was made quite recently and quite artificially; it was invented by professors and imposed by schoolmasters; and it has not even the remotest connection with any historical truth whatever.
The first fact, the strange staleness which makes the racial religion stink in our nostrils with the odours of decay, and of something dug up when it was dead and buried, need not principally concern us.  A man who has reveled in Carlyle as a boy, reacted against him as a man, re-reacted with saner appreciation as an older man, and ended, he will hope, by seeing Carlyle more or less where he really stands, can only be amazed at this sudden reappearance of all that was bad and barbarous and stupid and ignorant in Carlyle, without a touch of what was really quaint and humorous in him. The real Carlyle, who was a Scotchman and therefore understood a joke, has been entirely replaced by the theoretical Carlyle, who was a Prussian and not allowed to see a joke. And he seems never to have seen the joke of the great Teutonic Theory, which he handed on to Kingsley and in a less degree to Freeman and Froude; and which was in my childhood the fashionable fad in English as well as German education.  That all this nonsense of the nursery should suddenly start up like a spectre in my path, in my normal journey towards the grave, strikes me as something quite incredible. It is as incredible as seeing Prince Albert come down from the Albert Memorial and walk across Kensington Gardens. But it is specially incredible because, since that day, the historical theory which Froude and Freeman and others shared with Carlyle, the theory of a Teutonic root of all the real greatness of Europe, has been criticized by saner historians, with a broader outlook which the Victorians never imagined, and often with a number of new facts which the Victorians could not be expected to know.  To-day, no well-informed person has any right to be ignorant of the part really played, not by the Germanic chaos, but by the Roman order and the Catholic faith, in the making of everything civilized or half-civilized, including Germany.
In the light of this elementary degree of education, examine some of the statements lately made by the most popular and enthusiastic Nazi writers —passing over for the moment the cases of flat contradiction, where the Nordic notion contradicts not only every Christian virtue but every common human generosity, as in saying that “the conception of Christian charity causes national degeneration inasmuch as it involves caring for the physically weak and infirm.” Let us take first the virtues on which the Christian and the Nordic man would agree; though the Nordic man has the cheek to claim them as his alone. Take the ridiculous statement, repeated again and again, the notion that there is something especially German about “the idea of honour”. There is not the faintest historical truth, or even historical meaning, in this claim.  Imagine the Prussian professor slowly and carefully reading Horace’s version of the story of Regulus and duly noting down the fact that no Latins or men of the Mediterranean have had any idea of honour. One would suppose that anybody could see the absurdity of that; that everybody can, in a general way, trace the conception of keeping faith, refusing cowardly comfort or safety, feeling surrender as a stain, through all the great story of antiquity, through the Pagan philosophers defying tyrants, through the Christian martyrs accepting torments, through the Christian knights and paladins careful to keep the vow, or fulfill the conditions of the quest.  To call it a German idea is about as sensible as to call it a Finnish idea or an Icelandic idea. Since all men, even the rudest, have some rude form of conscience, it did doubtless exist more or less in various Teutons, as in various Celts and Slavs and Semitic Arabs.  But the most powerful examples of it, the clearest praises of it, the longest tradition of it, descend to us all down that long Roman road which connects ancient with modern civilization.
In these few lines I have confined myself to the Nazi literature, which is on the face of it opposed to common sense and common historical information and is in conflict with the Catholic conscience and the principal religious authority of Europe.  It is worth while to note how much the two elements of normal instincts and of supernatural doctrine are at this moment in agreement. Rome stands just now not only for reason, but rather especially for common sense; and, as in this case, for common justice to the common people. It is this influence which the Nazi writers describe as so subtle a social poison; the southern influence which, creeping north into the virgin forests, corrupted the simple Germans with the habit of building houses, of making roads, of riding horses, of talking in an intelligible, or more or less intelligible manner. For those great gods, the early Germans of the forests, to whom all “creative” energy is due, did not of themselves set up one building that has remained, or carve one statue of even prehistoric value, or express in any shrine or symbol the confused mythology which some would substitute for the radiant lucidity of the Faith.  The great German civilization was created by the great Christian civilization; and its heathen forerunners left it nothing whatever; except an intermittent weakness for boasting.

Note: This essay was written as an Introduction to a pamphlet containing a selection of Nazi writings, edited by Lord Tyrrell.


Percy Bysshe Shelley y Leopoldo María Panero: Mont Blanc

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MONT BLANC

I

La eternidad, que fluye cual la savia en las rosas,
pasa a través del alma y arrastra el oleaje
del universo en ondas tristes o luminosas,
que copian la nostalgia de su eterno viaje;

y van hasta la fuente secreta donde brota
el pensamiento humano, sonoro de delicia,
¡oh manantial sin dueño que apenas una gota
desborda dulcemente si el aire le acaricia!

Como el murmullo leve de un arroyo de plata
se silencia en el bosque salvaje, en la alta sierra,
que asorda, poderosa, la vasta catarata,
y el viento en el hayedo que el corazón aterra;

así se apaga el leve fluir de la conciencia
humana, cuando, llena de soledad, escala
la cima donde junta la nieve su inocencia
y delira entre rocas el agua que resbala.

II

¡Oh torrente del Arve, oscura y honda sima
transida de colores y poblada de ecos;
valle de abetos verdes que caen desde la cima
debajo de las nubes, entre los montes huecos!

¡Oh escena solitaria, trágicamente bella,
por donde rueda el Arve, que encama el misterioso
espíritu del monte que en la nieve sin huella
alza su oculto trono de paz y de reposo!

¡Oh río que en la viva roca te abres camino;
y a través de los valles, desde la limpia cumbre,
te desatas lo mismo que un relámpago alpino
que cruza la tormenta con su espada de lumbre!

Así pasas, ¡oh río!, bajo los pinos verdes
que entre las rocas cuelgan reciamente agarrados,
como arcaicos gigantes que acaso tú recuerdes
haber visto en la infancia de los tiempos pasados.

Los vientos desalados en ellos se recrean;
y los olores beben de su verdor sonoro;
y escuchan de sus ramas la música; y menean
sus hojas silenciosas, que suenan como un coro.

Igual que el arco iris tras la lluvia en el cielo,
la espuma del torrente teje un velo delgado,
y esculpe la cascada la piedra con su vuelo:
la eternidad se escucha cuando todo ha callado;

y un misterioso sueño hace dormir al eco
en las hondas cavernas de donde el Arve arranca
su profundo sonido, como un chasquido seco
que va de cumbre en cumbre sobre la nieve blanca.

¡Tú eres el incesante caminar y la senda
de esta música vaga que jamás se detiene!
¡Empapado de vértigo soy tu propia leyenda,
y si te miro, un soplo divino hasta mí viene!

¡Y parece al mirarte que el corazón te inventa
y tu imagen sustancia de humana fantasía!
¡Mi ser se comunica con el Poder que alienta
en tus hondas entrañas, y su vida es la mía!

¡Mil pensamientos cruzan tu soledad umbría,
y flotan o se posan cual huéspedes divinos
en la dormida gruta que habita mi Poesía,
como un hada que pulsa su lira entre los pinos!

¡Mil pensamientos buscan entre las sombras quietas
fantasmas y visiones de tu callado abismo!...
Pero el viento se lleva sus figuras secretas,
y tú, en cambio, perduras eternamente el mismo.

III

Dicen que resplandores de otro remoto mundo
visitan nuestras almas al dormir; que la muerte
es un sueño habitado, y un vivir más profundo
que nos mantiene en vela para que Dios despierte.

Alzo al cielo los ojos; ¿qué alada omnipotencia
tras el velo se oculta de la muerte y la vida?
¿Sueño acaso y el mundo es sólo una apariencia
que en círculos de magia se abre al alma dormida?

¡El espíritu mismo se desmaya y destierra
como nube arrastrada por la fuerza del viento,
que cruza los abismos y hermosamente yerra
hasta hacerse invisible como mi pensamiento!

Allá lejos, muy lejos, coronando de cielo
su serenada nieve, se yergue el Monte Blanco;
su quietud infinita se alza como un anhelo
imperial sobre el pasmo del callado barranco;

sus montañas feudales le rinden pleitesía;
rocas de extrañas formas y cimas que modela
la nieve; valles hondos donde nunca entra el día;
glaciares y congostos donde la luz se hiela;

precipicios azules como el cielo glorioso,
que tuerce entre los valles al nivel de las crestas;
todo en torno a tu mole se agrupa silencioso,
dominado y vencido por tus cumbres enhiestas.

¡Oh desierto que sólo la tempestad habita,
y en donde arroja el águila los triturados huesos
del cazador; y el lobo, tras de su huella escrita
en la nieve, aúlla al fondo de los bosques espesos!

¡Cuánto horror amontona tu soledad desnuda!
¡Oh piedra atormentada y espectral cataclismo!
¡Como un planeta en ruinas cubre la nieve muda
la sombra desolada del cielo y del abismo!

¿Jugó un titán contigo? ¿Te bañaste en la aurora
del mundo? ¿Un mar llameante cubrió tu virgen nieve?
Nadie responde. Todo parece eterno ahora;
y el alma, poco a poco, como una flor se embebe.

El desierto nos habla con misterioso acento;
y una trágica duda, cual roedor gusano,
socava la conciencia donde tienen su asiento
la soledad del hombre y el desamparo humano;

pero una fe más dulce, más serena, más alta,
nos reconcilia y hace creer en la belleza;
en las cosas hermosas; en el amor que exalta
y despierta en el hombre su dormida pureza.

¡Tu música, oh montaña, descifra la armonía
del corazón, que late ya más puro que antes;
a las almas egregias brindas tu compañía,
y sus conciencias tomas puras como diamantes!

IV

Los lagos y campiñas; los bosques y el rocío;
el mar; y cuantas cosas vivas el mundo encierra
en su hondo laberinto; la lluvia; el ancho río;
el lívido relámpago que hace temblar la tierra;

los altos vendavales: la feble somnolencia
que en la estación propicia visita a las ocultas
flores; el sueño en vela que teje la inocencia
invisible y futura de las rosas adultas;

el abrirse en el vuelo de su infancia sin peso
que la delgada rama estremece, y sonroja
el compacto sigilo de su color ileso,
como una cosa eterna que luego se deshoja;

las obras y caminos del hombre; cuanto nace
y acaba; cuanto es suyo o puede serlo un día;
cuanto alienta y se mueve y con dolor se hace;
todo muere y revive por infinita vía.

Mas tú habitas aparte, serenado, tranquilo;
remoto, inaccesible Poder; trono de calma;
fragmento de planeta rodeado de sigilo,
donde a soñar aprende su eternidad el alma.

Como vastas culebras que vigilan su presa,
los heleros se arrastran desde el viejo granito
donde una nieve virgen y eternamente ilesa
defiende las fronteras de su reino infinito.

Para despecho y mofa del hombre, el sol y el hielo
han alzado mil torres en su quietud augusta,
y prodigiosamente han almenado el cielo
de la ciudad que duerme sobre la cumbre adusta.

¡Oh ciudad de la muerte silenciosa y torreada
de luz! ¡Oh fiel muralla de hielo inexpugnable!
¡No, ciudad, no!: corriente de muerte desbordada
que arrastra desde el cielo su ruina innumerable.

¡Oh perpetuo sonido de su rodar! ¡Oh abetos
arrancados de cuajo y arrollados cual briznas;
y rotos pinos verdes que en sus ramajes quietos
aún guardan un perfume de calladas lloviznas!

¡Corroída por el tiempo, como del hombre el pecho
por el dolor, la roca, múltiple y despeñada
desde el glaciar remoto, poco a poco ha deshecho
los lindes entre el mundo de la vida y la nada!

¡El reino donde habitan el bruto, la gacela,
los mínimos insectos, la hierba verde, el rojo
pechirrojo dorado que en primavera vuela;
todo a sus plantas yace y es estéril despojo!

Huye el hombre transido de terror; su morada
y su labor son humo desvanecido; rueda
lejos su estirpe eterna, que es al azar llevada
cual flota en la tormenta remota polvareda.

Allá abajo relumbran anchas grutas, de donde
raudos torrentes brotan que su tumulto frío
juntan, y verde espuma que aparece y se esconde
entre secretas piedras hasta formar un río.

¡Y su augusto silencio va sonando a los mares
y atravesando tierras desde la nieve viva;
y en sus aguas se duermen paisajes y pinares,
mientras la espuma corre cual cierva fugitiva!...

V

Todavía relumbra Mont Blanc en la distancia,
afírmando en la tierra su imperial fortaleza
y majestad: luz múltiple; múltiple resonancia;
y mucha muerte y vida dentro de su belleza.

En la penumbra quieta de las noches sin luna,
o en el fulgor absorto del día, cae la nieve
sobre la excelsa cumbre: su soledad ninguna
presencia humana rompe, ni su silencio leve.

Nadie la ve o escucha. Ni cuando el sol retira
su luz y copo a copo la cumbre palidece;
ni en la callada noche que en el silencio gira
y en las estrellas limpias hermosamente crece.

Los vientos se combaten en silencio, empujando
la nieve con su aliento veloz y poderoso;
¡pero siempre en silencio!, y al volar agrupando
los copos en montones de blancor silencioso.

Sobre estas soledades donde nace y habita
el relámpago pasa sin voz, y su sonido
inocente resbala por la cumbre infinita
como niebla que flota sobre el valle dormido.

Te anima, ¡oh cumbre sola!, la Fuerza, la escondida
Fuerza del universo, que el alma humana llena,
y que a su ley eterna mantiene sometida
la anchura de los cielos que en el silencio suena.

Mas ¿dónde tu ribera, tu porvenir en dónde;
y el del mar y las rocas y las altas estrellas,
si tras el sueño humano la soledad no esconde
más que un rumor vacío y un desierto sin huellas?

Traducción de LEOPOLDO MARÍA PANERO.

MONT BLANC
Lines Written in the Vale of Chamouni

                                    I 

The everlasting universe of things 
Flows through the mind, and rolls its rapid waves, 
Now dark—now glittering—now reflecting gloom— 
Now lending splendour, where from secret springs 
The source of human thought its tribute brings 
Of waters—with a sound but half its own, 
Such as a feeble brook will oft assume, 
In the wild woods, among the mountains lone, 
Where waterfalls around it leap for ever, 
Where woods and winds contend, and a vast river 
Over its rocks ceaselessly bursts and raves. 

                                     II 
Thus thou, Ravine of Arve—dark, deep Ravine— 
Thou many-colour'd, many-voiced vale, 
Over whose pines, and crags, and caverns sail 
Fast cloud-shadows and sunbeams: awful scene, 
Where Power in likeness of the Arve comes down 
From the ice-gulfs that gird his secret throne, 
Bursting through these dark mountains like the flame 
Of lightning through the tempest;—thou dost lie, 
Thy giant brood of pines around thee clinging, 
Children of elder time, in whose devotion 
The chainless winds still come and ever came 
To drink their odours, and their mighty swinging 
To hear—an old and solemn harmony; 
Thine earthly rainbows stretch'd across the sweep 
Of the aethereal waterfall, whose veil 
Robes some unsculptur'd image; the strange sleep 
Which when the voices of the desert fail 
Wraps all in its own deep eternity; 
Thy caverns echoing to the Arve's commotion, 
A loud, lone sound no other sound can tame; 
Thou art pervaded with that ceaseless motion, 
Thou art the path of that unresting sound— 
Dizzy Ravine! and when I gaze on thee 
I seem as in a trance sublime and strange 
To muse on my own separate fantasy, 
My own, my human mind, which passively 
Now renders and receives fast influencings, 
Holding an unremitting interchange 
With the clear universe of things around; 
One legion of wild thoughts, whose wandering wings 
Now float above thy darkness, and now rest 
Where that or thou art no unbidden guest, 
In the still cave of the witch Poesy, 
Seeking among the shadows that pass by 
Ghosts of all things that are, some shade of thee, 
Some phantom, some faint image; till the breast 
From which they fled recalls them, thou art there! 

                                     III 

Some say that gleams of a remoter world 
Visit the soul in sleep, that death is slumber, 
And that its shapes the busy thoughts outnumber 
Of those who wake and live.—I look on high; 
Has some unknown omnipotence unfurl'd 
The veil of life and death? or do I lie 
In dream, and does the mightier world of sleep 
Spread far around and inaccessibly 
Its circles? For the very spirit fails, 
Driven like a homeless cloud from steep to steep 
That vanishes among the viewless gales! 
Far, far above, piercing the infinite sky, 
Mont Blanc appears—still, snowy, and serene; 
Its subject mountains their unearthly forms 
Pile around it, ice and rock; broad vales between 
Of frozen floods, unfathomable deeps, 
Blue as the overhanging heaven, that spread 
And wind among the accumulated steeps; 
A desert peopled by the storms alone, 
Save when the eagle brings some hunter's bone, 
And the wolf tracks her there—how hideously 
Its shapes are heap'd around! rude, bare, and high, 
Ghastly, and scarr'd, and riven.—Is this the scene 
Where the old Earthquake-daemon taught her young 
Ruin? Were these their toys? or did a sea 
Of fire envelop once this silent snow? 
None can reply—all seems eternal now. 
The wilderness has a mysterious tongue 
Which teaches awful doubt, or faith so mild, 
So solemn, so serene, that man may be, 
But for such faith, with Nature reconcil'd; 
Thou hast a voice, great Mountain, to repeal 
Large codes of fraud and woe; not understood 
By all, but which the wise, and great, and good 
Interpret, or make felt, or deeply feel. 

                                     IV 

The fields, the lakes, the forests, and the streams, 
Ocean, and all the living things that dwell 
Within the daedal earth; lightning, and rain, 
Earthquake, and fiery flood, and hurricane, 
The torpor of the year when feeble dreams 
Visit the hidden buds, or dreamless sleep 
Holds every future leaf and flower; the bound 
With which from that detested trance they leap; 
The works and ways of man, their death and birth, 
And that of him and all that his may be; 
All things that move and breathe with toil and sound 
Are born and die; revolve, subside, and swell. 
Power dwells apart in its tranquillity, 
Remote, serene, and inaccessible: 
And this, the naked countenance of earth, 
On which I gaze, even these primeval mountains 
Teach the adverting mind. The glaciers creep 
Like snakes that watch their prey, from their far fountains, 
Slow rolling on; there, many a precipice 
Frost and the Sun in scorn of mortal power 
Have pil'd: dome, pyramid, and pinnacle, 
A city of death, distinct with many a tower 
And wall impregnable of beaming ice. 
Yet not a city, but a flood of ruin 
Is there, that from the boundaries of the sky 
Rolls its perpetual stream; vast pines are strewing 
Its destin'd path, or in the mangled soil 
Branchless and shatter'd stand; the rocks, drawn down 
From yon remotest waste, have overthrown 
The limits of the dead and living world, 
Never to be reclaim'd. The dwelling-place 
Of insects, beasts, and birds, becomes its spoil; 
Their food and their retreat for ever gone, 
So much of life and joy is lost. The race 
Of man flies far in dread; his work and dwelling 
Vanish, like smoke before the tempest's stream, 
And their place is not known. Below, vast caves 
Shine in the rushing torrents' restless gleam, 
Which from those secret chasms in tumult welling 
Meet in the vale, and one majestic River, 
The breath and blood of distant lands, for ever 
Rolls its loud waters to the ocean-waves, 
Breathes its swift vapours to the circling air. 

                                     V 

Mont Blanc yet gleams on high:—the power is there, 
The still and solemn power of many sights, 
And many sounds, and much of life and death. 
In the calm darkness of the moonless nights, 
In the lone glare of day, the snows descend 
Upon that Mountain; none beholds them there, 
Nor when the flakes burn in the sinking sun, 
Or the star-beams dart through them. Winds contend 
Silently there, and heap the snow with breath 
Rapid and strong, but silently! Its home 
The voiceless lightning in these solitudes 
Keeps innocently, and like vapour broods 
Over the snow. The secret Strength of things 
Which governs thought, and to the infinite dome 
Of Heaven is as a law, inhabits thee! 
And what were thou, and earth, and stars, and sea, 
If to the human mind's imaginings 
Silence and solitude were vacancy? 



T. S. Eliot y Luis Miguel Aguilar: Miércoles de Ceniza

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ASH-WEDNESDAY

I

Because I do not hope to turn again
Because I do not hope
Because I do not hope to turn
Desiring this man's gift and that man's scope
I no longer strive to strive towards such things
(Why should the aged eagle stretch its wings?)
Why should I mourn
The vanished power of the usual reign?

Because I do not hope to know again
The infirm glory of the positive hour
Because I do not think
Because I know I shall not know
The one veritable transitory power
Because I cannot drink
There, where trees flower, and springs flow, for there is nothing again

Because I know that time is always time
And place is always and only place
And what is actual is actual only for one time
And only for one place
I rejoice that things are as they are and
I renounce the blessèd face
And renounce the voice
Because I cannot hope to turn again
Consequently I rejoice, having to construct something
Upon which to rejoice

And pray to God to have mercy upon us
And pray that I may forget
These matters that with myself I too much discuss
Too much explain
Because I do not hope to turn again
Let these words answer
For what is done, not to be done again
May the judgement not be too heavy upon us

Because these wings are no longer wings to fly
But merely vans to beat the air
The air which is now thoroughly small and dry
Smaller and dryer than the will
Teach us to care and not to care
Teach us to sit still.

Pray for us sinners now and at the hour of our death
Pray for us now and at the hour of our death.

II

Lady, three white leopards sat under a juniper-tree
In the cool of the day, having fed to satiety
On my legs my heart my liver and that which had been contained
In the hollow round of my skull. And God said
Shall these bones live? shall these
Bones live? And that which had been contained
In the bones (which were already dry) said chirping:
Because of the goodness of this Lady
And because of her loveliness, and because
She honours the Virgin in meditation,
We shine with brightness. And I who am here dissembled
Proffer my deeds to oblivion, and my love
To the posterity of the desert and the fruit of the gourd.
It is this which recovers
My guts the strings of my eyes and the indigestible portions
Which the leopards reject. The Lady is withdrawn
In a white gown, to contemplation, in a white gown.
Let the whiteness of bones atone to forgetfulness.
There is no life in them. As I am forgotten
And would be forgotten, so I would forget
Thus devoted, concentrated in purpose. And God said
Prophesy to the wind, to the wind only for only
The wind will listen. And the bones sang chirping
With the burden of the grasshopper, saying

Lady of silences
Calm and distressed
Torn and most whole
Rose of memory
Rose of forgetfulness
Exhausted and life-giving
Worried reposeful
The single Rose
Is now the Garden
Where all loves end
Terminate torment
Of love unsatisfied
The greater torment
Of love satisfied
End of the endless
Journey to no end
Conclusion of all that
Is inconclusible
Speech without word and
Word of no speech
Grace to the Mother
For the Garden
Where all love ends.

Under a juniper-tree the bones sang, scattered and shining
We are glad to be scattered, we did little good to each other,
Under a tree in the cool of the day, with the blessing of sand,
Forgetting themselves and each other, united
In the quiet of the desert. This is the land which ye
Shall divide by lot. And neither division nor unity
Matters. This is the land. We have our inheritance.

III

At the first turning of the second stair
I turned and saw below
The same shape twisted on the banister
Under the vapour in the fetid air
Struggling with the devil of the stairs who wears
The deceitul face of hope and of despair.

At the second turning of the second stair
I left them twisting, turning below;
There were no more faces and the stair was dark,
Damp, jagged, like an old man's mouth drivelling, beyond repair,
Or the toothed gullet of an agèd shark.

At the first turning of the third stair
Was a slotted window bellied like the figs's fruit
And beyond the hawthorn blossom and a pasture scene
The broadbacked figure drest in blue and green
Enchanted the maytime with an antique flute.
Blown hair is sweet, brown hair over the mouth blown,
Lilac and brown hair;
Distraction, music of the flute, stops and steps of the mind over the third stair,
Fading, fading; strength beyond hope and despair
Climbing the third stair.

Lord, I am not worthy
Lord, I am not worthy

                     but speak the word only.

IV

Who walked between the violet and the violet
Who walked between
The various ranks of varied green
Going in white and blue, in Mary's colour,
Talking of trivial things
In ignorance and knowledge of eternal dolour
Who moved among the others as they walked,
Who then made strong the fountains and made fresh the springs

Made cool the dry rock and made firm the sand
In blue of larkspur, blue of Mary's colour,
Sovegna vos

Here are the years that walk between, bearing
Away the fiddles and the flutes, restoring
One who moves in the time between sleep and waking, wearing

White light folded, sheathing about her, folded.
The new years walk, restoring
Through a bright cloud of tears, the years, restoring
With a new verse the ancient rhyme. Redeem
The time. Redeem
The unread vision in the higher dream
While jewelled unicorns draw by the gilded hearse.

The silent sister veiled in white and blue
Between the yews, behind the garden god,
Whose flute is breathless, bent her head and signed but spoke no word

But the fountain sprang up and the bird sang down
Redeem the time, redeem the dream
The token of the word unheard, unspoken

Till the wind shake a thousand whispers from the yew

And after this our exile

V

If the lost word is lost, if the spent word is spent
If the unheard, unspoken
Word is unspoken, unheard;
Still is the unspoken word, the Word unheard,
The Word without a word, the Word within
The world and for the world;
And the light shone in darkness and
Against the Word the unstilled world still whirled
About the centre of the silent Word.

O my people, what have I done unto thee.

Where shall the word be found, where will the word
Resound? Not here, there is not enough silence
Not on the sea or on the islands, not
On the mainland, in the desert or the rain land,
For those who walk in darkness
Both in the day time and in the night time
The right time and the right place are not here
No place of grace for those who avoid the face
No time to rejoice for those who walk among noise and deny the voice

Will the veiled sister pray for
Those who walk in darkness, who chose thee and oppose thee,
Those who are torn on the horn between season and season, time and time, between
Hour and hour, word and word, power and power, those who wait
In darkness? Will the veiled sister pray
For children at the gate
Who will not go away and cannot pray:
Pray for those who chose and oppose

O my people, what have I done unto thee.

Will the veiled sister between the slender
Yew trees pray for those who offend her
And are terrified and cannot surrender
And affirm before the world and deny between the rocks
In the last desert before the last blue rocks
The desert in the garden the garden in the desert
Of drouth, spitting from the mouth the withered apple-seed.

O my people.

VI

Although I do not hope to turn again
Although I do not hope
Although I do not hope to turn

Wavering between the profit and the loss
In this brief transit where the dreams cross
The dreamcrossed twilight between birth and dying
(Bless me father) though I do not wish to wish these things
From the wide window towards the granite shore
The white sails still fly seaward, seaward flying
Unbroken wings

And the lost heart stiffens and rejoices
In the lost lilac and the lost sea voices
And the weak spirit quickens to rebel
For the bent golden-rod and the lost sea smell
Quickens to recover
The cry of quail and the whirling plover
And the blind eye creates
The empty forms between the ivory gates
And smell renews the salt savour of the sandy earth

This is the time of tension between dying and birth
The place of solitude where three dreams cross
Between blue rocks
But when the voices shaken from the yew-tree drift away
Let the other yew be shaken and reply.

Blessèd sister, holy mother, spirit of the fountain, spirit of the garden,
Suffer us not to mock ourselves with falsehood
Teach us to care and not to care
Teach us to sit still
Even among these rocks,
Our peace in His will
And even among these rocks
Sister, mother
And spirit of the river, spirit of the sea,
Suffer me not to be separated

And let my cry come unto Thee.


MIÉRCOLES DE CENIZA


I

Porque ya no espero volver jamás
Porque ya no espero
Porque ya no espero volver
Deseando los dones de este hombre y los alcances de aquel otro
Ya no me esfuerzo más ni lucho por tales cosas
(¿Por qué tendría el águila vieja que expander sus alas?)
¿Por qué lamentar
El desvanecido poder de los reinos habituales?

Porque ya no espero comprender jamás
La gloria inestable del momento propicio
Porque ya no pienso
Porque sé que no sabré
El único poder transitorio y verdadero
Porque no puedo beber ahí, donde los árboles florecen,
Y los manantiales brotan, porque ya no queda nada otra vez

Porque comprendo que el tiempo es siempre el tiempo
Y el lugar es siempre y sólo un lugar
Y lo que es útil
Es útil sólo para un tiempo
Y para un solo lugar
Me alegra que las cosas sean como son y
Renuncio a la cara bendita
Y renuncio a la voz
Porque ya no puedo esperar volver jamás
Entonces me alegro
Al tener que erigir algo sobre lo cual regocijarme

Y rogar a Dios que tenga misericordia de nosotros
Y ruego para poder olvidar
Estos problemas que conmigo mismo
Tanto discuto
Y tanto me expongo
Porque ya no espero volver jamás
Deja responder a estas palabras
Por lo que se ha realizado y no volverá otra vez a realizarse
De modo que los mandamientos no pesen tanto sobre nosotros

Porque estas alas ya no son alas para volar
Sino apenas escudos para golpear el aire
El aire cada vez más leve y seco
Mucho más leve y más seco que el deseo
Enséñanos la preocupación y la inconsciencia
Líbranos de la ansiedad.
Ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte
Ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte.

II

Señora, tres leopardos blancos sentados bajo un junípero
En la calma del día, se alimentaron hasta la saciedad
Con mis piernas mi corazón mi hígado y aún lo contenido
En la oquedad redonda de mi cráneo. Y Dios dijo:
¿Vivirán estos huesos? ¿Vivirán
Estos hueso? Y lo que estaba contenido
En los huesos (secos ya) habló con alegría:
Por la bondad de esta Señora
Y por su gran amor y porque
No desmerece la Virgen en meditación,
Brillamos altamente. Y yo que estoy aquí, oculto,
Entrego mi acto al olvido y mi amor
A la posteridad del desierto y a la fruta de la calabaza
Mis intestinos el collar de mis ojos y las porciones indigeribles
Que los leopardos rechazan. La Señora se retira envuelta
En un jubón blanco, hacia la contemplación, en un jubón blanco
Dejad que la blancura de lo huesos nos prepare para el perdón
No hay vida en ellos. Como he sido y sería
Perdonado, así yo perdonara concentrado
Devotamente. Y Dios dijo
Profetizad al viento, sólo al viento, porque sólo
El viento escuchará. Y lo huesos cantaron con alegría
La canción del grillo, diciendo:

Señora de los silencios
Tranquila y angustiada
Revuelta y recobrada
Rosa de la memoria
Rosa del perdón
Exhausta y dadora de vida
Remanso del preocupado
La Rosa sencilla
Es ahora el Jardín
Donde todo amor termina
Termina el tormento
Del amor insatisfecho
El tormento mayor
Del amor satisfecho
Fin de lo interminable
Viaje sin final
Conclusión de todo aquello
Que no concluye
Discurso sin palabra y
Palabra de ningún discurso
Descienda la gracia sobre la Madre
Por el Jardín
Donde todo amor termina.

Bajo el junípero los huesos cantaron, dispersos y brillantes:
Celebramos nuestra dispersión, hemos sido buenos el uno con el otro,
Bajo un árbol en la calma del día, con la bendición de la arena,
Perdonando a los otros y a nosotros mismos, unidos
En la quietud del desierto. Esta es la tierra que tú
parcelarás. Mas división y unidad tampoco
Importan. Esta es la tierra. Hemos heredado.

III

En el primer descanso de la segunda escala
Me volví y miré debajo
A la misma forma retorcida girando en el pasamanos
Bajo el vapor en el aire fétido
Luchando con el demonio de los peldaños que finge
El rostro engañoso de la esperanza y el desconsuelo.
En el segundo descanso de la segunda escala
Los dejé girando, revueltos en el fondo;
No había ya más rostros y la escalera estaba oscura,
Húmeda, dentada, como la boca babeante de un viejo, ya imposible de reparar,
O como las fauces dentadas de un tiburón anciano.

En el primer descanso de la tercera escala
Había una ventana entreabierta como el higo
Y más allá de un espino y alguna escena pastoril
La ancha figura, de espaldas, lucía el azul y el verde
Encantando la época de mayo con una antigua flauta.
El cabello al viento es dulce, el cabello, castaño sobre la boca, suelto,
El cabello castaño y las lilas;
Distracción, música de flauta, altos y pasos de la mente sobre la tercera escala,
Extinguiéndose, apagándose; la fuerza más allá de la esperanza y el desconsuelo
Subiendo por la tercera escala.

Señor, yo no soy digno de que vengas a mí
Señor, yo no soy digno
                  pero una palabra tuya.

IV

El que pasó caminando entre violetas
El que pasó caminando entre
Los diversos tonos· de los distintos verdes
Avanzando en el blanco y el azul el color de María
Diciendo cosas triviales
En la ignorancia. y el conocimiento del dolor eterno
El que iba con los otros mientras los otros caminaban
El que, entonces, fortaleció las fuentes y dio frescura a los manantiales

Calmó a la roca seca y dio firmeza a la arena
En el azul de la realeza, el azul que es el color de María,
Sovegna vos

Aquí están los años intermedios, dirigiendo
Los violines y las flautas, restaurando
Lo que se mueve en el tiempo entre el sueño y la vigilia, estableciendo

Blanca luz replegada, envuelta sobre sí misma, replegada.
Los años nuevos avanzan, restaurando
A través de la nube brillante de lágrimas, los años, renovando
Con un verso joven la vieja rima. Redime
El tiempo. Redime
La visión ilegible en el sueño final
Mientras enjoyados unicornios tiran del dorado coche fúnebre.

La hermana silenciosa envuelta en azul y blanco
Entre los árboles, atrás del jardín divino
Cuya flauta quedó desalentada, inclinó la cabeza, asignando, mas esto sin decir una palabra

Entonces la fuente brotó y el pájaro cantó en lo bajo
Redime el tiempo, redime el sueño
La marca de la palabra no oída, no pronunciada

Hasta que el viento sacuda un millar de susurros de los árboles

y después de esto nuestro exilio

V

Si la palabra perdida se ha perdido, si la palabra gastada se ha gastado,
Si la no oída, no dicha
Palabra no ha sido dicha, oída;
Tranquila es la palabra inexpresada, la Palabra no oída,
La Palabra sin palabra, la Palabra dentro
Del mundo y para el mundo;
La luz se hizo en las tinieblas y
Contra la Palabra el mundo inquieto aún se revolvió
Buscando el centro de la Palabra callada.

Oh mi pueblo, qué pude haber hecho en tu contra.

¿Dónde se encontrará la palabra, dónde resonará
La palabra? No aquí, no hay suficiente silencio;
Tampoco en el mar ni en las islas, no
En la tierra firme, no en el desierto ni en la tierra húmeda;
Para los que caminan en tinieblas
Ya sea durante el día o durante la noche
El tiempo preciso y el lugar exacto no están aquí
No hay lugar agraciado para los que ocultan la cara
No hay tiempo de regocijo para los que caminan entre el ruido y desoyen la voz

¿Rezará la hermana velada por
Los que caminan en tinieblas, los que van contigo y se oponen a Ti,
Los que se revuelven desgarrados entre una estación y otra estación, un tiempo y otro tiempo, entre
Hora y hora, palabra y palabra, poder y poder por todos los que esperan
En la oscuridad? Rezará la hermana velada
Por los niños en el umbral,
Quienes no saldrán nunca, los que no pueden rezar:
Rezar por los que asienten y se oponen

Oh mi pueblo, qué pude haber hecho en tu contra.

Rezará la hermana velada entre los árboles esbeltos
Incluso por aquellos que la ofenden
Y que están aterrados y no podrán rendirse
Y afirman ante el mundo lo que rechazan entre las rocas
En el último desierto entre las últimas rocas azules
El desierto en el jardín el jardín en el desierto
De la sequedad, escupiendo de la boca la seca semilla de la manzana.

Oh mi pueblo.

VI

Aunque ya no espero volver jamás
Aunque ya no espero
Aunque ya no espero volver

Oscilando entre la pérdida y la ganancia
En este corto tránsito por donde cruzan los sueños
El sueño crepuscular entre el nacimiento y la muerte
(Padre, bendígame) aunque ya no quiero desear estas cosas
Desde la ventana abierta hacia la costa de granito
El blanco de las velas navega tranquilo hacia alta mar, vuelo ultramarino
Alas firmes.

Y el corazón débil se endurece y regocija
En las lilas y la voces del mar perdidas
Y el espíritu débil comienza a rebelarse
Porque la doblada vara de oro y el perdido olor del mar
Empiezan a recobrar
El grito de la gaviota y el giro de pájaros grises
Y el ojo ciego establece
Las formas vacías entre las puertas de marfil
Y el olor renueva el gusto de la sal en la tierra arenosa.

Este es el tiempo de la tensión entre muerte y nacimiento
El lugar de la soledad donde tres sueños transcurren
Entre las rocas azules
Pero cuando las voces expulsadas del árbol se dispersen
Deja que llegue al otro la sacudida y tu réplica.

Hermana bendita, madre santa, espíritu de la fuente, espíritu del jardín
Apártanos por piedad de la burla ácida
De aceptar la falsedad en nosotros mismos
Ensénanos la preocupación y la inconsciencia
Líbranos de la ansiedad
Incluso entre estas rocas,
Nuestra paz en Su mandato
E incluso entre estas rocas
Hermana, madre
Y espíritu del rio, espíritu del mar,
Impide para siempre que me aparte

Y deja que mi llanto vaya a Ti.

Versión de LUIS MIGUEL AGUILAR.

Leopoldo Marechal: Victoria Ocampo y la literatura femenina

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VICTORIA OCAMPO Y LA LITERATURA FEMENINA

La editorial SUR acaba de publicar dos conferencias de Victoria Ocampo: Emily Brontë y Virginia Woolf, Orlando y Cía. No es el hecho de que ambas conferencias estén dedicadas a mujeres escritoras lo que me ha movido a escribir en el título, junto al nombre de Victoria Ocampo, aquella continuación o apéndice que dice “y la literatura femenina”: algunas observaciones realizadas en el texto y la recordación de ciertas virtudes que la mujer posee, si no en exclusividad, al menos en alto grado de excelencia, me hacen advertir la posibilidad, creo que no manifestada todavía, de dar un valor genérico a la literatura femenina, y de sustraerla, por lo tanto, a los errores de la comparación y a la injusticia de los críticos, mediante el reconocimiento de algunos caracteres que le son propios y que le dan la investidura de un hecho nuevo e independiente.
A dichos caracteres me referiré más adelante. Pero en seguida me veré abocado a un asunto lleno de espines: sabido es que Virginia Woolf levanta en su Orlando, la vieja y siempre ondulante bandera de Lisistrata, y su fogosa comentadora dice a este respecto: “Orlando ve a los hombres rehusando a las mujeres la más mínima instrucción, por miedo de que un día se rían de ellos, y los ve, al propio tiempo, entregados, sometidos a los caprichos de las más desfachatadas, de las más tontas, por el hecho de llevar faldas. Hay realmente motivo para sentir rebeldía ante estos reyes de la creación”. ¡Diablo, es la guerra declarada! Y si me animo a terciar en ella sin otras armas que las que me ofrecen algunos conocimientos de metafísica, es con el solo deseo de hacer que la paloma simbólica vuele sobre mi comentario, y movido, además, por el hecho singularísimo de que Virginia Woolf, acaso sin saberlo, resuelve simbólicamente la vieja contienda, en el extraordinario personaje de su obra.
Pero antes de tocar una materia tan ardua quiero expresar algunas observaciones acerca de Victoria Ocampo, su estilo y su técnica. Los dos trabajos que me ocupan no son conferencias, en el sentido vulgar del género, y su autora está lejos, por fortuna, del monólogo y la soledad que caracterizan al conferenciante de marras, en su relación con el público. Creo que la técnica de Victoria Ocampo (la que aparece con idénticos matices en todos los escritos de su pluma) es la técnica de la plática o de la conversación, que consiste en fluir con libertad V soltura, sin otra limitación que la que le señala el cauce o tema elegido previamente: su plática es un deslizamiento fluvial que sigue todos los niveles del asunto, que desborda y se explaya según la naturaleza del terreno, y que, sobre todo, va enriqueciéndose con los sedimentos arrancados inesperadamente a sus dos orillas. Los que conozcan a Victoria Ocampo advertirán lo mucho que una técnica semejante conviene a su espíritu inquieto, a su movediza vitalidad y al incansable fluir de sus emociones y recuerdos.
“Voy a hablarles a ustedes como common readerde la obra de Virginia Woolf”, dice al iniciar una de sus pláticas. Victoria Ocampo suele anunciar su naturaleza de “lector común”, siguiendo a Virginia Woolf que así lo hace al adelantar sus trabajos críticos: la expresión pertenece al doctor Johnson, para el cual es lector común aquel “que lee exclusivamente por placer y sin preocupación de tener que transmitir sus conocimientos”, y que se diferencia,’ por lo tanto, del lector crítico y del erudito. Por mi parte, no estoy lejos de asentir con el Dr. Johnson, en la definición que hace del lector común; pero creo que ni Virginia Woolf ni Victoria Ocampo entran del todo en la definición (¿no dice la segunda de la primera que sólo adopta ese carácter por absurda modestia?) Refiriéndome al solo caso de Victoria Ocampo diré ahora en qué medida le conviene el carácter de common reader, y en qué medida no le conviene.
Cierto es que el lector común, a semejanza del espectador común, padece lo que lee, o mejor dicho “con-padece”: Aristóteles exigía de la tragedia que suscitara la compasión en el ánimo de los espectadores, de modo tal que los espectadores llegaran a padecer los mismos afectos que padecían en escena los héroes del drama; y creo que los lectores comunes experimentan algo semejante, no sólo con la literatura de imaginación, sino hasta con la ideológica. -Ahora bien, reconozco en Victoria Ocampo esa entrega total de sí misma a la obra o al asunto, que caracteriza al lector común: basta leer su exégesis de Orlando, considerado más como sujeto viviente que como personaje de ficción, y su exaltada biografía de Emily Brontë, considerada más como personaje de novela que como sujeto viviente.
Pero el lector común, así como el espectador común, es algo esencialmente pasivo, algo que se funde con la obra y que “no tiene voz” ni la necesita, porque todo él se realiza en lo que lee; y este carácter del lector común ya no le conviene a Victoria Ocampo. Hay que buscar entonces un término medio, un lector que padezca y que hable a la vez. La tragedia clásica nos lo dará en seguida, porque en el teatro antiguo no sólo están la tragedia de un lado y los espectadores comunes del otro: allí mismo, entre la escena y el público, se agitan otros espectadores que tienen voz y la manifiestan, que padecen el drama y lo dicen, que discuten o asienten con los actores. Es el coro trágico. Ahora bien, un lector que frente a sus lecturas asumiera los gestos del coro en la tragedia se parecería mucho a ese tipo de lector que se dicen Virginia Woolf y Victoria Ocampo. Creo que a una y a otra les gustaría la idea: a Virginia Woolf, que “hablando de cualquier cosa habla de sí misma, ella que nunca habla de sí misma”; y a Victoria Ocampo, que leyendo a Virginia siente ganas “de comen¬tar a la comentadora a través de su comentario”.
Dije ya que algunas observaciones halladas en el texto de Virginia Woolf, Orlando y Cía. me habían recordado ciertos caracteres propios de la mujer en su relación con el mundo, los cuales, aplicados a la creación literaria, pueden dar un valor genérico a la literatura femenina. El texto aludido se refiere a una creencia de Virginia Woolf, “a su creencia de que el espíritu humano no es sino el curso continuo de las imágenes y de los recuerdos, y que hay que expresar el sutil deslizarse de esas imágenes, de esos recuerdos cambiantes y multicolores, para ser fiel a la realidad más esencial”.
Y justamente, observadores de todas las épocas han coincidido en afirmar que la mujer se mueve en el mundo cambiante del suceder con mayor soltura que en el mundo de los principios inmutables: nadie como ella pone una atención tan aguda en el desfile de las imágenes que constituyen la realidad inmediata y el mundo de los sentidos (el mismo Schopenhauer, entre otras consideraciones que por su grosería resultan indignas de un filósofo, concede a la mujer esa visión certera del mundo fenomenal). Por otra parte, la sucesión ineluctable de las cosas no se realiza sin que el advenimiento de una signifique la muerte de la otra; y la mujer padece, como nadie, la mutación de una realidad en cuya ilusión arraiga con tanto ahínco, y de la cual alcanza hoy un desfile de imágenes que se convertirá mañana en un desfile de recuerdos. Pues bien, el estudio y la expresión de ese fluir, el idioma de la pasión consiguiente, el dolor de perder la imagen en el tiempo y la dulzura de recobrarla en la memoria, todo esto constituye, a mi juicio, una materia literaria sobre la cual puede la mujer alegar derechos casi naturales. Y digo “casi naturales”, porque, como ya lo he adelantado, la mujer no posee dicho carácter en exclusividad, sino en alto grado de excelencia, con respecto al hombre:   la literatura de Proust, sin embargo, revela mucho de tal carácter; bien es cierto que hay en toda ella un “tono” femenino que no deja de llamar la atención.
Distinta es la posición del hombre frente al mundo de los fenómenos: es característica del hombre el no resignarse ante la mutación de las cosas, y el buscar, detrás de las imágenes mudables, la razón inmutable que organiza y dirige la danza. Por eso la metafísica es dominio del hombre, así como la física es dominio de la mujer [1]. Entre un dominio y otro no hay contrariedad, sino complemento: son “distintos”, y cada uno halla en el otro lo que a sí mismo falta. Razón tiene Victoria Ocampo al enojarse con los críticos ingleses que menospreciaron una gran novela de Emily porque la firmaba una mujer. Es el mismo género de críticos que advierten la inferioridad de la mujer en el hecho de que la mujer no ha dado nunca una metafísica: con igual razón demostrarían la inferioridad del olmo, que no da peras, o la del peral, que no da rosas.
Y aquí entramos en el fin de la guerra, mediante la reconciliación de dos partes o dominios que necesitan unirse para formar una verdadera unidad, ya que cada uno, por sí mismo, no puede realizarla. Si me resolviese a hacer un poco de metafísica de salón, recordaría que los antiguos vieron la imagen perfecta de la concordia en el Adán-Eva del Génesis, en el Andrógino primitivo que describe Aristófanes [2] y en el Hermafrodita dormido que veneraron los griegos. Dejaré a los lectores el trabajo de considerar tales figuras, cuyo simbolismo no se limita, por otra parte, al solo dominio humano. Y expondré ahora el hecho singularísimo a que me refería en el principio de mi comentario: a sabiendas o no, Virginia Woolf también hace un andrógino de su Orlando, ya que le da primero la naturaleza del hombre y luego la de la mujer. ¿Qué significación tiene la metamorfosis de Orlando? Según Ovidio [3], el sabio Tiresias había tomado, en sucesivas encarnaciones, la forma de uno y otro sexo, y lo recordaba: tal vez era sabio porque, reuniendo en sí mismo la ciencia del hombre y la de la mujer, había reconstruido la perfección dichosa de la unidad.
Con el divino Tiresias acaba mi comentario: he tocado en él un tema o dos que, si no se vinculan directamente con las disertaciones de Victoria Ocampo, giran, al menos, en su órbita. Mi sola disculpa es el hecho de que yo, como Virginia Woolf y como Victoria Ocampo, tampoco soy el “lector común” de que nos habla el Dr. Johnson.

Revista Sur, enero de 1939, año IX.
Notas:

[1] Claro está que sólo me refiero al orden de la "especulación” intelectual; porque en el orden de la realización “afectiva”, entre una Santa Teresa y un San Juan de la Cruz, por ejemplo, no cabe diferenciación alguna; bien es cierto que una y otro no hacen ya referencia al “arte humano”, sino al “arte divino”.
[2] “Banquete”, de Platón.
[3] “Metamorfosis”.



Robert Lowell y Alberto Girri: Hijos de la luz

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CHILDREN OF LIGHT

OUR fathers wrung their bread from stocks and stones
And fenced their gardens with the Redman's bones;
Embarking from the Nether Land of HolIand,
Pilgrims unhouseled by Geneva's night,
They planted here the Serpent's seeds of light;
And here the pivoting searchlights probe to shock
The riotous glass houses built on rack,
And candles gutter by an empty altar,
And light is where the landless blood of Cain
Is burning, burning the unburied grain.




HIJOS DE LA LUZ

Nuestros padres arrancaron su pan de los troncos y de las piedras
y cercaron sus jardines con los huesos del piel roja;
embarcados desde la tierra baja de Holanda,
peregrinos desalojados de sus casas por la noche de Ginebra,
sembraron aquí las semillas de luz de la serpiente;
y aquí los giratorios reflectores indagan para sacudir
las tumultuosas casas de vidrio construidas sobre la roca,
y los cirios gotean junto a un altar vacío,
y la luz está donde la sangre sin tierra de Caín
arde, haciendo arder el insepulto grano.

Traducción y notas de ALBERTO GIRRI.

NOTAS:
Children of Light: “
Porque en otro tiempo erais tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor, andad como hijos de la luz” (Epístola de San Pablo a los Efesios, 5, 8).
V.4. Pilgrims: Alude a los peregrinos calvinistas que en 1620 llegaron a América en el Mayflower y fundaron la Plymouth Colony, primera colonia inglesa en la bahía de Massachusetts.
V. 10. unburied grain: Parábola del sembrador (Mateo 13.3-8, Marcos 4.1-9, Lucas 8.4-8).

En “Hijos de la Luz”, tema muy afín al de “Concord”, vuelve a denunciarse el fracaso del tradicional espíritu religioso puritano, que a partir de la conquista de Nueva Inglaterra, donde los colonos cercaron sus jardines “con los huesos del piel roja”, entregose a un presente materialista y desalmado, a la incansable reedición del crimen de Caín.

André Chénier y Miguel Antonio Caro: Versalles

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VERSAILLES

Ô Versailles, ô bois, ô portiques,
Marbres vivants, berceaux antiques,
Par les dieux et les rois Elysée embelli,
A ton aspect, dans ma pensée,
Comme sur l'herbe aride une fraîche rosée,
Coule un peu de calme et d'oubli.

Paris me semble un autre empire,
Dès que chez toi je vois sourire
Mes pénates secrets couronnés de rameaux,
D'où souvent les monts et les plaines
Vont dirigeant mes pas aux campagnes prochaines,
Sous de triples cintres d'ormeaux.

Les chars, les royales merveilles,
Des gardes les nocturnes veilles,
Tout a fui ; des grandeurs tu n'es plus le séjour.
Mais le sommeil, la solitude,
Dieux jadis inconnus, et les arts, et l'étude,
Composent aujourd'hui ta cour.

Ah ! malheureux ! à ma jeunesse
Une oisive et morne paresse
Ne laisse plus goûter les studieux loisirs.
Mon âme, d'ennui consumée,
S'endort dans les langueurs ; louange et renommée
N'inquiètent plus mes désirs.

L'abandon, l'obscurité, l'ombre,
Une paix taciturne et sombre,
Voilà tous mes souhaits. Cache mes tristes jours,
Et nourris, s'il faut que je vive,
De mon pâle flambeau la clarté fugitive,
Aux douces chimères d'amours.

L'âme n'est point encor flétrie,
La vie encor n'est point tarie,
Quand un regard nous trouble et le cœur et la voix.
Qui cherche les pas d'une belle,
Qui peut ou s'égayer ou gémir auprès d'elle,
De ses jours peut porter le poids.

J'aime ; je vis. Heureux rivage !
Tu conserves sa noble image,
Son nom, qu'à tes forêts j'ose apprendre le soir,
Quand, l'âme doucement émue,
J'y reviens méditer l'instant où je l'ai vue,
Et l'instant où je dois la voir.

Pour elle seule encore abonde
Cette source, jadis féconde,
Qui coulait de ma bouche en sons harmonieux.
Sur mes lèvres, tes bosquets sombres
Forment pour elle encor ces poétiques nombres,
Langage d'amour et des dieux.

Ah ! témoin des succès du crime,
Si l'homme juste et magnanime
Pouvait ouvrir son cœur à la félicité,
Versailles, tes routes fleuries,
Ton silence, fertile en belles rêveries,
N'auraient que joie et volupté.

Mais souvent tes vallons tranquilles,
Tes sommets verts, tes frais asiles,
Tout à coup à mes yeux s'enveloppent de deuil.
J'y vois errer l'ombre livide
D'un peuple d'innocents, qu'un tribunal perfide
Précipite dans le cercueil.



VERSALLES

¡Oh pórticos! ¡Oh mármoles vivientes!

 ¡Oh bosques de Versalles!
¡Sitios más deleitosos y rientes
 Que los Elíseos valles!

Los dioses y los reyes a porfía,
 Recinto almo y sereno,
Tesoros de hermosura y lozanía
 Vertieron en tu seno.

Frescura, al verte, y suavidad recibe
 El pensamiento mío,
Y como hierba lánguida revive
 A quien bañó el rocío.

No anhelo de París la varia escena:
 Quiero ver a mis Lares
Bajo tu sombra reposar amena
 En rústicos hogares,

De donde al campo, yo, circunvecino
 Llevar tranquilo pueda
Los pasos, estrechándome el camino
 Tresdoblada alameda.

¿Dónde están de ciudad armipotente
 Las regias maravillas ?...
Regalas tú con aromado ambiente,
 Con trofeos no brillas.

El apacible sueño, el manso olvido,
 El estudio y el arte,
Castas divinidades, han venido
 Por suyo a consagrarte.

¡Ay! ociosa indolencia me devora,
 Y cosechar no intento
El fruto sazonado que elabora
 Activo entendimiento.

Consumido de tedio me abandono;
 Ni gárrula alabanza,
Ni públicos favores ambiciono;
 Ha muerto la esperanza.

Y sólo ya la sombra taciturna
 Dulce parece a un alma
Desengañada; la quietud nocturna,
 La solitaria calma.

Si es vivir mi destino, en paz profunda
 Calladamente viva;
Cebe amor de mi antorcha moribunda
 La llama fugitiva.

Amo, ¡oh placer! Y tú, rincón florido,
 Aquella imagen pura
Conoces; aquel nombre tú has oído
 De inefable dulzura,

Que a tu silencio tímido confío
 Cuando de tarde vengo,
Y en pensar que la he visto me extasío
 O que de verla tengo.

Si por ella mi labio amor suspira,
 Tus umbríos boscajes
En ecos dignos de celeste lira
 La ofrendan homenajes.

Por ella la onda sacra de armonías
 Que tierra y cielo inunda,
Hoy de mis labios como en otros días
 Torna a correr fecunda.

¡Oh! si el que ama el honor y la justicia,
 Cuando el malvado impera
De olvidar y vivir a la delicia
 El pecho abrir pudiera,

Tu silencio, Versalles, tus risueños
 Asilos de verdura,
Nido fueran de cándidos ensueños
 Y de perenne holgura.

Mas tus alegres ámbitos, el verde
 Césped, la fresca gruta,
Todo sus galas ¡ay! súbito pierde
 Y a mis ojos se enluta;

¡Y de un pueblo inocente, acuchillado
 Por tribunal sangriento,
Pasar veo delante el no vengado
 Espectro macilento!




Raymond Roussel: "La vista", primera edición en español

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NOVEDAD MARZO 2018
LA VISTA, DE RAYMOND ROUSSEL
(edición bilingüe)

Una fotografía minúscula encerrada en el extremo de un antiguo portaplumas, el dibujo que encabeza el papel de cartas de un hotel, la ilustración de la etiqueta de una botella de agua: estas tres imágenes son el punto de partida de descripciones minuciosas, obsesivas, intransigentes y, en esencia, interminables (“La vista, sentido privilegiado en Roussel”, escribió Robbe-Grillet, “alcanza muy pronto una agudeza demencial, que tiende a lo infinito… La vista es aquí una vista imaginaria”), con las que Raymond Roussel edifica en este libro suyo otros tantos microcosmos poblados por decenas de personajes que la mirada del autor eterniza en un instante de sus vidas, indagando sus pensamientos y emociones más recónditos, persiguiéndolos más allá de los límites que les impone la representación gráfica : compacta Comedia humana de lo cotidiano, lo banal, lo mezquino, lo caricaturesco, lo risible, que se prolonga por más de cuatro mil versos y podría prolongarse por muchos más, si el mismo autor no decidiera, en un momento dado, ponerle punto final.
Como bien lo señaló Robert de Montesquiou en “Un autor difícil”, primer ensayo que dedicó a la obra de Roussel un contemporáneo suyo, la empresa recuerda la célebre descripción del escudo de Aquiles del canto XVIII de la Ilíada; hazaña que, sin dudas, el triple poema de Roussel supera en extensión y en detalle. “Arte de infusorio, pero infusorio de genio”, en palabras de Montesquiou.
Insuficientemente conocida en el mundo de habla hispana, la obra de Raymond Roussel, una de las más influyentes de la literatura francesa de principios del siglo XX, es tan desconcertante y provocadora hoy en día como lo fue en su tiempo. Para Ediciones De La Mirándola es un motivo de alegría y una gran satisfacción presentar, en edición bilingüe, la primera traducción de La vista al español. La misma ya se encuentra disponible en amazon.com, amazon.es en formato digital, y muy pronto lo estará asimismo en papel. A continuación, ofrecemos un fragmento de la misma.

• •
A la izquierda, estorbando el paso, está parada
Una pandilla que hace ruido; una mujer alta
Tiene, en su porte, una soberbia majestad
Combinada con un trato frío y prudente;
Por suerte para ella, tiene una gran idea
De sí misma y jamás se siente intimidada.
Es literata y cree saberlo casi todo;
No toma nunca en cuenta a quienes leen poco;
Zanja siempre las charlas literarias; sus cartas,
Carentes de palabras sosas, de tachaduras,
Sólo nacen después de arduos borradores
En que surgen los giros de frase industriosos.
Deseosa de estar siempre al tanto, se rodea
De escribidores que la asesoran y se harta
De novelas; con tal de entender más o menos
La intriga y, cuando hay que intervenir, poder
Meter baza, le basta; sus exigencias no
Son las propias de las grandes inteligencias;
Ahondar es de lo más superfluo para ella;
Lo que quiere es decir todo el tiempo: “He leído…”.
Pone a veces sus manos bisoñas a la obra,
Cree en la benignidad de la Musa, vacila
Y, con la frente gacha, los ojos turbios, pare
Versos durante, al menos, la mitad de la noche.
Cediendo a su manía, ahora mismo, charla
Con un incomprendido que saca pecho y posa,
Hombre insípido, lleno de veneno dulzón
Que les sonríe a todos y, a sus espaldas, ríe.
Lo horripila hasta el mínimo éxito de su prójimo;
Haciendo rechinar los dientes, amontona
Manuscritos que se hunden todos en sus cajones,
Sin que uno solo de ellos alcance a ver la luz.
Odia al género humano, le saca el cuero a todo
El mundo: fulanito sólo escribe por plata;
Mengano, dicho sea de paso, está agotado,
Es cosa demostrable, concluyente, rotunda;
Zutano no es más que un descarado plagiario;
Cuando no ataca a Pedro la arremete con Juan;
En su saña de agriado fracasado, numera
Sus motivos de queja, no se olvida del más
Remoto sinsabor; no hay ninguna laguna
En los repliegues de su rencor insondable.
Propala en cuanto surge cualquier rumor molesto.
Si se le habla de frente, dobla, rastrero, el lomo;
Sólo alza la cabeza y se vuelve arrogante
Cuando hay que hacer leña con el árbol caído.
Si alguien es efusivo, aplaudidor, clemente,
Así sea un poquito, lo aparta de su círculo;
De los suyos exige que tiren a matar.

 Prólogo de Violeta Percia.
Traducción y notas de Carlos CámaraMiguelÁngel Frontán.
ISBN: 978-987-3725-11-1




Robert de Montesquiou y Raymond Roussel: Un autor difícil

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Ofrecemos a continuación el primer artículo escrito sobre Raymond Roussel por un contemporáneo suyo, el célebre dandy y escritor Robert de Montesquiou, en quien se inspiró Proust para crear el barón de Charlus de En busca del tiempo perdido. Montesquiou analiza en el mismo el extenso poema La vista, cuya primera traducción al español acaba de publicar Ediciones De La Mirándola y que ya se encuentra en venta en los distintos sitios de Amazon, tanto en versión digital como en papel.


RAYMOND ROUSSEL, UN AUTOR DIFÍCIL

De los personajes de Las Mil y Una Noches, no es el menos curioso ese genio encerrado en un frasco, en forma de un vapor condensado que, en cuanto se le abría la prisión, se difundía por el campo con una profusión tal que no era fácil dominarlo, y al que ya no era posible reintroducir en su domicilio cristalino sin hacer mucho esfuerzo.
Esta comparación me viene a la mente cada vez que vuelvo a abordar el poema de Raymond Roussel intitulado La vista, tantas veces (a menudo) como me agrada experimentar una vez más la irritante impresión de sentirme en presencia, no diré de la dificultad vencida, lo que no sería decir bastante, sino de la imposibilidad realizada.
Un poema de Raymond Roussel; ¿Raymond Roussel será, entonces, poeta? Confieso que no lo creo, si la definición elemental del poeta puede concordar con esta fórmula: personaje dotado de una emoción y que tiene el poder de comunicarla a un oyente sensible.
En efecto, con gran esfuerzo, buscando mucho, encontré en toda esa retahíla de palabras este pobre versito, débilmente emocionado, entre dos mil instrumentos de precisión con forma de alejandrinos:

Y su expresión es dulce y es triste al mismo tiempo.

Así pues, no será –bajo pena de caer en el error funesto de quienes se obstinan en exigir a los demás lo que éstos no están obligados a dar–, no será, digo, nada vibrante lo que habrá que pedirle a Raymond Roussel, sino todo lo más locamente exacto que puede proporcionar la obstinada y amplificadora observación de los ojos de un miope.
No, el autor de La vista, delante del banco de trabajo, yo diría del torno de sus visiones materializadas, casi no me parece que deba estar más emocionado que el chino que esculpe una bola de marfil, haciéndola mover en una jaula de materia similar artistamente calada, y que vuelve a empezar el mismo trabajo, en la misma bola, luego en las siguientes, indefinidamente, hasta que la última bola haya alcanzado las proporciones de una arveja, mientras que la primera tenía las dimensiones de una naranja. Ese chino temerá romper una puntilla, quebrar un tabique, pero no temerá traspasar un corazón. Vale decir que la alegoría vegetal de una emotividad semejante podría adoptar el aspecto erizado del cactus, y que la emotividad en filigrana de Edmond Rostand parecería, comparada con ella, equivaler a una sensitiva.
En lo que concierne a la prosodia y la métrica de nuestro tornero literario, es algo así como el buen Coppée: no el Coppée terrible de las supuestas obras dramáticas, no, más bien el que yo de buen grado llamaría el Coppée negociable, estampillado con el año de cosecha de “El tenderito” [“Le Petit épicier”, poema de François Coppée, incluido en Les Humbles (1872)], aunque carente de ese penacho de fantasía seductora que el viejo autor de “El paseante” [“Le Passant”, poema de François Coppée, incluido en Sonnets intimes et poèmes inédits (1911).)] sabía a veces sacarle al sombrero emplumado de ese efebo para adornar con él tocados más parecidos a un gorro de algodón.
Provisto de su plectro, que no está lejos de parecerse a un compás, Roussel preludia.
El preámbulo de su obra nos pinta al escritor aferrado a su portaplumas, del que va a hacer brotar más cosas de las que Robert Houdin saca de su sombrero mágico; pero si esas cosas pasan, para llegar hasta nosotros, por la punta que se desliza sobre el papel, antes comenzaron por bullir en la cabeza del utensilio y, por cierto, de manera bastante singular.
En efecto, ese portaplumas no es el que hizo irisarse en su punta esa perla que, según afirmaba Goncourt, Bourget “admiraría siempre”; no, ese portaplumas de marfil, como las bolas hechas por el chino y la bolita minúscula que lo corona, solamente tiene una perla de cristal en la que el narrador se dedica a examinar (ustedes juzgarán de qué modo), y hacernos visible, la reducción casi infinitesimal de una fotografía de playa, dejando muy atrás, en lo que respecta a la cantidad y al detalle, la famosa descripción del escudo de Aquiles.
Puesto que, no dudemos en revelarlo, esa bolita microscópica y no menos amenazadora, bajo su aspecto anodino, que el caballo de Homero, encierra más de dos mil hexámetros armados hasta los dientes, incluso hasta los pies, y decididos a vencer.

***

Esos versos se dedican con esmero, como podría hacerlo un entomólogo, a estudiar las costumbres de los insectos, a describirnos lo que descubren en la inmensa playa cautiva de la bola minúscula; y es allí donde el arte de Roussel de cortar, no como se dice, un pelo en cuatro partes[expresión usual en francés, equivalente a “hilar fino”], sino en cuatrocientas cuarenta y cuatro mil, me parece, para empezar, un fenómeno digno de ser señalado a los que encuentran un gran placer en el análisis, en la enumeración y en la nomenclatura.
Trataré de dar algunas muestras de semejante arte de infusorio; pero, me apresuro a agregar, de infusorio de genio. Si, no obstante, la palabra infusorio pareciera ofrecerle a mi modelo un término de comparación un poco exiguo, no me molestaría en absoluto reemplazarla por Aracne, de modo tal que resultara mitológicamente solemnizado, pero no por eso dejaría de ser una araña capaz de atrapar en su tela olas, flotas, grupos, muchedumbres, sin omitir, además, unas cuantas almas cambiantes y diversas.
Hay, para empezar, en el vasto mar, encerrado en la cabeza de alfiler, una barca de pescador, con el siguiente detalle sobre éste:

La ceja izquierda no es igual a la derecha;
Se ve más negra, más importante, más densa
Y más enmarañada en su gran abundancia.

Luego:

Demasiado ajustado, casi estrecho, su traje
Le tira en las axilas y le aprieta en los puños…

Veamos, ahora, el yate elegante, en el que hay grupos de pasajeros. Uno de ellos se destaca:

Las manos, y los codos, iguales, aunque están
Cerca del cuerpo, dejan pasar bastante luz
Para atisbar, por el resquicio luminoso,
Las olas a lo lejos, que sin pausa describen
Sus curvas.

De otro se dice que:

…de un lado su bigote
Se ve derecho y alto, se recorta sobre el
Horizonte marino, y el azar lo coloca
De lleno, exactamente, encima de la cresta
Regular, extendida, de una pequeña ola.

Ya que Roussel es caricaturista en el detalle, como Grandville, y humorista capaz de mantenerse serio como el que más, vale decir como Villiers de l’Isle-Adam.
Una dama medita:

Y sus labios modelan un mohín que, del lado
Derecho, especialmente, le pliega la mejilla.

El capitán tiene una barba de chivo negra:

…pero ya anida, aquí y allá,
Un pelo un tanto gris en esa masa oscura.

Sin embargo, no vayamos a creer que esta investigación se limita a los defectos físicos de los individuos, su mirada va más allá de la corteza y lo demuestra de manera sutil:

Es un ejemplar de hombre convaleciente en quien
Se desarrolla el germen de un recrudecimento
De fuerza y de salud…

***

Toda la superficie del mar está cubierta
De barcos…

Allí abundan los pasajeros y el autor nos cuenta con minucia, que incluye hasta lo imponderable, no solamente los detalles de sus rasgos sino los defectos o la gracia de sus actitudes, y hasta los más secretos impulsos de sus corazones, las vibraciones de sus almas, los escrúpulos de sus conciencias, el resurgimiento de su melancolía.
A su vez, vemos la playa extenderse ante nosotros, con su población de paseantes y bañistas, todos igualmente examinados en su aspecto exterior y con sus secretos más íntimos revelados:

…sopla el viento, a juzgar
Por algunas cabezas inclinadas…

Los niños juegan con sus perros, uno de los cuales es un caniche terriblemente coqueto:

Lleva una pulsera, bien ajustada, en
La humedad de la cual centellea un reflejo,
Y que está fija, inmóvil en su lugar, a causa
De una mata de pelo sobre la que descansa;
La perfecta destreza del peluquero queda
Probada por la bella redondez de la mata.

Y más lejos, haciendo un paralelo con él, un joven enamorado vestido a la moda y con el pelo tan bien cortado como el suyo, supongo, lleva asimismo una pulsera:

La adornan perlas de un tamaño suficiente,
Mediano, que, parejas, de un bello oriente, halagan
La mirada; un idéntico punto resplandeciente,
Por acá y por allá, reluce en cada perla.

Un chiquilín:

…la epidermis de sus
Pantorrillas se ve morena, muy tostada,
Pero el tono de la de la derecha no es
Igual al de la parte inferior de la pierna,
Normalmente tapada por el calcetín, que,
Caído por azar, con la parte de arriba
Cubre el zapato; muestra menos brillo la carne
A partir de la línea precisa hasta la que
Tendría que llegar el calcetín; la piel
No tiene allí la misma irradiación; los dos
Colores son contiguos sin ningún degradé
Y el límite que los separa se destaca,
Rígido.

Otro niño más: este hace castillos de arena:

La pintura del balde representa una amplia
Llanura en que se alza, lejano, un delicado
Campanario, que el balde, cuando se mueve, inclina,
Aunque, al verlo, parece que se inclinara solo;
Un hombre alegre y fuerte, en la llanura, siembra
En un surco contando cada paso que da;
La escena, en su conjunto, da una muestra de calma;
No hay otro personaje, fuera del sembrador,
Visible en ese punto desierto del paisaje;
En torno al campanario se apiñan muchos techos,
Bajos, amontonados, pegados uno a otro,
Sin que sea posible distinguir una calle;
La pintura, sin duda, continúa detrás
Del balde coloreado por todas partes, aunque
Delante de los ojos sólo esté la mitad.

Un muchachito:

Que está derecho y tieso, incómodo, molesto
Por la suntuosidad y novedad de un traje
De hombre al que no acaba aún de acostumbrarse…

No lejos de él, una adolescente

…se halla en vísperas del día
En que los sentimientos revelan sus secretos…

Una niña tiene el pelo trenzado:

La trenza es bella y muestra dureza en su grosor,
Vigor y brillo en su negrura, que resalta
Nítida contra el vestido menos negro…

Esa trenza está atada por una cinta con dos lazos desiguales que se abre en forma de cola golondrina, una mancha pone su nota discordante, y nosotros seguimos todo eso apasionadamente, en la bola de cristal, así como miraríamos hundirse en ella el vientre barnizado del yate de recreo, en el que medita la dama que tiene la mejilla derecha arrugada por un mohín.
Una mujer teje una media, cuyos puntos contamos gracias al inagotable puntillista; otra cose:

…un dedal
Brilla en su dedo; con la punta del pulgar
Lo aparta, sometiéndolo a una suave presión,
Y lo levanta un poco, con el fin de dejar
Penetrar algo de aire nuevo, más vivo y fresco;
Sostiene, al mismo tiempo, la aguja, que proyecta
En la labor su sombra delgada y apreciable
De contorno borroso y desbordante…

Un hombre apuesto, de aire taciturno, traza con la punta de su bastón, en la arena de la costa, “un nombre inenarrablemente amado” y

…es en un diptongo donde el hombre
Se detiene…

Pasan por allí grupos de familias:

Un joven, por azar, por error,
Se ha colado entre esos personajes tan dignos;
Usa lentes redondos sin patillas; lo atraen
Las charlas eruditas, meditadas, y elige
El coloquio instructivo, medular, casi adusto,
Del grupo respetable, en vez de los eternos
Retozos de los jóvenes o sus voces y risas
Ruidosas, estridentes; perorando, demuestra
Lo justa que es alguna opinión. Como para
Compensar esa falta, un viejo, por su parte,
Se mantiene alejado de sus coetáneos, más
Proclive a divertirse con los cabezas huecas…

Caminando para atrás, como lo requiere el enfrentamiento de esos conversadores, una joven escucha a un viejo pesado:

…una sombra
Leve le mancha el labio, una especie de vello
Tenue y caído, un algo de bigote; la tez
De la mujer, por cierto, es bastante morena.

Recuerdo que no hace mucho tiempo leí uno de esos relatos de gusto estrambótico, en el curso del cual el autor lanza un rayo eléctrico contra las anfractuosidades de las rocas para hacer salir de allí a los amantes culpables. El rayo que sale de los ojos de Roussel me parece mucho más temible. No sólo de los barcos hace brotar turistas, a los que escudriña (y hasta maltrata), también los hace brotar de los coches que suben por la pendiente de un acantilado. Una de esas viajeras, que prefiere las vueltas de rueda a las vueltas de hélice, perora mientras estira las piernas:

…alza la mano pulcramente enguantada,
La tienta, para dar precisión a su frase,
Tender, aislado, el índice, pero su mano ya
No es flexible y el dedo se queda en el camino;
A sus años, sería necesario un prodigio
Para la agilidad que tal acción exige;
La vejez ya ha dejado dura, paralizada
La coyuntura; el gesto no es tan osado como
Querría.

Uno de sus compañeros de paseo se apoya en un bastón cuya empuñadura representa un chino:

…muy saliente,
Una vena parece un cordón largo y grueso
Dibujado con toda precisión en el dorso
De la mano…

En lo que concierne al chino:

…no es hermoso;
El brillo mate y las gradaciones sugieren
Que es cabeza, sin cuello ni busto, de marfil…
........
Los párpados, a uno y otro lado, se estiran;
La boca…
Muy hendida y delgada, deja ver en el medio
La punta de una lengua que se quiere asomar;
........
La nariz, lastimosa, respingada, achatada,
Se alza en el aire como si siempre la empujase
Y sostuviese allí algún dedo invisible…

Por el lado del faro, un pequeño batallón juega a hacer un desfile militar:

…un hombre
Comunica a sus dos manos el movimiento
Seco y rítmico de un estupendo redoble
Que con una aparente convicción quiere hacer
Sobre un tambor ausente, del todo imaginario…

Pero como el sol, que le prestaba una vida ajena y momentánea a toda esta fantasmagoría burguesa, se ha puesto en el marco de la ventana, detrás de esa linterna mágica de lo infinitamente pequeño, el portaplumas que la contenía cae al mismo tiempo de las manos del espectador y del presentador, que nos confiesa que:

…es la exhalación
De sentimientos que viví todo un verano
Lo que para mí brota, potente, de la vista,
Por obra del vigor de pronto amplificado
Del recuerdo vivaz y latente de un tiempo
Ya muerto, ya borrado, ya tan lejos de mí.

***

Con esta pirueta final y esta revelación un poco decepcionante cree que tiene que despedirse de nosotros el hombre que descubre, en la cabeza de un alfiler, las brumas del océano, los granos de arena, los puntos de un tejido, los adornos de los perros, los bigotes de las señoras, la turbación de las vírgenes, las pretensiones de los colegiales y, en lo relativo a las ropas, si son “usadas” o “nuevas”.
Ténganse en cuenta que no he elegido, para mis citas, nada que sea particularmente excepcional en su género, ya que la abundancia y lo natural del fenómeno permiten tomar al azar.
Sólo que no hay que exagerar la importancia de los mitos. Más arriba hablé del escudo de Aquiles. Yo he visto el escudo de Aquiles, al menos en una acepción inesperada: era la mitad de un coco esculpido por un condenado a trabajos forzados de Tulón o de Brest. Ya no sé muy bien qué podía verse en esa especie de huevo partido por la mitad, pero eso no tiene mayor importancia, ya que allí estaba todo, porque el desdichado que lo había surcado con un alfiler del que obtenía distracción y consuelo, así como en tiempos pasados las señoritas rayaban con sus diamantes los espejos de los reservados, había puesto en él todo lo que no volvería a ver de la tierra y del mundo, y lo había firmado con su aburrimiento.
Ahora, yo me hago esta pregunta: ¿de qué pirámides egipcias o de qué montañas de la India ha debido ser vecino mi autor, encuáles de ellas ha debido estar cautivo, en una existencia anterior, para haber acumulado en él semejante frenesí por lo accesorio-enano, semejante nostalgia de Lilliput? Evidentemente, esta forma de reacción lo obsesiona, si le creo a la que observé en relación con el Escorial.
Un príncipe de la casa real de España, al que las circunstancias de la vida obligaban a vivir bajo la sombra inmutable de aquel edificio sin piedad, grande como el Mal, feo como la desgracia, pesado como el marasmo, cruel como la parrilla que le sirve de plano y mórbido como el PUDRIDERO sobre el que se alza, hizo construir, un poco más abajo de ese palacio inexorable, una casita de muñecas, el palacio de Dame Tartine o el alhajero de la Reina Mab. Los tabiques delgados están cargados de mil adornitos, que parecen puntillas y rivalizan entre sí en el rebuscamiento extremo de las figuras y los ornamentos, algunos hechos incluso con miga de pan, y que representan muchedumbres de tribus en marcha o de ejércitos en campaña.
Y cuando aquel rebelde sentía que le pesaba demasiado la presencia del gigante de los dieciséis patios, de las cien escaleras y de las mil doscientas puertas, consideraba el trabajo de Calícrates, el escultor de la antigüedad que hizo un carro de marfil que se podía guardar bajo el ala de una mosca.
Lo acepto, por cierto, hasta lo acepto demasiado, y de buena gana le reprocharía al autor que sea el primero en desacreditar su producto, haciéndome comprender que sólo dio con una manera ingeniosa de utilizar unas notas de playa (¡a pesar de todo, como auténtico habitante de Blefuscu!) cuando las hace pasar, no por el cuello que voy a decir, sino por un calamus que se parece un poco a ese “ojo de la aguja” por el que se introducía el camello de la Escritura. Muy bien podría haberme dado cuenta de eso yo solo. Sin embargo, los autores son a veces injustos consigo mismos, y yo descubro algo mejor que eso en este insensible y tan maravillosamente articulado Poema de “La vista”.
A menudo he admirado, realmente, fragatas de vidrio, con todos sus aparejos, encerradas en botellas. Sé muy bien que la fragata existía antes que la botella y que esta última fue soplada alrededor de la primera; pero me gusta olvidarlo, para admirar intactos, bajo su frágil prisión, tantos obenques y tantas velas, tantos mástiles y tantos velámenes.
Cierto día le regalé una de mis obras a Raymond Roussel, a quien tengo el gusto de conocer. Me dio las gracias con una efusión tanto más conmovedora cuanto que está contenida, no en una botella, sino en espíritu poco común.
Era un estudio sobre Bresdin; pero me di cuenta de que no tenía que insistir con mis regalos de autor, y que ninguna de mis producciones podía llegar a cautivar del mismo modo al escritor de “La Vista”. En efecto, ¿cómo podría un “divisionista” de ese calibre y esa calidad no caer absolutamente bajo la seducción de los dibujos del hombre que cuenta las ramificaciones de las ramas, los filamentos de las hojas y las mallas de la libélula, así como el Creador cuenta las plumas del gorrión y los granos del polen[Rodolphe Bresdin (1822-1885) fue un dibujante y grabador francés, cuyas obras se caracterizaban por un extremo detalle.]?
Así pues, ya no le regalaré ningún otro de mis libros a Raymond Roussel, pero le haré otros regalos, en particular una de esas “miniaturas” mexicanas que representan canastas de paja y ánforas de arcilla, útiles para adornar el hombro de una canéfora que tuviera el tamaño de una hormiga. También le daré pedacitos de papel negro, del mismo origen, que representan, sin omitir un pelo, una gota de sangre o de sudor, un gran combate de toros, en un espacio grande como el ala de un mosquito.
Y además, le contaré historias: la de Salomón, que después de presenciar, durante setenta días, un desfile de insectos, cuando oyó que la reina de éstos le dijo que la cosa recién empezaba, decidió levantar la sesión. No olvidemos que el autor de “La Vista” ha compuesto y publicado, en el mismo volumen, otros dos poemas similares sobre temas equivalentes: uno, “El Concierto”, sobre la ilustración que encabeza papel de cartas; el otro, “El Manantial”, sobre la etiqueta de una botella de agua mineral. A éstos no los voy a describir; pero le contaré también a mi querido cuentista la historia de Percynet, que ayudó a la princesa Graciosa a separar, según sus colores, las plumas de colibrí que llenaban, del piso hasta el techo, una gran habitación; y terminaré con la Historia de los Tres Príncipes, que se disputaban los favores de su Bella, reservados para aquél de los tres que le llevase el regalo más asombroso; el que presentó un grano de mijo en el que había un perrito que ladraba no fue considerado digno de obtener la recompensa.

Y le haré don a Raymond Roussel de todos esos hermosos presentes de objetos y palabras, para agradecerle que haya acentuado, escribiendo dos mil versos sobre visiones mudas, el precio del silencio.

Traducción, para Literatura y Traducciones, de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán.

Baudelaire, las cartas a su madre, su cumpleaños y un regalo

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Estimados amigos: Debido a problemas de distribución que por el momento no podemos resolver, el volumen Querida madre. Cartas a Madame Aupick 1860-1866, que completa nuestra edición integral de las cartas de Baudelaire a su madre iniciada con Querida mamá. Cartas a la madre 1834-1859, no se encuentra disponible en las tiendas de Amazon, única librería que actualmente comercializa nuestros libros. Por tal motivo, hemos decidido ofrecerlo gratuitamente a todos aquellos que adquieran o hayan adquirido el primero y nos hagan llegar, escribiéndonos en la sección Contacto de nuestra página web, una prueba de compra del mismo. Valga esto como celebración, hoy, 9 de abril, del cumpleaños del gran Charles. Les rogamos sepan disculparnos por estos inconvenientes.


Rainer Maria Rilke: Los fugitivos

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LOS FUGITIVOS

QUEDÉMONOS al borde de este oscuro camino,
¡detente y esperemos, niña mía!
Innúmeros peligros nos rodean
Y estamos solos y los ultrajamos.

—¡Un canto! ¡Un canto!

En tan vacía oscuridad, ¿cómo cantar,
cómo darle un sonido a esta nada?
¿No percibes la noche infanticida
que acecha todo lo que cree naciente?

—¡Un canto! ¡Un canto!

¿Cantar? ¿Qué cosa? —¿Este ser que renuncia,
la indiferencia de este semiviento?
¿Las piedras que nos herían o las zarzas?
¿Esta senda traidora bajo el pie vacilante?

—¡Un canto! ¡Un canto!

Pues bien, te cantaré al oído.
Y será ese frágil velero
que algunos construyen en una botella,
íntegro, con sus vergas y sus mástiles,

el que subsistirá en tu transparente corazón.

Traducción de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán.
Ediciones De La Mirándola, diciembre de 2015.
ISBN  978-987-3725-08-1

LES FUGITIFS

RESTONS au bord de cette route sombre,
arrêtez-vous, attendons, mon enfant !
Autour de nous les périls sont sans nombre
et nous sommes seuls, les outrageant.

— Un chant ! Un chant !

Comment chanter dans ce noir si vide,
offrir un son à ce néant, comment ?
Ne sens-tu pas la nuit enfanticide
qui guette tout ce qui paraît naissant ?

— Un chant ! Un chant !

Chanter ? Quoi ? — Cet être qui renonce,
l’indifférence de ce demi-vent ?
Les pierres qui nous faisaient mal ? Les ronces ?
Ce traître chemin sous ce pied vacillant ?

— Un chant, un chant !

Eh bien, je chanterai dans ton oreille.
Et ce sera ce mince voilier
que l’on construit dedans une bouteille
avec ses mâts et vergues, tout entier,


qui restera dans ton cœur transparent.

Alain Robbe-Grillet: Raymond Roussel, enigmas y transparencia

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ENIGMAS Y TRANSPARENCIA EN LA OBRA DE RAYMOND ROUSSEL

Raymond Roussel describe; y, más allá de lo que describe, no hay nada, nada de lo que tradicionalmente puede llamarse un mensaje. Para emplear una de las expresiones favoritas de la crítica literaria académica, Roussel apenas si tiene “algo que decir”. Ninguna trascendencia, ninguna superación humanista pueden aplicarse a las series de objetos, de gestos y de acontecimientos que, ya en cuanto se lo ve, constituyen su universo.
A veces, por la necesidad de una línea descriptiva muy estricta, tiene que contarnos alguna anécdota psicológica, o bien alguna costumbre religiosa imaginaria, un relato de costumbres primitivas, una alegoría metafísica… Pero esos elementos nunca tienen ningún “contenido”, ninguna profundidad, no pueden constituir en ningún caso el más modesto aporte al estudio del carácter humano o de las pasiones, la menor contribución a la sociología, la mínima meditación filosófica. Siempre se trata, en efecto, de sentimientos abiertamente convencionales (amor filial, abnegación, grandeza de alma, traición, y siempre tratados a la manera de las imágenes de Épinal), o bien de ritos “gratuitos”, o de simbolismos reconocidos y filosofías gastadas. Entre el sin sentido absoluto y el sentido agotado sólo quedan, una vez más, las cosas mismas, objetos, gestos, etc.
En el plano del lenguaje, Roussel apenas si responde mejor a las exigencias de la crítica. Muchos ya lo han señalado, y, por supuesto, para quejarse: Raymond Roussel escribe mal. Su estilo es deslucido y neutro. Cuando sale del orden de la constatación —es decir, de lo pedestre asumido: el dominio del “hay” y del “se encuentra ubicado a cierta distancia”—, siempre es para caer en la imagen banal, en la metáfora más trillada, también ella salida de algún arsenal de convenciones literarias. Por último, la organización sonora de las frases el ritmo de las palabras, su música, no parecen plantearle al autor ningún problema de oído. El resultado carece casi continuamente de atractivo desde el punto de vista de las bellas letras: una prosa que pasa del ronroneo bobalicón a laboriosas marañas cacofónicas, versos que obligan a contar con los dedos para darse cuenta de que los alejandrinos tiene realmente las sílabas requeridas.
Estamos en presencia, pues, del perfecto reverso de lo que se conviene en llamar un buen escritor: Raymond Roussel no tiene nada que decir y lo dice mal… Y, sin embargo, su obra comienza a ser reconocida por todos como una de las más importantes de la literatura francesa de principios del presente siglo, una de las que ejercieron su fascinación sobre varias generaciones de escritores y artistas, una de las que, sin duda alguna, se debe incluir entre los antecesores directos de la novela moderna; de donde el interés incesantemente creciente que se otorga hoy en día a esta obra opaca y decepcionante.
Veamos, en primer lugar, la opacidad. Es, de igual modo, una excesiva transparencia. Como nunca hay nada más allá de la cosa descrita, es decir, que nada de naturaleza superior se oculta en ella, ningún simbolismo (o, si no, es un simbolismo ya de entrada proclamado, explicado, destruido), la mirada se ve obligada a detenerse en la superficie misma de las cosas: una máquina de funcionamiento ingenioso e inútil, una postal balnearia, una fiesta de desarrollo mecánico, una demostración de hechicería infantil, etc. Una transparencia total, que no deja subsistir ni sombra ni reflejo, equivale, en realidad, a una pintura en trompe-l’œil. Cuanto más se acumulan las precisiones, la minucia, los detalles de forma y de tamaño, más pierde su profundidad el objeto. Tenemos pues, una opacidad sin misterio: tal como detrás de un telón de fondo, no hay nada detrás de esas superficies, ningún interior, ningún secreto, ninguna intención oculta.
Sin embargo, por un movimiento de contradicción frecuente en los textos modernos, el misterio es uno de los temas formales a los que con más frecuencia recurre Roussel: búsqueda de un tesoro escondido, origen problemático de tal o cual personaje, o de determinado objeto, enigmas de todo género que a cada instante se les plantean tanto al lector como a los protagonistas en forma de adivinanzas, acertijos, ensamblajes aparentemente absurdos, frases en clave, cajas con doble fondo, etc. Las salidas secretas, los túneles que ponen en comunicación dos lugares sin nexo visible, las revelaciones repentinas acerca de los entresijos de una filiación cuestionada, jalonan este mundo racionalista a imagen de las novelas negras de la mejor tradición, transformando por un instante el espacio geométrico de las situaciones y las dimensiones en un nuevo Castillo de los Pirineos… Pero no, aquí el misterio está sin cesar bajo control, y demasiado bien. Estos enigmas no sólo se exponen con demasiada claridad, se analizan de manera demasiado objetiva y se afirman demasiado como enigmas, sino que, además, al cabo de un discurso más o menos largo, se descubrirá y se explicitará su solución, y también esta vez con la mayor sencillez, habida cuenta de la extrema complicación de los hilos. Después de haber leído la descripción de la máquina desconcertante, tenemos derecho a la descripción rigurosa de su funcionamiento. Después del acertijo siempre viene la explicación, y todo vuelve a la normalidad.
Y hasta tal punto que la explicación se vuelve, a su vez, inútil. Responde tan bien a las preguntas formuladas, agota tan totalmente el tema que, a fin de cuentas, parece equivalente a la máquina misma. E, incluso cuando la vemos funcionar y sabemos cuál es su finalidad, ésta sigue siendo estrambótica: tal es el caso del famoso martinete que sirve para componer mosaicos decorativos con dientes humanos utilizando la energía del sol y del viento. La descomposición del conjunto en sus más diminutos engranajes, la identidad perfecta de estos últimos y de la función que cumplen, sólo conducen al puro espectáculo de un gesto desprovisto de sentido. Una vez más, el significado demasiado transparente coincide con la total opacidad.
En otra parte, se empieza por proponernos una combinación de palabras, lo más heteróclita posible —ubicada, por ejemplo, debajo de una estatua, cargada ella misma de múltiples particularidades desconcertantes (y que se dan como tales)—, y luego se nos da una larga explicación del significado (siempre inmediato, pegado a las palabras) de la frase-adivinanza, y de cómo ésta se refiere directamente a la estatua, cuyos detalles extraños revelan ser entonces totalmente necesarios, etc. Ahora bien, estas elucidaciones en cadena, extraordinariamente complejas, ingeniosas y “traídas por los pelos”, parecen tan irrisorias, tan decepcionantes, que es como si el misterio permaneciese intacto. Pero ahora es un misterio lavado, vaciado, que se ha vuelto despreciable. La opacidad ya no oculta nada. Tenemos la impresión de haber encontrado un cajón cerrado, luego una llave; y esa llave abre el cajón de un modo impecable… y el cajón está vacío.
Roussel mismo parece haberse equivocado un poco con este aspecto de su obra, él que pensaba que podía hacer que las multitudes fuesen corriendo al Châtelet para asistir a una cascada de esos —según creía— palpitantes enigmas y a la solución sucesiva que les daba un protagonista paciente y sutil. La experiencia, desgraciadamente, hizo que se desengañara pronto. Era fácil preverlo. Ya que se trata, en realidad, de adivinanzas planteadas en el vacío, de búsquedas concretas pero teóricas, desprovistas de peripecias, y que por tal razón no pueden hacer caer a nadie en la trampa. Hay trampas en cada página, sin embargo, pero sólo se las activa delante de nosotros, señalándonos todos sus resortes y mostrándonos, por el contrario, cómo no ser víctimas de ellas. Por lo demás, incluso si no está muy acostumbrado a los funcionamientos rousselianos y a la decepción necesaria que sigue a su realización, a cualquier lector le llamará la atención, de entrada, la completa ausencia de interés anecdótico —la completa blancura (falta de color)— de los misterios propuestos. Una vez más tenemos, o bien el vacío dramático total, o bien el drama de disfraces con todos sus accesorios convencionales. Y, en este caso, ya sea que las historias narradas pasen o no los límites de lo asombroso, el único modo en que se las presenta, la ingenuidad con que se plantean los interrogantes (del tipo: “Todos los asistentes estaban muy intrigados por…”, etc.), el estilo, en fin, tan alejado como es posible de las reglas elementales del buen suspenso, bastarían para suscitar en el aficionado mejor dispuesto el desapego por esos inventores para Concurso Lépine de la ciencia ficción y por esas páginas folclóricas ordenadas como un desfile de marionetas.

¿Cuáles son, entonces, esas formas que nos apasionan? ¿Y cómo actúan sobre nosotros? ¿Qué significan? Todavía es demasiado temprano, quizás, para responder a las dos últimas preguntas. Las formas rousselianas aún no han llegado a ser académicas; aún no han sido digeridas por la cultura; aún no han pasado al estado de valores. Ya podemos, sin embargo, tratar de nombrar, al menos, algunos de éstos. Y, para empezar, precisamente esta búsquedaque, mediante la escritura, destruye ella misma su propio objeto.
Esta búsqueda, ya lo hemos dicho, es puramente formal. Es, ante todo, un itinerario, un camino lógico que conduce de un estado dado a otro estado —que se parece mucho al primero, aunque se llegue a él mediante un largo desvío. Encontramos un nuevo ejemplo de esto —y que tiene la ventaja adicional de situarse enteramente en el terreno del lenguaje— con los breves relatos póstumos de Roussel, cuya arquitectura explicó él mismo: dos frases que se pronuncian de manera idéntica, salvo por una letra, pero cuyo sentido carece totalmente de relación, a causa de las distintas acepciones en que se toman las palabras semejantes. El trayecto es, en este caso, la historia, la anécdota, que permite reunir las dos frases, las que constituirán, una, las primeras palabras del texto, la otra, las últimas. Los episodios más absurdos quedarán así justificados por su función de utensilios, de vehículos, de intermediarios; la anécdota, abiertamente, ya no tiene contenido sino un movimiento, un orden, una composición; ella misma ya no es sino una mecánica: a la vez máquina de reproducir y máquina de modificar.
Ya que hay que insistir con la importancia que Roussel le da a esta ligerísima modificación de sonido que separa las dos palabras-clave, por no hablar de la modificación general del sentido. El relato ha obrado bajo nuestra mirada, por una parte, un cambio profundo de lo que significa el mundo —y el lenguaje—, por otra parte, un ínfimo desajuste superficial (la letra alterada); el texto “se muerde la cola”, pero con una pequeña irregularidad, una pequeña infracción… que lo cambia todo.
También encontramos, con frecuencia, la simple reproducciónplástica, como ese mosaico que dibuja el martinete ya citado. Abundan los ejemplos, ya sea en las novelas, las obras de teatro o los poemas, de esas imágenes de todo tipo: estatuas, grabados, cuadros, o incluso dibujos groseros sin ningún carácter artístico. El más conocido de esos objetos es la vista en miniatura que se percibe en el mango de un portaplumas. Naturalmente, la precisión de los detalles en ésta es tan grande como si el autor nos mostrara una escena auténtica, de tamaño natural, o incluso aumentada mediante un aparato óptico, binoculares o microscopio. Una imagen de unos pocos milímetros de lado nos hace ver, así, una playa que incluye diversos personajes en la arena o en el agua, en embarcaciones; nunca hay nada de vago en sus gestos, o en las líneas del paisaje. Del otro lado de la bahía pasa una carretera; y por esa carretera avanza un coche, y un hombre está sentado dentro de ese coche; ese hombre tiene un bastón, cuya empuñadura representa…, etc.
La vista, sentido privilegiado en Roussel, alcanza muy pronto una agudeza demencial, que tiende al infinito. Lo que hace quizás más provocativo aún este rasgo es el hecho de que se trata de una reproducción. Roussel describe de buena gana, ya lo hemos señalado, un universo que no se da como real sino como ya representado.  Le gusta colocar a un artista intermediario entre él mismo y el mundo de los hombres. El texto que se nos propone es una relación en la que interviene un doble. El aumento desmesurado de ciertos elementos lejanos o minúsculos toma en él, por lo tanto, un valor particular; ya que el observador no ha podido acercarse para mirar bien de cerca el detalle que retiene su atención. Con toda evidencia, también él inventa, a la manera de esos numerosos creadores —de máquinas o de procedimientos— que pueblan toda la obra. La vista es, aquí, una vista imaginaria.
Otro rasgo notable de estas imágenes es lo que se podría llamar su instantaneidad. La ola que está a punto de romper, el niño que juega con su aro en la playa, más allá la estatua de un personaje que está haciendo un ademán elocuente (incluso si el sentido del mismo está, al principio, ausente, a la manera de un acertijo), o el objeto representado a mitad de camino entre el suelo y la mano que acaba de soltarlo, todo está dado como en pleno movimiento, pero fijo en medio de ese movimiento, inmovilizado por la representación que deja en suspenso todos los gestos, caídas, oleajes, etc., eternizándolos en la inminencia de su fin y amputándolos de su sentido.
Enigmas vacíos, tiempo detenido, signos que se niegan a significar, aumento gigantesco del detalle minúsculo, relatos que se cierran sobre sí mismos, estamos en universo chato y discontinuo en el que cada cosa sólo remite a sí misma. Universo de lo fijo, de la repetición, de la evidencia absoluta, que encanta y desalienta al explorador…
Y entonces la trampa vuelve a aparecer, pero es de otra naturaleza. La evidencia, la transparencia, excluyen la existencia de mundos subyacentes; descubrimos, sin embargo, que, de este mundo, ya no podemos salir. Todo está detenido, todo está reproduciéndose, y el niño tiene para siempre su palo alzado por encima del aro que se inclina, y la espuma de la ola inmóvil va a caer…

ALAIN ROBBE-GRILLET.
Traducción, 
 para Literatura y Traducciones,  de Carlos Cámara.

Ediciones De La Mirándola ha publicado, en edición bilingüe, La vista de Raymond Rousseldisponible en Amazon en formato digital y en papel.

ÉNIGMES ET TRANSPARENCE CHEZ RAYMOND ROUSSEL

Raymond Roussel décrit ; et, au-delà de ce qu’il décrit, il n’y a rien, rien de ce qui peut traditionnellement s’appeler un message. Pour reprendre une des expressions favorites de la critique littéraire académique, Roussel ne semble guère avoir « quelque chose à dire ». Aucune transcendance, aucun dépassement humaniste, ne peuvent s’appliquer aux séries d’objets, de gestes et d’événements qui constituent, dès la première vue, son univers.
Il arrive que, pour les besoins d’une ligne descriptive très stricte, il ait à nous conter quelque anecdote psychologique, ou bien quelque coutume religieuse imaginaire, un récit de mœurs primitives, une allégorie métaphysique... Mais ces éléments n’ont jamais aucun « contenu », aucune profondeur, ils ne peuvent constituer en aucun cas le plus modeste apport à l’étude des caractères humains ou des passions, la plus petite contribution à la sociologie, la moindre méditation philosophique. Il s’agit toujours en effet de sentiments ouvertement conventionnels (amour filial, dévouement, grandeur d’âme, traîtrise, et toujours traités à la manière des images d’Épinal), ou bien de rites « gratuits », ou de symbolismes reconnus et de philosophies usées. Entre le non-sens absolu et le sens épuisé il ne reste encore une fois que les choses elles-mêmes, objets, gestes, etc.
Sur le plan du langage, Roussel ne répond guère mieux aux exigences de la critique. Beaucoup l’ont déjà signalé, et bien entendu pour s’en plaindre : Raymond Roussel écrit mal. Son style est terne et neutre. Lorsqu’il sort de l’ordre du constat – c’est-à-dire de la platitude avouée : le domaine du « il y a » et du « se trouve placé à une certaine distance » –, c’est toujours pour tomber dans l’image banale, dans la métaphore la plus rebattue, sortie elle aussi de quelque arsenal des conventions littéraires. Enfin l’organisation sonore des phrases, le rythme des mots, leur musique ne semblent poser pour l’auteur aucun problème d’oreille. Le résultat est presque continuellement sans attrait du point de vue des belles-lettres : une prose qui passe du ronronnement bêta à de laborieux enchevêtrements cacophoniques, des vers où il faut compter sur ses doigts pour s’apercevoir que les alexandrins ont vraiment douze pieds.
Nous voici donc en présence de l’envers parfait de ce qu’il est convenu d’appeler un bon écrivain : Raymond Roussel n’a rien à dire et il le dit mal... Et pourtant son œuvre commence à être reconnue par tous comme l’une des plus importantes de la littérature française au début de ce siècle, une de celles qui ont exercé leur fascination sur plusieurs générations d’écrivains et d’artistes, une de celles, sans aucun doute, que l’on doit compter parmi les ancêtres directs du roman moderne ; d’où l’intérêt sans cesse croissant qui se porte aujourd’hui sur cette œuvre opaque et décevante.
Voyons d’abord l’opacité. C’est, aussi bien, une excessive transparence. Comme il n’y a jamais rien au-delà de la chose décrite, c’est-à-dire qu’aucune surnature ne s’y cache, aucun symbolisme (ou alors c’est un symbolisme aussitôt proclamé, expliqué, détruit), le regard est bien obligé de s’arrêter à la surface même des choses : une machine au fonctionnement ingénieux et inutile, une carte postale balnéaire, une fête au déroulement mécanique, une démonstration de sorcellerie enfantine, etc. Une transparence totale, qui ne laisse subsister ni ombre ni reflet, cela revient en fait à une peinture en trompe-l’œil. Plus s’accumulent les précisions, la minutie, les détails de forme et de dimension, plus l’objet perd de sa profondeur. C’est donc ici une opacité sans mystère : ainsi que derrière une toile de fond, il n’y a rien derrière ces surfaces, pas d’intérieur, pas de secret, pas d’arrière-pensée.
Cependant, par un mouvement de contradiction fréquent dans les écritures modernes, le mystère est un des thèmes formels les plus volontiers utilisés par Roussel : recherche d’un trésor caché, origine problématique de tel ou tel personnage, ou de tel objet, énigmes de toutes sortes posées à chaque instant au lecteur comme aux héros sous la forme de devinettes, de rébus, d’assemblages en apparence absurdes, de phrases à clef, de boîtes à double fond, etc. Les issues dérobées, les souterrains faisant communiquer deux lieux sans rapports visibles, les révélations soudaines sur les dessous d’une filiation contestée, jalonnent ce monde rationaliste à l’image des romans noirs de la meilleure tradition, transformant un instant l’espace géométrique des situations et des dimensions en un nouveau Château des Pyrénées... Mais non, le mystère ici se contrôle sans cesse trop bien. Non seulement ces énigmes sont exposées avec trop de clarté, analysées trop objectivement, et s’affirment trop comme énigmes, mais encore, au terme d’un discours plus ou moins long, leur solution sera découverte et démontée, et cette fois aussi avec la simplicité la plus grande, compte tenu de l’extrême complication des fils. Après avoir lu la description de la machine déroutante, nous avons droit à la description rigoureuse de son fonctionnement. Après le rébus vient toujours l’explication, et tout rentre dans l’ordre.
C’est à tel point que l’explication devient à son tour inutile. Elle répond si bien aux questions posées, elle épuise si totalement le sujet qu’elle semble en fin de compte faire double emploi avec la machine elle-même. Et, même lorsqu’on la voit fonctionner et que l’on sait dans quel but, celle-ci reste abracadabrante : telle la fameuse hie qui sert à composer des mosaïques décoratives avec des dents humaines en utilisant l’énergie du soleil et des vents ! La décomposition de l’ensemble en ses plus minuscules rouages, l’identité parfaite de ceux-ci et de la fonction qu’ils remplissent, ne font que ramener au pur spectacle d’un geste privé de sens. Une fois de plus, la signification trop transparente rejoint la totale opacité.
Ailleurs, on commence par nous proposer un assemblage de mots, aussi hétéroclite que possible – placé par exemple sous une statue, elle-même chargée de multiples particularités déconcertantes (et données comme telles) – et l’on nous explique ensuite longuement la signification (toujours immédiate, au ras des mots) de la phrase-devinette, et comment elle se rapporte directement à la statue, dont les détails étranges se révèlent alors comme tout à fait nécessaires, etc. Or ces élucidations en chaîne, extraordinairement complexes, ingénieuses, et « tirées par les cheveux », paraissent si dérisoires, si décevantes, que c’est comme si le mystère demeurait intact. Mais c’est désormais un mystère lavé, vidé, qui est devenu innommable. L’opacité ne cache plus rien. On a l’impression d’avoir trouvé un tiroir fermé, puis une clef ; et cette clef ouvre le tiroir de façon impeccable... et le tiroir est vide.
Roussel lui-même semble s’être un peu mépris sur cet aspect de son œuvre, lui qui pensait pouvoir faire courir les foules au Châtelet pour assister à une cascade de ces – croyait-il – palpitantes énigmes et à leur résolution successive par un héros patient et subtil. L’expérience, hélas, l’a vite détrompé. Il était facile de le prévoir. Car il s’agit en réalité de devinettes posées dans le vide, de recherches concrètes mais théoriques, privées d’accident, et ne pouvant pour cette raison prendre au piège qui que ce soit. Il y a pourtant des pièges, à chaque page, mais on les fait seulement marcher devant nous, nous en indiquant tous les ressorts et nous montrant au contraire comment ne pas en être victime. D’ailleurs, même s’il n’a pas une longue habitude des fonctionnements rousseliens et de la déception nécessaire qui suit leur accomplissement, le premier lecteur venu sera frappé, dès l’abord, par la totale absence d’intérêt anecdotique – la totale blancheur – des mystères proposés. Là encore, c’est, ou bien le vide dramatique complet, ou bien le drame de panoplie avec tous ses accessoires conventionnels. Et, dans ce cas, que les histoires racontées passent ou non les bornes de l’ahurissant, la seule façon dont elles sont présentées, la naïveté avec laquelle sont posées les interrogations (dans le genre : « Tous les assistants étaient fort intrigués par... », etc.), le style enfin, aussi éloigné que possible des règles élémentaires du bon suspense, suffiraient à détacher l’amateur le mieux disposé de ces inventeurs pour Concours Lépine de la science-fiction et de ces pages folkloriques réglées comme un défilé de marionnettes.

Quelles sont donc alors ces formes qui nous passionnent ? Et comment agissent-elles sur nous ? Quelle est leur signification ? Aux deux dernières questions, il est sans doute encore trop tôt pour répondre. Les formes rousseliennes ne sont pas encore devenues académiques ; elles n’ont pas encore été digérées par la culture ; elles ne sont pas encore passées à l’état de valeurs. Nous pouvons déjà, cependant, essayer au moins d’en nommer quelques-unes. Et, pour commencer, précisément cette recherche qui détruit elle-même, par l’écriture, son propre objet.
Cette recherche, nous l’avons dit, est purement formelle. C’est avant tout un itinéraire, un chemin logique qui conduit d’un état donné à un autre état – ressemblant beaucoup au premier, bien qu’il soit atteint par un long détour. On en trouve un nouvel exemple – et qui a l’avantage supplémentaire de se situer entièrement dans le domaine du langage – avec les courts récits posthumes dont Roussel a lui-même expliqué l’architecture : deux phrases qui se prononcent de façon identique, à une lettre près, mais dont les sens sont totalement sans rapport, à cause des acceptions différentes dans lesquelles sont pris les mots semblables. Le trajet, c’est ici l’histoire, l’anecdote, permettant de réunir les deux phrases, qui constitueront, l’une les premiers mots du texte, l’autre les derniers. Les épisodes les plus absurdes seront ainsi justifiés par leur fonction d’ustensiles, de véhicules, d’intermédiaires ; l’anecdote n’a ouvertement plus de contenu, mais un mouvement, un ordre, une composition ; elle n’est plus, elle aussi, qu’une mécanique : à la fois machine à reproduire et machine à modifier.
Car il faut insister sur l’importance que Roussel attache à cette très légère modification de son séparant les deux phrases-clefs, sans parler de la modification générale du sens. Le récit a opéré sous nos yeux, d’une part un changement profond de ce que signifie le monde – et le langage –, d’autre part un infime décalage superficiel (la lettre altérée) ; le texte « se mord la queue », mais avec une petite irrégularité, une petite entorse... et qui change tout.
Fréquemment aussi, nous trouvons la simple reproduction plastique, comme cette mosaïque que dessine la hie déjà citée. Les exemples abondent, que ce soit dans les romans, les pièces ou les poèmes, de ces images de toutes sortes : statues, gravures, tableaux, ou même dessins grossiers sans aucun caractère artistique. Le plus connu de ces objets est la vue en miniature que l’on aperçoit dans le manche d’un porteplume. Bien entendu, la précision des détails y est aussi poussée que si l’auteur nous montrait une scène véritable, grandeur nature, ou même agrandie à l’aide d’un appareil d’optique, jumelles ou microscope. Une image de quelques millimètres de côté nous fait ainsi voir une plage comportant divers personnages sur le sable, ou sur l’eau dans des embarcations ; il n’y a jamais rien de flou dans leurs gestes, ou dans les lignes du décor. De l’autre côté de la baie passe une route ; et sur cette route roule une voiture, et un homme est assis à l’intérieur de la voiture ; cet homme tient une canne, dont le pommeau représente..., etc.
La vue, sens privilégié chez Roussel, atteint très vite une acuité démentielle, tendant vers l’infini. Ce caractère est rendu sans doute encore plus provocant du fait qu’il s’agit d’une reproduction. Roussel décrit volontiers, nous l’avons signalé, un univers qui n’est pas donné comme réel, mais comme déjà représenté. Il aime placer un artiste intermédiaire entre lui-même et le monde des hommes. Le texte que l’on nous propose est une relation concernant un double. Le grossissement démesuré de certains éléments lointains ou minuscules y prend donc une valeur particulière ; car l’observateur n’a pas pu s’approcher pour regarder de tout près le détail qui retient son attention. De toute évidence, lui aussi invente, à l’instar de ces nombreux créateurs – de machines ou de procédés – qui peuplent toute l’œuvre. La vue est ici une vue imaginaire.
Un autre caractère frappant de ces images est ce que l’on pourrait appeler leur instantanéité. La vague qui s’apprête à déferler, l’enfant qui joue au cerceau sur la plage, ailleurs la statue d’un personnage en train d’accomplir un geste éloquent (même si le sens en est d’abord absent, à l’état de rébus), ou l’objet figuré à mi-chemin du sol et de la main qui vient de le lâcher, tout est donné comme en plein mouvement, mais figé au beau milieu de ce mouvement, immobilisé par la représentation qui laisse en suspens tous les gestes, chutes, déferlements, etc., les éternisant dans l’imminence de leur fin et les coupant de leur sens.
Énigmes vides, temps arrêté, signes qui refusent de signifier, grossissement géant du détail minuscule, récits qui se referment sur eux-mêmes, nous sommes dans un univers plat et discontinu où chaque chose ne renvoie qu’à soi. Univers de la fixité, de la répétition, de l’évidence absolue, qui enchante et décourage l’explorateur...
Et voilà que le piège de nouveau reparaît, mais il est d’une autre nature. L’évidence, la transparence, excluent l’existence d’arrière-mondes ; cependant, de ce monde-ci, nous découvrons que nous ne pouvons plus sortir. Tout est à l’arrêt, tout est en train de se reproduire, et l’enfant pour toujours tient son bâton levé au-dessus du cerceau qui s’incline, et l’écume de la vague immobile va retomber...

Pour un nouveau roman.
Les Éditions de Minuit, 1963.


Rosa Chacel: Kierkegaard y el pecado

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KIERKEGAARD Y EL PECADO

Un libro de Léon Chestov recientemente traducido, Kierkegaard y la Filosofía Existencial{*}, nos sugiere algunas breves consideraciones psicológicas sobre Kierkegaard.
Hablar de un pensador a través de otro es arriesgarse a incurrir en vaguedad y confusión, pues la atención solicitada simultáneamente por dos centros se ve obligada a recorrer un área elíptica. El peligro es enorme cuando se trata de un espíritu insondable como Kierkegaard y de un exégeta como Chestov, apasionado pero no muy sistemático.
Debemos advertir, ante todo, que la importancia del libro está en el tema que su título señala y que no hemos de desarrollar aquí, por ser vastísimo, y sobre todo por estar tan íntimamente vinculado a la actualidad última del pensamiento filosófico que no sabríamos prescindir de sus ramificaciones incalculables; no sabríamos cómo ponerle término, pues, en realidad, no nos atrevemos a juzgar si el pensamiento actual que tan directamente dimana del de Kierkegaard está destinado a morir alejándose de él o a retroceder nuevamente hasta él para recobrar la vida.
Contemplar a Kierkegaard desde el presente de la filosofía existencial es un espectáculo tan inaudito como si viésemos al pájaro disecado que decora nuestra biblioteca aletear de pronto y caer, sangrante y agonizante, sobre nuestra mesa. La vida que se puede encontrar en Kierkegaard no es más que eso; pura agonía, es una vida comprada con la muerte, y, acaso, como toda vida trascendente, es en puridad resurrección.   
En el libro de Chestov figura a modo de introducción una conferencia pronunciada en la “Sociedad Rusa de Religión y de Filosofía” de París sobre Kierkegaard y Dostoievski. El parangón que Chestov establece entre ellos no vuelve a ser notable en el texto hasta el final, donde Chestov lo recoge como redondeando con él su tesis. Aunque tesis no es el término exacto. Se trata más bien de una afirmación que, no teniendo gran importancia a lo largo de las trescientas páginas que componen el libro, queda sentada firmemente en las primeras y las últimas como broche o abrazadera que encierra el total: se trata de la semejanza de Kierkegaard y Dostoievski en el modo de concebir el pecado original, de la semejanza de su posición ante la verdad especulativa y la verdad revelada.
Como comentario a esta afirmación diremos únicamente: sí, es cierto, tal semejanza existe, pero al igual de Chestov no podemos determinarnos a demostrarla largamente. No es posible centrar los dos mundos Kierkegaard-Dostoievski más que en una breve conjunción; si consideramos la coherencia y continuidad de sus procesos personales tenemos en seguida que distanciarlos.
Es extraño que Chestov en Las Revelaciones de la Muerte, donde tanto realza la personalidad de Dostoievski, no la enmarque en el vasto, profundo e hirviente contorno del pensamiento ruso inmediatamente anterior a él. Acaso lo ha hecho en algún otro estudio que no conocemos, pues en este mismo libro queda bien demostrado que lo tiene presente. De un modo casi interjectivo dice al comentar la teoría kierkegaardiana de lo Absurdo, vinculada a las concepciones de Tertuliano sobre la revelación bíblica: “No hay, no debe haber paz entre Jerusalén y Atenas. De Atenas procede la verdad racional; de Jerusalén, la revelación”.
Detrás de Dostoievski y de Chestov muchas generaciones han vivido esta pugna: pensadores, filósofos y almas, simples almas adictas a su iglesia, sin ponerse en paz con Atenas, ni con Roma, ni con Lutero, ni con Hegel. La fenomenal humanidad que puebla la obra de Dostoievski lleva todo esto en su sangre. Y de todo esto no se ha hablado bastante. Dostoievski exige capítulo aparte: quede para otra vez. Si hemos aludido a él ha sido únicamente para esbozar la tercera dimensión de Chestov. Uno y otro llevan vividas como historia de su pueblo todas estas contraposiciones; no así Kierkegaard.
Kierkegaard va por sus pasos contados hasta escribir sobre el Don Juan de Mozart y “de pronto”, como una víbora cortada por un hacha, queda escindido de sí mismo por el golpe de su voluntad. Si su suplicio duró quince o veinte años, si su obra alcanzó un número considerable de volúmenes, ¿qué importa? todo fue un momento, todo fue sólo la duración de esas convulsiones que, siendo una sola vida y una sola fuerza, no podían franquear el espacio abierto entre él y él mismo.
En ese momento brota para él la filosofía existencial, “filosofía de la desesperación”. Una sabiduría nacida de la singularidad del dolor. Un orden de secretos, ajenos a la lógica y a la razón, que traspasa las leyes establecidas abriéndose camino hacia la fe. Una adopción de lo inexplicable. Una definición de la Nada y de la posibilidad, de la paradoja y de lo absurdo. Y al mismo tiempo una idea de la vida “como una consecuencia infinita y cerrada”. “Toda existencia dominada por el espíritu, incluso si ese espíritu se pretende autónomo, está sometida a una consecuencia interior, consecuencia de fuente trascendente que depende al menos de una idea. Pero en una vida semejante, el hombre teme infinitamente a su vez —por una idea infinita de consecuencias posibles— toda ruptura de consecuencias”.

Encuentro citado por otro autor un párrafo de Chestov que, aunque largo, creo necesario trascribir aquí:     “...como si las opiniones de un mortal pudieran y debieran ser inmortales. ¿Por qué piensan esto los hombres? ¿Por qué admiten que Platón, Aristóteles, Spinoza hayan sido presa de la nada y se estremecen de horror al sospechar que las ideas de esos grandes hombres puedan quedar sometidas al mismo destino? Me parece que más es para desesperarse el hecho de que la muerte nos haya arrebatado al divino Platón qua no sus ideas”.
Pero Kierkegaard dice: “...el yo es una síntesis de finito que limita y de infinito que ilimita” y los que no tememos pensar como la mayoría encontramos soportable la idea de que lo finito de Platón haya tenido fin, y nos aterrorizamos, como el más elemental salvaje ante el eclipse, si lo infinito de Platón amenaza obscurecerse.
Kierkegaard vuelve su ira contra Hegel, porque describe en su Lógica la esencia del pensamiento en esta forma:    “Cuando yo pienso renuncio a todas mis particularidades subjetivas; me sumerjo en el objeto y pienso mal si agrego a él cualquier cosa de mí mismo”, y se refugia en el “pensador privado”, Job, oponiendo la fuerza del lamento a la de la razón. “¿Qué poder es éste que me ha arrebatado mi honor y mi orgullo, y esto de una manera tan estúpida?” Chestov añade: “Aúlla como si sus aullidos poseyeran alguna fuerza, como si esperara que al modo de las trompetas de Jericó pudiesen hacer desplomar los muros”.
Es cierto que “abandonar a Hegel significa renegar de la razón y echarse directamente en brazos de lo Absurdo”, pero, sigue Chestov: “¿Qué es lo absurdo? ¿Es el poder que ha arrancado a Job (más exactamente a Kierkegaard) el honor y el orgullo o es el mismo Kierkegaard al creer que sus gritos harán desplomar los muros?”
Lo primero que hay que señalar es que Chestov y Kierkegaard no aluden exactamente a la misma cosa cuando hablan de lo Absurdo. Ya que estamos ocupándonos de dos pensadores que no han renunciado a sus particularidades subjetivas, no es superfluo hacer notar una pequeña diferencia de acento entre ellos: Kierkegaard cree arrojarse en la revelación bíblica, cuando el hecho es que cae natural o sobrenaturalmente en ella, clama por el milagro, cuando el hecho es que está en el milagro, pues igualmente milagroso es el castigo.
En Temor y Temblor, su obra de más alta tensión, considera “paralizado y cegado” el hecho sublime de Abraham, el padre de la fe, en el momento en que éste “se coloca como Individuo en una relación absoluta con lo absoluto”. Para comprender que con el acto inaudito del sacrificio de Isaac, Abraham obtuviese el milagro —que Isaac le fuese devuelto—, para admitir que este acto pueda a la humana comprensión parecer santo, Kierkegaard cree necesario “suspender la ética”. Si es o no santo no es cosa discutible, Kierkegaard mismo lo afirma, pues si no, no sería Abraham el padre de la fe. Queda por lo tanto patente que en ese grado de relación con lo absoluto el individuo está más allá de la ética, pero no porque discierna o conciba algo superior a ella, sino simplemente porque está en la relación, absolutamente, y no está en lo discernible. Así también sólo podemos comprender que Kierkegaard quede fuera de la razón, en la infinitud de su pecado, donde le ha sido suspendida la vida. No podemos estudiar la idea del pecado en Kierkegaard sin considerar el pecado de Kierkegaard y su castigo como hecho milagroso. “Lo contrario del pecado es la fe”: lo contrario del milagro es el castigo.
Chestov estudia la filosofía de Kierkegaard aplicándole la medida de una larga, secular polémica. Cita el párrafo de La Repetición en que, oponiendo a la sabiduría universal de Hegel las advertencias y reflexiones de Job, concluye: “La verdad se revela aquí más convincente, más bella, más confortadora que en el Symposium griego”. Esto hace a Chestov preguntarse: “¿Le es posible al hombre moderno renunciar a Sócrates y buscar la verdad en Abraham y en Job? Por lo común esta cuestión ni siquiera suele plantearse. Se prefiere preguntar cómo conciliar las verdades de Sócrates y del Symposium griego con las de Abraham y de Job”. Chestov salta a los primeros intentos de esta conciliación y lanza anatemas contra Filón de Alejandría. Parece ser que Kierkegaard no le citó nunca, pero Chestov supone que si hubiera pensado en él lo habría considerado como una anticipación de Judas. “Aquí se ha cometido ya una primera traición tan penetrante como la de Judas. Todo estaba en ella, hasta el beso en los labios. Filón elevaba la Escritura Santa a las nubes, mas para entregarla a la filosofía griega, es decir al pensamiento natural, a la especulación, a la visión intelectual”. Chestov no concibe otro género de conciliación porque no concibe la Iglesia de Roma y por lo tanto no sospecha lo que son en su realidad los pueblos que han vivido siglos en el clima de esa conciliación —conciliación vital, no intelectual—. Si Kierkegaard hubiera sufrido su crisis en ese clima no hubiera sentido el horizonte cerrado por la disciplina racional de Hegel y, sobre todo, no hubiera tenido que presenciar el espectáculo sublevante para todo cristiano de un obispo Münster.
Es puro disparate pensar: si Kierkegaard hubiera hecho esto o lo otro, pero, desde el momento en que entran en la filosofía los valores subjetivos, es inevitable pensarlo. Kierkegaard se manifiesta irreductible a este respecto: “Si se me permite expresar un deseo pediré que a ninguno de mis lectores se le ocurra llevar adelante su penetración hasta formular la siguiente pregunta: ¿Qué habría ocurrido si Adán no hubiese pecado?”, y añade que cuando se nos formule una pregunta necia nos guardemos de contestar a ella; “seríais entonces tan necios como el que os pregunta”. Pero como muy bien Chestov advierte, el mismo Kierkegaard la formula implícitamente varias veces. La formula cuando nos propone suprimir la serpiente como agente de la tentación, y su mismo modo característico de expresión indirecta es un supuesto de afirmación a esa pregunta (lo que no impide que a toda mente rigurosa le repugne la posibilidad de tal pregunta, tanto que no podríamos seguir esta inevitable propugnación de ella sin manifestarnos abiertamente en contra) pues es el caso que da lo mismo decir: si Adán no hubiese pecado que decir “mi amigo” donde se debería decir “yo”. Porque no se trata de una sustitución de términos, como sería un cambio de nombres propios, meramente tangente a los sujetos. No, se trata de una alteración de particularidades subjetivas. Si decimos “mi amigo” y conferimos al personaje las mismas, exactamente las mismas condiciones y cualidades que poseemos, es evidente que esto equivale a decir “yo”. Pero Kierkegaard no obra así; tanto habla con su voz cuando se lamenta de “no poder llegar a ser un esposo” como cuando dice “yo que soy casado”, cosa que es en puridad igual a decir: “si yo fuese casado” o “si yo no fuese como soy”. Y esto no excluye el horror de toda mente rigurosa a tal cuestión. Pero acaso sea ésta la brecha para penetrar esta antinomia: Kierkegaard afirma: “la insanidad de esta pregunta no reside tanto en la pregunta misma como en el hecho de que sea planteada a la ciencia”, y Chestov añade: “está en efecto fuera de toda duda que no puede hacerse tal pregunta a la ciencia”. Pues bien, sin apoyar esta afirmación más que en una ley íntima de veracidad, sostenemos que a la ciencia y únicamente a la ciencia tal pregunta puede ser planteada; el horror que dimana de ella es porque es totalmente nula e inane ante la vida. “En el mismo instante en que la realidad queda establecida, la posibilidad como si fuese una nada se desvanece”. Pero en la especulación la posibilidad es susceptible de cambiar de lugar, desplazándose con arreglo a ciertas leyes como un peón sobre el tablero.
Hace tiempo hemos señalado la importancia que tiene en la literatura de nuestra época, y también en la ciencia, la trabazón —realidad estática, textura; y dinámica, proceso— de estos dos elementos: la ley del juego y el azar de las jugadas. Podemos perfectamente, cuando imaginamos el tablero en el techo de nuestro cuarto, corregir el juego mentalmente, volvernos atrás y hacer lo que no hicimos, pero no así cuando el tablero es la vida y hemos puesto al juego nuestro único bien. Ley que se mantiene hoy hasta en la más última filosofía existencial, que juega con finitudes, que excluye la trascendencia y la eternidad. Pero ya en todo este largo siglo, pues es difícil delimitarlo exactamente, la literatura venía ejercitándose en esta prestidigitación, haciendo aparecer de pronto lo que no estaba antes, poniendo y quitando, suponiendo cómo sería tal cosa si tal otra fuera o dejase de ser. Así toda la literatura de intriga, en la que el crimen es un artefacto que se arma con ingenio y se desarma con habilidad, no teniendo el sujeto ninguna importancia entre sus engranajes, o, si la tiene por sus particularidades características —locura, belleza, perversidad—, convirtiéndose estas particularidades mismas, a su vez, en engranajes que pueden girar hacia la derecha o hacia la izquierda, dejando en suspenso la posibilidad de que el individuo sea al fin triturado por tal o cual diente, por tal o cual martillo. Las construcciones sobre supuestos imaginarios: si hubiese un país de ciegos o un reino de hormigas; y últimamente esos colosos que, como los grupos escultóricos fabricados para ornamentar las exposiciones industriales, toros, obreros atléticos, matronas cargadas con haces de espigas, todos en majestuosas actitudes y de color broncíneo, retiemblan por la trepidación de los tranvías próximos o cabecean por el empuje del viento... Me refiero a la frustrada guerra de Troya y a los espectros de diversos héroes prestigiosos, desplegados en abanico sobre todos los ángulos posibles.
Se argüirá que estos últimos, para los que pueden comprenderlos, tienen un sentido. Evidentemente, y también tienen el poder de dejar sin sentido a los demás, de emponzoñar, trastrocar o raer todo sentido, pues no son exégesis, no; son azares caleidoscópicos, sin más eficacia que la frescura sorpresiva de sus combinaciones, estimulantes para los nervios cansados de este siglo sangriento. De este siglo, el más sangriento entre los siglos, que lleva en un estrato verdaderamente adámico de sus representaciones al hombre de Frankestein, una finitud perdurable, que insiste y se levanta en cualquier momento y cuya sangre no se puede derramar de una vez para siempre. Todos ellos, héroes, hormigas, criminales, autómatas, son la prole de la pregunta inepta: ¿Qué pasaría si tal cosa no hubiera sido o si tal otra cosa fuera?
Y por más que la repudiemos no podemos aniquilarla, ella es la que hace a Chestov lamentar más la muerte de Platón que la de sus ideas (aparte, claro está, la ambición humana de sentirse cada uno humanamente ante la humanidad de Platón), pues siempre imaginamos que si Platón perdurase seguiría dialogando ininterrumpidamente con todo lo que pasara por delante de sus ojos, aunque lo cierto es que si así fuera nadie dialogaría, pues dialogamos únicamente para comunicarnos nuestra infinitud en el momento finito que nos es dado. Y sin embargo...
Lo que queríamos, en realidad, es que así como la sabiduría universal especulativa se sedimenta al paso de los tiempos, uniendo en congruentes enlaces las distintas voces del diálogo, lo que querríamos en realidad ardientemente es que las particularidades subjetivas se correspondieran, libres en su singular soledad, pero atentas las unas a las otras, apasionadamente enfrentadas, violentamente contrapuestas. Creemos que esta atención a la relación finita no merma en nada la eternidad de la relación absoluta. Por creerlo así se nos ha ocurrido decir antes: “si Kierkegaard hubiera sufrido su crisis en otro medio”, cosa completamente imposible y sin embargo persistente como ambicionable experiencia.
Pero en vista de que Kierkegaard nos vedaría tan monstruoso supuesto, acojámonos a su característico subterfugio y digamos: “Nuestro amigo” aludiendo simplemente a un hombre cualquiera que posea, vivida, la cultura mediterránea, no sólo adquirida en aulas o recibida en sagrados principios de sus mayores; que la posea por haberla respirado entre los pastores de su país o junto a alguna aya analfabeta “entre los pucheros”; este hombre, que no habría tenido nunca que soportar un sermón del obispo Münster, se habría acercado desde pequeño a Abraham con temor y temblor sin dejar por eso de afilar bien el precioso instrumento de su razón; habría discurrido, a la sombra de los olivos de su tierra natal, contemplando en su mente el Symposiumgriego, porque, bajo el sol, no se ha creado nada más digno de contemplación, y conformado los movimientos de su alma con los diez mandamientos, porque bajo el sol no se ha creado ninguna otra pauta que sea mejor elemento para el alma. Pues bien, un hombre de esas condiciones puede lograr o no lograr, como Kierkegaard, “hacer el movimiento último de la fe”, pero lo que no puede es extrañar la razón del milagro.
Esa relación absoluta con lo absoluto, eficiente como las trompetas de Jericó, le será comprensible matemáticamente, y esta palabra no es paradoja ni hipérbole, pues matemáticas son la mayor parte de las cosas que menos podemos comprender. Si nos dicen que la nota de un violín puede derrumbar un puente, sólo comprendemos que matemáticamente debe ser comprensible. Y la relación absoluta con lo absoluto es —si con lenguaje humano se puede decir— igual, matemáticamente igual. Podríamos hacer el experimento y fallar cien veces, o cien millones de veces, sin que ello desmintiese la ley, pues sabemos que si la nota llegara a emitirse desde el punto exacto, necesario para la perfecta relación de sus vibraciones con el arco del puente, los sillares se conmoverían y el violinista sería lapidado.
Kierkegaard odiaba con todas sus fuerzas lo necesario, creía que la necesidad avasalla la voluntad e incluso a Dios, pero necesidad es algo muy complejo; necesario es como antes dijimos un punto de relación, una ley de armonía, que es la más gloriosa libertad, y necesario es también que no sea lo que no puede ser. Fuera de esta necesidadsólo queda Dios que es la posibilidad pura. Creer con vital asentimiento la idea ‘“para Dios todo es posible” es penetrar en la verdad de la fe, pues la verdad es cosa interior, indiferente a las verdades emancipadas, externas, necesarias; la verdad es la naturaleza de Dios, su particularidad subjetiva. Dios no puede ser coaccionado por la verdad, y este no puede no es un no poder, porque el hecho de que algo o alguien no pueda ser más que lo que es no denota ineptitud más que en quien se plantea el problema. La verdad absoluta, donde todos los posibles están encerrados, determina un punto exacto de relación posible. Punto de relación son los términos que se emplean para designar una realidad material, espacial, relativa; pero estamos hablando de algo no material, no espacial: esencial absoluto. En resumen, cuando el hombre alcanza ese punto de relación con la verdad absoluta, los sillares de la potencia divina se conmueven y cae sobre el hombre la Gracia. No importa cuántos millones de millones de veces falle el experimento. La ley es ésa.

Todo lo que va dicho es hasta ahora vago, árido, confuso. Quede así. Tiende únicamente a contestar algunos puntos del pensamiento de Kierkegaard con verdades distintas y muy próximas que pretenden sólo poner de relieve su diferencia y su convergencia. Confesando los límites que nos definen, si logramos penetrar profundamente en otras almas, definidas por sus límites propios, demostraremos con ello que los límites no son una limitación.
Chestov se sitúa ante la verdad revelada con una serenidad tradicional, como quien ha vivido secularmente esta antítesis. Kierkegaard se arroja en ella como quien no puede vivir por haberla descubierto. Desde un tercer punto de vista quisiéramos alcanzar a distinguir las dos vertientes de Kierkegaard que, como dos trozos de una unidad fracturada, penden del hilo impalpable e infinitamente doloroso de su eternidad.
Si el libro de Chestov, que apenas sirve de guía a estas consideraciones, en un detallado examen del pensamiento de Kierkegaard sólo abarca las obras posteriores  a su decisión, sin citar el estudio sobre Don Juan, In Vino Veritas, El diario de un seductor, no podemos pretender ni siquiera esquemáticamente diseñar tan enorme conjunto; por lo tanto, iremos directamente a lo psicológico, a lo más vivamente interior a toda idea.
Para hablar de algo tan íntimo e intangible tenemos que auxiliarnos nuevamente con el ejemplo anterior: la exactitud del centro en un círculo se puede buscar con instrumentos de precisión, sabiendo que es inalcanzable el punto virtual. Los errores gruesos se aprecian a simple vista.
Si meditamos en el sacrificio de Abraham y meditamos integralmente, no que reflexionemos, ni siquiera que imaginemos cómo fue; si hacemos por vivir el sacrificio de Abraham, efectuando la inmersión material que prescribe la técnica ignaciana: trayendo los cinco sentidos sobre la contemplación y sacando provecho de ello, todo lo que podemos lograr es un tanteo. Viviremos unas veces lo posible y otras lo imposible del hecho, experimentaremos y diremos, empleando —en el sentido de Hölderin— “la voz del Pueblo” unas veces, “frío” otras, “caliente” según estemos más cerca o más lejos del núcleo ígneo de la fe.
Si meditamos en el suplicio de Kierkegaard —pues el suyo no fue sacrificio: Kierkegaard está más cerca de Job que de Abraham—, lo primero que se hace objeto de nuestra meditación es su lamento. “¿Qué fuerza es ésta que quiere privarme de mi honor y de mi orgullo?” Esta pregunta que Kierkegaard hace al cielo nos descubre el lugar desde donde lanza el dardo de sus lamentos y sus plegarias. Es cierto que nadie ha llegado a conocer mejor que él la meta de sus lamentos, la meta del lamento humano, pero a simple vista notamos que desde el punto en que lanza su lamento no puede alcanzarla. Si Dios es amor no puede conmoverle el lamento del honor y el orgullo, y él lo sabe bien. Dice con frecuencia: “Si hubiese poseído la fe no me hubiera visto obligado a abandonar a Regina”. Y también repite a veces: “No he podido realizar el movimiento último de la fe”. Ante esto Chestov se pregunta : “¿Porqué?” “¿A causa de su negativa a obedecer? ¿Por orgullo?” No, en nuestra opinión el orgullo de Kierkegaard no está ahí. Su orgullo y la herida de su honor se irritan cuando su secreto es descubierto, y como la plegaria lleva el acento último del secreto, Kierkegaard no pide que no le sea arrebatado el amor: pide que no le sea arrebatado el honor porque sabe que no posee el amor.
En el estudio del Don Juan se encuentra la definición de la pasión como lo inmediato, que es exactamente como después, ya en la otra vertiente, en El concepto de la Angustia, dice que no se debe definir la fe. Cuando escribía el Don Juan todavía hablaba del amor como pasión, todavía no sabía que el amor y la fe son una misma cosa.
Pero ¿por qué no podía amar aunque lo creyese? ¿Por qué no podía efectuar el movimiento de la fe? Lo que se hace más verosímil a través de sus libros es que Kierkegaard no pudo deshacerse nunca de la responsabilidad del acto terrible de su padre. Ya casi al final de su vida, llega a escribir. “El amor perfecto consiste en amar a quien nos ha hecho desdichados. Ningún hombre tiene derecho a que se le ame de este modo, pero Dios tiene derecho a ello y en esto reside algo infinitamente majestuoso”. Antes de llegar a esta fórmula Kierkegaard no podía amar al Dios a quien su padre había maldecido, no podía amar al Dios que había hecho desdichado a su padre, y por lo tanto no podía amar —aunque lo creyese—. Cuando quería vivir su amor, la vida le era suspendida.
Así como a Abraham, al alcanzar el punto último inconcebiblemente exacto, real, de su relación con Dios, le era dado suspender la ética, esto es, toda ley de relación con los hombres, a Kierkegaard, al querer vivir su relación humana en el acto trascendente del encadenamiento eterno, Dios proyectaba sobre él su ausencia.
Para llegar a la comprensión de la idea citada tuvo que pagar con la vida, tuvo que vivir la muerte durante quince o veinte años, y no sólo eso; tuvo que pagar también su superioridad. Cuando habla de sus padecimientos dice que los ha aceptado “como una astilla metida en mi carne, como mi límite, como mi cruz, como el inmenso precio de rescate al cual Dios me ha vendido una fuerza espiritual que no tiene apenas igual entre mis contemporáneos”. Esa fuerza espiritual era su único bien, era lo único que podía amar, y ésta es la más terrible condena que puede pesar sobre un hombre. Está solo sobre la tierra, ante Dios a quien no ama, y los hombres no existen. Regina Olsen es una sombra, pero no es ni siquiera la sombra de Regina Olsen: es una sombra cualquiera, la sombra de la femineidad y la adhesión. Por toda su obra no pasa una sola forma humana, si no es la detestada forma del obispo Münster. Éste, sí, tiene una realidad imborrable porque es el que posee el honor que a Kierkegaard le ha sido arrebatado, y Kierkegaard sabe que el punto de relación en que este hombre se halla con la Divinidad es erróneo, es enteramente falso.
Este hombre, dice Chestov, “había permanecido durante muchos años a la cabeza de la Iglesia danesa, pero esto no le había impedido casarse, ser rico, respetado por todos, venerado”. Su cristianismo no entraba en discusión con la razón. La decepción que pueda causar al verdadero cristiano el espectáculo del pecado en el hombre consagrado a la vida religiosa no es comparable con la repugnancia que le inspira el espectáculo estulto de una vida que se llama religiosa y no está basada en el sacrificio.
Para Kierkegaard “ser cristiano quiere decir en verdad ser desdichado (humanamente hablando) en esta vida, y tú serás (humanamente hablando) tanto más desdichado, sufrirás tanto más en esta vida cuanto más te entregues a Dios, cuanto más éste te ame”; sigue: “Esta idea es para el hombre débil algo terrible, mortal, casi sobrehumanamente difícil. Lo sé por una doble experiencia. Ante todo ni yo mismo puedo soportarla y sólo de lejos alcanzo a presentir esa idea auténticamente cristiana del cristianismo”. Así, para Kierkegaard, Münster era el representante máximo del cristianismo que había suprimido a Cristo. Ahora bien —tenemos que volver a la cuestión reprobada—, si Kierkegaard no hubiera vivido ese cristianismo no se daría en él el fenómeno supremamente angustioso —angustioso sobre todo porque no está entre los que él clasifica como tales y por lo tanto tenemos que suponerle hundido a tan gran profundidad bajo su angustia que él no alcanzaba siquiera a distinguirle—, el fenómeno de que era exactamente la vida de Münster lo que, como un deseo inconfesable, ambicionaba.
Münster es para él un ejemplo de posibilidad —para Kierkegaard la posibilidad de lo peor era mejor que la imposibilidad de lo mejor; así, pues, a través del vacío de imposibilidad que se le abría allí donde estaba el bien —el amor—, se transparentaba la posibilidad conocida, comprobada, vista, objetivada, del mal —el error— que era Münster.
Toda la mascarada o fantasmagoría de sus adolescentes enamorados de princesas, de sus jovencitas, poetas, etc., personajes sin sangre, más que elaborados, alcanzados como boyas flotantes en el supremo bracear de su naufragio, sólo sirven para demostrar que desconocía la forma real de su deseo. En el libro fundamental, O lo uno o lo otro, puerta fatídica de su purgatorio, al desdoblarse en los personajes de “él” y “su amigo”, sometiéndose así al imperio de la cuestión inepta: si yo fuera, si yo no fuera, esto es “yo que soy casado”, la imagen que nos da de ese matrimonio, que pudo pero que no pudo ser, es exactamente la imagen del matrimonio de un cristiano feliz, de un pastor. Los sermones son insuperables y en ellos hierven todos los fermentos de su alma, pero la imagen de la esposa, “unida a él de todo corazón”, ¿quién es? ¿Aparecen allí, siquiera como un relámpago, las cualidades subjetivas de Regina Olsen? No... Hay una sombra que se proyecta intermitentemente a lo largo de toda la obra y que es sin duda la sombra de Regina, pero no es una sombra de contornos definidos como la de una visión: es una penumbra que, como el halo de una obsesión sin pasión, aparece de cuando en cuando y enfría o más bien hace descender la tensión del pensamiento. En suma, la no igualada fuerza espiritual de Kierkegaard refrena el vuelo, al contrario de lo que pasa en la generalidad de los poetas —si es que estas dos palabras pueden ir una detrás de otra— cuando se hace sensible la presencia de la musa. Kierkegaard recuerda de pronto que está escribiendo para Regina y adopta un tono pueril, balbucea, desciende hasta ella. Una de las cosas que no pudo fue elevarla hasta él.
No hemos conseguido, después de tanto, más que considerar con perplejidad y emoción el pecado vivido por Kierkegaard: diremos al menos dos palabras sobre su idea del pecado.
“El pecado no es una negación sino una posición”. “Todo pecado es cometido ante Dios o, más bien, lo que hace de la falta humana un pecado es la conciencia que tiene el culpable de estar ante Dios”. “Se peca cuando ante Dios, o con la idea de Dios, desesperado, no se quiere ser uno mismo o se quiere serlo. El pecado es así debilidad o desafío elevados a la suprema potencia”. Estos párrafos entresacados del Tratado de la Desesperación son los que señalan su faceta ética-religiosa. En nuestra opinión son los más valiosos, pero señalemos que no son los que han tenido más éxito. Es la concepción del pecado original expuesta en El Concepto de la Angustia: “La angustia es el vértigo de la libertad”; “para hablar psicológicamente, la caída ha tenido lugar siempre en un síncope”, la que ha permanecido hasta el presente a través de los innumerables avatares de la filosofía existencial — la dimensión de tales transformaciones puede calcularse considerando esta frase de Chesíov: “La fe es para Kierkegaard la conditio sine qua nonde la filosofía existencial”.
Y precisamente en El Concepto de la Angustia es donde Kierkegaard hace una concesión al procedimiento especulativo, a la que el mismo Chestov le reconoce consecuencias fatales para el pensamiento: su modo racional de rechazar la idea de la serpiente. “En Temor y Temblor podía Kierkegaard hablar todavía de “tentación” a propósito del sacrificio de Abraham y en sus obras posteriores recordaba a cada momento la “tentación” y repetía constantemente que ninguna ciencia podía explicar lo que el término bíblico “tentación” oculta”, dice Chestov, y ciertamente la grandeza de Kierkegaard, más que como colonizador de la Nada —pues él fue quien llevó a las huestes de desesperados sin Dios a acampar en esa marisma—, está en ese “cuerpo a cuerpo” de la “tentación” y la “plegaria”.
Y como la idea del pecado no cierra su circuito hasta llegar a la idea de la Redención, no podemos menos de notar que a pesar de la pasión con que ahonda en ella, la recarga con consideraciones racionales: el escándalo de que alguien tome sobre sí los pecados de otro, “¿es posible?” “Cristo ¿tenía el poder o la autoridad?”, etcétera.
A Kierkegaard le faltaba un dato para saber enteramente lo que poseía Cristo: le faltaba la dialéctica de la sangre. Y Kierkegaard hubiera podido comprenderla: “un vigoroso y pletórico antropomorfismo siempre tiene su valor”, dice hablando de Schelling, pero se refiere a los estados y sentimientos de Dios: angustia, ira, sufrimiento. No ha vivido la presencia de Dios en la imagen, su infancia religiosa ha transcurrido entre la maldición de su padre —horror— y los sermones de Münster —tedio—. Kierkegaard no conocía la acción de la imagen sobre el alma, consideraba la estética como lo inmediato intrascendente. No sabía que en la belleza greco-latina hay “tentación” y “plegaria” —invitación a la piedad—, ni que al hombre de la cultura mediterránea —el que es cristiano, se entiende— no le escandaliza el ser redimido. Las imágenes de la realidad inaudita de la Crucifixión y la Resurrección le acompañan. No necesita creer lo que resulta increíble, a contrapelo de la razón. Más bien, por el contrario, cree en todo ello porque lo ha visto.
No sabemos si esto resultará comprensible o si la sugestión que perseguimos carecerá enteramente de fuerza. Insistimos en hablar de lo que vio o no vio, realzamos la importancia de la dialéctica de la visión, porque creemos que Kierkegaard tocaba el fondo de su pecado cuando cerraba los ojos a lo exterior, Regina inclusive.
Y es sobremanera difícil explicar, siquiera con la más fugaz claridad, la forma en que era castigado con su pecado. Por decirlo con un término bíblico, la forma en que Dios “le hería con su herida”.

Cuando declaraba que todos sus sufrimientos eran el precio de rescate a que Dios le había vendido su fuerza espiritual, confiesa por esto que aquella fuerza era para él infinitamente preciosa. Esa fuerza era su pecado: pecaba con ella contra Dios y adulteraba contra Regina. En el Don Juan, hundido en la irresponsable inmediatez de la música, dilapidaba su fuerza con su fuerza, amaba su amor por Regina, sin dejar para ella un mínimum de caridad, una posibilidad de acto.
Estas consideraciones se nos han ocurrido por encontrar poco explicitado en el libro de Chestov el hecho psicológico de Kierkegaard, y no porque no hable harto abiertamente de su tragedia, sino porque al hacerlo le da un cierto carácter contingente. Chestov dice que en vista de lo que le pasó renegó de la razón y se arrojó en el absurdo, y después desenvuelve, de modo más bien abstruso, la teoría del pecado como concupiscencia del conocimiento; los frutos del árbol de la ciencia impiden al hombre volver a alcanzar los del árbol de la vida. Pero así como, según Kierkegaard, la libertad no consiste en poder elegir entre el bien y el mal, sino sencillamente en la posibilidad, el pecado no consiste en acumular frutos del árbol de la ciencia, leyes, datos del conocimiento; el pecado consiste en encarcelar al amor, que es la fe y el Ser mismo, en la mera posibilidad del saber, en la reflexión, sin gratitud hacia Dios ni caridad hacia la criatura.
De la experiencia de esta vanidad dimana su aversión a los místicos. No puede creer que el alma sea morada de Dios sino sólo lugar de pecado o de expiación.
El pecado-castigo de Kierkegaard se exacerbaba con la mediocridad de sus prójimos: su capacidad de desprecio era sólo comparable a su capacidad de sufrimiento, y no le salió al paso ninguna visión de piedad que con su fulgor le hiciera saltar las lágrimas. Tuvo que atravesar la selva obscura sin más que presentir la fe a lo lejos.
Por esto hemos aludido tantas veces a la aridez de su medio religioso y hemos lamentado que viviese desamparado de la belleza trascendente que es el misterio evidente. Por eso hemos pensado que, acaso, si hubiera visto...
Podríamos seguir indefinidamente y la pregunta estúpida seguiría repitiéndose, pero no para contradecirle ni turbar su reposo, sino, simplemente, porque es como la sombra o el eco de lo que era para Kierkegaard la cúspide de la posibilidad: “la repetición”. La repetición devuelve el honor perdido, el brazo cortado, Regina desvanecida en el pretérito. Y la pregunta murmura solamente: ¿si no los hubiera perdido?...
La Eternidad de Kierkegaard irá siempre seguida de la pregunta estúpida como de una bestia doméstica fiel y grotesca.
Revista Sur, abril de 1948, año XVI.
NOTA:
{*} Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1947.



Robert Burns y Juan Rodolfo Wilcock: Mary Morison

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MARY MORISON

O Mary, at thy window be,
         It is the wish'd, the trysted hour!
Those smiles and glances let me see,
         That makes the miser's treasure poor:
How blythely wad I bide the stoure,
         A weary slave frae sun to sun,
Could I the rich reward secure,
         The lovely Mary Morison.

Yestreen when to the trembling string
         The dance gaed thro' the lighted ha'
To thee my fancy took its wing,
         I sat, but neither heard nor saw:
Tho' this was fair, and that was braw,
         And yon the toast of a' the town,
I sigh'd, and said amang them a',
         "Ye are na Mary Morison."

O Mary, canst thou wreck his peace,
         Wha for thy sake wad gladly die?
Or canst thou break that heart of his,
         Whase only faut is loving thee?
If love for love thou wilt na gie
         At least be pity to me shown:
A thought ungentle canna be
         The thought o' Mary Morison.



MARY MORISON

¡Oh Mary, asómate a tu ventana, a la hora esperada y deseada! Déjame ver esas sonrisas y esas miradas que eclipsan el tesoro del avaro; qué alegremente soportaría la lucha, fatigado esclavo de sol a sol, si pudiera obtener la espléndida recompensa, la hermosa Mary Morison.
Ayer, cuando al son tembloroso de las cuerdas la danza giraba por el salón iluminado, mi fantasía voló hacia ti. Allí estaba yo, pero ni veía ni oía; aunque ésta era hermosa, y aquélla morena, y la otra envidia de todo el pueblo, yo suspiraba, y decía entre ellas: "Vosotras no sois Mary Morison".
¡Oh Mary! ¿puedes destruir la calma de quien por ti alegremente moriría? ¿Puedes romper un corazón cuya sola culpa es amarte? Si no quieres devolverme amor por amor, demuestra por lo menos compasión; un pensamiento cruel no puede ser el pensamiento de Mary Morison.


Traducción de JUAN RODOLFO WILCOCK.

Jorge Guillermo Borges: Rubaiyat de Omar Khayyam

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PARÁFRASIS DE LAS RUBAIYAT DE OMAR KHAYYAM
Castellanizadas del inglés de Edward Fitzgerald por Jorge Guillermo Borges.

I

Ya levantan sus tiendas las estrellas
del agredido campo nocturnal,
con flechas de oro el cazador de oriente
acribilla la torre del sultán.

II

Suena el clarín del gallo, en la taberna
dice una voz :—¡Hermanos despertad!
¡Si se seca la copa de la vida
ya nunca más se volverá a llenar!

III

Y aquellos que esperaban
de la taberna fuera en el portal
¡breve es el plazo, gritan, si partimos
ya no podremos retornar jamás!

IV

Con el año que empieza, verdemente
el prado torna a su florida edad,
de sus tibias cenizas los deseos
a repetir las súplicas vendrán.

V

El Iram y sus rosas se perdieron
en la blanca extensión del arenal,
pero aún la vid nos brinda sus rubíes
y junto al agua hay un vergel de paz.

VI

David rezando calla, mas la flauta
del ruiseñor alegre en su cantar
dice a la rosa : vino, rojo vino
tu pálida mejilla encenderá.

VII

¡Llenad la copa, en el ardiente estío
quemad el manto de invernal pesar!
El tiempo es ave que fugaz se aleja
Ya el ave alerta sobre el ala está!

VIII

Rosas a miles nacen cada día
y a miles mueren cuando el sol se va.
El mismo mes que nos regala rosas
arrebata a Jamshyd y a Kaikobad.

IX

Ven con el viejo Omar y no lamentes
porque Jamshyd se fuera y Kaikobad
deja que llame Rustrum a las armas
o grite ¡Jatim vamos a yantar!

X

Sobre, el verde tapete que separa
el campo en flor del árido arenal,
¿quién al amo distingue del esclavo,
quién codicia la fama del sultán?

XI

Bajo el verde dosel un libro amigo,
una bota de vino, blanco pan
tú a mi lado cantando y el desierto
fuera de veras el jardín de Alláh.

XII

Unos buscan la gloria de este mundo
otros buscan la gloria celestial.
Venga el dinero en mano y vaya el resto,
deja el tambor lejano retumbar.

XIII

En el jardín, desatan sus corolas
los floridos rosales y nos dan
el áureo polen y aromado incienso
que las brisas esparcen al pasar.

XIV

¡Las terrenales ansias realizadas
sombra de polvo son y nada más!
como la nieve en el desierto brillan
un instante fugaz…

XV        
 
Oro atesores, despilfarres oro,
la tumba os mide con criterio igual.
El barro de tu cuerpo es siempre barro
¡Y el barro de la tierra abonará!

XVI

En este albergue en ruinas cuyas puertas
son noches y son días ¡cuanto afán!
¡Cuánto fiero señor por breves horas
detuvo el paso y se volvió a marchar!

XVII

¡Los patios de Jamshyd! donde su gozo
ardiera un día—albergan el chacal,
¡silvestres asnos pastan a su antojo
donde descansa el cazador Bohram!

XVIII

Donde muriera el paladín, las rosas
como teñidas por su sangre están.
¡Sueñas acaso de que blanco pecho
estos jazmines dicen la beldad!

XIX

Y este musgo viviente que tapiza
la tierra de finísimo lampás,
sé leve a su blandura, pues quién sabe
de qué cuerpo gentil llegó a brotar.

XX

Llena la copa que resguarda el pecho
de torpe miedo y de infantil pesar.
¡Mañana! ¿Dónde me hallaré mañana?
¿Cuando la luz se apaga, dónde va?

XXI

Cuanto noble varón de claro empeño
en el embate quieto del azar
vació su copa y se perdió en silencio
entre la bruma gris del más allá.

XXII

Entretanto busquemos la ventura,
que presto cesa, en el oscuro umbral
donde la muerte aguarda; dime ¿sabes
ese hondo lecho para quién será?

XXIII

Gozad la vida, fenecida pasa
a nadas de insaciable eternidad,
polvo de polvo, sin amor ni amada,
sin vino, sin canción y sin soñar.

XXIV


A cuantos se desvelan por las cosas
de este mundo o del mundo que vendrá
un muezín de la torre grita: ¡tontos!,
la recompensa no está aquí ni allá.

XXV

Los santos y los sabios que charlaban
de esto y de aquello en tono doctoral
como falsos profetas se eclipsaron.
Tierra es su boca, tierra es su verdad.

XXVI

Deja charlar al sabio, nuestras vidas
gotas son en la sed del arenal.
La rosa muere y muere su perfume
esto sabemos, ¡y no indagues más!

XXVII

Cuando joven cursé las academias
del mucho discutir y fue tenaz
mi empeño de saber más por la puerta
de entrada, la salida hube de hallar.

XXVIII

Yo sembré de sapiencia mi sendero
y el desencanto sólo vi brotar;
como resopla el viento y corre el agua
así la vida viene, así se va.

XXIX

¿Por qué he venido al mundo, quién responde?
¿Agua que corre ciega hacia la mar?
¡Como el agua y el viento que no saben
por qué corren y soplan y se van!

XXX

¿Quién al mundo nos trajo, quién nos lleva?
¿Y dónde iremos luego: á que avatar?
Llenad la copa para ahogar en ella
el recuerdo de tanta necedad.

XXXI

Al trono de Saturno en los espacios
me elevé por el séptimo portal
y muchos nudos desaté a mi paso
pero no el nudo del humano azar.

XXXII

Hallé una puerta que no tiene llave,
un velo que no pude penetrar;
hoy hablarán un poco de nosotros
y luego, no hablarán.

XXXIII

Entonces a la altura interrogando
dije: ¿qué ley me guía, qué verdad?
Y una Voz infinita respondiome:
Tienes un ciego instinto y nada más.

XXXIV

En la copa de arcilla el labio puse
el enigma tratando de aclarar,
ella me dijo: mientras vive, bebe;
la avara tumba nada te dará.

XXXV

La arcilla de esta copa en otro tiempo
un bebedor alegre fue quizás.
¡Oh cuanta boca habrá besado el barro
que hoy a mis labios de beber les da.

XXXVI

Recuerdo que una tarde a un alfarero
que una copa moldeaba en el bazar
la arcilla dijo musitando apenas:
ten cuidado hermanito, me haces mal.

XXXVII

Llenad la copa que la vida alegra;
el tiempo en fuga hacia la nada va.
Ayer ha muerto, por venir mañana,
con hoy tan solo es lícito contar.

XXXVIII

Palidecen los astros, ya la noche
toca a su Fin. La caravana, ¡helás!,
se apresta para el alba de la nada.
¡En marcha pues, el paso apresurad!

XXXIX

¿Porqué estas ansias que se agitan ciegas
en pos de un vano inasequible ideal?
Mejor el fruto de la fresca vida
que el fruto amargo que esas ansias dan.

XL

¡Venid, hermanos, entonemos presto
de nuevas bodas la canción nupcial,
la estéril razón dejo y por esposa
llamo al lecho la hija del lagar.

XLI

Arriba, abajo, de derecha a izquierda
mi lógica sondó la realidad,
al fondo de las cosas no he llegado
solo del vaso el fondo supe hallar.

XLII

Ha tiempo que a la hora del ocaso
un ángel me detuvo en el umbral
de la oscura taberna, y de sus labios
el fruto de la vid me dio a probar.

XLIII

El fruto de la vid que con severa
elocuencia refuta el razonar
de todas las escuelas, alquimista
que el plomo trueca en fúlgido metal.

XLIV

El gran Mahmúd que vence en un instante
las penas de la triste humanidad
y con su fuerza mágica nos libra
de torpe sombra y de más torpe afán.

XLV

Venid conmigo y que discutan sabios
del universo el misterioso plan;
también el vino es elocuente y sabio,
y todo enigma descifrar sabrá.

XLVI

El mundo es sólo el cuadro iluminado
que arroja la linterna del juglar
cuya vela es el sol, y nuestras vidas,
sombras que vienen, sombras que se van.

XLVII

Y si el vino que bebes y la dulce
caricia de la amada pasarán
como todo en la vida pasa y muere,
¡que más ni menos te podrán quitar!

XLVIII

Bebe conmigo el fruto de la viña
mientras arda la rosa en el rosal
y cuando el ángel de la muerte tienda
a ti su copa, riente beberás.

XLIX

El mundo es un tablero cuyos cuadros
son noches y son días, y el azar
a un antojo nos mueve como a piezas,
luego las piezas a la caja van.

L

La mano escribe y pasa, y tu ternura
tus rezos, tu saber o tu piedad
no lograrán que vuelva o que he haga
o borre aquello que ya escrito está.

LI
Y esa copa invertida que sustenta
el cielo prometido del Corán
en su propia impotencia rueda, rueda
ajena a todo bien y a todo mal.

LII

Del barro que dio el ser al primer hombre
ha de formarse el último mortal,
estaba escrito en la primer mañana
lo que el postrer crepúsculo dirá.

LIII

Los astros arrojaron en la senda
de la vida, su sombra y su pesar.
En la senda las piedras están listas
donde los pasos tropezando van.

LIV

Aúlle fuera el derviche sus plegarias,
de la cerrada puerta en el umbral
nunca, insensato, encontrará la llave
que el vino excelso, generoso, da.

LV

Tú que la senda hicistes engañosa
donde debí perderme y tropezar,
no afirmes luego que la culpa es mía.
¡Tuyo es el mundo, tuya es su maldad!

LVI

Tú que moldeaste el vaso de mi cuerpo
en él vertiendo sombras y pesar,
tú que el Edén hiciste y la serpiente:
nuestro perdón recibe, ¡perdonad!

LVII

Cuando se extinga el fuego que me anima,
mi cuerpo en rojo vino lavarás,
y en pámpano silvestre amortajado
que descanse a la sombra de un parral.

LVIII

Y mis cenizas muertas al ambiente
fragancia tan sutil arrojarán
que hasta el creyente absorto en su plegaria
al grato dogma de la vid vendrá.

LIX

Los ídolos que amara tanto tiempo
derrocharon ingratos mi caudal,
ahogaron mi buen nombre en una copa
y al barro denigrose mi verdad.

LX

¡Aymé, que el tiempo pase, que las rosas
una a una abandonen el rosal,
que el blanco velo de la infancia ceda
al triste luto de la triste edad!

LXI

¡Oh dicha de mi amor siempre constante,
la luna asoma en el palmar su faz,
vendrá la noche en que esa misma luna
ha de buscarme y no me encontrará!

LXII

Y cuando tú como la luna vuelvas
con pies de plata y no me encuentres ya
derrama el vaso que jamás mi boca
en noche alguna volverá a gustar.


LXIII


¡Oh dicha de mi amor!, yo estaré quieto
tendido en tierra de una larga paz
durmiendo el sueño que no tiene sueños
ni auroras, ni inquietud, ni despertar.
JORGE GUILLERMO BORGES
Revista Proa nº 5 y nº 6 (Buenos Aires, 1924).

Paul Groussac: La Pesquisa

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LA PESQUISA

En 1897, Paul Groussac publicaba, sin firmarlo, en la revista La Biblioteca, de la Biblioteca Nacional dirigida por él mismo, este relato que constituye el primer cuento policial de la literatura argentina, precedido de la siguiente nota:

El autor de este cuento o relato ha querido guardar el anónimo — y tan sinceramente, que nosotros mismos ignoramos su nombre. La persona respetable que nos comunicó el manuscrito nos lo dio como el estreno literario de un joven argentino. Deseaba conocer nuestra opinión: la expresamos con publicar su ensayo, a pesar de revelar cierta inexperiencia y no corresponder del todo al principio la conclusión. No dudamos que *** reincida en la tentativa y que, con ocasión de otro trabajo, nos permita publicar su noticia biográfica.


Después de la comida y, si la tarde era bella, de cuatro vueltas dadas sobre cubierta de popa a proa, deteniéndonos a ratos para encender un cigarro a la mecha del palo mayor o para buscar en vano el fantástico rayo verde del sol poniente, solíamos sentarnos en un solo grupo argentino para escuchar cuentos e historias más o menos auténticas. Una noche, como alguien refiriese no sé qué hazaña de la policía francesa, el conocido porteño, Enrique M..., que había sido años anteriores comisario de sección en Buenos Aires y demostraba extraordinaria afición a sentar paradojas en equilibrio inestable, como pirámides sobre la punta, formuló esta tesis: que en la mayor parte de las pesquisas judiciales la casualidad es la que pone en la pista, basta un buen olfato para seguirla hasta dar con la presa. Y a raíz de sostener acaloradamente su aventurada opinión, que algunos combatían, nos devanó el siguiente cuento al caso, a modo de argumento irrefutable.

I

Entre mis amados oyentes no habrá quien no recuerde el suceso trágico de la Recoleta, que durante un mes tuvo aterrado al barrio del norte de Buenos Aires. En una casa-quinta aislada, donde vivía una señora anciana con una joven de veinte años, entre hija adoptiva y dama de compañía, un crimen horrible fue perpetrado durante una de las largas noches del invierno de 188...
Aunque dicho barrio, entonces menos poblado que hoy, no dependiera de mi sección, tuve que intervenir en el asunto por ausencia del comisario a quien correspondía. Avisado a las cinco de la mañana por un vigilante, acudí al lugar del suceso. Desde la puerta de calle, que daba sobre el jardincito que rodea la habitación, gotas de sangre salpicaban el suelo; un cadáver de hombre mal trazado —de la sumaria resultó italiano— estaba tendido en las gradas del vestíbulo; otro cadáver, el de la dueña de casa —destrozados los vestidos y desgreñada la blanca cabellera, con una espantosa herida en el cuello, un tajo brutal de cuchillo que cortara la traquear tena—, yacía en un dormitorio, apoyado el tronco contra el pie de la cama, en un charco de sangre. Un revólver de calibre mediano estaba tirado en la alfombra.
La joven, que declaró llamarse Elena C. y permanecía anonadada en un sillón del cuarto vecino, fue invitada a suministrar los primeros datos a la policía; después de manifestar su consentimiento con un ligero ademán, se dio principio al interrogatorio.
Era una encantadora muchacha de aspecto extranjero, con ojos claros y la suelta cabellera rubia como un trigal; alta y robusta, vestía de negro con una sencillez elegante que hacía contraste con el desorden de la catástrofe. Se expresaba con pausa y precisión, sin buscar sus frases ni rectificar sus palabras, aunque por momentos la brusca emoción de un incidente recordado interrumpía con un sollozo la empezada narración. Por ella supimos lo siguiente, que fue completamente confirmado por la instrucción de la causa.
La señora de C., viuda de un comerciante español, después de liquidar la sucesión había colocado en diferentes bancos el importe de su modesta fortuna, para retirarse a aquella casita-quinta de su propiedad. Elena, huérfana recogida por este matrimonio sin hijos, se había criado allí mismo y no conocía más familia.
La víctima tenía unos sesenta años. Durante la vida del marido había demostrado una inteligencia y una energía poco comunes, ayudándole en sus operaciones comerciales. Pero, desde los primeros meses de su viudez, su espíritu decayó notablemente, hasta caer en una especie de manía singular: una desconfianza general respecto de la estabilidad de las casas bancarias más acreditadas, y un terror creciente por la miseria que, según ella, la esperaba.
Se comprobó que los diferentes depósitos hechos a su nombre en tres grandes bancos de Buenos Aires, alcanzaban a la suma de cuarenta y cinco mil pesos oro. Pero, poco a poco había ido retirando todas las cantidades depositadas, ignorándose el destino que le diera... Elena suponía que la señora de C. guardaba sus valores en una gran cartera con cerradura que había visto una o dos veces en sus manos, y que creía encerrara en un macizo y enorme baúl que se veía tras de la cama, abierto ahora, y, sin duda, fracturado por los asesinos. Estaba vacío.
Las dos mujeres vivían con estricta economía, sin más servicio que una cocinera que se retiraba después de servir la comida. La señora de C. no tenía ya renta alguna: para los gastos de la casa, salía ella misma a cambiar mensualmente un billete de cien pesos fuertes, cuyo valor se distribuía en los treinta días del mes con un rigor matemático.
Tiempo hacía, declaró Elena, que este método de vida claustral, en un barrio aislado y distante, se había vuelto insoportable para ella, al par que la soledad inspirábale serios temores. El rumor de las grandes sumas que poseía en cartera su bienhechora, había cundido por el vecindario; y ya una noche la señora de C. —que guardaba siempre un revólver armado en su velador y lo manejaba con una destreza varonil— había hecho fuego sobre un presunto ladrón a quien sorprendió escalando la reja del jardín. —Después de este suceso, que ocurrió seis meses antes y alarmó a Elena, ésta insistió con tanta energía para mudar de casa que la señora parecía dispuesta a ceder y prometía siempre trasladarse en breve a otro barrio más central.
Tal fue, en compendio, la relación de la interesante Elena, que fue confirmada por la cocinera. En cuanto al drama presente, la muchacha lo explicaba del siguiente modo, y las indagaciones ulteriores parecieron corroborarlo en todas sus partes. Con todo, debo decir que uno o dos puntos obscuros no dejaron de despertar en mí una vaga desconfianza, teniendo alerta mi instinto olfateador de sabueso policial. Pero aquello fue muy pasajero, y luego todas mis sospechas se desvanecieron —o adormecieron.
La víspera, a las diez de la noche, después de los rezos en común, según la invariable costumbre, Elena dejó a la señora de C. en su dormitorio, y ganó el suyo que no era contiguo sino separado por el comedor, y con ventana a los fondos de la casa.
Elena no estaba acostada aún, habiéndose quedado entretenida hasta muy tarde con la lectura de una novela. Había comenzado a desnudarse, cuando un grito de mujer, prolongado y desgarrador —un clamor que no tenía nada de humano y parecía el aullido de una fiera en agonía—,  rasgó el lúgubre silencio de la noche... «Di un salto, herida por un choque eléctrico, mas quedé al pronto inmóvil, como petrificada por el terror. Me era imposible dar un paso adelante, aunque hacía para ello el más intenso esfuerzo de voluntad... Aquello duró unos segundos... Retumbó entonces una detonación; —percibí otro grito ahogado... un tropel de gente que lucha; el sordo desplome de un cuerpo en el suelo, y, en seguida, un lamento lastimero que fue apagándose por grados, concluyéndose en arrastrado estertor. Al fin, pude sacudir la capa de hielo que me paralizaba... Corrí al dormitorio, cuya puerta estaba abierta, así como la ventana que daba a la galería exterior... Mi madre, tendida al pie de la cama, en las últimas convulsiones de la agonía, no pudo sino reconocerme en una larga mirada, desesperada, extraviada, que la muerte empañó rápidamente».
Algunos vecinos acudieron, encontrando en el vestíbulo el cadáver del presunto asesino; un médico, llamado a escape, no pudo sino hacer constar la doble muerte, producida por bala de revólver la del hombre, por arma cortante la de la mujer. Entretanto, con el relato de Elena y el minucioso examen del escenario, yo procuraba reconstruir la tragedia reciente. Los asesinos —pues eran dos, según lo demostraban las pisadas en el jardín, todavía discernibles a pesar de las idas y venidas de los vecinos— habían quedado acechando la hora propicia en un ángulo obscuro de la casa. Entre las dos y las tres de la mañana, uno de ellos había penetrado en las habitaciones con ganzúa, mientras el otro permanecía en observación. La víctima, que dormía siempre con una lamparilla encendida y su revólver bajo la almohada, se había despertado sobresaltada al sentir la garra feroz que le tapaba la boca, y, en el instante mismo en que el acero le abría la garganta, ella hacía fuego sobre su matador, a quema ropa... En este punto de mi escena mental, mi mirada cayó en el revólver de la alfombra; lo tomé y examiné: era un arma suiza común, de calibre 9. Tuve un sacudimiento de sorpresa: ¡el revólver estaba cargado con sus seis cartuchos intactos! ¡Patatrás! Era el ruido de mi laboriosa hipótesis que se venía al suelo...
La señora de C. no había disparado el tiro cuya bala mató al desconocido (ya no me atrevía a calificar el cadáver que yacía a pocos pasos): ello aparecía claro como la luz; pero ahora el obscuro problema se planteaba más extraño y enigmático que antes. La realidad estaba allí: el cadáver de una mujer asesinada en su cuarto, otro cadáver de un extraño, cuyo aspecto sórdido revelaba claramente sus intenciones al penetrar en lugar habitado —y, como único lazo entre los dos actos violentos, el espectáculo de los muebles abiertos y las puertas forzadas. No era dudoso que el asesino, después del crimen, había robado o pretendido robar a mansalva; habíase luego escapado por la ventana; pero, ¿quién le había detenido en su fuga, quién había muerto al matador? Era inverosímil y casi inadmisible la hipótesis de una riña instantánea entre los dos cómplices, rematando en un balazo mortal. Así no proceden los criminales de oficio... Perdido en conjeturas que mi experiencia desechaba apenas formadas, recorría los cuartos y galerías, bajaba al jardín y volvía a subir, sin poder dar con la solución probable del problema ni abandonar su enervante prosecución. —Mientras vagaba así alrededor de la casa, un detalle extraño despertó nuevamente mi sorpresa: el rastro de un hombre llegaba hasta la ventana del cuarto de Elena, y hasta parecía que hubiera saltado de su borde al jardín. La huérfana confesó que en cierto momento había oído un ruido ligero, pero, como estaban cerrados los postigos, no pudo ver nada y no se atrevió a abrir.
La explicación me pareció satisfactoria. Por otra parte, ¿quién podía abrigar sospecha y pensar un instante en establecer correlación alguna entre el abominable crimen y esta fresca muchacha que sollozaba al recordar a su madre adoptiva, revelaba todos los detalles de su pasado y desarrollaba ante nosotros con imperturbable tranquilidad la trama gris de su monótona existencia?
El asesino había saqueado el cuarto. El ropero, la cómoda, el baúl habían sido fracturados: vestidos, ropa blanca y cien objetos menudos yacían en desorden por la alfombra. Sin embargo, en un pequeño cajón de doble fondo de la cómoda, se encontró un testamento ológrafo que instituía a Elena heredera universal. Una sola cláusula descubría el espíritu algo extraviado de la víctima: «Y recomiendo a mi amada Elena que no se separe nunca del medallón en forma de candado de oro que llevo en el cuello: allí está mi verdadera fortuna, si ella la sabe encontrar».
Ese medallón no fue hallado, por más que Elena demostrara vivísimo interés por él. Sin duda lo había arrancado el asesino con violencia, pues se notaba en el cuello de la muerta una línea lívida con una ligera escoriación. Tampoco se encontraron valores: el robo, evidentemente, era el único móvil del crimen.
La instrucción no dio más resultados. El matador y probable cómplice del asesino pudo escapar a todas las pesquisas. Pocas semanas después tuve que ausentarme por un par de meses, y a mi vuelta nadie hablaba ya de la sangrienta tragedia, que para todos quedó como un crimen vulgar, perfectamente explicable, si bien para mí era un problema tenebroso cuya solución no había sido descifrada todavía ni al parecer lo sería jamás. Supe vagamente que Elena había anunciado la venta de la casita, pero que mientras tanto vivía en ella con una sirvienta extranjera.
Los múltiples asuntos de mi cargo se sobrepusieron poco a poco a la honda impresión recibida aquella noche, y esta se hallaba casi del todo borrada en mí, cuando resurgió una mañana al leer en un diario el siguiente aviso:
Se ha perdido un candadito de oro labrado, para medallón; representa escaso valor y sólo lo tiene para su dueño por ser un recuerdo de familia. Se pagará mil pesos fuertes a la persona que pueda devolverlo. Dirigirse a Concepción Lisagaray. Poste restante.
Lo insólito del aviso, a pesar de su forma trivial, llamó mi atención. No conocía, por supuesto, el nombre indicado. Pero la suma ofrecida por esa prenda era tan superior a su valor probable, que tuve el instinto de hallarme en la pista de algún misterio. Estuve perplejo y caviloso durante todo ese día, cuando, de repente, un rayo de luz cruzó por mi cerebro: ¡El candado de oro! ¡El crimen de la Recoleta!

II

No puedo decir que formé mi plan, pues muy evidente está que necesitaba dirigirme a tientas, o, mejor dicho, dejarme llevar por los acontecimientos; pero desde ese momento tuve la vaga intuición de estar en la pista de una solución extraordinaria, inesperada, del suceso antes referido. Confieso que al interés profesional se agregaba ahora un vehemente deseo, hecho de curiosidad desinteresada, por descubrir la verdad a toda costa, para mí solo, y sin poner en juego los resortes oficiales. Felizmente, mi amistad personal con un alto empleado del Correo me permitía practicar ciertas averiguaciones sin que interviniera directamente el departamento central de policía, cuyo auxilio reservaba para un caso supremo.
No tenía sino dos jalones, pero bastaban para fijar la dirección que había de llevar: debía desde luego establecer que el aviso del diario había sido publicado por Elena C., bajo el nombre de alguna persona muy allegada; en seguida, descubrir al poseedor de la prenda perdida, si llegaba a presentarse. Era cosa evidente que Elena no creía en un hallazgo fortuito: para ella, como para mí, el actual poseedor del relicario era el ladrón, o más probablemente un encubridor y cómplice. De todos modos, ahí estaba el nudo de la cuestión. El detalle que más enardecía mi curiosidad era la suma enorme ofrecida por esa prenda. Y entonces la extraña cláusula del testamento de la anciana señora me volvió a la memoria: allí está mi verdadera fortuna, si la sabe encontrar.
Entre mis agentes, había un belga, antiguo empleado de la Prefectura de Bruselas, discretísimo y atrevido, —un sabueso capaz de rastrear en el agua. Le di el encargo de averiguar sigilosamente el método de vida de Elena, procurando descubrir si entre sus amigas había alguna llamada Concepción Lisagaray. El resultado fue mucho más rápido de lo que era dado esperar.
Al día siguiente —recuerdo que era el 24 de diciembre, víspera de Navidad— se presentó temprano a mi despacho mi fiel agente Hymans, y allí, con su flema habitual y admirable economía de palabras, me dijo sencillamente, después de saludarme:
— Elena C. tiene una sirvienta vasca, llamada Concepción Lisagaray; viven solas, sin visitas. Hace dos meses que Elena está en posesión de su herencia, y desde entonces ha dejado de visitarla su apoderado, el único hombre que pisaba la casa. ¿Qué manda ahora el señor Comisario?
Conocía a mi hombre: no malgasté el tiempo en felicitaciones. Le ofrecí una taza de café, que rehusó, y un cigarro habano, que aceptó.
—Ahora, díjele, se trata de no perderle pisada a la tal Concepción o a la misma Elena si saliera. Y cuando una de las dos se dirija al correo o algún buzón, probablemente al de Cinco Esquinas, me avisa Ud. a escape. Gastos discrecionales.
Se retiró y fui al correo: tenía, como dije, relación con el jefe de la sección Poste Restante y no hubo necesidad de recabar autorización superior.
—¿Recuerda Ud. haber entregado en estos días alguna carta dirigida a Concepción Lisagaray?
El empleado no vaciló: la víspera, una mujer, joven aún, vestida como sirvienta y de aspecto extranjero, había retirado una carta, exhibiendo un pasaporte español a su mismo nombre. Tuve un brusco ademán de contrariedad, pero me contuve y agregué:
—Comprenda Ud. de qué se trata... La policía sigue una pista: necesito que si el caso se renueva dé Ud. algún pretexto para retener la carta demorando a la interesada y dándome aviso inmediatamente. Le encargo la discreción.
Me retiré a mi casa, lentamente, absorto en mis reflexiones. Indudablemente había perdido la oportunidad de dar un paso definitivo. Elena había recibido contestación. ¿Quién me respondía de que esa contestación no pusiera punto final a las negociaciones? A  estar yo presente, hubiera seguido a la sirvienta, y, de grado o por fuerza, habría sabido el nombre del corresponsal... Pero no abandonaba la partida; al cabo el famoso candado no iba en la carta, y si se indicaba alguna cita para la devolución, lo sabría por mi agente Hymans.
Me senté a comer, esforzándome para conservar mi calma entera y no excitar mis nervios con inútiles cavilaciones. Pero el Candado de oro, como una fórmula de hechizamiento, zumbaba en mis oídos, relumbraba en la pared, me perseguía, me acosaba sin cesar, a manera de esas obsesiones enfermizas de la alucinación.
Eran las ocho y ya me levantaba para salir, cuando Hymans se presentó, deteniéndose en la puerta para esperar mis preguntas. Primero interrogué su fisionomía: estaba fría, impenetrable como siempre.
—¿Nada? grité con ansiedad... Dio un paso hacia adelante:
—¡Hay algo!
No pude contener un grito que, lo confieso, daba una pobre idea de mis aptitudes profesionales, en cuanto a dominio propio e impasibilidad.
—Señor, hace una hora que la tal Concepción fue a dejar una carta en el buzón de Cinco Esquinas. Luego...
—Pero, ¿cómo no ha procurado Ud. averiguar el nombre, la dirección? ¡Ah!, ¡ira de Dios!...
Ya me lanzaba a las recriminaciones, furioso y ciego como el jabalí por entre el monte. Hymans me detuvo con un ademán y pronunció estas palabras con su calma acostumbrada:
—La carta llevaba esta dirección: Señor don Cipriano Vera, calle de la Victoria, número 158...
¡Ah!, ¡sangre meridional!, me abalancé sobre Hymans, lo abracé, lo arrojé sobre un sofá y tutéandolo por primera vez, le grité con una carcajada: ¡Bien, hijo mío: cuéntamelo todo!
El relato era corto, sobre todo en boca de aquel diablo de flamenco que hubiera despachado en tres minutos la historia del sitio de Troya.
En substancia supe lo siguiente: hacía dos días que el muy bellaco enamoraba a la sirvienta, prodigándole finos requiebros, acompañamientos al mercado, regalos de confites y otros galanteos de alto estilo. Omito muchos detalles sabrosos y pruebas de su maquiavelismo un tanto primitivo. Lo cierto es que no había tenido mucha dificultad para conseguir su propósito —me refiero al dato buscado. Aquella misma tarde, al saber que Concepción llevaba una carta, se empeñó en ahorrarle el trabajo de echarla al buzón, haciéndolo él mismo con exquisita galantería; así pudo leer rápidamente la dirección y grabarla en su memoria infalible.
Concluido el interrogatorio y apuntadas las señas que me dictó, cargué cuidadosamente mi revólver de bolsillo, y saliendo con Hymans hasta la puerta de la calle, le despedí con estas palabras:
—Yo voy allá, al Once de Septiembre: siga Ud. en acecho y deme aviso en la Comisaría si algo ocurre; esperaré hasta las dos... Pero, amigo ¡cuidado con el fuego!, no vaya a salir cierto el cuento...
—¡No hay peligro, señor!

III

Me dirigía resueltamente al Once de Septiembre, o sea al número 158... de la calle Victoria, que era el de la casa indicada. Así lo había combinado y deliberado de antemano. Llegado que hube a la plaza Lorea, tomé un coche con esa intención. Repentinamente, en el momento de dar las señas al cochero, grité: ¡calle Larga de la Recoleta!
Yo creo firmemente que hay en nuestro ser mental una especie de segundo yo instintivo y vergonzante, que habitualmente cede el lugar al primero, — al yo inteligente y responsable que procede por lógica y razón demostrativa. Pero en ciertos instantes, raros para nosotros, gente vulgar, y frecuentes para el hombre de genio, el antiguo instinto desheredado, esa como conscientia spuria, que diría Schopenhauer, se lanza a la cabeza del batallón de las facultades y manda imperiosamente la maniobra.
Así pensaba yo, mientras el coche me arrastraba hacia el norte de la ciudad. Eran las nueve de la noche, y hasta en los barrios más apartados notábase cierto bullicio e inusitada algazara: recordé que era Noche Buena. Repito que no hubiera podido analizar el móvil exacto de mi cambio de resolución; pero iba ahora instintivamente a casa de Elena, persuadido, convencido de que allí se iba a decidir la cuestión aquella misma noche.
Despedí el coche en Cinco Esquinas, y continué mi camino a pie. Era una pesada noche de verano; soplaba una virazón de tormenta que amontonaba ya los nubarrones por el sudeste. Estaba llegando yo a la casa-quinta de Elena, cuando un bulto negro se desprendió de la pared y vino hacia mí. Era Hymans. Nada había ocurrido, pero sabía que Concepción tenía licencia para asistir a la «misa del gallo». Comprendí al punto que Elena necesitaba estar sola esa noche. Di mis instrucciones a Hymans, para que en caso de acompañar a la sirvienta se hiciera substituir allí por otro agente de confianza, y llamé a la puerta.
El jardín estaba en tinieblas, y una sola luz se vislumbraba por la bajadas celosías de una habitación. Pasaron algunos segundos, percibí un movimiento seco en la ventana, como si alguien inclinara la celosía para mirar. Volví a llamar con más fuerza, oí un ruido de pasos sordos en la arena, con un frú-frú de vestido, y una voz de mujer, a dos pasos de la reja, preguntó con acento vasco: ¿Quién ha llamado? — Cipriano Vera, contesté en voz baja.
La puerta se abrió, y entré sin agregar una palabra.


IV

Noté que la sirvienta se quedaba fuera, después devolver a cerrar la puerta, como si empezara su licencia con haber introducido a un visitante esperado en la casa. Al igual del jardín, el pequeño vestíbulo, precedido de unas gradas, estaba en completa obscuridad.
En la ventana de la salita de recibo vagamente alumbrada, se divisaba la silueta negra de una mujer, espiando sin duda mi entrada. Di resueltamente unos veinte pasos por la calle enarenada, y subí la gradería del vestíbulo; entonces, en el marco de luz de la puerta entreabierta, Elena apareció murmurando con una voz que me pareció trémula de emoción:
—¿Ya estás aquí, Cipriano? no te esperaba aún...
Y se adelantó vivamente hacia mí con los brazos abiertos... De repente arrojó un grito de sorpresa y pavor, y dio un paso atrás, en tanto que yo mismo, no menos sorprendido por lo inesperado de la situación, balbuceaba algunas palabras de saludo y confusa disculpa.
Reconociome al punto, y, con un suspiro de tristeza, entró en la salita donde la seguí. Me senté en una silla muy cerca de ella, de manera que, al ocupar el sofá, Elena recibiese de frente la luz de una lámpara puesta en la mesa central. Pareciome enflaquecida y algo marchita; vestía de luto con severa sencillez, y la larga trenza de oro que yo conocía oscilaba en su espalda con cada movimiento suyo. Quedó un rato silenciosa y con los ojos bajos; yo podía contemplar sin sonrojarla la gracia esbelta de su persona que despedía como un perfume de distinción.
Al fin hablé, buscando los términos menos hirientes para sus oídos de mujer joven y huérfana. Su exclamación reciente acababa de levantar para mí una punta del velo misterioso; pero era tan extraño lo que creía entrever, tal contraste formaba con el aspecto noble de esta desgracia, que mi voz casi temblaba al interrogarla.
—Usted esperaba a Cipriano Vera ¿no es verdad?
Me contestó con la cabeza y sin alzar la mirada.
—Elena, quisiera persuadirla de que mis palabras nacen de un interés sincero por su situación. —Ese hombre posee una prenda de gran valor para usted. ¿Cómo la tiene? He comprendido que es muy amigo suyo... ¿Por qué necesita usted valerse de la publicidad para recuperarla?
Me contestó, sin que variara su actitud:
—Cipriano tomó la prenda aquí, en la noche del crimen...
Tuve un ligero estremecimiento, y casi sin atreverme a formular mi pensamiento:
—Entonces... ¿ha sido cómplice?
Levantose bruscamente, juntó las manos y alzando los ojos por vez primera, me miró de frente y exclamó con acento vibrante :
—¡Cipriano! ¿Ha creído usted que él era un asesino?...
Se detuvo; y como sin contestarle seguía mirándola fijamente, comprendió, sin duda, la pregunta delicada que yo callaba; entonces bajó nuevamente los ojos, al tiempo que un tinte rosado subía a sus mejillas pálidas, y murmuró con acento resignado:
—Y bien, sí; la realidad es menos atroz que su sospecha. Cipriano estaba en mi cuarto, esa noche, en esa hora terrible... Voy a confesarle toda la verdad. Tal vez con sonrojarme ante usted, logre evitar la pública vergüenza...


V

Era la vieja historia, el fresco idilio que remata en drama lastimero, como en el gran poema humano de nuestro siglo. Un día él la vio salir de una iglesia y la siguió. Se cruzaron las miradas, luego se rozaron las manos trémulas después de los primeros saludos, de las primeras palabras triviales y fingidamente alegres, balbuceadas con todo el corazón estremecido y los labios secos... En fin, como siempre sucede, se amaron antes de conocerse, y cuando se conocieron parecioles que habían nacido para amarse eternamente.
Cipriano vivía con una madre pobre a quien sostenía con su trabajo: era empleado y tenía veintiséis años. Ella, huérfana, y criada sin esos besos maternos que siembran rosas en las mejillas infantiles, crecida como yedra en pared que mira al sud y no conoce al sol, dejose arrastrar por la pendiente fascinadora. Quiso confiar a sus padres adoptivos la gran aventura que caía en su vida: pero éstos, que eran egoístas y la querían para sí, helaron en sus labios el primer asomo de confesión. Y entonces, fatalmente, sucedió al poema virginal bajo la luz del cielo, el enredo cada día más encubierto de las citas clandestinas, en la plaza desierta, en la reja del jardín, y últimamente, después de la muerte, del padre, en el cuarto de la joven... Cuando todas las luces de la casa se apagaban, Cipriano entraba como un ladrón por el jardín obscuro, pues la anciana señora no confiaba ni a su pupila la llave de la puerta; y una noche el amante furtivo había oído silbar a pocas pulgadas de su cabeza la bala de un revólver. Él era el presunto ladrón a quien la viuda hiciera fuego.
La noche del drama, Cipriano entró como siempre escalando la reja de la calle, y luego dirigiose al cuarto de Elena, rodeando la casa y penetrando al interior por la ventana abierta.
Por centésima vez, se repetían en voz baja las protestas y juramentos de un amor sincero. Cipriano ya tenía el consentimiento de su madre, y no esperaba sino un anunciado y merecido ascenso en su carrera administrativa para realizar al fin su compromiso leal. Elena hablaría clara y honradamente a su madre adoptiva: y si ésta negaba su consentimiento... y bien : al cabo, ¡Elena tenía veinte años!...
Acababan de dar las dos en el reloj del comedor; de repente Elena tuvo un sobresalto; poniendo su mano en la boca de Cipriano, prestó el oído hacia el cuarto vecino: parecíale que un ruido insólito se había dejado sentir por el vestíbulo. Así quedó un instante, con la boca abierta y los ojos dilatados, sin percibir otro rumor que el viento en los follajes. El joven, risueño y confiado, la serenaba enlazándola en sus brazos, y volvía a seguir el tierno diálogo, cuando el estridente clamor de la víctima herida retumbó espantosamente en el silencio nocturno. Elena se precipitó hacia dentro, sin reparar en el peligro, mientras Cipriano, saltando por la ventana con revólver en mano, rodeaba la casa para entrar por el frente, como llamado de la calle al grito de auxilio. Al trepar la galería tropezó con un hombre que huía, y junto con el choque sintió un dolor agudo en el hombro izquierdo; hizo fuego a quema ropa y el hombre cayó. Un objeto metálico rodó a los pies de Cipriano que instintivamente lo recogió.
Al colocarlo en su bolsillo, pareciole que su mano estaba mojada como por agua tibia. Entonces comprendió que la tragedia había concluido, y que el mayor peligro para Elena resultaba de su presencia en el sitio; huyó, cubierto de sangre, procurando comprimir la que salía por la herida. Felizmente el frío de la noche contribuyó a contenerla, y pudo tomar un coche que volvía vacío y lo dejó en su casa, casi desmayado...
Todos estos detalles no se supieron sino después. En cuanto a Elena, sola con su madre expirante, tuvo la atroz energía de componer el lugar de la catástrofe, volver a cerrar su ventana, y discurrir de antemano la explicación que pudiese salvar siquiera su honra y la de su cómplice inocente...


VI

Escuché con emoción profunda el relato de Elena. No podía ya dudar de la verdad: su explicación era limpia como sus lágrimas, convincente y clara como la luz del sol. Después de concluir había quedado pensativa. Hubo un gran silencio, y sólo entonces reparamos en el viento que arreciaba y los truenos violentos que anunciaban la próxima tempestad.
Una reflexión postrera me asaltó, y dirigile nuevamente esta pregunta:
—Todo lo veo y comprendo; pero no se ha encontrado valor alguno en los bolsillos del asesino; fuera del medallón, no tuvo tiempo de robar nada, ¿dónde estará la fortuna de la señora?
Parecía como que mi voz la despertara de un pesado letargo; y me contestó después de breve pausa:
—Mi madre, cediendo a su manía, había ocultado sin duda su dinero en un punto de esta casa. Ignoro donde; pero creo, estoy segura que el candado de oro nos lo revelará. Ahora sé que Cipriano lo tiene. ¡Cuánto he padecido en estos meses sin explicarme su prolongado silencio, su abandono aparente! Una carta de él, que recibí ayer, me ha revelado la verdad. Su herida tomó un aspecto alarmante: durante varios días, el médico creyó que el puñal del asesino había atravesado el pulmón. Cuando la herida empezó a cicatrizarse después de algunas semanas, no supo sino vagamente los resultados de la instrucción criminal. No podía confiar a extraños sus ansiedades. Temía por mí, recelaba de su madre, quien, ante el escándalo de la causa, me hubiera rechazado para siempre. Además, él mismo juzgó incurable su mal. A principios de la primavera tuvo un vómito de sangre; y cuando por orden del médico fue llevado a Mendoza, tuvo la persuasión de que allí iba a morir. Y entonces, ¿para qué causar a la mujer que amaba y que tanto había sufrido por él este dolor supremo?... Al fin, restablecido, y preparándose para volver, había leído en un diario el aviso de Elena, y le había escrito explicándoselo todo y fijándole para esta misma noche su primera entrevista después del largo padecer...
En este momento oyose llamar con fuerza a la puerta de calle. Nos levantamos a un tiempo: Elena me tomó la mano murmurando: ¡es Cipriano! Y su mirada suplicante me dirigía una muda interrogación:
—Ábrale, Elena, contesté suavemente: llegamos al término.
Salió y volvió pocos momentos después, precediendo a un joven de aspecto enérgico y atrayente. Aunque pálido y delgado todavía, traía en su mirada brillante la revelación del triunfo definitivo de la juventud. Me saludó, escuchó de boca de Elena algunas palabras explicativas, y tomándola de la mano cariñosamente, le dijo con una sonrisa:
—Albricias, Elena: no sólo te traigo el famoso candado sino el secreto que encierra.
Sacó de su bolsillo un medallón de oro y se lo entregó. Era un candadito redondo y liso, de oro bruñido, sin más adorno que una roseta de brillantes en su centro. La prenda valdría unos cincuenta duros, y me parecía incomprensible el alto significado que ambos le daban. Entonces volvió Cipriano a tomarlo en su mano, apoyó tres veces con fuerza en la cabeza central y el candado se abrió como un relicario. Nos aproximamos a la luz, y leímos estas palabras grabadas en la tapa interior:

TRAS DE MI CÓMODA
E. L. E. N. A.

La joven dio un grito de alegría.
—¡Ya sé el secreto de la cerradura: son las cinco letras que no podía adivinar!
Rápidamente nos llevó a la pequeña cómoda del dormitorio, retirámosla sin gran trabajo y apareció la puerta de una caja de hierro, incrustada en la pared. De construcción especial, no tenía cerradura visible, sino cinco botones de acero con ancha cabeza giratoria y las letras del alfabeto en contorno.
Hacía una semana que Elena, arreglando lo muebles con la sirvienta, había descubierto el singular escondrijo. Pero, desconfiando de toda intervención extraña, había preferido seguir su instinto de mujer, que le señalaba el candado de oro como la clave del enigma.
En efecto, Cipriano colocó las letras en el orden indicado, y con el primer movimiento de tracción, la puerta se abrió. Una enorme cartera de cuero de Rusia ocupaba el único estante de la caja. Contenía cuarenta mil pesos fuertes en billetes de banco.
Un mes después Cipriano y Elena se casaron y fui yo mismo...

— Manda decir el señor comandante que tengan ustedes la bondad de hacer silencio...
Era un atento marinero que interrumpía al narrador engolfado en la preparación de su final. El simpático dictador del Orénoque, persuadido de que el fin primordial de las travesías es el bienestar de los comandantes nerviosos, hacía cumplir religiosamente la inviolable consigna.

Enrique M. esperó vanamente una protesta de su auditorio: en sus sillones de hamaca, al resplandor de la luna que derramaba su plata líquida sobre las olas quietas, todos dormían profundamente.

Robert Lowell y Alberto Girri: Dea Roma

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DEA ROMA

Augustus mended you. He hung the tongue
Of Tullius upon your rostrum, lashed
The money-lenders from your Senate-house;
And Brutus bled his forty-six per cent
For Pax Romana. Quiet as a mouse
Blood licks the king's cosmetics with its tongue.

Some years, your legions soldiered through this world
Under the eagles of Lord Lucifer;
But human torches lit the captain home
Where victims warped the royal crucifix:
How many roads and sewers led to Rome.
Satan is pacing up and down the world

These sixteen centuries, Eternal City,
That we have squandered since Maxentius fell
Under the Milvian Bridge; from the dry dome
Of Michelangelo, your fisherman
Walks on the water of a draining Rome
To bank his catch in the Celestial City.

DEA ROMA

Augusto te enmendó. Colgó la lengua
de Tulio sobre tu tribuna, a latigazos
arrojó de tu Senado a los usureros;
y Bruto arrancó su cuarenta y seis por ciento
para la Pax Romana. Silenciosa como un ratón
la sangre lame con su lengua los afeites del rey.

Durante años tus legiones militaron por este mundo
bajo las águilas del Señor Lucifer, pero antorchas humanas
iluminaron a los capitanes el camino a casa
allí donde las víctimas curvaban el crucifijo real:
¡Cuántas calles y cloacas llevaron a Roma!
Satán se pasea de un lado a otro por el mundo

en estos dieciséis siglos, oh Ciudad Eterna,
que hemos dilapidado desde que Majencia cayó
bajo el puente Milvio; de la seca cúpula
de Miguel Ángel, tu pescador
camina sobre las aguas de una Roma sin pantanos
para depositar su redada en la Ciudad Celestial.

Traducción y nota de ALBERTO GIRRI.

Notas:
V. 2. Tullius: Cicerón.
V. 4.  And Brutus bled bis forty-six per cent: Marco Bruto, según revela Cicerón en su correspondencia, cuando estuvo destacado en Asia Menor se comportó como un prestamista sin escrúpulos. En Salamina, Chipre, había llegado a prestar dinero hasta al cuarenta y ocho por ciento de interés.
V. 9. human torches lit: Los mártires cristianos, crucificados y entregados a las llamas, iluminan como antorchas el retorno de las legiones de Roma diseminadas a la conquista del mundo.
V. 14. Maxentius felt: Se refiere al triunfo de Constantino sobre Majencio, en el año 312, y la subsiguiente promulgación del Edicto de Milán, por el cual el cristianismo es instituido como religión oficial del Imperio.
Mediante un episodio de la historia de Roma, el momento en que Augusto crea medidas en contra de los ricos usureros de la ciudad, prosigue Lowell su insistente meditación sobre la descomposición del mundo y el llamado a la fe, meditación cuyo corolario es que desde la entrada de Constantino en Roma, hace dieciséis siglos, nada hemos hecho para que esa fe retorne, para que la Ciudad Celestial sea la sede y gobierno de nuestras almas. "Dea Roma" constituye una excelente muestra de la agudeza de percepción de Lowell ante los hechos históricos, y de su capacidad para mostrar un pasado que prefigura lo presente del mundo, y un presente que contiene el pasado.




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