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Channel: LITERATURA & TRADUCCIONES
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William Butler Yeats y Antonio Rivero Taravillo: La Balada del Padre John O'Hart

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THE BALLAD OF FATHER O’HART

GOOD Father John O'Hart
In penal days rode out
To a Shoneen who had free lands
And his own snipe and trout.

In trust took he John's lands;
Sleiveens were all his race;
And he gave them as dowers to his daughters.
And they married beyond their place.

But Father John went up,
And Father John went down;
And he wore small holes in his shoes,
And he wore large holes in his gown.

All loved him, only the shoneen,
Whom the devils have by the hair,
From the wives, and the cats, and the children,
To the birds in the white of the air.

The birds, for he opened their cages
As he went up and down;
And he said with a smile, 'Have peace now';
And he went his way with a frown.

But if when anyone died
Came keeners hoarser than rooks,
He bade them give over their keening;
For he was a man of books.

And these were the works of John,
When, weeping score by score,
People came into Colooney;
For he'd died at ninety-four.

There was no human keening;
The birds from Knocknarea
And the world round Knocknashee
Came keening in that day.

The young birds and old birds
Came flying, heavy and sad;
Keening in from Tiraragh,
Keening from Ballinafad;

Keening from Inishmurray.
Nor stayed for bite or sup;
This way were all reproved
Who dig old customs up.

Crossways (1889).

 
LA BALADA DEL PADRE JOHN O’HART
   
      El buen padre John O’Hart,
      cuando las leyes penales,
      fue a un ricacho con tierras
      y sus perdices y truchas.
   
      John le confió sus tierras;
      pero el otro era de una raza ruin:
      las dio como dote a sus hijas,
      y éstas se casaron muy lejos.
   
      Pero el padre John viajó
      de aquí para allá, y tenía
      agujeros en las botas
      y rotos en la sotana.

      Todos lo querían, menos
      el ricacho del demonio;
      mujeres, gatos y niños,
      y los pájaros del aire.
   
      Éstos porque abría sus jaulas
      mientras iba de un lado a otro
      y decía sonriendo “Tened paz”
      y seguía su camino con enojo.

      Pero si cuando alguien moría
      venían plañideras roncas como grajos,
      les prohibía que hicieran sus lamentos;
      pues él era un hombre de libros.
   
      Y éstas eran las obras de John,
      cuando llorando por docenas,
      las gentes vinieron a Coloony
      pues había muerto a los noventa y cuatro años.
     
      No hubo lamentos humanos;
      los pájaros de Knocknarea
      y todos los de en torno a Knocknashee
      hicieron su lamento ese día.
   
      Los pájaros jóvenes y los viejos
      vinieron volando, pesarosos, tristes;
      vinieron de Tiraragh a llorarlo,
      vinieron a llorarlo de Ballinafad;
   
      vinieron a llorarlo de Inishmurray,
      y no se quedaron para tomar bocado o sorbo;
      de esta forma fueron reprobados
      quienes desentierran las viejas costumbres.

Traducción de ANTONIO RIVERO TARAVILLO.








Nicolas Boileau-Despréaux y José María Salazar: Arte poética Canto I

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ARTE POÉTICA
CANTO I

PIENSA en vano subir un mal Poeta
A la elevada cima del Parnaso,
Cuando se empeña temerariamente
En el arte de Apolo soberano:
Si no siente del Cielo la influencia,
Si su estrella al nacer no lo ha formado,
En aquella impotencia retenido,
O de su propio genio siempre esclavo,
Sordo le viene a ser el mismo Febo,
Y de tardías alas el Pegaso.
Vosotros que seguís del bello ingenio,
El camino espinoso y arriesgado,
De un ardor y de un fuego peligroso
Vuestro débil espíritu inflamado;
Y confundiendo al Numen con la rima
Os consumís sin fruto en el trabajo.
Algún autor muy lleno de su objeto
No lo sabe dejar hasta agotarlo:
Lo veréis describir menudamente
Las más pequeñas partes de un palacio,
La fachada pintar desde el principio,
De terrado llevarnos en terrado,
Y de una grada aun corredor vistoso;
Detallarnos después el aparato
De sus balcones, balaustres de oro,
Cielos, departamentos ovalados,
Y para usar del técnico lenguaje
Los diversos festones y astragalos.
Gran parte de su libro he recorrido
Antes de hallar el término deseado,
Hasta que el edificio se limita
En un pensil de flores matizado.
Huid siempre la estéril abundancia:
No os empeñéis en un detalle vano
Fácilmente al espíritu repugna
Todo lo que se dice demasiado;
Nadie sabe escribir sin limitarse;
Mas el miedo de un vicio, de ordinario
En otro no menor nos precipita;
Teme aquél ser humilde, y es hinchado.
Se nos pierde en las nubes; aquel otro
No da a sus versos un carácter blando
Por no mostrarse débil, o es obscuro
Las largas difusiones evitando,
O deja su lenguaje muy vacío
Para no parecemos recargado.
Variad, pues, sin cesar vuestro discurso
Si apetecéis del público el aplauso;
Un tono muy igual nos adormece
Aunque sea brillante y elevado:
Para enfadar, parece que ha nacido
El que uniformes rimas recitando
Jamás diversifica su lenguaje
Y es de nuestros oídos el tirano.
¡Feliz el que, en su verso numeroso,
Con voz ligera, con estilo vario,
De lo severo pasa a lo risueño,
Muda en dulce lo grave y sublimado!
A su libro querido de los Cielos
Estarán mil lectores anhelando,
Y en casa de Barbin, nuestro librero,
No cesarán las gentes de comprarlo.
Conserve cada estilo su nobleza,
Y en ninguna materia sea bajo.
La falta de razón, y buen sentido,
Introdujo el burlesco descarado;
Nos agradó al principio por lo nuevo,
Sólo gracias triviales escuchamos,
La licencia en rimar no tuvo freno,
El tono de la feria habló el Parnaso,
Y muy frecuentemente se veía
En tabernero Apolo disfrazado.
El ejemplo del mal es peligroso,
Infectó las provincias, el contagio
Pasó luego del Pueblo hasta la Corte,
Y se internó después en los Palacios;
El mismo Asoucy hallaba sus lectores,
El decidor más necio tuvo aplauso:
Mas la facilidad y extravagancia
Le llegó a disgustar al cortesano,
Aprendió a conocer la grosería,
Distinguió lo sencillo de lo bajo,
Y dejó al morador de la provincia
Con Tifón todavía embelesado.
No manche tal estilo vuestra obra,
Y a Marot en sus chistes, imitando
Solamente dejad al Puente-Nuevo
Estos juegos ridículos y bajos;
Ni le sigáis los pasos a Brebeuf
Que en su heroica Farsalia ha presentado
A los montes llorando con el peso
De los muchos guerreros inmolados.
Sed sencillo con arte en vuestro tono,
Sublime sin orgullo ni aparato,
Agradable y ligero, sin afeite,
Si apetecéis del público el aplauso.
Ofreced al lector aquello solo
Que pueda complacerlo, y halagarlo.
Tened por la cadencia y armonía.
Un oído severo, delicado:
Que corte las palabras el sentido,
Notando el hemistiquio, y el descanso;
Que una vocal no impida la corriente
De otras vocales cuyo giro es blando.
Las palabras se eligen felizmente
Para que ofrezcan musical agrado;
Evitad el concurso aborrecible
De los sonidos ásperos y bajos:
Aun siendo el verso numeroso y lleno,
El pensamiento noble y elevado,
Si al oído le ofende su aspereza,
El espíritu llega a rechazarlo.
Solo en Francia el capricho daba leyes
Al principio infeliz de su Parnaso;
La rima a que en extremo se atendía,
El número y cesura descuidados,
Era el único objeto del poeta,
Y de todos sus versos el ornato.
Mas de nuestros antiguos romanceros
El arte confusísimo aclarando,
Apareció Villon sobre la Francia
Y este género obscuro ha mejorado.
En los diversos juegos de la rima
Siguió después Marot sobre sus pasos
Fijando regla cierta a los rondoes,
Ballatas y trioletos inventando.
Después Ronsard con método distinto
Dictó contrarias leyes al Parnaso,
Formó un arte confuso de su idea,
Y llegó a arrebatarse los sufragios.
Mas en la edad siguiente aquella Musa
Que en griego y en latín se había explicado
Cuando hablaba en francés, cayó por tierra
Como en desquite del primer aplauso.
Ella vio decaer todo su orgullo,
De su lenguaje el frívolo aparato,
Y a Bertaut y Desportes su caída
Volvió más retenidos y más cautos.
Malherbe fue el primero que en la Francia
Hizo reconocer el dulce agrado
De una justa cadencia, el poderío
De un vocablo a su tiempo colocado,
El deber de las Musas, la armonía,
La verdadera regla del Parnaso,
Por quien al fin descansa nuestro oído,
Y por quien fue el idioma reparado;
Desde entonces un verso inoportuno,
No les sirve a los otros de embarazo,
Y caen las estancias dulcemente
Con la posible gracia y sin trabajo
Todo el mundo sus leyes reconoce,
Nuestro siglo por él se ha modelado;
¡Feliz a quien le sirva de modelo,
La claridad, el tino y la pureza,
De sus felices giros imitando!
Si el sentido del verso no concibo
Mi espíritu se cansa de buscarlo,
Yo no sigo a un autor que se extravía,
A quien se halla con pena y con trabajo.
Hay algunos espíritus obscuros
Que de una espesa nube embarazados,
La luz de la razón no los penetra
Ni saben concebir de un modo claro.
Aprended a pensar antes que todo,
Bien escribimos cuando bien pensamos;
La expresión sigue siempre nuestra idea,
Y lo que se concibe sin trabajo,
Con claridad y método se enuncia,
Y sin dificultad nos explicamos.
Que sea sobre todo en vuestras obras
El idioma nativo respetado,
En cualquier extravío del ingenio
Lo debemos mirar como sagrado;
En vano de un sonido melodioso
Me ofreceréis vosotros el halago
Si de la frase el término es impropio,
O bien sus giros al idioma extraños.
De todo solecismo y barbarismo
Huid siempre la pompa y aparato;
El autor más divino se degrada
Si no respeta nuestro idioma patrio.
No os preciéis de ser prontos en la rima,
Mas trabajad con tiempo y con descanso,
Aunque os urja la orden más severa;
Es el más necio orgullo lo contrario.
Un estilo que corre con presteza
Y en que la gravedad no se ha cuidado,
Menos fuerza de espíritu señala,
Que falta de razón, de juicio sano.
A mí me agrada más un arroyuelo
Que va con lento y sosegado paso,
Y se desliza por la blanda arena
En un campo de flores matizado;
Que un torrente impetuoso, cuyo curso
No admite ya ribera ni embarazo,
Cuando se precipita con estruendo,
Y cubierto de lodo sobre el fango:
Corred sin tanta prisa en vuestra obra,
Y sin perder aliento en el trabajo,
Pulidla muchas veces, retocadla,
Algo añadiendo, mucho más borrando.
No basta en un escrito defectuoso,
De muy diversos vicios recargado,
Que los rasgos ligeros del ingenio
Lleguen a relucir de cuando en cuando;
Es menester también que cada cosa
Ocupe su lugar proporcionado,
Y que el fin y el principio correspondan
Al medio de la obra que formamos;
Que con sutil y delicado arte,
De las partes un todo acomodando,
Jamás nos separemos del objeto
Por ir en busca de un lenguaje raro.
¿Teméis por vuestros versos la censura?
Pues a vosotros mismos criticaos,
La ignorancia se admira de sí misma,
Éste es un mal frecuente y ordinario.
Sin orgullo de autor buscad amigos
Que sepan censurar vuestro trabajo,
Y vuestras faltas combatir con celo;
Mas no es amigo un lisonjero falso
Que os mofa y se divierte cuando alaba:
Buscad más el consejo que el aplauso.
Un vil adulador exclama siempre,
Lleno de admiración y de entusiasmo,
¡Vuestra obra es divina, encantadora!
Un éxtasis lo ocupa a cada paso,
No hay alguna palabra que le ofenda;
Ya se entrega a un placer extraordinario,
O llora de emoción y de ternura,
El más fastuoso elogio tributando;
No tiene la verdad este lenguaje,
Ni este aire impetuoso y exaltado.
El verdadero amigo es inflexible,
Exacto siempre, riguroso y franco;
No os deja en vuestras faltas satisfecho,
Ni un descuido por él es perdonado:
Coloca en su jugar lo mal dispuesto,
Corta un estilo de énfasis plagado;
Ya el sentido o la frase le repugna,
O ya un idioma de sintaxis falto;
Si el término es equívoco y obscuro
Os aconseja entonces aclararlo.
Así se explica el verdadero amigo;
Mas un autor indócil y obstinado
Se interesa en la gloria de su rima
Sintiéndose en la crítica injuriado.
“Este verso, le dices, es humilde”—
Perdón, responderá, que es elevado”;
“Esta palabra me parece fría”—
Pues yo aquí veo el más hermoso rasgo”;
Y ¿cómo el universo la ha admirado?”
Así constante siempre en su capricho,
De todo cuanto escribe apasionado,
El que un solo pasaje os desagrade
Es la misma razón de no borrarlo.
Si os dice que la crítica apetece,
Y os confiere un poder ilimitado,
Es una red que os tiende con astucia
Logrando impunemente recitaros.
Os deja satisfecho de su Musa,
Y va a cansar la turba de los fatuos.
Como necios autores nuestro siglo,
Necios admiradores siempre ha dado:
En la provincia abundan, en la corte,
En la casa de un grande, en los palacios;
En París el escrito más humilde
Siempre ha hallado celosos partidarios
Y un zote (con la sátira acabemos)
De otro zote mayor, es admirado.


CHANT I

C’est en vain qu’au Parnasse un téméraire auteur
Pense de l’art des vers atteindre la hauteur :
S’il ne sent point du ciel l’influence secrète,
Si son astre en naissant ne l’a formé poëte,
Dans son génie étroit il est toujours captif ;
Pour lui Phébus est sourd, et Pégase est rétif.
O vous donc qui, brûlant d’une ardeur périlleuse,
Courez du bel esprit la carrière épineuse,
N’allez pas sur des vers sans fruit vous consumer,
Ni prendre pour génie un amour de rimer :
Craignez d’un vain plaisir les trompeuses amorces,
Et consultez longtemps votre esprit et vos forces.
La nature, fertile en esprits excellens,
Sait entre les auteurs partager les talens :
L’un peut tracer en vers une amoureuse flamme ;
L’autre d’un trait plaisant aiguiser l’épigramme :
Malherbe d’un héros peut vanter les exploits ;
Racan chanter Philis, les bergers et les bois :
Mais souvent un esprit qui se flatte et qui s’aime
Méconnoit son génie, et s’ignore soi-même :
Ainsi tel, autrefois qu’on vit avec Faret
Charbonner de ses vers les murs d’un cabaret,
S’en va, mal à propos, d’une voix insolente,
Chanter du peuple hébreu la fuite triomphante,
Et, poursuivant Moïse au travers des déserts,
Court avec Pharaon se noyer dans les mers.
Quelque sujet qu’on traite, ou plaisant, ou sublime,
Que toujours le bon sens s’accorde avec la rime :
L’un l’autre vainement ils semblent se haïr ;
La rime est une esclave, et ne doit qu’obéir.
Lorsqu’à la bien chercher d’abord on s’évertue,
L’esprit à la trouver aisément s’habitue ;
Au joug de la raison sans peine elle fléchit.
Et, loin de la gêner, la sert et l’enrichit.
Mais lorsqu’on la néglige, elle devient rebelle ;
Et pour la rattraper le sens court après elle.
Aimez, donc la raison : que toujours vos écrits
Empruntent d’elle seule et leur lustre et leur prix.
La plupart, emportés d’une fougue insensée,
Toujours loin du droit sens vont chercher leur pensée :
Ils croiroient s’abaisser, dans leurs vers monstrueux.
S’ils pensoient ce qu’un autre a pu penser comme eux.
Evitons ces excès : laissons à l’Italie
De tous ces faux brûlans l’éclatante folie.
Tout doit tendre au bon sens : mais pour y parvenir
Le chemin est glissant et pénible à tenir ;
Pour peu qu’on s’en écarte, aussitôt on se noie :
La raison pour marcher n’a souvent qu’une voie.
Un auteur quelquefois trop plein de son objet
Jamais sans l’épuiser n’abandonne un sujet.
S’il rencontre un palais, il m’en dépeint la face ;
Il me promène après de terrasse en terrasse ;
Ici s’offre un perron ; là règne un corridor ;
Là ce balcon s’enferme en un balustre d’or.
Il compte des plafonds les ronds et les ovales ;
« Ce ne sont que festons, ce ne sont qu’astragales. » ,
Je saute vingt feuillets pour en trouver la fin,
Et je me sauve à peine au travers du jardin.
Fuyez de ces auteurs l’abondance stérile,
Et ne vous chargez point d’un détail inutile.
Tout ce qu'on dit de trop est fade et rebutant ;
L’esprit rassasié le rejette à l’instant :
Qui ne sait se borner ne sut jamais écrire.
Souvent la peur d’un mal nous conduit dans un pire :
Un vers étoit trop foible, et vous le rendez dur ;
J’évite d’être long, et je deviens obscur ;
L’un n’est point trop fardé, mais sa muse est trop nue ;
L’autre a peur de ramper, il se perd dans la nue.
Voulez-vous du public mériter les amours ?
Sans cesse en écrivant variez vos discours.
Un style trop égal et toujours uniforme
En vain brille à nos yeux, il faut qu’il nous endorme.
On lit peu ces auteurs, nés pour nous ennuyer,
Qui toujours sur un ton semblent psalmodier. ,
Heureux qui, dans ses vers, sait d’une voix légère
Passer du grave au doux, du plaisant au sévère !
Son livre, aimé du ciel, et chéri des lecteurs,
Est souvent chez Barbin entouré d’acheteurs.
Quoi que vous écriviez, évitez la bassesse :
Le style le moins noble a pourtant sa noblesse.
Au mépris du bon sens, le burlesque effronté
Trompa les yeux d’abord, plut par sa nouveauté.
On ne vit plus en vers que pointes triviales ;
Le Parnasse parla le langage des halles ;
La licence à rimer alors n’eut plus de frein ;
Apollon travesti devint un Tabarin.
Cette contagion infecta les provinces,
Du clerc et du bourgeois passa jusques aux princes.
Le plus mauvais plaisant eut ses approbateurs ;
Et, jusqu’à d’Assouci, tout trouva des lecteurs.
Mais de ce style enfin la cour désabusée
Dédaigna de ces vers l’extravagance aisée,
Distingua le naïf du plat et du bouffon,
Et laissa la province admirer le Typhon.
Que ce style jamais ne souille votre ouvrage.
Imitons de Marot l’élégant badinage,
Et laissons le burlesque aux plaisans du Pont-Neuf.
Mais n’allez point aussi, sur les pas de Brébeuf,
Même en une Pharsale, entasser sur les rives
« De morts et de mourans cent montagnes plaintives. »
Prenez mieux votre ton. Soyez simple avec art,
Sublime sans orgueil, agréable sans fard.
N’offrez rien au lecteur que ce qui peut lui plaire.
Ayez pour la cadence une oreille sévère :
Que toujours dans vos vers le sens coupant les mots,
Suspende l’hémistiche, en marque le repos.
Gardez qu’une voyelle à courir trop hâtée
Ne soit d’une voyelle en son chemin heurtée.
Il est un heureux choix de mots harmonieux,
Fuyez des mauvais sons le concours odieux :
Le vers le mieux rempli, la plus noble pensée
Ne peut plaire à l’esprit, quand l’oreille est blessée.
Durant les premiers ans du Parnasse françois,
Le caprice tout seul faisoit toutes les lois.
La rime, au bout des mots assemblés sans mesure,
Tenoit lieu d’ornemens, de nombre et de césure.
Villon sut le premier, dans ces siècles grossiers,
Débrouiller l’art confus de nos vieux romanciers.
Marot bientôt après fit fleurir les ballades;
Tourna des triolets, rima des mascarades,
A des refrains réglés asservit les rondeaux,
Et montra pour rimer des chemins tout nouveaux.
Ronsard, qui le suivit, par une autre méthode,
Réglant tout, brouilla tout, fit un art à sa mode,
Et toutefois longtemps eut un heureux destin.
Mais sa muse, en françois parlant grec et latin,
Vit dans l’âge suivant, par un retour grotesque,
Tomber de ses grands mots le faste pédantesque.
Ce poëte orgueilleux, trébuché de si haut,
Rendit plus retenus Desportes et Bertaut.
Enfin Malherbe vint, et, le premier en France,
Fit sentir dans les vers une juste cadence,
D’un mot mis en sa place enseigna le pouvoir,
Et réduisit la muse aux règles du devoir.
Par ce sage écrivain la langue réparée
N’offrit plus rien de rude à l’oreille épurée.
Les stances avec grâce apprirent a tomber,
Et le vers sur le vers n’osa plus enjamber.
Tout reconnut ses lois ; et ce guide fidèle
Aux auteurs de ce temps sert encor de modèle.
Marchez donc sur ses pas ; aimez sa pureté,
Et de son tour heureux imitez la clarté.
Si le sens de vos vers tarde à se faire entendre,
Mon esprit aussitôt commence à se détendre ;
Et, de vos vains discours prompt à se détacher,
Ne suit point un auteur qu’il faut toujours chercher.
Il est certains esprits dont les sombres pensées
Sont d’un nuage épais toujours embarrassées ;
Le jour de la raison ne le sauroit percer.
Avant donc que d’écrire apprenez à penser.
Selon que notre idée est plus ou moins obscure,
L’expression la suit, ou moins nette, ou plus pure.
Ce que l'on conçoit bien s’énonce clairement,
Et les mots pour le dire arrivent aisément.
Surtout qu’en vos écrits la langue révérée
Dans vos plus grands excès vous soit toujours sacrée.
En vain vous me frappez d’un son mélodieux,
Si le terme est impropre, ou le tour vicieux :
Mon esprit n’admet point un pompeux barbarisme,
Ni d’un vers ampoulé l’orgueilleux solécisme.
Sans la langue, en un mot, l’auteur le plus divin,
Est toujours, quoi qu’il fasse, un méchant écrivain.
Travaillez à loisir, quelque ordre qui vous presse.
Et ne vous piquez point d’une folle vitesse :
Un style si rapide, et qui court en rimant,
Marque moins trop d’esprit, que peu de jugement,
J’aime mieux un ruisseau qui, sur la molle arène,
Dans un pré plein de fleurs lentement se promène,
Qu’un torrent débordé qui, d’un cours orageux,
Roule, plein de gravier, sur un terrain fangeux.
Hâtez-vous lentement ; et, sans perdre courage,
Vingt fois sur le métier remettez votre ouvrage :
Polissez-le sans cesse et le repolissez ;
Ajoutez quelquefois, et souvent effacez.
C’est peu qu’en un ouvrage où les fautes fourmillent,
Des traits d’esprit semés de temps en temps pétillent.
Il faut que chaque chose y soit mise en son lieu ;
Que le début, la fin répondent au milieu ;
Que d’un art délicat les pièces assorties
N’y forment qu’un seul tout de diverses parties,
Que jamais du sujet le discours s’écartant
N’aille chercher trop loin quelque mot éclatant.
Craignez- vous pour vos vers la censure publique ?
Soyez-vous à vous-même un sévère critique.
L’ignorance toujours est prête à s’admirer.
Faites-vous des amis prompts à vous censurer ;
Qu’ils soient de vos écrits les confidens sincères,
Et de tous vos défauts les zélés adversaires.
Dépouillez devant eux l’arrogance d’auteur ;
Mais sachez de l’ami discerner le flatteur.
Tel vous semble applaudir, qui vous raille et vous joue.
Aimez qu’on vous conseille, et non pas qu’on vous loue.
Un flatteur aussitôt cherche à se récrier :
Chaque vers qu’il entend le fait extasier.
Tout est charmant, divin : aucun mot ne le blesse ;
Il trépigne de joie, il pleure de tendresse ;
Il vous comble partout d’éloges fastueux.
La vérité n’a point cet air impétueux.
Un sage ami, toujours rigoureux, inflexible,
Sur vos fautes jamais ne vous laisse paisible :
Il ne pardonne point les endroits négligés,
Il renvoie en leur lieu les vers mal arrangés,
Il réprime des mots l’ambitieuse emphase ;
Ici le sens le choque, et plus loin c’est la phrase.
Votre construction semble un peu s’obscurcir :
Ce terme est équivoque : il le faut éclaircir.
C’est ainsi que vous parle un ami véritable.
Mais souvent sur ses vers un auteur intraitable
A les protéger tous se croit intéressé,
Et d’abord prend en main le droit de l’offensé.
« De ce vers, direz-vous, l’expression est basse.
— Ah ! monsieur, pour ce vers je vous demande grâce,
Répondra-t-il d’abord. — Ce mot me semble froid,
Je le retrancherois. — C’est le plus bel endroit !
— Ce tour ne me plaît pas. — Tout le monde l’admire.
Ainsi toujours constant à ne se point dédire,
Qu’un mot dans son ouvrage ait paru vous blesser.
C'est un titre chez lui pour ne point l’effacer :
Cependant, à l’entendre, il chérit la critique :
Vous avez sur ses vers un pouvoir despotique
Mais tout ce beau discours dont il vient vous flatter
N’est rien qu’un piège adroit pour vous les réciter.
Aussitôt il vous quitte ; et, content de sa muse.
S’en va chercher ailleurs quelque fat qu’il abuse ;
Car souvent il en trouve : ainsi qu’en sots auteurs,
Notre siècle est fertile en sots admirateurs ;
Et, sans ceux que fournit la ville et la province.
Il en est chez le duc. il en est chez le prince.
L’ouvrage le plus plat a, chez les courtisans,
De tout temps rencontré de zélés partisans ;
Et, pour finir enfin par un trait de satire.
Un sot trouve toujours un plus sot qui l’admire.



Homero y Luis Segalá y Estalella: Ilíada, Canto I

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 CANTO PRIMERO
PESTE.—CÓLERA

  1 Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Orco muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves—cumplíase la voluntad de Júpiter—desde que se separaron disputando el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquiles.
  8 ¿Cuál de los dioses promovió entre ellos la contienda para que pelearan? El hijo de Júpiter y de Latona. Airado con el rey, suscitó en el ejército maligna peste, y los hombres perecían por el ultraje que el Atrida infiriera al sacerdote Crises. Éste, deseando redimir a su hija, habíase presentado en las veleras naves aqueas con un inmenso rescate y las ínfulas del flechador Apolo, que pendían de áureo cetro, en la mano; y a todos los aqueos, y particularmente a los dos Atridas, caudillos de pueblos, así les suplicaba:
17 «¡Atridas y demás aqueos de hermosas grebas! Los dioses, que poseen olímpicos palacios, os permitan destruir la ciudad de Príamo y regresar felizmente a la patria. Poned en libertad a mi hija y recibid el rescate, venerando al hijo de Júpiter, al flechador Apolo.»
  22 Todos los aqueos aprobaron a voces que se respetase al sacerdote y se admitiera el espléndido rescate; mas el Atrida Agamenón, a quien no plugo el acuerdo, le mandó enhoramala con amenazador lenguaje:
  26 «Que yo no te encuentre, anciano, cerca de las cóncavas naves, ya porque demores tu partida, ya porque vuelvas luego; pues quizás no te valgan el cetro y las ínfulas del dios. a aquélla no la soltaré; antes le sobrevendrá la vejez en mi casa, en Argos, lejos de su patria, trabajando en el telar y compartiendo mi lecho. Pero vete; no me irrites, para que puedas irte sano y salvo.»
  33 Así dijo. El anciano sintió temor y obedeció el mandato. Sin desplegar los labios, fuése por la orilla del estruendoso mar; y en tanto se alejaba, dirigía muchos ruegos al soberano Apolo, hijo de Latona, la de hermosa cabellera:
  37 «¡Óyeme, tú que llevas arco de plata, proteges a Crisa y a la divina Cila, e imperas en Ténedos poderosamente! ¡Oh Esmintio! Si alguna vez adorné tu gracioso templo o quemé en tu honor pingües muslos de toros o de cabras, cúmpleme este voto: ¡Paguen los dánaos mis lágrimas con tus flechas!»
  43 Tal fue su plegaria. Oyola Febo Apolo, e irritado en su corazón, descendió de las cumbres del Olimpo con el arco y el cerrado carcaj en los hombros; las saetas resonaron sobre la espalda del enojado dios, cuando comenzó a moverse. Iba parecido a la noche. Sentose lejos de las naves, tiró una flecha, y el arco de plata dio un terrible chasquido. Al principio el dios disparaba contra los mulos y los ágiles perros; mas luego dirigió sus mortíferas saetas a los hombres, y continuamente ardían muchas piras de cadáveres.
  53 Durante nueve días volaron por el ejército las flechas del dios. En el décimo, Aquiles convocó al pueblo a junta: se lo puso en el corazón Juno, la diosa de los níveos brazos, que se interesaba por los dánaos, a quienes veía morir. Acudieron éstos y, una vez reunidos, Aquiles, el de los pies ligeros, se levantó y dijo:
  59 «¡Atrida! Creo que tendremos que volver atrás, yendo otra vez errantes, si escapamos de la muerte; pues si no, la guerra y la peste unidas acabarán con los aqueos. Mas, ea, consultemos a un adivino, sacerdote o intérprete de sueños—también el sueño procede de Júpiter,—para que nos diga por qué se irritó tanto Febo Apolo: si está quejoso con motivo de algún voto o hecatombe, y si quemando en su obsequio grasa de corderos y de cabras escogidas, querrá apartar de nosotros la peste.»
  68 Cuando así hubo hablado, se sentó. Levantose Calcas Testórida, el mejor de los augures—conocía lo presente, lo futuro y lo pasado, y había guiado las naves aqueas hasta Ilión por medio del arte adivinatoria que le diera Febo Apolo,—y benévolo les arengó diciendo:
  74 «¡Oh Aquiles, caro a Júpiter! Mándasme explicar la cólera del dios, del flechador Apolo. Pues bien, hablaré; pero antes declara y jura que estás pronto a defenderme de palabra y de obra, pues temo irritar a un varón que goza de gran poder entre los argivos todos y es obedecido por los aqueos. Un rey es más poderoso que el inferior contra quien se enoja; y si en el mismo día refrena su ira, guarda luego rencor hasta que logra ejecutarlo en el pecho de aquél. Di tú si me salvarás.»
  84 Respondiole Aquiles, el de los pies ligeros: «Manifiesta, deponiendo todo temor, el vaticinio que sabes; pues, ¡por Apolo, caro a Júpiter, a quien tú, oh Calcas, invocas siempre que revelas los oráculos a los dánaos!, ninguno de ellos pondrá en ti sus pesadas manos, junto a las cóncavas naves, mientras yo viva y vea la luz acá en la tierra, aunque hablares de Agamenón que al presente blasona de ser el más poderoso de los aqueos todos.»
  92 Entonces cobró ánimo y dijo el eximio vate: «No está el dios quejoso con motivo de algún voto o hecatombe, sino a causa del ultraje que Agamenón ha inferido al sacerdote, a quien no devolvió la hija ni admitió el rescate. Por esto el Flechador nos causó males y todavía nos causará otros. Y no librará a los dánaos de la odiosa peste, hasta que sea restituida a su padre, sin premio ni rescate, la moza de ojos vivos, e inmolemos en Crisa una sacra hecatombe. Cuando así le hayamos aplacado, renacerá nuestra esperanza.»
  101 Dichas estas palabras, se sentó. Levantose al punto el poderoso héroe Agamenón Atrida, afligido, con las negras entrañas llenas de cólera y los ojos parecidos al relumbrante fuego; y encarando a Calcas la torva vista, exclamó:
  106 «¡Adivino de males! Jamás me has anunciado nada grato. Siempre te complaces en profetizar desgracias y nunca dijiste ni ejecutaste cosa buena. Y ahora, vaticinando ante los dánaos, afirmas que el Flechador les envía calamidades, porque no quise admitir el espléndido rescate de la joven Criseida, a quien deseaba tener en mi casa. La prefiero, ciertamente, a Clitemnestra, mi legítima esposa, porque no le es inferior ni en el talle, ni en el natural, ni en inteligencia, ni en destreza. Pero, aun así y todo, consiento en devolverla, si esto es lo mejor; quiero que el pueblo se salve, no que perezca. Pero preparadme pronto otra recompensa, para que no sea yo el único argivo que se quede sin tenerla; lo cual no parecería decoroso. Ved todos que se me va de las manos la que me había correspondido.»
  121 Replicole el divino Aquiles, el de los pies ligeros: «¡Atrida gloriosísimo, el más codicioso de todos! ¿Cómo pueden darte otra recompensa los magnánimos aqueos? No sé que existan en parte alguna cosas de la comunidad, pues las del saqueo de las ciudades están repartidas, y no es conveniente obligar a los hombres a que nuevamente las junten. Entrega ahora esa joven al dios, y los aqueos te pagaremos el triple o el cuádruple, si Júpiter nos permite tomar la bien murada ciudad de Troya.»
  130 Díjole en respuesta el rey Agamenón: «Aunque seas valiente, deiforme Aquiles, no ocultes tu pensamiento, pues ni podrás burlarme ni persuadirme. ¿Acaso quieres, para conservar tu recompensa, que me quede sin la mía, y por esto me aconsejas que la devuelva? Pues, si los magnánimos aqueos me dan otra conforme a mi deseo para que sea equivalente... Y si no me la dieren, yo mismo me apoderaré de la tuya o de la de Áyax, o me llevaré la de Ulises, y montará en cólera aquel a quien me llegue. Mas sobre esto deliberaremos otro día. Ahora, ea, botemos una negra nave al mar divino, reunamos los convenientes remeros, embarquemos víctimas para una hecatombe y a la misma Criseida, la de hermosas mejillas, y sea capitán cualquiera de los jefes: Áyax, Idomeneo, el divino Ulises o tú, Pelida, el más portentoso de los hombres, para que aplaques al Flechador con sacrificios.»
  148 Mirándole con torva faz, exclamó Aquiles, el de los pies ligeros: «¡Ah, impudente y codicioso! ¿Cómo puede estar dispuesto a obedecer tus órdenes ni un aqueo siquiera, para emprender la marcha o para combatir valerosamente con otros hombres? No he venido a pelear obligado por los belicosos teucros, pues en nada se me hicieron culpables—no se llevaron nunca mis vacas ni mis caballos, ni destruyeron jamás la cosecha en la fértil Ptía, criadora de hombres, porque muchas umbrías montañas y el ruidoso mar nos separan,—sino que te seguimos a ti, grandísimo insolente, para darte el gusto de vengaros de los troyanos a Menelao y a ti, cara de perro. No fijas en esto la atención, ni por ello te preocupas, y aun me amenazas con quitarme la recompensa que por mis grandes fatigas me dieron los aqueos. Jamás el botín que obtengo iguala al tuyo cuando éstos entran a saco una populosa ciudad: aunque la parte más pesada de la impetuosa guerra la sostienen mis manos, tu recompensa, al hacerse el reparto, es mucho mayor; y yo vuelvo a mis naves, teniéndola pequeña, pero grata, después de haberme cansado en el combate. Ahora me iré a Ptía, pues lo mejor es regresar a la patria en las cóncavas naves: no pienso permanecer aquí sin honra para proporcionarte ganancia y riqueza.»
  172 Contestó el rey de hombres Agamenón: «Huye, pues, si tu ánimo a ello te incita; no te ruego que por mí te quedes; otros hay a mi lado que me honrarán, y especialmente el próvido Júpiter. Me eres más odioso que ningún otro de los reyes, alumnos de Jove, porque siempre te han gustado las riñas, luchas y peleas. Si es grande tu fuerza, un dios te la dió. Vete a la patria, llevándote las naves y los compañeros, y reina sobre los mirmidones; no me cuido de que estés irritado, ni por ello me preocupo, pero te haré una amenaza: Puesto que Febo Apolo me quita a Criseida, la mandaré en mi nave con mis amigos; y encaminándome yo mismo a tu tienda, me llevaré a Briseida, la de hermosas mejillas, tu recompensa, para que sepas cuánto más poderoso soy y otro tema decir que es mi igual y compararse conmigo.»
  188 Tal dijo. Acongojóse el Pelida, y dentro del velludo pecho su corazón discurrió dos cosas: ó, desnudando la aguda espada que llevaba junto al muslo, abrirse paso y matar al Atrida, o calmar su cólera y reprimir su furor. Mientras tales pensamientos revolvía en su mente y en su corazón y sacaba de la vaina la gran espada, vino Minerva del cielo: enviola Juno, la diosa de los níveos brazos, que amaba cordialmente a entrambos y por ellos se preocupaba. Púsose detrás del Pelida y le tiró de la blonda cabellera, apareciéndose a él tan sólo; de los demás, ninguno la veía. Aquiles, sorprendido, volviose y al instante conoció a Palas Minerva, cuyos ojos centelleaban de un modo terrible. Y hablando con ella, pronunció estas aladas palabras:
  202 «¿Por qué, hija de Júpiter, que lleva la égida, has venido nuevamente? ¿Acaso para presenciar el ultraje que me infiere Agamenón, hijo de Atreo? Pues te diré lo que me figuro que va a ocurrir: Por su insolencia perderá pronto la vida.»
206 Díjole Minerva, la diosa de los brillantes ojos: «Vengo del cielo para apaciguar tu cólera, si obedecieres; y me envía Juno, la diosa de los níveos brazos, que os ama cordialmente a entrambos y por vosotros se preocupa. Ea, cesa de disputar, no desenvaines la espada e injúriale de palabra como te parezca. Lo que voy a decir se cumplirá: Por este ultraje se te ofrecerán un día triples y espléndidos presentes. Domínate y obedécenos.»
  215 Contestó Aquiles, el de los pies ligeros: «Preciso es, oh diosa, hacer lo que mandáis, aunque el corazón esté muy irritado. Obrar así es lo mejor. Quien a los dioses obedece, es por ellos muy atendido.»
  219 Dijo; y puesta la robusta mano en el argénteo puño, envainó la enorme espada y no desobedeció la orden de Minerva. La diosa regresó al Olimpo, al palacio en que mora Júpiter, que lleva la égida, entre las demás deidades.
  223 El hijo de Peleo, no amainando en su ira, denostó nuevamente al Atrida con injuriosas voces: «¡Borracho, que tienes cara de perro y corazón de ciervo! Jamás te atreviste a tomar las armas con la gente del pueblo para combatir, ni a ponerte en emboscada con los más valientes aqueos: ambas cosas te parecen la muerte. Es, sin duda, mucho mejor arrebatar los dones, en el vasto campamento de los aqueos, a quien te contradiga. Rey devorador de tu pueblo, porque mandas a hombres abyectos...; en otro caso, Atrida, éste fuera tu último ultraje. Otra cosa voy a decirte y sobre ella prestaré un gran juramento: Sí, por este cetro que ya no producirá hojas ni ramos, pues dejó el tronco en la montaña; ni reverdecerá, porque el bronce lo despojó de las hojas y de la corteza, y ahora lo empuñan los aqueos que administran justicia y guardan las leyes de Júpiter (grande será para ti este juramento). Algún día los aquivos todos echarán de menos a Aquiles, y tú, aunque te aflijas, no podrás socorrerles cuando sucumban y perezcan a manos de Héctor, matador de hombres. Entonces desgarrarás tu corazón, pesaroso por no haber honrado al mejor de los aqueos.»
  245 Así se expresó el Pelida; y tirando a tierra el cetro tachonado con clavos de oro, tomó asiento. El Atrida, en el opuesto lado, iba enfureciéndose. Pero levantose Néstor, suave en el hablar, elocuente orador de los pilios, de cuya boca las palabras fluían más dulces que la miel—había visto perecer dos generaciones de hombres de voz articulada que nacieron y se criaron con él en la divina Pilos y reinaba sobre la tercera,—y benévolo les arengó diciendo:
254 «¡Oh dioses! ¡Qué motivo de pesar tan grande para la tierra aquea! Alegraríanse Príamo y sus hijos, y regocijaríanse los demás troyanos en su corazón, si oyeran las palabras con que disputáis vosotros, los primeros de los dánaos lo mismo en el consejo que en el combate. Pero dejaos convencer, ya que ambos sois más jóvenes que yo. En otro tiempo traté con hombres aún más esforzados que vosotros, y jamás me desdeñaron. No he visto todavía ni veré hombres como Pirítoo, Driante pastor de pueblos, Ceneo, Exadio, Polifemo, igual a un dios, y Teseo Egida, que parecía un inmortal. Criáronse éstos los más fuertes de los hombres; muy fuertes eran y con otros muy fuertes combatieron: con los montaraces Centauros, a quienes exterminaron de un modo estupendo. Y yo estuve en su compañía—habiendo acudido desde Pilos, desde lejos, desde esa apartada tierra, porque ellos mismos me llamaron—y combatí según mis fuerzas. Con tales hombres no pelearía ninguno de los mortales que hoy pueblan la tierra; no obstante lo cual, seguían mis consejos y escuchaban mis palabras. Prestadme también vosotros obediencia, que es lo mejor que podéis hacer. Ni tú, aunque seas valiente, le quites la moza, sino déjasela, puesto que se la dieron en recompensa los magnánimos aqueos; ni tú, Pelida, quieras altercar de igual a igual con el rey, pues jamás obtuvo honra como la suya ningún otro soberano que usara cetro y a quien Júpiter diera gloria. Si tú eres más esforzado, es porque una diosa te dio a luz; pero éste es más poderoso, porque reina sobre mayor número de hombres. Atrida, apacigua tu cólera; yo te suplico que depongas la ira contra Aquiles, que es para todos los aqueos un fuerte antemural en el pernicioso combate.»
  285 Respondiole el rey Agamenón: «Sí, anciano, oportuno es cuanto acabas de decir. Pero este hombre quiere sobreponerse a todos los demás; a todos quiere dominar, a todos gobernar, a todos dar órdenes que alguien, creo, se negará a obedecer. Si los sempiternos dioses le hicieron belicoso, ¿le permiten por esto proferir injurias?»
  292 Interrumpiéndole, exclamó el divino Aquiles: «Cobarde y vil podría llamárseme si cediera en todo lo que dices; manda a otros, no me des órdenes, pues yo no pienso obedecerte. Otra cosa te diré que fijarás en la memoria: No he de combatir con estas manos por la moza, ni contigo, ni con otro alguno, pues al fin me quitáis lo que me disteis; pero de lo demás que tengo cabe a la veloz nave negra, nada podrías llevarte tomándolo contra mi voluntad. Y si no, ea, inténtalo, para que éstos se enteren también; presto tu negruzca sangre correría en torno de mi lanza.»
  304 Después de altercar así con encontradas razones, se levantaron y disolvieron la junta que cerca de las naves aqueas se celebraba. El hijo de Peleo fuese hacia sus tiendas y sus bien proporcionados bajeles con Patroclo y otros amigos. El Atrida botó al mar una velera nave, escogió veinte remeros, cargó las víctimas de la hecatombe para el dios, y conduciendo a Criseida, la de hermosas mejillas, la embarcó también; fue capitán el ingenioso Ulises.
  312 Así que se hubieron embarcado, empezaron a navegar por la líquida llanura. El Atrida mandó que los hombres se purificaran, y ellos hicieron lustraciones, echando al mar las impurezas, y sacrificaron en la playa hecatombes perfectas de toros y de cabras en honor de Apolo. El vapor de la grasa llegaba al cielo, enroscándose alrededor del humo.
  318 En tales cosas ocupábase el ejército. Agamenón no olvidó la amenaza que en la contienda hiciera a Aquiles, y dijo a Taltibio y Euríbates, sus heraldos y diligentes servidores: «Id a la tienda del Pelida Aquiles, y asiendo de la mano a Briseida, la de hermosas mejillas, traedla acá; y si no os la diere, iré yo con otros a quitársela y todavía le será más duro.»
  326 Hablándoles de tal suerte y con altaneras voces, los despidió. Contra su voluntad fuéronse los heraldos por la orilla del estéril mar, llegaron a las tiendas y naves de los mirmidones, y hallaron al rey cerca de su tienda y de su negra nave. Aquiles, al verlos, no se alegró. Ellos se turbaron, y haciendo una reverencia, paráronse sin decir ni preguntar nada. Pero el héroe lo comprendió todo y dijo:
  334 «¡Salud, heraldos, mensajeros de Júpiter y de los hombres! Acercaos; pues para mí no sois vosotros los culpables, sino Agamenón que os envía por la joven Briseida. ¡Ea, Patroclo de jovial linaje! Saca la moza y entrégala para que se la lleven. Sed ambos testigos ante los bienaventurados dioses, ante los mortales hombres y ante ese rey cruel, si alguna vez tienen los demás necesidad de mí para librarse de funestas calamidades; porque él tiene el corazón poseído de furor y no sabe pensar a la vez en lo futuro y en lo pasado, a fin de que los aqueos se salven combatiendo junto a las naves.»
  345 De tal modo habló. Patroclo, obedeciendo a su amigo, sacó de la tienda a Briseida, la de hermosas mejillas, y la entregó para que se la llevaran. Partieron los heraldos hacia las naves aqueas, y la mujer iba con ellos de mala gana. Aquiles rompió en llanto, alejóse de los compañeros, y sentándose a orillas del espumoso mar con los ojos clavados en el ponto inmenso y las manos extendidas, dirigió a su madre muchos ruegos: «¡Madre! Ya que me pariste de corta vida, el olímpico Júpiter altitonante debía honrarme y no lo hace en modo alguno. El poderoso Agamenón Atrida me ha ultrajado, pues tiene mi recompensa que él mismo me arrebató.»
357 Así dijo llorando. Oyole la veneranda madre desde el fondo del mar, donde se hallaba a la vera del padre anciano, e inmediatamente emergió, como niebla, de las espumosas ondas, sentose al lado de aquél, que lloraba, acariciole con la mano y le habló de esta manera:
  362 «¡Hijo! ¿Por qué lloras? ¿Qué pesar te ha llegado al alma? Habla; no me ocultes lo que piensas, para que ambos lo sepamos.»
  364 Dando profundos suspiros, contestó Aquiles, el de los pies ligeros: «Lo sabes. ¿Á qué referirte lo que ya conoces? Fuimos a Tebas, la sagrada ciudad de Eetión; la saqueamos, y el botín que trajimos se lo distribuyeron equitativamente los aqueos, separando para el Atrida a Criseida, la de hermosas mejillas. Luego Crises, sacerdote del flechador Apolo, queriendo redimir a su hija, se presentó en las veleras naves aqueas con inmenso rescate y las ínfulas del flechador Apolo, que pendían de áureo cetro, en la mano; y suplicó a todos los aqueos, y particularmente a los dos Atridas, caudillos de pueblos. Todos los aqueos aprobaron a voces que se respetase al sacerdote y se admitiera el espléndido rescate; mas el Atrida Agamenón, a quien no plugo el acuerdo, le mandó enhoramala con amenazador lenguaje. El anciano se fue irritado; y Apolo, accediendo a sus ruegos, pues le era muy querido, tiró a los argivos funesta saeta: morían los hombres unos en pos de otros, y las flechas del dios volaban por todas partes en el vasto campamento de los aqueos. Un sabio adivino nos explicó el vaticinio del Flechador, y yo fui el primero en aconsejar que se aplacara al dios. El Atrida encendiose en ira; y levantándose, me dirigió una amenaza que ya se ha cumplido. a aquélla, los aqueos de ojos vivos la conducen a Crisa en velera nave con presentes para el dios; y a la hija de Brises, que los aqueos me dieron, unos heraldos se la han llevado ahora mismo de mi tienda. Tú, si puedes, socorre a tu buen hijo; ve al Olimpo y ruega a Júpiter, si alguna vez llevaste consuelo a su corazón con palabras o con obras. Muchas veces, hallándonos en el palacio de mi padre, oí que te gloriabas de haber evitado, tú sola entre los inmortales, una afrentosa desgracia al Saturnio, que amontona las sombrías nubes, cuando quisieron atarle otros dioses olímpicos, Juno, Neptuno y Palas Minerva. Tú, oh diosa, acudiste y le libraste de las ataduras, llamando al espacioso Olimpo al centímano a quien los dioses nombran Briáreo y todos los hombres Egeón, el cual es superior en fuerza a su mismo padre, y se sentó entonces al lado de Júpiter, ufano de su gloria; temiéronle los bienaventurados dioses y desistieron de su propósito. Recuérdaselo, siéntate junto a él y abraza sus rodillas: quizás decida favorecer a los teucros y acorralar a los aqueos que serán muertos entre las popas, cerca del mar; para que todos disfruten de su rey y comprenda el poderoso Agamenón Atrida la falta que ha cometido no honrando al mejor de los aqueos.»
  413 Respondiole Tetis, derramando lágrimas: «¡Ay, hijo mío! ¿Por qué te he criado, si en hora aciaga te dí a luz? ¡Ojalá estuvieras en las naves sin llanto ni pena, ya que tu vida ha de ser corta, de no larga duración! Ahora eres juntamente de breve vida y el más infortunado de todos. Con hado funesto te parí en el palacio. Yo misma iré al nevado Olimpo y hablaré a Júpiter, que se complace en lanzar rayos, por si se deja convencer. Tú quédate en las naves de ligero andar, conserva la cólera contra los aqueos y abstente por completo de combatir. Ayer fuese Júpiter al Océano, al país de los probos etíopes, para asistir a un banquete, y todos los dioses le siguieron. De aquí a doce días volverá al Olimpo. Entonces acudiré a la morada de Júpiter, sustentada en bronce; le abrazaré las rodillas, y espero que lograré persuadirle.»
  428 Dichas estas palabras partió, dejando a Aquiles con el corazón irritado a causa de la mujer de bella cintura que violentamente y contra su voluntad le habían arrebatado.
  430 En tanto, Ulises llegaba a Crisa con las víctimas para la sacra hecatombe. Cuando arribaron al profundo puerto, amainaron las velas, guardándolas en la negra nave; abatieron por medio de cuerdas el mástil hasta la crujía; y llevaron el buque, a fuerza de remos, al fondeadero. Echaron anclas y ataron las amarras, saltaron a la playa, desembarcaron las víctimas de la hecatombe para el flechador Apolo, y Criseida salió de la nave que atraviesa el ponto. El ingenioso Ulises llevó la moza al altar y, poniéndola en manos de su padre, dijo:
  442 «¡Oh Crises! Envíame el rey de hombres Agamenón a traerte la hija y ofrecer en favor de los dánaos una sagrada hecatombe a Apolo, para que aplaquemos a este dios que tan deplorables males ha causado a los aqueos.»
  446 Dijo, y puso en sus manos la hija amada, que aquél recibió con alegría. Acto continuo, ordenaron la sacra hecatombe en torno del bien construido altar, laváronse las manos y tomaron harina con sal. Y Crises oró en alta voz y con las manos levantadas:
  451 «¡Óyeme, tú que llevas arco de plata, proteges a Crisa y a la divina Cila e imperas en Ténedos poderosamente! Me escuchaste cuando te supliqué, y para honrarme, oprimiste duramente al ejército aqueo; pues ahora cúmpleme este voto: ¡Aleja ya de los dánaos la abominable peste!»
  457 Tal fue su plegaria, y Febo Apolo le oyó. Hecha la rogativa y esparcida la harina con sal, cogieron las víctimas por la cabeza, que tiraron hacia atrás, y las degollaron y desollaron; en seguida cortaron los muslos, y después de cubrirlos con doble capa de grasa y de carne cruda en pedacitos, el anciano los puso sobre leña encendida y los roció de negro vino. Cerca de él, unos jóvenes tenían en las manos asadores de cinco puntas. Quemados los muslos, probaron las entrañas; y descuartizando lo demás, atravesáronlo con pinchos, lo asaron cuidadosamente y lo retiraron del fuego. Terminada la faena y dispuesto el banquete, comieron, y nadie careció de su respectiva porción. Cuando hubieron satisfecho el deseo de comer y de beber, los mancebos llenaron las crateras y distribuyeron el vino a todos los presentes después de haber ofrecido en copas las primicias. Y durante el día los aqueos aplacaron al dios con el canto, entonando un hermoso peán al flechador Apolo, que les oía con el corazón complacido.
  475 Cuando el sol se puso y sobrevino la noche, durmieron cabe a las amarras del buque. Mas, así que apareció la hija de la mañana, la Aurora de rosados dedos, hiciéronse a la mar para volver al espacioso campamento aqueo, y el flechador Apolo les envió próspero viento. Izaron el mástil, descogieron las velas, que hinchó el viento, y las purpúreas ondas resonaban en torno de la quilla mientras la nave corría siguiendo su rumbo. Una vez llegados al vasto campamento de los aquivos, sacaron la negra nave a tierra firme y la pusieron en alto sobre la arena, sosteniéndola con grandes maderos. Y luego se dispersaron por las tiendas y los bajeles.
  488 El hijo de Peleo y descendiente de Jove, Aquiles, el de los pies ligeros, seguía irritado en las veleras naves, y ni frecuentaba las juntas donde los varones cobran fama, ni cooperaba a la guerra; sino que consumía su corazón, permaneciendo en los bajeles, y echaba de menos la gritería y el combate.
  493 Cuando, después de aquel día, apareció la duodécima aurora, los sempiternos dioses volvieron al Olimpo con Júpiter a la cabeza. Tetis no olvidó entonces el encargo de su hijo: saliendo de entre las olas del mar, subió muy de mañana al gran cielo y al Olimpo, y halló al longividente Saturnio sentado aparte de los demás dioses en la más alta de las muchas cumbres del monte. Acomodose junto a él, abrazó sus rodillas con la mano izquierda, tocole la barba con la diestra y dirigió esta súplica al soberano Jove Saturnio:
503 «¡Padre Júpiter! Si alguna vez te fui útil entre los inmortales con palabras u obras, cúmpleme este voto: Honra a mi hijo, el héroe de más breve vida, pues el rey de hombres Agamenón le ha ultrajado, arrebatándole la recompensa que todavía retiene. Véngale tú, próvido Júpiter Olímpico, concediendo la victoria a los teucros hasta que los aqueos den satisfacción a mi hijo y le colmen de honores.»
  511 De tal suerte habló. Júpiter, que amontona las nubes, nada contestó, guardando silencio un buen rato. Pero Tetis, que seguía como cuando abrazó sus rodillas, le suplicó de nuevo:
  514 «Prométemelo claramente, asintiendo, o niégamelo—pues en ti no cabe el temor—para que sepa cuán despreciada soy entre todas las deidades.»
  517 Júpiter, que amontona las nubes, respondió afligidísimo: «¡Funestas acciones! Pues harás que me malquiste con Juno cuando me zahiera con injuriosas palabras. Sin motivo me riñe siempre ante los inmortales dioses, porque dice que en las batallas favorezco a los teucros. Pero ahora vete, no sea que Juno advierta algo; yo me cuidaré de que esto se cumpla. Y si lo deseas, te haré con la cabeza la señal de asentimiento para que tengas confianza. Éste es el signo más seguro, irrevocable y veraz para los inmortales; y no deja de efectuarse aquello a que asiento con la cabeza.»
  528 Dijo el Saturnio, y bajó las negras cejas en señal de asentimiento; los divinos cabellos se agitaron en la cabeza del soberano inmortal, y a su influjo estremeciose el dilatado Olimpo.
  531 Después de deliberar así, se separaron: ella saltó al profundo mar desde el resplandeciente Olimpo, y Jove volvió a su palacio. Los dioses se levantaron al ver a su padre, y ninguno aguardó que llegase, sino que todos salieron a su encuentro. Sentose Júpiter en el trono; y Juno, que, por haberlo visto, no ignoraba que Tetis, la de argentados pies, hija del anciano del mar, con él departiera, dirigió en seguida injuriosas palabras a Jove Saturnio:
  540 «¿Cuál de las deidades, oh doloso, ha conversado contigo? Siempre te es grato, cuando estás lejos de mí, pensar y resolver algo clandestinamente, y jamás te has dignado decirme una sola palabra de lo que acuerdas.»
  544 Respondió el padre de los hombres y de los dioses: «¡Juno! No esperes conocer todas mis decisiones, pues te resultará difícil aun siendo mi esposa. Lo que pueda decirse, ningún dios ni hombre lo sabrá antes que tú; pero lo que quiera resolver sin contar con los dioses, no lo preguntes ni procures averiguarlo.»
551 Replicó Juno veneranda, la de los grandes ojos: «¡Terribilísimo Saturnio, qué palabras proferiste! No será mucho lo que te haya preguntado o querido averiguar, puesto que muy tranquilo meditas cuanto te place. Mas ahora mucho recela mi corazón que te haya seducido Tetis, la de los argentados pies, hija del anciano del mar. Al amanecer el día sentose cerca de ti y abrazó tus rodillas; y pienso que le habrás prometido, asintiendo, honrar a Aquiles y causar gran matanza junto a las naves aqueas.»
  560 Contestó Júpiter, que amontona las nubes: «¡Ah, desdichada! Siempre sospechas y de ti no me oculto. Nada, empero, podrás conseguir sino alejarte de mi corazón; lo cual todavía te será más duro. Si es cierto lo que sospechas, así debe de serme grato. Pero, siéntate en silencio; obedece mis palabras. No sea que no te valgan cuantos dioses hay en el Olimpo, si acercándome te pongo encima las invictas manos.»
  568 Tal dijo. Juno veneranda, la de los grandes ojos, temió; y refrenando el coraje, sentose en silencio. Indignáronse en el palacio de Jove los dioses celestiales. Y Vulcano, el ilustre artífice, comenzó a arengarles para consolar a su madre Juno, la de los níveos brazos:
  573 «Funesto e insoportable será lo que ocurra, si vosotros disputáis así por los mortales y promovéis alborotos entre los dioses; ni siquiera en el banquete se hallará placer alguno, porque prevalece lo peor. Yo aconsejo a mi madre, aunque ya ella tiene juicio, que obsequie al padre querido, para que éste no vuelva a reñirla y a turbarnos el festín. Pues si el Olímpico fulminador quiere echarnos del asiento... nos aventaja mucho en poder. Pero halágale con palabras cariñosas y pronto el Olímpico nos será propicio.»
  584 De este modo habló, y tomando una copa doble, ofreciola a su madre, diciendo: «Sufre, madre mía, y sopórtalo todo aunque estés afligida; que a ti, tan querida, no te vean mis ojos apaleada, sin que pueda socorrerte, porque es difícil contrarrestar al Olímpico. Ya otra vez que te quise defender, me asió por el pie y me arrojó de los divinos umbrales. Todo el día fui rodando y a la puesta del sol caí en Lemnos. Un poco de vida me quedaba y los sinties me recogieron tan pronto como hube caído.»
  595 Así dijo. Sonriose Juno, la diosa de los níveos brazos; y sonriente aún, tomó la copa doble que su hijo le presentaba. Vulcano se puso a escanciar dulce néctar para las otras deidades, sacándolo de la cratera; y una risa inextinguible se alzó entre los bienaventurados dioses al ver con qué afán les servía en el palacio.
  601 Todo el día, hasta la puesta del sol, celebraron el festín; y nadie careció de su respectiva porción, ni faltó la hermosa cítara que tañía Apolo, ni las Musas que con linda voz cantaban alternando.
  605 Mas, cuando la fúlgida luz del sol llegó al ocaso, los dioses fueron a recogerse a sus respectivos palacios que había construido Vulcano, el ilustre cojo de ambos pies, con sabia inteligencia. Júpiter olímpico, fulminador, se encaminó al lecho donde acostumbraba dormir cuando el dulce sueño le vencía. Subió y acostose; y a su lado descansó Juno, la de áureo trono.




San Agustín y José Cayetano Díaz de Beyral: La Ciudad de Dios

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LA CIUDAD DE DIOS
Prólogo
Motivo y argumentación de la presente obra


La gloriosísima ciudad de Dios, que en el presente correr de los tiempos se encuentra peregrina entre los impíos viviendo de la fe, y espera ya ahora con paciencia la patria definitiva y eterna hasta que haya un juicio con auténtica justicia, conseguirá entonces con creces la victoria final y una paz completa. Pues bien, mi querido hijo Marcelino, en la presente obra, emprendida a instancias tuyas, y que te debo por promesa personal mía, me he propuesto defender esta ciudad en contra de aquellos que anteponen los propios dioses a su fundador. ¡Larga y pesada tarea ésta! Pero Dios es nuestra ayuda.

Soy consciente de la fuerza que necesito para convencer a los soberbios del gran poder de la humildad. Ella es la que logra que su propia excelencia, conseguida no por la hinchazón del orgullo humano, sino por ser don gratuito de la divina gracia, trascienda todas las eminencias pasajeras y vacilantes de la tierra. El Rey y fundador de esta ciudad, de la que me he propuesto hablar, declaró en las Escrituras de su pueblo el sentido de aquel divino oráculo que dice: Dios resiste a los soberbios, y da su gracia a los humildes. Pero esto mismo, que es privilegio exclusivo de Dios, pretende apropiárselo para sí el espíritu hinchado de soberbia, y le gusta que le digan para alabarle: «Perdonarás al vencido y abatirás al soberbio».

Tampoco hemos de pasar por alto la ciudad terrena; en su afán de ser dueña del mundo, y aun cuando los pueblos se le rinden, ella misma se ve esclava de su propia ambición de dominio. De ello hablaré según lo pide el plan de la presente obra y mis posibilidades lo permitan.

CAPÍTULO PRIMERO


De los enemigos del nombre cristiano; y de cómo éstos fueron perdonados por los bárbaros, por reverencia de Cristo, después de haber sido vencidos, en el saqueo y, destrucción de la ciudad.



Hijos de esta misma ciudad son los enemigos contra quienes hemos de defender la Ciudad de Dios, no obstante que muchos, abjurando sus errores, vienen a ser buenos ciudadanos; pero la mayor parte la manifiestan un odio inexorable y eficaz, mostrándose tan ingratos y desconocidos a los evidentes beneficios del Redentor, que en la actualidad no podrían mover contra ella sus maldicientes lenguas si cuando huían el cuello de la segur vengadora de su contrario no hallaran la vida, con que tanto se ensoberbecen, en sus sagrados templos. Por ventura, ¿no persiguen el nombre de Cristo los mismos romanos a quienes, por respeto y reverencia a este gran Dios, perdonaron la vida los bárbaros? Testigos son de esta verdad las capillas de los mártires y las basílicas de los Apóstoles, que en la devastación de Roma acogieron dentro, de sí, a los que precipitadamente, y temerosos de perder sus vidas, en la fuga ponían sus esperanzas, en cuyo numero se compren dieron no sólo los gentiles, sino también los cristianos: Hasta estos lugares sagrados venía ejecutando su furor el enemigo, pero allí mismos amortiguaba o apagaba el furor de encarnizado asesino, y, al fin, a esto sagrados lugares conducían los piadosos enemigos a los que, hallados fuera de los santos asilos, habían perdonado las vidas, para que no cayese en las manos de los que no usaba ejercitar semejante piedad, por lo que es muy digno de notar que una nación tan feroz, que en todas parte se manifestaba cruel y sanguinaria, haciendo crueles estragos, luego que se aproximó a los templos y capillas, donde la estaba prohibida su profanación, así como el ejercer las violencias que en otras partes la fuera permitido por derecho de la guerra, refrenaba del todo el ímpetu furioso de su espada, desprendiéndose, igualmente del afecto de codicia que la poseía de hacer una gran presa en ciudad tan rica y abastecida. De esta manera libertaron sus vidas muchos que al presente infaman y murmuran de los tiempos cristianos, imputando a Cristo los trabajos y penalidades que Roma padeció, y no atribuyendo a este gran Dios el beneficio incomparable que consiguieron por respeto a su santo nombre de conservarles las vidas; antes por el contrario, cada uno, respectivamente, hacía depender, este feliz suceso de la influencia benéfica del hado, o, de su buena suerte cuando, si lo reflexionasen con madurez, deberían atribuir las molestias y penalidades que sufrieron por la mano, vengadora de sus enemigos a los inescrutables arcanos y sabias disposiciones de la Providencia divina, que acostumbra a corregir y aniquilar, con los funestos efectos, que presagia una guerra cruel los vicios y las corrompidas costumbres de los hombres, y siempre que los buenos hacen una vida loable e incorregible suele, a veces, ejercitar su paciencia con semejantes tribulaciones, para proporcionarles la ‘aureola’ de su mérito, y, cuando ya tiene probada su conformidad, dispone transferir los trabajosa otro lugar, o detenerlos todavía en esta vida para otros designios que nuestra limitada trascendencia no puede penetrar. Deberían, por la misma causa, estos vanos impugnadores atribuir a los tiempos en que florecía el dogma católico la particular gracia de haberles hecho merced de sus vidas los bárbaros, contra el estilo observado en la guerra, sin otro, respeto que por indicar su, sumisión y reverencia a Jesucristo, concediéndoles este singular favor en cualquier lugar que los hallaban, y con especialidad a los que se acogían al sagrado de los templos, dedicados al augusto nombre de nuestro Dios (los que eran sumamente espaciosos y capaces de una multitud numerosa), para que de este modo se manifestasen superabundantemente los rasgos de su misericordia y piedad. De esta constante doctrina podrían aprovecharse para tributar las más reverentes gracias a Dios, acudiendo verdaderamente y sin ficción al seguro de su santo nombre, con el fin de librarse por este medio de las perpetuas penas y tormentos del friego eterno, así como de su presente destrucción; porque, muchos de estos que veis que con, tanta libertad y desacato hacen escarnio de los siervos de Jesucristo no hubieran huido de su ruina y muerte si no fingiesen que eran católicos; y ahora su desagradecimiento, soberbia y sacrílega demencia, con dañado corazón se opone a aquel santo nombre; que, en el tiempo de sus infortunios le sirvió de antemural, irritando de este modo la divina justicia y dando motivo a que su ingratitud sea castigada con aquel abismo de males y dolores, que están preparados perpetuamente a los malos, pues su confesión, creencia y gratitud fue no de corazón, sino con la boca, por poder disfrutar más tiempo de las felicidades momentáneas y caducas de esta vida.

SAN AGUSTÍN DE HIPONA.
Traducción de JOSÉ CAYETANO DÍAZ DE BEYRAL
(Madrid, 1793-1797).

DE CIVITATE DEI
Praefatio
De suscepti operis consilio et argumento.

Gloriosissimam ciuitatem dei siue in hoc temporum cursu, cum inter inpios peregrinatur ex fide uiuens, siue in illa stabilitate sedis aeternae, quam nunc expectat per patientiam, quoadusque iustitia conuertatur in iudicium, deinceps adeptura per excellentiam uictoria ultima et pace perfecta, hoc opere ad te instituto et mea ad te promissione debito defendere aduersus eos, qui conditori eius deos suos praeferunt, fili carissime Marcelline, suscepi,magnum opus et arduum, sed deus adiutor noster est. nam scio quibus uiribus opus sit, ut persuadeatur superbis quanta sit uirtus humilitatis, qua fit ut omnia terrena cacumina temporali mobilitate nutantia non humano usurpata fastu, sed diuina gratia donata celsitudo transcendat. rex enim et conditor ciuitatis huius, de qua loqui instituimus, in scriptura populi sui sententiam diuinae legis aperuit, qua dictum est: deus superbis resistit, humilibus autem dat gratiam. hoc uero, quod dei est, superbae quoque animae spiritus inflatus adfectat amatque sibi in laudibus dici: parcere subiectis et debellare superbos. unde etiam de terrena ciuitate, quae cum dominari adpetit, etsi populi seruiant, ipsa ei dominandi libido dominatur, non est praetereundum silentio quidquid dicere suscepti huius operis ratio postulat et facultas datur.


Caput  I
De aduersariis nominis Christi, quibus in uastatione urbis propter Christum barbari pepercerunt.

Ex hac namque existunt inimici, aduersus quos defendenda est dei ciuitas, quorum tamen multi correcto inpietatis errore ciues in ea fiunt satis idonei; multi uero in eam tantis exardescunt ignibus odiorum tamque manifestis beneficiis redemptoris eius ingrati sunt, ut hodie contra eam linguas non mouerent, nisi ferrum hostile fugientes in sacratis eius locis uitam, de qua superbiunt, inuenirent. an non etiam illi Romani Christi nomini infesti sunt, quibus propter Christum barbari pepercerunt? testantur hoc martyrum loca et basilicae apostolorum, quae in illa uastatione urbis ad se confugientes suos alienosque receperunt. hucusque cruentus saeuiebat inimicus, ibi accipiebat limitem trucidatoris furor, illo ducebantur a miserantibus hostibus, quibus etiam extra ipsa loca pepercerant, ne in eos incurrerent, qui similem misericordiam non habebant. qui tamen etiam ipsi alibi truces atque hostili more saeuientes posteaquam ad loca illa ueniebant, ubi fuerat interdictum quod alibi belli iure licuisset, tota feriendi refrenabatur inmanitas et captiuandi cupiditas frangebatur. sic euaserunt multi, qui nunc Christianis temporibus detrahunt et mala, quae illa ciuitas pertulit, Christo inputant; bona uero, quae in eos ut uiuerent propter Christi honorem facta sunt, non inputant Christo nostro sed fato suo, cum potius deberent, si quid recti saperent, illa, quae ab hostibus aspera et dura perpessi sunt, illi prouidentiae diuinae tribuere, quae solet corruptos hominum mores bellis emendare atque conterere itemque uitam mortalium iustam atque laudabilem talibus adflictionibus exercere probatamque uel in meliora transferre uel in his adhuc terris propter usus alios detinere; illud uero, quod eis uel ubicumque propter Christi nomen uel in locis Christi nomini dicatissimis et amplissimis ac pro largiore misericordia ad capacitatem multitudinis electis praeter bellorum morem truculenti barbari pepercerunt, hoc tribuere temporibus Christianis, hinc deo agere gratias, hinc ad eius nomen ueraciter currere, ut effugiant poenas ignis aeterni, quod nomen multi eorum mendaciter usurparunt, ut effugerent poenas praesentis exitii. nam quos uides petulanter et procaciter insultare seruis Christi, sunt in eis plurimi, qui illum interitum clademque non euasissent, nisi seruos Christi se esse finxissent. et nunc ingrata superbia atque inpiissima insania eius nomini resistunt corde peruerso, ut sempiternis tenebris puniantur, ad quod nomen ore uel subdolo confugerunt, ut temporali luce fruerentur.


Ezra Pound y Carlos Viola Soto: Apparuit

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APPARUIT


Golden rose the house, in the portal I saw
thee, a marvel, carven in subtle stuff, a portent.
Life died down in the lamp and flickered,
caught at the wonder.

Crimson, frosty with dew, the roses bend where
thou afar, moving in the glamorous sun,
drinkst in life of earth, of the air, the tissue
golden about thee.

Green the ways, the breath of the fields is thine there,
open lies the land, yet the steely going
darkly hast thou dared and the dreaded aether
parted before thee.

Swift at courage thou in the shell of gold, casting
a-loose the cloak of the body, earnest
straight, then shone thine oriel and the stunned light
faded about thee.

Half the graven shoulder, the throat aflash with
strands of light inwoven about it, loveliest
of all things, frail alabaster, ah me!
swift in departing.

Clothed in goldish weft, delicately perfect,
gone as wind ! The cloth of the magical hands!
Thou a slight thing, thou in access of cunning
dar'dst to assume this?

EZRA POUND.
Ripostes (1912).

APPARUIT

Áurea alzábase la casa, en su portada te vi,
maravillosa, en sutil materia esculpida, un portento.
La vida extinguíase en la lámpara fluctuante,
presa de estupor.

Bermejas, escarchadas de rocío, doblegábanse las rosas
donde tú, lejana, moviéndote en el fascinante sol,
abrevabas vida de la tierra, del aire, del tejido
dorado alrededor de ti.

Verdes las sendas, la respiración de la campiña es tuya,
abierta la tierra yace y, sin embargo, su inflexible curso
desafiaste oscuramente y el éter asustado
se abrió a tu alrededor.

Rauda en tu denuedo, en la dorada concha, despojándote
de tu envoltura carnal, venías decidida.
resplandeció tu mirador y la pasmada luz
palideció a tu alrededor.

Sólo una mitad del cincelado hombro, la garganta
Deslumbrante, de hebras de luz trenzada, envolviéndote.
más hermosa que nada, frágil alabastro, ay de mí,
rauda en tu fuga.

Vestida de áurea trama, delicadamente perfecta,
disipándote como el aire. ¡La tela de tus mágicas manos!
Tú, leve cosa, tú en el paroxismo del ardid
¿osaste asumir esta figura?


Traducción de CARLOS VIOLA SOTO .
Ezra Pound, Antología poética, Buenos Aires, 1963.

Ovidio, Rolfe Humphries y Pedro Sánchez de Viana: La venganza de Progne y Filomela

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LA VENGANZA DE PROGNE Y FILOMELA
Metamorfosis, Libro VI, 571-676


La suerte desastrada lamentando
De Filomena, no como pedía
Insulto tan atroz y detestando.
Por todos doce signos ido había
Apolo, y alumbrando ya el postrero,
El año se acabó como solía.
¿Qué había de hacer la triste? que el portero
Que la dejó Tereo fue tan duro,
Que no parecía hombre, sino acero.
Y el paso la prohíbe un alto muro,
A do quedó cerrada, y siendo muda
No lo podía decir a buen seguro.
¡Qué ingenio da el dolor o cómo ayuda
La pena, la miseria y descontento,
O la necesidad cómo es aguda!
Urdió una blanca tela en un momento,
Tramándola con seda colorada,
A do escribió el extraño atrevimiento.
Y estando ya perfecta y acabada,
A una su criada se la entrega,
Sin que de lo que lleva entienda nada.
A quien con ciertas señas pide y ruega
Que lo llevase a Progne su señora;
La cual se parte, y al palacio llega
Del rey Tereo, y presentó a la hora
A su mujer la tela, no sabiendo
Lo que la daba en ella, y a deshora
La desplegó y sus letras releyendo,
Su miserable suerte entiende, y calla
(Y fue mucho poder); mas el horrendo
Dolor cerró su boca, y nunca halla
Su lengua cómo muestre tanta pena,
Ni hay términos bastantes a mostrarla.
Lugar no hay de llorar; del todo ajena
De todo, sino sólo de venganza,
Que por fas o por nefas será buena.
Entonces celebraban la alabanza
De Baco las Tracianas, y solía
Hacerse a tercer año aquella danza.
En Ródope de noche retiñía
El son de las trompetas y metales,
Que el sacrificio no se hacía de día.
La Reina, desechadas las reales
Insignias y palacio, va arreada
De armas y vestidos bacanales.
De noche sale, y lleva rodeada
Con venda la cabeza, y la cervina
Piel de la parte izquierda va colgada.
Con una lanza al hombro determina
Salir, acompañada de criadas
Que doquiera la siguen que camina.
Conmovida de furias, incitadas
Del áspero dolor que la atormenta,
Las tuyas, Baco, finge. Y ya pasadas
Las selvas, allegó do se aposenta
Su triste Filomena, y aullando
Las voces bacanales representa.
Las puertas de la casa quebrantando,
Sacó la muda hermana, a quien reviste
Del hábito de Baco, procurando
Cubrir con verde yedra el rostro triste,
Y a su ciudad la lleva sin sentido,
Y a su palacio; a do cuando te viste,
Cuitada Filomena, te ha venido
Un horror y un espanto temeroso,
Y el color de tu cara se te ha ido.
Entrada en una pieza, el vergonzoso
Rostro descubre Progne de su hermana,
A quien quiso abrazar con amoroso
Semblante; mas la frente soberana
Abaja de vergüenza en su presencia,
Cual si su culpa fuera clara y llana
Y estando de esta suerte, su inocencia
Mostrar jurando quiso, por testigo
Poniendo a Dios del caso y la violencia
Que el pérfido cuñado y enemigo
Había con ella usado; pero en vano
La lengua ha pretendido lo que digo.
Por la lengua y la voz sirvió la mano,
Con señas, y la Reina que lo vía,
Movida de un terror terrible, insano,
Las lágrimas y llanto reprimía
De Filomena, con la rabia ardiendo,
En quien su misma ira no cabía,
Y con sólo su hermana, así diciendo:

«No se ha de hacer con lágrimas aquesto,
Sino con hierro, o mira si tú tienes
Instrumento peor; que yo protesto
De vengar las injurias con que vienes.
A cualquier hecho feo está dispuesto
Mi intento, y mi palabra esté en rehenes.
Quemaré de cimiento al rico techo
Palacio, y a un autor de tan malhecho.

»O si abrasarlo todo no me basta
Para satisfacción de mi deseo,
Los ojos, lengua y miembros, que ser casta
Te prohibieron, del traidor Tereo,
Con hierro arrancaré, o al que contrasta
Nuestro contento, a quien ya ver deseo,
Sacaré el alma, sin que alguien le valga,
Dándole mil heridas por do salga.

»Quemar la casa y al autor con ella
De tan crüel hazaña, o arrancarle
Las partes que tu honra y ser doncella
Te robaron, o al fin atormentarle,
Es cosa grande, y ver ésta o aquélla
Deseo ya; mas no sé si matarle
O desmembrarle vivo más conviene.»
Estando en esto Progne, su Itis viene.

De la llegada suya se resuelve
En la venganza, viéndole delante,
Y con crueles ojos a él se vuelve,
Diciéndole: «¡Oh, cómo eres semejante
Al padre que te hizo, y no otra cosa!»
Un hecho triste forja en el instante,
De su secreta ira en sí furiosa.
Llegado el niño, al punto saludaba
La madre, casi en verle ya piadosa;
A quien con los bracitos abrazaba
Y con regalo blando requería,
Y (cual los niños suelen) la besaba.
Enterneciose cierto, y ya tenía
La ira contra el hijo menos fiera,
Y constreñidas lágrimas vertía.
Mas luego que se vio de tal manera
Que en el intento suyo vacilaba,
Vuelta ya de piedad cual blanda cera,
Miró a su hermana al tiempo que miraba
Al niño, y a los dos considerando,
De esta manera a sí se preguntaba,
Enterar su designio procurando:

«¿Por qué pretende el uno regalarme,
Y la otra, por la lengua que la falta
Imposibilitada de hablarme,
Callando manifiesta en sí su falta?
¿Cómo éste madre, no puede llamarme
Aquélla hermana? Tu progenie alta
Advierte, Progne, y a Tereo fementido,
Traición es la piedad con tal marido.»

Y sin tardar a Itis arrebata,
Del arte que la tigre Hircana aprieta
Por los sombríos montes la cervata.
Y luego que a la parte más secreta
Del alta casa llegan, procuraba
El niño con manera muy discreta
Regalar a su madre, y la llamaba
«¡Oh, madre, madre!» que ya vía su hado,
Y como antes solía la abrazaba.
Mas ella con el rostro no mudado
Y un alfanje crüel al hijo hiere
Por do se junta el pecho con el lado.
Un solo golpe basta, de uno muere.
Filomena le corta la cabeza,
Y le parte, aun no muerto, como quiere.
Y hace que del triste parte cueza,
Y parte en asadores chirriando,
Dé manifiesto indicio de crueza.
La casa con la sangre está manando,
Y puesta ya la mesa, luego llama
A Tereo a su convite detestando,
Echando en el palacio cierta fama
Que ha de ser el banquete celebrado
Al uso de su tierra, y esto trama.
Fingiendo sólo al Rey no ser vedado
Estar presente al santo sacrificio,
Mas no ha de estar con él ni aun un criado.
Sentose el miserable sin juicio
En la silla real de sus pasados,
Trajeron el manjar a su servicio.
Metió los mismos miembros engendrados
De él mismo, y sus entrañas, en su vientre,
Los sentidos tenía tan asombrados.
«Haced que Itis (dijo) acá se entre.»
No puede Progne su crüel contento
En sí sufrir, y hacer se reconcentre.
Y deseando ser de su tormento
Primera anunciadora, le responde:
«Dentro está lo que pides», y él atento
La pieza remirando, pide adónde
Estaba el caro hijo, mas delante
La muda Filomena corresponde,
Desgreñada el cabello, con semblante
De Baco, y a Tereo dio en la cara
Con la cabeza de Itis, y al instante
Más que jamás poder hablar holgara,
Por vengarse y decir palabras tales
Cual mereció traición tan torpe y rara.
Derriba el rey Traciano las reales
Mesas, y a grandes gritos con despecho
Invoca las hermanas infernales.
Y tienta si pudiese abierto el pecho
Los miembros vomitar que había comido,
Y llora y se maldice sin provecho.
Agora de sí dice que había sido
Sepulcro de su hijo desdichado,
Agora va corriendo embravecido
Contra las dos crueles que ha engendrado
Pandión, el espada puesta a punto;
Mas ellas van con paso acelerado,
Y creyeras sus cuerpos a aquel punto
Por el aire volar, y en fin volaban,
Que las nacieron pluma y alas junto(1).
Mas a diversas partes caminaban:
Una a las selvas y otra va al poblado,
Cuyas plumas indicio cierto daban,
Y agora dan del caso desastrado,
Y muerte, pues se muestra el duro pecho
Con la sangrienta pluma señalado.
La pena, la congoja y el despecho
Dan a Tereo mucha ligereza
Para vengar delito tan mal hecho.
En ave se convierte, su cabeza
De crestas guarnecida y coronada
Y un pico señalado de grandeza,
Que le quedó en lugar de larga espada,
Y llámanle Abubilla, cuya cara
Al parecer de todos está armada.


Nota de la edición de 1887:
Filomena fue metamorfoseada en ruiseñor, y Progne en golondrina, o viceversa, según otra tradición apoyada por el testimonio de Anacreonte (oda XII).


And a year went by.
And what of Philomela? Guarded against flight.
Stone blocks around her cottage, no power of speech
To help her tell her wrongs, her grief has taught her
Sharpness of wit, and cunning comes in trouble.
She had a loom to work with, and with purple
On a white background, wove her story in,
Her story in and out, and when it was finished,
Gave it to one old woman, with signs and gestures
To take it to the queen, so it was taken,
Unrolled and understood. Procne said nothing—
What could she say?—grief choked her utterance,
Passion her sense of outrage. There was no room
For tears, but for confusion only, and vengeance.
But something must be done, and in a hurry.
It was the time when all the Thracian mothers
Held festival for Bacchus, and the night
Shared in their secrets; Rhodope by night
Resounded as the brazen cymbals clashed.
And so by night the queen went from her palace,
Armed for the rites oif Bacchus, in all the dress
Of frenzy, trailing vines for head-dress, deer-skin
Down the left side, and a spear over the shoulder.
So, swiftly through the forest with attendants.
Comrades and worshippers in throngs, and driven
By madness, terrible in rage and anger.
Went Procne, went the Bacchanal, and came
At last to the hidden cottage, came there shrieking,
"Hail, Bacchus!" broke the doors in, found her sister,
Dressed her like all the others, hid her face
With ivy-leaves, and dragged her on, and brought her
Home to the palace.
And when Philomela
Saw where she was, she trembled and grew pale,
As pale as death, and Procne found her a place.
Took off the Bacchic trappings, and uncovered
Her sister's features, white with shame, and took her
Into her arms, but Philomela could not
So much as lift her eyes to face her sister.
Her sister, whom she knew she had wronged. She kept
Her gaze on the ground, longing with all her heart
To have the power to call the gods to witness
It was not her fault, but something forced upon her.
She tried to say so with her hand. And Procne,
Burning, could not restrain her wrath; she scolded
Her sister's weeping. "This is no time," she told her,
"For tears, but for the sword, for something stronger
Than sword, if you have any such weapon on you.
I am prepared for any crime, my sister,
To bum the palace, and into the flaming ruin
Hurl Tereus, the author of our evils.
I would cut out his tongue, his eyes, cut off
The parts which brought you shame, inflict a thousand
Wounds on his guilty soul. I am prepared
For some great act of boldness, but what it is
I do not know, I wish I did."
The answer
Came to her as her son came in, young Itys.
She looked at him with pitiless eyes; she thought
How like his father he is! That was enough.
She knew, now, what she had to do, all burning
With rage inside her, but when the Kttle fellow
Came close and put both arms around his mother,
And kissed her in appealing boyish fashion.
She was moved to tenderness; against her will,
Her eyes filled up with tears, her purpose wavered.
She knew it, and she looked at Philomela,
No more at Itys, then from one to the other.
Saying: "And why should one make pretty speeches,
The other be dumb, and ravished tongue unable
To tell of ravish? Since he calls me mother.
Why does she not say Sister? Whose wife are you,
Daughter of Pandion? Will you disgrace him.
Your husband, Tereus? But devotion to him
Is a worse crime." Without more words, a tigress
With a young fawn, she dragged the youngster with her
To a dark corner somewhere in the palace.
And Itys, who seemed to see his doom approaching.
Screamed, and held out his hands, with Mother, Mother!
And tried to put his little arms around her
But she, with never a change in her expression.
Drove the knife home through breast, through side, one
wound.
Enough to kill him, but she made another.
Cutting the throat, and they cut up the body
Still living, still keeping something of the spirit.
And part of the flesh leaped in the boiling kettles.
Part hissed on turning skewers, and the room
Dripped blood.
And this was the feast they served to Tereus,
Who did not know, for the queen made up some story
About a ritual meal, for husbands only.
Which even servants might not watch. High in the chair
Sat Tereus, proud, and feasting, almost greedy
On the flesh of his own flesh, and in his darkness
Of mind, he calls: "Bring Itys here!" and Procne
Cannot conceal her cruel joy; she is eager
To be the herald of her bloody murder.
"He has come in," she answers, and he looks
Around, asks where the boy is, asks again.
Keeps calling, and Philomela, with hair all bloody,
Springs at him, and hurls the bloody head of Itys
Full in his father's face. There was no time, ever.
When she would rather have had the use of her tongue,
The power to speak, to express her full rejoicing.
With a great cry he turns the table over.
Summons the snaky Furies from their valley
Deep in the pit of Styx. Now, if he could,
If he only could, he would open up his belly,
Eject the terrible feast: all he can do
Is weep, call himself the pitiful resting-place
Of his dear son. He draws the sword, pursues them.
Both Pandion's daughters. They went flying from him
As if they were on wings. They were on wings!
One flew to the woods, the other to the roof-top.
And even so the red marks of the murder
Stayed on their breasts; the feathers were blood-colored.
Tereus, swift in grief and lust for vengeance,
Himself becomes a bird: a stiff crest rises
Upon his head, and a huge beak juts forward.
Not too unlike a sword. He is the hoopoe.
The bird who looks like war.


Translated by ROLFE HUMPHRIES.


 6:571 et luget non sic lugendae fata sororis.
 6:572 Signa deus bis sex acto lustraverat anno;
 6:573 quid faciat Philomela? fugam custodia claudit,
 6:574 structa rigent solido stabulorum moenia saxo,
 6:575 os mutum facti caret indice. grande doloris
 6:576 ingenium est, miserisque venit sollertia rebus:
 6:577 stamina barbarica suspendit callida tela
 6:578 purpureasque notas filis intexuit albis,
 6:579 indicium sceleris; perfectaque tradidit uni,
 6:580 utque ferat dominae, gestu rogat; illa rogata
 6:581 pertulit ad Procnen nec scit, quid tradat in illis.
 6:582 evolvit vestes saevi matrona tyranni
 6:583 germanaeque suae fatum miserabile legit
 6:584 et (mirum potuisse) silet: dolor ora repressit,
 6:585 verbaque quaerenti satis indignantia linguae
 6:586 defuerunt, nec flere vacat, sed fasque nefasque
 6:587 confusura ruit poenaeque in imagine tota est.
 6:588 Tempus erat, quo sacra solent trieterica Bacchi
 6:589 Sithoniae celebrare nurus: (nox conscia sacris,
 6:590 nocte sonat Rhodope tinnitibus aeris acuti)
 6:591 nocte sua est egressa domo regina deique
 6:592 ritibus instruitur furialiaque accipit arma;
 6:593 vite caput tegitur, lateri cervina sinistro
 6:594 vellera dependent, umero levis incubat hasta.
 6:595 concita per silvas turba comitante suarum
 6:596 terribilis Procne furiisque agitata doloris,
 6:597 Bacche, tuas simulat: venit ad stabula avia tandem
 6:598 exululatque euhoeque sonat portasque refringit
 6:599 germanamque rapit raptaeque insignia Bacchi
 6:600 induit et vultus hederarum frondibus abdit
 6:601 attonitamque trahens intra sua moenia ducit.
 6:602 Ut sensit tetigisse domum Philomela nefandam,
 6:603 horruit infelix totoque expalluit ore;
 6:604 nacta locum Procne sacrorum pignora demit
 6:605 oraque develat miserae pudibunda sororis
 6:606 amplexumque petit; sed non attollere contra
 6:607 sustinet haec oculos paelex sibi visa sororis
 6:608 deiectoque in humum vultu iurare volenti
 6:609 testarique deos, per vim sibi dedecus illud
 6:610 inlatum, pro voce manus fuit. ardet et iram
 6:611 non capit ipsa suam Procne fletumque sororis
 6:612 corripiens 'non est lacrimis hoc' inquit 'agendum,
 6:613 sed ferro, sed si quid habes, quod vincere ferrum
 6:614 possit. in omne nefas ego me, germana, paravi:
 6:615 aut ego, cum facibus regalia tecta cremabo,
 6:616 artificem mediis inmittam Terea flammis,
 6:617 aut linguam atque oculos et quae tibi membra pudorem
 6:618 abstulerunt ferro rapiam, aut per vulnera mille
 6:619 sontem animam expellam! magnum quodcumque paravi;
 6:620 quid sit, adhuc dubito.'
 6:621 Peragit dum talia Procne,
 6:622 ad matrem veniebat Itys; quid possit, ab illo
 6:623 admonita est oculisque tuens inmitibus 'a! quam
 6:624 es similis patri!' dixit nec plura locuta
 6:625 triste parat facinus tacitaque exaestuat ira.
 6:626 ut tamen accessit natus matrique salutem
 6:627 attulit et parvis adduxit colla lacertis
 6:628 mixtaque blanditiis puerilibus oscula iunxit,
 6:629 mota quidem est genetrix, infractaque constitit ira
 6:630 invitique oculi lacrimis maduere coactis;
 6:631 sed simul ex nimia mentem pietate labare
 6:632 sensit, ab hoc iterum est ad vultus versa sororis
 6:633 inque vicem spectans ambos 'cur admovet' inquit
 6:634 'alter blanditias, rapta silet altera lingua?
 6:635 quam vocat hic matrem, cur non vocat illa sororem?
 6:636 cui sis nupta, vide, Pandione nata, marito!
 6:637 degeneras! scelus est pietas in coniuge Tereo.'
 6:638 nec mora, traxit Ityn, veluti Gangetica cervae
 6:639 lactentem fetum per silvas tigris opacas,
 6:640 utque domus altae partem tenuere remotam,
 6:641 tendentemque manus et iam sua fata videntem
 6:642 et 'mater! mater!' clamantem et colla petentem
 6:643 ense ferit Procne, lateri qua pectus adhaeret,
 6:644 nec vultum vertit. satis illi ad fata vel unum
 6:645 vulnus erat: iugulum ferro Philomela resolvit,
 6:646 vivaque adhuc animaeque aliquid retinentia membra
 6:647 dilaniant. pars inde cavis exsultat aenis,
 6:648 pars veribus stridunt; manant penetralia tabo.
 6:649 His adhibet coniunx ignarum Terea mensis
 6:650 et patrii moris sacrum mentita, quod uni
 6:651 fas sit adire viro, comites famulosque removit.
 6:652 ipse sedens solio Tereus sublimis avito
 6:653 vescitur inque suam sua viscera congerit alvum,
 6:654 tantaque nox animi est, 'Ityn huc accersite!' dixit.
 6:655 dissimulare nequit crudelia gaudia Procne
 6:656 iamque suae cupiens exsistere nuntia cladis
 6:657 'intus habes, quem poscis' ait: circumspicit ille
 6:658 atque, ubi sit, quaerit; quaerenti iterumque vocanti,
 6:659 sicut erat sparsis furiali caede capillis,
 6:660 prosiluit Ityosque caput Philomela cruentum
 6:661 misit in ora patris nec tempore maluit ullo
 6:662 posse loqui et meritis testari gaudia dictis.
 6:663 Thracius ingenti mensas clamore repellit
 6:664 vipereasque ciet Stygia de valle sorores
 6:665 et modo, si posset, reserato pectore diras
 6:666 egerere inde dapes semesaque viscera gestit,
 6:667 flet modo seque vocat bustum miserabile nati,
 6:668 nunc sequitur nudo genitas Pandione ferro.
 6:669 corpora Cecropidum pennis pendere putares:
 6:670 pendebant pennis. quarum petit altera silvas,
 6:671 altera tecta subit, neque adhuc de pectore caedis
 6:672 excessere notae, signataque sanguine pluma est.
 6:673 ille dolore suo poenaeque cupidine velox
 6:674 vertitur in volucrem, cui stant in vertice cristae.
6:675 prominet inmodicum pro longa cuspide rostrum;
6:676 nomen epops volucri, facies armata videtur.

Casiodoro de Reina: Cántico de Moisés

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La Biblia del Oso de Casiodoro de Reina publicada en Basilea en 1569, es, muy probablemente, uno de los monumentos más desconocidos de la literatura española del Siglo de Oro. Ampliamente corregida por Cipriano de Valera en 1602 (con criterio más teológico y pastoral que literario), es esta última versión (Reina-Valera) la que pasó a la posteridad, como la Biblia protestante por antonomasia de la lengua española. Para estas entradas, recuperamos el texto de la edición original que posee la Biblioteca de Princeton, disponible en el imprescindible Internet Archive.

CÁNTICO DE MOISÉS
Éxodo XV, 1-19

1 Entonces cantó Moisén y los hijos de Israel esta canción a Iehova, y dijeron: Yo cantaré a Iehova, porque se ha magnificado grandemente, echando en la mar al caballo y al que subía en él.
2 Iehova es mi fortaleza, y mi canción, el cual me es por salud; éste es mi Dios, y a éste adornaré; Dios de mi padre, y a éste ensalzaré.
3 Iehova, varón de guerra; Iehova  es su Nombre.
4 Los carros de Faraón y a su ejército echó en la mar; y sus escogidos príncipes fueron hundidos en el mar Bermejo.
5 Los abismos los cubrieron; como una piedra descendieron a los profundos.
6 Tu diestra, oh Iehova , ha sido magnificada en fortaleza; tu diestra, oh Iehova , ha quebrantado al enemigo.
7 Y con la multitud de tu grandeza has trastornado a los que se levantaron contra ti; enviaste tu furor, el cual los tragó como a paja.
8 Con el soplo de tus narices las aguas se amontonaron; paráronse las corrientes como en un montón; los abismos se cuajaron en medio de la mar.
9 El enemigo dijo: Perseguiré, prenderé, repartiré despojos; mi ánima se henchirá dellos; sacaré mi espada, destruirlos ha mi mano.
10 Soplaste con tu viento, cubriolos la mar; hundiéronse como plomo en las vehementes aguas.
11 ¿Quién como tú en los dioses, oh Iehova ? ¿Quién como tú, magnífico en santidad, terrible en loores, hacedor de maravillas?
12 En extendiendo tu diestra, la tierra los tragó.
13 Llevaste con tu misericordia a este pueblo, al cual salvaste; llevástelo con tu fortaleza a la habitación de tu santuario.
14 Oiranlo los pueblos, y temblarán; dolor tomará a los moradores de Palestina.
15 Entonces los príncipes de Edom se turbarán; a los robustos de Moab temblor los tomará; desleírse han todos los moradores de Canaán.
16 Caiga sobre ellos temblor y espanto; a la grandeza de tu brazo enmudezcan como una piedra; hasta que haya pasado tu pueblo, oh Iehova , hasta que haya pasado este pueblo que tú rescataste.
17 Tú los meterás y plantarás en el monte de tu heredad, en el lugar de tu morada, que tú has aparejado, oh Iehova , en el santuario del Señor, que han afirmado tus manos.
18 Iehova  reinará por el siglo y más adelante.
19 Porque Faraón entró cabalgando con sus carros y su gente de  caballo en la mar, y Iehova  volvió a traer sobre ellos las aguas de la mar; mas los hijos de Israel fueron en seco por medio de la mar.

Biblia del Oso, 1569.

Casiodoro de Reina: Libro de Job, III

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La Biblia del Oso de Casiodoro de Reina publicada en Basilea en 1569, es, muy probablemente, uno de los monumentos más desconocidos de la literatura española del Siglo de Oro. Ampliamente corregida por Cipriano de Valera en 1602 (con criterio más teológico y pastoral que literario), es esta última versión (Reina-Valera) la que pasó a la posteridad, como la Biblia protestante por antonomasia de la lengua española. Para estas entradas, recuperamos el texto de la edición original que posee la Biblioteca de Princeton, disponible en el imprescindible Internet Archive.

LIBRO DE JOB
III

Lamenta Job casi desesperadamente con la graveza de la tentación, deseando no haber nacido, o a lo menos avergonzado del beneficio del morir, antes de venir al mundo para tanta calamidad; Espacíase en alabanzas de la muerte.

Después de esto abrió Job su boca, y maldijo su día.

Y exclamó Job, y dijo:

Perezca el día en que yo fui nacido, y la noche que dijo: Concebido es varón.

Aquel día fuera tinieblas, y Dios no curara de él desde arriba, ni claridad resplandeciera sobre él.

Ensuciáranlo tinieblas y sombra de muerte; reposara sobre él nublado, que lo hiciera horrible como día caluroso.

Aquella noche ocupara escuridad, ni fuera contada entre los días del año, ni viniera en el número de los meses.

¡Oh, si fuere aquella noche solitaria, que no viniera en ella canción!

Maldijéranla los que maldicen al día, los que se aparejan para levantar su llanto.

Las estrellas de su alba fueran escurecidas; esperara la luz, y no viniera, ni viera los párpados de la mañana.

Porque no cerró las puertas del vientre donde yo estaba, ni escondió de mis ojos la miseria.

¿Por qué no morí yo desde la matriz, o fui traspasado saliendo del vientre?

¿Por qué me previnieron las rodillas? ¿Y para qué las tetas que mamase?

Porque ahora yaciera y reposara; durmiera, y entonces tuviera reposo,

Con los reyes y con los consejeros de la tierra, que edifican para sí los desiertos;

O con los príncipes que poseen el oro, que llenan sus casas de plata.

¿O por qué no fui escondido como abortivo, como los pequeñitos que nunca vieron luz?

Allí los impíos dejaron el miedo, y allí descansaron los de cansadas fuerzas.

Allí también reposaron los cautivos; no oyeron la voz del exactor.

Allí está el chico y el grande; allí es el siervo libre de su señor.

¿Por qué dio luz al trabajado, y vida a los amargos de ánimo?

Que esperan la muerte, y no la hay; y la buscan más que tesoros.

Que se alegran de grande alegría, y se gozan cuando hallan el sepulcro.

Al hombre que no sabe por donde vaya, y que Dios lo encerró.

Porque antes que mi pan, viene mi sospiro; y mis gemidos corren como aguas.

Porque el temor que me espantaba me ha venido, y hame acontecido lo que temía.

Nunca tuve paz, nunca me asosegué, ni nunca me reposé; y vínome turbación.

Biblia del Oso, 1569.


Horacio, Philip Francis y Javier de Burgos: Epístola I, A Mecenas

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EPÍSTOLA I
LIBRO I
AMECENAS

Tú a quien mis versos dirigí primeros
Y a quién cantar aguardo en los postreros,
¿Por qué quieres, Mecenas, que  me lance
De nuevo al circo en que mi honor sostuve,
Y mi florete de retiro obtuve?
Otra es mi edad, y es otro mi deseo.
De Hércules al umbral colgó el trofeo
De sus armas Veyanio y vive ora
En su casa de campo retirado,
Por no pedir al pueblo caprichoso
Siempre merced, desde el confín del coso.
Una voz sin cesar grita en mi oído,
“Deja en tiempo al caballo que flaquea,
No tropiece o jadee, cuando viejo
Y objeto en fin de risa y befa sea.
Los versos pues ya dejo,
Y de frivolidades no me curo;
Sólo saber procuro
Lo que es justo, decente y verdadero,
Y a esto solo me aplico todo entero,
Y a reunir y coordinar constante
Lo que me ha de servir en adelante.
Y porque no preguntes quién o cómo
Guía mis pasos, o en mi rumbo vela,
Diré que sin seguir ninguna escuela,
Donde el viento me empuja tierra tomo.
Ya ágil entro del mundo en el mar vario,
De la virtud celoso partidario;
A veces de Aristipo poco a poco
A la moral resbálome en secreto,
Y no a las cosas me someto loco,
Si no que a mí las cosas yo someto.
Como la noche a aquel parece tarda,
Que citado, a una moza en vano aguarda;
Largo el día al cansado jornalero,
Largo el año al pupilo a quien oprimen
Las rigideces de tutor severo;
Del mismo modo lentos
Juzgo y desagradables los momentos,
En que, contra mi anhelo y mi esperanza,
A estudiar no me aplico
Lo que al pobre aprovecha como al rico.
Lo que debe, dejado de la mano,
Perjudicar al joven y al anciano;
Preceptos, con los cuales quiero firme
Consolarme también y dirigirme.
Porque Linceo en vista me supera,
Y Glicón luce agilidad ignota,
¿Dejaré de curar yo mi ceguera?
¿Resignareme a dolorosa gota?
Si ir mas allá se veda,
Lléguese al menos pues donde se pueda.
Cuando amor o avaricia te atormente,
Reglas la moral tiene superiores,
Con que súbito calmes tus dolores,
Y una parte quizá del mal se ahuyente.
Si la ambición te abrasa
Los preceptos repasa
De la filosofía de contino;
Que aunque inerte, envidioso, dado al vino
Sea, o enamorado o iracundo,
No existe hombre en el mundo,
A quien ver no se logre corregido,
Siempre que a la razón preste el oído.
Principio es de virtud huir el vicio,
Y allí comienza la sabiduría
Do cesa la pasión y la manía:
Tú ningún sacrificio
Perdonas por si evitas
Lo que como un mal cuentas,
Atenido encontrarte a cortas rentas,
O un cargo no obtener que solicitas.
Por fuego, escollos, mar, corres insano
Hasta el Indo lejano,
De la pobreza huyendo a quien acusas;
Y al maestro mejor oír rehúsas
Si ves que te sujeta
A despreciar lo que insensato admiras,
Y por lo que infeliz siempre suspiras.
¿Desecharía adocenado atleta,
A combates oscuros avezado,
La palma de la olímpica carrera,
Cuando esperar pudiera
Sin afán verse de ella coronado?
Dicen: “más que la plata vale el oro,
Pero aun es la virtud mayor tesoro”.
Mas de otro lado así se nos excita:
“Ciudadanos, el oro es lo primero;
Antes que la virtud es el dinero”.
De este modo se grita
De la plaza en las varias reuniones;
Y así cantan los viejos y los niños
Que llevan bajo el brazo sus cartones.
Fe, facundia, valor, hábitos puros
Ostentarás en vano;
Siempre serás villano
Si no puedes juntar quince mil duros.
Y entretanto los chicos en su juego
Te dicen: “Si obras bien serás rey luego”.
El alma mantener tranquila y leda,
Cosa no hacer que avergonzamos pueda,
Esto, a lo que imagino,
Debe ser nuestro muro diamantino.
¿Vale más la ley Roscia, vaya, dilo,
O la canción que la nodriza entona,
Que al bueno ofrece el cetro y la corona,
Y con que a Curio se arrulló y Camilo?
¿Cuál será la opinión que mejor creas?
La del que quiere que obres bien en todo,
Y si no puedes bien, de cualquier modo,
Porque de Pupio veas
Desde más cerca el drama dolorido,
O la del que te exhorta y aparata
A resistir erguido
A los rigores de fortuna ingrata?
Y si el pueblo me clama
Porque, pues me paseo
Bajo sus mismos pórticos, no creo
Lo que él cree, ni sigo lo que él ama,
Ni huyo lo que él denuesta;
Le daré la respuesta
Que al enfermo león la astuta zorra:
“Porque de otros las huellas ahí encuentro,
Todas van hacia dentro,
Y no hallo alguna que hacia afuera corra”.
Monstruo ese pueblo es de mil cabezas:
¿A cuál de ellas seguir en sus rarezas?
Unos las rentas toman en arriendo;
Otros van en sus redes recogiendo,
Con esta o con aquella golosina,
Viejo celibatón, viuda mezquina;
Su caudal de oro aumenta con la usura;
Ni extraño yo que cada criatura
Inclinaciones tenga diferentes;
Lo que sí extraño es que tantas gentes
Cambien de inclinaciones en un hora.
Si un rico dice ahora
“Sitio no hay como Bayas en el mundo”,
Al punto el lago, y aun el mar profundo
Siente el ardor que al nuevo dueño abrasa
De levantar una soberbia casa.
Mas si un nuevo capricho turba insano
La ilusión agradable que alimenta,
Al otro día cogen la herramienta
Los obreros, y márchanse a Teano.
Si es casado, “felice
Sola es la vida del soltero”, dice;
Y si es soltero, jura
Que ser casado es la mayor ventura.
¿Con qué cadena atar a este Proteo,
Que a cada instante cambia de deseo?
Esto hace el caballero.
Oye ahora del plebeyo porque rías.
También todos los días
Cambia de comedor, cama y barbero,
Y en la lancha fastídiase alquilada.
Como el rico en su góndola pintada.
Si tengo el pelo mal cortado, ríes;
Ríes, si una camisa usada llevo
Bajo un vestido nuevo;
Y la risa te ahoga
SI desigual tal vez llevo la toga
Y si del mal sumido en el abismo,
Nunca de acuerdo estoy conmigo mismo,
Si lo que anhelé ayer hoy escarnezco,
Si lo que antes odiaba ahora apetezco,
Si me inflaman pasiones,
E inconsecuente en gustos y aficiones,
En hundir y alzar casas me divierto
Y cuadrados en círculos convierto,
No ríes ya, porque común locura
Ésta se te figura,
Y crees que por más que así me agito,
Médico o curador no necesito;
Y esto no obstante que mi apoyo eres,
Y que sufrir no quieres
Que ni aun falta levísima se vea
En el que como yo tu amigo sea.
En resumen, a Jove solamente
El sabio es inferior; honrado, hermoso,
Rico, noble, valiente
Es y rey de los reyes poderosos,
Y aun en salud a todos atrás deja,
Si no es que una fluxión tal vez le aqueja.

Traducción de JAVIER DE BURGOS.

EPISTLE I
BOOK I
TO MECAENAS

THE poet renounces all verses of a ludicrous turn, and resolves to apply himself wholly to the study of philosophy.


O THOU, to whom the muse first tuned her lyre,
Whose friendship shall her latest song inspire,
Wherefore, Mecaenas, would you thus engage
Your bard, dismiss’d with honor from the stage,
Again to venture in the lists of fame,
His youth, his genius, now no more the same?

Secure in his retreat Vejanius lies,
Hangs up his arms, nor courts the doubtful prize;
Wisely resolved to tempt his fate no more,
Or the light crowd for his discharge implore.

The voice of reason cries with piercing force,
Loose from the rapid car your aged horse,
Lest in the race derided, left behind,
Jaded he drag his limbs and burst his wind.

Then here farewell th’amusements of my youth;
Farewell to verses, for the search of truth,
And moral decency hath fill’d my breast,
Hath every thought and faculty possess’d;
And I now form ray philosophic lore,
For all my future life a treasured store.

You ask, perhaps, what sect, what chief I own;
I’m of all sects, but blindly sworn to none;
For as the tempest drives I shape my way,
Now active plunge into the world’s wide sea;
Now Virtue’s precepts rigidly defend,
Nor to the world —the world to me shall bend:
Then make some looser moralist my guide,
And to the school less rigid smoothly glide.

As night seems tedious to th’expecting youth
Whose fair one breaks her assignation-truth;
As to a slave appears the lengthen’d day,
Who owes his task —for he received his pay;
As, when the guardian mother’s too severe,
Impatient minors waste their last long year;
So sadly slow the time ungrateful flows
Which breaks th’important systems I propose;
Systems, whose useful precepts might engage
Both rich and poor; both infancy and age;
But meaner precepts now my life must rule,
These, the first rudiments of Wisdom’s school.
You cannot hope for Lynceus’ piercing eyes:
But will you then a strengthening salve despise?
You wish for matchless Glycon’s limbs, in vain,
Yet why not cure the gout’s decrepit pain?
Though of exact perfection you despair,
Yet every step to virtue’s worth your care.

Even while you fear to use your present store,
Yet glows your bosom with a lust of more?
The power of words, and soothing sounds can ease
The raging pain, and lessen the disease.
Is fame your passion? Wisdom’s powerful charm,
If thrice read over, shall its force disarm.
The slave to envy, anger, wine, or love,
The wretch of sloth, its excellence shall prove:
Fierceness itself shall hear its rage away,
When listening calmly to th’instructive lay.
Even in our flight from vice some virtue lies;
And free from folly, we to wisdom rise.

A little fortune, and the foul disgrace,
To urge in vain your interest for a place;
These are the ills you shun with deepest dread;
With how much labor both of heart and head?
That worst of evils, poverty, to shun,
Dauntless through seas, and rocks, and fires, yon run
To farthest Ind, yet heedless to attend
To the calm lectures of some wiser friend,
Who bids you scorn, what now you most desire,
And with an idiot’s ignorance admire.

What strolling gladiator would engage
For vile applause to mount a country stage,
Who at th’Olympic games could gain renown,
And without danger bear away the crown?

Silver to gold, we own, should yield the prize,
And gold to virtue; louder Folly cries,
‘Ye sons of Rome, let money first be sought;
Virtue is only worth a second thought.’
This maxim echoes through the banker’s street,
While young and old the pleasing strain repeat:
For though you boast a larger fund of sense,
Untainted morals, honor, eloquence,
Yet want a little of the sum that buys
The titled honor, and you ne’er shall rise;
Yet if you want the qualifying right
Of such a fortune to be made a knight,
You’re a plebeian still. Yet children sing,
Amid their sports, ‘Do right, and be a king.’

Be this thy brazen bulwark of defence,
Still to preserve thy conscious innocence,
Nor e’er turn pale with guilt. But, prithee, tell,
Shall Otho’s law the children’s song excel?
The sons of ancient Rome first sung the strain
That bids the wise, the brave, the virtuous reign.

My friend, get money; get a large estate,
By honest means; but get, at any rate,
That you with knights and senators may sit,
And view the weeping scenes that Pupius writ.
But is he not a friend of nobler kind
Who wisely fashions, and informs thy mind,
To answer, with a soul erect and brave,
To Fortune’s pride, and scorn to be her slave?

But should the people ask me, while I choose
The public converse, wherefore I refuse
To join the public judgment, and approve,
Or fly whatever they dislike, or love;
Mine be the answer prudent reynard made
To the sick lion— ‘Truly, I’m afraid,
When I behold the steps, that to thy den
Look forward all, but none return again.’

But what a many-headed beast is Rome!
For what opinion shall I choose, or whom?
Some joy the public revenues to farm;
By presents some our greedy widows charm;
Others their nets for dying dotards lay,
And make the childless bachelor their prey;
By dark extortion some their fortunes raise;
Thus every man some different passion sways;
For where is he, who can with steady view
Even for an hour his favorite scheme pursue?

If a rich lord, in wanton rapture, cries,
‘What place on earth with charming Baiae vies?
Soon the broad lake and spreading sea shall prove
Th’impatient whims of his impetuous love;
But if his fancy point some other way
(Which, like a sign from heaven, he must obey),
Instant, ye builders, to Teanum haste,
An inland country is his lordship’s taste.
Knows he the genial bed, and fruitful wife?
‘Oh! then the bliss of an unmarried life!’
Is he a bachelor? the only bless’d,
He swears, are of the bridal joy possess’d!
Say, while he changes thus, what chains can bind
These various forms; this Proteus of the mind?

But now to lower objects turn your eyes,
And, lo! what Beenes of ridicule arise!
The poor, in mimicry of heart, presumes
To change his barbers, baths, and beds, and rooms;
And, since the rich in their own barges ride,
He hires a boat, and pukes in mimic pride.

If some unlucky barber notch my hair,
Or if my robes of different length I wear;
If my new vest a tatter’d shirt confess,
You laugh to see such quarrels in my dress:
But if my judgment, with itself at strife,
Should contradict my general course of life;
Should now despise what it with warmth pursued,
And earnest wish for what with scorn it view’d;
Float like the tide; now high the building raise;
Now pull it down; nor round, nor square can please;
You call it madness of the usual kind,
Nor laugh, nor think trustees should be assign’d
To manage my estate; nor seem afraid
That I shall want the kind physician’s aid.
While yet, my great protector and my friend,
On whom my fortune and my hopes depend,
An ill-pared nail you with resentment see.
In one, who loves and honors you like me.

In short, the wise is only less than Jove,
Rich, free, and handsome; nay, a king above
All earthly kings; with health supremely bless’d —
Except when drivelling phlegm disturbs his rest.

Translated by PHILIP FRANCIS.


Prima dicte mihi, summa dicende Camena,
spectatum satis et donatum iam rude quaeris,
Maecenas, iterum antiquo me includere ludo?
Non eadem est aetas, non mens. Veianius armis
Herculis ad postem fixis latet abditus agro, [5]
ne populum extrema totiens exoret harena.

Est mihi purgatum crebro qui personet aurem:
“Solue senescentem mature sanus equum, ne
peccet ad extremum ridendus et ilia ducat.”

Nunc itaque et uersus et cetera ludicra pono, [10]
quid uerum atque decens, curo et rogo et omnis in hoc sum;
condo et compono quae mox depromere possim.

Ac ne forte roges quo me duce, quo Lare tuter;
nullius addictus iurare in uerba magistri,
quo me cumque rapit tempestas, deferor hospes. [15]

Nunc agilis fio et mersor ciuilibus undis,
uirtutis uerae custos rigidusque satelles;
nunc in Aristippi furtim praecepta relabor
et mihi res, non me rebus subiungere conor.

Vt nox longa quibus mentitur amica, diesque [20]
longa uidetur opus debentibus, ut piger annus
pupillis quos dura premit custodia matrum,
sic mihi tarda fluunt ingrataque tempora quae spem
consiliumque morantur agendi nauiter id quod
aeque pauperibus prodest, lucupletibus aeque, [25]
aeque neglectum pueris senibusque nocebit.

Restat ut his ego me ipse regam solerque elementis.

Non possis oculo quantum contendere Lynceus,
non tamen idcirco contemnas lippus inungui;
nec, quia desperes inuicti membra Glyconis, [30]
nodosa corpus nolis prohibere cheragra.

Est quadam prodire tenus, si non datur ultra.

Feruet auaritia miseroque cupidine pectus:
sunt uerba et uoces quibus hunc lenire dolorem
possis et magnam morbi deponere partem. [35]

Laudis amore tumes: sunt certa piacula quae te
ter pure lecto poterunt recreare libello.

Inuidus, iracundus, iners, uinosus, amator,
nemo adeo ferus est, ut non mitescere possit,
si modo culturae patientem commodet aurem. [40]

Virtus est uitium fugere et sapientia prima
stultitia caruisse. Vides, quae maxima credis
esse mala, exiguum censum turpemque repulsam,
quanto deuites animi capitisque labore;
impiger extremos curris mercator ad Indos, [45]
per mare pauperiem fugiens, per saxa, per ignes;
ne cures ea quae stulte miraris et optas,
discere et audire et meliori credere non uis?
Quis circum pagos et circum compita pugnax
magna coronari contemnat Olympia, cui spes, [50]
cui sit condicio dulcis sine puluere palmae?
Vilius argentum est auro, uirtutibus aurum.

“O ciues, ciues, quaerenda pecunia primum est;
uirtus post nummos!” Haec Ianus summus ab imo
prodocet, haec recinunt iuuenes dictata senesque [55]
laeuo suspensi loculos tabulamque lacerto.

Est animus tibi, sunt mores, est lingua fidesque,
sed quadringentis sex septem milia desunt:
plebs eris. At pueri ludentes: “Rex eris” aiunt,
“si recte facies”: hic murus aeneus esto [60]
nil conscire sibi, nulla pallescere culpa.

Roscia, dic sodes, melior lex an puerorum est
nenia, quae regnum recte facientibus offert,
et maribus Curiis et decantata Camillis?

Isne tibi melius suadet, qui “rem facias, rem, [65]
si possis, recte, si non, quocumque modo rem,”
ut propius spectes lacrimosa poemata Pupi,
an qui Fortunae te responsare subperbae
liberum et erectum praesens hortatur et aptat?

Quodsi me populus Romanus forte roget, cur [70]
non ut porticibus sic iudiciis fruar isdem,
nec sequar aut fugiam quae diligit ipse uel odit,
olim quod uolpes aegroto cauta leoni
respondit, referam: “Quia me uestigia terrent,
omnia te aduersum spectantia, nulla retrorsum.” [75]

Belua multorum es capitum. Nam quid sequar aut quem?
Pars hominum gestit conducere publica; sunt qui
frustis et pomis uiduas uenentur auaras
excipiantque senes, quos in uiuaria mittant;
multis occulto crescit res fenore. Verum [80]
esto aliis alios rebus studiisque teneri:
idem eadem possunt horam durare probantes?

“Nullus in orbe sinus Bais praelucet amoenis”,
si dixit diues, lacus et mare sentit amorem
festinantis eri; cui si uitiosa libido [85]
fecerit auspicium, cras ferramenta Teanum
tolletis, fabri. Lectus genialis in aula est:
nil ait esse prius, melius nil caelibe uita;
si non est, iurat bene solis esse maritis.

Quo teneam uoltus mutantem Protea nodo? [90]
Quid pauper? Ride: mutat cenacula, lectos,
balnea, tonsores, conducto nauigio aeque
nauseat ac locuples, quem ducit priua triremis.

Si curatus inaequali tonsore capillos
occurri, rides; si forte subucula pexae [95]
trita subest tunicae, u

el si toga dissidet impar,
rides: quid, mea cum pugnat sententia secum,
quod petiit spernit, repetit quod nuper omisit,
aestuat et uitae disconuenit ordine toto,
diruit, aedificat, mutat quadrata rotundis? [100]

Insanire putas sollemnia me neque rides
nec medici credis nec curatoris egere
a praetore dati, rerum tutela mearum
cum sis et praue sectum stomacheris ob unguem
de te pendentis, te respicientis amici. [105]

Ad summam: sapiens uno minor est Ioue, diues,
liber, honoratus, pulcher, rex denique regum,
praecipue sanus, nisi cum pituita molesta est.




Homero y Luis Segalá y Estalella: Ilíada II, catálogo de las naves

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Auden ha hablado sobre la cualidad epifánica de los Nombres Propios;  ha negado que pueda tener algún gusto por las letras, la capacidad de entender o escribir poesía, aquél que no sabe disfrutar, real y fervorosamente, del catálogo de las naves de Homero y de las genealogías bíblicas. Es la fe, tan antinatural como es antinatural toda la literatura, en el valor evocatorio, mágico y ceremonial de las palabras. “Erígone, Aretusa, Berenice” no es sólo un verso; es una fórmula que actúa.
Giorgio Manganelli - La letteratura come menzogna (Splendide larve).

 
ILÍADA. CANTO II
CATÁLOGO DE LAS NAVES

484 Decidme ahora, Musas que poseéis olímpicos palacios y como diosas lo presenciáis y conocéis todo, mientras que nosotros oímos tan sólo la fama y nada cierto sabemos, cuáles eran los caudillos y príncipes de los dánaos. a la muchedumbre no podría enumerarla ni nombrarla, aunque tuviera diez lenguas, diez bocas, voz infatigable y corazón de bronce: sólo las Musas olímpicas, hijas de Júpiter, que lleva la égida, podrían decir cuántos a Ilión fueron. Pero mencionaré los caudillos y las naves todas.
494 Mandaban a los beocios Penéleo, Leito, Arcesilao, Protoenor y Clonio. Los que cultivaban los campos de Hiria, Áulide pétrea, Esqueno, Escolo, Eteono fragosa, Tespia, Grea y la vasta Micaleso; los que moraban en Harma, Ilesio y Eritras; los que residían en Eleón, Hila, Peteón, Ocalea, Medeón, ciudad bien construída, Copas, Eutresis y Tisba, en palomas abundante; los que habitaban en Coronea, Haliarto herbosa, Platea y Glisante; los que poseían la bien edificada ciudad de Hipotebas, la sacra Onquesto, delicioso bosque de Neptuno; y las ciudades de Arna en uvas abundosa, Midea, Nisa divina y Antedón fronteriza: todos estos llegaron en cincuenta naves. En cada una se habían embarcado ciento veinte beocios.
511 De los que habitaban en Aspledón y Orcómeno Minieo eran caudillos Ascálafo y Yálmeno, hijos de Marte y de Astíoque, que los había dado a luz en el palacio de Áctor Azida. Astíoque, que era virgen ruborosa, subió al piso superior, y el terrible dios se unió con ella clandestinamente. Treinta cóncavas naves en orden les seguían.
517 Mandaban a los focenses Esquedio y Epístrofo, hijos del magnánimo Ifito Naubólida. Los de Cipariso, Pitón pedregosa, Crisa divina, Dáulide y Panopeo; los que habitan en Anemoría, Hiámpolis y la ribera del divino Cefiso; los que poseían la ciudad de Lilea en las fuentes del mencionado río: todos estos habían llegado en cuarenta negras naves. Los caudillos ordenaban entonces las filas de los focenses, que en las batallas combatían a la izquierda de los beocios.
527 Acaudillaba a los locrenses, que vivían en Cino, Opunte, Calíaro, Besa, Escarfa, Augías amena, Tarfa y Tronio, a orillas del Boagrio, el ligero Ayax de Oileo, menor, mucho menor que Áyax Telamonio: era bajo de cuerpo, llevaba coraza de lino y en el manejo de la lanza superaba a todos los helenos y aqueos. Seguíanle cuarenta negras naves, en las cuales habían venido los locrenses que viven más allá de la sagrada Eubea.
536 Los abantes de Eubea, que residían en Calcis, Eretria, Histiea en uvas abundosa, Cerinto marítima, Dío, ciudad excelsa, Caristo y Estira, eran capitaneados por el magnánimo Elefenor Calcodontíada, vástago de Marte. Con tal caudillo llegaron los ligeros abantes, que dejaban crecer la cabellera en la parte posterior de la cabeza: eran belicosos y deseaban siempre romper con sus lanzas de fresno las corazas en los pechos de los enemigos. Seguíanle cuarenta negras naves.
546 Los que habitaban en la bien edificada ciudad de Atenas y constituían el pueblo del magnánimo Erecteo, a quien Minerva, hija de Júpiter, crió—habíale dado a luz la fértil tierra—y puso en su rico templo de Atenas, donde los jóvenes atenienses ofrecen todos los años sacrificios propiciatorios de toros y corderos a la diosa, tenían por jefe a Menesteo, hijo de Peteo. Ningún hombre de la tierra sabía como ése poner en orden de batalla, así a los que combatían en carros, como a los peones armados de escudos; sólo Néstor competía con él, porque era más anciano. Cincuenta negras naves le seguían.
557 Áyax había partido de Salamina con doce naves, que colocó cerca de las falanges atenienses.
559 Los habitantes de Argos, Tirinto amurallada, Hermíona y Ásina en profundo golfo situadas, Trecena, Eyonas y Epidauro en vides abundosa, y los jóvenes aqueos de Egina y Masete, eran acaudillados por Diomedes, valiente en la pelea; Esténelo, hijo del famoso Capaneo, y Euríalo, igual a un dios, que tenía por padre al rey Mecisteo Talayónida. Era jefe supremo Diomedes, valiente en la pelea. Ochenta negras naves les seguían.
569 Los que poseían la bien construida ciudad de Micenas, la opulenta Corinto y la bien edificada Cleonas; los que cultivaban la tierra en Ornías, Aretirea deleitosa y Sición, donde antiguamente reinó Adrasto; los que residían en Hiperesia y Gonoesa excelsa, y los que habitaban en Pelene, Egio, el Egíalo todo y la espaciosa Hélice: todos estos habían llegado en cien naves a las órdenes del rey Agamenón Atrida. Muchos y valientes varones condujo este príncipe que entonces vestía el luciente bronce, ufano de sobresalir entre los héroes por su valor y por mandar a mayor número de hombres.
581 Los de la honda y cavernosa Lacedemonia que residían en Faris, Esparta y Mesa, en palomas abundante; moraban en Brisías o Augías amena; poseían las ciudades de Amiclas y Helos marítima, y habitaban en Laa y Etilo: todos estos llegaron en sesenta naves al mando del hermano de Agamenón, de Menelao, valiente en el combate, y se armaban formando unidad aparte. Menelao, impulsado por su propio ardor, los animaba a combatir y anhelaba en su corazón vengar la huída y los gemidos de Helena.
591 Los que cultivaban el campo en Pilos, Arena deliciosa, Trío, vado del Alfeo, y la bien edificada Epi, y los que habitaban en Ciparisa, Anfigenia, Pteleo, Helos y Dorio (donde las Musas, saliéndole al camino a Tamiris el tracio, le privaron del canto cuando volvía de la casa de Eurito el ecaleo; pues jactose de que saldría vencedor, aunque cantaran las propias Musas, hijas de Júpiter, que lleva la égida, y ellas irritadas le cegaron, le privaron del divino canto y le hicieron olvidar el arte de pulsar la cítara), eran mandados por Néstor, caballero gerenio, y habían llegado en noventa cóncavas naves.
603 Los que habitaban en la Arcadia al pie del alto monte de Cilene y cerca de la tumba de Epitio, país de belicosos guerreros; los de Féneo, Orcómeno en ovejas abundante, Ripa, Estratia y Enispe ventosa; y los que poseían las ciudades de Tegea, Mantinea deliciosa, Estínfalo y Parrasia: todos estos llegaron al mando del rey Agapenor, hijo de Anceo, en sesenta naves. En cada una de éstas se embarcaron muchos arcadios ejercitados en la guerra. El mismo Agamenón les proporcionó las naves de muchos bancos, para que atravesaran el vinoso ponto; pues ellos no se cuidaban de las cosas del mar.
615 Los que habitaban en Buprasio y en el resto de la divina Élide, desde Hirmina y Mírsino la fronteriza por un lado y la roca Olenia y Alisio por el otro, tenían cuatro caudillos y cada uno de estos mandaba diez veleras naves tripuladas por muchos epeos. De dos divisiones eran respectivamente jefes Anfímaco y Talpio, hijo aquél de Ctéato y éste de Eurito y nietos de Áctor; de la tercera, el fuerte Diores Amarincida, y de la cuarta, el deiforme Polixeno, hijo del rey Agástenes Augeída.
625 Los de Duliquio y las sagradas islas Equinas, situadas al otro lado del mar frente a la Élide, eran mandados por Meges Filida, igual a Marte, a quien engendrara el jinete Fileo, caro a Júpiter, cuando por haberse enemistado con su padre emigró a Duliquio. Cuarenta negras naves le seguían.
631 Ulises acaudillaba a los magnánimos cefalenios. Los de Ítaca y su frondoso Nérito; los que cultivaban los campos de Crocilea y de la escarpada Egílipe; los que habitaban en Zacinto; los que vivían en Samos y sus alrededores; los que estaban en el continente y los que ocupaban la orilla opuesta: todos ellos obedecían a Ulises, igual a Júpiter en prudencia. Doce naves de rojas proas le seguían.
638 Toante, hijo de Andremón, regía a los etolos que habitaban en Pleurón, Óleno, Pilene, Calcis marítima y Calidón pedregosa. Ya no existían los hijos del magnánimo Eneo, ni éste; y muerto también el rubio Meleagro, diéronse a Toante todos los poderes para que reinara sobre los etolos. Cuarenta negras naves le seguían.
645 Mandaba a los cretenses Idomeneo, famoso por su lanza. Los que vivían en Cnoso, Gortina amurallada, Licto, Mileto, blanca Licasto, Festo y Ritio, ciudades populosas, y los que ocupaban la isla de Creta con sus cien ciudades: todos eran gobernados por Idomeneo, famoso por su lanza, que con Meriones, igual al homicida Marte, compartía el mando. Seguíanle ochenta negras naves.
653 Tlepólemo Heraclida, valiente y alto de cuerpo, condujo en nueve buques a los fieros rodios que vivían, divididos en tres pueblos, en Lindo, Yaliso y Camiro la blanca. De éstos era caudillo Tlepólemo, famoso por su lanza, a quien Astioquía concibió del fornido Hércules cuando el héroe se la llevó de Éfira, de la ribera del Seleente, después de haber asolado muchas ciudades defendidas por nobles mancebos. Cuando Tlepólemo, criado en el magnífico palacio, hubo llegado a la juventud, mató al anciano tío materno de su padre, a Licimnio, vástago de Marte; y como los demás hijos y nietos del fuerte Hércules le amenazaran, construyó naves, reunió mucha gente y huyó por mar. Errante y sufriendo penalidades pudo llegar a Rodas, y allí se estableció con los suyos, que formaron tres tribus. Se hicieron querer de Júpiter, que reina sobre los dioses y los hombres, y el Saturnio les dio abundante riqueza.
671 Nireo condujo desde Sima tres naves bien proporcionadas; Nireo, hijo de Aglaya y el rey Cáropo; Nireo, el más hermoso de los dánaos que fueron a Troya, si exceptuamos al eximio Pelida; pero era tímido y poca la gente que mandaba.
676 Los que habitaban en Nísiro, Crápato, Caso, Cos, ciudad de Eurípilo, y las islas Calidnas, tenían por jefes a Fidipo y Ántifo, hijos del rey Tésalo Heraclida. Treinta cóncavas naves en orden les seguían.
681 Cuantos ocupaban el Argos pelásgico, los que vivían en Alo, Álope y Traquina y los que poseían la Ptía y la Hélade de lindas mujeres, y se llamaban mirmidones, helenos y aqueos, tenían por capitán a Aquiles y habían llegado en cincuenta naves. Mas éstos no se curaban entonces del combate horrísono, por no tener quien los llevara a la pelea: el divino Aquiles, el de los pies ligeros, no salía de las naves, enojado a causa de la joven Briseida, de hermosa cabellera, a la cual hiciera cautiva en Lirneso, cuando después de grandes fatigas destruyó esta ciudad y las murallas de Tebas, dando muerte a los belicosos Mines y Epístrofo, hijos del rey Eveno Selepíada. Afligido por ello, se entregaba al ocio; pero pronto había de levantarse.
695 Los que habitaban en Fílace, Píraso florida, que es lugar consagrado a Ceres; Itón, criadora de ovejas; Antrón marítima y Pteleo herbosa, fueron acaudillados por el aguerrido Protesilao mientras vivió, pues ya entonces teníalo en su seno la negra tierra: matole un dárdano cuando saltó de la nave mucho antes que los demás aqueos, y en Fílace quedaron su desolada esposa y la casa a medio acabar. Con todo, no carecían aquéllos de jefe, aunque echaban de menos al que antes tuvieron, pues los ordenaba para el combate Podarces, vástago de Marte, hijo del opulento Ificles Filácida y hermano menor del animoso Protesilao. Éste era mayor y más valiente. Sus hombres, pues, no estaban sin caudillo; pero sentían añoranza por él, que tan esforzado había sido. Cuarenta negras naves le seguían.
711 Los que moraban en Feras situada a orillas del lago Bebeis, Beba, Gláfiras y Yaolco bien edificada, habían llegado en once naves al mando de Eumelo, hijo querido de Admeto y de Alcestes, divina entre las mujeres, que era la más hermosa de las hijas de Pelias.
716 Los que cultivaban los campos de Metona y Taumacia y los que poseían las ciudades de Melibea y Olizón fragosa, tuvieron por capitán a Filoctetes, hábil arquero, y llegaron en siete naves: en cada una de éstas se embarcaron cincuenta remeros muy expertos en combatir valerosamente con el arco. Mas Filoctetes se hallaba, padeciendo terribles dolores, en la divina isla de Lemnos, donde lo dejaron los aqueos cuando fue mordido por ponzoñoso reptil. Allí permanecía afligido; pero pronto en las naves habían de acordarse los argivos del rey Filoctetes. No carecían aquéllos de jefe, aunque echaban de menos a su caudillo, pues los ordenaba para el combate Medonte, hijo bastardo de Oileo, asolador de ciudades, de quien lo tuvo Rena.
729 De los de Trica, Itoma de quebrado suelo, y Ecalia, ciudad de Eurito el ecaleo, eran capitanes dos hijos de Esculapio y excelentes médicos: Podalirio y Macaón. Treinta cóncavas naves en orden les seguían.
734 Los que poseían la ciudad de Ormenio, la fuente Hiperea, Asterio y las nevadas cimas del Títano, eran mandados por Eurípilo, hijo preclaro de Evemón. Cuarenta negras naves le seguían.
738 a los de Argisa, Girtona, Orta, Elona y la blanca ciudad de Oloosón, los regía el intrépido Polipetes, hijo de Pirítoo y nieto de Júpiter inmortal (habíalo dado a luz la ínclita Hipodamia el mismo día en que Pirítoo, castigando a los hirsutos Centauros, los echó del Pelión y los obligó a retirarse hacia los etiquios). Con él compartía el mando Leonteo, vástago de Marte, hijo del animoso Corono Cenida. Cuarenta negras naves les seguían.
748 Guneo condujo desde Cifo en veintidós naves a los enienes e intrépidos perebos; aquéllos tenían su morada en la fría Dodona y éstos cultivaban los campos a orillas del hermoso Titaresio que vierte sus cristalinas aguas en el Peneo de argénteos vórtices; pero no se mezcla con él, sino que sobrenada como aceite, porque es un arroyo del agua de la Estigia que se invoca en los terribles juramentos.
756 a los magnetes gobernábalos Protoo, hijo de Tentredón. Los que habitaban a orillas del Peneo y en el frondoso Pelión, tenían, pues, por jefe al ligero Protoo. Cuarenta negras naves le seguían.
760 Tales eran los caudillos y príncipes de los dánaos. Dime, Musa, cuál fue el mejor de los varones y cuáles los más excelentes caballos de cuantos con los Atridas llegaron. Entre los corceles sobresalían las yeguas del Feretíada, que guiaba Eumelo: eran ligeras como aves, apeladas, y de la misma edad y altura; criólas Apolo, el del arco de plata, en Perea, y llevaban consigo el terror de Marte. De los guerreros el más valiente fue Áyax Telamonio mientras duró la cólera de Aquiles, pues éste le superaba mucho; y también eran los mejores caballos los que llevaban al eximio Pelida.


Pablo Picasso: Cuatro poemas surrealistas

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20 AGOSTO XXXV

la persiana que el aire sacude mata jilgueros que vuelan les envía a golpear y manchar de sangre la espalda del cuarto escucha pasar la blancura del silencio que la muerte se lleva en la boca aroma de armonio su ala tira del pozo la cuerda

los jilgueros son el aroma que golpea de su ala el café que refleja la persiana en el fondo del pozo y escucha pasar el aire que el silencio de la blancura de la taza

el silencio escucha pasar el reflejo que el jilguero golpea en el pozo y borra en el silencio del café la blancura del ala

agita la cortina que se retuerce
baila el garrotín
cuando pichón entre dedos que aprietan
sacrifica
nieve que vuela en el horno
su bandera perpetua


17 SEPTIEMBRE XXV

doy arranco tuerzo mato atravieso incendio y quemo – acaricio lamo beso miro – repico a todo vuelo las campanas hasta que sangren – espanto a los palomos y los hago volar alrededor del palomar hasta caer al suelo ya muertos de cansancio – taparé todas ventanas y las puertas con tierra y con tus cabellos ahorcaré todos los pájaros que cantan – y cortaré todas las flores – meceré en mis brazos al cordero y le daré a devorar mi pecho – lo lavaré con mis lágrimas de placer y de penas – y lo adormiré con el canto de mi soledad por soleares – y grabaré con aguafuerte los campos de trigo y de avena y los veré morir tendidos cara al sol – y envolveré los ríos en papel de periódicos y los tiraré por la ventana al arroyo que arrepentido pero con todos sus pecados a cuestas se va contento y riendo a pesar de todo hacer su nido en la cloaca – y romperé la música del bosque contra las rocas de las olas del mar – y morderé al león en la mejilla – y haré llorar al lobo de ternura delante de un retrato del agua que en el baño deja caer su brazo


24-28 NOVIEMBRE XXXV

lengua de fuego abanica su cara en la flauta
la copa
que cantándole roe la puñalada del azul
tan gracioso
que sentado en el ojo del toro
inscrito en su cabeza
adornada con jazmines
espera que hinche la vela el trozo de cristal
que el viento envuelto en el embozo del mandoble
chorreando caricias
reparte el pan
al ciego y a la paloma
color de lilas
y aprieta
de toda su maldad
contra los labios
del limón ardiendo
el cuerno retorcido
que espanta
con sus gestos de adiós
la catedral
que se desmaya
en sus brazos
sin un olé
estallando en su mirada la radio amanecida
que fotografiando
en el beso
una chinche de sol
se come el aroma de la hora
que cae
y atraviesa la página que vuela
deshace el ramillete
que se lleva metido
entre el ala que suspira y el miedo que sonríe
el cuchillo que salta de contento
dejándole aún hoy
flotando como quiere y de cualquier manera
al momento preciso y necesario
en lo alto del pozo
el grito
del rosa
que la mano
le tira
como una limosnita


5 DICIEMBRE XXXV

lengua que hace su cama cuando ya no se le importa un pito el rocío que le pega la jaca haciendo su arroz con pollo en la sartén y organiza en el amor la noche con sus guantes de risas alrededor de la línea de fuego más de lo que parece ofendido y tan pálido de ver como jamón no huele y queso se estremece y el pájaro que canta retuerce la cortina que abanica su cara y la corta en la nieve que cuece sus cintas de todos los colores en la flauta la copa que cantándole como si cantar pudiese la calavera que le muerde la mano y se la lleva suspendida por el anillo envuelto en el ruido de las alas de las moscas que la nota que sostiene el violín no deja de respirar apretándole el cuello con sus tenazas roe la puñalada que hincha en el globo atado con longanizas extremeñas la razón perentoria del azul tan gracioso que sentado en su silla curula y arreglándose las faldas a cada momentito cuando pasa la flecha tan veloz le echa pimienta y sal y lee el porvenir en el ojo del toro puchero roto cuchara hecha de boj y reloj de pulsera orégano laurel y aljofaina de plata y zapato de seda y recuerdo del paso de una mano por la rodilla inscrito en su cabeza retratada en el cartel con su nombre primoroso y el de su ganadería adornada con jazmines junta las mil razones de estar callado y sordo a la pulga que mea la lluvia de tanto café con leche que sacude la cabellera que espera escondida detrás de la puerta de hierro que hincha la vela la buena educación que recibió tendido todo el día en la cama el trozo de cristal para que el viento envuelto en el embozo del mandoble chorreando caricias no haga más que correr y maldecir las castañas pilongas y el cardo y no se le pueda decir que si reparte el pan olvida al ciego y a la paloma color de lilas pero ahora que ya es tarde y que la noche se pone ya el sombrero y busca su paraguas y cuenta los naipes de la baraja de 2 a 4 y de 50 a 28 si asesina y aprieta de toda su maldad contra los labios del limón del espejo ardiendo como un loco y se quema la boca el cántaro flautín y pide al ciego que le indique el camino más corto que raje su color en la capa el cuero retorcido ya sabes tú por quién la luz que cae y se estrella en su cara repica en la campana que espanta con sus gestos de adiós la catedral que el aire que persigue a latigazos el león que se disfraza de torero se desmaya en sus brazos sin olé ahora ya así estallando y en su mirada la radio amanecida con tantas cuentas atrasadas a cuestas reteniendo el aliento y llevando en el plato en equilibrio la tajada de luna la sombra que el silencio desmorona hace que el reo siga fotografiando en el beso una chinche de sol sin la fa re si mi fa do si la do fa se come el aroma de la hora que cae y atraviesa la página que vuela y si después de hacer su petate deshace el ramillete que se lleva metido entre el ala que ya sé por qué suspira y el miedo que le da su imagen vista en el lago si la punta del poema sonríe tira el telón y el cuchillo que salta de contento no tiene más remedio que morir de placer cuando dejándole aún hoy flotando como quiere y de cualquier manera al momento preciso y necesario necesario para mí nada más ve pasar como un rayo en lo alto del pozo el grito del rosa que la mano le tira como una limosnita


Poesía surrealista en español. Ángel Pariente.
Paris, Éditions La Sirène, 2002.

Píndaro e Ignacio Montes de Oca: Tercera oda olímpica

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ODA TERCERA
AL MISMO TERÓN

Los ínclitos Gemelos
De hospitalarios, tiernos corazones,
Miren desde los cielos
Con benévolo rostro mis canciones,
Y Helena, a quien adoro,
Alma beldad de cabellera de oro.

Quiero cantar la gloria
De la ciudad famosa de Agrigento,
Y la feliz victoria
Que de sus potros, émulos del viento,
La infatigable planta,
A Terón trajo, desde Olimpia santa.

La Musa bienhechora
Me inspiró nuevo ritmo y melodía
Con que mi voz sonora
Pueda aplicar la dórica armonía
A la festiva danza,
Del noble vencedor en alabanza.

El lauro que las crines
De los bridones coronó, me manda
Unir en los festines
A las flautas y lira mi voz blanda,
De Enesidemo al hijo
Honrando, con celeste regocijo.

Exige mis loores
También de Pisa la gloriosa arena,
Do cánticos y honores
(Del cielo rico don) la ley ordena
Que estableciera Alcides,
Para los venturosos adalides.

¡Feliz aquel valiente
En cuyas sienes brilla la corona
De oliva refulgente,
Que con fallo imparcial justo le dona
Desde el dorado solio,
Guardador de la ley, el juez etolio!

Trajo de las umbrosas
Fuentes del Istro, de Hércules la diestra,
Sus ramas olorosas,
Para ser, en la olímpica palestra,
Del combate incrüento
El más esplendoroso monumento.

A la hiperbórea gente,
Sierva de Apolo, la frondosa planta
Ganó su ruego ardiente;
Y ahora de Jove a la morada santa
Presta su sombra densa,
Y es del valor insigne recompensa.

Los quinquenales juegos
Del sacro Alfeo a la divina cuna
Llamábanlo, y los fuegos
A su Padre encendidos: ya la luna,
Pupila de la noche,
Llena brillaba en su dorado coche.


Ningún árbol los valles
De Pélope Saturnio protegía;
Y solares y calles
Se abrasaban al sol de mediodía.
Vínole entonces gana
A Alcides de marchar a Istria lejana.

De Latona la diva
Hija, a quien place sujetar bridones,
Lo recibió festiva
En las escitias frígidas regiones,
Al llegar por extrañas
Sendas, de las arcádicas montañas.

Los decretos paternos
Y de Euristeo la maldad proterva,
La de dorados cuernos
Y a Diana consagrada, rauda cierva
A buscar, inhumanos
Lo enviaron a países tan lejanos.

Mientras le daba caza,
Allá en el norte descubrió el terreno
De la hiperbórea raza;
Y el héroe se paró, de asombro lleno,
A admirar de la fría
Vasta comarca la arboleda umbría.

Y le asaltó la idea
De circundar la arena, que fogoso
Doce veces rodea
Con la cuadriga el potro belicoso,
Con los verdes olivos
Que en aquella región crecen altivos.

Y las fiestas Alcides
Con los Hijos de Leda ahora presencia.
En las sagradas lides,
Al Olimpo al subir, la presidencia
Les dio su mano amiga
Sobre el atleta, el potro y el auriga.

A la tribu emenida
Y al ínclito Terón, honra sublime
La mano agradecida
De los claros Tindárides imprime.
¿Callar cómo pudiera?
Ensalza ¡oh lira! su piedad sincera.

De los divos jinetes
Adornan con fervor los santüarios,
Y sagrados banquetes
Les ofrecen, cual nadie hospitalarios,
Teniéndolos propicios
Sin cesar, con solemnes sacrificios.

Si el agua es la primera
De los cuatro elementos primordiales,
Y si el oro supera
En esplendor a todos, los metales,
¿Quién disputar podría
Al valor de Terón la primacía?

Desde Sicilia llega
A las Columnas de Hércules su nombre.
¡Musa! Tus alas plega:
Avanzar más allá no puede el hombre,
Y la barrera en vano
Pretenderá saltar, cuerdo o insano.


Horacio y Esteban Manuel de Villegas: Oda I. A Mecenas.

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ODA I
A MECENAS

Ilustre descendiente
de abuelos generosos y reales,
¡oh, tú que fuiste amparo y honra mía!
Cuál hallarás que quiera,
siguiendo sus pasiones naturales,
coger en carro ardiente
el polvo de la olímpica porfía;
a quien la limitada
señal de la carrera,
a  la rueda vecina y no tocada,

y la famosa rama
de la palma inmortal, feliz victoria,
le levanta a los dioses soberanos,
señores de la tierra.
Otro verás que tiene ya por gloria,
con que apoya su fama,
seguir del vulgo los favores vanos;
y en este sordo empleo
él mismo se hace guerra
con cuidado, con ansia y con deseo.

Otro, que ya colmado
tiene el granero de la mies dorada
que en sus eras extiende el africano,
gusta notablemente
cavar el campo con robusta azada,
de su padre heredado;
y al uno y otro si le das (es llano)
del rey Atalo el oro,
porque el mar surque herviente,
dejará del rey Atalo el tesoro.

El mercader medroso,
viendo luchar el ábrego valiente
con el cristal azul del mar Icario,
alaba el patrio techo
y el fértil campo; y luego en consiguiente,
recogido al reposo,
cansado de tenerle de ordinario,
los vasos adereza
y al mar vuelve derecho:
que está mal enseñado en la pobreza.

Hay otro que procura
darse al regalo con el sacro vino
que las viñas de Másico producen;
ni desprecia del día
hurtarle un rato al pleito más contino,
ya puesto a la frescura
de los árboles verdes que le inducen;
ya de la dulce fuente
escucha la armonía
que entre las guijas forma su corriente.

A cuántos hay que agrada
las tiendas y aparatos de milicia,
y el rumor de la trompa, acompañado
con el clarín sonoro,
y juntamente aquel furor envicia
de la sangrienta espada,
en bullicio feroz y en campo armado,
de quien hijas y madres
abominan con lloro,
porque unas pierden hijos y otras padres.

El cazador que ha dado
al verde bosque todo su ejercicio,
de la tierna mujer el lecho deja,
y al campo se retira,
o ya porque del ciervo le da indicio
el despierto cuidado
de los sagaces perros que le aqueja,
o ya porque deshizo
el jabalí con ira
los fuertes lazos del cordel rollizo.

A mí la verde yedra,
premio glorioso de las doctas sienes,
al Cielo con los dioses me levanta;
y también me retira
del vulgo popular y sus vaivenes,
do la virtud no medra,
el bosque lleno de una y otra planta,
y los coros livianos,
cuando el viento respira,
de las Ninfas y Sátiros silvanos.

Pero si no me ruega
tocar Euterpe, dulce Musa mía,
la chirimía que se esparce al viento,
ni Polimnia rehúsa
que me ocupe en la lesbia poesía,
y tú me ofreces soberano asiento
entre los que han usado
a la lírica Musa,
me verás en el Cielo colocado.
 Las Eróticas, 1618.





Maecenas, atavis edite regibus,
O et praesidium et dulce decus meum,
Sunt quos curriculo pulverem Olympicum
Collegisse iuvat, metaque fervidis

Evitata rotis palmaque nobilis
Terrarum dominos evehit ad deos.
Hunc, si mobilium turba Quiritium
Certat tergeminis tollere honoribus ;

Illum, si proprio condidit horreo
Quidquid de Libycis verritur areis.
Gaudentem patrios findere sarculo
Agros Attalicis condicionibus

Numquam demoveas, ut trabe Cypria
Myrtoum pavidus nauta secet mare.
Luctantem Icariis fluctibus Africum
Mercator metuens otium et oppidi

Laudat rura sui : mox reficit rates
Quassas indocilis pauperiem pati.
Est qui nec veteris pocula Massici
Nec partem solido demere de die 

Spernit, nunc viridi membra sub arbuto
Stratus, nunc ad aquae lene caput sacrae.
Multos castra iuvant et lituo tubae
Permixtus sonitus bellaque matribus

Detestata. Manet sub Iove frigido
Venator tenerae coniugis immemor,
Seu visa est catulis cerva fidelibus
Seu rupit teretes Marsus aper plagas.

Me doctarum hederae praemia frontium
Dis miscent superis, me gelidum nemus
Nympharumque leves cum Satyris chori
Secernunt populo, si neque tibias

Euterpe cohibet nec Polyhymnia
Lesboum refugit tendere barbiton.
Quod si me lyricis vatibus inseres,
Sublimi feriam sidera vertice.

Louis-Sébastien Mercier: La destrucción de París

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"Tengo un libro hermosísimo para llevarte; pero estoy trabajando enormemente en ese tema: Segundo cuadro de París por Sébastien Mercier, París durante la Revolución, del 93 hasta Bonaparte; es maravilloso".

10 de agosto de 1862. 


LA DESTRUCCIÓN DE PARÍS
Cuadro de París, vol. II, cap. CXXXIII
¿Qué pasará con París?

Tebas, Tiro, Persépolis, Cartago, Palmira, ya no existen. Esas ciudades que se alzaban altivamente sobre el planeta, cuya grandeza, poderío y solidez parecían prometer una duración casi eterna, han dejado huellas equívocas incluso del lugar que ocuparon.
Otras ciudades, antaño prósperas y pobladas, hoy sólo ofrecen, en un horroroso desierto, algunas columnas desparramadas, algunos monumentos derruidos, tristes restos de su magnificencia pasada. ¡Ay!, las grandes ciudades modernas padecerán un día las mismas revoluciones.
Este río, útilmente bordeado por majestuosos muelles de piedra, obstaculizado por montones inmensos de escombros, se desbordará y formará pantanos cenagosos e infectos; las ruinas de los edificios bloquearán estas calles perfectamente rectas, y en estas plazas donde se agita la muchedumbre, los animales venenosos, hijos de la putrefacción, reptarán alrededor de las columnas caídas y medio enterradas.
¿Es una guerra, es la peste, es la hambruna, es un terremoto, es una inundación, es un incendio, es una revolución política lo que aniquilará esta soberbia ciudad? ¿O acaso varias causas reunidas llevarán a cabo esa vasta destrucción?
Es algo inevitable bajo la mano lenta y terrible de los siglos, que mina los imperios más firmes, borra las ciudades y llama a nuevos pueblos a establecerse sobre el polvo apagado de los pueblos antiguos.
¡Escapa, libro mío, escapa de las llamas de los bárbaros: diles a las generaciones futuras lo que fue París; diles que cumplí con mi deber de ciudadano, que no permanecí en silencio delante de los venenos secretos que les provocan a las ciudades, primero, las agitaciones de la enfermedad y, luego, las convulsiones de la muerte! Cuando la espantosa opulencia que se concentra cada vez más en un pequeño número de manos, le haya dado a la desigualdad de las fortunas una desproporción aun más aterradora, entonces ese gran cuerpo ya no podrá mantenerse en pie; se derrumbará sobre sí mismo y perecerá.
Perecerá, ¡ay, Dios mío!; cuando la tierra cubra lentamente sus ruinas, cuando el trigo crezca en el lugar elevado en el que escribo, cuando ya no quede sino una memoria confusa del reino y de la capital, el instrumento del labriego, hundiéndose en la tierra, chocará quizás contra la cabeza de la estatua ecuestre de Luis XV; los anticuarios se reunirán y harán deducciones infinitas, como hoy las hacemos nosotros sobre las ruinas de Palmira.
Pero ¿cuál no será el asombro de la generación de entonces si la curiosidad la empuja a hurgar en las ruinas de esta gran ciudad, enterrada y muerta? Su esqueleto gigantesco espantará las miradas, los trabajos incentivarán nuevos trabajos, nuestros descendientes, al encontrar nuestros mármoles, nuestros bronces, nuestras monedas, nuestras inscripciones, se conmoverán pensando en lo que hemos sido; y, si mi libro escapa a la destrucción, tomarán las verdades que he consignado en él por una novela fantástica, ¡hasta tal punto sus costumbres y sus ideas diferirán de las nuestras!; ¡ciudades antiguas del Asia que ya no existen!, ¡imperios borrados!, ¡generaciones cuyos nombres incluso nos son desconocidos!, ¡famosos atlantes!, y ustedes, pueblos que respiraron sobre este planeta, cuyos territorios han sido constantemente desplazados, dígannos cuales fueron sus artes. ¿Es preciso que todo perezca? ¿Y los trabajos acumulados del hombre (que ha creído inmortalizar con el precioso descubrimiento de la imprenta) terminarán pereciendo, puesto que el aire, el fuego, el despotismo, los trastornos del planeta y la barbarie destruyen hasta las ligeras hojas en las que están impresos los pensamientos útiles del genio?
Nuestra vista, en el mundo histórico, abarca cuatro mil años, no mucho más; además, solamente percibimos de este mundo las cimas rodeadas por las nubes, donde la vista se pierde. Todos esos hechos alejados, aunque estén separados por grandes distancias, se tocan como si fueran muy cercanos; y en ese intervalo de siglos, una prodigiosa cantidad de acontecimientos se nos escapa. Lo mismo ocurrirá con nosotros; el porvenir devorará los hechos más importantes, para no dejar más que el recuerdo o el nombre de los siglos. ¡Oh tiempo, los individuos, las ciudades, los reinos, todo termina con un hic jacet!
Herculano y Pompeya, ciudades destruidas por una sola y única erupción del Vesubio, hace casi mil setecientos años, exhumadas en nuestro tiempo, nos muestran sus pinturas, sus esculturas, sus arcos, los utensilios de sus hogares domésticos; y eso nos da una idea de la imaginación fecunda y de la habilidad de sus antiguos artistas. La lava, las cenizas, la piedra pómez, han conservado sus monumentos, como para ofrecernos una imagen futura de eso en lo que se transformarán, a su vez, nuestras ciudades; pero, ¿se puede pensar en esa catástrofe sin temer los accidentes de la naturaleza, la furia de los elementos, y, más terrible aún, la de los conquistadores? Dentro de dos mil años, ¿qué ofreceremos nosotros a los ojos curiosos y escrutadores? ¿Cuál es la estatua, cuál es el libro que quedará flotando sobre el abismo de nuestras artes consumidas o destruidas por los ultrajes del tiempo, o por la cólera de los reyes?
La pólvora infernal (cuyos depósitos se han multiplicado en Europa por todas partes, y a los que les basta con una chispa para devorarlo todo), ¿no se vuelve, en manos de la ambición o de la venganza, un medio inmenso de destrucción, y mil veces más peligroso que la materia ardiente que vomitan los volcanes por sus inagotables cráteres? Las catástrofes de la naturaleza ya no son nada en comparación con las que el hombre ha creado para su ruina y la de las populosas ciudades que habita.
Los manuscritos hallados en las casas de Herculano y de Pompeya que se desenrollan con tanta lentitud, muestran las letras de la lengua griega; pero es el azar que no preservó unos y no otros: así, en tres mil años, ¿cuál será obra destinada a darles a nuestros descendientes una idea de nuestros conocimientos morales y físicos? ¿Cuál será el libro que tendrá el honor de volver a encender la antorcha apagada de las ciencias? Determinado diccionario, quizás, que hoy despreciamos, será recibido con fervor; y alguna de nuestras compilaciones que juzgamos fastidiosas, será quizás para la posteridad más preciosa que los versos de Corneille, Racine, Boileau y Voltaire. Sí, quizás un folleto desdeñado acaparará toda la atención de esos nuevos pueblos.
Que nuestros orgullosos escritores no se arroguen, pues, el derecho de despreciar a cualquiera que hoy, como ellos, se sirve de la pluma, ya que al autor que será considerado en tres mil años, que dominará las mentes de ese tiempo, que las iluminará, nadie, de la generación actual, es capaz de nombrarlo o adivinarlo.
¡París destruido! Jerjes, después de mirar atentamente el prodigioso ejército que comandaba, derramó lágrimas al pensar que en poco tiempo tantos miles de hombres desparecerían de la superficie de la tierra. ¿No puedo yo, conmovido por igual sentimiento, llorar de antemano por esta magnífica ciudad?
Hemos visto en un abrir y cerrar de ojos una ciudad sepultada entre sus ruinas; cuarenta y cinco mil personas segadas por la muerte; la fortuna de doscientos mil súbditos, destruida; una pérdida general de miles de millones: ¡qué imagen de las vicisitudes de las cosas humanas! Ese acontecimiento terrible ocurrió el 1º de noviembre de 1755.
Y bien, ese rayo que lo destruyó todo, salvó a Portugal en lo que concierne la política: hubiera sido conquistado sin ese desastre que propició el inicio de las reformas, puso igualdad entre las fortunas particulares, reunió los corazones y los espíritus, y alejó las revoluciones que lo amenazaban.
Si se consideraba su aspecto físico, la antigua Lisboa no era más que una ciudad de África, es decir una gran aldea, sin orden, sin proporciones: las calles eran estrechas y mal trazadas. El terremoto abatió en tres minutos lo que a la mano tímida de los hombres le hubiera llevado tanto tiempo derribar. Cayó el deplorable gusto de los moros y la ciudad se levantó suntuosa y soberbia.
¿Qué sabemos sobre lo que surge del fondo de los desastres? ¿Qué sabemos?... París destruido. ¡Ah, como en Memnón, no dejaré de decir: qué gran lástima!

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán.


"J'ai un très beau livre à t'apporter; mais je fais un gros travail à ce sujet: Second tableau de Paris par Sébastien Mercier, Paris pendant la Révolution de 93 jusqu'à Bonaparte; c'est merveilleux."

Charles Baudelaire, lettre à Mme Aupick,10 aôut 1862.


TABLEAU DE PARIS
SECOND VOLUME. CHAPITRE CXXXIII
Que deviendra Paris ?

Thèbes, Tyr, Persépolis, Carthage, Palmyre ne sont plus. Ces villes qui s'élevaient fièrement sur le globe, dont la grandeur, la puissance et la solidité semblaient promettre une durée presqu'éternelle, ont laissé équivoques les traces même du lieu qu'elles ont occupé !
D'autres cités, jadis florissantes et peuplées, n'offrent plus aujourd'hui dans un effrayant désert, que quelques colonnes éparses, quelques monuments brisés, tristes restes de leur  magnificence passée. Hélas ! les grandes villes  modernes éprouveront un jour la même révolution.
Cette rivière utilement resserrée dans des  quais majestueux et formés de pierres, encombrée par des débris immenses, se débordera, et formera des étangs bourbeux et infects ; les ruines des édifices boucheront ces rues alignées au cordeau, et dans ces places où un peuple nombreux s'agite, les animaux venimeux, enfants de la putréfaction, ramperont autour des colonnes renversées, et à moitié ensevelies.
Est-ce la guerre, est-ce la peste, est-ce la famine, est-ce un tremblement de terre, est-ce une inondation, est-ce un incendie, est-ce une révolution politique, qui anéantira cette superbe ville ? Ou plutôt plusieurs causes réunies opéreront-elles cette vaste destruction ?
Elle est inévitable sous la main lente et terrible des siècles, qui mine les empires les  mieux affermis, efface les villes, et appelle des peuples nouveaux sur la poussière éteinte des peuples anciens.
Échappez, mon livre, échappez aux flammes ou aux barbares : dites aux générations futures ce que Paris a été ; dites que j'ai rempli mon devoir de citoyen, que je n'ai pas passé sous silence les poisons secrets qui donnent aux cités les agitations de la maladie, et bientôt les convulsions de la mort ! Quand l'épouvantable opulence, qui se concentre de plus en plus dans un plus petit nombre de mains, aura donné à l'inégalité des fortunes une disproportion plus effrayante encore, alors ce grand corps ne pourra plus se soutenir ; il s'affaissera sur lui-même et périra.
Il périra ! Dieu ! ah ! quand le sol couvrira insensiblement ses débris, que le blé croîtra  au lieu élevé où j'écris, qu'il ne restera plus qu'une mémoire confuse du royaume et de la capitale, l'instrument du cultivateur, en fendant la terre, viendra heurter peut-être la tête de la statue équestre de Louis XV ; les antiquaires assemblés feront des raisonnements à l'infini, comme nous en faisons aujourd'hui sur les débris de Palmyre.
Mais de quel étonnement ne sera pas frappée la génération d'alors, si la curiosité la porte à fouiller les débris de cette grande ville, ensevelie et décédée ? Son squelette gigantesque épouvantera les regards, les travaux exciteront à de nouveaux travaux, nos neveux, en trouvant nos marbres, nos bronzes, nos médailles, nos inscriptions, s'agiteront sur ce que nous avons été, et si mon livre échappe à la destruction, ils prendront peut-être pour un roman fantastique les vérités qui y sont déposées, tant leurs mœurs et leurs idées seront différentes des nôtres ! villes anciennes de l'Asie, et qui n'êtes plus ! empires effacés ! générations dont les noms nous sont même inconnus ! fameux Atlantes ; et vous peuples qui avez respiré sur ce globe, dont la superficie est incessamment déplacée, dites quels étaient vos arts ? Faut-il que tout périsse ? Et les travaux accumulés de l'homme (qu'il a cru immortaliser par la précieuse découverte de l'imprimerie) périront-ils, à la fin ; puisque le feu, le despotisme, les secousses du globe et la barbarie détruisent jusqu'aux feuilles légères où sont empreintes les pensées utiles du génie ?
Notre vue plonge dans le monde historique à quatre mille ans, pas davantage ; encore n’apercevons-nous de ce monde, que des sommités qu'environnent des nuages, et où la vue se perd. Tous ces faits éloignés, quoique séparés par de grandes distances, se touchent comme très voisins ; et dans cet intervalle de siècles une foule prodigieuse d'événements nous échappent. Il en sera de même pour nous ; l'avenir engloutira les faits les plus importants, pour ne laisser que le souvenir ou le nom des siècles. Ô temps ! les individus, les villes, les royaumes, tout finit par hic jacet.
Herculanum et Pompéia, villes détruites par une seule et même éruption du Vésuve, il y a près de dix-sept cents ans, exhumées de nos jours, nous montrent leurs peintures, leurs sculptures, leurs arcs, les ustensiles de leurs foyers domestiques ; et nous avons une idée de l'imagination féconde et de l'habileté des anciens artistes. La lave, les cendres, la pierre-ponce ont conservé ces monuments, comme pour nous offrir une future image de ce que nos cités deviendront à leur tour ; mais peut-on réfléchir à cette catastrophe sans redouter les accidents de la nature, la fureur des éléments, celle des conquérants, plus terrible encore ? Qu'offrirons-nous dans deux mille ans aux regards curieux et scrutateurs ? Quelle est la statue, quel est le livre qui surnagera sur l’abîme de nos arts engloutis ou renversés par les ravages du temps, ou par le courroux des rois ?
La poudre infernale (dont les magasins se sont multipliés surtout en Europe, et auxquels une étincelle suffit pour tout dévorer) ne devient-elle pas, dans les mains de l'ambition ou de la vengeance, un moyen immense de destruction, et plus dangereux mille fois que les matières embrasées que les volcans vomissent de leur inépuisable cratère ? Les fléaux de la nature ne sont plus rien en comparaison de ceux que l'homme a créés pour sa ruine et celle des populeuses cités qu'il habite.
Les manuscrits trouvés dans les maisons d'Herculanum et de Pompéia, qui se déroulent si lentement, manifestent les caractères de la langue grecque ; mais c'est le hasard qui nous a livré l'un plutôt que l'autre : ainsi dans trois mille ans, quel sera l'ouvrage destiné à donner à nos descendants une idée de nos connaissances morales et physiques ? Quel livre aura l'honneur de rallumer le flambeau éteint des sciences ? Tel dictionnaire, peut-être, que nous méprisons aujourd'hui, sera accueilli avec transport ; et une de nos compilations que nous jugeons fastidieuses, deviendra plus précieuse sans doute à la postérité, que les vers de Corneille, de Racine, de Boileau et de Voltaire. Oui, il appartiendra peut-être à une brochure dédaignée, de fixer de préférence l'attention de ces peuples nouveaux.
Que nos orgueilleux écrivains ne s'arrogent donc pas le droit de mépriser quiconque aujourd'hui tient la plume comme eux car l'auteur qui fera fortune dans trois mille ans, qui dominera les esprits d'alors, qui les éclairera, nul de la génération actuelle, ne peut ni le nommer ni le deviner.
Paris détruit ! Xerxès, après avoir attentivement considéré la prodigieuse armée qu'il  commandait, versa des larmes en songeant qu'avant peu tant de milliers d'hommes disparaitraient de dessus la terre. Et ne puis-je pas aussi, affecté du même sentiment, pleurer d'avance sur cette superbe ville ?
On a vu en un clin d'œil une capitale ensevelie sous ses ruines ; quarante-cinq mille personnes frappées d'un coup de mort ; la fortune de deux cents mille sujets détruite ; une perte générale de deux milliards : quel tableau des vicissitudes des choses humaines ! Ce phénomène terrible arriva le premier novembre 1755.
Eh bien, ce coup de foudre qui abîma tout, sauva le Portugal aux yeux de la politique : il était conquis, sans ce désastre qui prêta à la réformation, mit une égalité aux fortunes particulières, réunit les cœurs et les esprits, et détourna les révolutions qui le menaçaient.
Considérée du côté physique, l'ancienne Lisbonne n'était qu'une cité d'Afrique, c'est-à-dire, une vaste bourgade, sans ordre, sans proportions : les rues étaient étroites et mal distribuées. Le tremblement abattit en trois minutes ce que la main timide des hommes aurait été si longtemps à renverser. Le goût déplorable des Maures tomba, et la ville se releva pompeuse et superbe.
Que savons-nous sur ce qui sort du sein de désastres ? Que savons-nous ?... Paris détruit. Oh ! je dirai toujours comme dans Memnon : ce sera bien dommage.

Simone Weil: Las necesidades del alma

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LAS NECESIDADES DEL ALMA

La noción de obligación prima sobre la de derecho, que está subordinada a ella y es relativa a ella. Un derecho no es eficaz por sí mismo, sino sólo por la obligación que le corresponde. El cumplimiento efectivo de un derecho no depende de quien lo posee, sino de los demás hombres, que se sienten obligados a algo hacia él. La obligación es eficaz desde el momento en que queda establecida. Pero una obligación no reconocida por nadie no pierde un ápice de la plenitud de su ser. Un derecho no reconocido por nadie no es gran cosa.
Carece de sentido decir que los hombres tienen, por un lado, derechos, y por otro, deberes. Esas palabras sólo expresan puntos de vista diferentes. Su relación es la del objeto y el sujeto. En sí mismo, un hombre sólo tiene deberes, entre los que se cuentan algunos para consigo mismo; los demás, desde su punto de vista, sólo tienen derechos. A su vez, hay derechos cuando a ese hombre se le considera desde el punto de vista de los demás, obligados para con él. Un hombre solo en el universo no tendría ningún derecho pero sí tendría obligaciones.
La noción de derecho, al ser de orden objetivo, no se puede separar de las nociones de existencia y de realidad. Aparece cuando la obligación desciende al ámbito de los hechos; entraña siempre, por tanto, en cierta medida, que se tomen en consideración supuestos de hecho y situaciones particulares. Los derechos siempre están sujetos a condiciones determinadas. La obligación sólo puede ser incondicionada. Se sitúa en un ámbito que está más allá de toda condición porque está más allá de este mundo.
Los hombres de 1789 no reconocían tal ámbito. Sólo admitían el de las cosas humanas. Por ello partieron de la noción de derecho. Pero quisieron instaurar principios absolutos. Esa contradicción les hizo caer en una confusión de lenguaje y de ideas aún presente en la confusión política y social actual. El ámbito de lo eterno, lo universal y lo incondicionado es distinto del ámbito de las condiciones de hecho; y en él habitan nociones diferentes, ligadas a la parte más secreta del alma humana.
La obligación sólo vincula a los seres humanos. No hay obligaciones para las colectividades como tales. Pero sí las hay para todos los individuos que componen una colectividad, la sirven, la dirigen o la representan, tanto en la parte de su vida sujeta a la colectividad como en la que es independiente de ella.
Idénticas obligaciones vinculan a todos los hombres, aunque corresponden a actos diferentes según las situaciones. Ningún ser humano puede sustraerse a sus obligaciones en circunstancia alguna sin cometer un crimen, salvo en el caso de que al ser incompatibles dos obligaciones reales se vea forzado a incumplir una de ellas.
La imperfección de un orden social se mide por la cantidad de situaciones de ese tipo que entraña.
En este caso, habrá crimen cuando la obligación abandonada sea, además, negada.
El objeto de la obligación, en el ámbito de las cosas humanas, es siempre el hombre como tal. Hay obligación hacia todo ser humano por el mero hecho de serlo, sin que intervenga ninguna otra condición, e incluso aunque el ser humano mismo no reconozca obligación alguna.
Esta obligación no se basa en ninguna situación de hecho, ni en la jurisprudencia, ni en las costumbres, ni en la estructura social, ni en las relaciones de fuerza, ni en la herencia del pasado, ni en el supuesto sentido de la historia. Pues ninguna situación de hecho puede fundamentar una obligación.
Esta obligación no se basa en una convención. Todas las convenciones son modificables por voluntad de los pactantes, mientras que ningún cambio en la voluntad de los hombres puede modificar lo más mínimo esta obligación.
Esta obligación es eterna. Responde al destino eterno el ser humano. Sólo el ser humano tiene un destino eterno. Las colectividades humanas no. Respecto de ellas no hay, por tanto, obligaciones directas que sean eternas. Sólo es eterno el deber hacia el ser humano como tal.
Esta obligación es incondicionada. Si se basa en algo, ese algo no es de este mundo. No está basada en nada de este mundo. Es la única obligación relativa a las cosas humanas no sujeta a ninguna condición.
Esta obligación halla verificación, que no fundamento, en el acuerdo de la conciencia universal. Está expresada en algunos de los textos más antiguos que se conservan. Se la reconoce en todos los casos particulares en que no se la combate por el interés o las pasiones. El progreso se mide por relación a ella.
El reconocimiento de esta obligación se halla expresado de forma confusa e imperfecta —más o menos imperfecta según los casos— en los llamados derechos positivos. En la medida en que los derechos positivos entran en contradicción con ella quedan afectados de ilegitimidad.
Aunque esa obligación eterna responde al destino eterno del ser humano, tal destino no es su objeto directo. El destino eterno de un ser humano no puede ser objeto de obligación alguna porque no está subordinado a acciones exteriores.
El hecho de que un ser humano posea un destino universal sólo impone una obligación: el respeto. La obligación sólo se cumple cuando tal respeto se manifiesta efectivamente, de forma real y no ficticia; y únicamente puede manifestarse a través de las necesidades terrenas del hombre.
La consciencia humana nunca ha variado en este punto. Hace miles de años los egipcios creían que un alma no puede justificarse después de la muerte si no es capaz de decir: «No dejé a nadie pasar hambre». Los cristianos saben que se exponen a que el propio Cristo les diga un día: «Tuve hambre y no me diste de comer». Todo el mundo concibe el progreso, principalmente, como el paso a un estadio de la sociedad en que las gentes no pasen hambre. Si la cuestión se plantea en términos generales, nadie considerará inocente a un hombre que teniendo alimento en abundancia y encontrando ante su puerta a alguien medio muerto de hambre pase por su lado sin darle nada.
Es pues una obligación eterna hacia el ser humano no dejarle pasar hambre cuando se le puede socorrer. Al ser ésta la obligación más evidente, debe servir de modelo para elaborar la lista de los deberes eternos hacia todo ser humano. Para confeccionar dicha lista con el máximo rigor hay que proceder por analogía a partir de este primer ejemplo.
Así, la lista de las obligaciones hacia el ser humano debe corresponder con la de las necesidades humanas vitales análogas al hambre.
Algunas de estas necesidades son físicas, como el hambre. Son bastante fáciles de enumerar. Atañen a la protección contra la violencia, al alojamiento, al vestido, al calor, a la higiene, a los cuidados en caso de enfermedad.
Hay otras necesidades, en cambio, que no tienen relación con la vida física sino con la vida moral. Pero también son terrenas, como las primeras, y tampoco tienen una relación directa accesible a nuestra inteligencia con el destino eterno del hombre. Son, como las necesidades físicas, necesidades de la vida de aquí abajo. Es decir: si no se satisfacen el hombre cae poco a poco en un estado más o menos análogo a la muerte, más o menos próximo a una vida meramente vegetativa.
Estas necesidades son mucho más difíciles de reconocer y enumerar que las del cuerpo. Pero todo el mundo admite que existen. Cuantas atrocidades pueda cometer un conquistador sobre las poblaciones sometidas —masacres, mutilaciones, hambruna organizada, reducción a la esclavitud o deportaciones masivas— son generalmente consideradas como medidas de la misma especie, aunque la libertad o el país natal no sean necesidades físicas. Todo el mundo es consciente de que hay crueldades que atentan contra la vida del hombre sin atentar contra su cuerpo. Son las que le privan de cierto alimento necesario para la vida del alma.
Las obligaciones —incondicionadas o relativas, eternas o cambiantes, directas o indirectas respecto de las cosas humanas se derivan sin excepción de las necesidades vitales del ser humano. Las que no conciernen a tal o cual ser humano determinado tienen por objeto cosas que desempeñan, en relación con los hombres, un papel análogo al del alimento.
A un campo de trigo no se le debe respeto por sí mismo, sino por ser alimento para los seres humanos.
Análogamente, a una colectividad, sea la que sea — patria, familia u otra cualquiera—, no se le debe respeto por sí misma, sino como alimento de cierto número de almas.
Esta obligación impone en la práctica actitudes o actos diferentes según las situaciones. Pero considerada en sí misma es absolutamente idéntica para todos.
En particular, es absolutamente idéntica para quienes están en el extranjero.
El grado del respeto debido a las colectividades humanas es muy elevado, por varias consideraciones.
En primer lugar, cada una es única, y si se la destruye no puede ser reemplazada. Un saco de trigo siempre se puede sustituir por otro. El alimento que una colectividad suministra al alma de sus miembros no tiene equivalente en todo el universo.
Además, por su duración, la colectividad penetra en el futuro. Es alimento no sólo para las almas de los vivos, sino también para las de los aún no nacidos que vendrán al mundo en los próximos siglos.
Por último, por su duración misma, la colectividad hunde sus raíces en el pasado. Constituye el único órgano de conservación de los tesoros espirituales juntados por los muertos, el único órgano de transmisión mediante el cual los muertos pueden hablar a los vivos. Y la única cosa terrena que tiene una relación directa con el destino eterno del hombre es la irradiación —transmitida de generación en generación— de aquellos que tuvieron plena conciencia de tal destino.
A causa de todo ello, bien puede ocurrir que la obligación para con una colectividad en peligro llegue incluso al sacrificio total. Sin embargo, de ello no se deriva que la colectividad esté por encima del ser humano. Pues también sucede que la obligación de socorrer a un ser humano en peligro deba llegar hasta el sacrificio total, sin que esto implique superioridad alguna por parte del socorrido.
Un campesino, en determinadas condiciones, puede tener que exponerse, para cultivar su campo, al agotamiento, a la enfermedad e incluso a la muerte. Pero siempre tiene presente que en definitiva se trata únicamente de pan.
De forma análoga, incluso en el momento del sacrificio total, a ninguna colectividad se le debe más que un respeto análogo al que se debe al alimento.
 Sin embargo, muy a menudo se invierten los papeles.
Ciertas colectividades, en vez de servir de alimento, devoran a las almas. Hay en tal caso enfermedad social, y la primera obligación es intentar un tratamiento; en determinadas circunstancias puede ser necesario inspirarse en los métodos quirúrgicos.
También en este punto la obligación es la misma tanto para quienes están dentro de la colectividad como para quienes están fuera.
Puede ocurrir también que una colectividad proporcione a las almas de sus miembros un alimento insuficiente. En ese caso es necesario mejorarla.
Por último, hay colectividades muertas que, sin llegar a devorar a las almas, tampoco las alimentan. Si es seguro que están completamente muertas, que no se trata de un letargo pasajero, hay que aniquilarlas.
El primer estudio a realizar es el de las necesidades que son a la vida del alma lo que las necesidades de alimento, de sueño y de calor son a la vida del cuerpo. Hay que intentar enumerarlas y definirlas.
No se las debe confundir nunca con los deseos, los caprichos, las fantasías o los vicios. También es preciso discernir lo esencial de lo accidental. El hombre no tiene necesidad de arroz o de patatas, sino de alimento; ni de madera o de carbón, sino de calefacción. Igualmente, para las necesidades del alma se debe reconocer las satisfacciones diferentes, aunque equivalentes, que responden a las mismas necesidades. También hay que distinguir los alimentos del alma de los venenos que, durante algún tiempo, puede parecer que sustituyen al alimento.
La falta de un estudio de este tipo lleva a los gobiernos, cuando tienen buenas intenciones, a dar palos de ciego. He aquí algunas indicaciones.

EL ORDEN

La primera necesidad del alma humana, la más próxima a su destino universal, es el orden: un tejido de relaciones sociales tal que nadie se vea forzado a violar obligaciones rigurosas para cumplir otras obligaciones. Únicamente en este caso el alma sufre violencia espiritual por parte de las circunstancias exteriores. Pues quien deja de cumplir una obligación sólo por amenaza de muerte o de sufrimiento puede desinteresarse de ello y sólo su cuerpo quedará lastimado. Pero a quien las circunstancias le hagan incompatibles los actos prescritos por varias obligaciones estrictas, ése, sin que tenga la posibilidad de defenderse, quedará herido en su amor al bien.
Hoy día hay un grado muy elevado de desorden y de incompatibilidad entre obligaciones.
Quien actúa en el sentido de aumentar esa incompatibilidad es un factor de desorden. Quien lo hace en el sentido de disminuirla es un factor de orden. Quien niega determinadas obligaciones para simplificar los problemas ha concertado en su corazón una alianza con el crimen.
Desgraciadamente no se dispone de método alguno para aminorar esta incompatibilidad. Ni siquiera se tiene la certeza de que la idea de un orden donde todas las obligaciones fueran compatibles no sea más que una ficción. Cuando el deber desciende al plano de los hechos entra en juego un número tan grande de relaciones independientes que la incompatibilidad parece bastante más probable que la compatibilidad.
Sin embargo, diariamente tenemos ante los ojos el ejemplo del universo, donde una infinidad de acciones mecánicas independientes concurre para constituir un orden que permanece fijo a través de la variación. Por eso amamos la belleza del mundo, pues tras ella sentimos la presencia de algo análogo a la sabiduría que desearíamos poseer para saciar nuestro deseo de bien.
En un plano inferior, las obras de arte verdaderamente bellas ofrecen ejemplos de conjuntos en los que, de un modo imposible de comprender, determinados factores independientes concurren para constituir una belleza única.
Por último, el sentimiento de las diversas obligaciones procede siempre de un deseo de bien único, fijo e idéntico en todo hombre, desde el nacimiento hasta la muerte. Este deseo, que arde perpetuamente en el fondo de nosotros, impide que nos resignemos a las situaciones de incompatibilidad entre obligaciones. O recurrimos a la mentira para olvidar que existen, o nos debatimos ciegamente para escapar a la incompatibilidad.
La contemplación de auténticas obras de arte, y más aún la de la belleza del mundo, e, incluso mucho más aún, la contemplación del bien desconocido al que aspiramos, puede afirmarnos en el esfuerzo de pensar continuamente acerca del orden humano que debe ser nuestro primer objeto de atención.
Los grandes fautores de violencia se han enardecido contemplando la fuerza mecánica ciega que es soberana en el universo entero.
Si contemplamos el mundo mejor que ellos hallaremos mayor estímulo al considerar que las innumerables fuerzas ciegas son limitadas, que se combinan en equilibrio y concurren en una unidad en virtud de algo que no comprendemos, pero que amamos, y a lo que llamamos belleza.
Si tenemos siempre presente la idea de un orden humano verdadero; si pensamos en él como en un objeto al que se debe un sacrificio total si se presenta la ocasión, estaremos en la situación de un hombre que camina de noche sin guía pero sin dejar de pensar en la dirección que desea seguir. Para tal caminante hay una esperanza grande.
El orden es la primera necesidad; está incluso por encima de las necesidades propiamente dichas. Para poder pensarlo hay que conocer las demás necesidades.
La primera característica que distingue las necesidades de los deseos, las fantasías o los vicios, y los alimentos de las golosinas o de los venenos, es que las necesidades son limitadas, al igual que los alimentos que les corresponden. Un avaro nunca tiene oro suficiente, pero a todo hombre, si se le da pan a discreción, llegará un momento en que le baste. El alimento suscita la saciedad. Lo mismo ocurre con los alimentos del alma.
La segunda característica, relacionada con la primera, es que las necesidades se ordenan por parejas de contrarios y deben combinarse en equilibrio. El hombre tiene necesidad de alimento, pero también de un intervalo entre las comidas; tiene necesidad de calor y frescor, de reposo y ejercicio. Igual ocurre con las necesidades del alma.
Lo que suele llamarse justo medio consiste en realidad en la no satisfacción ni de una ni de otra de las necesidades contrarias. Constituye una caricatura del verdadero equilibrio, en virtud del cual las necesidades contrarias se satisfacen ambas plenamente.


LA LIBERTAD

Un alimento indispensable para el alma humana es la libertad. En sentido estricto consiste en la posibilidad de elección. Se trata, desde luego, de una posibilidad real. Donde hay vida en común resulta inevitable que las reglas impuestas por la utilidad común limiten la elección.
Pero la libertad no es menor o mayor según que los límites sean más o menos estrechos. Su plenitud no tiene lugar en condiciones tan fácilmente mensurables.
Las reglas deben ser suficientemente razonables y simples para que cualquiera que lo desee y disponga de una capacidad de atención media pueda comprender, por un lado, la utilidad a la que corresponden y, por otro, las necesidades de hecho que las han impuesto. Deben emanar de una autoridad que no sea vista como extraña ni como enemiga, sino que sea amada como perteneciente a los dirigidos por ella. Las reglas deben ser suficientemente estables, poco numerosas y lo bastante generales para que el pensamiento pueda asimilarlas de una vez por todas y no tope con ellas cada vez que haya de tomar una decisión.
En tales condiciones, la libertad de los hombres de buena voluntad, aunque de hecho limitada, es total en la conciencia. Pues, al estar las reglas incorporadas a su mismo ser, las posibilidades prohibidas no se presentan a su pensamiento y por tanto no han de ser rechazadas. Así, el hábito de no comer cosas repugnantes o peligrosas imprimido por educación no es sentido por un hombre normal como un límite a su libertad en el ámbito de la alimentación. Sólo el niño lo siente así.
Quienes carecen de buena voluntad o siempre siguen siendo infantiles jamás son libres, en ningún estado de la sociedad.
Cuando las posibilidades de elección son tan amplias que resultan nocivas para la utilidad común los hombres no disfrutan de la libertad. O se refugian en la irresponsabilidad, la puerilidad y la indiferencia, donde sólo hallan tedio, o se sienten continuamente abrumados de responsabilidad por temor a perjudicar a los demás. En este caso, creyendo erróneamente que poseen la libertad y sintiendo que no gozan de ella, llegan a pensar que la libertad no es un bien.


LA OBEDIENCIA

 La obediencia es una necesidad vital del alma humana. Es de dos tipos: obediencia a las reglas establecidas y obediencia a los seres humanos vistos como jefes. Implica el consentimiento, no a cada una de las órdenes recibidas, sino de una vez para siempre, con la única salvedad llegado el caso de las exigencias de la conciencia. Debe ser generalmente admitido, y en primer lugar por los jefes, que es el consentimiento, y no el temor al castigo o el incentivo de la recompensa, lo que constituye en realidad el móvil principal de la obediencia, al objeto de que la sumisión no sea jamás sospechosa de servilismo. También es preciso saber que quienes mandan obedecen a su vez; y toda la jerarquía ha de estar orientada hacia un objetivo cuyo valor y cuya grandeza sean sentidos por todos, desde el primero hasta el último.
Por ser la obediencia un alimento necesario del alma, quien esté definitivamente privado de ella es un enfermo. Así, toda colectividad regida por un jefe soberano no responsable ante nadie se halla en manos de un enfermo.
Por ello, cuando un hombre es situado de por vida a la cabeza de la organización social, ha de ser un símbolo y no un jefe, como ocurre con el rey de Inglaterra; además, es preciso que las formas sociales limiten su libertad más estrechamente que la de cualquier hombre del pueblo. De esa forma, los jefes efectivos, aunque sean jefes, tienen a alguien por encima de ellos; por otro lado, para no romper la continuidad, también pueden ser sustituidos, y así recibir cada uno de ellos su indispensable ración de obediencia.
Quienes someten a las masas humanas por la violencia y la crueldad las privan a un tiempo de dos alimentos vitales: la libertad y la obediencia; pues pierden su poder de acordar consentimiento interior a la autoridad que padecen. Quienes favorecen un estado de cosas tal que el incentivo del beneficio sea el móvil principal para los hombres sustraen a éstos a la obediencia, pues el consentimiento, su principio, no es algo que se pueda vender.
Multitud de signos muestran que los hombres de nuestra época están desde hace tiempo hambrientos de obediencia. Pero se ha aprovechado la ocasión para darles la esclavitud.


LA RESPONSABILIDAD

La iniciativa y la responsabilidad, la sensación de ser útil, e incluso indispensable, son necesidades vitales del alma humana. La privación completa de ambas se da en el parado, aunque perciba un subsidio que le permita comer, vestirse y alojarse. El parado no es nadie en la vida económica, y la papeleta de voto que constituye su participación en la vida política carece de sentido para él. El peón apenas si está en mejor situación. La satisfacción de la necesidad de responsabilidad exige que un hombre tome con frecuencia decisiones en los problemas, grandes o pequeños, que afectan a intereses que no son los suyos propios, pero con los que se siente comprometido. También es necesario que tenga que aportar su esfuerzo continuamente. Por último, debe poder abarcar intelectualmente la obra entera de la colectividad de la que es miembro, incluidos los ámbitos en que nunca tiene decisión que tomar o consejo que dar. Para ello es indispensable que se le dé a conocer esa obra, que se le exija tomar interés, que se le haga percibir su valor, su utilidad y, llegado el caso, su grandeza; y que se le haga comprender claramente el papel que desempeña en ella. Toda colectividad, del tipo que sea, que no proporcione estas satisfacciones a sus miembros está deteriorada y debe ser transformada. En toda personalidad un poco fuerte la necesidad de iniciativa llega hasta la necesidad de mando. Una vida local y regional intensa y una multitud de obras educativas y de movimientos juveniles deben dar a todo el que no sea incapaz la ocasión de mandar durante algunos períodos de su vida.


 LA IGUALDAD

La igualdad es una necesidad vital del alma humana. Consiste en el reconocimiento público, general y efectivo, expresado por las instituciones y las costumbres, de que a todo ser humano se le debe la misma cantidad de respeto y de consideración; porque el respeto se le debe al ser humano como tal, y en esto no hay gradaciones.
Por tanto, las inevitables diferencias entre los hombres jamás deben implicar un diferente grado de respeto. Para que no se vivan con esta significación es necesario que haya cierto equilibrio entre la igualdad y la desigualdad.
Una combinación determinada de la igualdad y la desigualdad está constituida por la igualdad de posibilidades. Si cualquiera puede alcanzar el rango social correspondiente a la función que es capaz de desempeñar, y si la educación está lo bastante extendida para que nadie se vea privado de ninguna capacidad por el mero hecho de su nacimiento, la esperanza es la misma para todos los niños. Así cada hombre es igual en esperanza a cualquier otro, por su propia cuenta cuando es joven, y por cuenta de sus hijos después.
Sin embargo, cuando esta combinación aparece sola y no como un factor entre otros, no constituye en modo alguno un equilibrio, sino que, por el contrario, encierra grandes peligros.
En primer lugar, para quien se halle en una situación inferior y sufra por ello, saber que tal situación se debe a su incapacidad y que todos lo saben no constituye un consuelo sino que redobla su amargura; según los caracteres, unos pueden deprimirse y otros verse llevados al crimen.
Además, de esta forma se crea inevitablemente en la vida social una especie de bomba aspirante hacia arriba. De ello resulta una enfermedad social si un movimiento descendente no restablece el equilibrio con el ascendente. En la medida en que el hijo de un mozo de granja pueda llegar algún día a ser ministro, un hijo de ministro debe poder llegar a ser mozo de granja. El grado de esta segunda posibilidad no puede ser relevante sin un grado muy peligroso de coerción social.
Este tipo de igualdad, si actúa sola y sin límites, da a la vida social un grado de fluidez que la descompone.
Hay métodos menos groseros para combinar la igualdad y la diferencia. El primero es la proporción. La proporción se define como la combinación de igualdad y de desigualdad, y es el único factor de equilibrio en todo el universo.
Aplicada al equilibrio social, la proporción impondría a cada hombre cargas correspondientes al poder o bienestar que posee, y, recíprocamente, los riesgos correspondientes en caso de incapacidad o de falta. Por ejemplo, un patrón incapaz o culpable de una falta para con sus obreros tendría que sufrir más en su alma y en su carne que un obrero incapaz o culpable de falta para con su patrón. Además, todos los obreros tendrían que saber que ello es así. Esto implica, por un lado, una cierta organización de los riesgos y, por otro, en derecho penal, una concepción del castigo, en la que el rango social constituyera siempre una circunstancia agravante en la determinación de la pena. Con mayor razón, el ejercicio de altas funciones públicas debe implicar graves riesgos personales.
Otra forma de hacer compatibles igualdad y diferencia consiste en quitarles a las diferencias, siempre que sea posible, todo carácter cuantitativo. Donde sólo hay diferencia de naturaleza y no de grado no hay ninguna desigualdad.
Al hacer del dinero el estímulo único o casi único de todos los actos, la medida única o casi única de todas las cosas, el veneno de la desigualdad se ha diseminado por todas partes. Cierto que se trata de una desigualdad móvil, no vinculada a las personas, pues el dinero se gana y se pierde; pero no por ello la desigualdad es menos real.
Hay dos tipos de desigualdad, a los que corresponden dos estímulos diferentes. La desigualdad más o menos estable, como la de la antigua Francia, suscita la idolatría de los superiores —no sin una mezcla de odio contenido— y la sumisión a sus órdenes. La desigualdad móvil, fluida, suscita el deseo de ascender. Y no está más próxima a la igualdad que la primera, amén de ser igualmente dañina. La Revolución de 1789, al dar prioridad a la igualdad, no hizo en realidad más que consagrar la sustitución de una forma de desigualdad por otra.
Cuanta mayor igualdad hay en una sociedad menor es la acción de los dos estímulos vinculados a estas dos formas de desigualdad, requiriéndose por tanto estímulos distintos.
La igualdad será tanto mayor cuanto que cada una de las diferentes condiciones humanas no sean vistas como más o menos que las demás, sino simplemente como condiciones distintas. Cuando las profesiones de minero y de ministro sean sólo dos vocaciones distintas, como las de poeta y de matemático. Cuando la dureza material que va unida a la condición de minero sea tenida como un honor de quienes la padecen.
En tiempo de guerra, si un ejército tiene el espíritu que debe tener, un soldado debe sentirse contento y orgulloso de estar en primera línea y no en el cuartel general; y un general debe sentirse igualmente feliz y orgulloso de que la suerte de la batalla se base en su pensamiento; al mismo tiempo, el soldado admirará al general y el general al soldado. Un equilibrio semejante constituye una igualdad. Habría, pues, igualdad en las condiciones sociales si hubiera este equilibrio entre ellas.
Esto implica, para cada rango, las muestras de consideración que le corresponden, sin mentiras.


LA JERARQUÍA

La jerarquía es una necesidad vital del alma humana. Está constituida por una cierta veneración, por una cierta devoción hacia los superiores, considerados no en sus personas ni en el poder que ejercen, sino como símbolos. Símbolos de ese ámbito que está por encima de los hombres y cuya expresión en este mundo son las obligaciones de cada uno para con sus semejantes. Una verdadera jerarquía implica que los superiores tengan consciencia de esta función de símbolo y de que ésa constituye el único objeto legítimo de devoción por parte de sus subordinados. La verdadera jerarquía tiene la consecuencia de llevar a cada uno a instalarse moralmente en el lugar que ocupa.


EL HONOR

El honor es una necesidad vital del alma humana. El respeto debido a cada ser humano como tal, aunque le sea dispensado efectivamente, no basta para satisfacer esta necesidad, pues dicho respeto es idéntico para todos, e inmutable, mientras que el honor no se relaciona simplemente con el ser humano como tal sino con éste considerado en su entorno social. La necesidad de honor queda plenamente satisfecha cuando cada una de las colectividades de las que es miembro un ser humano le ofrece una parte en la tradición de grandeza contenida en su pasado y públicamente reconocida desde fuera.
Por ejemplo, para que en la vida profesional se satisfaga la necesidad de honor es preciso que a cada profesión le corresponda alguna colectividad realmente capaz de conservar vivo el recuerdo de los tesoros de grandeza, de heroísmo, de probidad, de generosidad y de genio empleados en el ejercicio de tal profesión.
Toda opresión acarrea la insatisfacción de esta necesidad, ya que las tradiciones de grandeza de los oprimidos no se reconocen, por falta de prestigio social.
Tal es siempre la consecuencia de la conquista. Vercingetórix no fue un héroe para los romanos. Si los ingleses hubieran conquistado Francia en el siglo XV, Juana de Arco habría sido olvidada completamente, incluso en buena medida por nosotros. Hoy les hablamos de ella a los annamitas y a los árabes, pero ellos saben que entre nosotros no se habla de sus héroes ni de sus santos; por eso, la situación en que les mantenemos constituye un atentado a su honor.
La opresión social tiene idénticas consecuencias. Guynemer y Mermoz son conocidos por la opinión pública merced al prestigio social de la aviación; el heroísmo en ocasiones increíble desplegado por mineros o pescadores apenas si tiene resonancia en los ambientes de esos mismos oficios.
El grado extremo de privación de honor lo constituye la ausencia total de consideración infligida a determinadas categorías de seres humanos. Tales son, en Francia, en sus diversas modalidades, las prostitutas, los condenados, los policías, el subproletariado de inmigrados y de indígenas coloniales… Tales categorías no deben existir.
Sólo el crimen debe privar de consideración social a quien lo ha cometido; y el castigo debe devolvérsela.


EL CASTIGO

El castigo es una necesidad vital del alma humana. Puede ser de dos tipos: disciplinario y penal. Los del primer tipo ofrecen una seguridad contra el desfallecimiento, luchar contra el cual sería demasiado agotador de no existir un apoyo externo. Pero el castigo más indispensable para el alma es el del crimen. Con el crimen un hombre se sitúa a sí mismo al margen de la red de obligaciones eternas que vinculan a cada ser humano con todos los demás. No se le puede reintegrar a ella más que por el castigo; de forma plena si hay consentimiento por su parte, y, si no, imperfectamente. Del mismo modo que la única manera de respetar al que pasa hambre es darle de comer, igualmente el único medio de respetar al que se ha situado fuera de la ley es reintegrarlo a ella sometiéndole al castigo que dicha ley prescriba.
La necesidad de castigo no queda satisfecha cuando, como suele ocurrir, el código penal sólo es un procedimiento de coerción por medio del terror.
La satisfacción de esta necesidad exige en primer lugar que cuanto concierna al derecho penal tenga un carácter solemne y sagrado; que la majestad de la ley se transmita al tribunal, a la policía, al acusado, al condenado, y ello incluso en los delitos de poca importancia, siempre que puedan implicar la privación de la libertad. Es preciso que el castigo constituya un honor; que no solamente sirva para borrar el oprobio del crimen sino que además sea visto como una educación suplementaria que obligue a mayor grado de entrega al bien público. Igualmente es necesario que la dureza de las penas corresponda al carácter de las obligaciones violadas y no a los intereses de la seguridad de la sociedad.
La falta de consideración de la policía, la ligereza de los magistrados, el régimen de las prisiones, el desclasamiento de los condenados, la escala de las penas, que contempla una punición mucho más cruel para diez robos menores que para una violación o ciertos asesinatos, y que incluso prevé castigos para la simple desgracia, todo ello impide que exista entre nosotros algo que merezca el nombre de castigo.
Tanto para las faltas como para los delitos, el grado de impunidad no debe aumentar cuando se asciende en la escala social sino cuando se desciende en ella. De lo contrario, los sufrimientos infligidos se experimentan como coerciones e incluso como abusos de poder, y no constituyen castigos. Sólo hay castigo cuando el sufrimiento va acompañado en algún momento, aunque sea con posterioridad, en el recuerdo, de un sentimiento de justicia. Así como el músico despierta el sentimiento de belleza a través de los sonidos, de la misma manera el sistema penal debe saber despertar el sentido de la justicia en el criminal a través del dolor, e incluso, en el peor caso, con la muerte. Al igual que se dice del aprendiz herido que el oficio le entra en el cuerpo, así el castigo es un método para hacer entrar la justicia en el alma del criminal mediante el sufrimiento de la carne.
La cuestión acerca del procedimiento mejor para impedir que arriba de todo se forme una conspiración para tener impunidad es uno de lo problemas políticos más difíciles de resolver. No se podrá resolver más que si uno o más hombres tienen como cometido impedir una conspiración semejante y se hallan en una situación tal que no puedan tener la tentación de unirse a ella.


LA LIBERTAD DE OPINIÓN

A la libertad de opinión y a la libertad de asociación se las menciona generalmente juntas. Es un error. Salvo en el caso de las agrupaciones naturales, la asociación no es una necesidad, sino un expediente de la vida práctica.
La libertad de expresión total, ilimitada, para toda opinión, cualquiera que sea, sin ninguna restricción o reserva, es una necesidad absoluta para la inteligencia. Consiguientemente, es una necesidad del alma, ya que cuando la inteligencia se encuentra a disgusto el alma entera está enferma. La naturaleza y los límites de la satisfacción de esta necesidad están inscritos en la estructura misma de las diferentes facultades del alma. Pues una misma cosa puede ser limitada e ilimitada, de igual modo que se puede prolongar indefinidamente la longitud de un rectángulo sin que deje de estar limitado en su anchura.
En un ser humano, la inteligencia se puede ejercer de tres maneras. Puede trabajar sobre problemas técnicos, es decir, hallar los medios para llegar a un fin dado de antemano. Puede aportar luz cuando se trata de una deliberación de la voluntad en la elección de una orientación. Puede finalmente operar sola, separada de las demás facultades, en una especulación puramente teórica de la que se haya descartado provisionalmente toda preocupación por la acción.
En un alma sana, la inteligencia se ejerce alternativamente de las tres maneras, con grados diferentes de libertad. En su primera función es una sirvienta. En la segunda es destructiva y debe ser reducida al silencio cuando empiece a dar argumentos a la parte del alma que, en todo aquel que no se halla en estado de perfección, se pone siempre del lado del mal. Pero cuando opera sola y separada conviene que disponga de una libertad soberana. De lo contrario le falta al ser humano algo esencial.
Ocurre lo mismo en una sociedad sana. Por ello sería deseable constituir una reserva de libertad absoluta en el ámbito de la edición, pero quedando convenido que las obras publicadas en ese ámbito reservado no comprometen en grado alguno a los autores y no contienen ningún consejo para los lectores. Ahí se podría exponer con toda su fuerza argumentos en favor de causas malignas. Es bueno y saludable que se expongan. Cualquiera podría hacer el elogio de lo que más reprobase. Sería público y notorio que el objeto de tales obras no es definir la posición de los autores acerca de los problemas de la vida, sino contribuir, por medio de investigaciones preliminares, a la enumeración completa y correcta de los datos relativos a cada problema. La ley impediría que su publicación entrañara cualquier tipo de riesgo para el autor.
Por el contrario, las publicaciones destinadas a influir en lo que se llama la opinión, es decir, en el gobierno de la vida, constituyen actos, y se deben someter a las mismas restricciones que todos los actos. Dicho de otra forma: no deben causar ningún perjuicio ilegítimo en ningún ser humano, y, sobre todo, jamás deben contener negación alguna, explícita o implícita, de las obligaciones eternas hacia el ser humano, a partir del momento en que tales obligaciones han sido solemnemente reconocidas por la ley.
La distinción de los dos ámbitos, el que queda fuera de la acción y el que forma parte de ella, es imposible de formular sobre el papel en lenguaje jurídico. Pero ello no impide en absoluto que dicha distinción quede perfectamente clara. La separación de ámbitos es fácil de establecer de hecho sólo con que la voluntad de llevarla a cabo sea suficientemente firme.
Está claro, por ejemplo, que la prensa diaria y semanal se halla enteramente en el segundo ámbito. También las revistas, pues todas ellas constituyen un foco de irradiación de determinada manera de pensar; sólo las que renunciaran a dicha función podrían aspirar a la libertad total.
Lo mismo en lo que respecta a la literatura. Sería una solución para el debate recientemente sostenido sobre moral y literatura, oscurecido por el hecho de que todas las personas de talento, por solidaridad profesional, se hallaban de un lado, y los imbéciles y los cobardes del otro.
Sin embargo, la posición de los imbéciles y de los cobardes no dejaba de ser en gran medida razonable. Los escritores tienen una forma inadmisible de jugar a dos barajas. Nunca como en nuestra época habían aspirado a la función de directores de conciencia ni la habían ejercido. De hecho, en los años que precedieron a la guerra, sólo los sabios se la disputaron. El puesto en otro tiempo ocupado por los curas en la vida moral del país era ocupado ahora por físicos y novelistas, lo que basta para medir el valor de nuestro progreso. Sin embargo, si alguien pidiera cuentas a los escritores acerca de la orientación de su influencia, se refugiarían indignados en el privilegio sagrado del arte por el arte.
No cabe duda, por ejemplo, de que Gide supo siempre que libros como Les Nourritures terrestreso Les Caves du Vatican influyen en el comportamiento práctico de cientos de jóvenes, y se enorgullecía de ello. A partir de este momento no hay, pues, motivo alguno para situar tales libros tras la barrera intocable del arte por el arte, ni tampoco para encarcelar a un joven que arroje a alguien de un tren en marcha. Se podría reclamar igualmente los privilegios del arte por el arte en favor del crimen. Los surrealistas no anduvieron lejos de ello. Lo que tantos imbéciles han repetido hasta la saciedad sobre la responsabilidad de los escritores en nuestra derrota es, por desgracia, absolutamente cierto.
A un escritor que, gracias a la libertad total concedida a la inteligencia pura, publicara escritos contrarios a los principios morales reconocidos por la ley, y que luego se convirtiera en un foco de influencia público y notorio, sería fácil preguntarle si está dispuesto a admitir públicamente que tales escritos no expresan su posición. Si así no fuera, resultaría fácil castigarle. Si mintiese, sería fácil deshonrarle. Además, debe quedar establecido que un escritor, a partir del momento en que ocupa una posición influyente en la dirección de la opinión pública, no puede aspirar ya a una libertad ilimitada. También aquí es imposible una definición jurídica, pero los hechos no son difíciles de discernir. No hay por qué limitar la soberanía de la ley al ámbito de las cosas expresables en fórmulas jurídicas, pues dicha soberanía se ejerce asimismo mediante los juicios de equidad.
Además, la necesidad misma de libertad, esencial a la inteligencia, exige una protección contra la sugestión, la propaganda, la influencia por obsesión. Pues constituyen formas de coerción: de una coerción particular que no va acompañada de miedo o de dolor físico pero que no por ello es menos violenta. La técnica moderna la provee de instrumentos extremadamente eficaces. Por naturaleza, dicha coerción es colectiva, y sus víctimas son las almas humanas.
El Estado se vuelve criminal si emplea tal coerción, salvo en caso de imperiosa necesidad pública. Además, debe prohibir su uso. La publicidad, por ejemplo, debe estar rigurosamente limitada por ley; su volumen ha de reducirse muy considerablemente y debe estar rigurosamente prohibido que aborde temas que pertenezcan al ámbito del pensamiento.
Por otro lado, puede haber represión contra la prensa, las emisiones radiofónicas y demás no sólo cuando atenten contra los principios de moralidad públicamente reconocidos, sino también cuando hagan uso de la bajeza de tono y de pensamiento, del mal gusto, de la vulgaridad, y contribuyan a crear una atmósfera moral solapadamente corruptora. Dicha represión puede llevarse a cabo sin afectar lo más mínimo a la libertad de opinión. Por ejemplo, un diario puede ser suprimido sin que los miembros de la redacción pierdan el derecho a publicar donde mejor les parezca o, incluso, en los casos menos graves, a seguir agrupados para mantener el mismo diario bajo otro nombre. Sólo que dicho diario habrá sido acusado públicamente de infamia y correrá el riesgo de volver a serlo. La libertad de opinión se debe exclusivamente y con reservas al periodista, no al periódico, ya que sólo el periodista tiene capacidad de formar opinión.
De manera general, todos los problemas que conciernen a la libertad de expresión quedan aclarados si se conviene que tal libertad constituye una necesidad de la inteligencia, y que la inteligencia reside únicamente en el ser humano considerado solo. El ejercicio colectivo de la inteligencia no existe. En consecuencia, ningún grupo puede aspirar legítimamente a la libertad de expresión, pues no la necesita para nada.
Por el contrario, la protección de la libertad de pensar exige que la ley prohíba a todo grupo la posibilidad de expresar una opinión. Pues cuando un grupo afirma tener opiniones tiende inevitablemente a imponerlas a sus miembros. Tarde o temprano se impide a los individuos, de forma más o menos rigurosa, sostener opiniones opuestas a las del grupo en una cantidad de problemas más o menos amplia, a menos que lo abandonen. Pero la ruptura con el grupo del que se es miembro entraña siempre sufrimientos, cuando menos de carácter sentimental. Y mientras que el riesgo y la posibilidad de sufrimiento son elementos sanos y necesarios en la acción, resultan en cambio perjudiciales en el ejercicio de la inteligencia. Un temor, incluso leve, provoca siempre, según el grado de valor, sumisión o rigidez, y esto basta para desajustar ese instrumento de precisión extremadamente delicado y frágil que constituye la inteligencia. También la amistad es, en este sentido, un gran peligro. La inteligencia está derrotada a partir del momento en que la expresión del pensamiento va precedida, explícita o implícitamente, de la palabra «nosotros». Y cuando la luz de la inteligencia se ofusca, al cabo de un tiempo harto breve se extravía el amor al bien.
La solución práctica inmediata consiste en la abolición de los partidos políticos. La lucha de partidos, tal como se daba en la Tercera República, resulta intolerable; el partido único, que es por otro lado su consecuencia inevitable, constituye el grado extremo del mal; no queda otra posibilidad, pues, que una vida pública sin partidos. Hoy tamaña idea puede parecer nueva y atrevida. Tanto mejor, puesto que precisamos algo nuevo. Aunque en realidad se trata simplemente de la tradición de 1789.
Desde la perspectiva de las gentes de 1789, no había siquiera otra posibilidad; una vida pública como la nuestra en el último medio siglo les habría parecido una pesadilla horrible; no habrían considerado admisible que un representante del pueblo pudiera abdicar de su dignidad hasta el punto de convertirse en miembro disciplinado de un partido.
Rousseau mostró claramente que la lucha de partidos aniquila automáticamente la República. Había predicho sus consecuencias. En este momento sería bueno fomentar la lectura de El Contrato Social. Pues hoy donde ha habido partidos políticos la democracia está muerta. De todos es sabido que los partidos ingleses tienen una tradición, un espíritu y una función tales que los hacen incomparables a los demás. Asimismo, los equipos concurrentes en Estados Unidos no son propiamente partidos políticos. Una democracia en que la vida pública esté constituida por la lucha de partidos es incapaz de impedir la formación de uno que tenga como fin declarado destruirla. Si promulga leyes de excepción, asfixiará la democracia. Si no lo hace, estará tan segura como un pájaro ante una serpiente.
Habría que distinguir entre dos tipos de agrupaciones, a saber: de un lado, los grupos de intereses, donde la organización y la disciplina estarían en cierta medida autorizadas; de otro, los grupos de ideas, donde estarían rigurosamente prohibidas. En la situación presente es bueno permitir que las personas se agrupen en defensa de intereses tales como salarios y similares, que se les deje actuar dentro de límites muy estrechos y bajo la supervisión permanente de los poderes públicos. Pero no debe permitirse que toquen las ideas. Los grupos donde se debaten ideas no han de ser tanto grupos cuanto medios más o menos fluidos. Cuando se diseña una acción, no hay razón alguna para que sea ejecutada por personas diferentes de quienes la aprueban.
En el movimiento obrero, por ejemplo, una distinción semejante pondría fin a una intrincada confusión. En el período anterior a la guerra tres orientaciones reclamaban la atención de todos los obreros y tironeaban constantemente de ellos. En primer lugar, la lucha por los salarios; en segundo lugar, los restos cada vez más débiles pero siempre vivos del viejo espíritu sindicalista de antaño, idealista y más o menos libertario; por último, los partidos políticos. Con frecuencia, en el curso de una huelga, los obreros que sufrían y luchaban eran absolutamente incapaces de discernir si se trataba de salarios, de un impulso del viejo espíritu sindical o de una operación política dirigida por un partido; y tampoco podía saberse desde fuera.
Una situación así es imposible. Cuando estalló la guerra en Francia los sindicatos estaban muertos o casi muertos, a pesar de los millones de afiliados o por causa de ellos. Tras un prolongado letargo, recobraron un embrión de vida con ocasión de la resistencia al invasor. Pero esto no prueba que sean viables. Es del todo evidente que habían sido aniquilados, o casi, por dos venenos, cada uno de los cuales, por separado, era mortal.
Los sindicatos no pueden vivir si los obreros están tan preocupados por los salarios como lo están mientras trabajan a destajo en la fábrica. En primer lugar, porque de ello resulta esa especie de muerte moral causada siempre por la obsesión del dinero. Y también porque, en las condiciones sociales actuales, el sindicato, al ser un factor de actuación permanente en la vida económica del país, acaba por transformarse inevitablemente en una organización profesional única, obligatoria y asimilada a la vida oficial. Pasa así al estado de cadáver.
Por otro lado, es igualmente evidente que el sindicato no puede vivir junto a los partidos políticos. Hay en ello una imposibilidad del orden de las leyes mecánicas. Análogamente, el partido socialista no puede vivir junto al partido comunista, ya que el segundo posee la cualidad de partido, si puede decirse así, en un grado mucho más elevado.
Además, la obsesión por los salarios refuerza la influencia comunista, porque las cuestiones de dinero, al afectar tan vivamente a todo el mundo, imponen al mismo tiempo en todos un tedio tan mortal que resulta indispensable, como compensación, la perspectiva apocalíptica de la revolución en su versión comunista. Si los burgueses no sienten la misma necesidad de apocalipsis es porque las cifras elevadas cobran una poesía y un prestigio que atenúa en parte el hastío ligado al dinero, mientras que cuando éste se cuenta por perras chicas ese hastío se da en su estado puro. Por otro lado, la inclinación de los burgueses grandes y pequeños hacia el fascismo muestra que, pese a todo, también ellos se hastían.
El gobierno de Vichy creó en Francia organizaciones profesionales únicas y obligatorias para los obreros. Es de lamentar que se les haya dado, como está de moda actualmente, el nombre de corporación, nombre que en realidad designa algo muy diferente y muy bello. Sin embargo, por fortuna esas organizaciones muertas están ahí para asumir la parte muerta de la actividad sindical. Sería peligroso suprimirlas. Es preferible que carguen con la acción cotidiana de los salarios y de las reivindicaciones inmediatas. Por lo que hace a los partidos políticos, si todos estuviesen rigurosamente prohibidos en un clima general de libertad, es de esperar que su existencia clandestina fuese cuando menos difícil. En tal caso, los sindicatos obreros, si aún tuviesen un destello de vida, podrían convertirse poco a poco en expresión del pensamiento obrero, en el órgano del honor de los trabajadores. Se interesarían —como es tradición en el movimiento obrero francés, que se ha sentido siempre responsable de todo el universo— por todo lo concerniente a la justicia, incluidas, llegado el caso, las cuestiones de salarios, aunque muy de vez en cuando y para librar a los seres humanos de la miseria.
Naturalmente, deberían poder influir en las organizaciones profesionales según las modalidades definidas por la ley.
Tal vez sólo se cosecharían ventajas si se prohibiera a las organizaciones profesionales declarar una huelga permitiéndolo en cambio a los sindicatos; pero habría que establecer algunas limitaciones; a saber: hacer corresponder ciertos riesgos a dicha responsabilidad, prohibir toda coerción y proteger la continuidad de la vida económica.
Respecto del lock-out, no hay motivo alguno para no prohibirlo absolutamente.
La autorización de las agrupaciones de ideas debería estar sujeta a dos condiciones. Primera, que no existiese excomunión. El reclutamiento se realizaría libremente por vía de afinidad, sin que pudiera obligarse a nadie a adherirse a un conjunto de afirmaciones cristalizadas en fórmulas escritas. Un miembro ya admitido sólo podría ser excluido por falta contra el honor o por propaganda política, delito que implicaría una organización ilegal y expondría por tanto a un castigo mayor.
Ello constituiría verdaderamente una medida de salud pública, pues la experiencia muestra que los Estados totalitarios los establecen partidos totalitarios, partidos que se forjan a golpes de exclusión por delito de opinión.
La otra condición podría ser que realmente hubiera circulación de ideas y pruebas tangibles de la misma en forma de folletos, revistas o boletines donde se estudiaran problemas de orden general. Una excesiva uniformidad de opiniones haría sospechoso al grupo.
Por lo demás, todas las agrupaciones de ideas estarían autorizadas a actuar como mejor les pareciera, a condición de no violar la ley ni imponer a sus miembros disciplina alguna.
Respecto de los grupos de intereses, su vigilancia debería implicar ante todo una distinción; la palabra interés unas veces expresa la necesidad y otras algo completamente distinto. Si se trata de un obrero pobre, interés quiere decir alimento, alojamiento, calefacción. Para un patrón significa otra cosa. Cuando la palabra está tomada en su primer sentido, la acción de los poderes públicos debería consistir en estimular, apoyar y proteger la defensa de estos intereses. En el caso contrario, la actividad de los grupos de intereses debe estar continuamente controlada, limitada, y reprimida por los poderes públicos siempre que proceda. Ni que decir tiene que los límites más estrechos y los castigos más dolorosos deben corresponder a los que por naturaleza son más poderosos.
Lo que se ha llamado libertad de asociación ha significado en realidad la libertad de las asociaciones. Ahora bien: las asociaciones no tienen por qué ser libres; son instrumentos, y, como tales, deben estar sujetas. La libertad sólo corresponde al ser humano.
En cuanto a la libertad de pensamiento, es cierto que sin ella no hay pensamiento. Pero aún es más cierto que cuando el pensamiento no existe tampoco es libre. En los últimos años ha habido mucha libertad de pensamiento, pero no pensamiento. Algo así como el niño que, no teniendo comida, pide sal para sazonarla.


LA SEGURIDAD

La seguridad es una necesidad esencial del alma. Significa que no está bajo el peso del miedo o del terror salvo como consecuencia de un concurso de circunstancias accidentales y por breves y escasos momentos. El miedo o el terror, como estados duraderos del alma, son venenos casi mortales, ya sea su causa la posibilidad de despido, la represión policial, la presencia de un conquistador extranjero, la espera de una invasión probable o cualquier otra desgracia que sobrepase las fuerzas humanas.
Los señores romanos exponían un látigo en el vestíbulo, a la vista de los esclavos, sabiendo que esta visión provocaba en sus almas un estado de semi-muerte indispensable para la esclavitud. De otro lado, para los egipcios, el justo debe poder decir después de la muerte: «A nadie he causado temor».
El miedo permanente, incluso en estado latente —cuando sólo raramente produce sufrimiento—, constituye siempre una enfermedad. Es una hemiplejía del alma.


EL RIESGO

El riesgo es una necesidad esencial del alma. Su ausencia suscita una especie de tedio que paraliza de forma diferente que el miedo pero casi tanto como él. Por otro lado, hay situaciones que al implicar una angustia difusa sin riesgos precisos transmiten ambas enfermedades a la vez.
El riesgo es un peligro que provoca una reacción refleja, es decir, que no excede los recursos del alma hasta llegar a aplastarla bajo el miedo. En ciertos casos contiene un elemento de juego; en otros, cuando una obligación concreta impele al hombre a hacerle frente, constituye el mayor estímulo posible.
La protección de los hombres contra el miedo y el terror no implica la supresión del riesgo; por el contrario, exige la presencia permanente de cierta dosis de riesgo en todos los aspectos de la vida social, pues su ausencia debilita el ánimo hasta dejar al alma, llegado el caso, sin la menor defensa interior contra el miedo. Únicamente es necesario que aparezca en condiciones tales que no se transforme en sensación de fatalidad.


LA PROPIEDAD PRIVADA

La propiedad privada es una necesidad vital del alma. El alma está aislada, perdida, si no está rodeada de objetos que sean para ella como una prolongación de los miembros del cuerpo. Todo hombre tiende inevitablemente a apropiarse con el pensamiento de cuanto ha usado continua y prolongadamente en el trabajo, en el placer o en las necesidades de la vida. Así, un jardinero, al cabo de cierto tiempo, siente que el jardín es suyo. Pero cuando el sentimiento de apropiación no coincide con la propiedad jurídica, el hombre se ve permanentemente amenazado de despojamientos muy dolorosos.
Que la propiedad privada sea reconocida como una necesidad implica para todos la posibilidad de poseer algo más que los objetos de consumo corriente. Las modalidades de tal necesidad varían según las circunstancias; sin embargo, sería deseable que la mayoría de la gente fuese propietaria de su vivienda, de un poco de tierra alrededor y, cuando no sea imposible técnicamente, de sus instrumentos de trabajo. La tierra y el ganado figuran entre los instrumentos del trabajo campesino.
El principio de propiedad privada queda violado cuando una tierra la trabajan obreros agrícolas y mozos de granja bajo las órdenes de un administrador, pero la poseen rentistas que viven en la ciudad. Porque, de cuantos entran en relación con esa tierra, no hay ninguno que, de una forma u otra, no sea extraño a ella. No se la despilfarra desde el punto de vista del grano, sino desde la perspectiva de la satisfacción que podría proveer a la necesidad de propiedad.
Entre ese caso extremo y el límite contrario del campesino que cultiva con su familia la tierra que posee se dan muchas situaciones intermedias en que la necesidad de apropiación que tienen los hombres es más o menos ignorada.


LA PROPIEDAD COLECTIVA

La participación en los bienes colectivos, participación consistente no tanto en el goce material cuanto en un sentimiento de propiedad, constituye una necesidad igualmente importante. Se trata más de un estado de ánimo que de una disposición jurídica. Donde hay realmente vida cívica cada uno se siente personalmente propietario de los monumentos públicos, de los jardines, de la magnificencia desplegada en las ceremonias; el lujo que desean casi todos los seres humanos se concede así incluso a los más pobres. Pero el Estado no es el único que debe procurar tal satisfacción, sino cualquier clase de colectividad.
Una gran fábrica moderna constituye un derroche por lo que se refiere a la necesidad de propiedad. Ni los obreros; ni el director, que está a sueldo de un consejo de administración; ni los miembros de ese consejo, que no la ven jamás; ni los accionistas, que ignoran su existencia, pueden hallar en ella la más mínima satisfacción de esa necesidad.
Cuando las modalidades de intercambio y de adquisición provocan el despilfarro del alimento material y moral deben ser transformadas.
No hay ningún vínculo natural entre la propiedad y el dinero. La conexión establecida hoy en día es solamente obra de un sistema que ha concentrado en el dinero la fuerza de todos los móviles posibles. Y, puesto que se trata de un sistema malsano, hay que operar la disociación inversa.
El verdadero criterio, en lo referente a la propiedad, es que es legítima en la medida en que es real. O, más exactamente: las leyes relativas a la propiedad serán tanto mejores cuanto mejor se aprovechen las posibilidades contenidas en los bienes de este mundo para la satisfacción de la necesidad de propiedad común a todos los hombres.
Por consiguiente, las modalidades actuales de adquisición y de posesión deben transformarse en nombre del principio de propiedad. Toda forma de posesión que no satisfaga en nadie la necesidad de propiedad privada o colectiva puede razonablemente considerarse nula.
Ello no significa que haya que transferirla al Estado, sino más bien que hay que tratar de convertirla en una verdadera propiedad.


LA VERDAD

La necesidad de verdad es la más sagrada de todas. Sin embargo nunca se habla de ella. Cuando se percibe la cantidad y la enormidad de falsedades materiales expuestas sin vergüenza incluso en los libros de los autores más reputados da miedo leer. Pues se lee como se bebería el agua de un pozo dudoso.
Hombres que trabajan ocho horas diarias hacen el gran esfuerzo de leer por la noche para instruirse. Como no pueden ir a las grandes bibliotecas a verificar lo que han leído, creen todo lo que figura en los libros. No hay derecho a que se les dé de comer algo falso. ¿Qué sentido tiene alegar que los autores van de buena fe? Ellos no hacen ocho horas diarias de trabajo físico. La sociedad les alimenta para que dispongan de tiempo libre y se tomen la molestia de evitar el error. Un guardagujas culpable de un descarrilamiento que alegara buena fe no sería precisamente bien visto.
Con mayor razón resulta vergonzoso que se tolere la existencia de diarios de los que todo el mundo sabe que ningún colaborador podría permanecer en el cargo si a veces no aceptara alterar conscientemente la verdad.
El público recela de los diarios, pero esa desconfianza no le protege. Como sabe que un diario contiene verdades y mentiras, reparte las noticias entre las dos rúbricas, pero al azar, según sus preferencias. De este modo sigue expuesto al error.
Todo el mundo sabe que cuando el periodismo se confunde con la organización de la mentira constituye un crimen. Pero se considera un delito impunible. ¿Qué impide castigar una actividad cuando ha sido reconocida como criminal? ¿De dónde proviene esta extraña idea de crímenes no punibles? Se trata de una de las deformaciones más monstruosas del espíritu jurídico.
¿No es hora ya de proclamar que todo crimen es punible, y que llegado el caso se está dispuesto a castigar todos los delitos?
Algunas sencillas medidas de salud pública podrían proteger a la población de los atentados contra la verdad.
La primera podría consistir en crear tribunales especiales de gran honorabilidad compuestos por magistrados especialmente elegidos y preparados. Se encargarían de castigar con la reprobación pública todo error evitable, y podrían infligir penas de cárcel en caso de frecuente reincidencia agravada con manifiesta mala fe.
Por ejemplo, un amante de la Grecia antigua que leyera en el último libro de Maritain: «los mayores pensadores de la antigüedad no pensaron en condenar la esclavitud», citaría a Maritain ante uno de estos tribunales. Aportaría el único texto importante que nos ha llegado sobre la esclavitud, el de Aristóteles. Haría leer a los magistrados la siguiente frase: «algunos afirman que la esclavitud es absolutamente contraria a la naturaleza y a la razón». Haría observar que nada permite suponer que entre esos «algunos» no estén los más grandes pensadores de la antigüedad. El tribunal censuraría a Maritain por haber impreso una afirmación falsa cuando le era tan fácil evitar el error, que constituye, aunque sea involuntariamente, una calumnia atroz contra toda una civilización. Todos los periódicos diarios, semanales o de otro tipo, las revistas y la radio estarían obligadas a poner en conocimiento del público la censura del tribunal y, en su caso, la respuesta de Maritain. En este caso concreto difícilmente podría darla.
Cuando Gringoirepublicó in extenso un discurso atribuido a un anarquista español anunciado como orador en una reunión parisina pero que en el último momento no había podido salir de España, un tribunal semejante no habría estado de más. Siendo en ese caso la mala fe más evidente que dos y dos son cuatro, la cárcel quizá no habría sido demasiado severa.
En un sistema así se permitiría llevar la acusación ante los tribunales a cualquiera que detectase un error evitable en un texto impreso o en una emisión de radio.
La segunda medida consistiría en prohibir absolutamente la propaganda de todo tipo en la radio o en la prensa diaria. A estos dos instrumentos sólo se les permitiría servir información no tendenciosa.
Los tribunales en cuestión velarían para que no lo fuese.
Respecto de los órganos de información, deberían poder juzgar no únicamente las afirmaciones erróneas, sino también las omisiones voluntarias o tendenciosas.
Los medios de circulación de ideas que deseasen darlas a conocer sólo tendrían derecho a órganos semanales, quincenales o mensuales. No es en absoluto necesaria una periodicidad mayor si lo que se pretende es hacer pensar y no embrutecer.
La corrección de los medios de persuasión quedaría garantizada por la vigilancia de esos mismos tribunales, que estarían autorizados a suprimir un órgano en caso de alteración excesivamente frecuente de la verdad. Si bien los redactores podrían hacer reaparecer la publicación bajo otro nombre.
Todo esto no supondría el más mínimo perjuicio a las libertades públicas. Se satisfaría la más sagrada necesidad del alma humana: la protección contra la sugestión y el error.
Pero ¿quién garantizaría la imparcialidad de los jueces?, se objetará. La única garantía, aparte de su total independencia, consiste en que procedan de medios sociales diferentes, que estén dotados naturalmente de una inteligencia amplia, clara y precisa, y que hayan sido formados en una escuela donde no se les dé una educación jurídica sino principalmente espiritual y secundariamente intelectual. Es necesario que se acostumbren a amar la verdad.
No hay posibilidad alguna de satisfacer en un pueblo la necesidad de verdad si para ello no pueden encontrarse hombres que la amen.




LES BESOINS DE L’ÂME

La notion d'obligation prime celle de droit, qui lui est subordonnée et relative. Un droit n'est pas efficace par lui-même, mais seulement par l'obligation à laquelle il correspond ; l'accomplissement effectif d'un droit provient non pas de celui qui le possède, mais des autres hommes qui se reconnaissent obligés à quelque chose envers lui. L'obligation est efficace dès qu'elle est reconnue. Une obligation ne serait-elle reconnue par personne, elle ne perd rien de la plénitude de son être. Un droit qui n'est reconnu par personne n'est pas grand-chose.
Cela n'a pas de sens de dire que les hommes ont, d'une part des droits, d'autre part des devoirs. Ces mots n'expriment que des différences de point de vue. Leur relation est celle de l'objet et du sujet. Un homme, considéré en lui-même, a seulement des devoirs, parmi lesquels se trouvent certains devoirs envers lui-même. Les autres, considérés de son point de vue, ont seulement des droits. Il a des droits à son tour quand il est considéré du point de vue des autres, qui se reconnaissent des obligations envers lui. Un homme qui serait seul dans l'univers n'aurait aucun droit, mais il aurait des obligations.
La notion de droit, étant d'ordre objectif, n'est pas séparable de celles d'existence et de réalité. Elle apparaît quand l'obligation descend dans le domaine des faits ; par suite elle enferme toujours dans une certaine mesure la considération des états de fait et des situations particulières. Les droits apparaissent toujours comme liés à certaines conditions. L'obligation seule peut être inconditionnée. Elle se place dans un domaine qui est au-dessus de toutes conditions, parce qu'il est au-dessus de ce monde.
Les hommes de 1789 ne reconnaissaient pas la réalité d'un tel domaine. Ils ne reconnaissaient que celle des choses humaines. C'est pourquoi ils ont commencé par la notion de droit. Mais en même temps ils ont voulu poser des principes absolus. Cette contradiction les a fait tomber dans une confusion de langage et d'idées qui est pour beaucoup dans la confusion politique et sociale actuelle. Le domaine de ce qui est éternel, universel, inconditionné, est autre que celui des conditions de fait, et il y habite des notions différentes qui sont liées à la partie la plus secrète de l'âme humaine.
L'obligation ne lie que les êtres humains. Il n'y a pas d'obligations pour les collectivités comme telles. Mais il y en a pour tous les êtres humains qui composent, servent, commandent ou représentent une collectivité, dans la partie de leur vie liée à la collectivité comme dans celle qui en est indépendante.
Des obligations identiques lient tous les êtres humains, bien qu'elles correspondent à des actes différents selon les situations. Aucun être humain, quel qu'il soit, en aucune circonstance, ne peut s'y soustraire sans crime ; excepté dans les cas où, deux obligations réelles étant en fait incompatibles, un homme est contraint d'abandonner l'une d'elles.
L'imperfection d'un ordre social se mesure à la quantité de situations de ce genre qu'il enferme.
Mais même en ce cas il y a crime si l'obligation abandonnée n'est pas seulement abandonnée en fait, mais est de plus niée.
L'objet de l'obligation, dans le domaine des choses humaines, est toujours l'être humain comme tel. Il y obligation envers tout être humain, du seul fait qu'il est un être humain, sans qu'aucune autre condition ait à intervenir, et quand même lui n'en reconnaîtrait aucune.
Cette obligation ne repose sur aucune situation de fait, ni sur les jurisprudences, ni sur les coutumes, ni sur la structure sociale, ni sur les rapports de force, ni sur l'héritage du passé, ni sur l'orientation supposée de l'histoire. Car aucune situation de fait ne peut susciter une obligation.
Cette obligation ne repose sur aucune convention. Car toutes les conventions sont modifiables selon la volonté des contractants, au lieu qu'en elle aucun changement dans la volonté des hommes ne peut modifier quoi que ce soit.
Cette obligation est éternelle. Elle répond à la destinée éternelle de l'être humain. Seul l'être humain a une destinée éternelle. Les collectivités humaines n'en ont pas. Aussi n'y a-t-il pas à leur égard d'obligations directes qui soient éternelles. Seul est éternel le devoir envers l'être humain comme tel.
Cette obligation est inconditionnée. Si elle est fondée sur quelque chose, ce quelque chose n'appartient pas à notre monde. Dans notre monde, elle n'est fondée sur rien. C'est l'unique obligation relative aux choses humaines qui ne soit soumise à aucune condition.
Cette obligation a non pas un fondement, mais une vérification dans l'accord de la conscience universelle. Elle est exprimée par certains des plus anciens textes écrits qui nous aient été conservés. Elle est reconnue par tous dans tous les cas particuliers où elle n'est pas combattue par les intérêts ou les passions. C'est relativement à elle qu'on mesure le progrès.
La reconnaissance de cette obligation est exprimée d'une manière confuse et imparfaite, mais plus ou moins imparfaite selon les cas, par ce qu'on nomme les droits positifs. Dans la mesure où les droits positifs sont en contradiction avec elle, dans cette mesure exacte ils sont frappés d'illégitimité.
Quoique cette obligation éternelle réponde à la destinée éternelle de l'être humain, elle n'a pas cette destinée pour objet direct. La destinée éternelle d'un être humain ne peut être l'objet d'aucune obligation, parce qu'elle n'est pas subordonnée à des actions extérieures.
Le fait qu'un être humain possède une destinée éternelle n'impose qu'une seule obligation ; c'est le respect. L'obligation n'est accomplie que si le respect est effectivement exprimé, d'une manière réelle et non fictive ; il ne peut l'être que par l'intermédiaire des besoins terrestres de l'homme.
La conscience humaine n'a jamais varié sur ce point. Il y a des milliers d'années, les Égyptiens pensaient qu'une âme ne peut pas être justifiée après la mort si elle ne peut pas dire : « Je n'ai laissé personne souffrir de la faim. » Tous les chrétiens se savent exposés à entendre un jour le Christ lui-même leur dire : « J'ai eu faim et tu ne m’as pas donné à manger. » Tout le monde se représente le progrès comme étant d'abord le passage à un état de la société humaine où les gens ne souffriront pas de la faim. Si on pose la question en termes généraux à n'importe qui, personne ne pense qu'un homme soit innocent si, ayant de la nourriture en abondance et trouvant sur le pas de sa porte quelqu'un aux trois quarts mort de faim, il passe sans rien lui donner.
C'est donc une obligation éternelle envers l'être humain que de ne pas le laisser souffrir de la faim quand on a l'occasion de le secourir. Cette obligation étant la plus évidente, elle doit servir de modèle pour dresser la liste des devoirs éternels envers tout être humain. Pour être établie en toute rigueur, cette liste doit procéder de ce premier exemple par voie d'analogie.
Par conséquent, la liste des obligations envers l'être humain doit correspondre à la liste de ceux des besoins humains qui sont vitaux, analogues à la faim.
Parmi ces besoins, certains sont physiques, comme la faim elle-même. Ils sont assez faciles à énumérer. Ils concernent la protection contre la violence, le logement, les vêtements, la chaleur, l'hygiène, les soins en cas de maladie.
D'autres, parmi ces besoins, n'ont pas rapport avec la vie physique, mais avec la vie morale. Comme les premiers cependant ils sont terrestres, et n'ont pas de relation directe qui soit accessible à notre intelligence avec la destinée éternelle de l'homme. Ce sont, comme les besoins physiques, des nécessités de la vie d'ici-bas. C'est-à-dire que s'ils ne sont pas satisfaits, l'homme tombe peu à peu dans un état plus ou moins analogue à la mort, plus ou moins proche d'une vie purement végétative,
Ils sont beaucoup plus difficiles à reconnaître et à énumérer que les besoins du corps. Mais tout le monde reconnaît qu'ils existent. Toutes les cruautés qu'un conquérant peut exercer sur des populations soumises, massacres, mutilations, famine organisée, mise en esclavage ou déportations massives, sont généralement considérées comme des mesures de même espèce, quoique la liberté ou le pays natal ne soient pas des nécessités physiques. Tout le monde a conscience qu'il y a des cruautés qui portent atteinte à la vie de l'homme sans porter atteinte à son corps. Ce sont celles qui privent l'homme d'une certaine nourriture nécessaire à la vie de l'âme.
Les obligations, inconditionnées ou relatives, éternelles ou changeantes, directes ou indirectes à l'égard des choses humaines dérivent toutes, sans exception, des besoins vitaux de l'être humain. Celles qui ne concernent pas directement tel, tel et tel être humain déterminé ont toutes pour objet des choses qui ont par rapport aux hommes un rôle analogue à la nourriture.
On doit le respect à un champ de blé, non pas pour lui-même, mais parce que c'est de la nourriture pour les hommes.
D'une manière analogue, on doit du respect à une collectivité, quelle qu'elle soit – patrie, famille, ou toute autre –, non pas pour elle-même, mais comme nourriture d'un certain nombre d'âmes humaines.
Cette obligation impose en fait des attitudes, des actes différents selon les différentes situations. Mais considérée en elle-même, elle est absolument identique pour tous.
Notamment, elle est absolument identique pour ceux qui sont à l'extérieur.
Le degré de respect qui est dû aux collectivités humaines est très élevé, par plusieurs considérations.
D'abord, chacune est unique, et, si elle est détruite, n'est pas remplacée. Un sac de blé peut toujours être substitué à un autre sac de blé. La nourriture qu'une collectivité fournit à l'âme de ceux qui en sont membres n'a pas d'équivalent dans l'univers entier.
Puis, de par sa durée, la collectivité pénètre déjà dans l'avenir. Elle contient de la nourriture, non seulement pour les âmes des vivants, mais aussi pour celles d'êtres non encore nés qui viendront au monde au cours des siècles prochains.
Enfin, de par la même durée, la collectivité a ses racines dans le passé. Elle constitue l'unique organe de conservation pour les trésors spirituels amassés par les morts, l'unique organe de transmission par l'intermédiaire duquel les morts puissent parler aux vivants. Et l'unique chose terrestre qui ait un lien direct avec la destinée éternelle de l'homme, c'est le rayonnement de ceux qui ont su prendre une conscience complète de cette destinée, transmis de génération en génération.
À cause de tout cela, il peut arriver que l'obligation à l'égard d'une collectivité en péril aille jusqu'au sacrifice total. Mais, il ne s'ensuit pas que la collectivité soit au-dessus de l'être humain. Il arrive aussi que l'obligation de secourir un être humain en détresse doive aller jusqu'au sacrifice total, sans que cela implique aucune supériorité du côté de celui qui est secouru.
Un paysan, dans certaines circonstances, peut devoir s'exposer, pour cultiver son champ, à l'épuisement, à la maladie ou même à la mort. Mais il a toujours présent à l'esprit qu'il s'agit uniquement de pain.
D'une manière analogue, même au moment du sacrifice total, il n'est jamais dû à aucune collectivité autre chose qu'un respect analogue à celui qui est dû à la nourriture.
Il arrive très souvent que le rôle soit renversé. Certaines collectivités, au lieu de servir de nourriture, tout au contraire mangent les âmes. Il y a en ce cas maladie sociale, et la première obligation est de tenter un traitement ; dans certaines circonstances il peut être nécessaire de s'inspirer des méthodes chirurgicales.
Sur ce point aussi, l'obligation est identique pour ceux qui sont à l'intérieur de la collectivité et pour ceux qui sont au-dehors.
Il arrive aussi qu'une collectivité fournisse aux âmes de ceux qui en sont membres une nourriture insuffisante. En ce cas il faut l'améliorer.
Enfin il y a des collectivités mortes qui, sans dévorer les âmes, ne les nourrissent pas non plus. S'il est tout à fait certain qu'elles sont bien mortes, qu'il ne s'agit pas d'une léthargie passagère, et seulement en ce cas, il faut les anéantir.
La première étude à faire est celle des besoins qui sont à la vie de l'âme ce que sont pour la vie du corps les besoins de nourriture, de sommeil et de chaleur. Il faut tenter de les énumérer et de les définir.
Il ne faut jamais les confondre avec les désirs, les caprices, les fantaisies, les vices. Il faut aussi discerner l'essentiel et l'accidentel. L'homme a besoin, non de riz ou de pommes de terre, mais de nourriture ; non de bois ou de charbon, mais de chauffage. De même pour les besoins de l'âme, il faut reconnaître les satisfactions différentes, mais équivalentes, répondant aux mêmes besoins. Il faut aussi distinguer des nourritures de l'âme les poisons qui, quelque temps, peuvent donner l'illusion d'en tenir lieu.
L'absence d'une telle étude force les gouvernements, quand ils ont de bonnes intentions, à s'agiter au hasard.
Voici quelques indications.

L’ORDRE

Le premier besoin de l'âme, celui qui est le plus proche de sa destinée éternelle, c'est l'ordre, c'est-à-dire un tissu de relations sociales tel que nul ne soit contraint de violer des obligations rigoureuses pour exécuter d'autres obligations. L'âme ne souffre une violence spirituelle de la part des circonstances extérieures que dans ce cas. Car celui qui est seulement arrêté dans l'exécution d'une obligation par la menace de la mort ou de la souffrance peut passer outre, et ne sera blessé que dans son corps. Mais celui pour qui les circonstances rendent en fait incompatibles les actes ordonnés par plusieurs obligations strictes, celui-là, sans qu'il puisse s'en défendre, est blessé dans son amour du bien.
Aujourd'hui, il y a un degré très élevé de désordre et d'incompatibilité entre les obligations.
Quiconque agit de manière à augmenter cette incompatibilité est un fauteur de désordre. Quiconque agit de manière à la diminuer est un facteur d'ordre. Quiconque, pour simplifier les problèmes, nie certaines obligations, a conclu en son cœur une alliance avec le crime.
On n'a malheureusement pas de méthode pour diminuer cette incompatibilité. On n'a même pas la certitude que l'idée d'un ordre où toutes les obligations seraient compatibles ne soit pas une fiction. Quand le devoir descend au niveau des faits, un si grand nombre de relations indépendantes entrent en jeu que l'incompatibilité semble bien plus probable que la compatibilité.
Mais nous avons tous les jours sous les yeux l'exemple de l'univers, où une infinité d'actions mécaniques indépendantes concourent pour constituer un ordre qui, à travers les variations, reste fixe. Aussi aimons-nous la beauté du monde, parce que nous sentons derrière elle la présence de quelque chose d'analogue à la sagesse que nous voudrions posséder pour assouvir notre désir du bien.
À un degré moindre, les œuvres d'art vraiment belles offrent l'exemple d'ensembles où des facteurs indépendants concourent, d'une manière impossible à comprendre, pour constituer une beauté unique.
Enfin le sentiment des diverses obligations procède toujours d'un désir du bien qui est unique, fixe, identique à lui-même, pour tout homme, du berceau à la tombe. Ce désir perpétuellement agissant au fond de nous empêche que nous puissions jamais nous résigner aux situations où les obligations sont incompatibles. Ou nous avons recours au mensonge pour oublier qu'elles existent, ou nous nous débattons aveuglément pour en sortir.
La contemplation des œuvres d'art authentiques, et bien davantage encore celle de la beauté du monde, et bien davantage encore celle du bien inconnu auquel nous aspirons peut nous soutenir dans l'effort de penser continuellement à l'ordre humain qui doit être notre premier objet.
Les grands fauteurs de violence se sont encouragés eux-mêmes en considérant comment la force mécanique, aveugle, est souveraine dans tout l'univers.
En regardant le monde mieux qu'ils ne font, nous trouverons un encouragement plus grand, si nous considérons comment les forces aveugles innombrables sont limitées, combinées en un équilibre, amenées à concourir à une unité, par quelque chose que nous ne comprenons pas, mais que nous aimons et que nous nommons la beauté.
Si nous gardons sans cesse présente à l'esprit la pensée d'un ordre humain véritable, si nous y pensons comme à un objet auquel on doit le sacrifice total quand l'occasion s'en présente, nous serons dans la situation d'un homme qui marche dans la nuit, sans guide, mais en pensant sans cesse à la direction qu'il veut suivre. Pour un tel voyageur, il y a une grande espérance.
Cet ordre est le premier des besoins, il est même au-dessus des besoins proprement dits. Pour pouvoir le penser, il faut une connaissance des autres besoins.
Le premier caractère qui distingue les besoins des désirs, des fantaisies ou des vices, et les nourritures des gourmandises ou des poisons, c'est que les besoins sont limités, ainsi que les nourritures qui leur correspondent. Un avare n'a jamais assez d'or, mais pour tout homme, si on lui donne du pain à discrétion, il viendra un moment où il en aura assez. La nourriture apporte le rassasiement. Il en est de même des nourritures de l'âme.
Le second caractère, lié au premier, c'est que les besoins s'ordonnent par couples de contraires, et doivent se combiner en un équilibre. L'homme a besoin de nourriture, mais aussi d'un intervalle entre les repas ; il a besoin de chaleur et de fraîcheur, de repos et d'exercice. De même pour les besoins de l'âme.
Ce qu'on appelle le juste milieu consiste en réalité à ne satisfaire ni l'un ni l'autre des besoins contraires. C'est une caricature du véritable équilibre par lequel les besoins contraires sont satisfaits l'un et l'autre dans leur plénitude.

LA LIBERTÉ

Une nourriture indispensable à l'âme humaine est la liberté. La liberté, au sens concret du mot, consiste dans une possibilité de choix. Il s'agit, bien entendu, d'une possibilité réelle. Partout où il y a vie commune, il est inévitable que des règles, imposées par l'utilité commune, limitent le choix.
Mais la liberté n'est pas plus ou moins grande selon que les limites sont plus étroites ou plus larges. Elle a sa plénitude à des conditions moins facilement mesurables.
Il faut que les règles soient assez raisonnables et assez simples pour que quiconque le désire et dispose d'une faculté moyenne d'attention puisse comprendre, d'une part l'utilité à laquelle elles correspondent, d'autre part les nécessités de fait qui les ont imposées. Il faut qu'elles émanent d'une autorité qui ne soit pas regardée comme étrangère ou ennemie, qui soit aimée comme appartenant à ceux qu'elle dirige. Il faut qu'elles soient assez stables, assez peu nombreuses, assez générales, pour que la pensée puisse se les assimiler une fois pour toutes, et non pas se heurter contre elles toutes les fois qu'il y a une décision à prendre.
À ces conditions, la liberté des hommes de bonne volonté, quoique limitée dans les faits, est totale dans la conscience. Car les règles s'étant incorporées à leur être même, les possibilités interdites ne se présentent pas à leur pensée et n'ont pas à être repoussées. De même l'habitude, imprimée par l'éducation, de ne pas manger les choses repoussantes ou dangereuses n'est pas ressentie par un homme normal comme une limite à la liberté dans le domaine de l'alimentation. Seul l'enfant sent la limite.
Ceux qui manquent de bonne volonté ou restent puérils ne sont jamais libres dans aucun état de la société.
Quand les possibilités de choix sont larges au point de nuire à l'utilité commune, les hommes n'ont pas la jouissance de la liberté. Car il leur faut, soit avoir recours au refuge de l'irresponsabilité, de la puérilité, de l'indifférence, refuge où ils ne peuvent trouver que l'ennui, soit se sentir accablés de responsabilité en toute circonstance par la crainte de nuire à autrui. En pareil cas les hommes, croyant à tort qu'ils possèdent la liberté et sentant qu'ils n'en jouissent pas, en arrivent à penser que la liberté n'est pas un bien.

L’OBÉISSANCE

L'obéissance est un besoin vital de l'âme humaine. Elle est de deux espèces : obéissance à des règles établies et obéissance à des êtres humains regardés comme des chefs. Elle suppose le consentement, non pas à l'égard de chacun des ordres reçus, mais un consentement accordé une fois pour toutes, sous la seule réserve, le cas échéant, des exigences de la conscience. Il est nécessaire qu'il soit généralement reconnu, et avant tout par les chefs, que le consentement et non pas la crainte du châtiment ou l'appât de la récompense constitue en fait le ressort principal de l'obéissance, de manière que la soumission ne soit jamais suspecte de servilité. Il faut qu'il soit connu aussi que ceux qui commandent obéissent de leur côté ; et il faut que toute la hiérarchie soit orientée vers un but dont la valeur et même la grandeur soit sentie par tous, du plus haut au plus bas.
L'obéissance étant une nourriture nécessaire à l'âme, quiconque en est définitivement privé est malade. Ainsi toute collectivité régie par un chef souverain qui n'est comptable à personne se trouve entre les mains d'un malade.
C'est pourquoi, là où un homme est placé pour la vie à la tête de l'organisation sociale, il faut qu'il soit un symbole et non un chef, comme c'est le cas pour le roi d'Angleterre ; il faut aussi que les convenances limitent sa liberté plus étroitement que celle d'aucun homme du peuple. De cette manière, les chefs effectifs, quoique chefs, ont quelqu'un au-dessus d'eux ; d'autre part ils peuvent, sans que la continuité soit rompue, se remplacer, et par suite recevoir chacun sa part indispensable d'obéissance.
Ceux qui soumettent des masses humaines par la contrainte et la cruauté les privent à la fois de deux nourritures vitales, liberté et obéissance ; car il n'est plus au pouvoir de ces masses d'accorder leur consentement intérieur à l'autorité qu'elles subissent. Ceux qui favorisent un état de choses où l'appât du gain soit le principal mobile enlèvent aux hommes l'obéissance, car le consentement qui en est le principe n'est pas une chose qui puisse se vendre.
Mille signes montrent que les hommes de notre époque étaient depuis longtemps affamés d'obéissance. Mais on en a profité pour leur donner l'esclavage.

LA RESPONSABILITÉ

L'initiative et la responsabilité, le sentiment d'être utile et même indispensable, sont des besoins vitaux de l'âme humaine.
La privation complète à cet égard est le cas du chômeur, même s'il est secouru de manière à pouvoir manger, s'habiller et se loger. Il n'est rien dans la vie économique, et le bulletin de vote qui constitue sa part dans la vie politique n'a pas de sens pour lui.
Le manœuvre est dans une situation à peine meilleure.
La satisfaction de ce besoin exige qu'un homme ait à prendre souvent des décisions dans des problèmes, grands ou petits, affectant des intérêts étrangers aux siens propres, mais envers lesquels il se sent engagé. Il faut aussi qu'il ait à fournir continuellement des efforts. Il faut enfin qu'il puisse s'approprier par la pensée l'œuvre tout entière de la collectivité dont il est membre, y compris les domaines où il n'a jamais ni décision à prendre ni avis à donner. Pour cela, il faut qu'on la lui fasse connaître, qu'on lui demande d'y porter intérêt, qu'on lui en rende sensible la valeur, l'utilité, et s'il y a lieu la grandeur, et qu'on lui fasse clairement saisir la part qu'il y prend.
Toute collectivité, de quelque espèce qu'elle soit, qui ne fournit pas ces satisfactions à ses membres, est tarée et doit être transformée.
Chez toute personnalité un peu forte, le besoin d'initiative va jusqu'au besoin de commandement. Une vie locale et régionale intense, une multitude d'œuvres éducatives et de mouvements de jeunesse, doivent donner à quiconque n'en est pas incapable, l'occasion de commander pendant certaines périodes de sa vie.

L’ÉGALITÉ

L'égalité est un besoin vital de l'âme humaine. Elle consiste dans la reconnaissance publique, générale, effective, exprimée réellement par les institutions et les mœurs, que la même quantité de respect et d'égards est due à tout être humain, parce que le respect est dû à l'être humain comme tel et n'a pas de degrés.
Par suite, les différences inévitables parmi les hommes ne doivent jamais porter la signification d'une différence dans le degré de respect. Pour qu'elles ne soient pas ressenties comme ayant cette signification, il faut un certain équilibre entre l'égalité et l'inégalité.
Une certaine combinaison de l'égalité et de l'inégalité est constituée par l'égalité des possibilités. Si n'importe qui peut arriver au rang social correspondant à la fonction qu'il est capable de remplir, et si l'éducation est assez répandue pour que nul ne soit privé d'aucune capacité du seul fait de sa naissance, l'espérance est la même pour tous les enfants. Ainsi chaque homme est égal en espérance à chaque autre, pour son propre compte quand il est jeune, pour le compte de ses enfants plus tard.
Mais cette combinaison, quand elle joue seule et non pas comme un facteur parmi d'autres, ne constitue pas un équilibre et enferme de grands dangers.
D'abord, pour un homme qui est dans une situation inférieure et qui en souffre, savoir que sa situation est causée par son incapacité, et savoir que tout le monde le sait, n'est pas une consolation, mais un redoublement d'amertume ; selon les caractères, certains peuvent en être accablés, certains autres menés au crime.
Puis il se crée ainsi inévitablement dans la vie sociale comme une pompe aspirante vers le haut. Il en résulte une maladie sociale si un mouvement descendant ne vient pas faire équilibre au mouvement ascendant. Dans la mesure où il est réellement possible qu'un enfant, fils de valet de ferme, soit un jour ministre, dans cette mesure il doit être réellement possible qu'un enfant, fils de ministre, soit un jour valet de ferme. Le degré de cette seconde possibilité ne peut être considérable sans un degré très dangereux de contrainte sociale.
Cette espèce d'égalité, si elle joue seule et sans limites, donne à la vie sociale un degré de fluidité qui la décompose.
Il y a des méthodes moins grossières pour combiner l'égalité et la différence. La première est la proportion. La proportion se définit comme la combinaison de l'égalité et de l'inégalité, et partout dans l'univers elle est l'unique facteur de l'équilibre.
Appliquée à l'équilibre social, elle imposerait à chaque homme des charges correspondantes à la puissance, au bien-être qu'il possède, et des risques correspondants en cas d'incapacité ou de faute. Par exemple, il faudrait qu'un patron incapable ou coupable d'une faute envers ses ouvriers ait beaucoup plus à souffrir, dans son âme et dans sa chair, qu'un manœuvre incapable, ou coupable d'une faute envers son patron. De plus, il faudrait que tous les manœuvres sachent qu'il en est ainsi. Cela implique, d'une part, une certaine organisation des risques, d'autre part, en droit pénal, une conception du châtiment où le rang social, comme circonstance aggravante, joue toujours dans une large mesure pour la détermination de la peine. À plus forte raison l'exercice des hautes fonctions publiques doit comporter de graves risques personnels.
Une autre manière de rendre l'égalité compatible avec la différence est d'ôter autant qu'on peut aux différences tout caractère quantitatif. Là où il y a seulement différence de nature, non de degré, il n'y a aucune inégalité.
En faisant de l'argent le mobile unique ou presque de tous les actes, la mesure unique ou presque de toutes choses, on a mis le poison de l'inégalité partout. Il est vrai que cette inégalité est mobile ; elle n'est pas attachée aux personnes, car l'argent se gagne et se perd ; elle n'en est pas moins réelle.
Il y a deux espèces d'inégalités, auxquelles correspondent deux stimulants différents. L'inégalité à peu près stable, comme celle de l'ancienne France, suscite l'idolâtrie des supérieurs – non sans un mélange de haine refoulée – et la soumission à leurs ordres. L'inégalité mobile, fluide, suscite le désir de s'élever. Elle n'est pas plus proche de l'égalité que l'inégalité stable, et elle est tout aussi malsaine. La Révolution de 1789, en mettant en avant l'égalité, n'a fait en réalité que consacrer la substitution d'une forme d'inégalité à l'autre.
Plus il y a égalité dans une société, moindre est l'action des deux stimulants liés aux deux formes d'inégalité, et par suite il en faut d'autres.
L'égalité est d'autant plus grande que les différentes conditions humaines sont regardées comme étant, non pas plus ou moins l'une que l'autre, mais simplement autres. Que la profession de mineur et celle de ministre soient simplement deux vocations différentes, comme celles de poète et de mathématicien. Que les duretés matérielles attachées à la condition de mineur soient comptées à l'honneur de ceux qui les souffrent.
En temps de guerre, si une armée a l'esprit qui convient, un soldat est heureux et fier d'être sous le feu et non au quartier général ; un général est heureux et fier que le sort de la bataille repose sur sa pensée ; et en même temps le soldat admire le général et le général admire le soldat. Un tel équilibre constitue une égalité. Il y aurait égalité dans les conditions sociales s'il s'y trouvait cet équilibre.
Cela implique pour chaque condition des marques de considération qui lui soient propres, et qui ne soient pas des mensonges.

LA HIÉRARCHIE

La hiérarchie est un besoin vital de l'âme humaine. Elle est constituée par une certaine vénération, un certain dévouement à l'égard des supérieurs, considérés non pas dans leurs personnes ni dans le pouvoir qu'ils exercent, mais comme des symboles. Ce dont ils sont les symboles, c'est ce domaine qui se trouve au-dessus de tout homme et dont l'expression en ce monde est constituée par les obligations de chaque homme envers ses semblables. Une véritable hiérarchie suppose que les supérieurs aient conscience de cette fonction de symbole et sachent qu'elle est l'unique objet légitime du dévouement de leurs subordonnés. La vraie hiérarchie a pour effet d'amener chacun à s'installer moralement dans la place qu'il occupe.

L’HONNEUR

L'honneur est un besoin vital de l'âme humaine. Le respect dû à chaque être humain comme tel, même s'il est effectivement accordé, ne suffit pas à satisfaire ce besoin ; car il est identique pour tous et immuable ; au lieu que l'honneur a rapport à un être humain considéré, non pas simplement comme tel, mais dans son entourage social. Ce besoin est pleinement satisfait, si chacune des collectivités dont un être humain est membre lui offre une part à une tradition de grandeur enfermée dans son passé et publiquement reconnue au-dehors.
Par exemple, pour que le besoin d'honneur soit satisfait dans la vie professionnelle, il faut qu'à chaque profession corresponde quelque collectivité réellement capable de conserver vivant le souvenir des trésors de grandeur, d'héroïsme, de probité, de générosité, de génie, dépensés dans l'exercice de la profession.
Toute oppression crée une famine à l'égard du besoin d'honneur, car les traditions de grandeur possédées par les opprimés ne sont pas reconnues, faute de prestige social.
C'est toujours là l'effet de la conquête. Vercingétorix n'était pas un héros pour les Romains. Si les Anglais avaient conquis la France au XVe siècle, Jeanne d'Arc serait bien oubliée, même dans une large mesure par nous. Actuellement, nous parlons d'elle aux Annamites, aux Arabes ; mais ils savent que chez nous on n'entend pas parler de leurs héros et de leurs saints ; ainsi l'état où nous les maintenons est une atteinte à l'honneur.
L'oppression sociale a les mêmes effets. Guynemer, Mermoz sont passés dans la conscience publique à la faveur du prestige social de l'aviation ; l'héroïsme parfois incroyable dépensé par des mineurs ou des pêcheurs a à peine une résonance dans les milieux de mineurs ou de pêcheurs.
Le degré extrême de la privation d'honneur est la privation totale de considération infligée à des catégories d'êtres humains. Tels sont en France, avec des modalités diverses, les prostituées, les repris de justice, les policiers, le sous-prolétariat d'immigrés et d'indigènes coloniaux... De. telles catégories ne doivent pas exister.
Le crime seul doit placer l'être qui l'a commis hors de la considération sociale, et le châtiment doit l'y réintégrer.

LA CHÂTIMENT

Le châtiment est un besoin vital de l'âme humaine. Il est de deux espèces, disciplinaire et pénal. Ceux de la première espèce offrent une sécurité contre les défaillances, à l'égard desquelles la lutte serait trop épuisante s'il n'y avait un appui extérieur. Mais le châtiment le plus indispensable à l'âme est celui du crime. Par le crime un homme se met lui-même hors du réseau d'obligations éternelles qui lie chaque être humain à tous les autres. Il ne peut y être réintégré que par le châtiment, pleinement s'il y a consentement de sa part, sinon imparfaitement. De même que la seule manière de témoigner du respect à celui qui souffre de la faim est de lui donner à manger, de même le seul moyen de témoigner du respect à celui qui s'est mis hors la loi est de le réintégrer dans la loi en le soumettant au châtiment qu'elle prescrit.
Le besoin de châtiment n'est pas satisfait là où, comme c'est généralement le cas, le code pénal est seulement un procédé de contrainte par la terreur.
La satisfaction de ce besoin exige d'abord que tout ce qui touche au droit pénal ait un caractère solennel et sacré ; que la majesté de la loi se communique au tribunal, à la police, à l'accusé, au condamné, et cela même dans les affaires peu importantes, si seulement elles peuvent entraîner la privation de la liberté. Il faut que le châtiment soit un honneur, que non seulement il efface la honte du crime, mais qu'il soit regardé comme une éducation supplémentaire qui oblige à un plus grand degré de dévouement au bien public. Il faut aussi que la dureté des peines réponde au caractère des obligations violées et non aux intérêts de la sécurité sociale.
La déconsidération de la police, la légèreté des magistrats, le régime des prisons, le déclassement définitif des repris de justice, l'échelle des peines qui prévoit une punition bien plus cruelle pour dix menus vols que pour un viol ou pour certains meurtres, et qui même prévoit des punitions pour le simple malheur, tout cela empêche qu'il existe parmi nous quoi que ce soit qui mérite le nom de châtiment.
Pour les fautes comme pour les crimes, le degré d'impunité doit augmenter non pas quand on monte, mais quand on descend l'échelle sociale. Autrement les souffrances infligées sont ressenties comme des contraintes ou même des abus de pouvoir, et ne constituent pas des châtiments. Il n'y a châtiment que si la souffrance s'accompagne à quelque moment, fût-ce après coup, dans le souvenir, d'un sentiment de justice. Comme le musicien éveille le sentiment du beau par les sons, de même le système pénal doit savoir éveiller le sentiment de la justice chez le criminel par la douleur, ou même, le cas échéant, par la mort. Comme on dit de l'apprenti qui s'est blessé que le métier lui entre dans le corps, de même le châtiment est une méthode pour faire entrer la justice dans l'âme du criminel par la souffrance de la chair.
La question du meilleur procédé pour empêcher qu'il s'établisse en haut une conspiration en vue d'obtenir l'impunité est un des problèmes politiques les plus difficiles à résoudre. Il ne peut être résolu que si un ou plusieurs hommes ont la charge d'empêcher une telle conspiration, et se trouvent dans une situation telle qu'ils ne soient pas tentés d'y entrer eux-mêmes.

LA LIBERTÉ D’OPINION

La liberté d'opinion et la liberté d'association sont généralement mentionnées ensemble. C'est une erreur. Sauf le cas des groupements naturels, l'association n'est pas un besoin, mais un expédient de la vie pratique.
Au contraire, la liberté d'expression totale, illimitée, pour toute opinion quelle qu'elle soit, sans aucune restriction ni réserve, est un besoin absolu pour l'intelligence. Par suite c'est un besoin de l'âme, car quand l'intelligence est mal à l'aise, l'âme entière est malade. La nature et les limites de la satisfaction correspondant à ce besoin sont inscrites dans la structure même des différentes facultés de l'âme. Car une même chose peut être limitée et illimitée, comme on peut prolonger indéfiniment la longueur d'un rectangle sans qu'il cesse d'être limité dans sa largeur.
Chez un être humain, l'intelligence peut s'exercer de trois manières. Elle peut travailler sur des problèmes techniques, c'est-à-dire chercher des moyens pour un but déjà posé. Elle peut fournir de la lumière lorsque s'accomplit la délibération de la volonté dans le choix d'une orientation. Elle peut enfin jouer seule, séparée des autres facultés, dans une spéculation purement théorique d'où a été provisoirement écarté tout souci d'action.
Dans une âme saine, elle s'exerce tour à tour des trois manières, avec des degrés différents de liberté. Dans la première fonction, elle est une servante. Dans la seconde fonction, elle est destructrice et doit être réduite au silence dès qu'elle commence à fournir des arguments à la partie de l'âme qui, chez quiconque n'est pas dans l'état de perfection, se met toujours du côté du mal. Mais quand elle joue seule et séparée, il faut qu'elle dispose d'une liberté souveraine. Autrement il manque à l'être humain quelque chose d'essentiel.
Il en est de même dans une société saine. C'est pourquoi il serait désirable de constituer, dans le domaine de la publication, une réserve de liberté absolue, mais de manière qu'il soit entendu que les ouvrages qui s'y trouvent publiés n'engagent à aucun degré les auteurs et ne contiennent aucun conseil pour les lecteurs. Là pourraient se trouver étalés dans toute leur force tous les arguments en faveur des causes mauvaises. Il est bon et salutaire qu'ils soient étalés. N'importe qui pourrait y faire l'éloge de ce qu'il réprouve le plus. Il serait de notoriété publique que de tels ouvrages auraient pour objet, non pas de définir la position des auteurs en face des problèmes de la vie, mais de contribuer, par des recherches préliminaires, à l'énumération complète et correcte des données relatives à chaque problème. La loi empêcherait que leur publication implique pour l'auteur aucun risque d'aucune espèce.
Au contraire, les publications destinées à influer sur ce qu'on nomme l'opinion, c'est-à-dire en fait sur la conduite de la vie, constituent des actes et doivent être soumises aux mêmes restrictions que tous les actes. Autrement dit, elles ne doivent porter aucun préjudice illégitime à aucun être humain, et surtout elles ne doivent jamais contenir aucune négation, explicite ou implicite, des obligations éternelles envers l'être humain, une fois que ces obligations ont été solennellement reconnues par la loi.

La distinction des deux domaines, celui qui est hors de l'action et celui qui en fait partie, est impossible à formuler sur le papier en langage juridique. Mais cela n'empêche pas qu'elle soit parfaitement claire. La séparation de ces domaines est facile à établir en fait, si seulement la volonté d'y parvenir est assez forte.
Il est clair, par exemple, que la presse quotidienne et hebdomadaire tout entière se trouve dans le second domaine. Les revues également, car elles constituent toutes un foyer de rayonnement pour une certaine manière de penser ; seules celles qui renonceraient à cette fonction pourraient prétendre à la liberté totale.
De même pour la littérature. Ce serait une solution pour le débat qui s'est élevé récemment au sujet de la morale et de la littérature, et qui a été obscurci par le fait que tous les gens de talent, par solidarité professionnelle, se trouvaient d'un côté, et seulement des imbéciles et des lâches de l'autre.
Mais la position des imbéciles et des lâches n'en était pas moins dans une large mesure conforme à la raison. Les écrivains ont une manière inadmissible de jouer sur les deux tableaux. Jamais autant qu'à notre époque ils n'ont prétendu au rôle de directeurs de conscience et ne l'ont exercé. En fait, au cours des années qui ont précédé la guerre, personne ne le leur a disputé excepté les savants. La place autrefois occupée par des prêtres dans la vie morale du pays était tenue par des physiciens et des romanciers, ce qui suffit à mesurer la valeur de notre progrès. Mais si quelqu'un demandait des comptes aux écrivains sur l'orientation de leur influence, ils se réfugiaient avec indignation derrière le privilège sacré de l'art pour l'art.
Sans aucun doute, par exemple, Gide a toujours su que des livres comme Les Nourritures terrestres ou Les Caves du Vatican ont eu une influence sur la conduite pratique de la vie chez des centaines de jeunes gens, et il en a été fier. Il n'y a dès lors aucun motif de mettre de tels livres derrière la barrière intouchable de l'art pour l'art, et d'emprisonner un garçon qui jette quelqu'un hors d'un train en marche. On pourrait tout aussi bien réclamer les privilèges de l'art pour l'art en faveur du crime. Autrefois les surréalistes n'en étaient pas loin. Tout ce que tant d'imbéciles ont répété à satiété sur la responsabilité des écrivains dans notre défaite est, par malheur, certainement vrai.
Si un écrivain, à la faveur de la liberté totale accordée à l'intelligence pure, publie des écrits contraires aux principes de morale reconnus par la loi, et si plus tard il devient de notoriété publique un foyer d'influence, il est facile de lui demander s'il est prêt à faire connaître publiquement que ces écrits n'expriment pas sa position. Dans le cas contraire, il est facile de le punir. S'il ment, il est facile de le déshonorer. De plus, il doit être admis qu'à partir du moment où un écrivain tient une place parmi les influences qui dirigent l'opinion publique, il ne peut pas prétendre à une liberté illimitée. Là aussi, une définition juridique est impossible, mais les faits ne sont pas réellement difficiles à discerner. Il n'y a aucune raison de limiter la souveraineté de la loi au domaine des choses exprimables en formules juridiques, puisque cette souveraineté s'exerce aussi bien par des jugements d'équité.
De plus, le besoin même de liberté, si essentiel à l'intelligence, exige une protection contre la suggestion, la propagande, l'influence par obsession. Ce sont là des modes de contrainte, une contrainte particulière, que n'accompagnent pas la peur ou la douleur physique, mais qui n'en est pas moins une violence. La technique moderne lui fournit des instruments extrêmement efficaces. Cette contrainte, par sa nature, est collective, et les âmes humaines en sont victimes.
L'État, bien entendu, se rend criminel s'il en use lui-même, sauf le cas d'une nécessité criante de salut public. Mais il doit de plus en empêcher l'usage. La publicité, par exemple, doit être rigoureusement limitée par la loi ; la masse doit en être très considérablement réduite ; il doit lui être strictement interdit de jamais toucher à des thèmes qui appartiennent au domaine de la pensée.
De même, il peut y avoir répression contre la presse, les émissions radiophoniques, et toute autre chose semblable, non seulement pour atteinte aux principes de moralité publiquement reconnus, mais pour la bassesse du ton et de la pensée, le mauvais goût, la vulgarité, pour une atmosphère morale sournoisement corruptrice. Une telle répression peut s'exercer sans toucher si peu que ce soit à la liberté d'opinion. Par exemple, un journal peut être supprimé sans que les membres de la rédaction perdent le droit de publier où bon leur semble, ou même, dans les cas les moins graves, de rester groupés pour continuer le même journal sous un autre nom. Seulement, il aura été publiquement marqué d'infamie et risquera de l'être encore. La liberté d'opinion est due uniquement, et sous réserves, au journaliste, non au journal ; car le journaliste seul possède la capacité de former une opinion.
D'une manière générale, tous les problèmes concernant la liberté d'expression s'éclaircissent si l'on pose que cette liberté est un besoin de l'intelligence, et que l'intelligence réside uniquement dans l'être humain considéré seul. Il n'y a pas d'exercice collectif de l'intelligence. Par suite nul groupement ne peut légitimement prétendre à la liberté d'expression, parce que nul groupement n'en a le moins du monde besoin.
Bien au contraire, la protection de la liberté de penser exige qu'il soit interdit par la loi à un groupement d'exprimer une opinion. Car lorsqu'un groupe se met à avoir des opinions, il tend inévitablement à les imposer à ses membres. Tôt ou tard les individus se trouvent empêchés, avec un degré de rigueur plus ou moins grand, sur un nombre de problèmes plus ou moins considérables, d'exprimer des opinions opposées à celles du groupe, à moins d'en sortir. Mais la rupture avec un groupe dont on est membre entraîne toujours des souffrances, tout au moins une souffrance sentimentale. Et autant le risque, la possibilité de souffrance, sont des éléments sains et nécessaires de l'action, autant ce sont choses malsaines dans l'exercice de l'intelligence. Une crainte, même légère, provoque toujours soit du fléchissement, soit du raidissement, selon le degré de courage, et il n'en faut pas plus pour fausser l'instrument de précision extrêmement délicat et fragile que constitue l'intelligence. Même l'amitié à cet égard est un grand danger. L'intelligence est vaincue dès que l'expression des pensées est précédée, explicitement ou implicitement, du petit mot « nous ». Et quand la lumière de l'intelligence s'obscurcit, au bout d'un temps assez court l'amour du bien s'égare.
La solution pratique immédiate, c'est l'abolition des partis politiques. La lutte des partis, telle qu'elle existait dans la Troisième République, est intolérable ; le parti unique, qui en est d'ailleurs inévitablement l'aboutissement, est le degré extrême du mal ; il ne reste d'autre possibilité qu'une vie publique sans partis. Aujourd'hui, pareille idée sonne comme quelque chose de nouveau et d'audacieux. Tant mieux, puisqu'il faut du nouveau. Mais en fait c'est simplement la tradition de 1789. Aux yeux des gens de 1789, il n'y avait même pas d'autre possibilité ; une vie publique telle que la nôtre au cours du dernier demi-siècle leur aurait paru un hideux cauchemar ; ils n'auraient jamais cru possible qu'un représentant du peuple pût abdiquer sa dignité au point de devenir le membre discipliné d'un parti.
Rousseau d'ailleurs avait montré clairement que la lutte des partis tue automatiquement la République. Il en avait prédit les effets. Il serait bon d'encourager en ce moment la lecture du Contrat Social. En fait, à présent, partout où il y avait des partis politiques, la démocratie est morte. Chacun sait que les partis anglais ont des traditions, un esprit, une fonction tels qu'ils ne sont comparables à rien d'autre. Chacun sait aussi que les équipes concurrentes des États-Unis ne sont pas des partis politiques. Une démocratie où la vie publique est constituée par la lutte des partis politiques est incapable d'empêcher la formation d'un parti qui ait pour but avoué de la détruire. Si elle fait des lois d'exception, elle s'asphyxie elle-même. Si elle n'en fait pas, elle est aussi en sécurité qu'un oiseau devant un serpent.
Il faudrait distinguer deux espèces de groupements, les groupements d'intérêts, auxquels l'organisation et la discipline seraient autorisées dans une certaine mesure, et les groupements d'idées, auxquels elles seraient rigoureusement interdites. Dans la situation actuelle, il est bon de permettre aux gens de se grouper pour défendre leurs intérêts, c'est-à-dire les gros sous et les choses similaires, et de laisser ces groupements agir dans des limites très étroites et sous la surveillance perpétuelle des pouvoirs publics. Mais il ne faut pas les laisser toucher aux idées. Les groupements où s'agitent des pensées doivent être moins des groupements que des milieux plus ou moins fluides. Quand une action s'y dessine, il n'y a pas de raison qu'elle soit exécutée par d'autres que par ceux qui l'approuvent.
Dans le mouvement ouvrier par exemple, une telle distinction mettrait fin à une confusion inextricable. Dans la période qui a précédé la guerre, trois orientations sollicitaient et tiraillaient perpétuellement tous les ouvriers. D'abord la lutte pour les gros sous ; puis les restes, de plus en plus faibles, mais toujours un peu vivants, du vieil esprit syndicaliste de jadis, idéaliste et plus ou moins libertaire ; enfin les partis politiques. Fréquemment, au cours d'une grève, les ouvriers qui souffraient et luttaient auraient été bien incapables de se rendre compte s'il s'agissait de salaires, ou d'une poussée du vieil esprit syndical, ou d'une opération politique menée par un parti ; et personne non plus ne pouvait s'en rendre compte du dehors.
Une telle situation est impossible. Quand la guerre a éclaté, les syndicats en France étaient morts ou presque, malgré les millions d'adhérents ou à cause d'eux. Ils ont repris un embryon de vie, après une longue léthargie, à l'occasion de la résistance contre l'envahisseur. Cela ne prouve pas qu'ils soient viables. Il est tout à fait clair qu'ils avaient été tués ou presque par deux poisons dont chacun séparément était mortel.
Des syndicats ne peuvent pas vivre si les ouvriers y sont obsédés par les sous au même degré que dans l'usine, au cours du travail aux pièces. D'abord parce qu'il en résulte l'espèce de mort morale toujours causée par l'obsession de l'argent. Puis parce que, dans les conditions sociales présentes, le syndicat, étant alors un facteur perpétuellement agissant dans la vie économique du pays, finit inévitablement par être transformé en organisation professionnelle unique, obligatoire, mise au pas dans la vie officielle. Il est alors passé à l'état de cadavre.
D'autre part, il est non moins clair que le syndicat ne peut pas vivre à côté des partis politiques. Il y a là une impossibilité qui est de l'ordre des lois mécaniques. Pour une raison analogue, d'ailleurs, le parti socialiste ne peut pas vivre à côté du parti communiste, parce que le second possède la qualité de parti, si l'on peut dire, à un degré beaucoup plus élevé.
D'ailleurs l'obsession des salaires renforce l'influence communiste, parce que les questions d’argent, si vivement qu'elles touchent presque tous les hommes, dégagent en même temps pour tous les hommes un ennui si mortel que la perspective apocalyptique de la révolution, selon la version communiste, est indispensable pour compenser. Si les bourgeois n'ont pas le même besoin d'apocalypse, c'est que les chiffres élevés ont une poésie, un prestige qui tempère un peu l'ennui lié à l'argent, au lieu que quand l'argent se compte en sous, l'ennui est à l'état pur. D'ailleurs le goût des bourgeois grands et petits pour le fascisme montre que, malgré tout, eux aussi s'ennuient.
Le gouvernement de Vichy a créé en France pour les ouvriers des organisations professionnelles uniques et obligatoires. Il est regrettable qu'il leur ait donné, selon la mode moderne, le nom de corporation, qui désigne en réalité quelque chose de tellement différent et de si beau. Mais il est heureux que ces organisations mortes soient là pour assumer la partie morte de l'activité syndicale. Il serait dangereux de les supprimer. Il vaut bien mieux les charger de l'action quotidienne pour les gros sous et les revendications dites immédiates. Quant aux partis politiques, s'ils étaient tous rigoureusement interdits dans un climat général de liberté, il faut espérer que leur existence clandestine serait au moins difficile.
En ce cas, les syndicats ouvriers, s'il y reste encore une étincelle de vie véritable, pourraient redevenir peu à peu l'expression de la pensée ouvrière, l'organe de l'honneur ouvrier. Selon la tradition du mouvement ouvrier français, qui s'est toujours regardé comme responsable de tout l'univers, ils s'intéresseraient à tout ce qui touche à la justice – y compris, le cas échéant, les questions de gros sous, mais de loin en loin et pour sauver des êtres humains de la misère.
Bien entendu, ils devraient pouvoir exercer une influence sur les organisations professionnelles selon des modalités définies par la loi.
Il n'y aurait peut-être que des avantages à interdire aux organisations professionnelles de déclencher une grève, et à le permettre aux syndicats, avec des réserves, en faisant correspondre des risques à cette responsabilité, en interdisant toute contrainte, et en protégeant la continuité de la vie économique.
Quant au lock-out, il n'y a pas de motif de ne pas l'interdire tout à fait.
L'autorisation des groupements d'idées pourrait être soumise à deux conditions. L'une, que l'excommunication n'y existe pas. Le recrutement se ferait librement par voie d'affinité, sans toutefois que personne puisse être invité à adhérer à un ensemble d'affirmations cristallisées en formules écrites ; mais un membre une fois admis ne pourrait être exclu que pour faute contre l'honneur ou délit de noyautage ; délit qui impliquerait d'ailleurs une organisation illégale et par suite exposerait à un châtiment plus grave.
Il y aurait là véritablement une mesure de salut public, l'expérience ayant montré que les États totalitaires sont établis par les partis totalitaires, et que les partis totalitaires se forgent à coups d'exclusions pour délit d'opinion.
L'autre condition pourrait être qu'il y ait réellement circulation d'idées, et témoignage tangible de cette circulation, sous forme de brochures, revues ou bulletins dactylographiés dans lesquels soient étudiés des problèmes d'ordre général. Une trop grande uniformité d'opinions rendrait un groupement suspect.
Au reste, tous les groupements d'idées seraient autorisés à agir comme bon leur semblerait, à condition de ne pas violer la loi et de ne contraindre leurs membres par aucune discipline.
Quant aux groupements d'intérêts, leur surveillance devrait impliquer d'abord une distinction ; c'est que le mot intérêt exprime quelquefois le besoin et quelquefois tout autre chose. S'il s'agit d'un ouvrier pauvre, l'intérêt, cela veut dire la nourriture, le logement, le chauffage. Pour un patron, cela veut dire autre chose. Quand le mot est pris au premier sens, l'action des pouvoirs publics devrait consister principalement à stimuler, soutenir, protéger la défense des intérêts. Au cas contraire, l'activité des groupements d'intérêts doit être continuellement contrôlée, limitée, et toutes les fois qu'il y a lieu réprimée par les pouvoirs publics. Il va de soi que les limites les plus étroites et les châtiments les plus douloureux conviennent à celles qui par nature sont les plus puissantes.
Ce qu'on a appelé la liberté d'association a été en fait jusqu'ici la liberté des associations. Or les associations n'ont pas à être libres ; elles sont des instruments, elles doivent être asservies. La liberté ne convient qu'à l'être humain.
Quant à la liberté de pensée, on dit vrai dans une large mesure quand on dit que sans elle il n'y a pas de pensée. Mais il est plus vrai encore de dire que quand la pensée n'existe pas, elle n'est pas non plus libre. Il y avait eu beaucoup de liberté de pensée au cours des dernières années, mais il n'y avait pas de pensée. C'est à peu près la situation de l'enfant qui, n'ayant pas de viande, demande du sel pour la saler.

LA SÉCURITÉ

La sécurité est un besoin essentiel de l'âme. La sécurité signifie que l'âme n'est pas sous le poids de la peur ou de la terreur, excepté par l'effet d'un concours de circonstances accidentelles et pour des moments rares et courts. La peur ou la terreur, comme états d'âme durables, sont des poisons presque mortels, que la cause en soit la possibilité du chômage, ou la répression policière, ou la présence d'un conquérant étranger, ou l'attente d'une invasion probable, ou tout autre malheur qui semble surpasser les forces humaines.
Les maîtres romains exposaient un fouet dans le vestibule à la vue des esclaves, sachant que ce spectacle mettait les âmes dans l'état de demi-mort indispensable à l'esclavage. D'un autre côté, d'après les Égyptiens, le juste doit pouvoir dire après la mort : « Je n'ai causé de peur à personne. »
Même si la peur permanente constitue seulement un état latent, de manière à n'être que rarement ressentie comme une souffrance, elle est toujours une maladie. C'est une demi-paralysie de l'âme.

LE RISQUE

Le risque est un besoin essentiel de l'âme. L'absence de risque suscite une espèce d'ennui qui paralyse autrement que la peur, mais presque autant. D'ailleurs il y a des situations qui, impliquant une angoisse diffuse sans risques précis, communiquent les deux maladies à la fois.
Le risque est un danger qui provoque une réaction réfléchie ; c'est-à-dire qu'il ne dépasse pas les ressources de l'âme au point de l'écraser sous la peur. Dans certains cas, il enferme une part de jeu ; dans d'autres cas, quand une obligation précise pousse l'homme à y faire face, il constitue le plus haut stimulant possible.
La protection des hommes contre la peur et la terreur n'implique pas la suppression du risque ; elle implique au contraire la présence permanente d'une certaine quantité de risque dans tous les aspects de la vie sociale ; car l'absence de risque affaiblit le courage au point de laisser l'âme, le cas échéant, sans la moindre protection intérieure contre la peur. Il faut seulement que le risque se présente dans des conditions telles qu'il ne se transforme pas en sentiment de fatalité.

LA PROPRIÉTÉ PRIVÉE

La propriété privée est un besoin vital de l'âme. L'âme est isolée, perdue, si elle n'est pas dans un entourage d'objets qui soient pour elle comme un prolongement des membres du corps. Tout homme est invinciblement porté à s'approprier par la pensée tout ce dont il a fait longtemps et continuellement usage pour le travail, le plaisir ou les nécessités de la vie. Ainsi un jardinier, au bout d'un certain temps, sent que le jardin est à lui. Mais là où le sentiment d'appropriation ne coïncide pas avec la propriété juridique, l'homme est continuellement menacé d'arrachements très douloureux.
Si la propriété privée est reconnue comme un besoin, cela implique pour tous la possibilité de posséder autre chose que les objets de consommation courante. Les modalités de ce besoin varient beaucoup selon les circonstances ; mais il est désirable que la plupart des gens soient propriétaires de leur logement et d'un peu de terre autour, et, quand il n'y a pas impossibilité technique, de leurs instruments de travail. La terre et le cheptel sont au nombre des instruments du travail paysan.
Le principe de la propriété privée est violé dans le cas d'une terre travaillée par des ouvriers agricoles et des domestiques de ferme aux ordres d'un régisseur, et possédée par des citadins qui en touchent les revenus. Car de tous ceux qui ont une relation avec cette terre, il n'y a personne qui, d'une manière ou d'une autre, n'y soit étranger. Elle est gaspillée, non du point de vue du blé, mais du point de vue de la satisfaction qu'elle pourrait fournir au besoin de propriété.
Entre ce cas extrême et l'autre cas limite du paysan qui cultive avec sa famille la terre qu'il possède, il y a beaucoup d'intermédiaires où le besoin d'appropriation des hommes est plus ou moins méconnu.

LA PROPRIÉTÉ COLLECTIVE

La participation aux biens collectifs, participation consistant non pas en jouissance matérielle, mais en un sentiment de propriété, est un besoin non moins important. Il s'agit d'un état d'esprit plutôt que d'une disposition juridique. Là où il y a véritablement une vie civique, chacun se sent personnellement propriétaire des monuments publics, des jardins, de la magnificence déployée dans les cérémonies, et le luxe que presque tous les êtres humains désirent est ainsi accordé même aux plus pauvres. Mais ce n'est pas seulement l'État qui doit fournir cette satisfaction, c'est toute espèce de collectivité.
Une grande usine moderne constitue un gaspillage en ce qui concerne le besoin de propriété. Ni les ouvriers, ni le directeur qui est aux gages d'un conseil d'administration, ni les membres du conseil qui ne la voient jamais, ni les actionnaires qui en ignorent l'existence, ne peuvent trouver en elle la moindre satisfaction à ce besoin.
Quand les modalités d'échange et d'acquisition entraînent le gaspillage des nourritures matérielles et morales, elles sont à transformer.
Il n'y a aucune liaison de nature entre la propriété et l'argent. La liaison établie aujourd'hui est seulement le fait d'un système qui a concentré sur l'argent la force de tous les mobiles possibles. Ce système étant malsain, il faut opérer la dissociation inverse.
Le vrai critérium, pour la propriété, est qu'elle est légitime pour autant qu'elle est réelle. Ou plus exactement, les lois concernant la propriété sont d'autant meilleures qu'elles tirent mieux parti des possibilités enfermées dans les biens de ce monde pour la satisfaction du besoin de propriété commun à tous les hommes.
Par conséquent, les modalités actuelles d'acquisition et de possession doivent être transformées au nom du principe de propriété. Toute espèce de possession qui ne satisfait chez personne le besoin de propriété privée ou collective peut raisonnablement être regardée comme nulle.
Cela ne signifie pas qu'il faille la transférer à l'État, mais plutôt essayer d'en faire une propriété véritable.

LA VÉRITÉ

Le besoin de vérité est plus sacré qu'aucun autre. Il n'en est pourtant jamais fait mention. On a peur de lire quand on s'est une fois rendu compte de la quantité et de l'énormité des faussetés matérielles étalées sans honte, même dans les livres des auteurs les plus réputés. On lit alors comme on boirait l'eau d'un puits douteux.
Il y a des hommes qui travaillent huit heures par jour et font le grand effort de lire le soir pour s'instruire. Ils ne peuvent pas se livrer à des vérifications dans les grandes bibliothèques. Ils croient le livre sur parole. On n'a pas le droit de leur donner à manger du faux. Quel sens cela a-t-il d'alléguer que les auteurs sont de bonne foi ? Eux ne travaillent pas physiquement huit heures par jour. La société les nourrit pour qu'ils aient le loisir et se donnent la peine d'éviter l'erreur. Un aiguilleur cause d'un déraillement serait mal accueilli en alléguant qu'il est de bonne foi.
À plus forte raison est-il honteux de tolérer l'existence de journaux dont tout le monde sait qu'aucun collaborateur ne pourrait y demeurer s'il ne consentait parfois à altérer sciemment la vérité.
Le public se défie des journaux, mais sa défiance ne le protège pas. Sachant en gros qu'un journal contient des vérités et des mensonges, il répartit les nouvelles annoncées entre ces deux rubriques, mais au hasard, au gré de ses préférences. Il est ainsi livré à l'erreur.
Tout le monde sait que, lorsque le journalisme se confond avec l'organisation du mensonge, il constitue un crime. Mais on croit que c'est un crime impunissable. Qu'est-ce qui peut bien empêcher de punir une activité une fois qu'elle a été reconnue comme criminelle ? D'où peut bien venir cette étrange conception de crimes non punissables ? C'est une des plus monstrueuses déformations de l'esprit juridique.
Ne serait-il pas temps de proclamer que tout crime discernable est punissable, et qu'on est résolu, si on a en l'occasion, à punir tous les crimes ?
Quelques mesures faciles de salubrité publique protégeraient la population contre les atteintes à la vérité.
La première serait l'institution, pour cette protection, de tribunaux spéciaux, hautement honorés, composés de magistrats spécialement choisis et formés. Ils seraient tenus de punir de réprobation publique toute erreur évitable, et pourraient infliger la prison et le bagne en cas de récidive fréquente, aggravée par une mauvaise foi démontrée.
Par exemple un amant de la Grèce antique, lisant dans le dernier livre de Maritain : « les plus grands penseurs de l'antiquité n'avaient pas songé à condamner l'esclavage », traduirait Maritain devant un de ces tribunaux. Il y apporterait le seul texte important qui nous soit parvenu sur l'esclavage, celui d'Aristote. Il y ferait lire aux magistrats la phrase : « quelques-uns affirment que l'esclavage est absolument contraire à la nature et à la raison ». Il ferait observer que rien ne permet de supposer que ces quelques-uns n'aient pas été au nombre des plus grands penseurs de l'antiquité. Le tribunal blâmerait Maritain pour avoir imprimé, alors qu'il lui était si facile d'éviter l'erreur, une affirmation fausse et constituant, bien qu'involontairement, une calomnie atroce contre une civilisation tout entière. Tous les journaux quotidiens, hebdomadaires et autres, toutes les revues et la radio seraient dans l'obligation de porter à la connaissance du public le blâme du tribunal, et, le cas échéant, la réponse de Maritain. Dans ce cas précis, il pourrait difficilement y en avoir une.
Le jour où Gringoire publia in extenso un discours attribué à un anarchiste espagnol qui avait été annoncé comme orateur dans une réunion parisienne, mais qui en fait, au dernier moment, n'avait pu quitter l'Espagne, un pareil tribunal n'aurait pas été superflu. La mauvaise foi étant dans un tel cas plus évidente que deux et deux font quatre, la prison ou le bagne n'auraient peut-être pas été trop sévères.
Dans ce système, il serait permis à n'importe qui, ayant reconnu une erreur évitable dans un texte imprimé ou dans une émission de la radio, de porter une accusation devant ces tribunaux.

La deuxième mesure serait d'interdire absolument toute propagande de toute espèce par la radio ou par la presse quotidienne. On ne permettrait à ces deux instruments de servir qu'à l'information non tendancieuse.
Les tribunaux dont il vient d'être question veilleraient à ce que l'information ne soit pas tendancieuse.
Pour les organes d'information ils pourraient avoir à juger, non seulement les affirmations erronées, mais encore les omissions volontaires et tendancieuses.
Les milieux où circulent des idées et qui désirent les faire connaître auraient droit seulement à des organes hebdomadaires, bi-mensuels ou mensuels. Il n'est nullement besoin d'une fréquence plus grande si l'on veut faire penser et non abrutir.
La correction des moyens de persuasion serait assurée par la surveillance des mêmes tribunaux, qui pourraient supprimer un organe en cas d'altération trop fréquente de la vérité. Mais ses rédacteurs pourraient le faire reparaître sous un autre nom.
Dans tout cela il n'y aurait pas la moindre atteinte aux libertés publiques. Il y aurait satisfaction du besoin le plus sacré de l'âme humaine, le besoin de protection contre la suggestion et l'erreur.
Mais qui garantit l'impartialité des juges ? objectera-t-on. La seule garantie, en dehors de leur indépendance totale, c'est qu'ils soient issus de milieux sociaux très différents, qu'ils soient naturellement doués d'une intelligence étendue, claire et précise, et qu'ils soient formés dans une école où ils reçoivent une éducation non pas juridique, mais avant tout spirituelle, et intellectuelle en second lieu. Il faut qu'ils s'y accoutument à aimer la vérité.
Il n'y a aucune possibilité de satisfaire chez un peuple le besoin de vérité si l'on ne peut trouver à cet effet des hommes qui aiment la vérité.


Jorge Luis Borges: Prólogo a El Unicornio de Manuel Mujica Lainez

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THE WONDERING UNICORN
FOREWORD

When the true history of our literature —and not an apology for it— comes to be written, Manuel Mujica Lainez will at last be seen as a benefactor. Novel-writing as a form, these future chroniclers will say, had declined. The misnamed psychological novel, grinding to a halt, had become the static novel. The realistic novel was lost in trivial anecdotes, in mere picturesque sketches and social denunciation, in the learned abuse of bad language, in detailed obscenity and a welter of household inventories. Future critics will find our novel of imagination irresponsible, awkwardly juggling with verb tenses instead of offering straightforward chronology. It is sad to think that a careful study of the opening paragraph of Don Quixote or the first three lines of The Divine Comedy might have spared us all this nonsense; but the arduous experiments of Joyce seem to have put paid to any idea that a novel can also be a pleasure.
The novel, as we know, descends from the epic and we would do well occasionally to recall those mighty origins. Manuel Mujica Lainez brings back to contemporary writing the sense of destiny, of adventure with its hopes and fears, the tradition of Stevenson, Hugo and -why not?- Ariosto. I have used the word "adventure", but Mujica Lainez' characters are more than actors in an adventure story plot: they have life beyond their settings. An attentive reader of the great Russians and of Henry James, Mujica Lainez gives us that special delight of intimate portraiture, of watching the gradual unfolding of personality.
The Wandering Unicorn is not a reconstruction of time past; it is like a glowing dream set in the past. We neither feel the burden of archaeology nor hear the music of nostalgia, but live out the fate of his people as though it were our own. The books of Manuel Mujica Lainez afford us personal pleasure, and that fact is more important than their eventual place in history.

JORGE LUIS BORGES
Buenos Aires 1982.

PRÓLOGO A « EL UNICORNIO »
DE MANUEL MUJICA LAINEZ

Cuando la auténtica historia de nuestra literatura —y no su apología— se escriba, Manuel Mujica Lainez será visto, por fin, como un benefactor. La forma novela, dirán esos cronistas futuros, había declinado. La mal llamada novela psicológica, cuyos engranajes chirriaron hasta detenerse, se había convertido en la novela estática. La novela realista se había extraviado en anécdotas triviales, en meros esbozos pintorescos y en denuncia social, en el erudito abuso del lenguaje soez, en la obscenidad detallada y una confusión de inventarios domésticos. A los críticos futuros nuestra novela de imaginación les parecerá irresponsable, dedicada a jugar torpemente con tiempos verbales en vez de proponer una cronología directa. Es triste pensar que un cuidadoso estudio del párrafo inicial de Don Quijote o de los tres primeros versos de la Divina Comedia podían habernos ahorrado todo este sinsentido; pero los arduos experimentos de Joyce parecen haber terminado con cualquier idea de que una novela puede también ser un goce.
La novela, como sabemos, desciende de la épica y a veces haríamos bien en recordar esos potentes orígenes. Manuel Mujica Lainez le devuelve a la literatura contemporánea el sentido del destino, de la aventura con sus esperanzas y sus miedos, la tradición de Stevenson, Hugo y, por qué no, Ariosto. He usado la palabra « aventura », pero los personajes de Mujica Lainez son algo más que actores en la trama de un cuento de aventuras: tienen vida más allá del marco en que se mueven. Atento lector de los grandes rusos y de Henry James, Mujica Lainez nos comunica el deleite especial de los retratos íntimos, de la contemplación del gradual desarrollo de la personalidad.
El Unicornio no es una reconstrucción del pasado; es como un sueño resplandeciente situado en el pasado. No sentimos el peso de la arqueología ni oímos la música de la nostalgia, pero vivimos el destino de sus personajes como si fuera el nuestro. Los libros de Manuel Mujica Lainez nos brindan un placer personal, y este hecho es más importante que el lugar que les deparará la historia.

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Carlos Cámara.



Ezra Pound y Carlos Viola Soto: N.Y.

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N.Y.

My City, my beloved, my white!
Ah, slender,
Listen! Listen to me, and I will breathe into thee a soul.
Delicately upon the reed, attend me!

Now do I know that I am mad,
For here are a million people surly with traffic;
This is no maid.
Neither could I play upon any reed if I had one.

My City, my beloved,
Thou art a maid with no breasts,
Thou art slender as a silver reed.
Listen to me, attend me!
And I will breathe into thee a soul,
And thou shalt live for ever.
Ripostes (1912).

N.Y.

¡Ciudad mía, amada, cándida! ¡Oh, esbelta, escucha!

¡Escúchame y te infundiré un alma!
¡Delicadamente. en la flauta. escúchame!

Sé que estoy loco,
Porque hay aquí un millón de personas enloquecidas por el tráfico,
Y ni eres doncella
Ni sabría yo tañer una flauta, aunque la tuviera.

Ciudad mía, amada,
Una doncella sin senos eres,
Esbelta como una flauta de plata.
¡Óyeme, escúchame!
Y te infundiré un alma
Y vivirás por siempre.

Traducción de CARLOS VIOLA SOTO.
Ezra Pound, Antología poética, Buenos Aires, 1963.

Seis poemas de Michel Houellebecq

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Los invitamos a escuchar en este programa de 8Muyeresenbici, a partir del minuto 31, la lectura hecha por Eduardo Yagüe de algunos poemas de Michel Houellebecq traducidos por Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán, cuyo texto ofrecemos a continuación.



SO LONG

Il y a toujours une ville, des traces de poètes
Qui ont croisé leur destinée entre ses murs
L'eau coule un peu partout, la mémoire murmure
Des noms de ville, des noms de gens, trous dans la tête.

Et c'est toujours la même histoire qui recommence,
Horizons effondrés et salons de massages
Solitude assumée, respect du voisinage,
Il y a pourtant des gens qui existent et qui dansent.

Ce sont des gens d'une autre espèce, d'une autre race,
Nous dansons tout vivants une danse cruelle
Nous avons peu d'amis mais nous avons le ciel,
Et l'infinie sollicitude des espaces;

Le temps, le temps très vieux qui prépare sa vengeance,
L'incertain bruissement de la vie qui s'écoule
Les sifflements du vent, les gouttes d'eau qui roulent
Et la chambre jaunie où notre mort s'avance.


SO LONG

Hay siempre una ciudad, con huellas de poetas
Que entre sus muros han cruzado sus destinos
Agua por todos lados, la memoria murmura
Nombres de gente, nombres de ciudades, olvidos.

Y siempre recomienza la misma vieja historia,
Horizontes deshechos y salas de masaje
Soledad asumida, vecindad respetuosa,
Hay allí, sin embargo, gente que existe y baila.

Son gente de otra especie, personas de otra raza,
Bailamos exaltados una danza cruel
Y, con pocos amigos, poseemos el cielo,
Y la solicitud sin fin de los espacios;

El tiempo, el viejo tiempo, que urde su venganza,
El incierto rumor de la vida que pasa
El silbido del viento, el goteo del agua
Y el cuarto amarillento en que la muerte avanza.

(Le sens du combat, IV)


L’AMOUR, L’AMOUR

Dans un ciné porno, des retraités poussifs
Contemplaient, sans y croire,
Les ébats mal filmés de deux couples lascifs ;
Il n'y avait pas d'histoire.

Et voilà, me disais-je, le visage de l'amour,
L'authentique visage.
Certains sont séduisants ; ils séduisent toujours,
Et les autres surnagent.

Il n'y a pas de destin ni de fidélité,
Mais des corps qui s'attirent.
Sans nul attachement et surtout sans pitié,
On joue et on déchire.

Certains sont séduisants et partant très aimés ;
Ils connaîtront l'orgasme.
Mais tant d'autres sont las et n'ont rien à cacher,
Même plus de fantasmes ;

Juste une solitude aggravée par la joie
Impudique des femmes ;
Juste une certitude : "Cela n'est pas pour moi",
Un obscur petit drame.

Ils mourront c'est certain un peu désabusés,
Sans illusions lyriques ;
Ils pratiqueront à fond l'art de se mépriser ;
Ce sera mécanique.

Je m'adresse à tous ceux qu'on n'a jamais aimés,
Qui n'ont jamais su plaire ;
Je m'adresse aux absents du sexe libéré,
Du plaisir ordinaire.

Ne craignez rien, amis, votre perte est minime :
Nul part l'amour n'existe.
C'est juste un jeu cruel dont vous êtes les victimes ;
Un jeu de spécialistes.


EL AMOR, EL AMOR

En una sala porno, jubilados jadeantes
Contemplaban, escépticos,
Los brincos mal filmados de parejas lascivas;
Sin ningún argumento.

He aquí, yo me decía, el rostro del amor,
El auténtico rostro.
Seductores, algunos; esos siempre seducen,
Los otros sobrenadan.

El destino no existe ni la fidelidad,
Mera atracción de cuerpos.
Sin apego ninguno, sin ninguna piedad,
Juegan y se desgarran.

Seductores algunos, por ende, codiciados,
Llegarán al orgasmo.
Hartos ya, tantos otros, no tienen ni siquiera
Deseos que ocultar;

Sólo una soledad que acentúa el impúdico
Goce de las mujeres;
Tan sólo una certeza: "Eso no es para mí",
Pequeño drama obscuro.

Morirán es seguro algo desencantados,
Sin ilusiones líricas;
Practicarán a fondo el arte de despreciarse,
De modo bien mecánico.

A quienes nunca fueron amados me dirijo,
A quienes no gustaron;
A los ausentes todos del sexo liberado,
Del placer ordinario;

No temáis nada, amigos, mínima es vuestra pérdida:
No existe, no, el amor.
Es sólo un juego cruel cuyas víctimas sois;
Juego de especialistas.

(La poursuite du bonheur.)

IL EST VRAI

Il est vrai que ce monde où nous respirons mal
N'inspire plus en nous qu'un dégoût manifeste,
Une envie de s'enfuir sans demander son reste,
Et nous ne lisons plus les titres du journal.

Nous voulons retourner dans l'ancienne demeure
Où nos pères ont vécu sous l'aile d'un archange,
Nous voulons retrouver cette morale étrange
Qui sanctifiait la vie jusqu'à la dernière heure.

Nous voulons quelque chose comme une fidélité,
Comme un enlacement de douces dépendances,
Quelque chose qui dépasse et contienne l'existence ;
Nous ne pouvons plus vivre loin de l'éternité.


ES CIERTO

Es cierto que este mundo en que nos falta el aire
Sólo inspira en nosotros un asco manifiesto,
Un deseo de huir sin esperar ya nada,
Y no leemos más los títulos del diario.

Queremos regresar a la antigua morada
Donde el ala de un ángel cubría a nuestros padres,
Queremos recobrar esa moral extraña
Que hasta el postrer instante santifica la vida.

Queremos algo como una fidelidad,
Como una imbricación de dulces dependencias,
Algo que sobrepase la vida y la contenga;
No podemos vivir ya sin la eternidad.


CE N’EST PAS CELA...


Ce n'est pas cela. J'essaie de conserver mon corps en bon état. Je suis peut-être mort, je ne sais pas. Il y a quelque chose qu'il faudrait faire, que je ne fais pas. On ne m'a pas appris. Cette année, j'ai beaucoup vieilli. J'ai fumé huit mille cigarettes. Souvent j'ai eu mal à la tête. Il doit pourtant y avoir une façon de vivre ; quelque chose que je ne trouve pas dans les livres. Il y a des êtres humains, il y a des personnages ; mais d'une année sur l'autre c'est à peine si je reconnais leurs visages.

Je ne respecte pas l'homme ; cependant, je l'envie.

(Renaissance)

NO ES ESO...

No es eso. Trato de conservar mi cuerpo en buen estado. Quizás esté muerto, no lo sé. Hay algo que habría que hacer y que no hago. No me lo han enseñado. Este año he envejecido mucho. He fumado ocho mil cigarrillos. Me ha dolido, a menudo, la cabeza. No obstante debe haber una manera de vivir; algo que no se encuentra en los libros. Hay seres humanos, hay personajes; pero de un año al otro apenas si reconozco las caras.

No respeto al hombre; sin embargo, lo envidio.



PARIS-DOURDAN


À Dourdan, les gens crèvent comme des rats. C'est du moins ce que prétend Didier, un secrétaire de mon service. Pour rêver un peu, je m'étais acheté les horaires du RER - ligne C. J'imaginais une maison, un bull-terrier et des pétunias. Mais le tableau qu'il me traça de la vie à Dourdan était nettement moins idyllique : on rentre le soir à huit heures, il n'y a pas un magasin ouvert ; personne ne vient vous rendre visite, jamais ; le week-end, on traîne bêtement entre son congélateur et son garage. C'est donc un véritable réquisitoire anti-Dourdan qu'il conclut par cette formule sans nuance : "À Dourdan, tu crèveras comme un rat."
Pourtant j'ai parlé de Dourdan à Sylvie, quoiqu'à mots couverts et sur un ton ironique. Cette fille, me disais-je dans l'après-midi en faisant les cent pas, une cigarette à la main, entre le distributeur de café et le distributeur de boissons gazeuses, est tout à fait le genre à désirer habiter Dourdan ; s'il y a une fille que je connaisse qui puisse avoir envie d'habiter Dourdan, c'est bien elle ; elle a toute à fait la tête d'une pro-dourdannaise.

Naturellement, ce n'est là que l'esquisse d'un premier mouvement, d'un tropisme lent qui me porte vers Dourdan et qui mettra peut-être des années à aboutir, probablement même qui n'aboutira pas, qui sera contrecarré et anéanti par le flux des choses, par l'écrasement permanent des circonstances. On peut supposer sans grand risque d'erreur que je n'atteindrai jamais Dourdan ; sans doute même serais-je brisé avant d'avoir dépassé Brétigny. Il n'empêche, chaque homme a besoin d'un projet, d'un horizon et d'un ancrage. Simplement, simplement pour survivre.

(Renaissance)

PARIS-DOURDAN

En Dourdan la gente revienta como ratas. Al menos, es lo que asegura Didier, uno de los secretarios de la oficina en que trabajo. Para soñar un poco, yo me había comprado el horario del RER - línea C. Me imaginaba una casa, un bull-terrier y petunias. Pero el cuadro que él me pintó de la vida en Dourdan era mucho menos idílico: vuelta a casa a las ocho de la noche, no hay ninguna tienda abierta; nadie viene nunca a visitarnos; el fin de semana uno se arrastra estúpidamente entre el congelador y el garaje. Un verdadero alegato anti-Dourdan, que Didier acabó con esta fórmula sin matices: "En Dourdan vas a reventar como una rata".
Sin embargo, le hablé de Dourdan a Sylvie, aunque con medias palabras y en un tono irónico. Esta chica, me decía a mí mismo esa tarde, yendo y viniendo con un cigarrillo en la mano, entre el distribuidor de café y el distribuidor de refrescos, es de las de las que vivirían de buena gana en Dourdan; si hay una chica entre todas las que conozco que podría querer vivir en Dourdan, es precisamente ella; tiene todo el aspecto de una pro-dourdanesa.

Naturalmente no éste sino el amago de un primer movimiento, de un lento tropismo que me lleva hacia Dourdan y que quizás tarde años en concretarse, y que incluso ni siquiera se concrete, que será contrarrestado y aniquilado por el fluir de las cosas, por el aplastamiento constante de las circunstancias. Es posible suponer, sin mayor riesgo de error, que nunca llegaré a Dourdan; tal vez hasta sea derrotado antes de ir más allá de Brétigny. No importa, todo hombre necesita un proyecto, un horizonte y un lugar de anclaje. Simplemente, simplemente para sobrevivir.


DERNIER REMPART CONTRE LE LIBÉRALISME

Nous refusons l'idéologie libérale au nom de l'encyclique de Léon XIII sur la mission sociale de l'Évangile et dans le même esprit que les prophètes antiques appelaient la ruine et la malédiction sur la tête de Jérusalem,
Et Jérusalem tomba, et pour se relever elle ne mis pas moins de quatre mille ans.

Il est indiscutable et avéré que tout projet humain se voit de plus en plus évalué en fonction de purs critères économiques,
De critères absolument numériques,
Mémorisables sur fichiers informatiques.
Cela n'est pas acceptable et nous devons lutter pour la mise en tutelle de l'économie et pour sa soumission à certains critères que j'oserai appeler éthiques,

Et quand on licencie trois mille personnes et que j'entends bavasser sur le coup social de l'opération il me prend une envie furieuse d'étrangler une demi-douzaine de conseillers en audit,
Ce qui serait une excellente opération,
Un dégraissage absolument bénéfique,
Une opération pratiquement hygiénique.

Faites confiance à l'initiative individuelle, voilà ce qu'ils répètent partout, ce qu'ils vont partout répétant comme ces vieux réveils à ressort dont l'uniforme déclic suffisait généralement à nous plonger dans une insomnie fatigante et définitive,
À cela je ne peut répondre qu'une seule chose, et cette chose ressort d'une expérience à la fois navrante et répétitive,
C'est que l'individu, je veux parler de l'individu humain, et, très généralement un petit animal à la fois cruel et misérable,
Et qu'il serait bien vain de lui faire confiance à moins qu'il ne se voit repoussé, enclos et maintenu dans les principes rigoureux d'une morale inattaquable,
Ce qui n'est pas le cas.

Dans une idéologie libérale, s'entend.


ÚLTIMO BASTIÓN CONTRA EL LIBERALISMO

Rechazamos la ideología liberal porque es incapaz de darle un sentido, una vía, a la reconciliación del individuo con su semejante en una comunidad que podríamos calificar de humana,
Y, por otra parte, el fin que ésta se propone es incluso totalmente diferente.

Rechazamos la ideología liberal en nombre de la encíclica de León XIII sobre la misión social del Evangelio y con el mismo espíritu conque los antiguos profetas impetraban la ruina y la maldición sobre la cabeza de Jerusalén,
Y Jerusalén cayó, y no tardó menos de cuatro mil años en volver a levantarse.

Es indiscutible y está comprobado que todo proyecto humano se evalúa cada vez en función de meros criterios económicos.
De criterios absolutamente numéricos,
Memorizables en archivos informáticos.
Esto no es aceptable y debemos luchar por que la economía sea puesta bajo tutela y por que se la someta a ciertos criterios que me atreveré a llamar éticos,

Y cuando echan a tres mil personas y oigo charlatanear sobre el costo social de la operación Me entran ganas furiosas de estrangular a una media docena de auditores,
Lo que sería una excelente operación,
Una limpieza absolutamente benéfica,
Una operación prácticamente higiénica.

Tengan confianza en la iniciativa individual, eso es lo que repiten por todas partes, lo que van repitiendo por todas partes, como esos viejos despertadores a cuerda cuya campanilleo uniforme bastaba por lo general para hundirnos en un insomnio extenuante y definitivo,
No tengo para esto más que una respuesta, y esta respuesta surge de una experiencia al mismo tiempo desconsoladora y repetitiva,
Es que el individuo, quiero decir el individuo humano, es por regla general un animalito a la vez cruel y miserable,
Y que sería muy en vano tenerle confianza a menos que sea acorralado, encerrado y mantenido entre los principios rigurosos de una moral inatacable,
Lo que no es el caso.

En una ideología liberal, se entiende.







Horacio y Esteban Manuel de Villegas: Oda II, Libro I

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ODA II
LIBRO I

Prodigios de la muerte de César, y alabanzas de Augusto.
Prosfonética.

EL padre soberano,
que asaz de nieve y de cruel granizo
en la tierra deshizo,
ya combatiendo con bermeja mano
su fuerte alcázar alto,
a Roma puso miedo y sobresalto.

Puso miedo a las gentes,
porque otra vez la edad no vuelva airada
de Pirra harto llorada,
al tiempo que siguiendo las corrientes
Proteo desmandado
encaminó a los montes su ganado.

Mil géneros de peces
concurrieron al olmo, cuyo asiento
reconoció contento
el mansueto pichón, diversas veces,
y el gamo acobardado
corrió medroso por la selva a nado.

Vimos el agua roja
del ancho Tibre con torcidas ondas,
desde cavernas hondas,
por donde el margen de la Etruria moja,
con ira manifiesta
ir a las casas de Pompilio y Vesta:

Mientras el maridado
río se jacta vengador de Ilia,
que llora su familia,
rompiendo el lado izquierdo apresurado,
y extendiendo su seno:
lo cual no aprueba Júpiter por bueno.

La adolescencia rara
oirá como uno y otro ciudadano
al hierro echaron mano,
que fuera bien el Persa lo probara,
y las guerras mortales
movidas por rencillas paternales.

¿A qué deidad celeste
el pueblo invocará para que ampare
el imperio, y reparé
su miserable estrago y total peste?
¿Qué virgen con gemido
fatigará de Vesta el sordo oído?

¿A quien dará el oficio
Júpiter de apagar tanta insolencia?
Llegue pues tu presencia,
¡oh Febo! para ser benigno auspicio
en tanta desventura,
vertida de una nube blanca y pura.

Llega Venus risueña,
acompañada de uno y otro hijo,
amor y regocijo.
Y sino quieres ver cual se despeña,
Marte, tu imperio largo,
toma de su defensa el justo cargo.

¡Oh tú que ya estás harto
de ver el juego mísero y sangriento,
a quien el turbulento
alboroto del Persa agrada y Parto,
y el fuerte arnés, y el lloro,
y el fiero aspecto del infante Moro!

Y tú, que agora imitas,
hijo de Maya transformado en ave,
al mancebo más grave,
y por la tierra pasos facilitas,
sufriendo ser llamado
del justo César vengador airado:

Al cielo tarde vuelvas
y a nuestra Roma mucho tiempo rijas,
sin que otra estancia elijas,
ni por nuestras maldades te resuelvas
a negarnos tu aspecto,
lleno de majestad y de respeto.

Aquí, César dichoso,
aquí los triunfos y el amor te cuadre
ser invocado padre,
aumentador del público reposo,
no sufriendo que el Medo
corrija el potro sin castigo y miedo.

 Las Eróticas1618.



Iam satis terris nivis atque dirae
grandinis misit pater et rubente
dextera sacras iaculatus arcis
terruit urbem,

terruit gentis, grave ne rediret
saeculum Pyrrhae nova monstra questae,
omne cum Proteus pecus egit altos
visere montis,

piscium et summa genus haesit ulmo,
nota quae sedes fuerat columbis,
et superiecto pavidae natarunt
aequore dammae.

vidimus flavum Tiberim retortis
litore Etrusco violenter undis
ire deiectum monumenta regis
templaque Vestae,

Iliae dum se nimium querenti
iactat ultorem, vagus et sinistra
labitur ripa Iove non probante u-
xorius amnis.

audiet civis acuisse ferrum,
quo graves Persae melius perirent,
audiet pugnas vitio parentum
rara iuventus.

quem vocet divum populus ruentis
imperi rebus? prece qua fatigent
virgines sanctae minus audientem
carmina Vestam?

cui dabit partis scelus expiandi
Iuppiter? tandem venias precamur
nube candentis umeros amictus
augur Apollo;

sive tu mavis, Erycina ridens,
quam Iocus circum volat et Cupido;
sive neglectum genus et nepotes
respicis, auctor

heu nimis longo satiate ludo,
quem iuvat clamor galeaeque leves
acer et Marsi peditis cruentum
voltus in hostem;

sive mutata iuvenem figura
ales in terris imitaris almae
filius Maiae, patiens vocari
Caesaris ultor:

serus in caelum redeas diuque
laetus intersis populo Quirini
neve te nostris vitiis iniquum
ocior aura

tollat; hic magnos potius triumphos,
hic ames dici pater atque princeps
neu sinas Medos equitare inultos
te duce, Caesar.

Madame de Staël: Impresiones de Rusia

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LO QUE HE VISTO EN RUSIA

Me propongo escribir algún día lo que he visto de Rusia. No obstante, diré, sin apartarme de mi tema, que es un país mal conocido, porque casi no se ha observado de esa nación más que un número reducido de hombres de la corte, cuyos defectos son tanto mayores cuanto que el poder del soberano está menos limitado. En la mayor parte de los casos sólo sobresalen por el intrépido coraje que es común a todas las clases; pero los campesinos rusos, esa nutrida parte de la nación que sólo conoce la tierra que cultiva y el cielo que contempla, tienen algo de realmente admirable. La afabilidad de esos hombres, su hospitalidad, su elegancia natural, son extraordinarias; para su modo de ver, los peligros no existen; no creen que haya nada imposible cuando su amo lo ordena. Esta palabra, amo, que los cortesanos transforman en objeto de adulación y de cálculo, no produce el mismo efecto en un pueblo casi asiático. El monarca, como jefe del culto, forma parte de la religión; los campesinos se prosternan en presencia del emperador, del mismo modo en que saludan la iglesia delante de la que pasan; ningún sentimiento servil se mezcla con lo que expresan en ambos casos.
Gracias a la sabiduría ilustrada del soberano actual, todas las mejoras posibles se llevarán a cabo gradualmente en Rusia. Pero no hay nada más absurdo que los discursos que, por lo común, repiten los que temen las luces de Alejandro. “¿Por qué —dicen— este emperador, que tanto entusiasma a los amigos de la libertad, no establece en su país el régimen constitucional que aconseja a los demás?”. Ésta es una de las mil y una astucias de los enemigos de la razón humana: querer impedir lo que es posible y deseable para una nación, pidiendo aquello que actualmente no lo es en otra. Todavía no existe un Tercer Estado en Rusia: ¿cómo podría, entonces, crearse allí un gobierno representativo? Falta casi del todo la clase intermedia entre los boyardos y el pueblo. Se podría aumentar el peso político de los grandes señores y deshacer, en lo que a esto se refiere, la obra de Pedro I; pero esto sería retroceder en lugar de avanzar, ya que el poder del emperador, por muy absoluto que sigue siendo, es una mejora social si se lo compara con lo que era antaño la aristocracia rusa. En lo que respecta a la civilización, Rusia recién se encuentra en esa época de la historia en la que, por el bien de las naciones, era necesario limitar el poder de los privilegiados mediante el poder de la corona. Treinta y seis religiones, incluyendo los cultos paganos, treinta y seis pueblos diferentes están, no reunidos, sino esparcidos en un territorio inmenso. Por una parte, el culto griego es compatible con una tolerancia perfecta, y por la otra, el vasto espacio que ocupan los hombres les deja a todos la libertad de vivir de acuerdo con sus costumbres. En este orden de cosas, no existen todavía luces que puedan concentrarse, individuos que puedan hacer funcionar las instituciones. El único lazo que une a pueblos casi nómadas, y cuyas casas parecen cabañas de madera levantadas en la llanura, es el respeto por el monarca y el orgullo nacional; el tiempo desarrollará en lo sucesivo otros lazos.
Yo me encontraba en Moscú exactamente un mes antes de que entrase el ejército de Napoleón, y no me atreví a permanecer allí mucho rato, temiendo ya su llegada. Mientras me paseaba en lo alto del Kremlin, el palacio de los antiguos zares que domina la inmensa capital de Rusia y sus mil ochocientas iglesias, pensaba que le había sido concedido a Bonaparte ver los imperios a sus pies, así como Satanás se los ofreció a Nuestro Señor. Pero cuando ya no le quedaba nada por conquistar en Europa, el destino lo atrapó para hacerlo caer tan rápidamente como se había elevado. Quizás desde entonces ha aprendido que, sean cuales sean los acontecimientos de las primeras escenas, existe un poder de virtud que siempre vuelve a aparecer en el quinto acto de las tragedias; así como, en el mundo antiguo, un dios cortaba el nudo cuando la acción era digna de ello.

Ediciones De la Mirándola, 2015 (epub), 2018 (en papel).

Je me propose d’écrire un jour ce que j’ai vu de la Russie. Toutefois je dirai, sans me détourner de mon sujet, que c’est un pays mal connu, parce qu’on n’a presque observé de cette nation qu’un petit nombre d’hommes de cour, dont les défauts sont d’autant plus grands que le pouvoir du souverain est moins limité. Ils ne brillent pour la plupart que par l’intrépide bravoure commune à toutes les classes ; mais les paysans russes, cette nombreuse partie de la nation qui ne connaît que la terre qu’elle cultive, et le ciel qu’elle regarde, a quelque chose en elle de vraiment admirable. La douceur de ces hommes, leur hospitalité, leur élégance naturelle, sont extraordinaires ; aucun danger n’a d’existence à leurs yeux ; ils ne croient pas que rien soit impossible quand leur maître le commande. Ce mot de maître, dont les courtisans font un objet de flatterie et de calcul, ne produit pas le même effet sur un peuple presque asiatique. Le monarque, étant chef du culte, fait partie de la religion ; les paysans se prosternent en présence de l’empereur, comme ils saluent l’église devant laquelle ils passent ; aucun sentiment servile ne se mêle à ce qu’ils témoignent à cet égard.
  Grâce à la sagesse éclairée du souverain actuel, toutes les améliorations possibles s’accompliront graduellement en Russie. Mais il n’est rien de plus absurde que les discours répétés d’ordinaire par ceux qui redoutent les lumières d’Alexandre. « Pourquoi, disent-ils, cet empereur, dont les amis de la liberté sont si enthousiastes, n’établit-il pas chez lui le régime constitutionnel qu’il conseille aux autres pays ? » C’est une des mille et une ruses des ennemis de la raison humaine, que de vouloir empêcher ce qui est possible et désirable pour une nation, en demandant ce qui ne l’est pas actuellement chez une autre. Il n’y a point encore de Tiers-État en Russie : comment donc pourrait-on y créer un gouvernement représentatif ? La classe intermédiaire entre les boyards et le peuple manque presque entièrement. On pourrait augmenter l’existence politique des grands seigneurs, et défaire, à cet égard, l’ouvrage de Pierre Ier ; mais ce serait reculer au lieu d’avancer ; car le pouvoir de l’empereur, tout absolu qu’il est encore, est une amélioration sociale, en comparaison de ce qu’était jadis l’aristocratie russe. La Russie, sous le rapport de la civilisation, n’en est qu’à cette époque de l’histoire où , pour le bien des nations, il fallait limiter le pouvoir des privilégiés par celui de la couronne. Trente-six religions, en y comprenant les cultes païens, trente-six peuples divers sont, non pas réunis, mais épars sur un terrain immense. D’une part, le culte grec s’accorde avec une tolérance parfaite, et de l’autre, le vaste espace qu’occupent les hommes leur laisse la liberté de vivre chacun selon ses mœurs. Il n’y a point encore dans cet ordre de choses, des lumières qu’on puisse concentrer, des individus qui puissent faire marcher des institutions. Le seul lien qui unisse des peuples presque nomades, et dont les maisons ressemblent à des tentes de bois établies dans la plaine, c’est le respect pour le monarque, et la fierté nationale ; le temps en développera successivement d’autres.
  J’étais à Moscou un mois, jour pour jour, avant que l’armée de Napoléon y entrât, et je n’osai m’y arrêter que peu de moments, craignant déjà son approche. En me promenant au haut du Kremlin, palais des anciens czars, qui domine sur l’immense capitale de la Russie et sur ses dix-huit cents églises, je pensais qu’il était donné à Bonaparte de voir les empires à ses pieds, comme Satan les offrit à notre Seigneur. Mais c’est lorsqu’il ne lui restait plus rien à conquérir en Europe, que la destinée l’a saisi, pour le faire tomber aussi rapidement qu’il était monté. Peut-être a-t-il appris depuis que, quels que soient les événements des premières scènes, il existe une puissance de vertu qui reparaît toujours au cinquième acte des tragédies ; comme, chez les anciens un dieu tranchait le nœud quand l’action en était digne.

KIEV Y EL CULTO ORTODOXO

 No hay que imaginarse que al aproximarse a Kiev, ni a la mayoría de lo que en Rusia se les llama ciudades, se vea algo que se parezca a las ciudades de Occidente; los caminos no están mejor cuidados, las casas de campo no anuncian una región más poblada. Al llegar a Kiev, lo primero que vi fue un cementerio: es así como me enteré de que estaba cerca de un lugar donde los hombres viven reunidos. La mayoría de las casas de Kiev parecen tiendas de campaña, y de lejos la ciudad presenta el aspecto de un campamento; uno no puede dejar de pensar que han tomado como modelo las casas ambulantes de los tártaros para levantar con maderas casas que tampoco parecen tener una gran solidez. Pocos días bastan para construirlas; incendios frecuentes las destruyen, y se va al bosque para encargarse una casa como se va al mercado a hacer provisiones para el invierno. Sin embargo, en medio de esas chozas, se yerguen palacios y, sobre todo, iglesias cuyas cúpulas verdes y doradas impresionan particularmente la vista. Cuando, al atardecer, el sol lanza sus rayos sobre esas cúpulas brillantes, se diría que vemos, más que un edificio permanente, una iluminación para una fiesta.
Los rusos no pasan nunca delante de una iglesia sin persignarse, y su larga barba contribuye en mucho a la expresión religiosa  de su fisonomía. La mayoría usan una larga túnica azul, ceñida por un cinturón rojo; el vestido de las mujeres también tiene algo de asiático, y se puede observar en ellos ese gusto por los colores intensos que nos vienen  de los países donde el sol es tan hermoso que se acostumbra hacer resaltar el propio brillo con los objetos que él hace relucir. Tan rápidamente tomé el gusto de esas vestimentas orientales, que no me agradaba ver a los rusos vestidos como los demás europeos; me parecía que iban a entrar así en esa regularidad del despotismo de Napoleón que a todas las naciones primero les regala el servicio militar, luego los impuestos de guerra, y después el código napoleónico, para regir del mismo modo a naciones del todo diferentes.
El Dniéper, al que los antiguos llamaban el Boristenes, pasa por Kiev, y la antigua tradición del país asegura que un barquero encontró, al atravesarlo, que sus aguas eran tan puras que quiso fundar una ciudad en sus orillas. En efecto, los ríos son las mayores bellezas de la naturaleza en Rusia. Apenas si existen arroyos, debido a la arena que obstruye sus cauces. Casi no hay variedad de árboles; el triste abedul se repite sin cesar en esa naturaleza poco imaginativa: hasta se podría llegar a extrañar las piedras, hasta tal punto uno se cansa de no encontrar colinas ni valles, y de ir siempre adelante sin encontrar objetos nuevos. Son los ríos los que liberan a la mente de ese cansancio: los sacerdotes bendicen esos ríos. El emperador, la emperatriz y toda la corte asisten a la ceremonia de la bendición del Neva, en medio del frío más riguroso del invierno. Se dice que Vladimir, a principios del siglo XI, declaró que todas las aguas del Boristenes eran sagradas, y que bastaba con sumergirse en ellas para ser cristiano; como el bautismo de los griegos se hace por inmersión, miles de hombres fueron al río a abjurar de su idolatría. Es ese mismo Vladimir que había enviado embajadores a distintos países para saber, de todas las religiones, cual le convenía mas adoptar; se decidió por el culto griego, debido a la pompa de las ceremonias. Quizás lo prefirió por motivos más importantes: de hecho, el culto griego, al excluir el dominio del papa, le concede a un tiempo al soberano de Rusia el poder temporal y espiritual.
La religión griega es necesariamente menos intolerante que el catolicismo, ya que al ser acusada de cismática, no tiene mucho derecho a quejarse de los heréticos; por lo cual todas las religiones son aceptadas en Rusia y, desde la orillas del Don hasta las orillas del Neva, la fraternidad de la patria reúne a los hombres, a pesar de que las opiniones teológicas los separan. Los sacerdotes son casados, y casi nunca los nobles eligen ese estado; de lo cual resulta que el clero no tiene mucho peso político, tiene influencia sobre el pueblo, pero está sometido al emperador.
Las ceremonias de la religión griega son por lo menos tan bellas como las de los católicos; los cantos eclesiásticos son maravillosos: todo en ese culto conduce a la reflexión profunda; tiene algo de poético y sensible, pero me parece que es más capaz de cautivar la imaginación que de dirigir la conducta. Cuando el sacerdote sale del santuario, en el que permanece encerrado durante la comunión, se diría que se abren las puertas del día; la nube de incienso que lo rodea, la plata, el oro y las piedras preciosas que brillan en los ornamentos y en la iglesia, parecen provenir del país en que se adoraba al sol.


Il ne faut pas s’imaginer qu'en approchant de Kiew, ni de la plupart de ce qu'on appelle des villes en Russie, on voie rien qui ressemble aux villes de l’Occident ; les chemins ne sont pas mieux soignés, des maisons de campagne n'annoncent pas une contrée plus peuplée. En arrivant dans Kiew, le premier objet que j’aperçus, ce fut un cimetière : j’appris ainsi que j’étais près d’un lieu où des hommes étaient rassemblés. La plupart des maisons de Kiew ressemblent à des tentes, et de loin la ville a l’air d’un camp ; on ne peut s’empêcher de croire qu’on a pris modèle sur les demeures ambulantes des Tartares pour bâtir en bois des maisons qui ne paraissent pas non plus d’une grande solidité. Peu de jours suffisent pour les construire ; de fréquents incendies les consument, et l’on envoie à la forêt pour se commander une maison, comme au marché pour faire ses provisions d’hiver. Au milieu de ces cabanes s’élèvent pourtant des palais, et surtout des églises dont les coupoles vertes et dorées frappent singulièrement les regards. Quand, le soir, le soleil darde ses rayons sur ces voûtes brillantes, on croit voir une illumination pour une fête, plutôt qu’un édifice durable.
Les Russes ne passent jamais devant une église sans faire le signe de la croix, et leur longue barbe ajoute beaucoup à l’expression religieuse de leur physionomie. Ils portent pour la plupart une grande robe bleue, serrée autour du corps par une ceinture rouge ; l’habit des femmes a aussi quelque chose d’asiatique, et l’on y remarque ce goût pour les couleurs vives qui nous vient des pays où le soleil est si beau, qu’on aime à faire ressortir son éclat par les objets qu’il éclaire. Je pris en peu de temps tellement de goût à ces habits orientaux, que je n’aimais pas à voir des Russes vêtus comme le reste des Européens ; il me semblait alors qu’ils allaient entrer dans cette grande régularité du despotisme de Napoléon, qui fait présent à toutes les nations de la conscription d’abord, puis des taxes de guerre, puis du Code Napoléon, pour régir de la même manière des nations toutes différentes.
Le Dnieper, que les anciens appelaient Borysthène, passe à Kiew, et l’ancienne tradition du pays assure que c’est un batelier qui, en le traversant, trouva ses ondes si pures, qu’il voulut fonder une ville sur ses bords. En effet, les fleuves sont les plus grandes beautés de la nature en Russie. À peine si l’on y rencontre des ruisseaux, tant le sable en obstrue le cours. Il n’y a presque point de variété d’arbres ; le triste bouleau revient sans cesse dans cette nature peu inventive : on y pourrait regretter même les pierres, tant on est quelque-fois fatigué de ne rencontrer ni collines ni vallées, et d’avancer toujours sans voir de nouveaux objets. Les fleuves délivrent l’imagination de cette fatigue : aussi les prêtres bénissent-ils ces fleuves. L’Empereur, l’Impératrice et toute la Cour vont assister à la cérémonie de la bénédiction de la Neva, dans le moment du plus grand froid de l’hiver. On dit que Wladimir, au commencement du XIe siècle, déclara que toutes les ondes de Borysthène étaient saintes, et qu'il suffisait de s’y plonger pour être chrétien ; le baptême des Grecs se faisant par immersion, des milliers d’hommes allèrent dans ce fleuve abjurer leur idolâtrie. C’est ce même Wladimir qui avait envoyé des députés dans divers pays pour savoir laquelle de toutes les religions il lui convenait le mieux d’adopter ; il se décida pour le culte grec, à cause de la pompe des cérémonies. Il le préféra peut-être encore par des motifs plus importants : en effet, le culte grec, en excluant l’empire du Pape, donne au souverain de la Russie les pouvoirs spirituels et temporels tout ensemble.
La religion grecque est nécessairement moins intolérante que le catholicisme ; car étant accusée de schisme, elle ne peut guère se plaindre des hérétiques : aussi toutes les religions sont admises en Russie, et, depuis les bords du Don jusqu’à ceux de la Neva, la fraternité de patrie réunit les hommes, lors même que les opinions théologiques les séparent. Les prêtres grecs sont mariés, et presque jamais les gentilshommes n’entrent dans cet état : il en résulte que le clergé n’a pas beaucoup d’ascendant politique ; il agit sur le peuple, mais il est très soumis à l’Empereur.
Les cérémonies du culte grec sont au moins aussi belles que celles des catholiques ; les chants d’église sont ravissants : tout porte à la rêverie dans ce culte ; il a quelque chose de poétique et de sensible, mais il me semble qu’il captive plus l’imagination qu’il ne dirige la conduite. Quand le prêtre sort du sanctuaire, où il reste enfermé pendant qu’il communie, on dirait qu’on voit s’ouvrir les portes du jour ; le nuage d’encens qui l’environne, l’argent, l’or et les pierreries qui brillent sur ses vêtements et dans l'église, semblent venir du pays où l’on adorait le soleil.

Extraits de Dix années d'exil.

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