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Samuel Taylor Coleridge, Gustave Doré y Ricardo Baeza: La balada del viejo marinero. Partes II, III y IV

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THE RIME OF THE ANCIENT MARINER
PART II

The Sun now rose upon the right:
Out of the sea came he,
Still hid in mist, and on the left
Went down into the sea.

And the good south wind still blew behind,
But no sweet bird did follow,
Nor any day for food or play
Came to the mariner's hollo!

And I had done a hellish thing,
And it would work 'em woe:
For all averred, I had killed the bird
That made the breeze to blow.
Ah wretch! said they, the bird to slay,
That made the breeze to blow!

Nor dim nor red, like God's own head,
The glorious Sun uprist:
Then all averred, I had killed the bird
That brought the fog and mist.
'Twas right, said they, such birds to slay,
That bring the fog and mist.

The fair breeze blew, the white foam flew,
The furrow followed free;
We were the first that ever burst
Into that silent sea.

Down dropt the breeze, the sails dropt down,
'Twas sad as sad could be;
And we did speak only to break
The silence of the sea!

All in a hot and copper sky,
The bloody Sun, at noon,
Right up above the mast did stand,
No bigger than the Moon.


Day after day, day after day,
We stuck, nor breath nor motion;
As idle as a painted ship
Upon a painted ocean.

Water, water, every where,
And all the boards did shrink;
Water, water, every where,
Nor any drop to drink.

The very deep did rot: O Christ!
That ever this should be!
Yea, slimy things did crawl with legs
Upon the slimy sea.


About, about, in reel and rout
The death-fires danced at night;
The water, like a witch's oils,
Burnt green, and blue and white.

And some in dreams assurèd were
Of the Spirit that plagued us so;
Nine fathom deep he had followed us
From the land of mist and snow.


And every tongue, through utter drought,
Was withered at the root;
We could not speak, no more than if
We had been choked with soot.

Ah! well a-day! what evil looks
Had I from old and young!
Instead of the cross, the Albatross
About my neck was hung.

Parte II

El sol ahora se levantaba por la derecha; de lo hondo del mar surgía, todavía envuelto en bruma, y por la izquierda iba descendiendo hasta desaparecer en el mar.
El buen viento del Sur soplaba aún a nuestras espaldas; pero ningún ave volaba en pos de nosotros, ni acudía en busca de comida o de juego al llamamiento del Marinero.

Sus compañeros de tripulación claman contra el viejo marinero por haber matado al ave de buen agüero.

Y yo había cometido una acción infernal, que a todos había de acarrear desgracia; pues todos comprendieron que había matado al ave que hacía soplar la brisa. "¡Ah, miserable —clamaban—, haber matado al que hacía soplar la brisa!"

Pero cuando la bruma se levantó, justificaron al marinero, y se hicieron así cómplices del crimen.

Ni empañado ni rojo, semejante a la cabeza misma de Dios, el sol glorioso se levantó. Todos comprendieron entonces que yo había matado al ave que traía la bruma y la niebla. "¡Bien está —clamaban— matar tales aves, que traen la bruma y la niebla!"

La brisa propicia continúa; el barco entra en el Océano Pacífico y navega hacia el Norte, hasta llegar a la Línea. El barco queda súbitamente en calma.

La brisa soplaba alegremente, la espuma blanca volaba a uno y otro lado, el surco abierto por la quilla se extendía hasta el horizonte. Nosotros fuimos los primeros que hubieron de entrar en aquel mar silencioso.
La brisa cayó, cayeron fláccidas las velas; el cuadro no podía ser más triste; y si todavía hablábamos, era tan sólo para romper el silencio del mar.
En un cielo de candente cobre, el sol sanguinolento asomó a mediodía, allá en lo alto, encima exactamente del mástil, apenas mayor que la luna.
Día tras día, día tras día, allí permanecimos, fijos, inmóviles, sin un soplo; ociosos como un barco pintado sobre un pintado océano.

Y el albatros comienza a ser vengado.

Agua, agua, todo en torno, y las tablas se encogían de calor. Agua, agua, todo en torno, y ni una gota que beber.
El mismo abismo se estancó y empezó a corromperse. ¡Oh Cristo, que esto hubiéramos de ver! Y viscosas criaturas ramparon tortuosamente sobre el mar viscoso.

Un Espíritu les había seguido; uno de los invisibles habitantes de este planeta, ni almas fenecidas ni ángeles; acerca de los cuales el erudito judío Josefo y el muy constantinopolitano platónico Miguel Psellus pueden ser consultados. Son muy numerosos, y no hay latitud ni elemento que no tenga uno o varios.

Todo en torno, en torno, en trémula barahúnda los fuegos de muerte danzaban por la noche; el agua, como los óleos de una bruja, ardía verde, azul y blanca.
Y algunos como entre sueños aseguraban que eran del Espíritu que así nos perseguía y que a nueve toesas bajo el agua nos había seguido desde el país de la bruma y las nieves.
Y cada lengua, a causa de la falta de agua, estaba seca hasta la raíz; y no podíamos hablar palabra, como si hubiésemos tenido la boca llena de hollín.

Los tripulantes, en su desesperación, tratan de echar toda la culpa sobre el viejo marinero; en signo de lo cual le cuelgan al cuello el cadáver del ave marina.

¡Ay, mísero de mí; qué miradas de odio las que me dirigían mozos y viejos! Y, en lugar de la cruz, el cadáver del albatros fue colgado a mi cuello.

PART III

There passed a weary time. Each throat
Was parched, and glazed each eye.
A weary time! a weary time!
How glazed each weary eye,

When looking westward, I beheld
A something in the sky.

At first it seemed a little speck,
And then it seemed a mist;
It moved and moved, and took at last
A certain shape, I wist.

A speck, a mist, a shape, I wist!
And still it neared and neared:
As if it dodged a water-sprite,
It plunged and tacked and veered.

With throats unslaked, with black lips baked,
We could nor laugh nor wail;
Through utter drought all dumb we stood!
I bit my arm, I sucked the blood,
And cried, A sail! a sail!

With throats unslaked, with black lips baked,
Agape they heard me call:
Gramercy! they for joy did grin,
And all at once their breath drew in.
As they were drinking all.

See! see! (I cried) she tacks no more!
Hither to work us weal;
Without a breeze, without a tide,
She steadies with upright keel!

The western wave was all a-flame.
The day was well nigh done!
Almost upon the western wave
Rested the broad bright Sun;
When that strange shape drove suddenly
Betwixt us and the Sun.

And straight the Sun was flecked with bars,
(Heaven's Mother send us grace!)
As if through a dungeon-grate he peered
With broad and burning face.


Alas! (thought I, and my heart beat loud)
How fast she nears and nears!
Are those her sails that glance in the Sun,
Like restless gossameres?

Are those her ribs through which the Sun
Did peer, as through a grate?
And is that Woman all her crew?
Is that a DEATH? and are there two?
Is DEATH that woman's mate?

Her lips were red, her looks were free,
Her locks were yellow as gold:
Her skin was as white as leprosy,
The Night-mare LIFE-IN-DEATH was she,
Who thicks man's blood with cold.

The naked hulk alongside came,
And the twain were casting dice;
'The game is done! I've won! I've won!'
Quoth she, and whistles thrice.


The Sun's rim dips; the stars rush out;
At one stride comes the dark;
With far-heard whisper, o'er the sea,
Off shot the spectre-bark.

We listened and looked sideways up!
Fear at my heart, as at a cup,
My life-blood seemed to sip!
The stars were dim, and thick the night,
The steersman's face by his lamp gleamed white;
From the sails the dew did drip—
Till clomb above the eastern bar
The hornèd Moon, with one bright star
Within the nether tip.

One after one, by the star-dogged Moon,
Too quick for groan or sigh,
Each turned his face with a ghastly pang,
And cursed me with his eye.


Four times fifty living men,
(And I heard nor sigh nor groan)
With heavy thump, a lifeless lump,
They dropped down one by one.

The souls did from their bodies fly,—
They fled to bliss or woe!
And every soul, it passed me by,
Like the whizz of my cross-bow!

Parte III

El viejo marinero distingue un signo en la lejanía.

Los días pasaban abrumadoramente. Todas las bocas estaban abrasadas, vidriosos todos los ojos. ¡Días abrumadores! ¡Días abrumadores! ¡Cuán abrumados los ojos vidriosos! Cuando he aquí que, mirando hacia el poniente, distinguí un no sé qué en el cielo.
Al principio parecía tan sólo una mota, luego semejó una bruma; y avanzaba, avanzaba, hasta que al fin adquirió cierta forma.
¡Una mota, una bruma, una forma! Y cada vez más y más cerca. Como arrastrada por un espíritu de las aguas, se zambullía, viraba, barloventeaba.

Al acercarse más, se le antoja una nave; haciendo un terrible esfuerzo liberta su voz de las ligaduras de la sed.

Las gargantas resecas, los labios negros y abrasados, no podíamos ni reír ni lamentarnos; la sed terrible nos había enmudecido todos. Mordiéndome el brazo chupé un poco de sangre y pude gritar al fin: ¡una vela, una vela!

Una ráfaga de alegría.

Las gargantas resecas, los labios negros y abrasados, me oyeron gritar estupefactos. ¡Alabado sea el Señor! La alegría contorsionaba sus rostros y todos respiraron anchamente como si estuviesen bebiendo ya.

Y el horror tras ella. Pues ¿puede navegar una nave sin marea ni viento?

¡Mirad, mirad!, grité, ¡ya no cambia de bordada! ¡Hacia acá en socorro nuestro, sin viento ni marejada, con proa firme se nos viene derechamente encima!
El confín a poniente era una llama. El día tocaba casi a su término. Al filo casi del confín poniente descansaba el sol ancho y relumbrante. Cuando, súbitamente, aquella forma extraña se interpuso entre nosotros y el sol.

Diríase tan sólo el esqueleto de una nave.

Y en seguida el sol se vio cruzado de barrotes (¡Madre del Cielo, apiádate de nosotros!), como si a través de la reja de un calabozo nos mirase con su rostro ancho y candente.

Y sus cuadernas resaltan como barrotes sobre la faz del sol poniente.

¡Ay de mí! —pensé, mientras el corazón se me saltaba del pecho—, ¡cuán de prisa se acerca a nosotros! ¿Serán sus velas esas palpitantes telarañas que relucen al sol?

La Mujer—Espectro y su acompañante la Muerte, únicos a bordo de la nave esqueleto.

¿Son ésas sus cuadernas, a través de las cuales atisba el sol, como a través de una reja? ¿Y será esa mujer su tripulación? ¿Será ésa una Muerte? ¿Son dos, realmente? ¿Será la Muerte quien acompaña a esa mujer?

¡Tal barco, tal tripulación!

Rojos eran sus labios, atrevida su mirada, sus crenchas amarillas como el oro, su piel blanca como la de un leproso.

La Muerte y la Vida-en-Muerte han jugado a los dados la tripulación del barco, y la segunda ha ganado al viejo marinero.

La Pesadilla Vida-en-Muerte era, que hiela y cuaja la sangre del hombre.
El desnudo casco pasó junto a nosotros. La siniestra pareja sobre cubierta jugaba a los dados. "¡Acabó el juego! ¡He ganado! ¡He ganado!", gritó la mujer, y silbó tres veces.

Sin crepúsculo en la mansión del sol.

El borde del sol se hundió en el mar; las estrellas se precipitaron fuera; de un tranco cayó sobre nosotros la noche; y con un susurro que se oyó a lo lejos sobre las aguas pasó de largo como una centella el navío espectro.

Al salir la luna,

Escuchábamos, mirando de soslayo el cielo. El miedo, en mi corazón, como una ventosa parecía sorber la sangre de mi vida. Las estrellas eran sin brillo; densa la noche; la faz del timonel brillaba muy blanca a la luz de su farol; el rocío goteaba de las velas; hasta que sobre la borda de Oriente ascendió la luna en menguante, con una estrella resplandeciente junto al cuerno inferior.

Uno tras otro,

Uno tras otro, bajo la luna en pos de su estrella, tan bruscamente que no hubo lugar para gemido ni suspiro, uno tras otro, fueron volviendo el rostro con una congoja terrible y me maldijeron con la mirada.

Sus camaradas de a bordo caen muertos.

Cuatro veces cincuenta hombres vivos (y sin que oyera gemido ni suspiro), con un golpe sordo, bultos sin vida, fueron cayendo uno tras otro.

Pero Vida-en-Muerte comienza su obra con el viejo marinero.

Las almas se escaparon volando de sus cuerpos... volando hacia la bienaventuranza o los tormentos. Y cada alma pasó junto a mí con un zumbido semejante al que hace la cuerda de mi arco.


PART IV

'I fear thee, ancient Mariner!
I fear thy skinny hand!
And thou art long, and lank, and brown,
As is the ribbed sea-sand.

I fear thee and thy glittering eye,
And thy skinny hand, so brown.'—
Fear not, fear not, thou Wedding-Guest!
This body dropt not down.

Alone, alone, all, all alone,
Alone on a wide wide sea!
And never a saint took pity on
My soul in agony.


The many men, so beautiful!
And they all dead did lie:
And a thousand thousand slimy things
Lived on; and so did I.

I looked upon the rotting sea,
And drew my eyes away;
I looked upon the rotting deck,
And there the dead men lay.


I looked to heaven, and tried to pray;
But or ever a prayer had gusht,
A wicked whisper came, and made
My heart as dry as dust.

I closed my lids, and kept them close,
And the balls like pulses beat;
For the sky and the sea, and the sea and the sky
Lay dead like a load on my weary eye,
And the dead were at my feet.

The cold sweat melted from their limbs,
Nor rot nor reek did they:
The look with which they looked on me
Had never passed away.

An orphan's curse would drag to hell
A spirit from on high;
But oh! more horrible than that
Is the curse in a dead man's eye!
Seven days, seven nights, I saw that curse,
And yet I could not die.


The moving Moon went up the sky,
And no where did abide:
Softly she was going up,
And a star or two beside—


Her beams bemocked the sultry main,
Like April hoar-frost spread;
But where the ship's huge shadow lay,
The charmèd water burnt alway
A still and awful red.

Beyond the shadow of the ship,
I watched the water-snakes:
They moved in tracks of shining white,
And when they reared, the elfish light
Fell off in hoary flakes.


Within the shadow of the ship
I watched their rich attire:
Blue, glossy green, and velvet black,
They coiled and swam; and every track
Was a flash of golden fire.

O happy living things! no tongue
Their beauty might declare:
A spring of love gushed from my heart,
And I blessed them unaware:
Sure my kind saint took pity on me,
And I blessed them unaware.

The self-same moment I could pray;
And from my neck so free
The Albatross fell off, and sank
Like lead into the sea.


Parte IV

El mozo teme que le esté hablando un espíritu.

"¡Me das miedo, viejo marinero! ¡Me da miedo tu mano sarmentosa! Y eres largo y seco y renegrido como las rayadas arenas del mar.
Me dan miedo tus ojos relumbrantes, y tu mano sarmentosa, tan obscura".

Pero el viejo marinero le afirma su vida corporal y continúa relatando su terrible expiación.

¡No temas, no temas, mozo! Este cuerpo que aquí ves no cayó entonces sin vida.
¡Solo, solo, y siempre solo; solo sobre el inmenso mar! ¡Y sin que ningún santo de allá arriba se compadeciese de mi alma en agonía!

Desprecia a las criaturas de la calma.

Los hombres todos, ¡tan hermosos!, todos ahora yacen muertos; y mil y mil seres viscosos continuaban viviendo, y yo también continuaba.

Y siente envidia de que tantas vivan, mientras tantos hombres están muertos.

Fijé la mirada en el mar estancado y tuve que apartar los ojos; fijé la mirada en la cubierta inmóvil, sobre la cual yacían los muertos.
Levanté la mirada al cielo y traté de rezar; pero en vez de brotar una oración, sólo un murmullo maligno me vino a los labios, dejando mi corazón seco como el polvo. Cerré los párpados, manteniéndolos bien apretados, y las niñas de los ojos me latían como pulsos; que el cielo y el mar, y el mar y el cielo, pesaban sobre mis ojos cansados, y los muertos yacían a mis pies.

Pero la maldición vive para él en los ojos de los muertos.

Un sudor frío corría de sus miembros; la podredumbre no hacía presa en ellos; y la mirada que clavaron en mí no se había extinguido en sus ojos.
La maldición de un huérfano es capaz de arrastrar a un espíritu desde las alturas al infierno; pero, ¡ah!, más horrenda aún es la maldición en los ojos de un muerto. Siete días y siete noches oí esta maldición, sin poder morir no obstante.

En su soledad y abandono ansía la luna viajera y las estrellas que aun con morada fija, avanzan sin embargo de continuo; y en todas partes el cielo azul les pertenece y es su lugar de reposo señalado, y su país de origen y sus propios hogares naturales, en los que entran sin anunciarse, como dueños a pesar de lo cual siempre acoge su llegada un silencio jubiloso.

La luna errante ascendió por el firmamento, sin detenerse en punto alguno; suavemente iba ascendiendo, acompañada de una o dos estrellas...
Sus rayos engañaban el océano bochornoso, esparciendo sobre él como una escarcha abrileña; pero allí donde se proyectaba la sombra enorme del barco, el agua embrujada se encendía en un rojo innoble y terrible.

A la luz de la luna, contempla a las criaturas de Dios de la gran calma.

Más allá de la sombra del barco, contemplaba las serpientes marinas: Movíanse abriendo surcos de un blanco deslumbrante y, cuando se erguían, la luz fantasmal rezumaba de ellos en un halo de blancas centellas.
En la sombra del barco, contemplaba su rico atavío: azul y verde lustrosos, y un negro aterciopelado, retorcíanse y nadaban; y cada surco era una llamarada de áureo fuego.

Su hermosura y su felicidad.
Las bendice en el fondo de su corazón.

¡Oh bienaventuradas criaturas vivas! Lengua alguna podría describir su hermosura; un manantial de amor brotaba de mi corazón, e instintivamente las bendecía en mis adentros. Sin duda mi santo patrón se apiadó de mí, e instintivamente las bendecía en mis adentros.

El hechizo empieza a quebrarse.

En el instante mismo pude rezar; y de mi cuello así libertado cayó el cadáver del albatros y como un plomo hundióse en el mar.


Traducción de RICARDO BAEZA.


Paul Groussac: Génesis del héroe

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GÉNESIS DEL HÉROE

En los primeros capítulos de la presente obra[1], huyendo de la vaguedad y del equívoco, que son los peores enemigos de las ciencias históricas, me esforcé por separar netamente al hombre de genio, propiamente dicho, de esas colosales personificaciones populares, —fundadores, profetas, conquistadores—, a quienes el epíteto flotante de “grandes hombres” se adhiere comúnmente. Si pudiera despojarse de todo viso pretencioso una aproximación que, en este caso, no implica sino deferencia respetuosa y admiración, me atrevería a confesar que he procurado aplicar a esta vasta cuestión de psicología histórica el método científico, de que el ilustre Lyell ha dado el ejemplo y el modelo más acabado en sus Principios de geología[2]: la hipótesis fecunda de las causas actuales, cuyas conclusiones podrán ser discutidas, tachadas de excesivas, como todas las del transformismo, sin que se amengüe el valor duradero de una doctrina general, cuya potencia eficaz se revela precisamente con adaptarse a materias distintas de las que apuntaran sus autores.
Se ha llegado así, por el estudio sólido y relativamente fácil del hombre de genio contemporáneo y de sus obras maestras, a un concepto no ya retórico y arbitrario, sino analógico y estrictamente inductivo de sus grandes antecesores.
El análisis exacto de la naturaleza y modo de acción de esas individualidades sobresalientes, a la luz de la biografía casi actual y en sus manifestaciones menos discutibles, —como acontece, por ejemplo, con Hugo, Wagner, Darwin, a quienes se ha podido estudiar casi de visa y desnudos de la engañosa refracción de la distancia—, no suministra únicamente un marco positivo, una medida precisa de lo que fueron sus congéneres pasados —Shakespeare o Dante, Beethoven o Bach, Cuvier o Aristóteles—; permite determinar en general la naturaleza y acción del genio en la ciencia y en el arte. De suerte que, con ser representativas de estos grupos selectos, las monografías razonadas ascienden del rango de documentos históricos a la categoría de hechos filosóficos.
Merced a ese criterio prudente y que reputo exacto —si se maneja con las precauciones requeridas—, ha podido comprobarse que el genio no es necesariamente un indicio absoluto de superioridad intelectual, sino una “facultad”, un poder aislado y exclusivo; localizado no pocas veces y dotado de extraordinaria energía: verdadera llamada o vocación, cuyas manifestaciones e impulsos casi instintivos e irresistibles se apartan singularmente de los del talento habitual. El talento es la resultante normal y armónica de todas las influencias convergentes de la raza, de la familia y de la educación, en el sentido lato de la palabra, o sea del medio ambiente. Puede admitirse la hipótesis de un estado de civilización, tan adecuado a la “especie” humana, que produjera el talento en la mayoría, como produce en las otras especies la robustez y la salud. Hasta podría decirse que ello se ha realizado parcial y pasajeramente en la historia: todos los pintores italianos del siglo XVI revelan habilidad de dibujo y colorido; todos los escritores españoles del siglo XVII tenían estilo; todos los artistas franceses del siglo pasado poseyeron el gusto y la gracia ligera. Pero, ningún estado de civilización bastará para elaborar un hombre de genio. Sería tan ilusorio esperarlo como creer que los progresos de la metalurgia realicen la creación de un gramo de oro. Cuando más, podrá lograrse que un mayor número de genios virtuales sean electivos, y salgan a la luz algunos que yacen en la obscuridad.
El proceso contrario es el más probable. La democracia[3] conquistará la alta civilización, como los Hunos el mundo latino: teste David cum Sibylla. Posee el sufragio universal que es su fórmula, la instrucción gratuita y obligatoria que es su molde, la prensa que es su órgano. Su triunfo es inevitable. Será el más completo y pesado de los despotismos: el despotismo de la mediocridad. La forma de su instrumento omnipotente tiene toda la belleza de un símbolo: es un laminador, la máquina que aplasta para mejor uniformar, y realiza el ideal de la igualdad por el perfecto achatamiento. —De esos cilindros de acero se escapa en hojas sueltas, toma su vuelo gris a las aceras polvorientas o fangosas, la biblia de los tiempos nuevos que nadie se ocupará en encuadernar: es la curiosidad instantánea, superficial, inconsistente, que alumbra con humo y llena con oquedad; la actividad en el vacío; la información pasiva sin el esfuerzo de la investigación; el sucedáneo moderno de la anticuada sabiduría; la moneda falsa de la verdad esterlina; el asignado que dice: valgo, y no tiene valor; el derecho a no meditar; la coartada de este delito: ¡pensar por cuenta propia! —Santa Teresa, no Malebranche, llamaba a la imaginación: la loca de la casa. Esa loca ya no está en casa: está en la calle, en el paseo, en la bolsa, en el tranvía, engullendo su escudilla de rancho “igualitario”, su ración de sopa boba intelectual. ¡Salud al gran educador de la democracia! Su Majestad el Diario, — en latín, Ephemeris. Nace, circula y muere en un mismo día; lo recogen a la tarde las barrenderas mecánicas, en una nube de polvo que simboliza la mentira, la ignorancia, la fatuidad. Pero renacerá de sus barreduras, a manera del fénix aquél. Es infatigable, inacabable, innumerable, como el microbio. No dudéis que la democracia agradecida le levante un grandioso monumento, allá por 1940, izando encima el birrete de ese pobre Gutenberg, —tan inocente del “periodismo” como este Colón del “Colombismo”. Después del centenario internacional de la simpleza, nuestros hijos alcanzarán el jubileo universal de la vulgaridad. —¡Está, pues, muy evidente que la civilización actual viene incubando hombres de genio!...
La conclusión necesaria de ser el genio una propiedad, distinta y una verdadera “forma” intelectual —en el sentido escolástico—, ha permitido clasificar por familias esos grupos privilegiados, de manera que cada una — matemáticos, filósofos, inventores, pintores, poetas, músicos, etc.—, no tuviera con las vecinas más elemento común e irreducible que ese quid divinum primitivo e impulsor. El genio entraña quizá la ley secreta de la vida —la voluntad de Schopenhauer—: pues es él quien crea sin descanso y encuentra en la obra maestra realizada su sanción inmortal. —Todas las otras cualidades pueden ser diferentes o semejantes: no influyen en la clasificación, son accesorias.
Por fin, hemos podido convencernos de que semejante clasificación no es arbitraria ni superficial, pues se apoya, como las clasificaciones naturales, en un hecho permanente y profundo, en un modo de ser que la raza o la educación puede alterar sin destruirlo; en una aptitud constitucional bien definida y circunscrita que debe arrancar, en último análisis, de cierta conformación especial de los órganos de los sentidos, de cierto desarrollo insólito de una región o circunvolución cerebral.
Pero, si es legítimo tener el genio por un accidente sublime en el desarrollo normal de la especie, hemos hecho justicia de la tesis psiquiátrica que se limita a renovar con pretensiones científicas la añeja teoría burguesa del gran artista “desorbitado” y extravagante. La asimilación de la “inspiración” a un delirio real es un concepto romántico, más que determinista, de Moreau de Tours, en el que se ha ingerido gratuitamente la “degeneración hereditaria” de Morel.
Los sucesores, como era de temerse, han acentuado la conclusión: la degeneración hereditaria se ha convertido para ellos en una entidad mórbida, entre cuyas evoluciones propias y necesarias figuran las varias neurosis, ¡“desde el genio hasta el idiotismo”! Hemos visto que, respecto de la psicosis, el genio no constituye ni una susceptibilidad ni una inmunidad; que las inferencias antropológicas carecen de base para asentar sólidas inducciones; y que, por fin, no siendo en general exactos ni probantes los ejemplos históricos coleccionados por los alienistas, la ruidosa tesis psicopatológica se reduce a la publicación de tres o cuatro volúmenes ligeros de doctrina y pesados de estilo, sobre cuya ligereza y pesadez L’Uomo di genio, del profesor Lombroso, ocupa el primer puesto.
Tal es, en resumen, el procedimiento que se ha ensayado en una materia que, al parecer, lo rechazaba. Creo que el procedimiento contrario, el que partiera del pasado para llegar al presente, no podía conducir a resultados generales ni suministrar una conclusión sólida. Por lo menos, nunca la ha dado, a pesar del inmenso talento personal que alguna vez se desplegara en la empresa. Explicar una realidad siempre idéntica y siempre presente, apoyándonos en la sola conjetura histórica, equivalía, bajo pretexto de lógica deductiva, a hacer preceder el estudio de los organismos vivientes por el de los fragmentarios y dudosos organismos primitivos, y comenzar la historia natural por la paleontología.


II

Pero, al lado del hombre de genio, cuya obra inmutable e imperecedera, con su valor propio y personal, queda siempre accesible, extendiendo a nuestro examen ese diploma de identidad y superioridad: se alza esa otra grandiosa y vaga personificación histórica, humana o nacional, que suele llamarse “el grande hombre”. Algunos están flotando por entero en la leyenda, como Eneas o Moisés; otros emergen de la nube con su aureola tan deslumbrante, que impide distinguir lo real de lo ficticio en su cambiante personalidad: así Mahoma o Carlomagno. Por fin, los más circunscritos o recientes, como Gutenberg o Cristóbal Colón, se nos presentan tallados en el firme granito de la historia: pero el océano ilimitado baña sus plantas invisibles y cubre su pedestal, dificultando su acceso y apreciación exacta… Son aquellos los “héroes” del idealista Carlyle, cuya existencia grandiosa condensa la de la humanidad[4]. —En todo caso, son los nombres inmensos y fulgurantes de la historia y de la poesía; y, al pronunciarlos, las metáforas enormes y cósmicas acuden inevitables a la imaginación. Los unos nos aparecen desmedidos y lejanos, imposibles de precisar y resolver aun con la más amplia conjetura, semejantes a esos cometas que no poseen consistencia distinta de su propia atmósfera inflamada. Los otros, más cercanos a la humanidad, conservan sin duda un núcleo de realidad sólida y resistente; pero sospechamos que todo su brillo es reflejado, como el de los planetas, tanto más resplandecientes cuanto más próximos al sol en cuya luz se envuelven, —a igual de esa Venus ínfima que deslumbra nuestra ignorancia más que las estrellas de primera magnitud…
Se comprende, desde luego, que nuestro camino abierto y recto se acabe aquí, y no pueda prolongarse más que como senda ondulante y estrecha. En lugar del suelo firme, sentimos bajo nuestras plantas el pantano engañoso o la costra grietada y frágil de los geisers de Islandia. Nos falta ya el testimonio concreto e irrecusable de la obra maestra, que podría reemplazar la biografía personal y la historia contemporánea del hombre de genio. —El retrato de una deliciosa andaluza radiante de júbilo vital como una flor abierta, con este comentario, Murillo pinxit[5]: ¿qué más explícito documento para el estudio del arte hispalense? El hombre de genio está en lo absoluto y definitivo: no hay evolución humana —en los límites actuales de nuestro entendimiento— que pueda reducir a un Galileo o Newton a la estatura común. En el mundo fugaz de los sonidos, cuya íntima vibración con el alma humana parece un obscuro y eterno recuerdo de la vida elemental, no es admisible, sin atrofia del órgano preciso, que pierda su virtud sublime la Sinfonía patoral o el preludio de Lohengrin. Mientras exista la poesía escrita, la intensa visión del mundo externo y el don prodigioso de la expresión verbal formarán parte esencial de la belleza literaria: ¿cómo prever, entonces, que nazca jamás algún poeta, al lado de cuyas producciones la Leyenda de los Siglos sea pequeña?
Por el contrario, la grandeza representativa de los “héroes” es del todo extrínseca y convencional. Su gloria es obra entera nuestra, es decir de la opinión colectiva de las generaciones, prolongada y desbordante. Es de aquella fama secular, que pudiera decirse propiamente: ¡vires acquirit eundo! La proposición de Carlyle es cierta, en el sentido recíproco: es decir, que la historia o la leyenda del gran hombre es la de la humanidad en un momento de su evolución. —Por otra causa tiene también que fallar aquí el método empleado. No podemos ya remontarnos directamente de lo presente a lo pasado. El factor principal es siempre el tiempo, pero, esta vez, sería el tiempo futuro. Los grandes hombres contemporáneos, no los conocemos, puesto que no son tales por su obra personal y tangible, sino por lo que ella venga a ser más tarde, merced a la colaboración anónima y al culto incesante de la posteridad:

Qui de nous va devenir un Dieu ?[6]

Estamos clavados en el momento actual, que no es sino un punto de la curva infinita; seguimos la rama ascendente de la parábola que sube hasta perderse en la nube, y conjeturamos que le es idéntica la rama inferior que se hunde en el mar. Entre dos abismos de ignorancia casi completa, de tinieblas casi igualmente espesas, pasado un estrecho límite, no nos es dado sino alzar los ojos hacia ayer. Pero, en el pasado más reciente, la frondosa vegetación de la leyenda, las mil lianas trepadoras de la imaginación popular han envuelto y ocultado de tal modo el tronco primitivo, que, si existe, para el espectador es como si no existiera —y que la evolución de un mito puro como Eneas y Jasón, no es mucho más conjetural y aventurado que la tradición histórica de Alejandro o Jesús, cuyo existencia real no puede ponerse en duda.
Con todo, la diferencia es esencial. Ser o no ser: la palabra de Hamlet es el santo y seña de la historia. Lo que la humanidad creara de la nada, por simple emisión imaginativa, puede llenar por siglos los inania regna de la poesía y la superstición: no llegará jamás al ser completo. Desde el origen, no hay un átomo perdido o agregado en el conjunto de la creación: es siempre la Isis inmensa, que contiene cuanto fue y será. Y tal es, en suma, la señal indeleble que diferencia a los héroes materiales, de aquellos otros entes simbólicos y vacíos de substancia, con que satisface la humanidad sus irresistibles tendencias al antropomorfismo. Los segundos se parecen a los primeros hasta confundirse con ellos: pero son vanas apariencias, sombra o imagen de la realidad. En todo lo demás la analogía subsiste; y la exageración legendaria se adhiere a los unos y los otros con igual tenacidad, como que en ambos casos entra en actividad normal la misma facultad imaginativa. Imaginar es elaborar imágenes; ahora bien, estas imágenes internas se forman idénticamente en nuestro espejo cerebral, siempre aberrante y cromático, ya se trate de reflejar un fragmento del universo, ya de fijar un vago concepto mental, el “sueño de una sombra” según la m-lancólica expresión de Píndaro[7].
Constituyendo ese poder y esa necesidad de la imaginación su funcionamiento incesante y normal, compréndese cómo, desde el principio hasta hoy, cuanto ha dominado y sigue dominando la vida humana —religión, arte, pasiones— fluctúe en el mundo elíseo de la ficción. —La pobre humanidad, efímera cadena de generaciones que se renuevan y suceden sin que ninguna llegue a la madurez, no puede soportar la verdad desnuda: procura inventar alegorías que mezan y engañen sus tristezas[8]. Sobre lodo, necesita adorar, tributar culto religioso a las fuerzas ambientes, benignas o nefastas, que supone conscientes y vigilantes de su ínfimo destino. Y como toda idea es imagen, y la imaginación no procede sino por analogía, las fuerzas naturales e influencias colectivas se condensan en personificaciones antropomórficas, en entes gigantescos que la humanidad atavía —cual hace el niño con su juguete—,  con la figura, los móviles y las pasiones de la humanidad. Del propio modo, pues, que personificara la aurora y la tempestad, el mar y la montaña, el volcán terrible y el sol fecundador: inmortaliza en algunos tipos sobrehumanos de conquistadores o profetas, sus propias luchas seculares con la tierra madrastra, su largo esfuerzo civilizador, su doloroso deletreo del enigma universal, la expansión de su propio heroísmo y de su genio colectivo. Y es así cómo, en los tiempos modernos, ha creado con su propia substancia a Rolando y Guillermo Tell, o transformado gloriosamente al Cid y Carlomagno, usando el mismo procedimiento simbolizador con que en los siglos mitológicos “humanizara” a Júpiter y Neptuno, o prestara atributos divinos a Teseo y Hércules.
De esa doble e imperiosa tendencia humana al antropomorfismo y a la adoración, han brotado en vegetación magnífica y exuberante las teogonías, los cultos, los ciclos poéticos, las aureas legendas, —tan íntimamente vinculados los unos a los otros, como el sabor del fruto maduro a su fragancia y color. —No puede, por ejemplo, existir culto de latría sin prácticas supersticiosas e intervención de lo sobrenatural. La superstición es el humo de la religión, —fuego por siempre inextinguible en el corazón del hombre. —Y ello acaso daría la clave de la dolorosa expectativa en que se agitan algunos de los más nobles espíritus modernos[9]. Se busca un culto nuevo y no se lo puede encontrar. —El catolicismo no es ya sino la corteza del cristianismo; la savia no circula por el tronco ahuecado; no se renueva: Janssen será su último defensor de gran talento. Y un árbol que no resucita incesantemente por el retoño y la floración, está maduro para la suprema cosecha que el Evangelio señaló: excidetur, et in ignem mittetur[10]. El protestantismo nunca tuvo de verdadera religión más que su parte común con el catolicismo. Como lo dice su nombre, ha sido una protesta contra el romanismo descreído y pagano. Realizada en la Iglesia la reforma interna, la reforma externa perdía su razón de ser. Por eso es que, pasada la lucha, esa vasta asociación de entristecimiento mutuo —sin culto ni ritos, sin misterios ni ceremonias simbólicas— ha quedado estacionaria. Se ramifica en sectas sucesivas como el enfermo incurable que ensaya todas las terapéuticas: —El liberalismo masónico, con sus mandiles, y el espiritismo con sus mesitas, son igualmente grotescos. —La filosofía, por fin, es una ciencia, lo contrario de una creencia...
La inmensa dificultad para fundar una religión verdadera y viable —que no sea una fría sociedad de beneficencia o una mera elegancia social— arranca de la misma distinción intelectual de sus fundadores. La lucha está empeñada entre el corazón que necesita el misterio, y la cabeza que no lo puede admitir[11]. La religión futura sólo podrá surgir de la violencia, después de algún cataclismo anárquico —cuando un puñado de apóstoles ignorantes y fanáticos se arrojen a batallar por una gran ilusión ingerida en todas las fibras del alma humana, rodeada de misterio y exigente de sacrificio, cuyas flores de martirio esparzan por el mundo una inmensa redención— semejante a la que fue la vía, la verdad y la vida de la humanidad por cerca de diez y nueve siglos. ¡Que venga pronto, puesto que las otras han perdido su virtud! ¡Que venga pronto y sea bendecida, si ha de devolvernos el ideal, y barrer al olvido esa vulgar y repleta democracia que creyó perpetuar su imperio de medio siglo, haciendo dirimir por el vientre el angustioso conflicto de la cabeza y del corazón!

III

Las dificultades, empero, con que se tropieza, al pretender determinar el esfumado contorno de los héroes que han existido, se acrecientan en razón misma de esa pasada existencia terrenal. El mito puro y el hombre de genio son entidades filosóficamente simples. El primero es una creación total de la nación o de la raza: conocidos los elementos fundamentales del grupo étnico a que pertenece, se induce el tipo heroico, como de los rasgos característicos de una especie vegetal se induce la flor. El segundo nos pertenece sin intermediarios por su obra subsistente que podemos abarcar. Pero el héroe histórico es generalmente mixto; podría definírsele: un fragmento de historia combinado con la leyenda. ¿Cómo prescindir de su existencia material? Y, por otra parte, ¿cómo reducirle a las estrechas proporciones de su existencia material?
Nadie, que yo sepa, ha hecho esta observación que arroja viva luz sobre el proceso germinativo de las entidades simbólicas: y es que los organismos colectivos obedecen espontáneamente a las mismas leyes que los individuales, en los dos casos distintos que tengo señalados. En términos más claros: un pueblo, durante un siglo, elabora un mito puro o transforma a un ser real, obedeciendo a las mismas leyes que presiden, en el cerebro excitado durante una hora, al desarrollo anómalo de la alucinación y de la ilusión. Estúdiese en los tratados especiales[12] la formación cerebral de esa imagen prolongada y persistente, sin causa externa que la provoque. como es la alucinación, y se verá empleado un procedimiento análogo al de todo un pueblo que crea ex nihilo a un héroe nacional, con todas las circunstancias y rasgos de la realidad —cual ha sucedido, por ejemplo, al pueblo suizo con Guillermo Tell, personificación ideal de su independencia[13]. Lo propio sucede, con la ilusión —esa modificación profunda de una sensación real debida a un funcionamiento mórbido del organismo; la imaginación individual que elabora ilusiones y ofrece este espectáculo interno a la conciencia, sigue un proceso idéntico al de la imaginación colectiva que adopta a un bandido desalmado y feroz, a un “perro de Galicia llamado Rodrigo”, como se expresan las crónicas contemporáneas; a un aventurero sin fe ni ley que pasó la mitad de su vida sirviendo a los moros contra los cristianos —y la otra mitad viceversa— e hizo quemar vivo a centenares de valencianos prisioneros (¿sería por eso que su espada se llamó Tizona?): y entonces, de esa misteriosa incubación de la leyenda sale el héroe cristiano y español, el ideal caballeresco de la Reconquista, tipo del honor y de la lealtad feudal, el vengador de su padre y el amante de Jimena —¡el glorioso Cid Campeador![14]
La dificultad, lo repito, para el historiador, no está en analizar científicamente el proceso alucinatorio que crea un símbolo puro, como el rey Arturo, Rolando, Lohengrin o el mito suizo que he citado; ni tampoco en estudiar, con o sin documentos personales, a hombres de genio como Dante o Shakespeare, de quienes tan poco se sabe exactamente, pero cuyas obras contienen la mejor biografía filosófica: sino en extraer de una leyenda heroica la parte de realidad que contenga, y depurar el núcleo de historia de la ganga de ficción en que se envuelve. Tal sucede con los grandes héroes de la acción, —cuya obra colosal se ha confundido con la de su siglo—, con los conquistadores como Alejandro o Carlomagno, con los fundadores como Mahoma o Lutero, con los inventores como Gutenberg o Colón[15].
Carlomago ha existido, ha reinado; pero ¿qué quedaba de su existencia real, cien años ha, después de diez siglos de poemas y libros de caballerías? Hasta su efigie profundamente germana se había borrado, de suerte que su mismo nombre es una falsificación[16]. De tal modo habían el arte y la tradición envuelto su personalidad en sus mantillas multicolores y bordadas, que han sido necesarios todos los recursos de la ciencia moderna para desarrollar las bandeletas de la momia y encontrar al esqueleto bajo el fetiche. Y eso mismo ha sucedido y sigue sucediendo con todas las grandes figuras históricas, hasta las más recientes y que han evolucionado bajo los mil objetivos fotográficos de los contemporáneos, que consignaban en el papel sus impresiones. Napoleón es un hombre de genio, sin duda alguna; pero, a despecho de las historias y memorias, asistimos a su transformación gradual, a su apoteosis secular y definitiva. Nunca ha sido vencido; él solo ganaba las batallas, hasta las que no podía prever ni dirigir. Ha discutido y dictado el Código Civil; ha reconstruido la Francia y la Europa con su mano potente y sus ideas propagadoras; —no descendamos a las creencias populares y a las anécdotas de los grognardspara no tropezar con el altar de las divinidades.
¿Queréis presenciar otra invencible apoteosis de un héroe, en un ejemplo más reciente aún —y de núcleo real mucho menos resistente, por cierto: — recordad lo que, hace algunos años, se decía y creía de Garibaldi, en Nápoles y toda la Sicilia (cierto es que se trata del pueblo más impresionable que existiera jamás). El soldado de Marsala era invulnerable; las balas se amontonaban en los pliegues de su camiseta roja, y, después de la batalla, él las sacudía como granos de maíz; tomaba las escuadras, solo, a nado y por abordaje; en Velletri le bastó aparecer en su caballo blanco para poner en fuga al rey Fernando y a los suizos; con su goleta, se había apoderado de toda la flota real en pleno puerto de Nápoles... “¿Por qué no?” exclamaba un libre pensador (hoy diputado al Parlamento) delante de Marc-Monnier[17], “¡es capaz de desembarcar en la cumbre del Vesuvio!” —Dentro de cincuenta años, todo ello será tan auténtico como los milagros de San Genaro.
Aún hoy, todos los grandes hombres soportan los agregados y colgajos de la leyenda. Los mismos hombres de genio casi contemporáneos no están preservados por sus obras compactas y sus múltiples biografías. —Para satisfacer las aspiraciones del ingenuo idealismo popular, es necesario que Byron sea el Lucifer de la poesía y que, grande en el bien como en el mal, haya “caído como héroe en Missolonghi”[18]. El fin burgués de Goethe es más difícil de transfigurar; con todo, no podrá en sus últimas horas, delante de diez testigos, decir a su criada que acerque la vela —Das licht näher!— sin que ello se traduzca por un grito de lirismo sublime: ¡Luz! más luz!—Sabido, es por fin, que no han bastado tres volúmenes para rectificar la leyenda de Hugo, durante su vida. Rectificarla, muchos lo intentarán; destruirla, nadie lo logrará[19].
Ha podido creerse que el advenimiento del libro y de la prensa, la circulación creciente del relato cristalizado detendría el vuelo de la ficción. Lejos de detenerlo, le presta fuerzas nuevas, como el torrente acrecienta su ímpetu con todos los cuerpos sólidos que caen en su corriente. El reinado de la prensa es la eternización del engaño y del error. Ayer el artículo del diario mataba el capítulo del libro; he aquí ahora al despacho y la interview telegráfica que matan al artículo, el cual siquiera algunas veces tenía firma, es decir una apariencia de responsabilidad. En lugar, lo repito, de obstar al pululamiento del error, la letra impresa le prestará su formidable contingente. Toda la historia contemporánea —ese vasto y contradictorio reportage— está nadando en pleno sueño engañador. Y, para tomar un ejemplo muy reciente, podría demostrarse con cifras que, de dos años a esta parte, la prensa de ambos mundos tiene agregadas al pedestal mitológico de Cristóbal Colón más hileras de errores ditirámbicos y de fantásticos pormenores, que los cuatro siglos de historias y crónicas, transcurridos desde que la carabela de Pinzón señaló la isla de Guanahaní.

La Biblioteca, Año II, Tomo III, Buenos Aires, 1897.

NOTAS:
[1] El Problema del genio en la ciencia y en la historia. (En preparación).
[2] Lyell, Principes de géologie. I, capítulo V.
[3] Claro está que aquí se trata de una estructura social, no de una forma política.
[4] Carlyle, Heroes and Hero-Worship, Lectura I. “Universal history is at bottom the history of the great men who have worked here”.
[5] La Concepción del Louvre.
[6] Alfred de Musset, Rolla, I.
[7] Píndaro, Pyth. VIII. —Es el final de la oda, en morendo, de una tristeza profunda y velada que recuerda lo últimos compases del Adagiode Beethoven.
[8] En la muchedumbre, como en el individuo, el espíritu de credulidad pasiva está unido al de la fabulación activa en dosis iguales. La mentira es tan inherente al espíritu humano, que la misma palabra mentirisólo significa “ejercitar la mente”. —También en quichua, yuyani significa “pensar” y “mentir”.
[9] De Vogüè, Desjardins, Brunetière, el grupo inglés de Rossetti, ele. Son displicentes las ironías de Lemaître y France contra este movimiento de inquietud sincera. —Homais las aplaudiría.
[10]Matth., VII, 19.
[11]Il faudrait d'abord vous abêtir, decía Pascal. El mismo, que solía contradecirse porque era sincero, quería “desprender la piedad de la superstición” (Pensées, II, VI). ¡Sería tan lógico como purificar la sal marina, desprendiendo el cloro!
[12] James Sully, Les illusions des sens et de l’esprit, III; Brière de Boismont, Des hallucinations, III, XII, XIII ; sobre todo: Taine, De l'Intelligence, Première partie, II.
[13] Sobre el mito de Guillermo Tell y su propagación por el “Libro Blanco” y el Tellenlied, basta su cristalización en el drama de Schiller: véase Albert Rilliet, Les origines de la Confédération suisse.
[14]Crónica general de Alonso el Sabio. Véase  Lozy, Recherches sur l’histoire politique et littéraire de l’Espagne durant le Moyen-Âge. Allí se encuentra la despiadada “ejecución” del famoso José Conde, el “arabizante” clásico que deletreaba escasamente el árabe.
[15] Del propio modo, pues, que se ha definido la realidad, diciendo que es “una alucinación cierta” (Taine, De l’Intelligence), podría decirse del hombre de genio que es un grande hombre real —cuya obra es “adecuada” al nombre de su autor.
[16]“Carlomagno” no es la traducción de Carolus Magnus, sino la corrupción de “Karl Mann” el “hombre fuerte”. V. Michelet, Histoire de France, I, II.
[17] Marc-Monnier, profesor en la Universidad do Ginebra, había nacido en Florencia.
[18] Byron murió de un catarro mal cuidado, y sobre todo de quince años de mal régimen.
[19] Ed. Biré, Victor Hugo, avant 1830, et après 1852. Tres volúmenes de una exactitud encarnizada y enervante.






John Dryden y Miguel Antonio Caro: Oda a Santa Cecilia

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A SONG FOR ST. CECILIA'S DAY

From harmony, from heavenly harmony,  
      This universal frame began:  
  When nature underneath a heap  
      Of jarring atoms lay,  
    And could not heave her head,
The tuneful voice was heard from high,  
    ‘Arise, ye more than dead!'  
Then cold, and hot, and moist, and dry,  
  In order to their stations leap,  
     And Music’s power obey.
From harmony, from heavenly harmony,  
   This universal frame began:  
   From harmony to harmony  
Through all the compass of the notes it ran,  
The diapason closing full in Man.
 
What passion cannot Music raise and quell?  
    When Jubal struck the chorded shell,  
  His listening brethren stood around,  
    And, wondering, on their faces fell  
  To worship that celestial sound:
Less than a God they thought there could not dwell  
    Within the hollow of that shell,  
    That spoke so sweetly, and so well.  
What passion cannot Music raise and quell?  
 
    The trumpet’s loud clangour 
      Excites us to arms,  
    With shrill notes of anger,  
      And mortal alarms.  
  The double double double beat  
      Of the thundering drum
      Cries Hark! the foes come;  
  Charge, charge, ‘tis too late to retreat!  
 
    The soft complaining flute,  
    In dying notes, discovers  
    The woes of hopeless lovers,
Whose dirge is whisper’d by the warbling lute.  
 
    Sharp violins proclaim  
  Their jealous pangs and desperation,  
  Fury, frantic indignation,  
  Depth of pains, and height of passion,
    For the fair, disdainful dame.  
 
    But O, what art can teach,  
    What human voice can reach,  
      The sacred organ’s praise?  
    Notes inspiring holy love,
  Notes that wing their heavenly ways  
    To mend the choirs above.  
 
  Orpheus could lead the savage race;  
  And trees unrooted left their place,  
    Sequacious of the lyre;
But bright Cecilia rais’d the wonder higher:  
When to her organ vocal breath was given,  
  An angel heard, and straight appear’d  
    Mistaking Earth for Heaven. 

GRAND CHORUS

As from the power of sacred lays
  The spheres began to move,  
And sung the great Creator’s praise  
  To all the Blest above;  
So when the last and dreadful hour  
This crumbling pageant shall devour,
The trumpet shall be heard on high,  
The dead shall live, the living die,  
And Music shall untune the sky!


ODA A SANTA CECILIA


De armonía, de célica armonía,
La fábrica brotó del universo.
 Cuando en revuelto caos
De discordantes átomos yacía
 Atónita Natura
Y alzar el ciego rostro aun no podía,
Plácido acento resonó en la altura:
"¡Los que nunca habéis sido, levantaos!"
Cada elemento al punto, antes disperso,
Húmedo o seco, frígido o ardiente,
 Salió en orden luciente
A tomar puesto en la extensión vacía,
Al poder de la música obediente.
De armonía, de célica armonía,
Brotó el mundo, y cesó la noche densa;
 De una en otra armonía
Recorrió la creación escala inmensa
Hasta llegar al ser que siente y piensa.

 La Música divina
¿Qué pasión no despierta y no domina?
 Cuando Jubal glorioso
El arpa de canoras cuerdas hizo,
En torno sus hermanos le escucharon,
Y hasta el polvo las frentes inclinaron
Reverenciando el soberano hechizo.
Que no menos que un dios imaginaron
 Guardase aquel portento
Que les hablaba con tan dulce aliento.
 La Música divina
¿Qué pasión no despierta y no domina?

 Manda bélica trompa
 Que ya la lid se rompa,
Y la cólera aviva, y la batalla
 Cual tempestad estalla.
El redoblar, el redoblar tremendo
 De roncos atambores
Anima a los porfiados lidiadores,
¡Adelante! ¡adelante! repitiendo.

 Dulcísima consuena
 La flauta gemidora
 Con la amorosa pena
 Del que tímido adora,
 Del que esperanzas llora.

 Violín sonoro expresa
 Ímpetus del que ama
 A desdeñosa dama;
 Los celos de que es presa,
 La rabia que le inflama.

 ¿Mas dónde está la ciencia
Que enseñe, o dónde humano digno acento
Que del órgano diga la excelencia?
Notas graves que santo amor infunden,
 Notas que se difunden
 En las alas del viento
Y a afinar van el celestial concento.

 Con su cítara Orfeo
Las fieras amansó que el bosque cría,
 Y el roble giganteo
Descuajado y absorto le seguía.
Mas Cecilia alcanzó mayor victoria:
Cuando aliento vocal se dio al teclado,
Un ángel escuchábala, y pasmado
Tomó la tierra por mansión de gloria.

CORO

Como a impulso de cantos celestiales
 Nacieron las esferas,
Y en movimiento acorde placenteras
 De la Fuerza Creadora
Cantaron alabanzas inmortales;
 Así cuando la hora
De final destrucción llegue tremenda,
Y la trompeta clamorosa hienda
Los ámbitos desiertos,
 Despertarán los muertos,
 Caerán los vivos yertos,
Y con trueno la Música profundo
Conmoverá las bóvedas del mundo.




Charles Baudelaire: Poemas en prosa. Dedicatoria. El extranjero

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2017 marca los 150 años de la muerte de Charles Baudelaire. Para conmemorar este aniversario, mientras seguimos trabajando para publicar el segundo volumen de las fundamentales CARTAS A LA MADRE, seguimos ofreciendo a nuestros lectores una colección de páginas en honor del grand Charles.


À ARSÈNE HOUSSAYE

Mon cher ami, je vous envoie un petit ouvrage dont on ne pourrait pas dire, sans injustice, qu’il n’a ni queue ni tête, puisque tout, au contraire, y est à la fois tête et queue, alternativement et réciproquement. Considérez, je vous prie, quelles admirables commodités cette combinaison nous offre à tous, à vous, à moi et au lecteur. Nous pouvons couper où nous voulons, moi ma rêverie, vous le manuscrit, le lecteur sa lecture ; car je ne suspends pas la volonté rétive de celui-ci au fil interminable d’une intrigue superfine. Enlevez une vertèbre, et les deux morceaux de cette tortueuse fantaisie se rejoindront sans peine. Hachez-la en nombreux fragments, et vous verrez que chacun peut exister à part. Dans l’espérance que quelques-uns de ces tronçons seront assez vivants pour vous plaire et vous amuser, j’ose vous dédier le serpent tout entier.

J’ai une petite confession à vous faire. C’est en feuilletant, pour la vingtième fois au moins, le fameux Gaspard de la Nuit, d’Aloysius Bertrand (un livre connu de vous, de moi et de quelques-uns de nos amis, n’a-t-il pas tous les droits à être appelé fameux ?) que l’idée m’est venue de tenter quelque chose d’analogue, et d’appliquer à la description de la vie moderne, ou plutôt d’une vie moderne et plus abstraite, le procédé qu’il avait appliqué à la peinture de la vie ancienne, si étrangement pittoresque.

Quel est celui de nous qui n’a pas, dans ses jours d’ambition, rêvé le miracle d’une prose poétique, musicale sans rythme et sans rime, assez souple et assez heurtée pour s’adapter aux mouvements lyriques de l’âme, aux ondulations de la rêverie, aux soubresauts de la conscience ?

C’est surtout de la fréquentation des villes énormes, c’est du croisement de leurs innombrables rapports que naît cet idéal obsédant. Vous-même, mon cher ami, n’avez-vous pas tenté de traduire en une chanson le cri strident du Vitrier, et d’exprimer dans une prose lyrique toutes les désolantes suggestions que ce cri envoie jusqu’aux mansardes, à travers les plus hautes brumes de la rue ?

Mais, pour dire le vrai, je crains que ma jalousie ne m’ait pas porté bonheur. Sitôt que j’eus commencé le travail, je m’aperçus que non-seulement je restais bien loin de mon mystérieux et brillant modèle, mais encore que je faisais quelque chose (si cela peut s’appeler quelque chose) de singulièrement différent, accident dont tout autre que moi s’enorgueillirait sans doute, mais qui ne peut qu’humilier profondément un esprit qui regarde comme le plus grand honneur du poëte d’accomplir juste ce qu’il a projeté de faire.

Votre bien affectionné,     
C. B.

A ARSÈNE HOUSSAYE

Mi querido amigo, le envío una pequeña obra, de la cual no se podría decir, sin injusticia, que no tiene ni pies ni cabeza, puesto que, al contrario, todo en ella es, al mismo tiempo, cabeza y pies, alternativa y recíprocamente. Considere, se lo ruego, qué admirables comodidades esta combinación nos ofrece a todos, a usted, a mí y al lector. Podemos cortar dónde queramos, yo mi ensoñación, usted el manuscrito, el lector la lectura; porque no dejo que la esquiva voluntad de éste quede pendiendo del hilo interminable de una intriga sutilísima. Saque usted una vértebra, y las dos partes de esta tortuosa fantasía volverán a juntarse sin esfuerzo. Despedácela en numerosos fragmentos, y verá que cada uno puede existir por separado. Con la esperanza de que algunos de estos trozos estarán lo bastante vivos para darle placer y entretenimiento, me atrevo a dedicarle la serpiente completa.

Tengo que hacerle una pequeña confesión. Hojeando, por vigésima vez al menos, el famoso Gaspar de la Noche, de Aloysius Bertrand (¿un libro que usted y yo, y algunos de nuestros amigos, conocemos no tiene todo el derecho a ser llamado famoso?), se me ocurrió la idea de intentar algo análogo, y de aplicar a la descripción de la vida moderna o, más bien, de una vida moderna y más abstracta, el procedimiento que él había aplicado a la pintura de la vida antigua, tan extrañamente pintoresca.

¿Quién de nosotros no ha soñado, en sus días de ambición, con el milagro de una prosa poética, musical sin ritmo y sin rima, lo bastante flexible y lo bastante abrupta como para adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones de la ensoñación, a los sobresaltos de la conciencia?

Es sobre todo de la frecuentación de las ciudades inmensas, del entrecruzamiento de sus innumerables relaciones, que nace ese ideal obsesivo. Usted mismo, mi querido amigo, ¿no ha intentado mostrar en una canción el grito estridente del Vidriero, y expresar en una prosa lírica todas las desoladoras sugerencias que ese grito lanza hasta las mansardas, a través de las más altas brumas de la calle?

Pero, para decir la verdad, temo que mi envidia no me haya traído suerte. Apenas comencé el trabajo, me di cuenta de que no sólo me quedaba muy lejos de mi misterioso y brillante modelo, sino incluso que hacía algo (si es que esto puede llamarse algo) singularmente diferente, accidente del cual cualquier otro fuera de mí se enorgullecería quizás, pero que no puede sino humillar profundamente a un espíritu que ve como el más grande honor del poeta realizar únicamente aquello que proyectó hacer.

Suyo muy afectuosamente,
C. B.

L’ÉTRANGER

 — Qui aimes-tu le mieux, homme énigmatique, dis ? ton père, ta mère, ta sœur ou ton frère ?
— Je n’ai ni père, ni mère, ni sœur, ni frère.
— Tes amis ?
— Vous vous servez là d’une parole dont le sens m’est resté jusqu’à ce jour inconnu.
— Ta patrie ?
— J’ignore sous quelle latitude elle est située.
— La beauté ?
— Je l’aimerais volontiers, déesse et immortelle.
— L’or ?
— Je le hais comme vous haïssez Dieu.
— Eh ! qu’aimes-tu donc, extraordinaire étranger ?
— J’aime les nuages… les nuages qui passent… là-bas… les merveilleux nuages !


EL EXTRANJERO

— ¿Qué es lo que más amas, hombre enigmático, di? ¿Tu padre, tu madre, tu hermana o tu
hermano?
—No tengo ni padre, ni madre, ni hermana, ni hermano.
—¿Tus amigos?
—Usted usa aquí una palabra cuyo sentido hasta ahora me resulta desconocido.
—¿Tu patria?
—Ignoro la latitud en que está situada.
—¿La belleza?
—De buena gana la amaría, diosa e inmortal.
—¿El oro?
—Lo odio tanto como usted odia a Dios.
—¡Eh! ¿Y qué amas entonces, increíble extranjero?
—Amo las nubes..., las nubes que pasan..., allá a lo lejos... ¡Las maravillosas nubes!

Traducción para Literatura & Traducciones, de  Miguel Ángel Frontán.

Charles Baudelaire: Carta a Alphonse Toussenel

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2017 marca los 150 años de la muerte de Charles Baudelaire. Para conmemorar este aniversario, mientras nos preparamos para publicar en diciembre de este año el segundo y último volumen de las fundamentales CARTAS A LA MADRE, seguimos ofreciendo a nuestros lectores una colección de páginas en honor del grand Charles.

CARTA DE BAUDELAIRE A ALPHONSE TOUSSENEL

Lunes 21 de enero de 1856.

Mi querido Toussenel[1], quiero absolutamente darle las gracias por el regalo que me ha hecho. Yo no conocía el valor de su libro[2], se lo confieso ingenua y groseramente.

Anteayer me ocurrió una desgracia, una conmoción bastante grave —lo bastante grave como para impedirme pensar—, a tal punto que interrumpí un trabajo importante. —No sabiendo cómo distraerme, esta mañana agarré su libro —a la mañana muy temprano. Acaparó mi atención, me devolvió mi estabilidad y mi tranquilidad  —como siempre lo hará toda buena lectura.

Hace muchísimo tiempo que rechazo con hastío casi todos los libros. —Hace también muchísimo tiempo que no había leído algo tan absolutamente instructivo y entretenido. —El capítulo del halcón y de los pájaros que cazan para el hombre es —por sí mismo— una obra. —Hay frases que se les parecen a las frases de los grandes maestros, gritos de verdad —acentos filosóficos irresistibles tales como: Cada animal es una esfinge, y a propósito de la analogía: ¡cómo el espíritu descansa en una dulce quietud al abrigo de una doctrina tan fecunda y tan simple, para la que nada es un misterio en las obras de Dios!

Hay también otras cosas filosóficamente conmovedoras, y el amor de la vida al aire libre, y el honor que se le rinde a la caballería y a las damas, etc.

Lo que es seguro es que usted es poeta. Hace muchísimo tiempo que digo que el poeta es soberanamenteinteligente, que es la inteligencia por excelencia —y que la imaginación es la más científicade las facultades, porque es la única que comprende la analogía universal, o lo que una religión mística llama la correspondencia. Pero cuando quiero hacer imprimir este tipo de cosas, me dicen que estoy loco —y, sobre todo, loco conmigo mismo— y que sólo detesto a los pedantes porque mi educación ha quedado incompleta. —Lo que es, sin embargo, totalmente seguro es que poseo un espíritu filosófico que me hace ver claramente lo que es verdadero, incluso en zoología, por más que no sea ni cazador ni naturalista. —Tal es al menos mi pretensión; —no haga como los malos amigos, y no se ría de todo esto.

Ahora, ya que me dejado llevar a tener con usted discursos más altos y a una familiaridad más grande que lo que me hubiera permitido si su libro no me hubiera inspirado tanta simpatía —déjeme que le diga todo.

¿Qué es eso del Progreso Continuo? ¿Qué eso de una sociedadque no es aristocrática? Me parece que no es para nada una sociedad. ¿Qué es eso  del hombre naturalmente bueno? ¿Dónde se lo ha visto? El hombre naturalmente bueno sería un monstruo, quiero decir un Dios. —En fin, usted adivina cual es ese orden de ideas que me escandaliza, quiero decir que escandaliza a la razón escrita desde sus mismos comienzos sobre la superficie de la tierra. —Puro quijotismo de una hermosa alma. —

¡Y un hombre como usted soltar, de paso, como un simple redactor del Siècle, injurias a De Maistre, el gran genio de nuestro tiempo —un vidente! —Y, además, esos modismos de conversación y esas palabras de argotque arruinan siempre un hermoso libro.

Una idea me obsesiona desde el comienzo de este libro —que usted es un espíritu auténtico extraviado en una secta. En suma —¿qué le debe usted a Fourier? Nada, o muy poca cosa. —Sin Fourier, usted habría sido lo que es. El hombre razonable no esperó a que Fourier llegase al mundo para comprender que la Naturaleza es un verbo, una alegoría, un molde, un repujado, si usted prefiere. Sabemos eso, y no es gracias a Fourier que lo sabemos; —lo sabemos por nosotros mismos, y por los poetas.

Todas las herejías a las que yo hacía alusión más arriba no son, después de todo, sino la consecuencia de la gran herejía moderna, de la doctrina artificial, sustituida a la doctrina natural —quiero decir, la supresión de la idea del pecado original.

Su libro despierta en mí muchas ideas que estaban adormecidas —y a propósito de pecado original, y de forma moldeada sobre la idea, muy a menudo he pensado que los animales dañinos y asquerosos quizás no son más que la vivificación, corporificación, eclosión en la vida material, de los malos pensamientos del hombre. —De modo tal que la naturaleza por entero participa del pecado original.

No me guarde rencor por mi audacia y mi falta de miramientos, y crea que soy su muy afecto,

Traducción para Literatura & Traducciones, de  Miguel Ángel Frontán.

NOTAS:
[1] Alphonse Toussenel (1803-1885), escritor, periodista y naturalista, adepto del socialismo utópico de Charles Fourier.
[2]El ingenio de los animales, El mundo de los pájaros, ornitología pasional. III Parte. París, Librairie phalanstérienne, 1855.

LETTRE DE BAUDELAIRE À ALPHONSE TOUSSENEL

Lundi 21 janvier 1856.

Mon cher Toussenel, je veux absolument vous remercier du cadeau que vous m'avez fait. Je ne connaissais pas le prix de votre livre[1], je vous l'avoue ingénument et grossièrement.

Il m'est arrivé avant-hier un chagrin, une secousse assez grave, — assez grave pour m'empêcher de penser, — au point que j'ai interrompu un travail important. — Ne sachant comment me distraire, j'ai pris ce matin votre livre, — de fort grand matin. Il a rivé mon attention, il m'a rendu mon assiette et ma tranquillité, — comme fera toujours toute bonne lecture.

Il y a bien longtemps que je rejette presque tous les livres avec dégoût. — Il y a bien longtemps aussi que je n'ai lu quelque chose d'aussi absolument instructif et amusant. — Le chapitre du faucon et des oiseaux qui chassent pour l'homme est une œuvre, — à lui tout seul. — Il y a des mots qui ressemblent aux mots des grands maîtres, des cris de vérité, — des accents philosophiques irrésistibles, tels que : Chaque animal est un sphinx, et à propos de l'analogie : comme l'esprit se repose dans une douce quiétude à l'abri d'une doctrine si féconde et si simple, pour qui rien n'est mystère dans les œuvres de Dieu !

Il y a encore bien d'autres choses philosophiquement émouvantes, et l'amour de la vie en plein air, et l'honneur rendu à la chevalerie et aux dames, etc.

Ce qui est positif, c'est que vous êtes poëte. Il y a bien longtemps que je dis que le poëte est souverainementintelligent, qu'il est l'intelligence par excellence, — et que l'imagination est la plus scientifique des facultés, parce que seule elle comprend l'analogie universelle, ou ce qu'une religion mystique appelle la correspondance. Mais quand je veux faire imprimer ces choses-là, on me dit que je suis fou, — et surtout fou de moi-même, — et que je ne hais les pédants que parce que mon éducation est manquée. —Ce qu'il y a de bien certain cependant, c'est que j'ai un esprit philosophique qui me fait voir clairement ce qui est vrai, même en zoologie, bien que je ne sois ni chasseur, ni naturaliste. — Telle est du moins ma prétention; — ne faites pas comme mes mauvais amis, et n'en riez pas.

Maintenant, puisque je me suis avancé avec vous dans des discours plus grands et une familiarité plus grande que je me le serais permis, si votre livre ne m'inspirait d'ailleurs tant de sympathie, — laissez-moi tout dire.

Qu'est-ce que le Progrès indéfini ? qu'est-ce qu'une société qui n'est pas aristocratique ! ce n'est pas une société, ce me semble. Qu'est-ce que c'est que l'homme naturellement bon ? où l'a-t-on connu ? L'homme naturellement bon serait un monstre, je veux dire un Dieu. — Enfin, vous devinez quel est l'ordre d'idées qui me scandalise, je veux dire qui scandalise la raison écrite depuis le commencement sur la surface même de la terre. — Pur quichottisme d'une belle âme. —

Et un homme comme vous! lâcher en passant, comme un simple rédacteur du Siècle, des injures à de Maistre, le grand génie de notre temps, — un voyant ! — Et enfin des allures de conversation et des mots d'argot qui abîment toujours un beau livre.

Une idée me préoccupe depuis le commencement de ce livre, — c'est que vous êtes un vrai esprit égaré dans une secte. En somme, — qu'est-ce que vous devez à Fourier ? Rien, ou bien peu de chose. — Sans Fourier, vous eussiez été ce que vous êtes. L'homme raisonnable n'a pas attendu que Fourier vînt sur la terre pour comprendre que la Nature est un verbe, une allégorie, un moule, un repoussé, si vous voulez. Nous savons cela, et ce n'est pas par Fourier que nous le savons ; — nous le savons par nous-mêmes, et par les poètes.

Toutes les hérésies auxquelles je faisais allusion tout à l'heure ne sont, après tout, que la conséquence de la grande hérésie moderne, de la doctrine artificielle, substituée à la doctrine naturelle, — je veux dire la suppression de l'idée du péché originel.

Votre livre réveille en moi bien des idées dormantes, — et à propos de péché originel, et de forme moulée sur l'idée, j'ai pensé bien souvent que les bêtes malfaisantes et dégoûtantes n'étaient peut-être que la vivification, corporification, éclosion à la vie matérielle, des mauvaises pensées de l'homme. — Aussi la nature entière participe du péché originel.

Ne m'en veuillez pas de mon audace et de mon sans-façon, et croyez-moi votre bien dévoué.


[1]L'Esprit des bêtes, Le Monde des Oiseaux, ornithologie passionnelle, par A. Toussenel, auteur des Juifs, rois de l'époque. Troisième partie. Paris. Librairie phalanstérienne, 1855, in-8°.

Ovidio y Pedro Sánchez de Viana: La insolencia de Níobe

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LA INSOLENCIA DE NIOBE
Metamorfosis, Libro VI, 146-315


Habíala conocido Niobe, cuando,
Doncella siendo, en Sypilo vivía,
Y en Meonia se estaba recreando.
Y aunque su desacato y pena había
Sabido, la soberbia y desafío,
No quiso escarmentar, como debía.
De muchas cosas la nacía su brío;
Mas ni el marido y sangre, do vinieron
Los dos, ni su palacio y señorío,
Ni todo junto la desvanecieron
(Aunque la daba aquello extraño gusto),
Cual los hijos e hijas lo hicieron.
Y si ella no se diera nombre injusto
De madre más dichosa que ninguna,
Que se le dieran todos fuera justo.
Mas ensoberbeciola su fortuna,
Y fue abatida, por tenerse en tanto,
Con pena a culpa tal muy oportuna.
Porque profetizó la sacra Manto,
Del divino Tiresias procreada,
Movida del espritu suyo santo,
Y dijo así, de todas escuchada :

«Tebanas, procurad con gran frecuencia
A Latona y sus hijas dar ofrenda,
Con tanta devoción y tal conciencia,
Que vuestro incienso no se reprehenda.
Y el cabello llevad, sin diferencia
De verde lauro ornado y blanca venda.
Oíd que os amonesto, gente loca,
La Diosa es la que habla por mi boca.»

Al punto la obedecen, y adornaron
Las Ismenias mujeres su cabeza,
Y sus devotos ruegos comenzaron.
Y veis aquí con suma gentileza
Niobe bizarrísima venía,
Cuyo ornamento aumenta su belleza,
Con mucha guarda y noble compañía,
Trayendo a fuer de Frigia su vestido,
Que el oro recamado ennoblecía.
Y cuanto su furor ha permitido
Hermosa, meneando su cabello,
Que lleva por los hombros esparcido.
Con un semblante airado como bello,
En medio se paró, y al punto advierte
El sacrificio; y no pudiendo vello,
Habló soberbia a todos de esta suerte:

«¿A dó tenéis, Tebanas, el sentido?
¿Qué furor es aqueste? ¿qué locura
Haber a los presentes preferido
Los dioses nunca vistos del altura?
Si no es así, ¿por qué habéis encendido
Esta llama a Latona, y mi hermosura
Y mi divinidad está olvidada?
¡Oh gente sin prudencia mal mirada!

»Es Tantalo mi padre y éste sólo
Fue digno de tocar las sacras mesas.
Porque pariese aquélla al rojo Apolo,
 Ofrendas se la deben y promesas?
Mi abuelo es quien, con uno y otro polo,
Contino las cervices tiene opresas.
 Mi madre de las Pléyadas hermana,
Y es más que yo la madre de Diana?

»El sumo Jove es padre de mi padre,
Y él engendró a Anfión, que es mi marido;
Yo soy (si alguna hay) dichosa madre,
Pues que catorce veces he parido[1].
No puede haber loor que no me cuadre;
Mi mando es de los Frigios muy temido;
Yo reina soy de Tebas verdadera;
De Cadmo sucesora y heredera.

»Acá y allá que mire, veo riqueza
Inmensa; en mi real casa pomposa
Formome tan gentil naturaleza,
Que esto bastaba sólo a ser yo diosa.
Siete hijos de suma gentileza
Y siete hijas, cada cual hermosa,
Me suben y colocan en el cielo;
Mirad si halláis a mi soberbia suelo.

»Pues es así, decidme: ¿cómo veo
En todos tal locura y osadía?
Que anteponéis a mí la hija de Ceo,
A quien negó lugar la tierra fría
Para parir la triste, y su deseo
El cielo, ni la mar no la cumplía;
Que vuestra Diosa, agora venerada,
De todo el mundo anduvo desterrada.

»Y como de ninguno era admitida,
Andaba vagamunda y sin sosiego,
Hasta que Asterie, en Delos convertida,
Con pena de tan gran desasosiego,
La dijo: «Tú en la tierra perseguida,
Y yo en la mar; juntémonos te ruego».
Y diola en sí lugar, mas movedizo,
Do luego de dos hijos madre se hizo.

»Parió de un parto dos; mas qué hace al caso,
Habiendo siete tantos yo parido?
Dichosa soy, que nadie es tan escaso
Que este nombre me niegue a mí debido;
Y aunque en ventura y dicha a todos paso,
Ninguno dudará que lo que he sido
Y soy me ha de durar en sempiterno,
Porque la Copia me ha entregado el cuerno.

»No tiene la Fortuna señorío
En mí, cuyo poder es ya tamaño,
Que, aunque con su soberbio poderío
Me quiera perseguir, no me hará daño.
Aunque me quite mucho, tanto es mío,
Y mi valor tan grande y tan extraño,
Que más me ha de quedar en mucho extremo:
Con tantos bienes ya ningún mal temo.

»Fingid que me quitasen algún día
Del pueblo de mis hijos parte alguna;
Con todo, tan sin ellos no estaría
Que no tuviese más de uno y una.
Dejad el sacrificio, suso vía,
La guirnalda a mis ojos importuna
Del molesto laurel, y tal simpleza
A nadie más le caiga en la cabeza».

Dejaron la corona y sacrificio,
Y a la santa Latona venerando,
Hicieron entre dientes el oficio.
La Diosa se indignó de suerte, cuando
Aquello vio pasar, que ya  quisiera
Vengarse de un delito tan nefando.
Los hijos la cansaban de manera,
Y su soberbia madre cuan de grado
Con ellos ella estaba placentera.
Y sobre el monte Cyntho, en el collado
Más alto, a sus dos hijos de tal arte
Habló Latona, que de lo pasado,
Diciendo de esta suerte, les dio parte:

«Veisme aquí vuestra madre, y animosa
Con tales hijos tanto y tan ufana,
Que no daré ventaja a nadie en cosa,
Sino es a Juno sola soberana.
De mí se duda agora si soy diosa,
Y si lo consentís, de buena gana
Me quitarán los templos conocidos
Y tantos años antes concedidos.

»Y no es aquesto sólo mi tormento;
De las palabras ásperas me duelo
Con que la hija de Tántalo, sin tiento,
Quitó mi sacrificio y mi consuelo,
Sus hijos prefiriendo y su contento
A vosotros y el mío, y en el suelo
Osó con lengua tal, como su padre,
Llamarme (véase así) huérfana madre».

Quería rogarles. Febo ha respondido:
«No gastes tiempo en esto, que conviene
Gastarle en el castigo merecido».
El mismo parecer Diana tiene,
Y por el aire, con ligero vuelo,
Cada uno hasta llegar a Tebas viene.
Cada cual de las nubes hizo velo
Para estar disfrazado. Muy cercano
A los muros estaba un ancho suelo,
Do, por ser espacioso, fresco y llano,
Con coches y caballos cada día
Era pisado a una y otra mano.
Y parte de los hijos que tenía
Amphión, en caballos poderosos
Andaban con extraña gallardía.
De carmesí bordados los hermosos
Jaeces y con frenos de oro fino,
Corriendo y paseándose gozosos.
De los cuales, Ismenio, que fue dino
De ser el mayorazgo, gobernaba
Un brioso caballo, cual convino.
Y mientra en caracol le galopaba
Con espumoso freno, a su despecho,
«¡Ay de mí, que soy muerto!», voceaba.
Y una vira clavada está en su pecho;
Soltó las riendas luego de la mano,
Y poco a poco al lado cae derecho.
Muy cerca de él estaba el otro hermano,
Que de la leve flecha oyó el sonido,
De quien pensó huir, pero fue en vano.
Que le ha a Sypilo agora acaecido
Cual suele al marinero que adivina
Tormenta, y remediarla ha pretendido.
Para lo cual al punto determina
Calar las velas todas, que del viento
Süave se recata y amohína.
Así, al caballo freno da al momento;
Mas poco la huida le aprovecha,
Aunque va con ligero movimiento.
Porque tras el cuitado va derecha,
Y en su cerviz se hinca desde el cielo
La vengadora, aguda y presta flecha.
Estaba boca abajo, y en el suelo
Cayó de aquella suerte, traspasado
A la garganta el hierro, y fue su duelo
De forma, que en la tierra revolcado,
Con su caliente sangre la teñía,
Y estaba el duro suelo colorado.
El desdichado Fédimo ya había
Con Tántalo (que el nombre y apellido
Del padre de su madre poseía)
El ejercicio usado despedido,
Y a la lucha paléstrica inclinados
El uno al otro se han muy bien asido.
Y estando con los pechos enfrontados,
Procuran derrocarse; mas cayeron
De sola una saeta traspasados
Los cuerpos juntos ambos, y gimieron
Entrambos de un dolor, y juntamente
Sus moribundos ojos se volvieron.
Las almas exhalaron de repente;
Alfenor lo miraba, y ver el pecho
De los hermanos tal, lloró agriamente.
A calentar los miembros va derecho
Que el frío de la muerte está ocupando;
Mas la piedad le ha sido sin provecho.
Porque le clavó Delio al punto, cuando
Con más blandura de ellos se dolía,
Las internas entrañas traspasando.
Y parte del pulmón se parecía
En la saeta corva ya sacada,
Por do la sangre y alma se salía.
La cual a Damasithon fue clavada
En la nerviosa corva, donde acaba
El muslo y es la pierna comenzada.
Mas, mientras que sacarla procuraba,
Herirse por el cuello de otra siente,
Que hasta las mismas plumas se le clava.
La sangre la ha expelido, y prestamente
El aire barrenando sale afuera,
Con forma y con sonido conveniente.
El último, Ilioneo, que quisiera
Escaparse rogando, ya extendía
Los brazos, y decía de esta manera:
«¡Oh dioses todos (que él aun no sabía
Que el manso ruego a todos los del cielo
En este caso no les convenía),
»Perdonadme os suplico!» y a su celo
(La vira irrevocable disparada)
Estaba ya movido el dios de Delo.
Murió el cuitado herido casi nada,
Mas en el corazón, y fue bastante
La herida a ser su ánima exhalada.
La fama de desastre semejante,
El llanto y el dolor de sus criados
La madre avisa, y manda que se espante
Y enoje de que fuesen tan osados
Los dioses, y pudiesen tan de hecho
Dejar a sus contrarios destrozados.
Amphión, su dolor y su despecho
Y vida acaba al punto traspasando
Con una aguda espada el triste pecho.
¡Cuán otra es esta Níobe de cuando
Al pueblo poco antes maldecía,
Porque a Latona estaban venerando!
La cual, con gran soberbia y gallardía,
Por la ciudad briosa paseaba,
A quien el pueblo honraba y aun temía.
Pero la triste agora tal estaba,
Que a su enemigo mismo lastimara,
Y los ya muertos hijos pesquisaba.
Hallándolos, con ansia nunca para
De dar besos sin orden y sin tino;
Los brazos alza al cielo, y en la cara
(Diciendo así) mostró su desatino:

«Susténtate crüel de mi tormento
Latona, fiera más que tigre Hircana;
Hártese con mi daño descontento
Tu crudo corazón y furia insana,
Y ese rabioso pecho de alimento
Satisfarás a tu apetito y gana.
Pues que mis siete hijos tienes muertos,
Salta, porque tus triunfos ya son ciertos.

»Triunfa, triunfa, enemiga victoriosa.
Mas ¡ay! ¿por qué te llamo vencedora?
Más tengo yo infeliz que tú dichosa,
Y muy mejor que tú soy aun agora.
Aun después de estas muertes, no hay en cosa
Que comparada a ti no sea señora:
No pienses, cruda, no, que me convenzo,
Que aun después de estos daños yo te venzo».

De decir acabó, cuando el flechado
Arco hizo un sonido, cuyo espanto
A todos (salvo a Níobe) ha turbado;
La cual osada es por su mal tanto.
Estaban las hermanas enlutadas,
Vestidas de dolor, de pena y llanto,
Esparcido el cabello, desgreñadas,
Haciendo lastimero sentimiento
Delante de las camas ocupadas
Con los hermanos muertos, y al momento
A una (traspasado el tierno pecho
Con una vira) la faltó el aliento
Besando un muerto hermano, y el despecho
De Niobe otra de ellas aliviando,
Herida ocultamente a su despecho
Cayó y cerró la boca, sino cuando
El alma apasionada se salía,
El miserable cuerpo ya dejando.
Otra cayó, que por demás huía,
Sobre la cual cae otra, y de esta suerte
Aquesta muere, aquella se desvía.
Y entregadas ya seis a fiera muerte
Con diversas heridas, mas cualquiera
Cruel, inevitable, extraña y fuerte.
Restaba la menor y la postrera,
A quien con todo el cuerpo y vestidura
Cubría su madre ansiada y lastimera.
Y así decía la triste sin ventura:
«De muchas, no te pido sino una,
La una y la menor, Latona dura».
Y en tanto que rogando la importuna,
Aquella por quien ruega muerta vido,
La cual quedó esperando su fortuna.
Entre hijos e hijas y marido,
Ya muertos, se ha sentado sin consuelo,
Huérfana ya de todo y sin sentido.
Quedó con tantos males como un hielo:
No mueve su cabello ningún viento;
Su rostro muestra bien su desconsuelo.
No hace con los ojos movimiento.
Ninguna cosa en ella se parece
Dotada de vital virtud o aliento.
La lengua y paladar se empedernece,
No pueden sus arterias menearse,
Y todo como piedra se endurece.
Sus brazos ya no pueden emplearse
En bravos ademanes; está yerta,
Que su cerviz no puede ya doblarse.
Aunque moverse quiera, esté bien cierta
Que no lo harán sus pies, y vuelta en canto,
Aun dentro en las entrañas está muerta.
Pero ocupada siempre en triste llanto,
Y de un furioso viento arrebatada
Con tanta ligereza que era espanto,
En la cumbre de un monte fue clavada[2],
Y en mármol convertida, siempre llora,
Derretida en su tierra la cuitada.
Tenida fue por diosa y por señora
De todos y de todas, y temida
Latona más, desde este punto y hora.


Notas de la edición de 1887:

[1] Los autores antiguos no están de acuerdo acerca del número de hijos de Níobe. Herodoto dice que eran dos hijos y tres hijas; Hesíodo, diez hijos y diez hijas; Homero y Propercio, doce hijos. Píndaro dice que fue veinte veces madre.

[2] Dice Pausanias que en la cumbre del monte Sypilo veíase una roca que desde lejos parecía una mujer agobiada por el dolor, pero de cerca no tenía tal forma. Ovidio imaginó transportar a Níobe a esta montaña y transformarla en roca, para expresar lo inmóvil y muda que la dejó su aflicción. Calímaco, Apolodoro, Diodoro de Sicilia y otrosescritores de la antigüedad han referido la fábula de Níobe.


Lydia tota fremit, Phrygiaeque per oppida facti
rumor it et magnum sermonibus occupat orbem.
ante suos Niobe thalamos cognoverat illam,
tum cum Maeoniam virgo Sipylumque colebat;
nec tamen admonita est poena popularis Arachnes,
cedere caelitibus verbisque minoribus uti.
multa dabant animos; sed enim nec coniugis artes
nec genus amborum magnique potentia regni
sic placuere illi, quamvis ea cuncta placerent,
ut sua progenies; et felicissima matrum
dicta foret Niobe, si non sibi visa fuisset.
nam sata Tiresia venturi praescia Manto
per medias fuerat divino concita motu
vaticinata vias: 'Ismenides, ite frequentes
et date Latonae Latonigenisque duobus
cum prece tura pia lauroque innectite crinem:
ore meo Latona iubet.' paretur, et omnes
Thebaides iussis sua tempora frondibus ornant
turaque dant sanctis et verba precantia flammis.

Ecce venit comitum Niobe celeberrima turba
vestibus intexto Phrygiis spectabilis auro
et, quantum ira sinit, formosa; movensque decoro
cum capite inmissos umerum per utrumque capillos
constitit, utque oculos circumtulit alta superbos,
'quis furor auditos' inquit 'praeponere visis
caelestes? aut cur colitur Latona per aras,
numen adhuc sine ture meum est? mihi Tantalus auctor,
cui licuit soli superorum tangere mensas;
Pleiadum soror est genetrix mea; maximus Atlas
est avus, aetherium qui fert cervicibus axem;
Iuppiter alter avus; socero quoque glorior illo.
me gentes metuunt Phrygiae, me regia Cadmi
sub domina est, fidibusque mei commissa mariti
moenia cum populis a meque viroque reguntur.
in quamcumque domus adverti lumina partem,
inmensae spectantur opes; accedit eodem
digna dea facies; huc natas adice septem
et totidem iuvenes et mox generosque nurusque!
quaerite nunc, habeat quam nostra superbia causam,
nescio quoque audete satam Titanida Coeo
Latonam praeferre mihi, cui maxima quondam
exiguam sedem pariturae terra negavit!
nec caelo nec humo nec aquis dea vestra recepta est:
exsul erat mundi, donec miserata vagantem
"hospita tu terris erras, ego" dixit "in undis"
instabilemque locum Delos dedit. illa duorum
facta parens: uteri pars haec est septima nostri.
sum felix (quis enim neget hoc?) felixque manebo
 (hoc quoque quis dubitet?): tutam me copia fecit.
maior sum quam cui possit Fortuna nocere,
multaque ut eripiat, multo mihi plura relinquet.
excessere metum mea iam bona. fingite demi
huic aliquid populo natorum posse meorum:
non tamen ad numerum redigar spoliata duorum,
Latonae turbam, qua quantum distat ab orba?
ite -- lig;satis pro re sacri -- lig;laurumque capillis
ponite!' deponunt et sacra infecta relinquunt,
quodque licet, tacito venerantur murmure numen.

Indignata dea est summoque in vertice Cynthi
talibus est dictis gemina cum prole locuta:
'en ego vestra parens, vobis animosa creatis,
et nisi Iunoni nulli cessura dearum,
an dea sim, dubitor perque omnia saecula cultis
arceor, o nati, nisi vos succurritis, aris.
nec dolor hic solus; diro convicia facto
Tantalis adiecit vosque est postponere natis
ausa suis et me, quod in ipsam reccidat, orbam
dixit et exhibuit linguam scelerata paternam.'
adiectura preces erat his Latona relatis:
'desine!' Phoebus ait, 'poenae mora longa querella est!'
dixit idem Phoebe, celerique per aera lapsu
contigerant tecti Cadmeida nubibus arcem.

Planus erat lateque patens prope moenia campus,
adsiduis pulsatus equis, ubi turba rotarum
duraque mollierat subiectas ungula glaebas.
pars ibi de septem genitis Amphione fortes
conscendunt in equos Tyrioque rubentia suco
terga premunt auroque graves moderantur habenas.
e quibus Ismenus, qui matri sarcina quondam
prima suae fuerat, dum certum flectit in orbem
quadripedis cursus spumantiaque ora coercet,
'ei mihi!' conclamat medioque in pectore fixa
tela gerit frenisque manu moriente remissis
in latus a dextro paulatim defluit armo.
proximus audito sonitu per inane pharetrae
frena dabat Sipylus, veluti cum praescius imbris
nube fugit visa pendentiaque undique rector
carbasa deducit, ne qua levis effluat aura:
frena tamen dantem non evitabile telum
consequitur, summaque tremens cervice sagitta
haesit, et exstabat nudum de gutture ferrum;
 ille, ut erat, pronus per crura admissa iubasque
volvitur et calido tellurem sanguine foedat.
Phaedimus infelix et aviti nominis heres
Tantalus, ut solito finem inposuere labori,
transierant ad opus nitidae iuvenale palaestrae;
et iam contulerant arto luctantia nexu
pectora pectoribus, cum tento concita nervo,
sicut erant iuncti, traiecit utrumque sagitta.
ingemuere simul, simul incurvata dolore
membra solo posuere, simul suprema iacentes
lumina versarunt, animam simul exhalarunt.
adspicit Alphenor laniataque pectora plangens
advolat, ut gelidos conplexibus adlevet artus,
inque pio cadit officio; nam Delius illi
intima fatifero rupit praecordia ferro.
quod simul eductum est, pars et pulmonis in hamis
eruta cumque anima cruor est effusus in auras.
at non intonsum simplex Damasicthona vulnus
adficit: ictus erat, qua crus esse incipit et qua
mollia nervosus facit internodia poples.
dumque manu temptat trahere exitiabile telum,
altera per iugulum pennis tenus acta sagitta est.
expulit hanc sanguis seque eiaculatus in altum
emicat et longe terebrata prosilit aura.
ultimus Ilioneus non profectura precando
bracchia sustulerat 'di' que 'o communiter omnes,'
dixerat ignarus non omnes esse rogandos
'parcite!' motus erat, cum iam revocabile telum
non fuit, arcitenens; minimo tamen occidit ille
vulnere, non alte percusso corde sagitta.

Fama mali populique dolor lacrimaeque suorum
tam subitae matrem certam fecere ruinae,
mirantem potuisse irascentemque, quod ausi
hoc essent superi, quod tantum iuris haberent;
nam pater Amphion ferro per pectus adacto
finierat moriens pariter cum luce dolorem.
heu! quantum haec Niobe Niobe distabat ab illa,
quae modo Latois populum submoverat aris
et mediam tulerat gressus resupina per urbem
invidiosa suis; at nunc miseranda vel hosti!
corporibus gelidis incumbit et ordine nullo
oscula dispensat natos suprema per omnes;
a quibus ad caelum liventia bracchia tollens
'pascere, crudelis, nostro, Latona, dolore,
pascere' ait 'satiaque meo tua pectora luctu!
 [corque ferum satia!' dixit. 'per funera septem]
efferor: exsulta victrixque inimica triumpha!
cur autem victrix? miserae mihi plura supersunt,
quam tibi felici; post tot quoque funera vinco!'

Dixerat, et sonuit contento nervus ab arcu;
qui praeter Nioben unam conterruit omnes:
illa malo est audax. stabant cum vestibus atris
ante toros fratrum demisso crine sorores;
e quibus una trahens haerentia viscere tela
inposito fratri moribunda relanguit ore;
altera solari miseram conata parentem
conticuit subito duplicataque vulnere caeco est.
 [oraque compressit, nisi postquam spiritus ibat]
haec frustra fugiens collabitur, illa sorori
inmoritur; latet haec, illam trepidare videres.
sexque datis leto diversaque vulnera passis
ultima restabat; quam toto corpore mater,
tota veste tegens 'unam minimamque relinque!
de multis minimam posco' clamavit 'et unam.'
dumque rogat, pro qua rogat, occidit: orba resedit
exanimes inter natos natasque virumque
deriguitque malis; nullos movet aura capillos,
in vultu color est sine sanguine, lumina maestis
stant inmota genis, nihil est in imagine vivum.
ipsa quoque interius cum duro lingua palato
congelat, et venae desistunt posse moveri;
nec flecti cervix nec bracchia reddere motus
nec pes ire potest; intra quoque viscera saxum est.
flet tamen et validi circumdata turbine venti
in patriam rapta est: ibi fixa cacumine montis
liquitur, et lacrimas etiam nunc marmora manant.

 Tum vero cuncti manifestam numinis iram
femina virque timent cultuque inpensius omnes
magna gemelliparae venerantur numina divae

William Blake y Juan Rodolfo Wilcock: El tigre

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THE TYGER

Tyger Tyger, burning bright,
In the forests of the night;
What immortal hand or eye,
Could frame thy fearful symmetry?

In what distant deeps or skies.
Burnt the fire of thine eyes?
On what wings dare he aspire?
What the hand, dare seize the fire?

And what shoulder, & what art,
Could twist the sinews of thy heart?
And when thy heart began to beat,
What dread hand? & what dread feet?

What the hammer? what the chain,
In what furnace was thy brain?
What the anvil? what dread grasp,
Dare its deadly terrors clasp!

When the stars threw down their spears
And water'd heaven with their tears:
Did he smile his work to see?
Did he who made the Lamb make thee?

Tyger Tyger burning bright,
In the forests of the night:
What immortal hand or eye,
Dare frame thy fearful symmetry?




EL TIGRE

¡Tigre, tigre!, que ardes brillantemente en las selvas de la noche, ¿qué mano, qué ojo inmortal pudo forjar tu temible simetría?

¿En qué abismos o cielos distantes ardía el fuego de tus ojos? ¿Sobre qué alas se atrevió a elevarse? ¿Cuál fue la mano que se atrevió a robar ese fuego?

¿Y qué espaldas, qué arte lograron atar los músculos de tu corazón? Y cuando tu corazón comenzó a latir, ¿qué mano terrible lo animó, y qué terribles pies?

¿Cuál fue el martillo, cuál la cadena, y en qué horno se formó tu cerebro? ¿Cuál fue el yunque, y qué garra terrible reunió sus mortales terrores?

Cuando las estrellas rindieron sus espadas, y regaron el cielo con sus lágrimas, ¿sonrió él, al ver su obra? ¿Aquél que hizo al Cordero, también te hizo a ti?

¡Tigre, tigre!, que ardes brillantemente en las selvas de la noche, ¿qué mano, qué ojo inmortal pudo forjar tu terrible simetría?


Traducción de JUAN RODOLFO WILCOCK.

Ezra Pound y Carlos Viola Soto: Sestina: Altaforte

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SESTINA: ALTAFORTE

 LOQUITUR: EnBertrans de Born.
     Dante Alighieri put this man in hell for that he was a stirrer-up of strife.
     Eccovi!
     Judge ye!
     Have I dug him up again?

  The scene is his castle, Altaforte. “Papiols” is his jongleur. “The Leopard,” the device of Richard (Cœur de Lion).



                                    I

Damn it all! all this our South stinks peace.
You whoreson dog, Papiols, come! Let’s to music!
I have no life save when the swords clash.
But ah! when I see the standards gold, vair, purple, opposing
And the broad fields beneath them turn crimson,
Then howl I my heart nigh mad with rejoicing.

                                    II

In hot summer have I great rejoicing
When the tempests kill the earth’s foul peace,
And the light’nings from black heav’n flash crimson,
And the fierce thunders roar me their music
And the winds shriek through the clouds mad, opposing,
And through all the riven skies God’s swords clash.

                                     III

Hell grant soon we hear again the swords clash!
And the shrill neighs of destriers in battle rejoicing,
Spiked breast to spiked breast opposing!
Better one hour’s stour than a year’s peace
With fat boards, bawds, wine and frail music!
Bah! there’s no wine like the blood’s crimson!

                                    IV

And I love to see the sun rise blood-crimson.
And I watch his spears through the dark clash
And it fills all my heart with rejoicing
And prys wide my mouth with fast music
When I see him so scorn and defy peace,
His lone might ’gainst all darkness opposing.

                                     V

The man who fears war and squats opposing
My words for stour, hath no blood of crimson
But is fit only to rot in womanish peace
Far from where worth’s won and the swords clash
For the death of such sluts I go rejoicing;
Yea, I fill all the air with my music.

                                    VI

Papiols, Papiols, to the music!
There’s no sound like to swords swords opposing,
No cry like the battle’s rejoicing
When our elbows and swords drip the crimson
And our charges ’gainst “The Leopard’s” rush clash.
May God damn for ever all who cry “Peace!”

                                    VII

And let the music of the swords make them crimson
Hell grant soon we hear again the swords clash!
Hell blot black for always the thought “Peace”!

EZRA POUNDPersonae (1908).


SESTINA: ALTAFORTE

LOQUITUR: En Bertrans de Born.
   Dante Alighieri puso a este hombre en el Infierno porque era un sembrador de discordias.
   Eccovi!
   ¡Juzgadlo!
   ¿Lo he arrancado de su tumba?

   La escena en su castillo de Altaforte. "Papiols" es su juglar. "El leopardo", la divisa de Ricardo Corazón de León.

                                    I

¡Maldición! Todo nuestro ser apesta a paz.
¡Papiols, hijo de puta, ven y que suene la música!
Sólo vivo cuando oigo las espadas chocar,
Y cuando los pendones púrpuras o gualda
Se enfrentan y los campos se vuelven bermejos
Mi corazón aúlla, loco de alegría.

                                    II

En el tórrido estío me estremezco de júbilo
Cuando la tempestad arrasa de la Tierra la estúpida paz
Y el relámpago cimbra en el cielo sombrío
Y rugen los truenos su magnífica música
Y los vientos se baten ululando entre nubes
Y resuenan las espadas de Dios en los cielos.

                                    III

¡Quiera Satán que oigamos otra vez las espadas
Resonar y el relincho de gozosos corceles:
Y férreos pechos chocando entre sí en la batalla!
Mejor que todo un año de paz con banquetes,
Músicas y vino, una hora de lid.
¡No hay vino que iguale a la sangre escarlata!

                                    IV

Me place ver el sol rojo sangre en el alba,
Contemplo sus lanzas rompiendo las sombras
Y mi alma se llena de un júbilo inmenso,
Mi boca exultante se colma de música
Al verlo retar a la paz, despreciarla,
Y su sólo poder oponerse a las sombras.

                                    V

Quien teme a la guerra y desoye mi arenga
No tiene sangre roja en las venas.
Solo sabe pudrirse en la paz femenina
Lejos de donde el hierro choca y el valor impera;
La muerte de esos perros me llena de júbilo
Y el ámbito colmo con mi alegre música.

                                    VI

¡Papiols, Papiols! ¡Venga música!
No hay sonido más dulce que el fragor de la espada
Ni grito que iguale al clamor del combate
Cuando codos y espaldas chorrean bermejos
Y nuestros hombres cargan contra los del "Leopardo".
¡A quien grite Paz el tormento eterno!

                                    VII

¡Que la música de las espadas los vuelva bermejos!
¡Satán quiera que oigamos otra vez las espadas
Y acabe el Infierno con la "Paz" en la Tierra!


 Traducción de CARLOS VIOLA SOTO.
Ezra Pound, Antología poética, Buenos Aires, 1963.

Stéphane Mallarmé: Sinfonía literaria

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SINFONÍA LITERARIA
Théophile Gautier. ― Charles Baudelaire. ― Théodore de Banville.

I

Musa moderna de la Impotencia, que me vedas desde hace mucho tiempo el tesoro familiar de los Ritmos, y me condenas (encantador suplicio) a ya no hacer otra cosa que releer —y hasta el día en que me envuelvas en tu irremediable red, el tedio, y entonces todo habrá acabado—, los maestros inaccesibles cuya belleza me desespera; mi enemiga y, sin embargo, mi hechicera de brebajes pérfidos y melancólicas embriagueces, te dedico, como una burla o —¿acaso lo sé?— como una prenda de amor, estas pocas líneas de mi vida escritas en las horas clementes en que no me inspiraste odio por la creación y estéril amor por la nada. Descubrirás en ellas los goces de un alma puramente pasiva que hasta ahora sólo es mujer, y que mañana quizás será animal.
Es una de esas mañanas excepcionales en las que mi espíritu, milagrosamente lavado de los pálidos crepúsculos de la vida cotidiana, se despierta en el Paraíso, demasiado empapado de inmortalidad para buscar un goce, pero mirando a su alrededor con un candor que parece no haber conocido nunca el exilio. Todo lo que me rodea ha deseado revestirse de mi pureza; el propio cielo no me contradice, y su color, desde hace mucho tiempo sin una sola nube, ha perdido además la ironía de su belleza, que se extiende a los lejos encantadoramente azul. Hora preciosa, cuyo estado de gracia debo prolongar con tanta menos negligencia cuanto que me hundo cada día en un tedio más cruel. Con esta finalidad, alma demasiado fuertemente atada a la Estupidez terrestre, para mantenerme, mediante un ensueño personal, a la altura de un hechizo que de buena gana pagaría con todos los años de mi vida, recurro al Arte, y leo los versos de Théophile Gautier a los pies de la Venus eterna.
Pronto se produce en mí una insensible transfiguración, y la sensación de ligereza se funde poco a poco en otra de perfección. Todo mi ser espiritual —el tesoro profundo de las correspondencias, la concordancia íntima de los colores, el recuerdo del ritmo anterior, y la ciencia misteriosa del Verbo— es puesto en juego, y se conmociona por entero, bajo la acción de la poesía poco común que invoco, con una coordinación del conjunto de tan maravillosa precisión que de sus juegos combinados resulta, única, la lucidez.
Ahora bien, ¿qué escribir? ¿Qué escribir, puesto que no quise la embriaguez, que me parece grosera y algo así como una injuria a mi beatitud? (Recuérdese esto: yo no gozo sino que vivo en la belleza). Ni siquiera podría elogiar mi lectura salvadora, aunque en verdad un gran himno sale de esta confesión, aunque sin ella hubiera sido incapaz de conservar por un solo instante la armonía sobrenatural en la que me detengo: ¿y que otro coadyuvante terrestre, violentamente, por medio del choque del contraste o de una excitación exterior, no destruiría un inefable equilibrio por el cual me pierdo en la divinidad? De modo que sólo me queda callarme —no porque me complazca en un éxtasis afín a la pasividad, sino porque la voz humana es en este caso un error—, así como el lago, bajo el inmóvil azul al que ni siquiera mancha la blanca luna de las mañanas de estío, se contenta con reflejarla con una muda admiración a la que un murmullo de arrobo perturbaría brutalmente. No obstante —en el borde de mis ojos tranquilos crece una lágrima cuyos diamantes primitivos no llegan a ser nobles; —¿es un llanto de exquisita voluptuosidad? ¿O, quizás, todo lo que en mí había de divino y extraterrestre respondió, como un perfume, al llamado de esta lectura demasiado sublime? Cualquiera sea la fuente de la que nace, dejo que esta lágrima, transparente como mi sueño lúcido, cuente que, gracias a esta poesía, nacida de sí misma, y que existió en el repertorio eterno del Ideal de todos los tiempos, antes de su moderna inmersión del cerebro del impecable artista, un alma desdeñosa del banal aletazo de un entusiasmo humano, puede alcanzar la más alta cima de serenidad a la que nos transporta la belleza.

II

En invierno, cuando me cansa mi letargo, me sumerjo con deleite en las queridas páginas de Las Flores del Mal. Apenas abro mi volumen de Baudelaire, me veo llevado a un paisaje sorprendente que vive en la mirada con la intensidad de los que crea el profundo opio. Allá arriba, y en el horizonte, un cielo lívido de hastío, con las rasgaduras azules que ha hecho la Plegaria proscrita. En el camino, como única vegetación, sufren escasos árboles cuya corteza dolorosa es un entrecruzamiento de nervios desnudos: acompaña sin fin su crecimiento visible, pese a la extraña quietud del aire, una queja desgarradora como la de los violines, que, al llegar a la punta de las ramas, se estremece convertida en hojas musicales. Una vez llegado allí, veo tristes estanques dispuestos como las eras de un eterno jardín: en el granito negro de sus bordes, engastado con las piedras preciosas de la India, duerme un agua estancada y metálica, con pesadas fuentes de cobre en las que cae tristemente un rayo extraño y lleno de la gracia de las cosas marchitas. Ninguna flor, en el suelo, en derredor —únicamente, de tanto en tanto, algunas plumas de ala de almas caídas. El cielo, iluminado al fin por un segundo rayo, luego por otros, pierde lentamente su lividez, y vierte la palidez azul de los bellos días de octubre, y, pronto, el agua, el granito ebanítico y las piedras preciosas refulgen como por las tardes los cristales de las ventanas de las ciudades: es el crepúsculo. ¡Oh, prodigio, un rojo singular, alrededor del cual se difunde un olor enervante de cabelleras sacudidas, cae en cascada del cielo oscurecido! ¿Es una avalancha de rosas malvadas que tienen el pecado por perfume? —¿Es colorete? —¿Es sangre? —¡Extraña puesta de sol! ¿O este torrente no es más que un río de lágrimas enrojecidas por el fuego de bengala de Satán el saltimbanqui que se mueve por detrás? Óigase cómo todo cae con ruido lascivo de besos… Finalmente, tinieblas de tinta lo han invadido todo, y sólo se oye revolotear allí el crimen, el remordimiento y la Muerte. Entonces me velo el rostro, y mis sollozos atraviesan el negro silencio, arrancados a mi alma menos por esa pesadilla que por una amarga sensación de exilio. ¿Qué es, pues la patria?
He cerrado el libro y los ojos, y busco la patria. Ante mí se alza la aparición del sabio poeta que me la señala en un himno que se eleva místicamente como un lirio. El ritmo de ese canto se parece a la roseta de una antigua iglesia: en medio de la ornamentación de vieja piedra, sonrientes en un seráfico ultramar que parece ser la plegaria que brota de sus ojos azules más que de nuestro vulgar cielo, unos ángeles blancos como hostias cantan su éxtasis acompañándose con arpas que imitan sus alas, con címbalos de oro en bruto, con rayos puros moldeados a modo de trompetas, y con panderetas en que retumba la virginidad de los truenos jóvenes: las santas portan palmas —y no puedo mirar más arriba que las virtudes teologales, tan inefable es la santidad; pero oigo resonar estas palabras de un manera eterna: O filii et filiae.

III

Pero cuando mi espíritu no se ve gratificado por una ascensión en los cielos espirituales; cuando me canso de mirar el tedio en el metal cruel de un espejo y, sin embargo, en las horas en que el alma rítmica quiere versos y aspira al antiguo delirio del canto, mi poeta es el divino Théodore de Banville, que no es un hombre sino la voz misma de la lira. Con él siento que la poesía me embriaga —lo que todos los pueblos han llamado poesía—, y, sonriendo, bebo el néctar en el Olimpo del lirismo.
Y cuando cierro el libro, ya no lo hago ni sereno ni azorado, sino loco de amor, y desbordante, y con los ojos llenos de lagrimones de ternura, con un nuevo orgullo de ser hombre. ¡Todo cuanto hay en mí de entusiasmo ambrosino y de bondad musical, y de noble y de semejante a los dioses, canta, y tengo el éxtasis radiante de la Musa! ¡Amo las rosas, amo el oro del sol, amo los armoniosos sollozos de las mujeres de largos cabellos, y quisiera confundirlo todo en un poético beso!
Es que este hombre representa en nuestro tiempo al poeta, al eterno y clásico poeta, fiel a la diosa, y que vive en medio de la gloria olvidada de los héroes y de los dioses. Su palabra no tiene fin, es un canto de entusiasmo del que se alza la música, y el grito del alma ebria de toda la gloria. Los vientos siniestros que hablan en el espanto de la noche, los abismos pintorescos de la naturaleza, él no quiere oírlos ni tiene que verlos: avanza como un rey por entre la maravilla idumea de la edad de oro, celebrando para siempre la nobleza de los rayos y la rojez de la rosas, los cisnes y las palomas, y la resplandeciente blancura del lirio niño —¡la tierra feliz! Así debió de ser el primero que recibió de los dioses la lira y cantó la oda fascinada antes de nuestro antecesor Orfeo. Así debió de ser el mismo Apolo.
Por esto instituí en mi sueño la ceremonia de un triunfo que me gusta evocar en las horas de gloria y de magia, y yo la llamo la fiesta del poeta: el elegido es este hombre de nombre predestinado, armonioso como un poema y encantador como un decorado. En un gran final, reina sentado en un trono de marfil, revestido de la púrpura que sólo él tiene derecho a llevar, y con la frente coronada con las hojas gigantes de los laureles de la Turbie. Ronsard canta odas, y Venus, vestida con el azur que sale de su cabellera, le escancia la ambrosía —mientras que a sus pies se agitan como olas los sollozos de un pueblo agradecido. La gran lira se extasía en sus manos augustas.

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán

  

SYMPHONIE LITTÉRAIRE
Théophile Gautier. ― Charles Baudelaire. ― Théodore de Banville.

I

Muse moderne de l’Impuissance, qui m’interdis depuis longtemps le trésor familier des Rhythmes, et me condamnes (aimable supplice) à ne faire plus que relire, ― jusqu’au jour où tu m’auras enveloppé dans ton irrémédiable filet, l’ennui, et tout sera fini alors, ― les maîtres inaccessibles dont la beauté me désespère ; mon ennemie, et cependant mon enchanteresse aux breuvages perfides et aux mélancoliques ivresses, je te dédie, comme une raillerie ou, ― le sais-je ? ― comme un gage d’amour, ces quelques lignes de ma vie écrites dans les heures clémentes où tu ne m’inspiras pas la haine de la création et le stérile amour du néant. Tu y découvriras les jouissances d’une âme purement passive qui n’est que femme encore, et qui demain peut-être sera bête.
C’est une de ces matinées exceptionnelles où mon esprit, miraculeusement lavé des pâles crépuscules de la vie quotidienne, s’éveille dans le Paradis, trop imprégné d’immortalité pour chercher une jouissance, mais regardant autour de soi avec une candeur qui semble n’avoir jamais connu l’exil. Tout ce qui m’environne a désiré revêtir ma pureté ; le ciel lui-même ne me contredit pas, et son azur, sans un nuage depuis longtemps, a encore perdu l’ironie de sa beauté, qui s’étend au loin adorablement bleue. Heure précieuse, et dont je dois prolonger l’état de grâce avec d’autant moins de négligence que je sombre chaque jour en un plus cruel ennui. Dans ce but, âme trop puissamment liée à la Bêtise terrestre, pour me maintenir par une rêverie personnelle à la hauteur d’un charme que je payerais volontiers de toutes les années de ma vie, j’ai recours à l’Art, et je lis les vers de Théophile Gautier aux pieds de la Vénus éternelle.
Bientôt une insensible transfiguration s’opère en moi, et la sensation de légèreté se fond peu à peu en une de perfection. Tout mon être spirituel, ― le trésor profond des correspondances, l’accord intime des couleurs, le souvenir du rhythme antérieur, et la science mystérieuse du Verbe, ― est requis, et tout entier s’émeut, sous l’action de la rare poésie que j’invoque, avec un ensemble d’une si merveilleuse justesse que de ses jeux combinés résulte la seule lucidité.
Maintenant qu’écrire ? Qu’écrire, puisque je n’ai pas voulu l’ivresse, qui m’apparaît grossière et comme une injure à ma béatitude ? (Qu’on s’en souvienne, je ne jouis pas, mais je vis dans la beauté.) Je ne saurais même louer ma lecture salvatrice, bien qu’à la vérité un grand hymne sorte de cet aveu, que sans elle j’eusse été incapable de garder un instant l’harmonie surnaturelle où je m’attarde : et quel autre adjuvant terrestre, violemment, par le choc du contraste ou par une excitation étrangère, ne détruirait pas un ineffable équilibre par lequel je me perds en la divinité ? Donc je n’ai plus qu’à me taire, — non que je me plaise dans une extase voisine de la passivité, mais parce que la voix humaine est ici une erreur, ― comme le lac, sous l’immobile azur que ne tache pas même la blanche lune des matins d’été, se contente de la refléter avec une muette admiration que troublerait brutalement un murmure de ravissement. Toutefois, ― au bord de mes yeux calmes s’amasse une larme dont les diamants primitifs n’atteignent pas la noblesse ; ― est-ce un pleur d’exquise volupté ? Ou, peut-être, tout ce qu’il y avait de divin et d’extra-terrestre en moi a-t-il été appelé comme un parfum par cette lecture trop sublime ? De quelle source qu’elle naisse, je laisse cette larme, transparente comme mon rêve lucide, raconter qu’à la faveur de cette poésie, née d’elle-même et qui exista dans le répertoire éternel de l’Idéal de tout temps, avant sa moderne immersion du cerveau de l’impeccable artiste, une âme dédaigneuse du banal coup d’aile d’un enthousiasme humain peut atteindre la plus haute cime de sérénité où nous ravisse la beauté.

II

L’hiver, quand ma torpeur me lasse, je me plonge avec délices dans les chères pages des Fleurs du mal. Mon Baudelaire à peine ouvert, je suis attiré dans un paysage surprenant qui vit au regard avec l’intensité de ceux que crée le profond opium. Là-haut, et à l’horizon, un ciel livide d’ennui, avec les déchirures bleues qu’a faites la Prière proscrite. Sur la route, seule végétation, souffrent de rares arbres dont l’écorce douloureuse est un enchevêtrement de nerfs dénudés : leur croissance visible est accompagnée sans fin, malgré l’étrange immobilité de l’air, d’une plainte déchirante comme celle des violons, qui, parvenue à l’extrémité des branches, frissonne en feuilles musicales. Arrivé, je vois de mornes bassins disposés comme les plates-bandes d’un éternel jardin : dans le granit noir de leurs bords, enchâssant les pierres précieuses de l’Inde, dort une eau morte et métallique, avec de lourdes fontaines en cuivre où tombe tristement un rayon bizarre et plein de la grâce des choses fanées. Nulles fleurs, à terre, alentour, ― seulement, de loin en loin, quelques plumes d’aile d’âmes déchues. Le ciel, qu’éclaire enfin un second rayon, puis d’autres, perd lentement sa lividité, et verse la pâleur bleue des beaux jours d’octobre, et, bientôt, l’eau, le granit ébénien et les pierres précieuses flamboient comme aux soirs les carreaux des villes : c’est le couchant. Ô prodige, une singulière rougeur, autour de laquelle se répand une odeur énervante de chevelures secouées, tombe en cascade du ciel obscurci ! Est-ce une avalanche de roses mauvaises ayant le péché pour parfum ? ― Est-ce du fard ? ― Est-ce du sang ? ― Étrange coucher de soleil ! Ou ce torrent n’est-il qu’un fleuve de larmes empourprées par le feu de bengale du saltimbanque Satan qui se meut par derrière ? Écoutez comme cela tombe avec un bruit lascif de baisers… Enfin, des ténèbres d’encre ont tout envahi où l’on n’entend voleter que le crime, le remords et la Mort. Alors je me voile la face, et des sanglots, arrachés à mon âme moins par ce cauchemar que par une amère sensation d’exil, traversent le noir silence. Qu’est-ce donc que la patrie ?
J’ai fermé le livre et les yeux, et je cherche la patrie. Devant moi se dresse l’apparition du poëte savant qui me l’indique en un hymne élancé mystiquement comme un lis. Le rhythme de ce chant ressemble à la rosace d’une ancienne église : parmi l’ornementation de vieille pierre, souriant dans un séraphique outremer qui semble être la prière sortant de leurs yeux bleus plutôt que notre vulgaire azur, des anges blancs comme des hosties chantent leur extase en s’accompagnant de harpes imitant leurs ailes, de cymbales d’or natif, de rayons purs contournés en trompettes, et de tambourins où résonne la virginité des jeunes tonnerres : les saintes ont des palmes, ― et je ne puis regarder plus haut que les vertus théologales, tant la sainteté est ineffable ; mais j’entends éclater ces paroles d’une façon éternelle : O filii et filiæ.

III

Mais quand mon esprit n’est pas gratifié d’une ascension dans les cieux spirituels ; quand je suis las de regarder l’ennui dans le métal cruel d’un miroir, et, cependant, aux heures où l’âme rhythmique veut des vers et aspire à l’antique délire du chant, mon poëte, c’est le divin Théodore de Banville, qui n’est pas un homme, mais la voix même de la lyre. Avec lui, je sens la poésie m’enivrer, ― ce que tous les peuples ont appelé la poésie, ― et, souriant, je bois le nectar dans l’Olympe du lyrisme.
Et quand je ferme le livre, ce n’est plus serein ou hagard, mais fou d’amour, et débordant, et les yeux pleins de grandes larmes de tendresse, avec un nouvel orgueil d’être un homme. Tout ce qu’il y a d’enthousiasme ambrosien en moi et de bonté musicale, de noble et de pareil aux dieux, chante, et j’ai l’extase radieuse de la Muse ! J’aime les roses, j’aime l’or du soleil, j’aime les harmonieux sanglots des femmes aux longs cheveux, et je voudrais tout confondre dans un poétique baiser !
C’est que cet homme représente en nos temps le poëte, l’éternel et le classique poëte, fidèle à la déesse, et vivant parmi la gloire oubliée des héros et des dieux. Sa parole est sans fin, un chant d’enthousiasme, d’où s’élance la musique, et le cri de l’âme ivre de toute la gloire. Les vents sinistres qui parlent dans l’effarement de la nuit, les abîmes pittoresques de la nature, il ne les veut entendre ni ne doit les voir : il marche en roi à travers l’enchantement iduméen de l’âge d’or, célébrant à jamais la noblesse des rayons et la rougeur des roses, les cygnes et les colombes, et l’éclatante blancheur du lis enfant, ― la terre heureuse ! Ainsi dut être celui qui le premier reçut des dieux la lyre et dit l’ode éblouie avant notre aïeul Orphée. Ainsi lui-même, Apollon.
Aussi j’ai institué dans mon rêve la cérémonie d’un triomphe que j’aime à évoquer aux heures de gloire et de féerie, et je l’appelle la fête du poëte : l’élu est cet homme au nom prédestiné, harmonieux comme un poëme et charmant comme un décor. Dans une apothéose, il siège sur un trône d’ivoire, couvert de la pourpre que lui seul a le droit de porter, et le front couronné des feuilles géantes du lauriers de la Turbie. Ronsard chante des odes, et Vénus, vêtue de l’azur qui sort de sa chevelure, lui verse l’ambroisie ― cependant qu’à ses pieds roulent les sanglots d’un peuple reconnaissant. La grande lyre s’extasie dans ses mains augustes.

Revue L’Artiste, 1 février 1865.



Octavio Paz: Siete versiones de Gérard de Nerval

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EL DESDICHADO

Je suis le ténébreux, — le veuf — l’inconsolé,
Le prince d’Aquitaine à la tour abolie :
Ma seule étoile est morte, — et mon luth constellé
Porte le Soleil noir de la Mélancolie.

Dans la nuit du tombeau, toi qui m’as consolé,
Rends-moi le Pausilippe et la mer d’Italie,
La fleur qui plaisait tant à mon cœur désolé,
Et la treille où le pampre à la rose s’allie.

Suis-je Amour ou Phébus ?... Lusignan ou Biron ?
Mon front est rouge encor du baiser de la reine ;
J ’ai rêvé dans la grotte où nage la sirène...

Et j’ai deux fois vainqueur traversé l’Achéron :
Modulant tour à tour sur la lyre d’Orphée
Les soupirs de la sainte et les cris de la fée.


Primera versión.

Yo soy el tenebroso —el viudo— el sin consuelo,
Príncipe de Aquitania de la torre abolida,
Murió mi sola estrella —mi laúd constelado
Ostenta el negro Sol de la Melancolía.

Tú que me has consolado de la tumba y su noche
El Pausílipo dame, la mar de Italia vuélveme,
La flor que amaba tanto mi desolado espíritu,
La parra donde el pámpano a la rosa se alía.

¿Soy el Amor o Febo?, ¿Lusignan o Birón?;
Roja mi frente está del beso de la reina;
Soñé en la gruta donde nadaba la sirena,

Traspasé el Aqueronte, vencedor por dos veces,
Y la lira de Orfeo he pulsado alternando
Suspiros de la santa con los gritos del hada.

Segunda versión.

Yo soy el tenebroso —el viudo— el desolado,
Príncipe de Aquitania de la torre hoy baldía,
Murió mi sola estrella —mi laúd constelado
Ostenta el negro Sol de la Melancolía.

Tú que en la noche tumularia me has consolado
el Pausílipo vuélveme, la mar que lo ceñía,
la flor que amaba tanto mi espíritu enlutado,
la parra donde el pámpano a la rosa se alía.

¿Soy Lusiñán, Biron? ¿Soy Apolo o soy Eros?
el beso de la reina tornó aurora mi frente;
en tu gruta, sirena, manó el sueño veneros.

El Aquerón vencí dos veces, dos la nada,
y en la lira de Orfeo pulsé alternadamente
el llanto de la santa, los clamores del hada.


MYRTHO

Je pense à toi, Myrtho, divine enchanteresse,
Au Pausilippe altier, de mille feux brillants,
À ton front inondé des clartés d ’Orient,
Aux raisins noirs mêlés avec l’or de ta tresse.

C’est dans ta coupe aussi que j’avais bu l’ivresse,
Et dans l’éclair furtif de ton œil souriant,
Quand aux pieds d ’Iacchus on me voyait priant,
Car la Muse m’a fait l’un des fils de la Grèce.

Je sais pourquoi là-bas le volcan s’est rouvert...
C’est qu’hier tu l’avais touché d’un pied agile,
Et de cendres soudain l’horizon s’est couvert.

Depuis qu’un duc normand brisa tes dieux d’argile,
Toujours, sous les rameaux du laurier de Virgile,
Le pâle Hortensia s’unit au Myrthe vert !

***

Mirto, yo pienso en ti, divina encantadora,
En Pausílipo altivo, jardín resplandeciente,
En tu rostro que baña la claridad de Oriente,
En tu trenza solar que negras uvas dora.

En tu copa bebí la ebriedad de la hora
Y en el fugaz relámpago de tu ojo sonriente,
Cuando a los pies de Iaco me inclinaba ferviente:
Soy hijo, por la Musa, de Grecia y de la Aurora.

Yo sé por qué el volcán su cicatriz ha abierto...
Tú lo rozaste apenas, ayer, con pie liviano,
Y de cenizas súbitas quedó el cielo cubierto.

Quebró un duque normando tus deidades de arcilla:
Y al verde mirto besa, bajo el laurel pagano,
Desde entonces la hortensia, pálida maravilla.


DELFICA

La connais-tu, Dafné, cette ancienne romance,
Au pied du sycomore, ou sous les lauriers blancs,
Sous l’olivier, le myrtbe ou les saules tremblants,
Cette chanson d’amour... qui toujours recommence !

Reconnais-tu le TEMPLE, au péristyle immense,
Et les citrons amers où s’imprimaient tes dents ?
Et la grotte, fatale aux hôtes imprudents,
Où du dragon vaincu dort l’antique semence.

Ils reviendront ces dieux que tu pleures toujours !
Le temps va ramener l’ordre des anciens jours ;
La terre a tressailli d’un souffle prophétique...

Cependant la sibylle au visage latin
Est endormie encor sous l’arc de Constantin :
— Et rien n’a dérangé le sévère portique.

***
Ultima Cumaei venit jam carminis aetas.
Primera versión.

Dafne, ¿tú la conoces, esa antigua romanza,
Bajo el blanco laurel, o al pie del sicomoro,
Bajo el olivo, el mirto, los saúces temblantes,
Esa canción de amor que siempre recomienza?

¿Reconoces el Templo de inmenso peristilo,
Los amargos limones marcados por tus dientes,
Y la gruta, fatal a imprudentes intrusos,
Que esconde la simiente del vencido dragón?

¡Volverán esos dioses que tú lloras perdidos!
De la mano del tiempo vuelven los viejos días,
Un profético soplo la tierra ha estremecido...

Mas todavía, bajo el arco de Constantino,
La sibila de rostro latino está dormida.
Y nada turba aún al pórtico severo.


Segunda versión.

Dafne, ¿tú la recuerdas, la canción repetida
Bajo el blanco laurel, o al pie del sicomoro,
Bajo el olivo, el mirto, el saúz y su lloro,
Esa canción de amor, siempre recién nacida?

¿Reconoces el Templo, la piedra en luz ungida,
La marca de tus dientes en el limón de oro
Y la gruta, al intruso funesta, y su tesoro:
El semen del dragón en su entraña dormida?

¡Los tiempos resucitan, vuelven los viejos días!
Esos dioses que lloras tendrán forma visible,
Sobre la tierra soplan antiguas profecías.

Mas nada ha perturbado al pórtico impasible.
Dormida bajo el arco imperial de Constantino
Calla aún la sibila de semblante latino.


ARTÉMIS

La Treizième revient... c’est encor la première ;
Et c’est toujours la seule, — ou c’est le seul moment :
Car es-tu reine, ô toi ! la première ou dernière ?
Es-tu roi, toi le seul ou le dernier amant ?...

Aimez qui vous aima du berceau dans la bière ;
Celle que j’aimai seul m’aime encor tendrement :
C’est la mort — ou la morte... Ô délice ! ô tourment !
La rose qu’elle tient c’est la Rose trémière.

Sainte napolitaine aux mains pleines de feux,
Rose au cœur violet, fleur de sainte Gudule :
As-tu trouvé ta croix dans le désert des deux ?

Roses blanches, tombez ! vous insultez nos dieux :
Tombez fantômes blancs de votre ciel qui brûle :
— La sainte de l'abîme est plus sainte à mes yeux !

***

Primera versión.

Vuelve otra vez la Trece —¡y es aún la Primera!
Y es la única siempre —¿o es el solo momento?
¿Dime, Reina, tú eres la primera o la última?
¿Tú eres, Rey, el último?, ¿eres el solo amante?

Amad a la que os ama de la cuna a la tumba,
Aún, tierna, me ama la que yo sólo amaba,
Es la Muerte —o la Muerta—, ¡oh delicia, oh tormento!
El ramo entre sus brazos son rosas Malva rosa.

Santa napolitana de manos encendidas,
Flor de Santa Gudula de corazón morado,
¿Encontraste tu cruz en el cielo desierto?

Rosas blancas, ¡caed! —insultáis nuestros dioses,
Caed, blancos fantasmas, de vuestro cielo en lumbre,
¡Es más santa a mis ojos la santa del abismo!


Segunda versión.

Vuelve otra vez la Trece —¡y es aún la Primera!
Y es la única siempre —¿o es el único instante?
¿Dime, Reina, tú eres la inicial o postrera?
¿Tú eres, Rey, el último?, ¿eres el solo amante?

Amad a la que vuelve la muerte nacimiento,
Aquella que yo amaba por siempre es ya mi esposa,
Es la Muerte —o la Muerta— ¡oh delicia, oh tormento!
Florece entre sus brazos la regia Malva rosa.

Santa napolitana de manos como flamas,
Flor de entrañas violáceas, rosa de soledades,
¿Encontraste tu cruz en el cielo desierto?

¡Caed, blancos fantasmas, de vuestro cielo en llamas!
Rosas blancas, ¡caed! —insultáis mis deidades.
Más santa es la que surge del abismo entreabierto.

Traducción de OCTAVIO PAZ.
Versiones y diversiones, México, 1973.

Ovidio, Rolfe Humphries y Pedro Sánchez de Viana: Apolo y Marsias

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APOLO Y MARSIAS
Metamorfosis, Libro VI, 382-411

Un no sé quién de Lycia que acababa
De relatar lo dicho del tormento
Del Sátiro otro de ellos se acordaba.
Al cual vencido, con el raro acento
De la palustre caña, dio un castigo
Apolo, cual su loco atrevimiento.
Y al vencedor decía: «¿Por qué conmigo
Lo haces tan mal, estando arrepentido?
A mí me pesa competir contigo»,
Gritaba; mas al fin no le ha valido,
Porque de su pellejo fue privado
En pena del pecado cometido.
Todo él era una llaga, y ha manado
Por todas partes sangre, de manera
Que estaba el miserable aparejado
Para que cada cual testigo fuera
De los desnudos nervios, y advirtiendo
Los pulsos y las venas conociera.
Podíase ver el pecho, do moviendo
Se estaba el corazón y las entrañas,
Porque era transparente y estupendo.
Doliéronse de penas tan extrañas
Los Faunos, con los Sátiros hermanos,
Que son la Deidad de las montañas.
Lloraron sus sucesos inhumanos
Las Ninfas, con Olimpo entonces claro,
Pastores y vaqueros comarcanos.
La fértil tierra concibió del raro
Y tierno sentimiento la corriente
De lágrimas, en seno nada avaro.
De do formadas aguas prestamente,
Un río dicho Marsias ha engendrado
En Frigia, liquidísimo, excelente.
Ejemplos semejantes refiriendo,
Al caso torna el vulgo variable
De Amfión y su casa, conociendo
Que la soberbia extraña, detestable,
De Niobe, ocasión de todo era,
A quien con sentimiento lamentable
Lloraba Pelops solo, de manera
Que rasga de los pechos el vestido,
Con ansia congojosa y lastimera.
Y el hombro de marfil se ha parecido
Que era el izquierdo, el cual como el derecho
Al tiempo del nacer de carne ha sido.
Mas después que su padre le ha deshecho,
Y sus miembros los dioses ayuntaron,
Faltándole el siniestro a su despecho,
Al punto de marfil se le formaron,
Con el cual quedó Pelops[1] como de antes
Que el hombro con el alma le tornaron.


Nota de la edición de 1887:
[1] Pelops, rey de la Elida, hijo de Tántalo, es uno de los personajes más célebres de la antigüedad. Instituyó o restableció los juegos olímpicos, y se le tributaron después de su muerte honras divinas. Tenía un templo en Olimpia, inmediato al de Júpiter. Refiere Clemente de Alejandría que el Palladium de Trova estaba hecho con huesos de Pelops.



                                        
                                     So that story
Was ended; somebody began another,
About that satyr whom Latona's son
Surpassed at playing the flute, and punished, sorely,
Flaying him, so the skin all left his body.
So he was one great wound, with the blood flowing,
The nerves exposed, veins with no cover of skin
Over their beating surface, lungs and entrails
Visible as they functioned. The country people,
The woodland gods, the fauns, his brother satyrs,
The nymphs, and even Olympus, whom he loved
Through all his agony, all wept for him
With every shepherd looking after his flocks
Along those mountainsides. The fruitful earth
Drank in those tears, and turned them into water,
And sent them forth to air again, a rill,
A stream, the clearest of all the running Phrygian rivers,
Named Marsyas, for the victim.
                                                   And the people
Came back from those old stories to the present
Mourning the death of Amphion and his children.
Putting the blame on Niobe, but one man,
They say, wept for her even then.
That was her brother Pelops, who, in tearing
The garments from his breast, exposed his shoulder
Showing the patch of ivory on the left.
When he was born, his shoulders both were normal,
The left the same as the right, and both of flesh,
But later, when his father cut him to pieces.
And the gods put him together again, they could not
Find that one portion anywhere, and made
An ivory substitute, which served, and Pelops
Was a whole man again.


Translated by ROLFE HUMPHRIES.



Sic ubi nescio quis Lycia de gente virorum
rettulit exitium, satyri reminiscitur alter,
quem Tritoniaca Latous harundine victum
adfecit poena. 'quid me mihi detrahis?' inquit;
'a! piget, a! non est' clamabat 'tibia tanti.'
clamanti cutis est summos direpta per artus,
nec quicquam nisi vulnus erat; cruor undique manat,
detectique patent nervi, trepidaeque sine ulla
pelle micant venae; salientia viscera possis
et perlucentes numerare in pectore fibras.
illum ruricolae, silvarum numina, fauni
 et satyri fratres et tunc quoque carus Olympus
et nymphae flerunt, et quisquis montibus illis
lanigerosque greges armentaque bucera pavit.
fertilis inmaduit madefactaque terra caducas
concepit lacrimas ac venis perbibit imis;
quas ubi fecit aquam, vacuas emisit in auras.
inde petens rapidus ripis declivibus aequor
Marsya nomen habet, Phrygiae liquidissimus amnis.

Talibus extemplo redit ad praesentia dictis
vulgus et exstinctum cum stirpe Amphiona luget;
mater in invidia est: hanc tunc quoque dicitur unus
 flesse Pelops umeroque, suas a pectore postquam
deduxit vestes, ebur ostendisse sinistro.
 concolor hic umerus nascendi tempore dextro
corporeusque fuit; manibus mox caesa paternis
membra ferunt iunxisse deos, aliisque repertis,
qui locus est iuguli medius summique lacerti,
defuit: inpositum est non conparentis in usum
partis ebur, factoque Pelops fuit integer illo.


Edmond de Goncourt: Madame Aupick, la madre de Baudelaire

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2017 marca los 150 años de la muerte de Charles Baudelaire. Para conmemorar este aniversario, mientras nos preparamos para publicar el segundo y último volumen de las fundamentales CARTAS A LA MADRE, seguimos ofreciendo a nuestros lectores una colección de páginas en honor del grand Charles.

JOURNAL, vol. IX
Lundi 3 juin 1895

Ce soir, Mme Sichel me parlait de ses relations à Honfleur, avec Mme Aupick, la mère de Baudelaire.
Elle me peignait cette femme, petite, délicate, mignonne, un rien boscote, avec de grosses mains noueuses maladroites, pouvant tenir six dominos et, par là-dessus, si aveugle, qu'elle était obligée de coudre contre son nez.
Puis elle me décrivait sa maison, au bas de la côte de Grasse, choisie par le général, autrefois ambassadeur à Constantinople, dans un endroit qui lui rappelait la Corne d'Or, une maison à la chambre du général, tendue avec de la toile, et ressemblant à une tente, et à l'écurie renfermant deux carrosses d'apparat, dont la propriétaire avait été obligée de vendre les chevaux, quand elle avait été réduite à vivre de sa pension de veuve: carrosses, que les bonnes sortaient et promenaient, une heure, tous les samedis, sur les pavés de la cour.
Il semblait à la jeune fille qu'était Mme Sichel, que la vieille femme avait une haute idée de l'intelligence de son fils, mais qu'elle n'osait le témoigner, par suite de l'autorité, qu'avait sur son esprit un vieil ami, regardant son fils comme un chenapan, qui parlait toujours de venir voir sa mère, ne venait jamais, et ne lui écrivait que pour lui demander de l'argent.
Une révélation curieuse de cette causerie, c'est que la mère de Baudelaire, qui mourait après son fils, mourut de la même maladie, mourut aphasique. Ainsi tombe la légende, qui attribue à la vie de désordre de Baudelaire, cette maladie qui ne fut chez lui, qu'un résultat de l'atavisme.


DIARIO, vol. IX
Lunes 3 de junio de 1895

Esta tarde, Madame Sichel me habló de sus relaciones en Honfleur con Mme Aupick, la madre de Baudelaire.
Me describió a esa mujer pequeña, delicada, bonita, un poquitín jorobada, con grandes manos nudosas y torpes, en las que podían caber seis fichas de dominó, y, encima, tan ciega que se veía obligada a coser pegando la nariz.
Luego me describió su casa, al pie de la costa de Grasse, elegida por el general, antaño embajador en Constantinopla, en un sitio que le recordaba el Cuerno de Oro, una casa con la habitación del general tapizada de lona y parecida a una tienda, y con una caballeriza en que se guardaban dos carrozas de gala, cuyos caballos la dueña se vio obligada a vender cuando quedó reducida a vivir de su pensión de viuda: carrozas que las criadas sacaban y paseaban, una hora, todos los sábados, por el empedrado del patio.
A la joven que era Madame Sichel le parecía que la anciana mujer se hacía una gran idea de la inteligencia de su hijo, pero que no se atrevía a manifestarlo, debido a la autoridad que ejercía sobre su espíritu un viejo amigo que consideraba a su hijo un bribón que siempre hablaba de ir a ver a su madre, no iba nunca y sólo le escribía para pedirle dinero.
Una revelación curiosa de esta charla fue que la madre de Baudelaire, que moriría después que su hijo, murió de la misma enfermedad, murió afásica. Así cae la leyenda que atribuye a la vida de desorden de Baudelaire esa enfermedad, que no fue, en él, sino un resultado del atavismo.

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán.

José Lezama Lima: Julián del Casal y Charles Baudelaire

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2017 marca los 150 años de la muerte de Charles Baudelaire. Para conmemorar este aniversario, mientras nos preparamos para publicar el segundo y último volumen de las fundamentales CARTAS A LA MADRE, seguimos ofreciendo a nuestros lectores una colección de páginas en honor del grand Charles.

JULIÁN DEL CASAL Y CHARLES BAUDELAIRE
ESTETICISMO Y "DANDYSMO"

La belleza se convierte en mal peligroso, puede encarnar, las manos la asen. Ni su llegada ni su despedida, existía tranquilamente, el dedo podía tocarla con acusadora levedad y el ojo moroso repasarla o reconstruirla incesantemente. En aquella irreconciliable sustancia, es posible situar la ligereza de nuestros dedos mientras se desprende un breve remolino de humo. Por eso el siglo XIX, después de ciertas brusquedades románticas, enarca y confunde los temas del esteticismo y dandysmo. Pero Casal y Baudelaire han de servirnos para establecer precisas delimitaciones. Determinados presupuestos puros, indivisibles ingredientes, caen en su violenta exclusividad y rechazo, para ofrecer después, olvidando la sorpresa de la trasmutación intermedia, una síntesis de anticipadas purezas. En otras ocasiones, terrible seguridad, establece una distinción peligrosa y el poeta conduce o mira fijamente. Las cosas están ahí en su imposible aliento de toro destruido, nos rodean mansamente, pero frente a ellas no un apetito cognoscente, que supone una furia y una resistencia, sino una distinción que establece en el mundo exterior o enemigo una preintencionada categoría, que establece no una fría diferencia resuelta, sino una falsa escala de Jacob, donde el lago romántico tiene más atractivos que la cloaca surrealista, o los chalecos rojos del buen Théophile nos resultan más tolerables que la endiablada pistola de Alfred Jarry.
Casal, en ocasiones, distingue para ver, para prolongar su mirada. Para alcanzar la tregua de adormecer la mirada sobre las cosas que él distinguió o alcanzó. Casal es, quiere ser esteticista. Él adora la belleza como se decía graciosamente en aquellos días, convirtiéndola así en arquetipo fácil, en cosa cercana, burguesa y táctil. Desconociendo tal vez lo otro, a que tiene que ir todo poeta: el vencimiento de una sustancia que motiva en nosotros un incesante índice de refracción, mediante el cual las cosas revierten, se alejan o divierten. Propia pertenencia, tierra poseída. Y aquel invisible y tenaz rumor que le comunica a la sustancia que ha de ser vencida un leve fruncimiento, mediante el cual surge la forma, como un paseo y como un nacer. Pero sin distinguir, sin romper, sin nacer. De tal manera que en aquel vasto sistema de lo homogéneo y de lo indistinto, hay siempre la espera misteriosa, el silencio que se realiza y aquel afuera nuestro, mediante el cual el misterio de los enlaces goza de un suave despertar, invisible deslizarse, donde distinguir es una enojosa espera o una grosera interrupción.
Esteticismo y dandysmo, Casal y Baudelaire, peligros y perdurables soluciones marcan en esos poetas totales separaciones. Si antes señalamos una zona de reciprocidades y confluencias en la temática de ambos poetas, ahora con respecto al modo de acercarse a la poesía, hay radicales disonancias. Desde Baudelaire hasta la poesía que se agita en nuestros días, conviene distinguir entre esteticismo y dandysmo, y conviene tener de esas dos posiciones poéticas una distinción tan precisa como los órdenes de los círculos infernales. El esteticismo llega a nuestros días, dándole vuelta entre sus dedos a la estética de la rosa, pero la brevedad de su tránsito, tema ético, y su misteriosa geometría, donde el misterio es mínimo y la geometría superficial, limitan las vastas agitaciones que tiene que domeñar el poeta y las resultas de sus totales y fieros dolores. Por eso el tema de la rosa se desenvuelve en el poema breve, en la suitey en el solo de arpas, y desde Horacio hasta la venerable figura de Juan Ramón Jiménez, parece olvidar que Dios y el hombre incluyen a la belleza sin nombrarla, porque solo ellos son infinitamente hermosos y están siempre desnudos.
Casal prefiere la cabellera teñida al trigo y el ópalo engastado a la tranquila atmósfera del astro. Pero, ¿qué nos interesa eso y por qué lo subrayamos? Él está rodeado de maravillosas hojas, de la fauna de un trópico breve y calmado, que parece querer retener las delicias y rechazar las abundancias. Pero Casal, influido por la sinfonía de las flores que aparece en el Al revés de Huysmans, detesta el maravilloso trenzado de la hoja que le rodea, y sus amigos señalan como sus flores favoritas los crisantemos, el ixon, amarylis, el ilang, los crolilopsis, que Huysmans había mirado y aspirado por él. El esteticismo tiene como principal enemigo una refinada cursilería, como la excesiva ambición poética tiene como remedo el ridículo, pero acaso no es la primera virtud poética huir del buen gusto cortesano como huye de sí de todos.
Contrastemos ese esteticismo con el dandysmo de Charles Baudelaire, que asoma siempre que se acerca al tema de lo bello, principalmente en su Hymne a la Beauté. De una parte, cielo, Dios, ángel; de la otra, Satán, abismo, sirena, pero el dandy prescinde de una selección, pues ella, la belleza, solo contribuye a hacernos el Universo moins hideux et les instants moins lourds. La terrible indiferencia del dandy—que estrena sus mejores jubones para un paseo solitario o instala sus candelabros en una mesa sin invitados—que todo lo reduce a la persona, que de ella parte y en ella se anega, están patentes en esas declaraciones de Baudelaire. El dandy es en realidad el último de los artesanos de gran estilo que, carente de fe, termina convirtiéndose a sí mismo en piedra y se labra constantemente, con la misma indiferencia que si fuese labrado por el agua o por invisibles instrumentos.
Pero en la repulsa el dandysmo se muestra más decidido que el esteticismo. La poesía más huera e insulsa estaba representada entonces por el señor José Fornaris. Pero Casal, ya en los años en que comenzaba su modernismo, se separa de él sin brusquedades, y con motivo de su muerte Casal se detiene. Hay en eso una exquisita cortesía, pero también una indudable vacilación. Señala los que subrayaban la inutilidad de Fornaris y de ellos, dice Casal: “no serían capaces de componer la peor de sus décimas”. Pero no hay en eso una equivocación de Casal sino el que ve en el pobre Fornaris, el escondido detrás de otras pobrezas enmascaradas. “Hasta por los metros que emplea —dice de nuevo Casal refiriéndose a Fornaris— se conoce que su maestro ha sido Quintana, hueco, vulgarote e insulso rimador de lugares comunes”. Baudelaire se muestra irreductible, acompañado del hastío, solo reconoce a las nubes y su imprescindible innecesario, el dandyy la soledad. “Excepto Chateaubriand, Balzac, Stendhal. Mérimée. Vigny, Flaubert, Banville, Gautier, Leconte de Lisle —nos dice Baudelaire— toda la chusma moderna me da horror. La virtud, horror; el vicio, horror; el estilo fluido, horror; el progreso, horror”. La cantidad de su hastío, sus crecedoras cifras, le permiten aislar las negaciones del mundo exterior con el tiempo distribuido en días favorables. Ocioso mandarín, ocio y hastío, le burlan las cosas al hombre, para hacer de éste un juego de cartas y de hombres, y encuentra al fin en el tiempo empleado en consagrar cada uno de sus movimientos, la propia y mejor distribución de la distracción de sus miradas. El hastío del dandy le impulsa a prescindir de las cosas y queda así posesor poseído, infinito en su interminable línea de puntos; por eso confunde, mejor iguala, un rey y un criado, pues, distraído, le dice Lord Brummel a Jorge V: “Gales, toque el timbre”. Y aunque no le dé mucha importancia, tiene que fugarse a Bolonia, desterrado. No ha querido ofender, estaba abstraído, y tiene que irse al destierro casi igual tiempo que un tirano cansado. Pero he ahí que Charles Baudelaire, dandy perfecto, pretende entrar con la misma poesía en el destino, la gracia y el pecado original. Pero en sus últimos momentos, los esenciales, el dandy se puede trocar en un solitario perdurable. Incapaz de ser abuelo o de despertarse con el trigo en la mañana, el dandydedica sus últimos años a los sorbos teologales. Ved a Baudelaire coincidiendo con Santo Tomás de Aquino en el rechazo y condenación de lo que los escolásticos llamaban el progreso necesario.


***

Las últimas crisis del láudano, las más soberbias, se truecan en grandes invasiones de agua. Interminable juego de curvas, despeños, palacios submarinos van propiciando una interminable extensión. Ya los maestros antiguos veían en el agua la materia y en el fuego la forma. Los tejidos del agua y la forma comprobada que crece y se reconstruye, se esconde, reaparece, en una exquisita simultaneidad, se tornan en cuerpo intocable. He aquí el dandy apoyado en el láudano, como en un bastón invisible. Proporción, peso y sonido se van borrando ante la furia de lo extenso. Queda así el dandyreducido al hombre y al terrible dominio del agua, de la planicie, de lo lineal absoluto. Las cosas, borradas, han comenzado por no existir para huir de una forma dañada que no sería otra cosa que una incomprensible detención. Por eso irá a sumirse en temas teologales, encontrando en el paraíso y en el ángel, esa vasta zona de lo indistinto y de lo interminable homogéneo.
Desde su esteticismo Théophile Gautier afirmaba que una piel de pantera era más bella que el hombre. Lo primero que nos atrae del dandysmo y su reducción al hombre es su coincidencia con el antropocentrismo católico. El esteticismo, que no puede negar su línea de continuidad con los helenistas alemanes del XVIII, un Winckelmann, un Lessing, nos plantea directas relaciones entre el hombre y el sentido de las apariencias. Del antropomorfismo esteticista al antropocentrismo dandysta hay la diferencia entre dos culturas, dos actitudes que conducen a dos finales poéticos de distinta enemistad. Mientras el dandysmo termina en Charles Baudelaire, buscando el paraíso revelado y las reducciones del pecado original, el esteticismo culmina en las vitrinas, en las colecciones de ídolos muertos, de materia que no quiere ser firmada, que no marcha hacia nosotros. Ved a Casal sigiloso, de manos del cronista teatral Conde Kostia penetrando en el camerino de Sarah Bernhardt, Casal, inquieto, le arranca de la túnica un pedazo de encaje. Sorprended a Casal en las opulentas y graciosas cámaras que gustaba de habitar, cuyo repaso constituyen unas valiosas estampas finiseculares y cuyo trazado me complazco ahora en evitar —colocando como imágenes de su gusto en las paredes, desnudos del Moulin de la Gallete envueltos en las espiras de la serpiente. El encaje está ya hoy amarillento, su polvo no desatará ninguna mariposa, y el desnudo son los que ya se han convertido en estampa finisecular, en postales de imposible pornografía.
Rodeado de sus ídolos, el esteticista sufre de hastío, pero ¿acaso el dandy no se aburre también? Pero he ahí dos clases de hastío. El esteticista sufre el hastío de la riqueza artificial, pero igualmente el dandy está ganado por el hastío de la riqueza natural. Solo que el hastío del dandy está engendrado por la imposibilidad de la pareja. Por eso Baudelaire nos dice: “La mujer es lo contrario del dandy. Debe horrorizarnos. La mujer tiene hambre y quiere comer, sed y quiere beber. El bello mérito. La mujer es natural, es decir, abominable”. En el soneto Castidad, de Casal, no resuelto artísticamente, pero muy significativo para subrayar cómo este dandysmo de Baudelaire se filtra a través de su esteticismo. Ni con voz de ángel ni lenguaje obsceno, logra en mí enardecer al torpe bruto, dice Casal, refiriéndose a la mujer.
Queda así sujeto el dandy a las líneas que parten de él y que en él vuelven a confundirse. Es amarga esa almendra de perpetuo destierro, y una enumeración de dandys literarios, Lawrence Sterne, Villiers, Barbey, Baudelaire, Nerval, lo comprueban alternando el suicidio, con el insoportable tedio y con el lluvioso emigrar. Contrastemos esas enumeraciones dolorosas con el regodeo esteticista: Gautier, los Goncourt, Montesquieu-Fezensac, los chalecos rojos, los salones y las joyas, les ocupan tanto tiempo que su poesía termina en mera verba y exteriores opulencias. El dandy, Baudelaire lo demostró a cabalidad, es el enemigo del snob, el esteticista cuenta con los demás, con sus cegueras para despreciarlos y con sus deslumbramientos para atraerlos. El dandy no tiene que ver nada con el snob. A los esteticistas les faltó no solo propio pozo, sino también trágica objetividad, terrible conocimiento de lo indistinto.
Las categorías del mundo exterior son una de las gustosas fruiciones del esteticismo. Gusta de suponer más bella la rama del almendro que la corrupción del pez, del hambre o del zapato. Las excesivas reducciones del dandysmo al hombre le llevan a crear lo natural excesivo. Esta tensión propuesta por Baudelaire es la enemiga del sueño gobernado dirigido por los surrealistas. Lo natural que se excede, que impulsa al globo de fuego, reducido después a vellón o a paloma. No el sueño convertido en ganancial y alquilado palacio subacuático, Casi toda la poesía contemporánea arranca de ese natural excesivo. Lo maravilloso táctil es otro de los guiños del esteticismo que antecedía ciertas curas, o momentos de la materia en que ésta nos hablaba. Pero lo natural excesivo, cuenta con los primeros recursos que después se transforman en un prolongado balanceo entre los orígenes y el Juicio Final.
Esas violentas de la sustancia y su reflejo y la mentira primera coincidía con el más castigado artificio, llegando en ese juego de timbres a una fatal y desdeñosa coincidencia entre la vibración y el eco. Lo natural excesivo engendraba en el ser una tensión que el análisis podía receptar, uniendo lo inefable provocado a los instrumentos receptores. Ese inefable provocado se prolongaba, junto con lo natural excesivo, en la sustancia que no refracta diabólicamente el pensamiento, no coincidiendo, como en el sueño de Claudel, el conocimiento con el nacimiento de las cosas. Ese mundo de reducciones, de tensiones y de provocaciones, se iba sumergiendo en las delicias de una porosidad maravillosa, cuya sorpresa residual era el hastío de una coincidencia esperada. Lo natural excesivo se transformaba en un nuevo destino, o para decirlo con palabras de Baudelaire, en una fatalidad de nueva especie. Claro está que las reducciones al hombre podían ser reemplazadas por las reducciones a un punto y enclavar la poesía entre el fenómeno de la creación y la nada, En esa caída del ángel no podía prolongarse la etapa de una posición retadora. Entonces Baudelaire, llamado Thibaudet, comprende que cuando la palabra se libera de toda gravitación y logra total nacimiento y pureza, surge entonces por rara adquisición de su reverso, el irreemplazable verbal, igualado con el tema del destino, y el trabajo de su mágica insistencia, adquiere entonces como el residuo de toda libre elección, la más inaudita dignidad. Baudelaire, en esto también como en todo, dandy perfecto, comprende lo que los católicos llaman deliciosamente la buena intención asidua, que resuelve las bruscas agresiones o armonizaciones entre el destino y la dignidad. Lo natural excesivo se ha tornado en un gracioso movimiento del hombre, que ahora lucha irreconciliablemente con los grandes y únicos temas, eliminada toda fatalidad de nueva especie, con la gracia, destino y pecado original. Ahora Baudelaire, que ha alcanzado la ambiciosa madurez, habita el ámbito de Racine, y el paraíso revelado está radicalmente escindido del paraíso comprado o sustitutivo. Desaparecen los excitantes, y Baudelaire une la evocación a la inspiración, como Claudel une la evocación y la creación. Eso ha sido el aporte más cuantioso de Baudelaire a la poesía, la más perfecta e inaudita trayectoria de poeta, la más gananciosa y absoluta de todos aquellos poetas que han pretendido que su conciencia domine su ser; después de él, evocación, creación e inspiración y consecuente método, marcan el inicio de toda poesía que aspira a un absoluto nuestro.
Impedido por el esteticismo no llega Casal a esos grandes temas de la poesía de Baudelaire. El catolicismo de Casal procedía de declaraciones cabales y de comprobaciones en la introducción a la muerte. “Me encuentro muy enfermo, le dice en carta a Darío, tan enfermo que desde julio a la fecha he recibido dos veces los santos sacramentos”. Después de haber recibido a la poesía en la misteriosa propiedad de la carne, ésta se apegaba a la salvación, insistencia ciega de la carne. De su estancia en el jesuita Colegio de Belén había derivado el frío del sustantivo y de su acompañante, pero ahora, tema jesuítico, las postrimerías le rondan. Casal conserva nítidamente el resguardo adolescente de su fe. Sin embargo, el catolicismo no está en su obra, ni mucho menos los temas del Trento jesuita. Sin embargo, en Baudelaire la desesperada brusquedad y tenebrosa angustia, con que se incita cada una de las integraciones de su obra, se agitan en la desesperación o clamor del catolicismo. El grito con que cierra su obra fundamental: sumergido en el fondo del golfo, cielo o infierno, qué importa. Al fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo. Ya aquí no presenciamos a Baudelaire y su acompañante método. Lo desconocido, clamor o rumor, qué importa, la única novedad tiene que salir de ese desconocido, que huye de la falsa paz de que nos habla Pascal. La época del método de Baudelaire la podemos reconocer en las ediciones con tablas de variantes de Les Fleurs du Mal, allí donde había puesto “porte toujours le chatiment”, rectifica y pone “porte souvent le chatiment”. Un siempre sustituido por un frívolo a veces. Pero en ese desconocido para alcanzar lo nuevo, Baudelaire tocó la más inaudita integración de poeta moderno conocida. Ya en esa frase parece Baudelaire tocar la zona del “speculum per enigmate” de San Pablo, enigma del espejo. De esa manera su poesía, que había utilizado el reflejo de los sentidos, los envíos del perfume, y que alcanza los grandes temas de la gracia y el paraíso revelado, se cierra deslumbradoramente con una postura de desesperado catolicismo, de contracción y clamor.


JOSÉ LEZAMA LIMA.
Ensayos, Julián del Casal (1941).

Oscar Vladislas de Lubicz Milosz: Canción de otoño

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CHANSON D'AUTOMNE

Écoutez la voix du vent dans la nuit,
La vieille voix du vent, la lugubre voix du vent,
Malédiction des morts, berceuse des vivants…
Écoutez la voix du vent.
Il n’y a plus de feuilles, il n’y a plus de fruits
Dans les vergers détruits.
Les souvenirs sont moins que rien, les espoirs sont très loin.
Écoutez la voix du vent.

Toutes vos tristesses, ô ma Dolente, sont vaines.
L’implacable oubli neige sinistrement
Sur les tombes des amis et des amants…
Écoutez la voix du vent.
Les lambeaux de l’été suivent le vent de la plaine ;
Tous vos souvenirs, toutes vos peines
Se disperseront dans la tempête muette du Temps.
Écoutez la voix du vent.

Elle est à vous, pour un moment, la sonatine
Des jours défunts, des nuits d’antan…
Oubliez-la, elle a vécu, elle est bien loin.
Écoutez la voix du vent.
Nous irons rêver, demain, sur les ruines
D’Aujourd’hui ; préparons les paroles chagrines
Du regret qui ment quotidiennement.
Écoutons la voix du vent.


CANCIÓN DE OTOÑO

Escucha la voz del viento en la noche,
La vieja voz del viento, la lúgubre voz del viento,
Maldición de los muertos, canción de cuna de los vivos…
Escucha la voz del viento.
Ya no hay hojas, ya no hay frutos
En los vergeles arrasados.
Los recuerdos son menos que nada, las esperanzas están muy lejos.
Escucha la voz del viento.

Todas tus tristezas, oh mi Doliente, son vanas.
El implacable olvido nieva siniestramente
Sobre las tumbas de los amigos y los amantes…
Escucha la voz del viento.
Los restos del verano se van tras el viento de la llanura;
Todos tus recuerdos, todas tus penas
Se dispersarán en la tempestad muda del Tiempo.
Escucha la voz del viento.

Es tuya, por un momento, la sonatina
De los días difuntos, de las noches de antaño…
Olvídala, su vida está acabada, está muy lejos.
Escucha la voz del viento.
Iremos a soñar, mañana, sobre las ruinas
De Hoy; preparemos las palabras taciturnas
De la añoranza que miente cotidianamente.
Escuchemos la voz del viento.

 Traducción para Literatura & Traducciones, de  Miguel Ángel Frontán.

Madame Aupick: Charles Baudelaire, mi idolatrado hijo

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2017 marca los 150 años de la muerte de Charles Baudelaire. Para conmemorar este aniversario, mientras esperamos la inminente publicación del segundo y último volumen de las fundamentales CARTAS A LA MADRE, hoy le damos la palabra a Caroline Archenbaut-Defayis, más conocida como Madame Aupick, la madre del grand Charles.
CHARLES BAUDELAIRE, MI IDOLATRADO HIJO
CARTAS DE MADAME AUPICK


CARTA A THÉODORE DE BANVILLE
Miércoles 18 [1866].
 Señor:
 Ha debido usted enterarse por los diarios de la horrible desgracia que ha golpeado a mi pobre hijo Charles Baudelaire. En cuanto lo supe, acudí a Bruselas para estar a su lado y cuidarlo tres meses, durante los cuales la parálisis fue disminuyendo, pero sigue sin poder hablar, o al menos sólo puede decir muy pocas palabras. Instada por los médicos, tuve que ponerlo en un sanatorio. Como se negaba obstinadamente a venir conmigo a Honfleur, decidió por su propia voluntad entrar en el sanatorio del doctor Duval, donde está instalado muy adecuadamente e incluso con alegría. Es allí, señor, donde usted lo encontrará, si tiene la extrema bondad de ir a verlo; quiero que sepa que, cuando le propuse a Charles enviarle algunos amigos a visitarlo, recibió su nombre con muchísima alegría, porque siente por usted una gran amistad. Esa gran amistad es la que va a servirme de excusa para con usted, así como el dolor profundo que me agobia. Charles, aunque no pueda responderle, oirá y comprenderá todo lo que usted le diga. Aunque los dos ataques de parálisis le hayan dejado el cerebro reblandecido, ha conservado cierta lucidez. Por lo demás, dado que no es capaz de expresar sus ideas, ¿podemos saber hasta qué punto la inteligencia, esa hermosa y elevada inteligencia de élite, ha desaparecido? Si usted se rinde a la súplica que le hago de ir a ver a ese desdichado, le expreso de antemano mi agradecimiento y lo saludo atentamente,

  C. VIUDA DE AUPICK.
El sanatorio del doctor Duval está en la Rue du Dôme n° 2, la calle que desemboca en la Rue Lauriston, cerca del Arco de Triunfo. Se puede visitar a los enfermos todos los días y a cualquier hora.

Monsieur,
Vous avez dû apprendre par les journaux le coup affreux dont mon pauvre fils Charles Baudelaire a été frappé. Dès que je l’ai su, je suis accourue près de lui à Bruxelles pour le soigner pendant trois mois, durant lesquels la paralysie a été diminuant, mais il est resté privé de la parole, ou du moins il ne peut dire que très peu de mots. Pressée vivement par les médecins, j’ai dû le mettre dans une maison de santé. Comme il se refusait obstinément à venir chez moi à Honfleur, il s'est décidé de son plein gré à entrer dans la maison de santé du docteur Duval où il est installé très sainement et même gaîment. C'est là, Monsieur, que vous le trouverez, si vous avez l'extrême bonté d'aller le voir ; vous saurez qu'en lui proposant de lui envoyer quelques amis pour le visiter il a accueilli votre nom avec une grande joie, parce qu'il a pour vous beaucoup d’amitié. C'est cette amitié qui va servir d'excuse près de vous, pour cette importunité, ainsi que la douleur profonde dont je suis accablée. Charles, sans pouvoir vous répondre, entendra et comprendra tout ce que vous lui direz. Quoique à ses deux attaques de paralysie il y ait eu ramollissement du cerveau, il a conservé une certaine lucidité d'esprit. D'ailleurs, peut-on savoir jusqu'à quel point l'intelligence, cette belle et haute intelligence d'élite, a disparu, puisqu'il ne peut exprimer ses idées ? Si vous vous rendez à la supplique que je vous adresse d'aller voir cet infortuné, je vous offre d'avance mes remerciements avec l'assurance de mes sentiments les plus distingués.
C. Vve AUPICK
La maison de santé du docteur Duval, rue du Dôme, 2, donnant dans la rue Laurislon près de l'arc de Triomphe. On peut voir les malades tous les jours, à toute heure.


§

FRAGMENTO DE UNA CARTA A POULET-MALASSIS

18 de septiembre de 1867.
  [...]
 ¡Qué padecimiento el mío! ¡Me he quedado sola en el mundo, ya sin nada que me ate a la vida! ¡Mi pobre hijo, ese hijo al que yo idolatraba, ya no existe! Sufrió cruelmente, en los últimos tiempos, a causa de varias llagas ocasionadas por la prolongada permanencia en la cama, lo que a veces le arrancaba un grito cuando había que moverlo. Sin embargo, en los últimos tiempos se había vuelto afable y resignado. Los dos últimos días y las tres últimas noches que precedieron a su muerte fueron muy calmos. Parecía dormir con los ojos abiertos, se apagó suavemente, sin agonía ni sufrimiento; yo lo tenía abrazado desde hacía una hora, porque quería recoger su último suspiro; le decía mil cosas cariñosas, convencida de que, a pesar de su estado de postración y de mutismo, debía de comprenderme y podía responderme. Aimée, que estaba conmigo, me confirmaba en esta idea. “¡Ah, señora, cómo la mira! ¡Claro que sí, la oye, le sonríe!”. ¿Cómo pude resistir semejante golpe? ¡Y sigo viviendo! Hay que creer que Dios quiere concederme que goce, por algún tiempo aún, con la hermosa reputación que deja y con su gloria. Usted pierde un amigo que le tenía mucho cariño; guarde un buen recuerdo suyo, era digno de él.
[...]

Comme je suis éprouvée ! Me voilà seule au monde sans plus rien qui me rattache à la vie ! Mon pauvre fils, ce fils que j’idolâtrais, n’est plus ! Il a cruellement souffert, dans les derniers temps, de plusieurs plaies survenues par suite du séjour prolongé au lit, ce qui lui arrachait parfois un cri, quand il fallait le remuer. Cependant il était devenu, dans les derniers temps, très doux et résigné. Les deux derniers jours et les deux dernières nuits qui ont précédé sa mort ont été très calmes. Il paraissait dormir avec les yeux ouverts, il s’est éteint tout doucement, sans agonie ni souffrances ; je le tenais embrassé depuis une heure, voulant recueillir son dernier soupir ; je lui disais mille tendresses, persuadée que, malgré son état de prostration et de mutisme, il devait me comprendre et pouvait me répondre. Aimée qui était avec moi, me confirmait dans cette pensée. Elle me disait : « Oh ! madame, comme il vous regarde ! Bien sûr, il vous entend, il vous sourit ! » Comment ai-je pu résister à un tel coup ? Et je vis ! Il faut croire que Dieu veut m’accorder de jouir, quelque peu de temps, de la belle réputation qu’il laisse, et de sa gloire. Vous perdez un ami qui vous était bien tendrement attaché ; conservez-lui un bon souvenir, il en était digne.
[...]

§

FRAGMENTO DE UNA CARTA A CHARLES ASSELINEAU
  [1868.]
Querido señor Asselineau:

Ésta es mi respuesta a lo que usted me pregunta en relación con el viaje de Charles:
En primer lugar, tiene que saber que mi marido, el general Aupick, adoraba a Charles. Cuando éste era niño, se ocupó mucho él mismo de su educación. Había dado con una inteligencia tan hermosa, con una mente tan inquisitiva, tan estudiosa, que lo asombraba en grado sumo, que se apegaba a ella cada día más.
Cuando llegaron los logros escolares, en el Louis-le-Grand, y una vez terminados los estudios, concibió para Charles sueños dorados de un brillante porvenir: quería verlo llegar a una alta posición social, algo no irrealizable, puesto que era amigo del duque de Orleáns. Pero ¡qué estupefacción para nosotros cuando Charles se negó a todo lo que queríamos hacer por él, cuando quiso volar con sus propias alas y ser poeta! ¡Qué desencanto en nuestra vida familiar hasta entonces tan feliz! ¡Qué pesar! Se nos ocurrió entonces, para darle otro curso a sus ideas y sobre todo para romper algunas malas relaciones, hacerlo viajar.
 El general, que era oriundo de un puerto de mar, que amaba el mar con pasión, y a quien, a la edad de Charles, le hubiera encantado navegar, pensó que un viaje por mar era preferible a un viaje por tierra. Puede que se haya equivocado, pero tenía las mejores intenciones para con mi hijo. Éste, sin la menor duda, hubiera preferido quedarse; pero, sin manifestar rechazo, dejó que las cosas siguieran su curso. Así fue como, por intermedio de un amigo que teníamos en Burdeos, confiamos a Charles a los cuidados del capitán Saliz, hombre respetable, alegre y de gran ingenio, que debía de caerle bien a Charles y que, efectivamente, le cayó bien. Ese capitán partió para Calcuta y tenía que ir más lejos; el viaje tenía que durar dieciocho meses. Se embarcaron a fines de mayo de 1841, Charles tenía veinte años. Al cabo de muy poco tiempo, Charles se sumió en un estado de tristeza que inquietó al capitán, que ponía todos sus esfuerzos en distraerlo, sin poder lograrlo; vivía en un aislamiento completo, sin trato con los pasajeros, en su mayoría comerciantes y oficiales. Si hablaba, sólo era para expresar el deseo de volver a Francia.
 Un acontecimiento marítimo terrible, como el capitán Saliz, según me escribió, nunca había visto en su larga carrera de marino, y en el que casi pudieron ver la muerte de cerca, sin que Charles se sintiese, sin embargo, desmoralizado por esto, contribuyó a aumentar quizás su rechazo por un viaje que, a su modo de ver, no tenía objeto. Cuando llegaron a la isla Mauricio, su tristeza no hizo más que crecer. Allí, donde todo era nuevo para él, no vio nada, nada que despertase la facultad de observación que poseía; quería a todo precio partir para volver a París, y, si no había modo de hacerlo, prefería quedarse en la isla Mauricio antes que continuar el viaje. El capitán, temiendo que sufriese esa enfermedad cruel, la nostalgia, cuyos efectos son a veces tan funestos, le aconsejó vivamente que lo acompañara a Saint-Denis (Borbón), y, si allí insistía en querer volver a Francia, le daba su palabra de que le facilitaría los medios para hacerlo. En Borbón declaró, como en la isla Mauricio, que quería partir; de modo que Monsieur Saliz se puso de acuerdo con un capitán elegido por Charles, que se embarcaba para Burdeos, para que lo llevase con él. Así fue como Charles volvió a nuestro lado en el mes de febrero de 1842.
[...]

Mon cher monsieur Asselineau,

Pour répondre à ce que vous me demandez au sujet du voyage de Charles, voici :
D'abord, il faut que vous sachiez que mon mari, le général Aupick, adorait Charles. Quand il était enfant, il s'était beaucoup occupé lui-même de son éducation. Il était tombé sur une si belle intelligence, un esprit si curieux, si studieux, qui l'étonnait au dernier point, qu'il s'y attachait de jour en jour davantage.
Quand sont arrivés les succès de collège, à Louis-le-Grand, et les études terminées, il a fait pour Charles des rêves dorés d'un brillant avenir ; il voulait le voir arriver à, une haute position sociale, ce qui n’était pas irréalisable, étant l’ami du duc d’Orléans. Mais quelle stupéfaction pour nous, quand Charles s'est refusé à tout ce qu’on voulait faire pour lui, a voulu voler de ses propres ailes, et être auteur ! Quel désenchantement dans notre vie d’intérieur si heureuse jusque-là ! Quel chagrin ! Nous avons eu alors la pensée, pour donner un autre cours à ses idées, et surtout pour rompre quelques relations mauvaises, de le faire voyager.
Le général, qui était d’un port de mer, qui aimait la mer passion, qui, à l’âge où était Charles, aurait été enchanté de naviguer, a pensé qu’un voyage par mer était préférable à un voyage par terre. Il a pu se tromper, mais il était pénétré des meilleures Intentions pour mon fils. Celui-ci aurait préféré rester sans nul doute ; mais, sans témoigner de répugnance, il s’est laissé faire. C’est ainsi que, par l’entremise d’un ami, que nous avions à Bordeaux, Charles a été confié aux soins du capitaine Saliz, homme honorable, gai et de beaucoup d’esprit, qui devait plaire à Charles et qui, effectivement, lui a plu. Ce capitaine partait pour Calcutta, il devait aller plus loin ; le voyage devait durer dix-huit mois. Ils se sont embarqués fin de mai 1841, Charles avait vingt ans. Au bout de très peu de temps, Charles est tombé dans des tristesses qui inquiétaient le capitaine, qui faisait tous ses efforts pour le distraire, sans pouvoir y parvenir ; il vivait dans un isolement complet, ne frayant pas avec les passagers, commerçants pour la plupart et officiers. S’il parlait, ce n’était que pour émettre le désir de retourner en France.
Un événement terrible de mer, tel que le capitaine Saliz m’a écrit n’en avoir jamais vu dans sa longue carrière de marin, où ils purent presque toucher la mort du doigt, sans que Charles en fût démoralisé, cependant, vint ajouter peut-être à son dégoût pour un voyage qui, dans ses idées, était sans but. Arrivé à Maurice, sa tristesse ne fit qu’augmenter. Là, où tout était nouveau pour lui, il n’a rien vu, rien qui éveillât la faculté d’observation qu’il possédait  ; il voulait à tout prix partir pour retourner à Paris, et que, s’il n’y avait pas moyen, il préférait rester à Maurice, plutôt que de continuer ce voyage. Le capitaine, craignant qu’ii ne fût atteint de cette maladie cruelle la nostalgie, dont les effets parfois sont si funestes, l’a vivement engagé à l’accompagner à Saint-Denis (Bourbon) et que, s’il persistait là à vouloir rentrer en France, il lui donnait sa parole qu’il lui en faciliterait les moyens. À Bourbon, il a déclaré, comme à Maurice, qu’il voulait partir; de sorte que M. Saliz s’est entendu avec un capitaine du choix de Charles, qui s’embarquait pour Bordeaux, de l’emmener avec lui. Voilà comme Charles nous est revenu au mois de février 1842.
 [...]
§

FRAGMENTO DE UNA CARTA A CHARLES ASSELINEAU

24 de marzo [de 1868].
  [...]
Si el padre de Baudelaire hubiera visto crecer a su hijo, ciertamente no se habría opuesto a su vocación de literato, ¡él, que amaba con pasión la poesía y que tenía un gusto tan puro! [...] ¡Se hubiera sentido muy orgulloso de verlo entrar en esa carrera, pese a todos los sinsabores, todas las torturas ligadas a ella, y que Théo Gautier describe tan bien! ¡Ah, cuán cierto es todo lo que dice acerca de eso! ¿Mi pobre niño no ha sido el mártir de su gran inteligencia? ¡Cómo debía de sufrir, sintiendo su propio valor, cuando mendigaba que le dieran trabajo y lo rechazaban duramente editores que estaban por debajo de su nivel, con el pretexto de que lo que escribía era demasiado excéntrico! Cuando fui a pasar dos meses a París, entre nuestras dos embajadas, Constantinopla y Madrid, ¡en qué cruel situación lo encontré! ¡En qué miseria! ¡Y yo, su madre, con tanto amor en el corazón, tanta buena voluntad para con él, no pude sacarlo de ese estado!
Hay algo que no tengo que reprocharme, como algunos padres cuyos hijos se extravían por no haberse dejado guiar por ellos y que, al ver sus sufrimientos, frente a su desdicha, cometen la barbaridad de decirles: Yo te lo predije, tendrías que haberme hecho caso u otras tonterías semejantes, tan duras como impías. Después de luchar fuertemente contra su vocación, a partir del momento en que publicó algo, cambié de lenguaje, quizás, sin saberlo, de opinión; siempre lo estimulé, lo alenté, tanto como pude. Pero ¿lo necesitaba?
 Salvo por algunos escasos desfallecimientos, siempre me pareció fuerte; nunca vi que se dejara abatir en medio de sus mayores desdichas, ¡porque su amigo fue muy infeliz, más infeliz de lo que usted puede creer! La Venus negra lo torturó de todos los modos posibles. ¡Ah, si usted supiera! ¡Y cuánto dinero le hizo dilapidar! En sus cartas, tengo una pila de ellas, nunca veo una sola palabra de amor. Si lo hubiera amado la perdonaría, la querría, quizás; pero son pedidos incesantes de dinero. Siempre es dinero lo que le hace falta, e inmediatamente. Su última carta, de abril de 1866, cuando yo emprendía el viaje para ir a cuidar a mi hijo a Bruselas, cuando él estaba en su lecho de dolor y paralizado, y sumido en tan grandes apuros de dinero, ella la escribe por una suma que él tiene que enviarle de inmediato. ¡Cómo debió de sufrir por ese pedido que no podía satisfacer! Todos esos tironeos pueden haber agravado su mal, podrían incluso haberlo causado.
[...]

Si le père Baudelaire avait vu grandir son fils, il ne se serait certes pas opposé à sa vocation d'homme de lettres, lui qui était passionné pour la littérature et qui avait le goût si pur ! [...] Il aurait été bien fier de le voir entrer dans cette carrière, malgré tous les déboires, toutes les tortures qui y sont attachés, et que Théo Gautier décrit si bien ! Oh ! que c’est vrai, tout ce qu’il dit là-dessus ! Mon pauvre enfant n’a-t-il pas été le martyr de sa haute intelligence ? Comme il devait souffrir, sentant sa propre valeur, lorsqu’il mendiait de l’ouvrage et qu’il était refusé durement par des éditeurs qui ne le valaient pas, sous prétexte que ce qu’il écrivait était trop excentrique ! Lorsque je suis venue passer deux mois à Paris, entre nos deux ambassades, Constantinople et. Madrid, dans quelle cruelle position je l’ai trouvé ! Quel dénuement ! Et moi, sa mère, avec tant d’amour dans le cœur, tant de bonne volonté pour lui, je n’ai pu le tirer de là !
Je n’ai pas à me reprocher, comme quelques parents dont les enfants se fourvoient pour ne pas s’être laissé guider par eux [et qui], en voyant leurs souffrances, en face de leur malheur, ont la barbarie de leur dire : Je l'avais prédit, il fallait m'écouter [ou] autres sottises semblables, aussi dures qu’impies. Après avoir vivement lutté anciennement contre sa vocation, du moment qu’il a publié quelque chose, j’ai changé de langage, peut-être même, à mon insu, d’opinion ; je l’ai toujours stimulé, encouragé, tant que j’ai pu. Mais en avait-il besoin ?
À quelques rares défaillances près, je l’ai toujours trouvé fort ; je ne l’ai jamais vu se laisser abattre au milieu de ses plus grands malheurs, car votre ami a été bien malheureux, plus malheureux que vous ne pouvez croire ! La Vénus noire l’a torturé de toutes manières. Oh ! si vous saviez ! Et que d’argent elle lui a dévoré ! Dans ses lettres, j’en ai une masse, je ne vois jamais un mot d’amour. Si elle l’avait aimé, je lui pardonnerais, je l’aimerais peut-être ; mais ce sont des demandes incessantes d’argent. C’est toujours de l’argent qu’il lui faut, et immédiatement. Sa dernière, en avril 1866, lorsque je partais pour aller soigner mon pauvre fils à Bruxelles, lorsqu’il était sur son lit de douleur et paralysé, et qu’il était dans de si grands embarras d’argent, elle lui écrit pour une somme qu’il faut qu’il lui envoie de suite. Comme il a dû souffrir à cette demande qu’il ne pouvait satisfaire ! Tous ces tiraillements ont pu aggraver son mal et pouvaient même en être la cause.
[...]

Traducción, prólogo y notas de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán.
Ediciones De La Mirándola, diciembre de 2017.
ISBN 978-987-3725-10-4


Charles Baudelaire: Querida madre. Carta a Madame Aupick

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Este año se han cumplido los 150 años de la muerte de Charles Baudelaire. En su homenaje, Ediciones De La Mirándola acaba de publicar Querida madre. Cartas a Madame Aupick 1860-1866, volumen que, sumado al anterior Querida mamá. Cartas a la madre 1834-1859,  completa la edición integral, primera en lengua española, de las cartas que, durante largos años, Baudelaire escribió a su madre, principal confidente y sostén inconmovible de su breve y atormentada viva. Ambos volúmenes constituyen, en su conjunto, un testimonio indispensable para conocer más a fondo la singular aventura vital y espiritual del poeta. A continuación ofrecemos pasajes de una extensa carta de 1861 contenida en el nuevo volumen.

QUERIDA MADRE
CARTA A MADAME AUPICK

[Febrero o marzo de 1861.]

¡Ah, querida madre!, ¿estaremos aún a tiempo de ser felices tú y yo? Ya no me atrevo a creerlo; —¡40 años, una tutela judicial, deudas enormes, y por último, lo peor de todo, la voluntad perdida, arruinada! ¿Quién sabe si no está alterada la mente misma? No lo sé, ya no puedo saberlo, puesto que he perdido hasta la capacidad del esfuerzo.
Ante todo, quiero decirte algo que no te digo lo bastante a menudo, y que sin duda ignoras, sobre todo si me juzgas por las apariencias, y es que mi cariño por ti va aumentando sin cesar. Es una vergüenza confesar que este cariño ni siquiera me da fuerzas para volverme a poner de pie. Contemplo los años pasados, los horribles años, me paso el tiempo reflexionando sobre la brevedad de la vida; nada más; y mi voluntad sigue herrumbrándose. Si alguna vez hubo un hombre que conoció, en su juventud, el esplín y la hipocondría, ese hombre, por cierto, soy yo. Y, sin embargo, tengo ganas de vivir, y quisiera conocer un poco la seguridad, la gloria, la satisfacción conmigo mismo. Algo terrible me dice: jamás, y alguna otra cosa me dice, sin embargo: inténtalo.
De tantos planes y proyectos, acumulados en dos o tres cajas que ya no me atrevo a abrir, ¿qué es lo que realizaré?, quizás nunca nada.
1 de abril de 1861.

La página anterior fue escrita hace un mes, seis semanas, dos meses, ya no sé cuándo. Caí en una especie de terror nervioso perpetuo; sueño espantoso, despertar espantoso; imposibilidad de actuar. Mis ejemplares estuvieron un mes encima de la mesa antes de que encontrara fuerzas para hacer paquetes. No le escribí a Jeanne, pasé casi tres meses sin verla; naturalmente, puesto que era imposible, no le envié un céntimo. (Vino a verme ayer; sale del hospicio, y su hermano, que según yo creía era su sostén, le vendió en su ausencia una parte de los muebles. Ella va a vender el resto para pagar algunas deudas). En ese horrible estado de ánimo, impotencia e hipocondría, volvió la idea del suicidio; ahora que ha pasado puedo decirlo; esa idea me atormentaba a toda hora del día. Veía en ella la liberación absoluta, la liberación de todo. Al mismo tiempo, y durante tres meses, por una contradicción singular pero sólo aparente, recé a toda hora (¿a quién?, ¿a qué ser definido?, no tengo la menor idea) para obtener dos cosas: para mí, fuerza para vivir; para ti, largos, largos años. Dicho sea de paso, tu deseo de morir es muy absurdo y muy poco caritativo, ya que tu muerte sería para mí el golpe final, y la imposibilidad absoluta de la felicidad.
Finalmente la idea fija desapareció, alejada por una ocupación violenta e inevitable, el artículo sobre Wagner, improvisado en tres días en una imprenta; sin la obsesión de la imprenta, nunca habría tenido fuerzas para hacerlo. Desde entonces he vuelto a caer enfermo de postración, de horror y de miedo. —He estado físicamente bastante mal dos o tres veces; pero una de las cosas que me resultan particularmente insoportables es que, al dormirme, e incluso mientras duermo, oigo muy claramente voces, frases completas, pero muy banales, muy vulgares, y sin relación alguna con mis asuntos.
Llegaron tus cartas; no eran algo que pudiese darme alivio. Siempre estás armada para lapidarme junto con la muchedumbre. Es algo que data de mi infancia, como ya sabes. Pero ¿cómo haces para ser siempre, para tu hijo, lo contrario de una amiga, salvo en las cuestiones de dinero, siempre y cuando, eso sí, y en esto se deja ver tu carácter a la vez absurdo y generoso, sólo pesen sobre ti? Yo tuve cuidado de señalarte, en el índice, todos los poemas nuevos. Te resultaba fácil comprobar que estaban todos hechos pensando en el conjunto. ¡Un libro en el que he trabajado veinte años, y que, por otra parte, no soy dueño de disponer que no se reimprima!
En cuanto a Monsieur Cardinne, el asunto es grave, pero en un sentido muy diferente del que crees. En medio de todos mis dolores, no quiero que un cura vaya a luchar contra mí en el espíritu de mi anciana madre, y yo arreglaré eso como es debido, si puedo, si me dan las fuerzas. La conducta de ese hombre es monstruosa e inexplicable. En cuanto a quemar los libros, eso ya nadie lo hace, excepto los locos que quieren ver cómo arde el papel. ¡Y yo que me privé estúpidamente de un ejemplar valioso, para halagarlo y para darle algo que reclamaba desde hacía tres años! ¡Y me he quedado sin ningún ejemplar para mis amigos! —Tú siempre has tenido que rebajarme delante de alguien. Así fue con Monsieur Émon, acuérdate. Ahora es delante de un cura, que ni siquiera tiene bastante delicadeza para esconderte un pensamiento hiriente. Y por último, ni siquiera ha comprendido que el libro se basa en una idea católica; pero esto es una consideración de otro orden.
Lo que me salvó del suicidio, sobre todo, fueron dos ideas bastante pueriles. La primera, que mi deber era dejarte notas minuciosas para el pago de todas mis deudas, y que por lo tanto primero había que ir a Honfleur, donde están guardados todos mis documentos, que sólo yo entiendo. La segunda, ¿lo confesaré?, que era muy duro acabar con mi vida antes de haber publicado por lo menos mis obras críticas, si renunciaba a los dramas (hay un segundo ya proyectado), a las novelas y, finalmente, a un gran libro con el que sueño desde hace dos años: Mi corazón al desnudo, en el que amontonaré todas mis cóleras. ¡Ah!, si ése ve la luz alguna vez, las Confesiones de J.-J [Rousseau]. parecerán pálidas. Ya ves que sigo soñando.
Desgraciadamente, para la elaboración de ese libro singular habría hecho falta conservar montones de cartas de todo el mundo, que, desde hace 20 años, he regalado o quemado.
—En fin, como ya te he dicho, una tarea violenta me sacó de mi embotamiento y de mi enfermedad tres veces durante veinticuatro horas. La enfermedad volverá.
[…]
Tenía, por cierto, otras cosas que decirte. Pero no me alcanzan ni el papel ni el tiempo. Sé buena conmigo; recuerda que, muy a menudo, eres injusta sin darte cuenta, sobre todo cuando me acusas de carecer de afecto por ti. Fue para probártelo que conservé el comienzo de mi carta, escrita en un momento en que no había recibido tus reproches.

CHARLES.
No puedes imaginarte cuántas veces he mezclado, en mis proyectos, mi vida con la tuya.
¿Has recibido la Contemporaine? Voy a mandarte la Européenne. No tengo tiempo de releer mi carta.


Traducción, prólogo y notas de Carlos Cámara Miguel Ángel Frontán.
Ediciones De La Mirándola, diciembre de 2017.
ISBN 978-987-3725-10-4


[Février ou mars 1861.]

Ah ! chère mère, est-il encore temps pour que nous soyons heureux ? Je n'ose plus y croire ; — 40 ans, un conseil judiciaire, des dettes énormes, et enfin, pire que tout, la volonté perdue, gâtée ! Qui sait si l'esprit lui-même n'est pas altéré ? Je n'en sais rien, je ne peux plus le savoir, puisque j'ai perdu même la faculté de l'effort.
Avant tout, je veux te dire une chose que je ne te dis pas assez souvent, et que tu ignores sans doute, surtout si tu me juges par les apparences, c'est que ma tendresse pour toi va augmentant sans cesse. C'est une honte d'avouer que cette tendresse ne me donne même pas la force de me relever. Je contemple les anciennes années, les horribles années, je passe mon temps à réfléchir sur la brièveté de la vie ; rien de plus ; et ma volonté va toujours se rouillant. Si jamais homme a connu, jeune, le spleen et l'hypocondrie, certes, c'est moi. Et cependant, j'ai envie de vivre, et je voudrais connaître un peu la sécurité, la gloire, le contentement de moi-même. Quelque chose de terrible me dit : jamais, et quelque autre chose me dit cependant : essaye.
De tant de plans et de projets, accumulés dans deux ou trois cartons que je n'ose plus ouvrir, qu'est-ce que j'exécuterai ? jamais rien peut-être.

1er avril 1861.

Cette page précédente a été écrite il y a un mois, six semaines, deux mois, je ne sais plus quand. Je suis tombé dans une sorte de terreur nerveuse perpétuelle ; sommeil affreux, réveil affreux ; impossibilité d'agir. Mes exemplaires sont restés un mois sur ma table avant que j'aie pu trouver le courage de Faire des enveloppes. Je n'ai pas écrit à Jeanne, je ne l'ai pas vue pendant près de trois mois ; naturellement, puisque c'était impossible, je ne lui ai pas envoyé un sol. (Elle est venue me voir hier ; elle sort de l'hospice, et son frère, sur qui je la croyais appuyée, lui a vendu en son absence une partie du mobilier. Elle va vendre le reste pour payer quelques dettes). Dans cette horrible situation d'esprit, impuissance et hypocondrie, l'idée du suicide est revenue ; je peux le dire maintenant que c'est passé ; à toute heure de la journée, cette idée me persécutait. Je voyais là la délivrance absolue, la délivrance de tout. En même temps, et pendant trois mois, par une contradiction singulière, mais seulement apparente, j'ai prié àtoute heure (qui? quel être défini? je n'en sais absolument rien) pour obtenir deux choses : pour moi, la force de vivre; pour toi, de longues, longues années. Soit dit en passant, ton désir de mourir est bien absurde et bien peu charitable, puisque ta mort sera pour moi un dernier coup, et l’impossibilité absolue du bonheur.
Enfin l'idée fixe a disparu, chassée par une occupation violente et inévitable, l'article Wagner, improvisé en trois jours dans une imprimerie ; sans l'obsession de l'imprimerie, je n'aurais jamais eu la force de le faire. Depuis lors, je suis retombé malade de langueur, d'horreur et de peur. — J'ai été physiquement assez mal deux ou trois fois ; mais une des choses qui me sont particulièrement insupportables, c'est, quand je m'endors, et même dans le sommeil, des voix que j'entends très distinctement, des phrases complètes, mais très banales, très triviales, et n'ayant aucun rapport avec mes affaires.
Tes lettres sont venues; elles n'étaient pas de nature à me soulager. Tu es toujours armée pour me lapider avec la foule. Tu cela [sic] date de mon enfance comme tu sais. Comment donc fais-tu pour être toujours pour ton fils le contraire d'une amie, excepté dans les affaires d'argent, pourvu, encore, et c'est là que se fait voir ton caractère à la fois absurde et généreux, qu'elles ne pèsent que sur toi ? J'avais pris soin de te noter, à la table des matières, tous les morceaux nouveaux. Il t'était facile de vérifier qu'ils étaient tous faits pour le cadre. Un livre auquel j'ai travaillé vingt ans, et que d'ailleurs je ne suis plus le maîtrede ne pas réimprimer !
Quant à M. Cardinne, c'est une affaire grave, mais dans un sens tout autre que celui que tu crois. Au milieu de toutes mes douleurs, je ne veux pas qu'un prêtre vienne lutter contre moi dans l'esprit de ma vieille mère, et j'y mettrai bon ordre, si je peux, si j'en ai la force. La conduite de cet homme est monstrueuse et inexplicable. Quant à brûler les livres, cela ne se fait plus, excepté chez les fous qui veulent voir flamber du papier. Et moi, qui m'étais bêtement privé d'un exemplaire précieux, pour lui plaire et pour lui donner une chose réclamée depuis trois ans ! et je suis sans exemplaire, pour mes amis ! — Il a toujours fallu que tu me misses aux genoux de quelqu'un. Ç'a été devant M. Emon, souviens-toi. Maintenant c'est devant un prêtre, qui n'a même pas assez de délicatesse pour te cacher une pensée blessante. Et enfin il n'a même pas compris que le livre partait d'une idée catholique ; mais ceci est une considération d'un autre ordre.
Ce qui m'a surtout sauvé du suicide, c'est deux idées qui te paraîtront bien puériles. La première, c'est que mon devoir était de te fournir des notes minutieuses pour le paiement de toutes mes dettes, et qu'ainsi il fallait d'abord aller à Honfleur, où sont classés tous mes documents, intelligibles pour moi seul. La seconde, l’avouerai-je ? c'est qu'il était bien dur d'en finir avant d'avoir publié au moins mes œuvres critiques, si je renonçais aux drames (il y en a un second projeté), aux romans, et enfin à un grand livre auquel je rêve depuis deux ans : Mon coeur mis à nu, et où j'entasserai toutes mes colères. Ah ! si jamais celui-là voit le jour, les Confessions de J.-J. paraîtront pâles. Tu vois que je rêve encore.
Malheureusement pour la confection de ce livre singulier, il aurait fallu garder des masses de lettres de tout le monde, que j'ai, depuis 20 ans, données ou brûlées.
[…]
J'avais bien d'autres choses à te dire. Mais le papier et le temps me manquent. Sois bonne pour moi ; souviens-toi que tu es, très souvent, injuste sans t'en douter, surtout quand tu m'accuses de manquer d'affection pour toi. C'est pour te le prouver que j'ai conservé le commencement de ma lettre, écrite à un moment où je n'avais pas reçu tes reproches.

CHARLES.
Tu ne peux pas t'imaginer combien de fois j'ai mêlé, dans mes projets, ma vie à la tienne.
As-tu reçu la Contemporaine ? Je vais t'envoyer l'Européenne. Je n'ai pas le temps de relire ma lettre.

Joseph de Maistre: La ley de la guerra

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Este año se han cumplido los 150 años de la muerte de Charles Baudelaire. En su homenaje, Ediciones De La Mirándola acaba de publicar Querida madre. Cartas a Madame Aupick 1860-1866, volumen que, sumado al anterior Querida mamá. Cartas a la madre 1834-1859,  completa la edición integral, primera en lengua española, de las cartas que, durante largos años, Baudelaire escribió a su madre, principal confidente y sostén inconmovible de su breve y atormentada viva. Ambos volúmenes constituyen, en su conjunto, un testimonio indispensable para conocer más a fondo la singular aventura vital y espiritual del poeta. "De Maistre y Edgar Poe me enseñaron a razonar", dijo, memorablemente, Baudelaire. Ver también, a propósito del primero, la carta a Alphonse Toussenel. Las dos últimas entradas de este 2017 están dedicadas a estas dos grandes admiraciones de Baudelaire.

 LA LOI DE LA GUERRE

Dans le vaste domaine de la nature vivante, il règne une violence manifeste, une espèce de rage prescrite qui arme tous les êtres in mutua funera : dès que vous sortez du règne insensible, vous trouvez le décret de la mort violente écrit sur les frontières mêmes de la vie. Déjà, dans le règne végétal, on commence à sentir la loi : depuis l'immense catalpa jusqu'au plus humble graminée, combien de plantes meurent, et combien sont tuées ! mais, dès que vous entrez dans le règne animal, la loi prend tout à coup une épouvantable évidence. Une force, à la fois cachée et palpable, se montre continuellement occupée à mettre à découvert le principe de la vie par des moyens violents. Dans chaque grande division de l'espèce animale, elle a choisi un certain nombre d'animaux qu'elle a chargés de dévorer les autres : ainsi, il y a des insectes de proie, des reptiles de proie, des oiseaux de proie, des poissons de proie, et des quadrupèdes de proie. Il n'y a pas un instant de la durée où l'être vivant ne soit dévoré par un autre. Au-dessus de ces nombreuses races d'animaux est placé l'homme, dont la main destructrice n'épargne rien de ce qui vit ; il tue pour se nourrir, il tue pour se vêtir, il tue pour se parer, il tue pour attaquer, il tue pour se défendre, il tue pour s'instruire, il tue pour s'amuser, il tue pour tuer : roi superbe et terrible, il a besoin de tout, et rien ne lui résiste. Il sait combien la tête du requin ou du cachalot lui fournira de barriques d'huile ; son épingle déliée pique sur le carton des musées l'élégant papillon qu'il a saisi au vol sur le sommet du Mont-Blanc ou du Chimboraço ; il empaille le crocodile, il embaume le colibri ; à son ordre, le serpent à sonnettes vient mourir dans la liqueur conservatrice qui doit le montrer intact aux yeux d'une longue suite d'observateurs. Le cheval qui porte son maître à la chasse du tigre, se pavane sous la peau de ce même animal ; l'homme demande tout à la fois, à l'agneau ses entrailles pour faire résonner une harpe ; à la baleine ses fanons pour soutenir le corset de la jeune vierge ; au loup, sa dent le plus meurtrière pour polir les ouvrages légers de l'art ; à l'éléphant ses défenses pour façonner le jouet d'un enfant : ses tables sont couvertes de cadavres. Le philosophe peut même découvrir comment le carnage permanent est prévu et ordonné dans le grand tout. Mais cette loi s'arrête-t-elle à l'homme ? non sans doute. Cependant quel être exterminera celui qui les exterminera tous ? Lui. C'est l'homme qui est chargé d'égorger l'homme. Mais comment pourra-t-il accomplir la loi, lui qui est un être moral et miséricordieux : lui qui est né pour aimer ; lui qui pleure sur les autres comme sur lui-même ; qui trouve du plaisir à pleurer, et qui finit par inventer des fictions pour se faire pleurer ; lui enfin à qui il a été déclaré qu'on redemandera jusqu'à la dernière goutte de sang qu'il aura versé injustement[1]? C'est la guerre qui accomplira le décret. N'entendez-vous pas la terre qui crie et demande du sang ? Le sang des animaux ne lui suffit pas, ni même celui des coupables versé par le glaive des lois. Si la justice humaine les frappait tous, il n'y aurait point de guerre ; mais elle ne saurait en atteindre qu'un petit nombre, et souvent même elle les épargne, sans se douter que sa féroce humanité contribue à nécessiter la guerre, si, dans le même temps surtout, un autre aveuglement, non moins stupide et non moins funeste, travaillait à éteindre l'expiation dans le monde. La terren'a pas crié en vain : la guerre s'allume. L'homme, saisi tout à coup d'une fureur divine, étrangère à la haine et à la colère, s'avance sur le champ de bataille sans savoir ce qu'il veut ni même ce qu'il fait. Qu'est-ce donc que cette terrible énigme ? Rien n'est plus contraire à sa nature ; et rien ne lui répugne moins : il fait avec enthousiasme ce qu'il a en horreur. N'avez-vous jamais remarqué que, sur le champ de bataille, l'homme ne désobéit jamais ? il pourra bien massacrer Nerva ou Henri IV ; mais le plus abominable tyran, le plus insolent boucher de chair humaine n'entendra jamais là : Nous ne voulons plus vous servir. Une révolte sur le champ de bataille, un accord pour s'embrasser en reniant un tyran, est un phénomène qui ne se présente pas à ma mémoire. Rien ne résiste, rien ne peut résister à la force qui traîne l'homme au combat ; innocent meurtrier, instrument passif d'une main redoutable, il se plonge tête baissée dans l'abîme qu'il a creusé lui-même ; il reçoit la mort sans ce douter que c'est lui qui a fait la mort[2].

Ainsi s'accomplit sans cesse, depuis le ciron jusqu'à l'homme, la grande loi de la destruction violente des êtres vivants. La terre entière, continuellement imbibée de sang, n'est qu'un autel immense où tout ce qui vit doit être immolé sans fin, sans mesure, sans relâche, jusqu'à la consommation des choses, jusqu'à l'extinction du mal, jusqu'à la mort de la mort[3].

Les Soirées de Saint-Pétersbourg, Septième entretien.

Notes :
[1]Gen., IX, 5.
[2]Infixae sunt gentes in interitum quem fecerunt. (Ps. IX, 16.)
[3] Car le dernier ennemi qui doit être détruit, c'est la mort. (S. Paul aux Cor. I, 15, 26.)

LA LEY DE LA GUERRA

En el vasto dominio de la naturaleza viviente, reina una violencia manifiesta, una especie de furor prescrito, que arma a todos los seres, in mutua funera[1]: en cuanto salimos del reino insensible, nos encontramos con el decreto de la muerte violenta, escrito en las fronteras mismas de la vida. Ya en el reino vegetal se comienza a sentir la ley: desde el inmenso catalpa hasta la más humilde de la gramíneas, ¡cuántas plantas mueren, y a cuantas se las mata! Pero en cuanto se entra en el reino animal, la ley toma enseguida una espantosa evidencia. Una fuerza, a la vez oculta y palpable, se muestra continuamente ocupada en dejar al descubierto el principio de la vida por medios violentos. En cada gran división de la especie animal, aquélla ha elegido un cierto número de animales a los que ha encargado de devorar a los demás: es así como hay insectos de presa, reptiles de presa, pájaros de presa, peces de presa y cuadrúpedos de presa. No hay un instante del tiempo en que un ser viviente no sea devorado por otro. Por encima de esas numerosas razas de animales está colocado el hombre, cuya mano destructora no perdona nada de cuanto vive; mata para alimentarse, mata para vestirse, mata para engalanarse, mata para atacar, mata para defenderse, mata para instruirse, mata para divertirse, mata por matar; rey soberbio y terrible, necesita de todo y nada le resiste. Sabe cuántos toneles de aceite le proporcionará la cabeza del tiburón o de la ballena; su fino alfiler clava en el cartón de los museos la elegante mariposa que ha cazado al vuelo en la cima del Mont-Blanc o del Chimborazo; embalsama el cocodrilo; embalsama el colibrí; cuando lo ordena, la serpiente de cascabel va a morir en el líquido conservante que debe mostrarla intacta a los ojos de una larga serie de observadores. El caballo que lleva a su dueño a la caza del tigre, se pavonea bajo la piel de ese mismo animal; el hombre exige, a la vez, al cordero sus entrañas para hacer resonar un arpa; a la ballena sus barbas para armar el corsé de la joven doncella; al lobo su diente más mortífero para pulir las obras ligeras del arte; al elefante sus colmillos para moldear el juguete de un niño: sus mesas están cubiertas de cadáveres. El filósofo puede incluso descubrir de qué modo la matanza permanente está prevista y ordenada en la totalidad de las cosas. ¿Pero esta ley sólo rige para el hombre? Sin duda, no. Entonces, ¿qué ser exterminará al que los exterminará a todos? Él mismo. Es el hombre el que está encargado de matar al hombre. ¿Pero cómo podrá ejecutar esta ley, él que es un ser moral y compasivo; él que ha nacido para amar; él que llora por los demás como por sí mismo, que encuentra placer en llorar y que acaba por inventar ficciones para que lloren por él; él, en fin, a quien se le ha declarado que tendrá que responder hasta por la última gota de sangre que haya derramado injustamente?[2] Es la guerra la que ejecutará el decreto. ¿No oyen ustedes la tierraque grita y pide sangre? La sangre de los animales no le basta, ni siquiera la de los culpables vertida por la espada de las leyes. Si la justicia humana los castigase a todos, no habría guerras; pero solamente es capaz de alcanzar a un pequeño número, e incluso a menudo los perdona, sin sospechar que su feroz humanidad contribuye a hacer necesaria la guerra, sobre todo si, al mismo tiempo, otra ceguera, no menos estúpida y no menos funesta, trabaja para acabar con la expiación en el mundo. La tierra no ha gritado en vano: la guerra estalla. El hombre, inflamado de repente con un furor divino, ajeno al odio y a la cólera, se arroja al campo de batalla sin saber lo que quiere, ni siquiera lo que hace. ¿Qué significa, pues, este terrible enigma? Nada hay más contrario a su naturaleza, y nada le repugna menos: hace con entusiasmo lo que lo horroriza. ¿No han notado ustedes alguna vez que en el campo de batalla el hombre no desobedece jamás? Podrá muy bien asesinar a Nerva o a Enrique IV; pero el más abominable tirano, el más insolente carnicero de carne humana, no oirá jamás allá: Ya no queremos servirte. Una rebelión en el campo de batalla, un acuerdo para hacer las paces renegando del tirano, es un fenómeno que no se presenta a mi memoria. Nada resiste, nada puede resistir a la fuerza que arrastra al hombre al combate; inocente asesino, instrumento pasivo de una mano terrible, se arroja de cabezaen el abismo que él mismo ha abierto; recibe la muertesin sospechar que es él mismo quien ha hecho la muerte.[3]


Así se cumple sin cesar, desde el insecto minúsculo hasta el hombre, la gran ley de la destrucción violenta de los seres vivientes. La tierra entera, continuamente empapada de sangre, no es más que un altar inmenso donde todo lo que vive debe ser inmolado sin fin, sin medida, sin descanso, hasta la consumación de las cosas, hasta la extinción del mal, hasta la muerte de la muerte.[4]

 Traducción para Literatura & Traducciones, de  Miguel Ángel Frontán.

Notas:
[1] Posible reminiscencia de un verso de la Eneida: Jam gravis aequabat luctus et mutua Mavors / Funera. Ya el terrible Marte tornaba iguales para ambas partes los duelos y las muertes.
[2] GénesisIX 5.
[3]Infixae sunt gentes in interitum quem fecerunt. (Ps. IX, 16.) “Las gentes que me perseguían han quedado sumidas en la perdición que habían preparado contra mí”  (traducción de Torres Amat).
[4] 1 Corintios XV 26. “Y el postrer enemigo que será deshecho, será la muerte” (Versión Reina-Valera).

Poe, Baudelaire y Pérez Bonalde: El cuervo

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Este año se han cumplido los 150 años de la muerte de Charles Baudelaire. En su homenaje, Ediciones De La Mirándola acaba de publicar Querida madre. Cartas a Madame Aupick 1860-1866, volumen que, sumado al anterior Querida mamá. Cartas a la madre 1834-1859,  completa la edición integral, primera en lengua española, de las cartas que, durante largos años, Baudelaire escribió a su madre, principal confidente y sostén inconmovible de su breve y atormentada viva. Ambos volúmenes constituyen, en su conjunto, un testimonio indispensable para conocer más a fondo la singular aventura vital y espiritual del poeta. "De Maistre y Edgar Poe me enseñaron a razonar", dijo, memorablemente, Baudelaire. Ver también, a propósito del primero, la carta a Alphonse Toussenel. Las dos últimas entradas de este 2017 están dedicadas a estas dos grandes admiraciones de Baudelaire.
THE RAVEN

Once upon a midnight dreary, while I pondered, weak and weary,
Over many a quaint and curious volume of forgotten lore—
    While I nodded, nearly napping, suddenly there came a tapping,
As of some one gently rapping, rapping at my chamber door.
“’Tis some visitor,” I muttered, “tapping at my chamber door—
            Only this and nothing more.”

    Ah, distinctly I remember it was in the bleak December;
And each separate dying ember wrought its ghost upon the floor.
    Eagerly I wished the morrow;—vainly I had sought to borrow
    From my books surcease of sorrow—sorrow for the lost Lenore—
For the rare and radiant maiden whom the angels name Lenore—
            Nameless here for evermore.

    And the silken, sad, uncertain rustling of each purple curtain
Thrilled me—filled me with fantastic terrors never felt before;
    So that now, to still the beating of my heart, I stood repeating
    “’Tis some visitor entreating entrance at my chamber door—
Some late visitor entreating entrance at my chamber door;—
            This it is and nothing more.”

    Presently my soul grew stronger; hesitating then no longer,
“Sir,” said I, “or Madam, truly your forgiveness I implore;
    But the fact is I was napping, and so gently you came rapping,
    And so faintly you came tapping, tapping at my chamber door,
That I scarce was sure I heard you”—here I opened wide the door;—
            Darkness there and nothing more.

    Deep into that darkness peering, long I stood there wondering, fearing,
Doubting, dreaming dreams no mortal ever dared to dream before;
    But the silence was unbroken, and the stillness gave no token,
    And the only word there spoken was the whispered word, “Lenore?”
This I whispered, and an echo murmured back the word, “Lenore!”—
            Merely this and nothing more.

    Back into the chamber turning, all my soul within me burning,
Soon again I heard a tapping somewhat louder than before.
    “Surely,” said I, “surely that is something at my window lattice;
      Let me see, then, what thereat is, and this mystery explore—
Let my heart be still a moment and this mystery explore;—
            ’Tis the wind and nothing more!”

    Open here I flung the shutter, when, with many a flirt and flutter,
In there stepped a stately Raven of the saintly days of yore;
    Not the least obeisance made he; not a minute stopped or stayed he;
    But, with mien of lord or lady, perched above my chamber door—
Perched upon a bust of Pallas just above my chamber door—
            Perched, and sat, and nothing more.

Then this ebony bird beguiling my sad fancy into smiling,
By the grave and stern decorum of the countenance it wore,
“Though thy crest be shorn and shaven, thou,” I said, “art sure no craven,
Ghastly grim and ancient Raven wandering from the Nightly shore—
Tell me what thy lordly name is on the Night’s Plutonian shore!”
            Quoth the Raven “Nevermore.”

    Much I marvelled this ungainly fowl to hear discourse so plainly,
Though its answer little meaning—little relevancy bore;
    For we cannot help agreeing that no living human being
    Ever yet was blessed with seeing bird above his chamber door—
Bird or beast upon the sculptured bust above his chamber door,
            With such name as “Nevermore.”

    But the Raven, sitting lonely on the placid bust, spoke only
That one word, as if his soul in that one word he did outpour.
    Nothing farther then he uttered—not a feather then he fluttered—
    Till I scarcely more than muttered “Other friends have flown before—
On the morrow he will leave me, as my Hopes have flown before.”
            Then the bird said “Nevermore.”

    Startled at the stillness broken by reply so aptly spoken,
“Doubtless,” said I, “what it utters is its only stock and store
    Caught from some unhappy master whom unmerciful Disaster
    Followed fast and followed faster till his songs one burden bore—
Till the dirges of his Hope that melancholy burden bore
            Of ‘Never—nevermore’.”

    But the Raven still beguiling all my fancy into smiling,
Straight I wheeled a cushioned seat in front of bird, and bust and door;
    Then, upon the velvet sinking, I betook myself to linking
    Fancy unto fancy, thinking what this ominous bird of yore—
What this grim, ungainly, ghastly, gaunt, and ominous bird of yore
            Meant in croaking “Nevermore.”

    This I sat engaged in guessing, but no syllable expressing
To the fowl whose fiery eyes now burned into my bosom’s core;
    This and more I sat divining, with my head at ease reclining
    On the cushion’s velvet lining that the lamp-light gloated o’er,
But whose velvet-violet lining with the lamp-light gloating o’er,
            She shall press, ah, nevermore!

    Then, methought, the air grew denser, perfumed from an unseen censer
Swung by Seraphim whose foot-falls tinkled on the tufted floor.
    “Wretch,” I cried, “thy God hath lent thee—by these angels he hath sent thee
    Respite—respite and nepenthe from thy memories of Lenore;
Quaff, oh quaff this kind nepenthe and forget this lost Lenore!”
            Quoth the Raven “Nevermore.”

    “Prophet!” said I, “thing of evil!—prophet still, if bird or devil!—
Whether Tempter sent, or whether tempest tossed thee here ashore,
    Desolate yet all undaunted, on this desert land enchanted—
    On this home by Horror haunted—tell me truly, I implore—
Is there—is there balm in Gilead?—tell me—tell me, I implore!”
            Quoth the Raven “Nevermore.”

    “Prophet!” said I, “thing of evil!—prophet still, if bird or devil!
By that Heaven that bends above us—by that God we both adore—
    Tell this soul with sorrow laden if, within the distant Aidenn,
    It shall clasp a sainted maiden whom the angels name Lenore—
Clasp a rare and radiant maiden whom the angels name Lenore.”
            Quoth the Raven “Nevermore.”

    “Be that word our sign of parting, bird or fiend!” I shrieked, upstarting—
“Get thee back into the tempest and the Night’s Plutonian shore!
    Leave no black plume as a token of that lie thy soul hath spoken!
    Leave my loneliness unbroken!—quit the bust above my door!
Take thy beak from out my heart, and take thy form from off my door!”
            Quoth the Raven “Nevermore.”

    And the Raven, never flitting, still is sitting, still is sitting
On the pallid bust of Pallas just above my chamber door;
    And his eyes have all the seeming of a demon’s that is dreaming,
    And the lamp-light o’er him streaming throws his shadow on the floor;
And my soul from out that shadow that lies floating on the floor
            Shall be lifted—nevermore!


 
LE CORBEAU

« Une fois, sur le minuit lugubre, pendant que je méditais, faible et fatigué, sur maint précieux et curieux volume d’une doctrine oubliée, pendant que je donnais de la tête, presque assoupi, soudain il se fit un tapotement, comme de quelqu’un frappant doucement, frappant à la porte de ma chambre. « C’est quelque visiteur, — murmurai-je, — qui frappe à la porte de ma chambre ; ce n’est que cela, et rien de plus. »

Ah ! distinctement je me souviens que c’était dans le glacial décembre, et chaque tison brodait à son tour le plancher du reflet de son agonie. Ardemment je désirais le matin ; en vain m’étais-je efforcé de tirer de mes livres un sursis à ma tristesse, ma tristesse pour ma Lénore perdue, pour la précieuse et rayonnante fille que les anges nomment Lénore, — et qu’ici on ne nommera jamais plus.

Et le soyeux, triste et vague bruissement des rideaux pourprés me pénétrait, me remplissait de terreurs fantastiques, inconnues pour moi jusqu’à ce jour ; si bien qu’enfin, pour apaiser le battement de mon cœur, je me dressai, répétant : « C’est quelque visiteur qui sollicite l’entrée à la porte de ma chambre, quelque visiteur attardé sollicitant l’entrée à la porte de ma chambre ; — c’est cela même, et rien de plus. »

Mon âme en ce moment se sentit plus forte. N’hésitant donc pas plus longtemps : « Monsieur, — dis-je, — ou madame, en vérité j’implore votre pardon ; mais le fait est que je sommeillais, et vous êtes venu frapper si doucement, si faiblement vous êtes venu taper à la porte de ma chambre, qu’à peine étais-je certain de vous avoir entendu. » Et alors j’ouvris la porte toute grande ; — les ténèbres, et rien de plus !

Scrutant profondément ces ténèbres, je me tins longtemps plein d’étonnement, de crainte, de doute, rêvant des rêves qu’aucun mortel n’a jamais osé rêver ; mais le silence ne fut pas troublé, et l’immobilité ne donna aucun signe, et le seul mot proféré fut un nom chuchoté : « Lénore ! » — C’était moi qui le chuchotais, et un écho à son tour murmura ce mot : « Lénore ! » — Purement cela, et rien de plus.

Rentrant dans ma chambre, et sentant en moi toute mon âme incendiée, j’entendis bientôt un coup un peu plus fort que le premier. « Sûrement, — dis-je, — sûrement, il y a quelque chose aux jalousies de ma fenêtre ; voyons donc ce que c’est, et explorons ce mystère. Laissons mon cœur se calmer un instant, et explorons ce mystère ; — c’est le vent, et rien de plus. »

Je poussai alors le volet, et, avec un tumultueux battement d’ailes, entra un majestueux corbeau digne des anciens jours. Il ne fit pas la moindre révérence, il ne s’arrêta pas, il n’hésita pas une minute ; mais, avec la mine d’un lord ou d’une lady, il se percha au-dessus de la porte de ma chambre ; il se percha sur un buste de Pallas juste au-dessus de la porte de ma chambre ; — il se percha, s’installa, et rien de plus.

Alors cet oiseau d’ébène, par la gravité de son maintien et la sévérité de sa physionomie, induisant ma triste imagination à sourire : « Bien que ta tête, — lui dis-je, — soit sans huppe et sans cimier, tu n’es certes pas un poltron, lugubre et ancien corbeau, voyageur parti des rivages de la nuit. Dis-moi quel est ton nom seigneurial aux rivages de la Nuit plutonienne ! » Le corbeau dit : « Jamais plus ! »

Je fus émerveillé que ce disgracieux volatile entendît si facilement la parole, bien que sa réponse n’eût pas un bien grand sens et ne me fût pas d’un grand secours ; car nous devons convenir que jamais il ne fut donné à un homme vivant de voir un oiseau au-dessus de la porte de sa chambre, un oiseau ou une bête sur un buste sculpté au-dessus de la porte de sa chambre, se nommant d’un nom tel que Jamais plus !

Mais le corbeau, perché solitairement sur le buste placide, ne proféra que ce mot unique, comme si dans ce mot unique il répandait toute son âme. Il ne prononça rien de plus ; il ne remua pas une plume, — jusqu’à ce que je me prisse à murmurer faiblement : « D’autres amis se sont déjà envolés loin de moi ; vers le matin, lui aussi, il me quittera comme mes anciennes espérances déjà envolées. » L’oiseau dit alors : « Jamais plus ! »

Tressaillant au bruit de cette réponse jetée avec tant d’à-propos : « Sans doute, — dis-je, — ce qu’il prononce est tout son bagage de savoir, qu’il a pris chez quelque maître infortuné que le Malheur impitoyable a poursuivi ardemment, sans répit, jusqu’à ce que ses chansons n’eussent plus qu’un seul refrain, jusqu’à ce que le De profundis de son Espérance eût pris ce mélancolique refrain : Jamais, jamais plus !

Mais, le corbeau induisant encore toute ma triste âme à sourire, je roulai tout de suite un siège à coussins en face de l’oiseau et du buste et de la porte ; alors, m’enfonçant dans le velours, je m’appliquai à enchaîner les idées aux idées, cherchant ce que cet augural oiseau des anciens jours, ce que ce triste, disgracieux, sinistre, maigre et augural oiseau des anciens jours voulait faire entendre en croassant son Jamais plus !

Je me tenais ainsi, rêvant, conjecturant, mais n’adressant plus une syllabe à l’oiseau, dont les yeux ardents me brûlaient maintenant jusqu’au fond du cœur ; je cherchais à deviner cela, et plus encore, ma tête reposant à l’aise sur le velours du coussin que caressait la lumière de la lampe, ce velours violet caressé par la lumière de la lampe que sa tête, à Elle, ne pressera plus, — ah ! jamais plus !

Alors il me sembla que l’air s’épaississait, parfumé par un encensoir invisible que balançaient des séraphins dont les pas frôlaient le tapis de la chambre. « Infortuné ! — m’écriai-je, — ton Dieu t’a donné par ses anges, il t’a envoyé du répit, du répit et du népenthès dans tes ressouvenirs de Lénore ! Bois, oh ! bois ce bon népenthès, et oublie cette Lénore perdue ! » Le corbeau dit : « Jamais plus ! »

« Prophète ! — dis-je, — être de malheur ! oiseau ou démon, mais toujours prophète ! que tu sois un envoyé du Tentateur, ou que la tempête t’ait simplement échoué, naufragé, mais encore intrépide, sur cette terre déserte, ensorcelée, dans ce logis par l’Horreur hanté, — dis-moi sincèrement, je t’en supplie, existe-t-il, existe-t-il ici un baume de Judée ? Dis, dis, je t’en supplie ! » Le corbeau dit : « Jamais plus ! »

« Prophète ! — dis-je, — être de malheur ! oiseau ou démon ! toujours prophète ! par ce Ciel tendu sur nos têtes, par ce Dieu que tous deux nous adorons, dis à cette âme chargée de douleur si, dans le Paradis lointain, elle pourra embrasser une fille sainte que les anges nomment Lénore, embrasser une précieuse et rayonnante fille que les anges nomment Lénore. » Le corbeau dit : « Jamais plus ! »

« Que cette parole soit le signal de notre séparation, oiseau ou démon ! — hurlai-je en me redressant. — Rentre dans la tempête, retourne au rivage de la Nuit plutonienne ; ne laisse pas ici une seule plume noire comme souvenir du mensonge que ton âme a proféré ; laisse ma solitude inviolée ; quitte ce buste au-dessus de ma porte ; arrache ton bec de mon cœur et précipite ton spectre loin de ma porte ! » Le corbeau dit : « Jamais plus ! »

Et le corbeau, immuable, est toujours installé, toujours installé sur le buste pâle de Pallas, juste au-dessus de la porte de ma chambre ; et ses yeux ont toute la semblance des yeux d’un démon qui rêve ; et la lumière de la lampe, en ruisselant sur lui, projette son ombre sur le plancher ; et mon âme, hors du cercle de cette ombre qui gît flottante sur le plancher, ne pourra plus s’élever, — jamais plus !

Traduction de CHARLES BAUDELAIRE.

 
EL CUERVO

Una fosca media noche, cuando en tristes reflexiones,
sobre más de un raro infolio de olvidados cronicones
inclinaba soñoliento la cabeza, de repente
 a mi puerta oí llamar:
como si alguien, suavemente, se pusiese con incierta
 mano tímida a tocar:
«Es—me dije—una visita que llamando está a mi puerta:
 eso es todo y nada más!»

¡Ah! Bien claro lo recuerdo: era el crudo mes del hielo,
y su espectro cada brasa moribunda enviaba al suelo.
Cuán ansioso el nuevo día deseaba, en la lectura
 procurando en vano hallar
tregua a la honda desventura de la muerte de Leonora,
 la radiante, la sin par
virgen pura a quien Leonora los querubes llaman, hora
 ya sin nombre... ¡nunca más!

Y el crujido triste, incierto, de las rojas colgaduras
me aterraba, me llenaba de fantásticas pavuras,
de tal modo que el latido de mi pecho palpitante
 procurando dominar,
«es, sin duda, un visitante—repetía con instancia—
 que a mi alcoba quiere entrar:
un tardío visitante a las puertas de mi estancia..
 eso es todo, y nada más!»

Paso a paso, fuerza y bríos
fue mi espíritu cobrando:
«Caballero—dije—o dama:
mil perdones os demando;
mas, el caso es que dormía,
y con tanta gentileza
me vinisteis a llamar,
y con tal delicadeza
y tan tímida constancia
os pusisteis a tocar,
que no oí»—dije—y las puertas
abrí al punto de mi estancia;
¡sombras sólo y...
nada más!

Mudo, trémulo, en la sombra por mirar haciendo empeños,
quedé allí, cual antes nadie los soñó, forjando sueños;
mas profundo era el silencio, y la calma no acusaba
 ruido alguno... Resonar
sólo un nombre se escuchaba que en voz baja a aquella hora
 yo me puse a murmurar,
y que el eco repetía como un soplo: ¡Leonora...!
 esto apenas, ¡nada más!
A mi alcoba retornando con el alma en turbulencia,
pronto oí llamar de nuevo,—esta vez con más violencia,
«De seguro—dije—es algo que se posa en mi persiana;
 pues, veamos de encontrar
la razón abierta y llana de este caso raro y serio,
 y el enigma averiguar.
¡Corazón! Calma un instante, y aclaremos el misterio...
 —Es el viento—y nada más!»

La ventana abrí—y con rítmico aleteo y garbo extraño
entró un cuervo majestuoso de la sacra edad de antaño.
Sin pararse ni un instante ni señales dar de susto,
 con aspecto señorial,
fue a posarse sobre un busto de Minerva que ornamenta
 de mi puerta el cabezal;
sobre el busto que de Palas la figura representa,
 fue y posose—¡y nada más!
Trocó entonces el negro pájaro en sonrisas mi tristeza
con su grave, torva y seria, decorosa gentileza;
y le dije: «Aunque la cresta calva llevas, de seguro
 no eres cuervo nocturnal,
viejo, infausto cuervo obscuro, vagabundo en la tiniebla...
 Dime:—«¿Cuál tu nombre, cuál
en el reino plutoniano de la noche y de la niebla?...»
 Dijo el cuervo: «¡Nunca más!.»

Asombrado quedé oyendo así hablar al avechucho,
si bien su árida respuesta no expresaba poco o mucho;
pues preciso es convengamos en que nunca hubo criatura
 que lograse contemplar
ave alguna en la moldura de su puerta encaramada,
 ave o bruto reposar
sobre efigie en la cornisa de su puerta, cincelada,
 con tal nombre: «¡Nunca más!».

Mas el cuervo, fijo, inmóvil, en la grave efigie aquella,
sólo dijo esa palabra, cual si su alma fuese en ella
vinculada —ni una pluma sacudía, ni un acento
 se le oía pronunciar...
Dije entonces al momento: «Ya otros antes se han marchado,
 y la aurora al despuntar,
él también se irá volando cual mis sueños han volado.»
 Dijo el cuervo: «¡Nunca más!»

Por respuesta tan abrupta como justa sorprendido,
«no hay ya duda alguna—dije—lo que dice es aprendido;
aprendido de algún amo desdichado a quien la suerte
 persiguiera sin cesar,
persiguiera hasta la muerte, hasta el punto de, en su duelo,
 sus canciones terminar
y el clamor de su esperanza con el triste ritornelo
 de jamás, ¡y nunca más!»
Mas el cuervo provocando mi alma triste a la sonrisa,
mi sillón rodé hasta el frente al ave, al busto, a la cornisa;
luego, hundiéndome en la seda, fantasía y fantasía
 dime entonces a juntar,
por saber qué pretendía aquel pájaro ominoso
 de un pasado inmemorial,
aquel hosco, torvo, infausto, cuervo lúgubre y odioso
 al graznar: «¡Nunca jamás!»

Quedé aquesto investigando frente al cuervo, en honda calma,
cuyos ojos encendidos me abrasaban pecho y alma.
Esto y más —sobre cojines reclinado— con anhelo
 me empeñaba en descifrar,
sobre el rojo terciopelo do imprimía viva huella
 luminosa mi fanal—
terciopelo cuya púrpura ¡ay! jamás volverá ella
 a oprimir—¡Ah! ¡Nunca más!

 Pareciome el aire, entonces,
 por incógnito incensario
 que un querube columpiase
 de mi alcoba en el santuario,
perfumado—«Miserable ser —me dije— Dios te ha oído,
 y por medio angelical,
tregua, tregua y el olvido del recuerdo de Leonora
 te ha venido hoy a brindar:
¡bebe! bebe ese nepente, y así todo olvida ahora.
 Dijo el cuervo: «¡Nunca más!»

 «Eh, profeta —dije— o duende,
 mas profeta al fin, ya seas
 ave o diablo— ya te envíe
 la tormenta, ya te veas
 por los ábregos barrido a esta playa,
 desolado
 pero intrépido a este hogar
 por los males devastado,
 dime, dime, te lo imploro:
 ¿Llegaré jamás a hallar
algún bálsamo o consuelo para el mal que triste lloro?»
 Dijo el cuervo: «¡Nunca más!»

«¡Oh, Profeta—dije—o diablo—Por ese ancho combo velo
de zafir que nos cobija, por el mismo Dios del Cielo
a quien ambos adoramos, dile a esta alma adolorida,
 presa infausta del pesar,
si jamás en otra vida la doncella arrobadora
 a mi seno he de estrechar,
la alma virgen a quien llaman los arcángeles Leonora!»
 Dijo el cuervo: «¡Nunca más!»

«Esa voz,
oh cuervo, sea
la señal
de la partida.
 Grité alzándome:—¡Retorna,
 vuelve a tu hórrida guarida,
la plutónica ribera de la noche y de la bruma!...
 de tu horrenda falsedad
en memoria, ni una pluma dejes, negra, ¡El busto deja!
 ¡Deja en paz mi soledad!
¡Quita el pico de mi pecho! De mi umbral tu forma aleja…»
 Dijo el cuervo: «¡Nunca más!»

Y aún el cuervo inmóvil, fijo, sigue fijo en la escultura,
sobre el busto que ornamenta de mi puerta la moldura…
y sus ojos son los ojos de un demonio que, durmiendo,
 las visiones ve del mal;
y la luz sobre él cayendo, sobre el suelo arroja trunca
 su ancha sombra funeral,
y mi alma de esa sombra que en el suelo flota…¡nunca
 se alzará… nunca jamás!




Francisco Luis Bernárdez: Espectro de Macedonio Fernández

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ESPECTRO DE MACEDONIO FERNÁNDEZ

El Buenos Aires de Macedonio Fernández está perdido más allá del nombre que me pusieron en la pila de la Merced, y es mucho más poderoso que los años de mi memoria. Pero ese furtivo raudal de formas y voces antepasadas, esa corriente de música y geometría que corroe muros, acentos y caras familiares al penúltimo Buenos Aires asoma de vez en vez a la imaginación, para mostrarle (con algún eco de rostros y alguna vislumbre de cosas) el genio y la figura de aquel mundo extraviado. La lectura de revistas amarillas (amarillas de tanto progresar) y la contemplación de fotografías emparentadas conmigo facilitan el hallazgo, siempre que la ciudad y mi cuerpo convengan en la quietud y se determinen a confundir sus respectivas edades. Esto suele suceder en mi casa, cuando el trabajo de mis hojas y la travesura del pensamiento quieren descansar en una ley argentina. Para recobrar, entonces, el acento de mi país y para corresponderme con su corazón, entorno despacito la pluma, dejo volar el papel, acudo al álbum de retratos y lo recorro sin despertar a nadie. Página por página, fisonomía por fisonomía, nombre por nombre, desando todo el camino que mi gente vivió desde 1880. Voy entre vidas útiles a la tierra; veo criaturas hábiles en el uso del mundo; repaso varones que sabían traducir el sudor en un pan inocente; cruzo personas ejercidas por el ocio, la inteligencia y el amor; oigo cabezas armónicas, eludo seres en desorden, aprovecho el mejor tiempo de todos y, cuando llego al número que más arriba escribí, cierro el álbum, atizo los ojos y descubro la proa que me trajo apellido español. Allí nace mi patria y allí mismo, para verla crecer, un buque suspende su canto.
Como sé que no puedo trasponer ese límite sin renunciar a mi pronunciación argentina (ya que mi sangre vuelve a ser historia de España más allá de mil ochocientos ochenta), procuro desentenderme de clarines y banderas anteriores a la venida de mi padre y averiguar el aire de mi nación en sólo medio siglo de fotografías. Así, de tumbo en tumbo (de tumba en tumba) por entre tanta gente marchita, me acerco al municipio de Macedonio Fernández y reconozco a su exclusivo contribuyente. Macedonio Fernández, a la sazón, es un chiquilín de seis años. Está solo. Desde su ventana se ve la ciudad. La ciudad es horrible. Pero el muchacho no se intimida. Fiel a su propia belleza, resuelve luchar hasta el fin. Empuja los postigos, atranca las puertas, y como la realidad ha quedado fuera de su vista, la considera vencida para siempre. (Si yo no puedo atestiguarla —presume—, la realidad no existe). Después amontona su fuerza, pone cerco a los libros y aguarda. Los capítulos, uno por uno, comienzan a capitular. Y cuando el último renglón es prisionero suyo, Macedonio comprende que su ventana ya no soporta la carga del mundo. Por un resquicio de la madera descubre la vivísima realidad. Y se desilusiona. Para justificar este súbito revés imagina que todo es un sueño. ¿Cuánto duró? No lo sabe. ¿Duran, acaso, los sueños? El tamaño de la biblioteca lo confunde. Tanto y tanto han descendido los anaqueles en el curso de la batalla que ya muchos están al alcance de la mano juvenil. El tiempo logró contraer una estantería, sin duda, pero ¿pudo alterar, entre tanto, la talla y el contorno de su persona? (Si no puede obrar sobre mí —concluye—, tampoco existe el tiempo). Decidido a verificar estas imágenes, el héroe cierra los libros, abre las puertas y afronta la ciudad.
En el vocerío que sube de las calles y baja de los balcones hay una promesa de muchedumbre feliz. El adolescente, casi acompañado ya, recuerda el silencio de su cárcel de papel y, al compararlo con esta música, desconfía de su gloria de lector y se pregunta si será tan fácil exponer el espíritu al fuego directo de los hombres y de la naturaleza toda como fácil ha sido sobreponerlo a los azares, alternativas y rigores de la lectura. ¡Qué lejos están ahora los libros! El primer amago de la vida natural ha desvanecido el escaso valor que tenían. Es menester olvidar cuanto antes este fracaso y apercibirse de nuevo para la defensa, pues en cualquier momento debe de sobrevenir, a juzgar por el creciente clamor, otra materia más hostil y más ardua que la de los libros aquellos. Humilde como nunca, Macedonio registra la ciudad en procura de los hombres y de su contraste. Los hombres, los hombres. ¿A qué temer su lección? Es mejor empezar a corregir el sueño propio, para que, cuando los hombres irrumpan, sea mucho menos difícil el despertar. Aquí mismo y ahora. ¡Pronto! Los hombres están cerca. Los hombres, los hombres, los hombres. ¿Y? Macedonio recorre la ciudad entera, la repasa, la revisa, la vuelve a recorrer; examina barrio por barrio, calle tras calle, techo a techo; va y viene de llamador en llamador, de zaguán en zaguán, de cancel en cancel; escudriña parques, andenes, esquinas, habitaciones y cúpulas; anda, desanda, sube, baja, despacio, de prisa, por acá, por aquí, por allá, por todas partes, otra vez, otra más, otra, mil... ¿Y? Los hombres no se manifiestan. Es inútil insistir, amigo lector. Un tumulto de carne, sí; muchas esperanzas; un presagio de semillas ocultas aún; alguna voz; otra señal; este son; aquél; algo; la sombra de una remota luz; una ráfaga de figuras; un presentimiento de sentimientos; una frescura todavía sin árboles; un perfume con su flor a lo lejos; y carne, sí, carne de carne casi viva; pero ninguna palabra, ninguna forma, ningún hombre. Nadie. La representación es perfecta, sin embargo. Fiel en el timbre, cabal en el dibujo, puntual en el movimiento. Parece la vida. Pero los hombres están ausentes. Un tranvía circula; ceden un poco los andamios; el alboroto redobla; las herramientas andan a una; los almacenes abren sus escaparates; hasta versos hay en alguna ventana; pero tan vacíos están los establecimientos, el tranvía, los útiles de trabajo, los obradores, el rumor y la poesía como los demás enseres del estar y del ser. El adolescente desiste ahora de su timidez y recae (por culpa de la ciudad) en aquella incertidumbre de antaño. La realidad, el tiempo, los hombres. Este desierto le da toda la razón. (El hombre —dice— también es un sueño.) Después incurre para siempre en sus antiguas imágenes.

Revista Sur, enero de 1939, año IX.

Dante y Bartolomé Mitre: Infierno, Canto V

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CANTO QUINTO
CÍRCULO SEGUNDO: LUJURIA
MINOS, PECADORES CARNALES, FRANCESCA DE RÍMINI

Segundo círculo del infierno. Minos examina las culpas a la entrada, y señala, a cada alma condenada el sitio de su suplicio. Círculo de los Injuriosos donde comienza la serie de los siete pecados capitales. Francesco de Rímini.

Así bajé del círculo primero,
al segundo, en que en trecho más cerrado,
más gran dolor, aúlla plañidero.

Allí, Minos, horrible, gruñe airado;
examina las culpas a la entrada:
juzga y manda, según ciñe el pecado.

Digo, que cuando el alma malhadada,
ante su faz, desnuda se confiesa,
aquel conocedor de la culpada,

ve de qué sitio del infierno es presa,
y cíñese la cola, y cada vuelta,
marca el grado a que abajo la endereza.

Presente hay siempre, multitud revuelta:
cada alma se declara ante su juicio;
la escucha, y al abismo baja vuelta.

«¿Qué buscas del dolor en el hospicio?»
Gritó Minos, mirando de hito en hito,
y suspendiendo su severo oficio.

«¡Guay de quien fías, y no seas cuito!
¡No te engañe la anchura de la entrada!»
Y mi guía le dijo: «¿A qué ese grito?

«No le interrumpas su fatal jornada:
lo quiere así, quien puede y ha podido
lo que se quiere. ¡No preguntes nada!»

Ora comienza el grito dolorido
a resonar en la mansión del llanto,
y el corazón golpea y el oído.

Era un lugar mudo de luz, en tanto
que mugía cual mar embravecida,
por encontrados vientos, con espanto.

La borrasca infernal, siempre movida,
los espíritus lleva en remolino,
y los vuelca y lastima a su caída.

Y en el negro confín del torbellino,
se oyen hondos sollozos y lamentos,
que niegan de virtud el don divino.

Eran los condenados a tormentos,
los pecadores, de la carne presa,
que a instintos abajaron pensamientos.

Cual estorninos, que en bandada espesa,
en tiempo frío, el ala inerte estiran,
así van ellos en bandada opresa.

De aquí, de allá, de arriba, abajo, giran,
sin esperanza de ningún consuelo:
ni a menos pena ni al descanso aspiran.

Como las grullas, que en tendido vuelo
hienden el aire, al son de su cantiga,
así van, arrastrados en su duelo,

por aquel huracán que los fustiga.
«¿Quienes son», pregunté, «que en giro eterno,
el aire negro con furor castiga?»

«La primera que ves en este infierno,»
me dijo, «emperatriz fue de naciones
de muchas lenguas, con poder superno:

«Rota fue de lujuria, y sus pasiones
en leyes convirtió, y así la afrenta
quiso en vida borrar de sus acciones:

«la Semíramis fue, de quien se cuenta,
dio de mamar a Nino y fue su esposa,
donde hoy el trono de Soldán se asienta.

«La otra que ves, se suicidó amorosa,
infiel a las cenizas de Siqueo:
la otra es Cleopatra, reina lujuriosa.»

Y a Helena vi, causa y fatal trofeo
de larga lucha; y víctima de amores,
al grande Aquiles, hijo de Peleo;

y a Paris y a Tristán, y de amadores,
las sombras mil, por el amor heridas,
que dejaron su vida en sus ardores.

Luego que supe las antiguas vidas,
sentí de la piedad el soplo interno,
desmarrido por tantas sacudidas.

«Hablar quisiera con lenguaje tierno»,
dije, «a esas sombras que ayuntadas vuelan,
tan leves como el aire en este infierno».

Y díjome: «Por el amor que anhelan,
pídeles que se acerquen, y a tu ruego
vendrán, cuando los vientos las impelan».

Y cuando el viento nos las trajo luego,
interpelé a las almas desoladas:
«Venid a mí, y habladme con sosiego».

Cual dos palomas por amor llevadas,
con ala abierta vuelan hacia el nido,
por una misma voluntad aunadas,

así, del grupo donde estaba Dido,
cruzaron por el aire malignoso,
tan simpático fue nuestro pedido.

Y exclamaron: «¡Oh, ser tan bondadoso,
que buscas al través del aire impío,
las víctimas de un mundo sanguinoso!

«Si Dios escucha nuestro ruego pío.
por tu paz rogaremos en buen hora,
pues que te apiada nuestro mal sombrío.

«Y pues oír y hablar tu voz implora
te hablaremos prestándote el oído,
mientras el viento calla, como ahora.

«Se halla la tierra donde yo he nacido
en la marina donde el Po desciende,
en paz con sus secuaces confundido.

«Amor, que alma gentil súbito prende
a este prendó de la gentil persona,
que me quitó la herida que aun me ofende.

«Amor, que a nadie amado, amar perdona,
me ató a sus brazos, con placer tan fuerte,
que como ves, ni aun muerta me abandona.

«Amor llevonos a la misma muerte,
Caína, esperaalmatador en vida
Las dos sombras me hablaron de esta suerte.

Al escuchar aquélla ánima herida,
bajé la frente, y el poeta amado,
«|Qué piensas?» preguntome, y dolorida,

salió mi voz del pecho atribulado:
«¡Qué deseos, qué dulce pensamiento,
les trajeron un fin tan malhadado!»

Y volviéndome a ellos al momento,
díjeles: «¡Oh Francesca! ¡tu martirio,
me hace llorar con pío sentimiento!

«Mas, del dulce, suspiro en el delirio,
¿Cómo te dio el Amor tímido acuerdo,
que abrió al deseo de tu seno el lirio!»

Y ella: «¡Nada es más triste que el recuerdo
de la ventura, en medio a la desgracia!
¡Muy bien lo sabe tu maestro cuerdo!

«Pero si tu bondad aun no se sacia,
te contaré, como quien habla y llora,
de nuestro amor la primitiva gracia.

«Leíamos un día, en grata hora,
del tierno Lanceloto la ventura,
solos, y sin sospecha turbadora.

«Nuestros ojos, durante la lectura
se encontraron: ¡perdimos los colores,
y una página fue la desventura!

«Al leer que el amante, con amores
la anhelada sonrisa besó amante,
este, por siempre unido a mis dolores,

«la boca me besó, todo tremante...
¡El libro y el autor... Galeoto han sido...!
¡Ese día no leímos adelante!»

Así habló el un espíritu dolido,
mientras lloraba el otro; y cuasi yerto,
de piedad, me sentí desfallecido,

y caí, como cae un cuerpo muerto.

Versión castellana de BARTOLOMÉ MITRE.

CANTO V

Canto quinto, nel quale mostra del secondo cerchio de l’inferno, e tratta de la pena del vizio de la lussuria ne la persona di più famosi gentili uomini.

Così discesi del cerchio primaio
giù nel secondo, che men loco cinghia
e tanto più dolor, che punge a guaio. 3

Stavvi Minòs orribilmente, e ringhia:
essamina le colpe ne l’intrata;
giudica e manda secondo ch’avvinghia. 6

Dico che quando l’anima mal nata
li vien dinanzi, tutta si confessa;
e quel conoscitor de le peccata 9

vede qual loco d’inferno è da essa;
cignesi con la coda tante volte
quantunque gradi vuol che giù sia messa. 12

Sempre dinanzi a lui ne stanno molte:
vanno a vicenda ciascuna al giudizio,
dicono e odono e poi son giù volte. 15

"O tu che vieni al doloroso ospizio",
disse Minòs a me quando mi vide,
lasciando l’atto di cotanto offizio, 18

"guarda com’entri e di cui tu ti fide;
non t’inganni l’ampiezza de l’intrare!".
E ’l duca mio a lui: "Perché pur gride? 21

Non impedir lo suo fatale andare:
vuolsi così colà dove si puote
ciò che si vuole, e più non dimandare". 24

Or incomincian le dolenti note
a farmisi sentire; or son venuto
là dove molto pianto mi percuote. 27

Io venni in loco d’ogne luce muto,
che mugghia come fa mar per tempesta,
se da contrari venti è combattuto. 30

La bufera infernal, che mai non resta,
mena li spirti con la sua rapina;
voltando e percotendo li molesta. 33

Quando giungon davanti a la ruina,
quivi le strida, il compianto, il lamento;
bestemmian quivi la virtù divina. 36

Intesi ch’a così fatto tormento
enno dannati i peccator carnali,
che la ragion sommettono al talento. 39

E come li stornei ne portan l’ali
nel freddo tempo, a schiera larga e piena,
così quel fiato li spiriti mali 42

di qua, di là, di giù, di sù li mena;
nulla speranza li conforta mai,
non che di posa, ma di minor pena. 45

E come i gru van cantando lor lai,
faccendo in aere di sé lunga riga,
così vid’io venir, traendo guai, 48

ombre portate da la detta briga;
per ch’i’ dissi: "Maestro, chi son quelle
genti che l’aura nera sì gastiga?". 51

"La prima di color di cui novelle
tu vuo' saper", mi disse quelli allotta,
"fu imperadrice di molte favelle. 54

A vizio di lussuria fu sì rotta,
che libito fé licito in sua legge,
per tòrre il biasmo in che era condotta. 57

Ell’è Semiramìs, di cui si legge
che succedette a Nino e fu sua sposa:
tenne la terra che ’l Soldan corregge. 60

L’altra è colei che s’ancise amorosa,
e ruppe fede al cener di Sicheo;
poi è Cleopatràs lussurïosa. 63

Elena vedi, per cui tanto reo
tempo si volse, e vedi ’l grande Achille,
che con amore al fine combatteo. 66

Vedi Parìs, Tristano"; e più di mille
ombre mostrommi e nominommi a dito,
ch’amor di nostra vita dipartille. 69

Poscia ch’io ebbi ’l mio dottore udito
nomar le donne antiche e ’ cavalieri,
pietà mi giunse, e fui quasi smarrito. 72

I’ cominciai: "Poeta, volontieri
parlerei a quei due che ’nsieme vanno,
e paion sì al vento esser leggeri". 75

Ed elli a me: "Vedrai quando saranno
più presso a noi; e tu allor li priega
per quello amor che i mena, ed ei verranno". 78

Sì tosto come il vento a noi li piega,
mossi la voce: "O anime affannate,
venite a noi parlar, s’altri nol niega!". 81

Quali colombe dal disio chiamate
con l’ali alzate e ferme al dolce nido
vegnon per l’aere, dal voler portate; 84

cotali uscir de la schiera ov’è Dido,
a noi venendo per l’aere maligno,
sì forte fu l’affettüoso grido. 87

"O animal grazïoso e benigno
che visitando vai per l’aere perso
noi che tignemmo il mondo di sanguigno, 90

se fosse amico il re de l’universo,
noi pregheremmo lui de la tua pace,
poi c’ hai pietà del nostro mal perverso. 93

Di quel che udire e che parlar vi piace,
noi udiremo e parleremo a voi,
mentre che ’l vento, come fa, ci tace. 96

Siede la terra dove nata fui
su la marina dove ’l Po discende
per aver pace co’ seguaci sui. 99

Amor, ch'al cor gentil ratto s'apprende,
prese costui de la bella persona
che mi fu tolta; e 'l modo ancor m'offende. 102

Amor, ch’a nullo amato amar perdona,
mi prese del costui piacer sì forte,
che, come vedi, ancor non m’abbandona. 
105

Amor condusse noi ad una morte.
Caina attende chi a vita ci spense".
Queste parole da lor ci fuor porte. 108

Quand’io intesi quell’anime offense,
china’ il viso, e tanto il tenni basso,
fin che ’l poeta mi disse: "Che pense?". 111

Quando rispuosi, cominciai: "Oh lasso,
quanti dolci pensier, quanto disio
menò costoro al doloroso passo!". 114

Poi mi rivolsi a loro e parla’ io,
e cominciai: "Francesca, i tuoi martìri
a lagrimar mi fanno tristo e pio. 117

Ma dimmi: al tempo d’i dolci sospiri,
a che e come concedette amore
che conosceste i dubbiosi disiri?". 120

E quella a me: "Nessun maggior dolore
che ricordarsi del tempo felice
ne la miseria; e ciò sa 'l tuo dottore. 123

Ma s’a conoscer la prima radice
del nostro amor tu hai cotanto affetto,
dirò come colui che piange e dice. 126

Noi leggiavamo un giorno per diletto
di Lancialotto come amor lo strinse;
soli eravamo e sanza alcun sospetto. 
129

Per più fïate li occhi ci sospinse
quella lettura, e scolorocci il viso;
ma solo un punto fu quel che ci vinse. 132

Quando leggemmo il disïato riso
esser basciato da cotanto amante,
questi, che mai da me non fia diviso, 135

la bocca mi basciò tutto tremante.
Galeotto fu ’l libro e chi lo scrisse:
quel giorno più non vi leggemmo avante". 138

Mentre che l'uno spirto questo disse,
l'altro piangëa; sì che di pietade
io venni men così com'io morisse. 141

E caddi come corpo morto cade.
Divina Commediaa cura di Giorgio Petrocchi.
Casa Editrice Le Lettere. Firenze, 1994.




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